INTRODUCCIÓN
En marzo de 2019, la periodista venezolana Karina Sainz Borgo (Caracas, 1982) publica en España, su país de residencia desde 2008, La hija de la española. Esta ficción supondrá, como ella misma reconocerá unos meses después, en su libro Crónicas barbitúricas, el asombro y la ira (13), “una hecatombe”, no solo por la rápida acogida, difusión y traducción a veintiséis lenguas, sino también por el impacto, no exento de polémicas, en la recepción crítica de un argumento narrativo que aguardaría una problemática vinculación con la realidad política venezolana de los últimos años. Lógicamente, las analogías entre esta ficción y una interpretación realista o las identificaciones autobiográficas podrían, sin duda, ser inevitables. La autora defiende una autonomía ficcional, pues la novela no albergaría una aspiración documental ni autobiográfica: “Ni yo soy Adelaida Falcón ni este es un libro sobre Venezuela” (Crónicas barbitúricas 14). Sin embargo, en la misma página, la autora reconoce que esta novela se erige como un “retrato de una tierra que expulsa y carboniza a quienes viven en ella y a quienes le sobreviven”. También, a propósito de la identificación autobiográfica, explica que:
a aquel personaje le presté mis recuerdos y las amarguras de un país en trance de morir. Le dejé mi lunar de desarraigo y mi mirada de desterrada. Es difícil sobreponerse de un lugar en el que muchas fuimos viudas a los diez años1 y del que huimos tatuadas con la culpa del superviviente, la misma que siente ella y siento yo. (Crónicas barbitúricas 13)
Se entiende parcialmente que no es un libro directo o lineal sobre su país de origen, pero que emerge -sin duda- desde un trasunto, una motivación pre-textual que promueve ecos, sonoridades, contenidos, símbolos, imágenes que, en tanto ficcionales, se concatenan, en su caso, con su memoria experiencial, con su vivencia dolorosa y en pugna con un país devastado. De hecho, la autora llega a manifestar que ella comenzaba a escribir “como intentando no morir con algo que te quema; y a mí Venezuela me quema” (cit. en Arranz). Precisamente, son habituales en Sainz Borgo términos como “quemadura”, “carbonización”, “depredación”, “demolición”, “memoria”, “entendimiento”, “ira”, “expulsión”, “acogida”, “supervivencia”, “vergüenza”… para cifrar rasgos en su proceso escriturario, en general, y para especificar, en particular, imágenes que se desprenden de esa destrucción ciudadana que relata la novela.
Detengámonos en su argumento. La hija de la española narra en primera persona la historia de Adelaida Falcón, hija de otra Adelaida Falcón, una maestra caraqueña y madre soltera, quien muere después de una cruenta y lenta enfermedad. Adelaida hija, con treinta y ocho años, entierra a su madre, en un espacio que, desde el inicio, muestra indicios de un territorio dominado por la carestía: “Más que funerarias, la ciudad tenía hornos. La gente entraba y salía de ellas como los panes que escaseaban en los anaqueles y llovían duro sobre nuestra memoria” (La hija de la española 11). Escasez y violencia dominan la ciudad, Caracas y todo el país, lo cual arrastra la tesitura narrativa de Adelaida, ahora atravesada por la pérdida, la soledad y un progresivo resentimiento que aviva pensamientos y acciones extremas. Poco después del entierro de su madre, el apartamento familiar se ve ocupado por las huestes de mujeres revolucionarias a las órdenes de La Mariscala, adeptas al gobierno que se valen de su situación de poder para invadir viviendas e imponer su régimen de coacción y miedo. Adelaida se enfrenta infructuosamente a La Mariscala: pierde su casa y todas sus pertenencias. Recuperada de la agresión, Adelaida llama a la puerta de una vecina, Aurora Peralta, mejor conocida en el edificio como “la hija de la española”. La vecina no responde. Entra a su apartamento y se la encuentra muerta. Luego halla en la mesa de su salón una carta de concesión del pasaporte español, documentos y algunas divisas. Tales hallazgos constituyen, por un lado, un refugio provisional de las amenazantes milicianas y, por otro lado, un salvoconducto para la huida de una ciudad infernal, convertida en esos momentos en el centro álgido de una batalla campal, a cuenta de las aterradoras represalias de las protestas estudiantiles. En ese caos infernal, Adelaida toma una decisión radical: tira por la ventana el cadáver de “la hija de la española”. Después baja y, aprovechándose de la humareda, los gases y el disperso tumulto de las calles incendiadas, baja sigilosa y quema el cuerpo de su vecina. En su huida la descubre Santiago, el hermano de su compañera Ana, un universitario “desaparecido” como otros tantos. Es difícil reconocerlo, pues se presenta enmascarado y vestido como uno de “Los Hijos de la Revolución”, aunque en realidad también huye de ellos. Si bien, ambos se ocultan y conviven brevemente en el piso de la difunta Aurora Peralta, Adelaida no puede hacer peligrar con su presencia unos incipientes planes de huida, que pasan ineludiblemente por sustituir a la hija de la española. Antes de partir, Santiago revela su experiencia en torno a las brutales maniobras de coacción, reclutamiento, adoctrinamiento, violencia y persecución que Los Hijos de la Revolución cometían sobre muchos de los “desaparecidos” universitarios que como él eran disidentes del régimen. Santiago desaparece como prometió y Adelaida inicia su proceso de conversión personal y sobre todo jurídica en Aurora Peralta. Gradualmente, la narradora va intercalando eventos, recuerdos e interpretaciones del pasado que, asociados a su experiencia personal, familiar, social y política, potencian las diferencias entre un país inexistente y el actual, al que ella valora como la fotografía carbonizada de lo que fue. Por esta vía, otros eventos personales -como el terrible asesinato de su novio, por denunciar en su periódico las alianzas de los políticos con la guerrilla y el narcotráfico, y el homicidio de Santiago o los recuerdos de la infancia, de su madre y de las tías, entre otros- van tejiendo una trama que revisita ese pasado a partir de la mirada lacerante en un presente adverso que dispara la digresión temporal. Finalmente, Adelaida huye a España suplantando a Aurora Peralta.
La estructura externa de la novela no se organiza en partes o capítulos, sino en treinta y dos secuencias diferenciadas, pero sin títulos. El orden narrativo, como decíamos, entrevera eventos, recuerdos y experiencias que se aproximan siempre al argumento principal huyendo de la linealidad. Intuimos que Adelaida cuenta, desde España, los hechos fundamentales desde un presente que mira un pasado reciente: el entierro de la madre, la ocupación de su apartamento, el hallazgo y la desaparición del cadáver de Aurora Peralta, el encuentro con Santiago, el proceso de conversión en Aurora, los preparativos e impedimentos del viaje y finalmente su llegada a España Estos vaivenes espacio-temporales comportan dos formas de enunciación que en apariencia pudieran estar alejadas, pero que en el caso de esta novela confluyen sin resultar incongruentes. Por un lado, la articulación discursiva discurre por terrenos que recuerdan a las crónicas periodísticas:2 la narradora cuenta o describe con crudeza muchos de los focos, datos y acontecimientos históricos revestidos de objetividad. Por otro lado, alterna su narración o el objeto de su contemplación con juicios, impresiones o ensoñaciones, sucesos de la memoria experiencial que configura con seca, rabiosa y contenida emoción. Ese tránsito desde la denotación narrativa hasta la connotación de las impresiones, recuerdos, valoraciones personales o íntimas incide de forma directa en el tono trágico de la voz narrativa y en la naturaleza lírica del relato. La voz trágica, solemne, contenida y también beligerante de Adelaida se sitúa en el espacio del no-tener, del mal-estar, del mal-ser, que se anuda indefectiblemente a todos los contenidos/acciones/sucesos “realistas” de la situación venezolana (que abordaremos en los apartados siguientes), pero que no impiden una vocación lírica de la narración. Adelaida no deja de rumiar los terribles asuntos de aquella realidad, sin dejar de otorgar a sus impresiones muchas significaciones imprevistas e inusitadas que tienden a la conmoción. El tratamiento de las figuras de la contradicción, de construcciones hiperbólicas, de comparaciones y metáforas, que comprobaremos en citas sucesivas, aporta a la narrativa un estilo que enfatiza la ironía, el sarcasmo y el grotesco, del mismo modo que resalta la íntima expresión iracunda de una narradora descarnada y sin concesiones.
ECOS CONTEXTUALES Y LITERATURAS MIMÉTICAS
Sería necesario estudiar el amplio y complejo corpus de narrativas que en la literatura latinoamericana da respuesta, desde la ficción, a los muy variados acontecimientos políticos de finales del siglo XX y el trascurso del XXI. Pero dadas las particularidades de los contextos nacionales, resultaría un trabajo ímprobo que desviaría sobremanera los asuntos centrales de esta aproximación. En cualquier caso, La hija de la española se instala en esa tradición de narrativas que dan cuenta desde la ficción de un largo prontuario de infortunios acaecidos con la aparición y consolidación del chavismo y que, además, se inscriben en una reciente literatura creada por escritores de la llamada diáspora venezolana. No es un secreto que la crisis socio-política venezolana más reciente haya impulsado de una u otra manera, con distintos perfiles y estrategias, una probable distinción entre la literatura de los que quieren irse, la de los que se quedaron y la de los que se fueron.3 En ese horizonte resulta revelador, solo por mencionar dos ejemplos, la íntima relación que se establece entre los procesos de creación de novelistas y escritores en general, y su experiencia del desarraigo, de la que podemos reflexionar tanto en el libro Florecer lejos de casa. Testimonios de la diáspora venezolana (2018), como en Pasajes de ida. 15 escritores venezolanos en exterior (2018). Bien desde los distintos desarraigos, bien desde una compleja permanencia, estas novelas han sido conocidas porque establecen un diálogo -a veces real, directo y sin concesiones- con la realidad política y social de Venezuela del momento, que también podría evidenciarse en novelas como El complot (2002) de Israel Centeno o en Patria o muerte (2014) de Alberto Barrera Tyszka. Estas novelas se revisten con las estrategias propias del artificio, sin abandonar algunos signos, atmósferas y recreaciones que conforman el rumor de una Venezuela devastada en el dominio de “una literatura que construye realidades” (Sanz) como es el caso -en parte- de la narrativa de Sainz Borgo. Sin embargo, entre una y otra tendencia, conviven gradaciones, giros y perspectivas confluyentes. Digamos que La hija de la española, sin impugnar su entidad ficcional, recurre a hechos reales, a acontecimientos y a reminiscencias de personajes y expresiones que se incardinan a referencias documentales, políticas, históricas o geográficas de la Venezuela contemporánea.
Normalmente, las búsquedas estéticas que traslucen este amplio corpus de novelas venezolanas, que empiezan a gestarse en 1999,4 se presentarían en dos modalidades principales. Una de ellas es la exploración de hipotéticas situaciones políticas que se verán representadas, en el fondo, como interpretaciones éticas y políticas en torno a las decisiones y actuaciones del Gobierno, la figura de Hugo Chávez o los abruptos e inesperados cambios en el régimen venezolano. Otras, en cambio, asumen como trasunto algunos rasgos de esa primera modalidad, pero su fuerza se centrará sobre todo en el impacto político que el régimen ha tenido sobre la colectividad en general y sobre el individuo en particular. En este sentido, el trabajo de Patricia Valladares-Ruiz resulta una guía más amplia para reconocer varios ámbitos temáticos incardinados a una visión de la debacle por obra del chavismo.5 Quizás con la publicación de El Tercer País (2021), su segunda novela, Karina Sainz Borgo construye de forma plenamente lírica y alegórica, con modos que algunos emparentan a la estética lacónica de Juan Rulfo, la “frontera” imposible entre dos territorios simbólicos, un tercer país: un cementerio ilegal que aguarda palpitante el misterio que sobreviene de la peste, del caos, de la violencia y del sometimiento o rebeldía ante los grupos armados, que bien recuerdan la frontera colombo-venezolana-brasileña, sin que se precise, más allá de trasuntos, símbolos subyacentes y trasposiciones ficcionales, una clara ubicación, algún dato documental. Sin duda, lejos de las referencias más o menos marcadas de la situación de la Venezuela chavista que se interpretan en La hija de la española, esta nueva novela de la autora puede leerse como una metáfora de la huida, la desesperación y la degradación de la condición humana en ese espacio de exclusión de la frontera, pero también como reinterpretación de la solidaridad, gracias al tándem de sus protagonistas -Angustias Romero y Visitación Salazar-, en auxilio de unas víctimas inmediatas: esos caminantes, expulsados o parias que al menos tendrán una sepultura en el Tercer País.
Volviendo a La hija de la española, esa relación de violenta dominación, de un poder que se distingue como totalitario por parte del individuo, será lo que constituya de forma sustancial el sustrato político de esta novela. Ese fundamento político, como una palmaria consecuencia del chavismo, al menos evocada en el espacio y la temporalidad de su narración, no se propone exclusivamente como una denuncia al régimen -instaurado por Hugo Chávez y continuado y consolidado por sus elegidos y herederos-, tampoco como simple nostalgia por aquel lugar imperfecto y ya inexistente de la democracia venezolana, sino más bien como una interpretación personal, subjetiva e indirecta, y por tanto ética y estética, del daño.6
Para comprender esto, las germinaciones del mal totalitario enraizados en lo real gravitan y se incardinan en La hija de la española, cuando ese mal radical se alimenta, como señala Hannah Arendt, de la violencia de seres banales “que infligen un daño difícil de explicar, comprender, perdonar o castigar” (Los orígenes del totalitarismo 610). Tal horror es en realidad la historia de un destrozo, la constatación de una demolición jurídica, social y ciudadana, y aunque el análisis político de Arendt reposa en un momento histórico documentado de la realidad humana, el relato de Sainz Borgo lee desde la ficción rasgos de esa demolición.
Asimismo, La hija de la española ratificaría, desde lo político hasta la experiencia sensible y moral, una amarga comprensión de la pérdida. La pérdida de un país que, según va asumiendo la protagonista, se va convirtiendo en espacio de degradación y depredación. La amargura instalada hasta el final de la novela muestra la herida sangrante en esos dobles resentimientos que aún gestan las siluetas trágicas de un país que se torna desmoronado, convertido siempre en otra cosa. Con este interés, me propongo reflexionar sobre las probables relaciones entre lo que Sainz Borgo concibe como devastación del país en su novela y algunas vertientes políticas venezolanas que se entroncan a una evolución de la violencia por el auge del chavismo y su ajuste en la revolución bolivariana.
SIGNOS POLÍTICOS Y LITERARIOS DE LA DEVASTACIÓN VENEZOLANA
Según analiza ampliamente Miguel Gomes en El desengaño de la modernidad: cultura y literatura venezolana de los albores del siglo XXI y también en otros artículos posteriores,7 la literatura venezolana ha hecho patente una vinculación entre “el desencanto” de lo moderno y la idea de una “Venezuela en pedazos”. Con la irrupción del chavismo y su ideología estadal se produce un cambio drástico de doble faz en la cultura venezolana: uno, de forma visible, que afecta a las estructuras sociopolíticas y económicas; y otro, menos evidente pero más complejo, que incide en “las estructuras afectivas” (Gomes 119).8 Entre las transformaciones del primer tipo que impactan y perturban la creación y difusión literaria, Miguel Gomes subraya la distinción u organización de grupos de adeptos y opositores al Gobierno, la descalificación oficial y la persecución indirecta de los disidentes, la presencia de escritores en editoriales transnacionales con escasa filiación, la escasez de papel, la emigración de escritores, entre otros (119). La segunda transformación se produce con “la alteración de los modos de apreciar la realidad nacional” y, por tanto, en el tejido de las valoraciones intersubjetivas sobre el país. Para Gomes, el fracaso de la modernidad de los discursos “desarrollistas” que pervivieron en Venezuela, entre los años cincuenta y noventa del siglo XX, disuelve la confianza en el Petro-estado liberal, a partir de la devaluación de la moneda, el fin de la bonanza de las clases medias, el “Caracazo” de 1989 y los saqueos en las ciudades más importantes, además de los dos intentos fallidos de golpe de Estado en 1992, que tienen como consecuencia el surgimiento de la figura de Hugo Chávez Frías como líder militar carismático que proyecta “combatir la corrupción del gobierno civil”. En La hija de la española, el acabamiento de la socialdemocracia, para Adelaida, inauguró con los golpes de Estado la carrera política del Comandante y sus resultados marcaron la transformación:
el país cambió en menos de un mes. Comenzamos a ver camiones de mudanza en los que viajaban torres de ataúdes atados con cuerdas, pero a veces ni eso. Con el paso de los días comenzaron a envolver los cuerpos sin identificar en bolsas plásticas. . . Fue el primer intento de los padres de la Revolución de asaltar el poder. (41)
En ese contexto de cambios, transformaciones e incertidumbres sostenidas por la violencia, se divisa en las páginas de escritores venezolanos, sin un acuerdo posible entre producciones literarias alejadas e independientes, un fuerte sentimiento de desmembramiento, destrucción y desencanto, que pone la mirada en la crisis social y personal: “desde entonces, las descripciones de la atmósfera colectiva en las páginas de escritores venezolanos actuales abundan en ingredientes sórdidos, abyectos, catastróficos, así como en constantes roces con los predios de la locura, el crimen o lo monstruoso” (Gomes 121). De este modo, esas estructuras afectivas, asumidas por los escritores venezolanos a los que alude Gomes, perciben una realidad desintegrada, desmoronada, confusa y abierta a la confrontación y a la discordia.
Con la transformación de esta estructura afectiva que vincula y condiciona la creación literaria con el cambio de los contextos políticos, sociales y económicos podríamos entender una vertebración narrativa del resentimiento en la novela de Sainz Borgo. El relato discurre siempre condicionado por la visión negativa de la narradora en torno a las decisiones y acciones impulsadas por el chavismo. Con tal carácter antichavista manifiesta un odio extensivo al país del “Comandante” que le impone una extranjería, una expulsión, una anulación de la identificación y del reconocimiento patrio: “Maldije, con mis dientes rotos, al país que me expulsó y al que todavía pertenecía sin formar ya parte de él” (156). Adelaida expresa las razones que consideran el advenimiento del chavismo como la apertura de una clara involución en políticas que desmontaron todas las estructuras conocidas de la democracia; el apogeo, por tanto, de una revolución que cimentó una terrible catástrofe ciudadana:
Vimos cómo las cosas fueron cambiando, cómo las devaluaciones, las protestas y disensiones se ahogaban, primero en las alharacas revolucionarias y luego en la violencia sistemática. Vimos los mejores años del Comandante y luego el lento ascenso de sus sucesores; conocimos las primeras versiones de los Hijos de la Revolución y los Motorizados de la Patria. Vimos cómo el país se transformaba en un esperpento. (117)
Desde un enfoque político y documental, en El poder y el delirio, Enrique Krauze advierte que con la llegada del chavismo se inauguraba en Venezuela un entrecruzamiento pragmático, no exclusivamente ideológico, de un peculiar populismo de retórica izquierdista que, sin embargo, mostraba su exceso en una praxis ultraderechista. En todo caso, el programa chavista, de cuya semilla germina el populismo radical, fundió ambas ideologías que, según interpreta Krauze, se atienen a un particular decálogo.9 Merece la pena enumerarlo: primero, la exaltación de un líder carismático, un mesías, el hombre providencial; segundo, el uso y abuso de la palabra que debe ser interpretada como verdad general; tercero, la necesidad de “crear” una verdad homogénea, estable y oficial que acalle y suprima cualquier crítica o contestación;10 cuarto, el uso discrecional de los fondos públicos, entendidos como un erario privado y sometido al dictamen de una economía mágica; quinto, el reparto directo de la riqueza a aquella parte de la población “elegida”, que luego se cobrará con adhesión y obediencia; sexto, la insistente incitación al odio de clases, que se traducirá en intemperancia y hostigamiento contra el que tiene algo que pertenece a todos; séptimo, la movilización y enardecimiento permanente de las masas; octavo, el hallazgo hostil de supuestos agentes y enemigos exteriores; noveno, el desprecio al orden legal y un apego atávico a “la ley natural” y a la “justicia directa”; y décimo, la cancelación y desmantelamiento de la democracia liberal y civil, cuyos límites en el poder serán siempre contrarios a la voluntad popular.
La ostentosa práctica de un populismo, fuertemente atenazado a los modos autoritarios y, en cierto modo, dictatoriales -según leemos en Diario en ruinas (2018)11 de la escritora Ana Teresa Torres, en la misma línea de Krauze- definen la política en la Venezuela chavista. Por ello, dado su carácter realista, La hija de la española redunda en datos, referencias y cifras -aderezadas por la interpretación y la visión parcializada de la narradora- que expresan con robustez esa disposición del populismo dictatorial. La visión de Chávez en la novela como “Comandante eterno” no se restringe exclusivamente a lo militar, sino que aguarda una extraña derivación hacia lo que Krauze concibe como la aspiración de un absolutismo criollo (339). La imagen de un Chávez redentor que inunda las calles con vallas, fotografías y camisetas impresas, tal como lo percibe Adelaida, supone el nuevo advenimiento del héroe-monarca que se encarnaría en la asimilación o equivalencia: Hugo Chávez igual a Simón Bolívar.
Es una extraña revolución, entonces, si el chavismo se presenta como “un restaurador del pasado” (Krauze 332-335). Tal incongruencia anida en la insistente conversión del prócer republicano del siglo XIX, creyente de una histórica estructura conservadora y dictatorial, en un romántico reformador social, del mismo modo que otros próceres de la gesta independista venezolana son vituperados porque entran en pugna con las versiones manipuladas del relato bolivariano. En sintonía con ello, Adelaida, al atravesar la plaza Miranda, conjuga de manera irónica esa impresión de manipulación histórica cuyos intereses intentan subrayar de forma oportunista una de las taras del imaginario colectivo venezolano: ese exacerbado y mal interpretado patriotismo:
Casi todas las milicias estaban compuestas por civiles. Actuaban bajo la protección de la policía. Comenzaron congregándose junto a los vertederos de la plaza del Comandante, que hasta entonces seguíamos llamando por su nombre original: la plaza Miranda, un homenaje al único prócer realmente liberal de nuestra Guerra de Independencia y que murió, como todos los hombres buenos y justos, lejos del país al que le había entregado todo. Ese fue el sitio que eligieron los Hijos de la Revolución para levantar su nuevo comando… (53-54)
Para la narradora de la novela, resulta audaz acomodar, fraguar y propagar como verdad histórica12 la idea de que Bolívar es un revolucionario o emerge como creador del Socialismo chavista y que sobre sus preceptos, ideas y discursos descontextualizados reposa la gesta definitiva de la liberación de la patria.13 De algún modo, Sainz Borgo, desde la ficción, traza aspectos coincidentes con las denuncias de Manuel Caballero, propuestas en su libro La gestación del Chávez (38-39), en torno al falseamiento histórico que, como ignara insensatez política, ha servido como mecanismo de manipulación regida por esa especie de interpretación del Oráculo Bolívar. Con ello se fija, según coinciden narración y reflexión histórica, el personalismo, el autoritarismo, la demagogia14 y una progresiva vertebración de la violencia zafia, asociada -como veremos- a la justa y popular revolución del pueblo y, por ende, a la paulatina imposición del militarismo.
La hija de la española concatena varios aspectos de este populismo totalitario asociado a ese nuevo relato incongruente del “pensamiento bolivariano” que resuma, por un lado, una posesión de la verdad que instala el odio, el resentimiento, la desconfianza y un tipo de pugnacidad que se enarbola con la “lucha de clases” en toda su beligerancia verbal. De este modo, el enfrentamiento se recrudece y pone en tensión las ideas de una pobreza angelical que reclama los bienes usurpados por la clase media o acomodada, el patriota bolivariano enfrentado al traidor o vendepatrias, o los venezolanos puros y revolucionarios en discordia con venezolanos impuros y fascistas. Esto origina en la revolución chavista la creación de milicias civiles que de forma permanente y exaltada se movilizan para defender “la patria amenazada”. De tal suerte, la legalidad será siempre cambiante, siempre renovada e interpretada o directamente aniquilada, porque lo verdaderamente popular, sin anclajes a leyes elitistas, residirá en la de una justicia real y directa. Bajo ese precepto, “los Hijos de la Revolución”, según leemos en La hija de la española, terminarán de destruir aquellos logros de la democracia venezolana y, como recordará Gomes, disolverán las estructuras afectivas:
Los Hijos de la Revolución consiguieron llegar lo suficientemente lejos. Nos separaron a ambos lados de una línea. El que tiene y el que no. El que se va y el que se queda. El de fiar y el sospechoso. Levantaron un reproche como una más de las divisiones que habían creado en una sociedad que ya las poseía. (49)
Esta pugnacidad cobra fuerza testimonial en el citado Diario en ruinas, de Ana Teresa Torres, cuando se atestiguan los cataclismos producidos por la Revolución Bolivariana y sus adeptos:
Comenzamos a no reconocernos. O a entendernos como enemigos. Los códigos de relación se han trasformado. El Comandante ha triunfado, te sentirás como extranjera en tu tierra. Esa es una condición de las dictaduras. Desconfía de tus conciudadanos. Teme a quienes tengan alguna cuota de poder. Acepta que no eres bienvenido. Creo que los que apoyaron esto llevarán una amargura para siempre. . . . Largas colas de gasolina en el quinto país productor de petróleo. Esto es lo más difícil, abrir los ojos para poder observar lo que la monotonía oculta. . . Se cree que una revolución es un fenómeno violentamente catastrófico e imposible de pasar desapercibido. Es todo lo contrario, es un proceso insidioso que se oculta en los subterfugios de la cotidianidad. Y cada día avanza, milimétricamente, implacablemente. (108-110)
REVOLUCIÓN Y VIOLENCIA
Decíamos que si algo tiene de particular la novela de Karina Sainz Borgo es precisamente que, en esa figuración narrativa de Venezuela, la situación del país se profiere en términos de devastación: debacle económica, dominación política, deterioro social, desmantelamiento cultural, daño moral, violencia... Al subrayar el progresivo y brutal cambio del país, reflejado en su cotidianidad personal y aparejado a las dramáticas restricciones e imposiciones de la Revolución bolivariana, La hija de la española observa que la germinación de la revolución chavista provocó la emergencia mesiánica del héroe y vigorizó el germen de todo un linaje violento de rebeldes, insumisos y guerrilleros. Se trata de una reactivación, degradada en toda su amplitud, del mito de una Venezuela heroica15 que se exhibe, como interpreta Ana Teresa Torres en La herencia de la tribu (141-146), como tejido de un imaginario alimentado por arquetipos sociales y políticos paradigmáticamente contradictorios. Estos conformarían de forma concreta o simbólica “el cuerpo armado de la revolución” y se proponen como combatientes violentos, in perpetum, de aquella “independencia incompleta”.
En la novela de Sainz Borgo, Adelaida observa cómo fue esa necesidad sentimental de alimentar a toda costa una épica revolucionaria y cómo el aparato discursivo y estratégico de la revolución, antes y después de la llegada del Comandante al poder, aglutinó entre sus filas un variado elenco de figuras heroicas degradadas, tanto de la sociedad venezolana como de la comunidad internacional. Estas figuras también confluyen en la novela por dos vías emparentadas al relato revolucionario: una, desde una cierta vertiente de la venezolanidad asociada a su carácter macho, viril y aguerrido -los venezolanos han sido, son y serán arrechos, alzaos, belicosos, justicieros-; y otra, desde la total asunción de este ímpetu en la normalización que cuestionará o derribará la ley imperante: “Cada vez acudían más motorizados de la Patria. Era imposible reconocerlos. Vestían caretas como los que empleaban los funcionarios antidisturbios… ¿Qué importaba no ser reconocidos, si la ley estaba en sus manos?” (La hija de la española 54). Adelaida reflexiona sobre esas dos vías que se verán legitimadas en lo social, desde una perspectiva del poder político, por las figuras del “golpista” y del “guerrillero”; y en el espacio internacional, por el ejemplo de “los combatientes de la lucha armada”. Había que imponer orden al país mediante las fuerzas masculinas arraigadas en esas mitologías del macho defensor, combatiente y sacrificado. La violencia de los dos golpes de Estado en Venezuela (4 de febrero y 27 de noviembre de 1992), con todas sus muertes y consecuencias políticas, no solo quedará naturalizada en la frase dicha por el propio Chávez poco después de la asonada: “Bolívar y yo hemos dado un golpe de Estado. Bolívar y yo queremos que el país cambie” (cit. en Krauze 147), sino también en la normalización de la violencia de los colectivos armados y los comandos revolucionarios que, a ojos de la protagonista, propinan “escarmientos ejemplarizantes” y “nos mataban como a perros” (La hija de la española 67).
Estos héroes degradados articulan en la novela las vinculaciones entre el gobierno revolucionario y el terrorismo internacional, el narcotráfico y el crimen… El ensalzamiento de Carlos Ilich Ramírez, “el Chacal”, en 1999 y la petición de su liberación ante el gobierno francés solo fue el inicio para la llegada de otros héroes trasnacionales. Según Adelaida, la patria en peligro necesitaba de estas huestes salvadoras que garantizaran el estímulo populista y la rigurosa aplicación del programa revolucionario.16 Acuden, pues, a la cita figuras estelares de la ETA, Irán y los soldados del fundamentalismo islámico Hezbollah17 y, con verdaderos honores de estado, se recibe a las FARC y al ELN como “Fuerzas insurgentes” de colaboración. Bajo la máscara de la mediación, el gobierno de Chávez tendrá a figuras relevantes de la guerrilla colombiana como necesarios interlocutores bajo el paraguas de importantes transacciones económicas.
Para Adelaida todos obran en el suculento negocio de la droga, la venta de armas, el secuestro y los encargos por ajuste de cuentas. En aquellos límites amplios y flexibles de la frontera colombo-venezolana, como después se sabrá, las guerrillas serán el “apoyo armado” contra algunos enemigos de la revolución chavista, de dentro y de fuera:18
El reportaje que nos puso en marcha hacia el otro extremo del país era de cuidado: el secuestro de un prominente empresario de la élite nacional -cuando existía tal cosa- a manos de la guerrilla. La liberación se realizaría en la zona del Meta a cien kilómetros de la frontera. La familia había llevado adelante las negociaciones por su cuenta, con la mínima intervención del régimen del Comandante Presidente, que ya entonces había estrechado lazos con las fuerzas de liberación colombianas, a las que había facilitado un corredor de impunidad a cambio de la lealtad y cooperación armada, además de algunas regalías sobre los cargamentos de droga que el régimen le permitía pasar por el cauce del Orinoco rumbo a Europa. (La hija de la española 123)
En relación con estos ajusticiamientos, Adelaida se recuerda a sí misma amando “a gente muerta” (130). Evoca aquel “enamoramiento” infantil por una imagen en la portada del periódico El Nacional, que mostraba a un joven militar ensangrentado. Era una víctima que ilustraba el primer alzamiento chavista. El recuerdo se dispara luego hacia el terrible ajusticiamiento de su novio periodista a manos de la guerrilla colombiana:
Yo que había sido viuda a los diez años, volví a serlo a los veintinueve, una semana antes de casarme con Francisco Salazar Solano, el reportero al que un grupo de guerrilleros encontró para cobrarle a plomo la fotografía con la que había ganado el Premio Iberoamericano de Libertad de Prensa: el retrato de cómo habían dejado a su informante tras descubrir que había sido él quien filtró los datos de cómo el gobierno del Comandante Presidente dio la orden de matar al empresario cuya supuesta liberación intentaba conseguir desde hacía meses. Como a aquel infeliz, a Francisco también le hicieron la corbata, esa forma de matar que aplicaban los guerrilleros a los chivatos: abrieron su garganta en canal y le sacaron la lengua por la herida. (128)
Si con el golpista, el guerrillero y el terrorista se recupera un simbolismo bravío de la sublevación política contra el orden y lo legal, la rehabilitación del malandro19 llamado a filas como nuevo “combatiente urbano” de la Revolución bolivariana, a través de los colectivos, añadirá matices insólitos a la convivencia social y una enérgica y bestial garantía de protección al régimen. Queda totalmente fundida en una misma dinámica la violencia social y criminal con la violencia política. Esto se representa ampliamente en la novela.
Gran parte de la literatura y de la cinematografía venezolana20 ha dado cuenta de esta figura del delincuente común, normalmente para redimirlo como paria, justiciero o protector de una sociedad en conflicto con la ley, también como habitante admirado de un presente fulmíneo, donde matar o morir marca con sangre y fuego su única ley. En esta revolución que relata Adelaida el malandro es presentado como víctima y como tal reclama para sí y los suyos los botines de la exclusión sociopolítica. No es raro, pues, que esta figura del pueblo acuda en masa a la fiesta de los héroes y se piense en él, desde una dogmática perspectiva de evangelización revolucionaria, como activo guardián social. Con esa percepción, a la vuelta del enterramiento de su madre, Adelaida se encuentra en el cementerio con una de esas huestes de la revolución, los colectivos motorizados:
El obstáculo se desplegó ante nosotros: una caravana de motocicletas. Eran veinte o treinta, todas aparcadas en medio de la vía, cortando el paso en ambos sentidos. Sus conductores vestían las camisetas rojas que la Administración Pública había repartido en los primeros años de Gobierno. Era el uniforme de los Motorizados de la Patria, una infantería con la que la Revolución barría cualquier protesta contra el Comandante Presidente -así llamaron al líder de los revolucionarios tras la cuarta victoria electoral- y que con el tiempo desbordó sus territorios, competencias y objetivos. Cualquiera que cayese en sus manos se convertiría en víctima… ¿De qué? Eso dependía del día y de la patrulla. Cuando se acabó el dinero para financiar a los Motorizados, el Estado decidió compensarlos con una propina. No cobrarían el salario revolucionario completo, pero tendrían patente para saquear y arrasar sin control. Nadie los tocaba. Nadie los controlaba. . . . Levantaban una tienda de campaña con tres sillas y ahí echaban el día, recostados sobre aquellas motos desde las que avistaban a su presa y sobre las que montaban para darle caza a punta de pistola. (28-29)
En todo ese repertorio de furibundos revolucionarios destaca, rara avis, el papel de la mujer revolucionaria chavista, subyugado a esa telúrica fuerza que arrasa, vocifera, amedrenta o aniquila con modos, a veces, tan crueles como las de los machos del colectivo. El personaje de La Mariscala, una autoridad por obra del hambre, obedece a ese prototipo. Ella y su batallón acometen allanamientos, invasiones y expropiaciones de casas y pisos; y fungen como consignatarias en la red mafiosa de la distribución de alimentos que coordinan los colectivos pagados por la policía militar y los altos mandos del ejército bolivariano. Su presencia se reviste de propaganda que ensalza a ese pueblo inocente, adánico, que ha sido víctima del hambre. La Mariscala trasciende por ello la creencia de una pobreza esencial como carácter distintivo e igualitario de la venezolanidad bolivariana. Ello será el gran estandarte y también la gran justificación política de la violencia social que, desde el oficialismo y en momentos de cruda resistencia opositora, se verá en la perpetración de rapacerías y expropiaciones. La Mariscala y su ejército de mujeres toman posesión de la casa de Adelaida:
-Esto lo hacemos, mi amor, porque tenemos hambre. Ham-bre. -Separó las palabras en sílabas otra vez para añadir efecto a la frase con la que el Comandante justificó a quienes robaban para atraerlos a su manto electoral. «Conmigo nadie nunca más robará por hambre», había dicho-. Tú seguro que nunca has sentido eso. Tú no sabes, chica, lo que es el hambre. Eso, m’hija: ham-bre.
Soltó una risotada y comenzó a sobar su revólver con la mano.
-Esta casa ahora es nuestra, porque todo esto siempre fue nuestro. Pero ustedes nos lo quitaron . . .
Le escupí.
Se limpió el rostro, inmutable, y cogió su pistola. Lo último que recuerdo fue el sonido de la culata contra mi cabeza. (80-81)
Así, pues, la disolución de los límites entre delincuencia, crimen y pueblo maltratado y hambriento, su mezcla y superposición, verificó en gran medida una especie de revolución/delincuencia bendecida: un pueblo angélico que reclamaba, como hemos insistido, aquel maltrato ancestral con el botín del enemigo; así como el control de los alimentos, medicinas y servicios básicos para cobrar también una venganza revestida de planes sociales.
El gobierno revolucionario promete un cambio definitivo que nunca se concreta o consolida, y serán siempre fuerzas ajenas al gobierno las que sigan operando para enfatizar el hambre y la miseria:
Prometieron hasta hartarse. Las plegarias no atendidas se descompusieron al calor del resentimiento que las alimentaba. Nada de cuanto ocurría era responsabilidad de los Hijos de la Revolución . . . Comenzó a hincharse en nuestro interior una energía desorganizada y peligrosa. Y con esas ganas de linchar al que sometía, de escupir al militar estraperlista que revendía los alimentos regulados en el mercado negro o al listo que pretendía quitarnos un litro de leche en las largas filas que se formaban los lunes a las puertas de todos los supermercados. Nos hacían felices cosas funestas . . . Olvidábamos la compasión, porque ansiábamos cobrar el botín de aquello que iba mal. (64-65)
El hambre justificaría el crimen y toda la carga de victimización y resentimiento en ambos lados, pero el hambre también será el motor de un jugoso negocio que cobrará muy alto su precio en dignidad e impondrá una nefasta forma de lealtades, apaciguamientos y torturas. Así, en la novela, ajenos a todo, los venezolanos invierten sus energías en la búsqueda y compra de comida, a costa de cualquier cosa:
Quien recibía aquellos paquetes estaba obligado a determinados compromisos: acudir sin rechistar a cualquier acto o manifestación a favor del régimen, o a prestar servicios sencillos que iban desde la delación de un vecino hasta la formación de comandos y grupos de apoyo a la causa. Lo que comenzó siendo un privilegio para funcionarios se extendió como una forma de propaganda y luego de vigilancia. Todo aquel que colaborara tenía asegurada una caja de alimentos. No era mucho: un litro de aceite de palma, un paquete de pasta y otro de café. A veces, con suerte, daban sardinas y jamón en conserva. Pero era comida y el hambre apretaba. (71)
La Misión21Mercal para la distribución de alimentos procuró grandes inversiones estatales, envueltas en una estela de corrupción, que han supuesto un fraude económico y el enriquecimiento de la aristocracia chavista: esas élites “revolucionarias” llamadas boliburgueses. De hecho, en la novela se ironiza sobre estas tácticas de pillaje como una forma de vida en Venezuela:
A los infelices no les iba a llegar ni un gramo de café, ni siquiera una bolsa de arroz de aquellas cajas de comida subsidiada. La Revolución que los redimía los robaba de todas las formas posibles. Al primer robo esencial, el de la dignidad, se sumaba el de la Mariscala, que les arrebataba sus cestas de productos para venderlos en el mercado negro y ganar el doble o el triple, a costa del soborno travestido en caridad. Me alivió saber que no era yo la única a la que expoliaban. Me alegró que en este imperio de basura y pillaje todos se robaran entre ellos. (159)
Como podrá advertirse, dos aspectos sociológicos son destacables en todo el chavismo. Uno es consecuencia de una constante ofensiva política emanada desde sus inicios y revestida en una sui generis revolución moral para la justa reparación de la pobreza. El otro reside en la conminación de un discurso aparentemente re-integrador, pero que alberga, en realidad, un sustrato siempre emponzoñado por aquel resentimiento, por la linealidad en la “devolución del golpe” por parte de esos pobres, pero armados patriotas. De este modo, los oprimidos héroes de la revolución forjarán la creación de nuevos resentidos en una errante multitud de parias, divididos, beligerantes o silenciados. La legitimación de la violencia y el forjamiento de una verdad subyugada a las necesidades del régimen crearán en la colectividad una lógica del enemigo que, por muy diversos senderos, atados siempre a la pugnacidad, según nuestra breve revisión, se evidencia con rotundidad en la novela. La intimidación, el fanatismo, las desapariciones, las coacciones, la represión y la muerte graban en el relato tal realidad.
En este escenario de violencia y corrupción, con una propaganda de falso socialismo, alimentada por las acciones evanescentes de las misiones, al tiempo que se liquidaban los derechos, permean al menos dos rasgos que interfieren en el clima moral de la novela. Uno es la versión de la depredación: “Algo en aquel país comenzaba a depredarnos” (98), dice la protagonista. La nación en todas sus instancias y percepciones es asumida política y socialmente como una máquina voraz, terrible, furtiva, siempre a la caza: una depredación como estrategia de dominio que implica, en el mejor de los casos, la rendición del sujeto o su silencio cómplice, o bien una equívoca lealtad al opresor y, en el peor de los casos, su anulación social, su encierro, el secuestro, la tortura o la muerte escenificada cuidadosamente con los códigos del hampa común. Otro rasgo de tintes morales que bordea y recorre el espacio narrativo es precisamente la concepción del “país como fosa séptica”.22 Venezuela será sentida como una gran laguna fecal, por la que navegan o yacen sumergidos restos dispersos que hacen de la degradación su bandera. En pleno vuelo hacia España, “cruzando el mar”, leitmotiv reiterado como metáfora de la huida y de la salvación, Adelaida tiene esta pesadilla abyecta, que condensa el malestar vital por la terrible demolición nacional. La pertenencia solo ya es posible en esa una comunidad de restos excretados:
Flotábamos entre serpientes de excrementos que se movían lentamente junto a caballos y jinetes muertos. Tenían los ojos abiertos, color de yema cocida: cuencas vaciadas de vida. Los cadáveres de bestias y hombres chocaban contra la niña y contra mí, que nadábamos torpes en aquella sopa tibia de sangre y mierda . . . Quise nadar hasta la superficie, pero la niña volvió a tirar de mi mano para enseñarme algo. Detrás de un caballo ensillado y sin jinete flotaba un cuerpo convertido en un ovillo. Un hombre séptico en una placenta séptica. La niña nadó hasta él sin soltar mi mano. Sujetándolo por el hombro, giró su cuerpo para que pudiésemos ver su rostro. Era Santiago. La pequeña usó su brazo para rodearlo. Nos abrazamos los tres, con aquel cardumen de bestias, boñigas y hombres muertos a nuestro alrededor. (205-206)
Efectivamente, Adelaida logra escapar de aquel albañal en el que se había convertido el país. Pero su salvación será mefítica, gestada también con depredación, casi -como explica Carlos Sandoval en “Estética y moral en la narrativa de la era de Chávez”- con la misma inmoralidad, zafiedad y violencia que ella misma padece y denuncia. Adelaida, hemos visto, se comporta como una facinerosa, pues descubre y quema el cadáver de la vecina, “la hija de la española”, aprovechando el caos de la batalla campal caraqueña, y suplanta su identidad para resguardarse, no sin consecuencias de autoinculpación, en una seguridad ciudadana y jurídica que le permita partir, huir, sobrevivir. Sin embargo, para Sandoval, la novela presenta “fallas en la composición”, ya que la protagonista comete un hecho inmoral para salvarse y “olvida después el asunto”. La propia novela desdice tal lectura, puesto que, en páginas sucesivas a ese evento hasta su final, la suplantación de la hija de la española se comportará como leitmotiv en el recordatorio de la culpa:
Vivir, un milagro que aún no llego a entender y que muerde con la dentellada de la culpa. Sobrevivir es parte del horror que viaja con quien escapa. Una alimaña que busca derrotarnos cuando nos encuentra sanos, para hacernos saber que alguien merecía más que tú seguir con vida. (216)
También el desaparecido Santiago incursionó en ese “territorio gris” en el que para sobrevivir tuvo que comulgar con las huestes chavistas. No encontró la posibilidad de escapar como Adelaida. Para la narradora, Santiago era “un verdugo sin armas, era una víctima barata para quien quisiera devolver la ración de odio que el Comandante nos había legado” (107). El relato de este joven calibra los fieros mecanismos de control policial del chavismo. Fue detenido después de la dispersión de una manifestación universitaria y luego fue llevado a “La Tumba”, una brutal cárcel subterránea en pleno centro de Caracas, construida desde inicios del chavismo para la eficiente ejecución de las torturas. La narración de los golpes, la humillación, la unión de lo excrementicio, el hambre y el forzamiento sexual de todo tipo se intercalan con un periplo por otras cárceles, siempre sin paradero conocido. La policía militar bolivariana extorsionaba a su familia con la práctica habitual de mostrarles fotografías de Santiago, simulando un secuestro, al tiempo que se garantizaba su “compromiso” como nuevo recluta a la causa chavista y se facilitaba su entrenamiento en los campos de reeducación en los límites montañosos de la capital:
-¿Una acción armada es lo que hacen todas las noches?
-Llaman así a cualquier cosa: un saqueo, la disolución de una manifestación, una invasión organizada. Necesitan gente para esas cosas. Por eso nos reclutaron. Nosotros no actuamos para el Gobierno, sino amparados por él. Lo que conseguimos va a parar a manos de los jefes, una mezcla de delincuentes, militares y guerrilleros. (120)
Esta policía del régimen ocupa, en esta estirpe de héroes degradados y corruptos, la principal fuerza represora que garantiza ya no la seguridad de sus ciudadanos, sino su sometimiento y el lustre paradójico de defender la patria a fuerza de incitar o beneficiarse de cualquier tipo de tropelías y crímenes. Así queda enfatizado en la novela, sobre todo en aquellos momentos estelares en los que reina el caos. Del lenguaje belicista se pasa a la acción marcial con ayuda de los colectivos.23
Para finalizar este apartado, conviene abordar un aspecto que se circunscribe a los contenidos, posiciones y percepciones políticas de la narradora, así como al hecho problemático -motivo de discusiones y controversias críticas- del estilo beligerante con el que se manifiestan asuntos centrales en la novela. Esto ha generado algunas aproximaciones e interpretaciones que recusan, como se ha esbozado más arriba, el carácter moral de la novela, cuando la misma narradora describe con odio o procura ella también acciones violentas. Carlos Sandoval refiere en su crítica que la obra de Sainz Borgo está diseñada con urgencia sesgada, para un tipo de lector: el español peninsular, cuyo interés reside en difundir ideas rápidas y vendibles sobre una percepción antichavista. Al margen de esto, resulta interesante calibrar los planteamientos racistas, misóginos, clasistas en las percepciones de la narradora que, señalados por Sandoval, contravienen, en el fondo, una probable orientación moral en la novela. Por ejemplo, Adelaida vislumbra los signos de reconocimiento político de esa gran demolición nacional y del desencuentro ciudadano cuando “retrata” las diferencias entre escuálidos (opositores o no) y las gordas revolucionarias: “mujeres embutidas en mallas de colores. Su aspecto evocaba la carnosidad absurda en un lugar donde todos morían de hambre” (172), o en apreciaciones como:
“Los Bastardos de la Revolución”, me dije al ver a un grupo de mujeres obesas, todas vestidas de rojo. Parecían una familia. Un gineceo de ninfas amorcilladas: padres y hermanos que en realidad eran madres y hermanas. Vestales armadas con cubetas y palos: la feminidad en su más amplio y esperpéntico esplendor. (54)
Otros pasajes como estos sugieren también el tratamiento de asuntos sociales que Adelaida a veces describe violentamente con tintes racistas y misóginos. Frente a esto, por el contrario, en otros fragmentos se condena la generalización de la exclusión y la marginación de las madres solteras, el clasismo24 de una sociedad profundamente jerarquizada por choques raciales o de estirpe, o la persecución de la mezcla étnica, prevista en la imaginería del desliz por el negro y el zambo oculto y por el desmelene de un linaje que, según ella, se exhibe como distintivo intrínseco de la sociedad venezolana (45).
Adelaida emite sin cortapisas juicios de odio contra su país. A veces transita por una nostalgia idealizadora y desde la memoria infantil recrea con segmentos lírico-narrativos los “cantos tristes del pilón” que cantaban aquellas mujeres negras de su niñez, esas “mujeres rocosas”25 que se erigen como prototipos de la supervivencia y la lucha. No obstante, tal tránsito será el contrapunto de la apreciación de un país arrasado, germen de este ahora demolido en que se retrata una “república cosmética”, empecinada en sus propias contradicciones raciales, clasistas, machistas, en la que la frivolidad, dice, “era el menos penoso de sus males” (45-46). Los concursos de belleza, por ejemplo, orgullo idiosincrático de la sociedad de la simulación, guardaban raíces más complejas y profundas que abarcaban estratos de índole sociopolítica, pero también particulares proyectos ciudadanos. Así, con esa y otras manifestaciones, se pretendía amortiguar una vulgaridad y chabacanería subyacente, neutralizada por eslóganes que circulaban en el imaginario colectivo y promulgaban ideas en torno al país petrolero más rico de Latinoamérica, la vitrina de la democracia regional, el país de las mujeres bellas:
Nadie quería envejecer, ni parecer pobre. Ocultar, maquillar. Esa era la divisa de la patria: aparentar. Daba igual que hubiese o no dinero, daba igual que el país se cayera a pedazos: el asunto era embellecer, aspirar a una corona, ser reina de algo.
. . . Nuestra monarquía fue siempre así: la de los más apuestos, el buenmozo o la buenamoza. De eso iba aquel asunto que rompió su oleaje en el cataclismo de la vulgaridad. Entonces podíamos permitírnoslo. El petróleo pagaba las cuentas pendientes. O eso pensábamos. (46)
Esa beligerancia, esa violenta forma de evaluar personajes, acciones, conductas, ideas, imaginarios y creencias ciudadanas no debe descontextualizarse, pues estos responden al odio, al resentimiento de una voz narrativa que nos muestra su “personal”, cruenta y parcial visión, en muchos casos cargada de sarcasmos e ironías rotundas. Adelaida retrata con rechazo un tipo de mujer, negra, gorda, en chancletas, que se denota degradada no por su aspecto físico o por su procedencia marginal, sino por liderar de forma brutal, como en el caso de La Mariscala, las perores manifestaciones revolucionarias del chavismo que tanto desprecia Adelaida; como también desprecia furiosa esa sociedad de la simulación que ha nutrido contradictoriamente modelos de belleza femenina o ha procurado, en su machismo, la marginación de las madres solteras, al tiempo que ha alentado con vigor una hostilidad racial larvaria en la sociedad venezolana.
Carlos Sandoval observa en estas deliberaciones de la narradora y, sobre todo, en sus acciones censurables -la quema y suplantación de Aurora Peralta- una invalidación de su denuncia de la inmoralidad y de la violencia chavista. No es que Adelaida se convierta en “una chavista ontológica”, señala, sino que -concluye taxativamente-:
La hija de la española es apenas muestra de un conjunto en el que destacan otros títulos: aquel donde las debilidades estéticas y morales campan en algunas novelas venezolanas representativas de nuestra situación actual. Y es que tal vez la urgencia por decir genera opacidad en la forma y, sobremanera, gestos contrarios a la buena conciencia. (“Estética y moral”; énfasis mío)
Para Gisela Kozak, en cambio, esa violencia discursiva, verbal, estilística -impregnada en la perspectiva narrativa, pero también en la anécdota, en las acciones de su protagonista,26 que retratan y relatan la violencia chavista, seguramente redimensionada o exagerada en virtud de la ficción en la percepción de la narradora, en hechos y actitudes moralmente denunciables- no supone una cancelación de los atributos de la obra, pues el resentimiento y la falta de piedad, la ira, la violencia y la crudeza verbal obedecen al empleo de los códigos distópicos que harían más comunicable la violencia y la devastación, como representación del país signado por la muerte (“Una literatura despiadada”). Entendemos aquí que la novela no reproduce una lógica panfletaria, reproduce -eso sí- una especie de mirada testimonial, periodística que, enunciada ficcionalmente en primera persona, mediante una ferocidad ficcional deliberada, puede llegar a suscitar simpatías y aversiones, pero que otorgan a la voz narrativa y a la propia historia, la complejidad de la contradicción humana y, en estas situaciones como decíamos, del odio al país de origen.
Por todo lo anterior, tanto Kozak como Sandoval coinciden en sus críticas al afirmar que resultan moralmente reprobables los actos de la protagonista. El matiz que diferencia sus formulaciones estriba en que Carlos Sandoval argumenta una invalidación de sus juicios, como he señalado más arriba, cuando Adelaida -fracasando en una supuesta pureza moral- acomete los mismos actos que muchos de los personajes violentos que denuncia; mientras que Kozak subraya en ese personaje “una voluntad férrea de sobrevivir” (“Una literatura despiadada”). Por ello, aunque las acciones de Adelaida, en efecto, bordeen los límites de la verosimilitud, no son equiparables a las acciones de la Mariscala y de Los Hijos de la Revolución, quienes son movidos por la gratuita y mal asumida exaltación del poder convenida con la delincuencia, la trapacería y el crimen, en un acto desesperado de supervivencia.
Finalmente, intuyo que las debilidades morales que dictamina Sandoval en la novela se producen por una confusión entre la supuesta inmoralidad en las acciones ficticias del personaje y una ambigua idea de mensaje moral (lícito, válido, convenido) que debe expresar la novela en unos “gestos” que recalquen la “buena conciencia”. No hay espacio para poner ejemplos literarios de sujetos al margen de la moral que narran en primera persona acontecimientos despreciables sobre sí u otros que, sin embargo, expresan algo que de algún modo nos concierne. En este sentido creemos, tal como explica Martha Nussbaum en El conocimiento del amor, que la función ética y moral de la literatura se genera a partir de la pregunta “¿cómo debemos vivir?”, en el sentido de que la novela propondría situaciones extrapolables a la experiencia moral de los lectores. Así, el interés que suscita la novela se encuentra precisamente en el hecho de que puede despertar emociones positivas y negativas (apreciaciones estéticas) que se conectan con una (interpretación de la) realidad ética y política, y con un probable conocimiento moral que puede desprenderse de ellas. Es decir, las novelas no formulan verdades morales sobre la dominación o la violencia políticas o sobre la impotencia -o el sentido inerme de Adelaida, por ejemplo, sino que más bien establecen, desde la confrontación realidad/ficción y mediante el cómo vivimos, una interpretación moral de esos asuntos.
NECROFILIAS
En la descripción de esta sociedad extrema de La hija de la española, donde el heroísmo se funde con la delincuencia y el crimen, donde el hambre y la depredación conforman un ideario político, económico y moral, las ataduras al aspecto material de la muerte irrumpen de forma abrupta y desencadenan otro tipo de violencia que amalgama creencias religiosas a acciones políticas. El grotesco uso de la muerte para certificar decisiones de gobierno o la creación arrebatada de una verdad histórica que revitalice con “objetos fúnebres” los símbolos patrios o la pedestre exhibición de “prácticas mágicas” asociadas a la muerte instala la creencia de que un verdadero “gobierno del pueblo” promueve también un culto vernáculo portador de una verdad nacional de carácter ancestral, mítico, mágico.
Las filias a la muerte en la novela se presentan como exaltación delirante y férvida con visos de religiosidad animista que impacta por una razón o por otra en el lenguaje, en los signos y prácticas de ciertos grupos asociados a la revolución chavista. En un momento determinado, cuando se estrechan las relaciones políticas y económicas con el gobierno de Fidel Castro, la Isla aporta, por sumas sustanciosas y por dádivas de petróleo y combustible, “personal cualificado” destinado, en principio, a las iniciativas de las misiones y, a la postre, a asesorar ideológicamente a todas las instituciones del Estado y estamentos militares. Con ese material humano también arribó de forma intensa la brujería de los babalawos cubanos, con especial énfasis en la palería: ritos y ceremonias con huesos y restos de difuntos,27 que constituyeron una fuente inigualable de control, vigilancia y coacción política y ciudadana. Esta apreciación de la situación venezolana transformó, bajo la perspectiva de Adelaida, el paisaje venezolano en una versión esperpéntica y posmoderna de Los pasos perdidos.
El gobierno chavista promueve la creencia de que el origen y la fundación del país se encontraban atenazados a la gesta bolivariana, al tiempo que invitaba a rendir tributo a reliquias fúnebres de raíz patriótica reales o inventadas. La exhumación del Padre de la Patria se convirtió en la celebración nuclear de este interés mortuorio de la revolución. En una sesión cerrada, cerca de la madrugada, con científicos de la Universidad de Granada,28 miembros del Gobierno, militares y en presencia de los babalawos, se inició el ritual de exhumación de los restos de Bolívar. Las intenciones político-sociales de este acto investían a Chávez como el mejor intérprete bolivariano y le habilitaba para comprobar su particular teoría sobre el asesinato del Libertador a manos de los anti bolivarianos colombianos y venezolanos de entonces. La exhumación revelaría la verdadera distinción racial en la venezolanidad (mulata) de Bolívar que se exhibirá en la difusión de su nueva iconografía. Todo esto queda reflejado en la visión de Adelaida:
La nueva fisonomía había introducido algunos cambios en los rasgos originales hasta entonces documentados. Bolívar lucía más moreno y con unas características que nadie hubiese atribuido a un blanco criollo del siglo XIX. La exhumación y análisis de los restos del héroe patrio, que la Revolución mandó a sacar del Panteón Nacional en una ceremonia más necrófila que política, parecía añadir una nueva cepa mulata al ADN del Padre de la Patria, ahora más parecido al Negro Primero que al hijo de los españoles que se alzó en armas contra Fernando VII. La cirugía plástica que los Hijos de la Patria hicieron del pasado tiene algo de remedo. (169)
Es interesante que las adhesiones y muestras de sumisión al oficialismo estuvieran vinculadas, en esa pureza bolivariana, a las prácticas públicas gubernamentales de la santería o a su significación sectaria en el vestir de los babalawos cubanos. Por primera vez, los ministerios y entes oficiales albergaron altares de todo tipo, incluyendo el palacio presidencial, como una clara muestra de conexión con las raíces primigenias sagradas del pueblo venezolano. Los cementerios en Venezuela se convierten, según Adelaida, en una mina de restos y objetos que satisfacen el interés necrófilo de ciertos sectores de la población. Así, justo después de enterrar a su madre, la narradora expresa con odio:
No podía dejarla ahí. No podía marcharme pensando en lo poco que demoraría algún ratero en abrir la tumba de mi madre para robarle las gafas, o los zapatos o los huesos, que se cotizaban al alza en aquellos días en los que la brujería se convirtió en religión nacional. País sin dientes que degüella gallinas. En ese instante, por primera vez en meses, lloré con el cuerpo entero con espasmos de miedo y dolor. Lloraba por ella. Por mí. Por lo único que habíamos sido. Por aquel lugar sin ley en el que, al caer la noche, Adelaida Falcón, mi mamá, seguirá a merced de los vivos. Lloré pensando en su cuerpo, sepultado bajo una tierra que nunca nos traería paz. Cuando me senté junto al conductor no me quería morir. Ya estaba muerta. (27-28; énfasis mío)
Gran parte del oficialismo, en esa sociedad “del pajarito del Chávez reencarnado”,29 ve en estos eventos de ritualidad necrófila un rasgo genuino, idiosincrático o autóctono en la manifestación de un proceder natural y espontáneo que obedece a los dictados de la identidad nacional y caribeña. Muchos de los adeptos al régimen subrayan tal creencia emparentándola a la versión macha, iracunda y festiva de los degradados héroes sociales de la revolución chavista -aquellos malandros, matones y sayones de los que hemos hablado-, pues promoverían con sus rituales de enterramientos heroicos, por ejemplo, un sentido igualitario, popular y celebratorio en el que se muestra el aguante festivo como cualidad sine qua non de la identidad venezolana. En una entrevista concedida a Michelle Roche para su libro Álbum de familia, Luis Britto García, el célebre escritor oficialista, enfatiza que ese derroche de “cheverismo”30 y de alejamiento del dolor se hace consustancial a la venezolanidad y precisamente pone como ejemplo los rituales de sepultura de los colectivos motorizados bolivarianos:
No creo que sea tan negativo: es una forma de vencer el destino. Para los sureños como para los europeos, el destino es irrevocable. En cambio, esto no es así para nosotros: al venezolano le dan una paliza y se levanta. A mí, por ejemplo, me gusta mucho los entierros de los motorizados que hacen un fiestón y con aquel zaperoco acompañan al difunto. Ahí está el elemento caribeño y eso tiene que ver con nuestra sociedad sin clases. Eso nos sale de forma espontánea. Al caribeño le pasan tragedias de todo tipo . . . Me parece positiva esa actitud frente a la adversidad y el dolor: ni las desconocemos ni dejamos que nos venzan. (Álbum de familia 46; el énfasis es mío)
La perspectiva que ofrece Adelaida en La hija de la española sobre estos rituales de enterramiento, como hemos apreciado, es radicalmente distinta. El encuentro de bruces con el ejército de motorizados bolivarianos entregados a su batahola mortuoria intensifica el pánico y, sobre todo, una visión en la que Adelaida confirma una vez más la dolorosa degradación del país. Para ella, la toma del poder de los Hijos de la Revolución significó, en gran medida, el enaltecimiento, como hemos previsto, del hambre y la miseria como valores políticos y morales, así como la exaltación de la vulgaridad, la bajeza, la zafiedad y la chabacanería como formas de relación social, a lo que se suma la impúdica expresión del atraso, de la marginalidad y del primitivismo cultural expresados en esos dantescos enterramientos. Cito ampliamente:
“Es un entierro de malandros -dijo el conductor-. Si usted es de rezar, rece m’hija”. . . . El tiempo que tardó en dar marcha atrás fue suficiente para ver lo que parecía el momento más animado de un aquelarre. Una mujer de cabello estropeado, vestida con chanclas, pantalón corto y camiseta roja, había subido a horcajadas a una niña sobre el ataúd. Debía ser su hija, al menos a juzgar por el gesto orgulloso con el que le alzaba la falda al tiempo que le propinaba azotes en el culo mientras la pequeña bailaba al ritmo de una música estridente. A cada nalgada, la niña -de unos doce años, como mucho- se sacudía con más fuerza, siempre al compás de la canción que emitían los altavoces de los tres automóviles y la buseta aparcados al otro lado de la curva. “Tumba-la-casa-la- casa-mami, pero que tumba-la-casa-la- casa-mami; tumba-la-casa-la- casa-mami, pero que tumba-la-casa-la- casa-mami”, recitaba aquel reguetón que cargaba el ambiente de un vapor aún más denso. Nunca un sepulcro tuvo tan ardiente reclamo. La niña sacudía la pelvis sin expresión en el rostro, ajena a los pitorreos y procacidades, incluso a los azotes de una madre que parecía subastarla a las más solventes de las bestias que rodeaban a su virgen . . . aún pude ver cómo una segunda chica, algo entrada en carnes, se subía también en el ataúd y se acomodaba . . . frotando su sexo contra la lámina de latón que ardía abrasada por el sol y bajo la que alguien, un hombre quizá, debía de reposar rígido esperando la pudrición. (30-31)
Lo que se propone como una extraña y chocante manifestación ante la muerte entre un sector excluido del discurso nacional se convierte ahora, a ojos de la narradora, en un síntoma central de la debacle, en muestra del deterioro cultural que se disfraza como ascenso de los oprimidos. Todo vale en esa comparsa mortuoria en la que se ha convertido el país. Todo sirve para subrayar la tangible depredación colectiva que entrecruza, en el límite vida y muerte, otras formas cruentas de depredación moral. Tal bajeza, perfilada en esta sociedad necrófila, que bien usa y escarba entre sus muertos en beneficio de la identidad, la patria o la sabiduría religiosa y la empresa económica; que bien muestra tributo a la brutal rudeza de la muerte en una exacerbación celebratoria de la violencia, aterriza de lleno en la comprobación de una metonimia: Venezuela se regodea ya en el aspecto material de la muerte, en su putrefacción, en su profunda descomposición. Vuelve a tener sentido aquella pesadilla de los cadáveres y de la fosa excrementicia que revela la narradora. Se impone un país cuyos habitantes se muestran ya animalizados, como moscardones, metidos en el frenesí de su ignominia:
En medio del calor y el vapor de aquella ciudad separada del mar por una montaña, cada célula de aquel cuerpo muerto comenzaría a hincharse. La carne y los órganos a fermentarse. Gases y ácidos. Pústulas y pequeños globos reventados atraerían a las moscardas de la carne, las que nacen en los cuerpos sin vida y revolotean entre la mierda. Miré a la chica frotarse contra algo muerto, algo a punto de criar gusanos. Ofrecer el sexo como último tributo para una vida arrancada a balazos. Una invitación a reproducirse, a parir y a traer al mundo más y más de su estirpe: toneladas de gente a la que la vida le dura poco, como a las moscas y las larvas. Seres que sobreviven y se perpetúan alojados en la muerte de otros. Yo también alimentaré a esas moscas. “Uno es del lugar donde están enterrados sus muertos”, pensé. (31)
Después de la muerte de su madre, Adelaida repite en varias ocasiones esa frase: “Uno es del lugar donde están enterrados sus muertos”, para quizá asirse al frágil hilo de la pertenencia que le une a la memoria afectiva del país que la expulsa. En aquella nación para la muerte, Adelaida huye huérfana y viuda. Allí se queda la tumba de la madre y del truncado marido. Allí se queda a la intemperie el cuerpo descuartizado de Santiago. Allí se queda la tragedia de los venezolanos “instalada sobre los escombros de la muerte, sobre el paisaje que queda después de la batalla” (Torres, Diario en ruinas 283).
CONCLUSIONES
Todavía está por verse, desde perspectivas teóricas, sociales, literarias o testimoniales, la dimensión y alcance de la situación venezolana reciente, así como su impacto en el estudio en torno a la creación ficcional, sobre todo respecto a las numerosas narrativas publicadas en la llamada constitución del exilio venezolano y su vínculo con escritores no oficialistas que aún permanecen en el país. La controvertida novela de Karina Sainz Borgo es una muestra de esa literatura que concatena -desde la distancia de la expulsión, la mirada desarraigada y el látigo fustigante de la lengua iracunda y resentida- los signos de una realidad sociopolítica, económica y cultural venezolana. Esta realidad venezolana arrasada por la revolución chavista, se asume como objeto de una perentoria necesidad para la conversión ficcional.
La construcción novelada de una patria pútrida, para decirlo con el título de Winfried Sebald, es el requerimiento principal de La hija de la española. De principio a fin, la novela muestra esa descomposición a través de la pérdida de los derechos fundamentales, la hostilidad y depredación social, las expropiaciones y allanamientos, el autoritarismo consumado, el patriotismo hiperventilado, la corrupción -política, militar y económica- en supuestos programas de ayuda social y alimenticia, el enaltecimiento de estratos y figuras del crimen huestes de la delincuencia común o figuras del pueblo bendecido por la pobreza trastrocadas en agresoras milicias oficialistas, los contubernios con grupos guerrilleros trasnacionales y carteles de la droga, los fanatismos beligerantes en torno a personajes y acciones terroristas, la violencia generalizada, el caos, la represión violenta de las manifestaciones estudiantiles, los adoctrinamientos, los fatídicos sistemas de reclusión y tortura, las cacerías a traidores y enemigos de la patria y las filias mortuorias convertidas en acciones políticas… No es extraño, pues, que la novela se proponga desde una formulación de la distopía, como intuía Kozak, como una visión apocalíptica y despiadada donde se cristaliza el resentimiento, donde convergen la ironía, el grotesco o la musitación del sarcasmo que, unidos al estilo periodístico, configuran al tiempo imágenes impregnadas de un sentido lirismo. Por todo esto, se recalca una y otra vez, por medio de todos los elementos estructurales de la narración, que la devastación política y social del país, prevista en los acontecimientos relatados, aguarda para la protagonista, a pesar de sus dudosas estrategias de salvación, un proyecto de vida torturado, sustentado de antemano en su fracaso ciudadano, personal, jurídico y moral.
Al final de la novela, asumimos que Adelaida relata los hechos desde España, sin más indicios acerca de la continuidad o no del engaño, de esa suplantación que también impone la ruina de su identidad: ni Adelaida ni Aurora Peralta, ni española ni venezolana. Este tipo de tortura moral sin expiación, al modo de Jean Améry,31 implica tener siempre presente y lacerante la herida; y expresar sin perdón, compasión o autocomplacencia una versión personal o parcial que, con las estrategias y dones de la ficción, no persigue proferir ningún tipo de verdad objetiva ni una pedagogía ética en torno a esta devastación que plantea la novela.