Música y juventud se ha convertido en un tema recurrente de la sociología y la antropología contemporáneas. Y en ese tópico todo parece estancarse en un debate que creemos estéril: interrogar a la música, de manera abrupta y directa, por sus responsabilidades en el anudamiento de relaciones de hegemonía y contrahegemonía. Digamos que ese debate resulta estéril si no se renuevan sus términos a la luz de algunos hallazgos de la teoría contemporánea, que es el objetivo central de este artículo. A modo de discusión introductoria, y apuntando a remover los obstáculos que llevan a ese punto de estancamiento, queremos reflexionar sobre algunos de los supuestos que provocan automatismos en el análisis, reseñando avances de investigaciones y discusiones teóricas que proponen un horizonte de maduración/superación para los estudios sobre música y juventud y para la expectativa que esta conjunción promueve. En el primer apartado de este trabajo nos interesa llamar la atención sobre una especie de naturalismo de la edad y la música. Dado que siempre se interroga el real o ficticio carácter rebelde de lo juvenil, en el segundo apartado intentamos elaborar desde la centralidad de la categoría de hegemonía que no reniega ni de su pertinencia ni de su centralidad, pero cuestiona, sí, los automatismos y los empobrecimientos que derivan de su uso mecánico. Así es más bien un momento de crítica para reabsorber esta perspectiva y su importancia en dos enunciaciones que intentan hacer dialogar la centralidad de la producción de hegemonía con bases y perspectivas contemporáneas. Una de esas enunciaciones, en el mismo apartado, es que la forma de los análisis relativos a la hegemonía puede empobrecer incluso esa misma perspectiva. La otra enunciación estructura el tercer apartado y actualiza el contexto al proponer definiciones de la música, lo social y lo cultural que tienen consecuencias para el análisis de la relación entre música y juventud (como para la forma de abordar su carácter de disputa hegemónica). En el cuarto apartado recuperamos de la bibliografía actual y de las investigaciones que hemos realizado algunos de los ejes principales de una agenda actualizada de investigación en los que las perspectivas expuestas y criticadas pueden hacer o hacen su mejor aporte.
La consideración de la relación entre música y juventud en las ciencias sociales de la Argentina tiene una pequeña historia de la cual quisiéramos aislar un trazo para encuadrar este trabajo. Permítasenos comenzar de nuevo: sociologizar prácticas habitualmente no sociologizadas, en el marco de una ciencia social que hasta cierto momento apuntaba con solemnidad a objetos inmensos, materialmente inabarcables y muchas veces declinantes, fue innovador y atractivo. Ése fue tal vez el éxito de una incipiente sociología de la música que en Argentina se vinculó fuertemente a una ciencia social de la juventud2 y a una visión sobre resistencias a la última dictadura militar. Trabajos como los de Vila desde la sociología, Pujol desde la historia, o De Marchi desde el periodismo, son representativos de esta época. Los cientistas sociales en formación en aquella época tenían en esa operación el testimonio de la posibilidad de hacer sociología con algo que los atravesaba o, al menos, les pasaba muy cerca material y sentimentalmente (y esto también era importante en unas ciencias sociales que en los años iniciales de la transición democrática eran renacientes y entusiastas, pero carentes de recursos, casi desiertas de hallazgos que no fueran los propios estudios sobre la transición y que encontraban en la aproximación a la música un referente empírico de bajo costo y alto rendimiento).
El efecto de aprobación que anudaba esta jugada se hizo amplio y productivo cuando las ciencias sociales estaban muchísimo menos desarrolladas que hoy en Argentina y cuando ese gesto, “inaugural”, permitía actualizar la ciencia social variando los actores, proponiendo ejes y objetos concretos, conectando debates locales con los de otros espacios académicos. Se continuó en investigaciones que son parte de una línea más o menos establecida en nuestro sistema científico y puede comenzar a ser interrogada en algunos de sus supuestos habituales. Esta línea de investigaciones, que propone la asociación entre juventud, música y, muchas veces, política, debe ser interrogada en inercias, logros, puntos muertos y perspectivas que se nos hicieron tangibles a lo largo del proyecto de investigación en que comenzamos a desarrollar nuestra perspectiva actual.3 La posibilidad que tuvo una generación de cientistas sociales de analizar su placer, sus filias y sus fobias como hecho sociológico debió tomar oxigeno contra el riesgo de volverse, más que repetitiva, pobre y sociológicamente ingenua. Entiendo que este riesgo, en el ámbito de las ciencias sociales de nuestro país, está señalado/conjurado por un conjunto de proyectos e intervenciones que, en acto, al promover pesquisas capaces de trascender lo transformado en hábito (algunos géneros o variaciones del rock, sobre todo el nacional, el material de las letras), descentraron productivamente el impulso inicial generando una nueva etapa de esos estudios.4
Sin embargo, permanecen en la práctica analítica automatismos que resulta posible y necesario discutir. Aquí abordaremos algunos de esos automatismos: el binomio música/juventud, la forma que cobra la problematización derivada de la noción de hegemonía, la necesidad de un diálogo con las concepciones contemporáneas sobre las relaciones entre música y sociedad. Este texto transcurre en el discernimiento de lastres y cristalizaciones obstaculizadoras y desafíos que se presentan en (y al) panorama de investigaciones sobre música, juventud y poder. Se trata de examinar algunas expectativas tradicionalmente presentes en estos análisis, de dar lugar a la circulación de otras perspectivas, capaces no sólo de abrir nuevos caminos, sino también de devolverle movimiento a conjunciones que, viéndolas desde el presente, parecen haber pasado un largo tiempo enyesadas.
¿Música = juventud?
¿La música es una actividad predominantemente juvenil?, ¿la juventud es predominantemente musical? Es necesario tornar contingente un hecho que silenciosamente parece ir tomando el carácter de hecho necesario: la relación música-juventud está hipostasiada en los estudios sobre juventud.5 Este supuesto no está despojado de asociaciones que afectan las investigaciones y las concepciones emergentes y a veces infantiliza o al menos empobrece a los jóvenes olvidando cuánto hacen además de “expresarse musicalmente” o “identificarse socialmente a través de la música” (también veremos más adelante que en la relación con la música hay más variedad de la que se explora bajo el concepto-resumen de “identificación” -o sea, se comprimen las razones por las que se supone que un “joven” se aproxima a la música-). A veces, los torna blanco de una idolatría político-analítica análoga a la que practican los populismos de toda índole6 cuando se atribuye o intenta encontrar en esas identificaciones nada menos que un “potencial revolucionario”. Así, es necesario poner en evidencia y en cuestión una serie de elementos contenidos en el supuesto que establece una relación biunívoca entre una edad y una práctica que sería representativa de esa edad en una clave específica.
Partamos de un hecho: la juventud, en ciertas versiones, es en nuestras sociedades una referencia ética y vital que parece concitar las voluntades, expectativas y autoajustes de los sujetos independientemente de la edad. El modelo de realización, la referencia estética, el desempeño ideal es el juvenil o tiene elementos de una juvenilidad mítica reverenciada como omnipotente y soberana. Agilidad, fuerza, ambición, creatividad, son parte las virtudes que definen un valor que, a pesar de todo lo que decimos en lo que sigue (o quizás gracias a ello), resulta tan hegemónico como desgastante de las subjetividades. En este contexto, dos observaciones que pretenden desnaturalizar la relación entre juventud, música y ciclo vital.
En primer lugar, y por varias razones, pareciera que es problemática la existencia de “una” “música joven” y esto no es de ninguna manera así. Hay muchas músicas jóvenes y los “jóvenes de hoy” tienen un menú “infinito” en sus opciones y en su complejidad de combinación. Si la música es parte de la educación sentimental de las generaciones contemporáneas (y ése es un tema que justifica la actual expansión de investigación social de la música), no lo es desde las dos o tres últimas décadas, sino al menos desde hace seis o siete. No es que no lo fuese otrora, pero sí en un sentido particular, motorizado por la industria discográfica, por los medios de comunicación masiva y por el hecho de que el tiempo está cada vez más habitado de música y señales audibles (Yúdice, 2007). En la actualidad “una música”, una misma música, ha sido parte, de formas diferentes, de varias “juventudes”, como puede observarse en la suma de generaciones que acude a ciertos recitales, en el asombro indebido que le causa al cuarentón ver a un sesentón escuchando a Spinetta o Pink Floyd. Pero también debe observarse, inversamente, la actual dispersión de gustos musicales juveniles que incluye a los “jóvenes” que se identifican con las “músicas jóvenes” y no tan jóvenes de la actualidad y de todas las épocas pretéritas en una dinámica de individualización del menú musical que en las generaciones nuevas es intensa como en ninguna otra época anterior (Semán y Vila, 2008) -nunca olvidaré la gracia con que un veinteañero que cultivaba su originalidad pedía, urgente, en una tienda de Buenos Aires, la discografía entera de José Alfredo Jiménez-. Dispersión de los gustos juveniles que esta tecnológicamente determinada porque si hay algo que caracteriza a las nuevas generaciones es que, a diferencia de las anteriores, nunca hubo tanta variedad de música disponible ni tantas situaciones en las que la música es parte de las actividades e interacciones cotidianas.
En segundo lugar, resulta importante subrayar que “juventud” implica una relación diversa y compleja con la edad, y también valores expresados en formatos variados y de ninguna manera consensuales en sus formas y contenidos. Hay muchas juventudes en un género musical y muchos géneros musicales para las juventudes, así como también son las músicas las que ayudan a producir juventudes diferentes y a construir de maneras diferentes el ciclo vital y sus divisiones. Se suele decir, dóxicamente, que “juventud” es una categoría socialmente construida. No obstante, se ignora hasta dónde ese principio noble se pierde cuando se centra el estudio en los sujetos cuyas edades están entre los quince y los treinta años y se prioriza en su enfoque la (con)fusión de las tensiones de la socialización secundaria con un supuesto carácter esencial de lo juvenil. La juventud es una construcción social pero tiene un sustrato objetivo imposible de ignorar, la edad; es lo que parece suponerse cuando se obra así. Y en ese contexto de esencialización se suma una segunda naturalización: se derivan de las características de la juventud como transición a la inserción plena, o de la estructura de conflictos familiares que implica un potencial de rebeldía sistémica que se supone que debería expresarse en la música (no es por nada que no hay entre nosotros ningún estudio sobre el gusto por Fiebre del sábado por la noche, aquel filme que en Argentina sólo podía ser visto en los años setenta como “docilizador” -véase nota 7-). No se puede estudiar la noción contemporánea de “juventud” si no se recupera la contingencia radical del contexto de luchas por la definición de las juvenilidades y del ciclo vital. Evidenciando la lógica que queremos poner de manifiesto, Carozzi (2005) señala que, en las milongas de Buenos Aires, varones bailarines de tango de más de 65 años de edad son considerados los mejores bailarines por profesores, turistas extranjeros y mujeres, lo que a su vez los convierte en los varones más deseados y codiciados en ese contexto de baile. Ellos aparecen como portadores de lo que en general uno diría que es propio de “los jóvenes”. Los valores que jerarquizan las fracciones etarias y que se otorgan a cada una de ellas varían muchísimo apenas la mirada se detiene en prácticas musicales específicas y en los eventos en que se usa música con fines lúdicos y al mismo tiempo identitarios. En una dirección similar, el trabajo de Spataro sobre un club de fans de Arjona (Spataro, 2010; 2011) nos muestra que la producción musical de este cantautor, intuitivamente vinculada a lo etario, a través de una conjetura sobre el destinatario de sus líricas, es principalmente retomada en los usos y acercamientos de sus fans de un modo diferente al que circula catalogado por las industrias y los medios (orientado “para mujeres de mediana edad”). Por el contrario, Arjona es escuchado por personas, mayoritariamente mujeres, en una franja etaria que abarca desde los once hasta los ochenta años de edad. Y el tópico romántico que predomina en esta producción posibilita un proceso de identificación para ellas, pero no en tanto “jóvenes”, “adultas”, “mayores”, sino en tanto mujeres vinculadas al deseo, condición generalmente atribuida a la juvenilidad. Sumado a esto, el estudio de Gallo (2011) permite radicalizar el cuestionamiento de la identificación entre lo juvenil (equivalente a una edad) y la música a partir del estudio de una producción electrónica dance específica en Buenos Aires, ya que, en este caso, no sólo la juventud incluye edades no contempladas habitualmente en la definición dominante del término; sino que a su vez es la misma práctica musical y en particular la práctica de baile (“el estar bailando”) lo que produce la experiencia de “ser joven” y habilita “una vuelta” o una permanencia “en juventud”, “en estado”. Es joven el que baila y el que baila puede tener 15, 35 o 50 años.
Pueden señalarse momentos que tienen un factor en la música y que crean valores propios de “jóvenes” independientemente de la edad, o hacen circular músicas que permiten establecer puentes entre distintas generaciones redefiniendo lo supuestamente propio de lo juvenil. Los valores que jerarquizan las fracciones etarias y que se otorgan a cada una de ellas varían muchísimo apenas la mirada se detiene en prácticas musicales especificas y en los eventos en que se usa música con fines lúdicos y al mismo tiempo identitarios.
En relación con estas observaciones, es posible precisar un sentido a la vez más radical y más elaborado para la mediación de la música en relación con la edad y lo juvenil. Más allá del carácter expresivo o constitutivo que se decida otorgarle al acercamiento hacia la música, ésta tiene en la realidad y en el análisis papeles mucho más variados que los que implícitamente se le reconocen. La circulación social de la música se define por el “uso”, y esto en un sentido que excede la idea de la capacidad interpretativa de los “oyentes” como definidores de un sentido que les llega desde “la oferta”. La música se define por su uso, en el entendimiento de que su implicación en la vida es variable y determinante de su sentido pero también de la vida a la que afecta: la misma música no sólo significa diferente para diferentes sujetos, sino que toma lugar en y da organización a experiencias diferentes por su significación, por su valor vital, por el ángulo de la existencia con que se conecta, dando lugar a veces al sentimiento amoroso, a veces a la reflexión existencial, a veces al dinamismo matutino en un frío invierno, apuntalando no sólo una comprensión, sino un curso de acción, emoción y sensibilidad recibida y devuelta al ambiente social. Si esto es así, la propia conexión músicajuventud (cada uno de los términos por separado y en su conjunción) tiene una contingencia y una incidencia habitualmente negadas por las suposiciones que discutimos en este apartado. La noción de uso aplicada a esta conexión debe tener una radicalidad y hablar de una capacidad constitutiva recuperable teóricamente como una imbricación fundante y no como una conexión de entidades preexistentes. La ausencia de problematización de los efectos de esta imbricación es ejemplarmente patente en dos síntomas específicos de los análisis sobre música. El letrocentrismo de las interpretaciones sociológicas y la ceguera ante la articulación de la música con el baile7 (actualmente y cada vez más en discusión y superación), así como el verbalcentrismo en los trabajos de campo sobre el baile, producto de una falta de problematización de la relación entre palabra hablada y movimiento (Carozzi, 2011). Ambos centramientos son subcapítulos de la falta de radicalidad de noción de uso cuando es restringida al mensaje y la comprensión de lo dicho. La falta de foco en emociones, energías, corporalidades, movimientos, hace que una serie de usos de la música, vehiculizados por todo lo que trae el sonido como tal, estén opacados, salvo las supuestas comunnitas extáticas que un observador externo puede conjeturar, con exageración reificante, ante casi toda danza. La oposición entre el “contexto” y lo que lo trascendería es, en general, la madre del olvido de esta imbricación entre música y sociedad y de la singularidad y contingencia con que esa imbricación produce y bloquea “juventudes”.
De la hegemonía como a priori a la hegemonía como punto de llegada
Y si estamos hablando de construcciones simbólicas no podemos dejar de lado el tema central de este trabajo que es el del marco general en que el análisis de estas construcciones adquiere equilibrio y significación sociológica. Pongamos un ejemplo actual: el análisis de la música electrónica.
Siguiendo el análisis de Gallo (2011) se revela una tensión paradigmática. De un lado es consensual caracterizar la música electrónica como un género que cuestiona los parámetros del arte occidental en cuanto al estatuto y materia de la música, a las distinciones y el paralelismo entre músicos/ actividad y públicos/pasividad y las relaciones entre humanos y tecnología. Asimismo, en el contexto de una discusión relativa a la sexualidad, las drogas, el baile, la bibliografía afirma que la ausencia de presiones moralizantes respecto de los consumos de drogas, los comportamientos sexuales y la expresión corporal dotan al fenómeno de un potencial democratizador o de transformación social (De Souza, 2006; Gore, 1997; Gilbert y Pearson, 2003; Thornton, 1996; Rietveld, 1998; Pini, 1997) que se concreta al celebrar el hedonismo y transformar la organización de la producción musical. De otro lado encontramos que se trata de una propuesta sectaria, elitista (Reynolds, 1998), clasista (Bradby, citado por Thornton, 1996), que difícilmente puede ser vista como un movimiento contracultural (Leff, Leiva y García, 2003). En definitiva: a la música electrónica se le pregunta, como a muchos géneros musicales, si es emancipadora o no. Y como en muchos casos se arriba a respuestas casi opuestas que pueden deberse a la diversidad de casos u ópticas, pero -pensamos nosotros- se basan en la precariedad de la interrogación. Para decirlo con un ejemplo que me atañe particularmente, e influyó en el campo que analizo, basta recordar que una consideración bastante densa que hicimos sobre el rock de los años noventa en Argentina, fue encuadrada, entre la presión del campo y mi propia desidia, como un fenómeno de oposición al neoliberalismo. Y no es que no lo era en algún grado, pero lo era por mediaciones y consistencias tan específicas que esa caracterización termina desconociéndolo. Aquel rock no era el relevo de una formación política tal como pareció quedar implícito entre nuestras vacilaciones y las presiones a interpretar el fenómeno en la clave y en el uso que criticamos acá (véase Semán, 1999). Es que a la luz de este tipo de basculaciones nos preguntamos: ¿no simplifica radicalmente llevar a este punto el análisis de un fenómeno que toca al mismo tiempo paradigmas estéticos, pautas de profesionalización y mediación, fronteras redefinidas entre el “ruido” y la “música”, usos del cuerpo y de las relaciones entre sujetos y cuerpos, construcciones de género y despliegues históricos de corrientes musicales? Los casos en que se sucumbe a la interrogación simplista de fenómenos complejos no son pocos: ya nos hemos preguntado si la cumbia villera es emancipadora de las mujeres o refuerza su subordinación, si el rock subvierte el sistema o lo reproduce. Tal vez debamos preguntarnos si la extensión y naturalidad de este tipo de interrogaciones no estanca el análisis, generando modos pobres, rígidos, apriorísticos y gruesamente dicotómicos en el análisis de los fenómenos musicales.
Entendemos que la postulación de la disputa hegemónica como perspectiva genérica resulta empobrecedora cuando se trata del traslado automático del postulado, sea del resultado de una investigación a otra o desde la premisa teórica pura a la investigación de un nuevo caso (por ejemplo, los usos juveniles de la música, sobre todo cuando no se dimensiona el caso “en sí” y en sus relaciones con la “sociedad mayor”). En este razonamiento, la consistencia “hegemónica” de todo objeto social parece tener la arquitectura de un edificio conocido de una vez y para siempre; y en ese plano todo sucede como si el orden simbólico estuviese concebido como plenamente determinado y las relaciones de hegemonía que se disciernen surgieran de una planilla de análisis sin tiempo de despliegue, sin terceridades, indeterminaciones, ambigüedades ni contradicciones. Todo esto que automatiza el análisis lleva al sociólogo, como un despreocupado rabdomante ciego, bien al alegre descubrimiento de contrahegemonías por doquier, bien a la impugnación del carácter funcional a la dominación de todo aquello que no aporta a formular y consumar un cambio sistémico. Además, suele suceder a menudo que estas miradas reivindican el valor analítico del juicio estético, permitiendo que se filtren a través de este medio sociocentrismos de todo pelaje que estaban en la base de la interrogación y que deberían ser, más que confirmados, superados. En este contexto desarrollaremos a continuación tres cuestiones que fundamentan, más que una distancia definitiva, una elaboración crítica de la exigencia analítica que deriva de, pero también congela, la vertiente gramsciana, ciertos desarrollos frankfurtianos y, también, el impulso bourdiano en lo que todos estos emprendimientos tienen algo de válido. La primera es que dichas concepciones se dan a una tarea indispensable: una crítica del movimiento por el cual el sujeto se deja solicitar lo que se le inculca “sistémicamente”. Es dispensable el hecho de que en general el analista se deja encandilar por los poderes de la dominación y no puede ver más resultados que los planes o efectos que le atribuye al poder y de que incluso no resulta lo suficientemente vigilante de las identificaciones que casi siempre se dan entre sus categorías de análisis y el poder que pretende someter a crítica. La segunda cuestión es que también es problemático el hecho de que estas visiones disciernen la alienación o la dominación partiendo de la hegemonía como premisa y no como conclusión. En tercer lugar nos interesa discutir la identificación entre los puntos de vista críticos y la dominación que critican a través de una maniobra que esconde esa identificación: la homologación del juicio estético (dependiente de las condiciones de dominación que se critican) con el juicio sociológico capaz de producir esa crítica. Asumimos en nuestra elaboración que las críticas que proponemos parten de un supuesto endeble, pero injustamente admitido: las posiciones que discutimos asumen por decreto, por default, o por exceso de confianza en su capacidad de autovigilancia epistemológica las supuestas posibilidades y privilegios de discernir ese movimiento desde afuera, sin compromiso y, por tanto, sin posibilidad de confusiones con los bandos en juego, especialmente el dominante (son, como las llama Boltanski -2009-, “surplombants”).8
Por un análisis no dicotómico y no dominocéntrico
Bien se dice, como fundamento de la perspectiva que lleva a la polarización analítica que discutimos, que es necesario reintegrar lo popular, lo subalterno o lo dominado, a la totalidad social para dar cuenta de lo real social, consistente en relaciones de fuerza materiales y simbólicas. El problema aparece, por un lado, cuando se desprecian mediaciones que matizan las innegables jerarquías y relaciones de fuerza simbólicas que pueden y deben descubrirse entre formas que nunca son “culturales” en sentido “puro”. Por otro lado, también se plantea un problema cuando se ignora que, en el espacio relativamente indeterminado en que se procesan y combinan los ejes de múltiples posibilidades hegemónicas, se presentan diferencias, texturas, ambigüedades y situaciones que admiten rótulos más específicos y más abiertos que resistente/no resistente9 que cualificarían la relación de fuerzas que se pretende caracterizar.
La innegable necesidad de reintegrar lo dominado en la totalidad requiere no sólo de una noción compleja de hegemonía, sino también de una forma de concebir la totalidad y la crítica que no son las habituales en los esfuerzos destinados a efectuar esa necesaria integración. La afirmación repetida ad nauseam de que “la cultura” de un grupo social de una sociedad contemporánea no es como la de un grupo de una sociedad “simple”, como las que privilegió la antropología para fundar sus contextualizaciones, es utilizada para impugnar los procesos relativizadores en los que se subraya lo “propio” del subalterno, su poder de determinación (aun en la disimetría). Este supuesto debe ser revisado y llevar justamente a lo opuesto: habilitar más ampliamente esos procesos. Es a partir de esa distinción de sociedades simples/sociedades complejas que estos procedimientos son sospechosos de populismo, ingenuidad, exotización y olvido de la dominación partiendo de un supuesto que considera a las sociedades “simples” como universos unificados y cerrados en términos de una especie de solidaridad mecánica. La crítica de esta concepción (por ejemplo, Goldman, 1999; Kuper, 1988), muestra en qué grado las sociedades simples no son ni unánimes, ni repetitivas; nos salva de la disyuntiva que se plantearía si mantuviéramos intacta la distinción entre las sociedades “simples” y las “complejas”: o el relativismo nunca fue posible y su aceptación es un gesto vacío, o se puede aceptar la relativización para sociedades divididas, y esto es válido tanto para las sociedades “simples” como para las “complejas”. El relativismo que hace inteligibles las sociedades y sus conflictos implica que los puntos de vista otros (en las sociedades simples y en las complejas) siempre deben ser captados tanto en su alteridad como en su incompletud, su relacionalidad política y en la relación que nosotros investigadores tenemos con ese grupo. En ese sentido, insistimos, la relativización es una tarea que o es posible para todas las sociedades (“simples” o “complejas”) o para ninguna de ellas. Y entonces siempre será un peligro sobreestimar la subalternidad como producir visiones aplanadas en las que la dominación sea descripta con el punto de vista dominante sin dar cuenta ni de lo que la resiste, ni de lo que se le oculta. Como lo demuestra Viveiros de Castro (1999), hay algo inasimilable aun en la situación más adversa, en la mayor de las disimetrías (la que aqueja a los indígenas “situados por Brasil”). Como lo advertía Florestan Fernandes (1975), quien originó dicha concepción, esa pertinencia del punto de vista subalterno para comprender una totalidad vale para todo tipo de subalternidades, tal como lo elabora y lo retomamos de Fonseca (2006).10 Así que para captar las estructuras que contienen los puntos de vista de dominantes, los dominados y sus luchas y relaciones de fuerza, no bastan ni todas las declaraciones de vigilancia epistemológica, ni todas las declaraciones de haber hallado un lugar ahistórico que sirve de punto de mira definitivo. Declaración que nos lleva, con más frecuencia que la que se teme, a la identificación entre nuestro punto de vista, los parámetros de la totalización “científica” y la propia dominación. Todo dominocentrismo habla en nombre de ese supuesto saber, de la necesidad de la crítica -que no negamos- pero no da la más mínima chance a un hecho que debería elaborar para justificar sus pretensiones. La dominación que se denuncia con la grilla apriorística de la teoría de los iluminados iluminadores tiene sus compromisos con la dominación, mientras que los subalternos, con toda la debilidad que tengan, estructuran su mundo de acuerdo con categorías que la percepción no relativizada del propio punto de vista tiende a ignorar o sancionar. Si se trata de mantener la exigencia de la crítica debe saberse que esto no se logra a costa de renegar (en el sentido freudiano de negar lo que se dice aceptar) con la necesidad de dar cuenta de la alteridad agitando el “temor al “populismo” y al “etnocentrismo invertido”, sino de elaborar nociones de totalidad y de crítica que distancien la crítica del punto de vista dominante e incluyan, todo lo balbuceante que sea, el punto de vista subalterno. El proyecto de la crítica debe sofisticarse, tal como lo sostiene Boltasnky, en un encuentro entre las formas clásicas de la crítica y las derivadas de una sociología pragmática que encuentra el fundamento sistémico de la necesidad de la crítica en los actores y en su imposibilidad de adherirse de forma total y permanente a la realidad (algo que retoma de forma menos críptica, pero no menos radical, la inadecuación estructural sujeto/sistema que podrían sostener autores tan diferentes como De Certeau y Castoriadis). Así, la insistencia y la contraposición en demostrar bien el carácter “emancipador”, bien el carácter “esclavizante o reproductivo” de la música electrónica (o del rock o de la cumbia villera, por mencionar algunos casos), obliga a realizar algunas interrogaciones desnaturalizantes del “marco teórico”. Sin renunciar al horizonte interpretativo que determinan las disputas hegemónicas como clave de interpretación de un escenario social, es necesario considerar las complejidades de lo real y las posibilidades de los analistas para preguntarse en qué medida es válido plantearse esta exigencia, hecha en términos inmediatistas, dicotómicos y simplificadores. Es necesario cuestionarse si la pregunta del tipo: ¿consuma el rock “chabón” un camino de efectivo cuestionamiento del capitalismo en sus lógicas sociales y estéticas?, no lleva al empobrecimiento de la respuesta que se busca bajo el amparo de la categoría hegemonía.
En este contexto, una cuestión que necesita ser señalada y superada, surge del siguiente razonamiento que cuestiona la lógica de suma cero que se imprime al análisis de la hegemonía. Supongamos que la música y la articulación político-hegemónica de lo social fuesen todo el tiempo coextensivas, que toda dominación tiene sistemáticamente una dimensión musical (o que toda música participa decididamente de la producción de una relación de fuerzas). Aun así, debería decirse que la escala de la apreciación propuesta para entender el papel de la música torna inmediatamente poco interesante, imposible de apreciar, salvo como reproductivo, lo que no tiene potenciales nítidos, unívocos y altísimos de transformación de lo social. Esto sin contar que las cosas se complican cuando, como sabemos, las relaciones de hegemonía más desarrolladas y determinantes, aquellas que dan lugar a una estabilización sistémica, integran relaciones de hegemonía parciales y contrapuestas (por ejemplo, la hegemonía del “neoliberalismo” supone diversas formas de dominación simbólica articuladas en efectos estratégicos). Pero hay algo más. Los efectos políticos que podrían atribuirse a cualquier intervención musical tienden a ser, además de entramados en otras dimensiones, temporalmente variables, ambiguos y abiertos. La exclamación cantada por Kapanga: “Andate a dormir vos, yo quiero estar de la cabeza”, ¿implicaba discutirle por “izquierda” el uso del tiempo al gobernador Duhalde -que quería terminar con la “nocturnidad”- o podía legitimar, a través de la apología del hedonismo diversionista, una forma de abstención social que, en última instancia, reforzaba la continuidad de las asimetrías existentes? Para que una eventual respuesta a esa eventual pregunta deje lugar a algo más que una interpretación simplista, cualquier canción, incluida ésta, debería examinarse además de “en uso y circulación”, “en contextos”, a lo largo de la historia que ayuda a resolver o en que se resuelve. En una obra que ejemplifica la fertilidad de la posible complejidad que reclamamos, Blázquez (2014) logra, por “prepotencia de las descripciones”, mostrar cómo en el baile del cuarteto se afirman y luego fracasan en su captura hegemónica las posibilidades de autonomía de ciertos sujetos subalternos. Pero esto no sucede como resultado de una necesidad histórica, ni como efecto de una afirmación a priori, ni sin dar cuenta de todos los posibles puntos de fuga de esa situación que en este caso resultan desbaratados.
Al prescindir de la hipótesis de múltiples pliegues, ambigüedades estructurales, desarrollos históricos, singularidad de cada escenario, la pregunta por su eficacia hegemónica/contrahegemónica formula un rango de efectos posibles estrechamente bivariado y difícilmente comprobable en el ámbito social e histórico en que se lo interroga. Más aún: tal vez esto sea interponer un filtro normativo y “pedirle demasiado” al fenómeno, desperdiciando la observación para confirmar otras posibilidades analíticas que se encuentran “más acá” de la hegemonía, o aun en un cierto estado de la batalla hegemónica. Tal vez sea que como resultado de “pedirle demasiado” luego “se encuentra nada”.11 Y en todo esto no deben dejar de computarse los efectos de la proyección dominocéntrica que ya hemos comentado en la construcción de los objetos de investigación: así no sólo se ignoran las verdaderas texturas de los fenómenos contrahegemónicos, sino que se los busca a la medida de los ideales del investigador. Y como la batalla por la hegemonía no está al rojo vivo todo el tiempo ni en todo espacio, preguntarse cuánto erosiona tal o cual expresión musical al neoliberalismo implica la pretensión muchas veces imposible de constatar un rango de efectos que sólo se presentan agregados y más claramente en unos momentos de lo histórico que en otros. Esto sin contar que, como la medida de lo contrahegemónico es una cierta versión de la alternatividad política, se vuelve a subir el listón que deben alcanzar los sujetos para calificar como contrahegemónicos (o se alienta el entusiasmo imputativo del analista de manera que cualquier fenómeno alcanza ese listón). Si alguien pretendiera haber resuelto todas estas cuestiones, ¿no resultaría sospechoso de sobreanálisis? Cuando leemos que un trabajo o un proyecto de investigación sobre cualquier banda de la calle se deja llevar por este entusiasmo y confunde la postulación del horizonte hegemónico/ contrahegemónico de las prácticas con la verificación efectiva de un grado de esa relación, es posible convencerse de un hecho: que la postulación de este criterio de análisis reproduce invertido el error frecuentemente atribuido a los etnógrafos (confundir el fenómeno con la unidad de observación que siempre es más estrecha). En estos casos se propone una escala de análisis que excede la unidad de observación, pero se olvida ese hecho y se termina queriendo, obstinadamente -como decía Geertz cuando amonestaba ciertos usos del método etnográfico- “observar el mundo en una taza de té”. Insistimos, no es necesario prescindir de esta perspectiva, es necesario no utilizarla mecánica y simplificadoramente. Pero obviamente pesa otro elemento propio de la escena de las ciencias sociales: los investigadores se prestigian de la mano de objetos prestigiosos. ¿Cómo no buscarían entonces que sus fenómenos sean siempre decisivos?
La hegemonía como punto de llegada
Sin embargo, no sólo se trata solamente del contraste entre la pobreza de la escala analítica y la realidad o de la compresión del fenómeno en lo inmediatamente observable. También se trata inversamente de la amplitud de lo que es abarcado por (y desconocido en) la unidad observada. Es que no sólo se exige de más a los fenómenos, sino también de menos. Una amplitud que se sacrifica, tal vez innecesariamente, pues la pregunta por la hegemonía, redimensionada, hasta se beneficiaría de estas aperturas. Si se toma en cuenta todo lo que esa música incide en prioridades en cuanto al uso del tiempo y la conciencia, a normatividades sexuales, a relaciones con la propiedad y la profesión, a patrones perceptivos, a formas de articular una reacción corporal y una sociabilidad (Gallo, 2011), puede verse que hay una serie de terrenos muy diferentes en los que evaluar y luego armonizar evaluaciones sobre la eficacia político-hegemónica de un género musical. A su vez, debe contarse que, en la medida que los fenómenos de producción de hegemonía son fenómenos temporales, muchas veces de transmisión y/o acumulación intergeneracional, y dan lugar a efectos en diversos plazos, las preguntas no siempre pueden plantearse del mismo modo ni en cualquier momento. Entonces uno se pregunta si, además de “pedir demasiado” -como decíamos arriba- no se pierde, también demasiado, por presionar el análisis tan taxativamente hacia conclusiones tan nítidas donde hay ambigüedades, hacia corolarios tan inmediatos donde hay tiempo por transcurrir, con escalas tan groseras donde hay tantos estados específicos y tantas variaciones a considerar.
A los fines de entender cómo se relacionan un género musical, sus seguidores y sus usos con “el capitalismo”, es necesario tener en cuenta, al menos, las complejidades antecedentes para preguntar por la capacidad de una escena musical de afectar relaciones de fuerza tan agregadas y dependientes de otros factores, muchas veces más poderosos. Si algo de esto ocurre, no es lo único que ocurre, ni lo único importante. En cambio, mucho de lo que es parte de esa escena se borra por el arrobamiento con que se concurre al encuentro de la hegemonía, ignorando que ella sólo puede encontrarse como una viga maestra, que exige reconstruir la arquitectura singular del espacio en que esa viga es maestra. Es fácil encontrarla cuando tenemos los planos y cuando los planos son universales. Pero es muy difícil reconocer esa viga maestra en construcciones desconocidas en las que avanzamos tanteando. Si, como se decía en otros tiempos, y como se puede entender esta lógica de la reconstrucción de la totalidad, “lo concreto es lo concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones”, y es así que son las formaciones hegemónicas, será muy difícil hallar hegemonías por decreto apriorístico en el análisis como si esto fuese posible de recetar.
Pero aparte, se verá, no es necesario desperdiciar todo el rendimiento sociológico que tienen esas piezas que rápidamente descartamos como escombro irrelevante cuando se avanza ansiosamente por el socavón hacia el discernimiento del oro puro de la hegemonía. La música existe en la vida de los jóvenes y, aun cuando portase relaciones hegemónicas, esperando la captación de nosotros, los sagaces de siempre, también porta interpelaciones que construyen corporalidad, oído, sensibilidad a la vibración, capacidad de imaginar. En todos estos terrenos podrá verse con razón el terreno de concreción de hegemonías. Igualmente, hay en ellos experiencia social variable, digna de registro e interpretación per se y no sólo por el propio análisis de la hegemonía. Porque, por ejemplo, hay procesos de diferenciación que, sean cuales sean sus efectos hegemónicos, tienen valor de historia cambiante digna de nota y de interpretación en marcos analíticos relativos a la “evolución” de las sensibilidades, las estructuras etarias, las articulaciones entre objetos y actores, etcétera.
Esto no implica hacer una regresión a la distinción entre “cultura” (“valores”) y “sociedad” (“conflictos”) -como lo hace la sociología establecida de la primera mitad del siglo XX-, sino registrar que la experiencia de los sujetos supone, además de la relacionalidad de la hegemonía, como momento analítico, lo sedimentado, lo que los sujetos viven y practican a diario, pero que cambia históricamente de formas relativamente “lentas”. Se trata asimismo de mantener permanentemente un doble registro en el análisis: el de las simbolizaciones que caracterizan una experiencia y el del valor de estas simbolizaciones en relación con otras simbolizaciones (que implican relaciones de fuerza que son objetivas, pero no agotan la descripción ni las variaciones sociales de la experiencia -¿o acaso la cumbia villera, o cualquier otro género musical, sólo tienen eficacia social e interés sociológico porque en la declaración de su gusto “se interioriza o se rechaza la dominación”?-). En este sentido, es conveniente recordar una intervención: en su obra dedicada a los amantes de la ópera, Benzecry (2011) muestra cómo es posible realizar análisis sociológicos de la música sin atarse a la necesidad de buscar correspondencias simplificadas entre la adhesión a la música y la pertenencia a un estrato sociocultural. Superada esa posibilidad críticamente nos deja ver cómo es posible pensar el gusto en términos de performances que deben ser hermenéuticamente establecidos en todo un contexto en que esa figura, que emerge del diálogo entre el investigador y sus anfitriones, es siempre una posibilidad histórica y nunca una categoría urbi et orbi12. Lo que en el caso de Benzecry aparece como amor y pasión es una respuesta cuya construcción empírica resulta ejemplar para encontrar en variados casos diversas relaciones cuya definición es una pregunta empíricamente abierta.
Confundir un posible punto de llegada del análisis con los momentos de su despliegue, y luego por añadidura modelar los análisis subsecuentes de acuerdo con esa confusión, es empobrecer el cuadro en que elaboramos ese punto de llegada, pero también la misma dimensión de la hegemonía -pecado de abstracción imperdonable para la dialéctica (tomando este término estricto sensu)-, en que debe fundarse una concepción de la misma que enfoca tanto el resultado como el proceso. El análisis inmediatista de la hegemonía conduce a ignorar tanto sus temporalidades como la riqueza de las sincronías en que se despliega y termina justificando la referencia al concepto en una razón genérica (la necesidad de generalización y totalización) que, más que presidir el análisis, lo premoldea y lo aniquila como experiencia.
El canon y el análisis contrahegemónico es lo que me gusta
Son muchos los que, cuando se les describe, por ejemplo, la lógica con que los lectores de autoayuda entienden, significan y usan los libros, reaccionan tronantes: “pero eso no quiere decir que sea buena literatura”. La racionalidad posible de la acción de los otros, su valor sociológico, les resulta lógicamente imposible y socialmente “peligroso”, porque son estéticamente intolerables o viceversa. La vieja, ajada y falaz máxima de Andre Gide, según la cual comprenderlo todo es justificarlo todo, abre una ventana de oportunidad a los que quieren filtrar su opinión inmediata, directa, natural, sin confrontación con la realidad, sobre el otro. En el plano del análisis sociológico de la música esto significa algo muy concreto: que en el espacio que niegan entre el juicio sociológico crítico (que problematiza la acción) y el juicio estético, reside, para ellos, un pegamento, un saber siempre reivindicado de antemano y equipolente en los dos planos (estético y analítico). Por eso es que resulta pertinente la crítica que plantea Alabarces (2012) a los análisis que consisten en la “desenfadada exhibición narcisista del analista como intérprete” que es, a nuestro juicio, la mejor forma de decir que sucede lo que no debe suceder para que el análisis sea válido: que el análisis se identifica con un canon estético que al mismo tiempo se pone como parámetro sociológico “objetivo”.
Esta posición de saber autoatribuida sin ninguna modestia es la del conocimiento de la verdad sociohistórica, de las categorías de objetividad del mundo que en esa doctrina son las determinaciones estructurales, pero también las subjetividades que necesariamente surgen de una misma forma estructural. Un saber que implica la posibilidad de reconocer en el gusto de los subordinados los hilos sutiles que lo vinculan a la adhesión brutal a sus amos (y por lo tanto permite la crítica de esas adhesiones in toto, partir de su componente estético tomado como la punta del iceberg hacia el conjunto de su ser tomado como su verdadera dimensión).
La reivindicación del juicio estético entendido como indicador del juicio sociológico, derivada de la anterior reivindicación, es al menos problemática. La pobreza de la cultura pobre debería ser siempre una afirmación sospechosa aun cuando la afirmación de su riqueza no sea un indicador de insubordinación hegemónica. Daremos un breve rodeo que no concluye definitivamente la imposibilidad de asimilar el juicio sociológico al estético, pero muestra la productividad sociológica de la suspensión del uso analítico de categorías de plausibilidad de un determinado campo que son parte tomadora en el juego que analizan.
Tomemos la siguiente contraposición de la bibliografía relativamente reciente pertinente para nuestro tema. Según Svampa, la cumbia villera posee, por sus letras hostiles a la policía, un ethos antirrepresivo que diluye su potencial de antagonismo y erosión de la dominación en la medida en que se diluye en una apología de “un modo de vida (el descontrol, la droga, el delito), mediante la afirmación festiva y plebeya del ‘ser excluido’” (Svampa, 2005: 181). La crítica de Alabarces y coautores (2008), que conduce a una forma más precisa de concebir el modo de la politización subrayado por Svampa, merece ser largamente citada tanto por la especificidad de ese logro como por la lógica del razonamiento que ofrece:
aunque nos tiente coincidir con Svampa, y argumentar que el ethos antirrepresivo se disuelve en una falta de caracterización e historización adecuada, nos alimenta la sospecha de que eso supone a la vez la creencia en un único tipo de politización y un ligero etnocentrismo, que confía en una politicidad moderna, ilustrada y prescriptiva. (Alabarces et al., 2008: 56)
Esta lectura apunta a ver la politización implícita en la cumbia villera y el rock como una “politización aunque sea por posición: porque señala un diferencial [...] en épocas en que toda desigualdad se pretende escamoteada” (Alabarces et al., 2008: 56).
Dos comentarios para complementar una interpretación que podemos suscribir en casi todo. La crítica a Svampa insiste metodológicamente en todo lo que el relativismo tiene de confiable, de realista, de “objetivo”: detener la proyección descontrolada de categorías que confunden el bien deseable por el investigador con la diferencia y la oposición entre los sujetos investigados y el orden al que, de diferentes maneras, se oponen el investigador y los sujetos. Se trata de algo básico pero muchas veces imposible de lograr: romper las falsas sinonimias entre el observador y lo observado, sinonimias de las que la búsqueda y el encuentro del buen salvaje (el piquetero sujeto de la emancipación, el chabonismo redentor) es el arquetipo de la operación populista. Pero también son parte de esa lógica las miradas miserabilistas que sólo registran subordinación inconsciente, desconocimiento de los efectos del poder que sólo el sociólogo puede vislumbrar (como si, por otra parte, los agentes fuesen a abrirse al investigador así nomás, sin precauciones, o como si las preguntas cazabobos -un mito al servicio de la exaltación de la inteligencia del interrogador- existiesen). La atribución consecuente de una “politización por posición”, una politización, nos parece precisa y justa porque preserva la diferencia y no la traduce equívocamente. Y aunque es cierto que se corre el riesgo de pensar que toda diferencia que no alcance el altísimo listón de ser contraehegemónica, portadora de una “historización adecuada”, o sea con todos los requisitos que cabría llenar para ello, sea asimilada siempre a la macrocategoría “resistencia por posición”; también es cierto, al menos, que no se le niega el mínimo de positividad ontológica que asiste a la alteridad que difiere, y por hacerlo resiste.13 Es indudablemente una ventaja no transformar la positividad en negatividad o llegar a esta última por frustración de un primer entusiasmo imputativo (como sucede con frecuencia cuando a la vocación de encontrar sujetos emancipadores le sucede, como resultado de hallar “nada”, el rabioso encuentro del refuerzo de la dominación). Y mucho más es una ventaja que se reconozca algo de positividad a una entidad que está en relación y en disimetría con las posiciones del investigador.
Tamaña ventaja surge, insistimos, por la suspensión del juicio político propio a la hora de dar cuenta de la política de los otros. Esta interpretación, al menos por un momento, no se deja arrasar por el binarismo de lo pro y lo contrahegemónico, no al menos en la oposición que exige la plena formación de estas dos categorías. Tampoco se deja capturar por alternativas que oscilarían entre el “sacrosanto” ethos antirrepresivo juvenil que acerca el fragmento fresco a la selección de movimientos sociales que confluyen idealmente en la contrahegemonía o en el rebaño “conservador” del asentimiento. Esa interpretación deja ver que, desde esa “resistencia por posición”, pueden originarse otros lazos políticos, incluso algunos que al analista le parezcan peores. Se abre a la posibilidad de existencia de otras formas de política porque objetiva las propias y las anula como rasero, mientras las mantiene como punto de contraste iluminador.
El rodeo que iniciamos más arriba puede culminar: si en el análisis de la politización se puede tomar distancia de las categorías canónicas de la política, ¿por qué no se puede hacer la misma operación en el campo de lo propiamente estético y en el análisis que toma lo estético como indicador de lo social? ¿Por qué no hacerlo si los procesos y configuraciones que permite revelar este procedimiento relativizador son más precisos, debido a que son más complejos, más abiertos, menos sujetos a ser encerrados en la dinámica del titular de diario que coloniza cada vez más la propia ciencia social?
Dicho todo esto, puede entenderse que el uso de la perspectiva analítica que enfatiza los fenómenos hegemónicos es más productiva si reconoce en la complejidad de lo social la pluralidad de dimensiones, la pertinencia de un enfoque temporal y la ambigüedad de los desempeños de las acciones, trayectorias y proyectos, la heterogeneidad entre lo estético y lo sociológico. A esta necesidad las concepciones contemporáneas de los fenómenos musicales tienen mucho que ofrecerle si se las entiende en parte como mediaciones conceptuales para comprender mejor los funcionamientos hegemónicos, en parte como el señalamiento de un conjunto de mediaciones concretas que delinean dimensiones sociológicamente relevantes tanto para complejizar la percepción de la hegemonía como para lo que escapa a las disputas hegemónicas.
La música como sociedad, lo musical de la agencia
Las posiciones de Hennion (2002) y DeNora (2000) ayudan a concebir lo sociomusical saliendo de las naturalizaciones de sujetos y temas en el análisis de la relación música-juventud, así como de la forma empobrecedora en que se presentan los análisis del conflicto del que la música es parte. La necesidad de entender la música como parte de un sistema de relaciones hegemónicas podría encontrar en estas concepciones dos elaboraciones complementarias que ciñen y elaboran productivamente esa exigencia.
Anticipando un poco el argumento que este recorrido quiere abonar, debemos decir que entre las tendencias teóricas clásicas y las contemporáneas media una diferencia a favor de estas últimas: se trata de no pensar como si música y sociedad fuesen términos a combinar, pero preconstituidos. Se trata de entender el proceso de co-constitución de ambas como momentos de un proceso. Y se trata, al mismo tiempo, de algo difícil de combinar con esta intención: no conceder a los regodeos autohipnóticos del constructivismo que confunden la velocidad de los análisis deconstruccionistas con los ritmos de la sociedad. Ritmos que muchas veces son de largo plazo, se construyen y sedimentan en camadas de sentido que disponen la acción y tienen efectivamente una duración que el antiesencialismo en piloto automático no puede aceptar.
En este sentido, las posiciones de Hennion y DeNora proponen una especificación de la relación música-sociedad, que desarrolla dos aspectos de la densidad y la interpenetración constituyente que asiste a lo que llamamos “música” o “sociedad”. Hennion propone la superación (sin disolución absoluta) de la relación entre el sujeto y el objeto disponiendo la red de mediaciones en la que surge el objeto de análisis, e introduce también la mediación de las cosas, la “actancia” de los objetos como parte de la red que determina lo musical. DeNora amplía la idea de agencia y su relación con el plano estético y, desde el punto de vista de la misma, también emprende una crítica paralela a la dicotomía sujeto-objeto ayudando a problematizar la ambigua y muchas veces insidiosamente equívoca noción de “contexto”. A partir de ellos, el paralelismo música-sociedad puede ser sustituido plenamente por la imbricación. Ya no es la sociedad expresándose en la música, sino constituyéndose en ella, y ya tampoco es posible prescindir de la necesidad de ajustar los conceptos sociológicos a las formas específicas de los campos.14
La música como sociedad
Una primera cuestión es la que derivamos de Hennion. Para este autor, debe superarse una oscilación permanente de los análisis sociológicos. De un lado están las interpretaciones que conceden todo al supuesto sentido inmanente en la obra. Esta ha sido la posición propia de los musicólogos, pero también la de los que identifican el juicio sociológico con el canon incluida la Escuela de Frankfurt que, correctamente, entendía el “poder social de la música”, pero limitaba su análisis a las obras y dejaba de lado el circuito en que surgen y se constituye su significado. De otro lado se encuentra la militancia interpretativa en el desenmascaramiento del carácter político que disuelve lo musical en una materia social que le es extraña tal como surge de la demanda constructivista contemporánea. Esta oscilación obliga al investigador a deslizarse entre dos alternativas ciegas: la utilización perversa de las categorías de juicio estético para enunciar un análisis sociológico (¿música buena o música mala?) o la consideración externa a las prácticas, ciega a su especificidad (¿música emancipadora o alienante?), con el consiguiente abuso de categorías sociológicas que se sobreimprimen al hacer y lo tergiversan. La confusión de estas dos alternativas extraviadas en una sola (la música “mala” es reproductiva o viceversa) llega al clímax cuando pretende deducirse el carácter socialmente reproductivo de una forma musical de sus características vistas críticamente -negativamente- según el canon que opera en una época. Esta posición opera como denuncia de la hegemonía al señalar el horizonte contrahegemónico al que los “falsos rebeldes” “nunca llegan”. Y también lo hace como expresión de la hegemonía, al descalificar a los sujetos por no suponer en sus adhesiones y prácticas más que una forma degradada de lo establecido, una expresión a años luz de las vanguardias superadoras, lo que representa una acomodación del sociólogo a la hegemonía que más que describirla la expresa en la denuncia de la pasividad incompetente de los “brutos”. Esta tensión puede superarse en un movimiento que cuestiona la escisión precedente junto a la que se plantea entre el sujeto y objeto en las prácticas musicales. Así, más que diluir la especificidad de la música en su determinación social, es necesaria una sociología de la mediación que implica (discúlpese la extensión de la cita):
tomar en serio la inscripción de nuestras relaciones en las cosas, y no en deshacer con el pensamiento, como si no resistieran, los montajes y dispositivos a la vez físicos y sociales que sirven para establecer semejante reparto, situando de un lado un objeto autónomo y del otro un público sociologizable. Interpretar no es explicar, regresar a la pureza de las causas únicas, exteriores, que los actores buscan tanto como nosotros, sino mostrar las irreversibilidades que, por todas partes, han interpuesto los mixtos, entre los humanos, entre las cosas, entre los humanos y las cosas: ¿qué otra cosa es la música? (Hennion, 2002: 363)
Es en ese contexto que la música debe concebirse en sí misma como una sociedad, plena de mediaciones eficaces. Para Hennion, la música es “una sociología” si se concede el peso que tienen a las mediaciones que la producen más allá de los extremos imposibles, sólo virtuales, del sujeto y el público. Retomando el interés por las mediaciones que constituyen la música que sostenía Becker (desde las partituras y los compositores a los iluminadores y encargados de seguridad de un local musical), considera que la música es un arreglo, una relación entre todas esas partes y no simplemente la partitura, el intérprete y la composición. En ese sentido la música es el producto de unas relaciones sociales, o mejor dicho es esas relaciones sociales que abarcan instancias que no son solamente sonoras. Estas mediaciones, como los océanos entre los continentes, producen un vaivén mucho más significativo que las orillas a las que más que unir produce en ese vaivén: el del sujeto y el objeto que se redefinen en ese mover y, en última instancia, son parte de ese mismo movimiento.15 Es necesario recuperar la complejidad de esa dinámica para entender que ni la producción de hegemonía es tan simple de captar, ni es el único fenómeno sociológico relevante, aunque los otros fenómenos y dimensiones relevantes sean significativos también para la producción de relaciones hegemónicas. ¿Qué es lo que se procesa en “la música”, entendida como “asamblea” (como lo dice Hennion), atendiendo a los diferenciales de poder, de los que constituyen esa “asamblea”?
La ampliación de la agencia
Esta última cuestión remite a la intervención de Tia DeNora (2000) que a este respecto resulta estratégica y nos permite plantear el segundo punto. A partir de su concepción podemos entender el grado específico en que la acción social puede tener determinaciones musicales. En un libro clave encontramos el papel de la música como parte de la estructura de la acción que orienta la producción de emociones, prácticas corporales y conductas (como tecnología del yo, como tecnología del cuerpo, como un dispositivo de regulación de las interacciones en distintos escenarios de la vida cotidiana).
En este sentido, el planteo radicaliza, supera y contiene la tensión que podría formularse entre, por ejemplo, el planteo de Adorno, por un lado (y su énfasis en el material musical per se), y por otro, Michel de Certeau (y su énfasis en el uso de la resignificación y la apropiación). Es que la música es concebida y descripta en su investigación como elemento crucial de un dispositivo habilitante, en un promotor de la acción. DeNora se aproxima pragmáticamente a la cuestión del significado musical de forma tal que la dicotomía texto/contexto (y la idea del objeto musical) resulta estéril. Se trata de entender, mas bien, que la música es tanto un recurso presente como una configuración social para la acción, el sentimiento y el pensamiento (DeNora, 2000: 49). Es por eso mismo que resulta tan doloroso al oído escuchar que se refiere al “contexto” como al “accidente” en filosofía aristotélica. El “contexto” no se adiciona a la música ni a la acción como si ésta fuera una “variable”; la engendra, como la ostra a la perla. Así, se trata tanto de atender a la interpretación musical como a su apropiación, pero en la dinámica en la que existen imbricadas subrayando y teniendo en cuenta su materialidad como música en tanto capacidad de afectar el mundo vital en el que está entramada y actuante. En el marco de estas consideraciones, los usos de la música ya no son sólo el efecto de la lógica subversiva de las apropiaciones, del desvío que las prácticas le imponen a las prescripciones de uso, sino de algo que implica esta idea, pero la desplaza del plano de la comprensión de un mensaje a un plano que es el de la acción misma. Una cosa es que, en producción, como decían los analistas del discurso, se destile un sentido místico de una letra de rock. Otra cosa es que, al oírla, se viva esa canción (que no era para nada mística) como una forma de oración (supongamos el caso de un joven practicante zen que tiene en un determinado rap la perfecta articulación rítmica para finalizar su práctica diaria). De tal modo, para la autora, la música es algo más que un medio “significante” o “expresivo”. En el plano de la vida cotidiana, “la música está involucrada en muchas dimensiones del agenciamiento social, en sensaciones, percepciones, en la cognición y conciencia, en la identidad y la energía” (DeNora, 2000: 1617). Así, la “música está en relación dinámica con la vida social, ayudando a invocar, estabilizar y cambiar los modos de agencia, ya sea individual o colectiva” (DeNora, 2000: 20).
La teoría de los efectos sociales de la música que cuestiona DeNora concibió la agencia y la acción social en una época que comparativamente resulta de bajo desarrollo de la industria cultural. Por ello es necesario multiplicar la necesidad y el valor de una concepción como la reseñada cuando -como dice Yúdice (2007)- esta es una “época de auralidad incrementada” en la que las instancias de la industria cultural se han multiplicado y redefinido su forma. A este respecto, no es irrelevante para entender el papel contemporáneo de la música que DeNora agregue que “en los tiempos del siglo XXI las bases estéticas de la vida social se han vuelto dominantes [con lo cual] estas deberían ser trasladadas al corazón del paradigma sociológico”. En este sentido, los estudios sociomusicales merecen mayor atención dentro de las ciencias sociales, donde pueden ser de considerable importancia en la reformulación de una teoría de la agencia que permita superar las teorizaciones de la acción social “aislada” de las dimensiones del cuerpo, los sentimientos y las emociones. Conforme a esto, y si la música es -siguiendo a Hennion- sociedad, la acción social -siguiendo a DeNora- puede ser musical. Cuando estas dos afirmaciones se encuentran, puede inferirse que el todo (la “sociedad”, la “cultura”) tiene en la agencia expandida en su papel y su consistencia, una instancia analítica equivalente a un contrapunto que dinamiza la totalidad (una representación disociada entre la agencia y la cultura, retoma y renueva la relación entre el actor y el sistema). Esta tensión entre cultura/sociedad y agencia es el terreno en que no sólo es posible reelaborar productivamente la noción de hegemonía, sino también la visión de los terrenos donde música y acción social se interpenetran de forma densa, compleja y específica. Esto queda plasmado en una agenda posible que vale más allá y más acá de la hegemonía, pero que crea una urdimbre mucho más rica que la que suponen los análisis que, más arriba, señalamos críticamente como estrechamente dicotómicos.
Ítems de una agenda posible
Prohijadas en nuestra investigación de campo, se delinean tres cuestiones en las que pudimos palpar la necesidad y la productividad de esta discusión que reseñamos para desplegar los temas que siguen. La intersección entre una visión enriquecida de la tensión música-sociedad (y de lo que hegemonía quiera decir en este contexto) y una serie de cuestiones apuntadas por investigaciones más o menos novedosas diseña una agenda cuyas posibilidades y avances parciales queremos apuntar aquí. Ellas no son ni las únicas ni las principales, pero son seguro algunas de las cuestiones que pueden hacernos entender la manera plural y densa en que a través de lo musical, de la lucha en que se definen sus límites, se hace sociedad.
Música y nuevas tecnologías
La relación música, sociedad y tecnología en la actualidad configura uno de los capítulos más fértiles para poner en funcionamiento, en procesos concretos, las ideas que afirmamos acerca de la implicación de la música en la agencia y de esta en una red de interacciones que desborda y contiene las figuras del sujeto y el objeto, tanto como las relativas a la juventud como edad y como categoría social.
La digitalización permite, en grados mayores que los que permitió el cine, la integración de las sensibilidades, y por ello el despliegue y desarrollo de imágenes que, puestas en el medio del circuito de interpelaciones, devuelven a la posición “expectante” no sólo lo que ve, sino fundamentalmente más capacidad de imaginar. Circuito ampliado de la imaginación en el que se cruzan letras, sonido, imagen y actuación en dispositivos de uso cada vez más disponibles para una parte de los jóvenes. Un video de los años sesenta es para estos jóvenes lo que para los de más de 40 años son los inicios del cine o el daguerrotipo. Sus imágenes están tan cargadas de procesos técnicos que permiten manipularlas, que los referentes icónicos de los que tenemos más de 40 años no sólo les resultan datados, sino rígidos y, aun, pobres. Valga todo esto para ilustrar el hecho de que la dimensión específicamente estética de la agencia tiene en el plano dispuesto por las tecnologías una riqueza potencial todavía inexplorada.
Pero las nuevas tecnologías suman una dimensión de agentividad que, más allá de la estética, afecta la posibilidad de implicación en el espacio de la música y en la sociedad en general a través de ella. Si el abaratamiento de instrumentos de grabación y ejecución facilitó en los noventa ciertos emprendimientos en el rock y la cumbia villera, disponibilizando los medios de producción e imaginación musical, puede decirse que la digitalización intensifica el círculo de las facilitaciones. Por un lado, vuelve más disponibles los instrumentos de producción y, al mismo tiempo, los transforma, permitiendo la articulación de estéticas visuales y sonoras en convergencias y sinestesias que ya quisiera haber usufructuado Wagner. Mucho más que eso, es el soporte de dinámicas de interacción que promueven, orientan y “capitalizan” la recepción. El fin del gran negocio de las grabadoras es el punto de inicio de miles de pequeños emprendimientos sonoros, visuales, estéticos que, no siendo necesariamente “rentables”, generan recursos que se integran al conjunto de los recursos que por diversas vías conjuga la miríada de creadores urbanos. De esta manera, se constituye la posibilidad de profesionalismos que se desarrollan a destajo respondiendo a cada demanda y por cada proyecto. Experiencias profesionales que, tal vez, tienen “poco horizonte” -no se despliegan bajo los modelos tradicionales de éxito, alientan otras carreras y evaluaciones-, pero no necesariamente imponen la escisión entre integración al mercado, por un lado, y la vocación, por el otro (y por eso mismo, legitimadas parcialmente y remuneradas en otro dan lugar a trayectorias que, en grado, integran el arte en la trayectoria vital más allá de la zona límite en que otrora parecía imponerse la opción entre “la guitarrita” y las obligaciones -y no sólo se trata del joven indie que sigue conjugando la música con su carrera de diseñador, sino también del joven repositor que sigue con la cumbia y gana un complemento tocando en casamientos-).
Por otro lado, las nuevas tecnologías, la creciente auralidad y la ingente producción musical que se diferencia de forma creciente en escalas de interpelación, ámbitos y tipos de uso, no permiten utilizar de forma simple y desprevenida la noción de género musical o realizar totalizaciones proyectivas a partir de indicadores de superficie. No sólo porque los signos externos se encarnan e interpretan en apropiaciones, sino también porque la pluralidad contrapuesta y el valor de la autonomía y, aun a veces, el de la individualización contribuyen en darle a la música el carácter de un objeto sometido a la reflexividad y la objetivación, a la apropiación conscientemente reinterpretada.
Sexualidad y música
Si hay un tema en el que se juegan las imbricaciones entre música, agencia y relaciones de fuerza en diversos planos sociales es el referido a las sexualidades. Y estos vínculos se juegan en el sentido preciso en que planteamos más arriba la cuestión de la hegemonía: que la necesidad analítica de enfrentarse con ambigüedades y complejidades es arrollada por la vocación de encontrarse de forma rápida y unívoca con un veredicto sobre la eficacia hegemónica, muchas veces a la medida de un resultado “publicable”.
Cuando discutíamos algunas ideas de Gender Troubling (Vila y Semán, 2011) y debatíamos interpretaciones del sentido de la cumbia villera, encontrábamos que todas y cada una de las preferencias de la cumbia villera reforzaban el androcentrismo, cosa que, aun siendo indiscutible -y lo era-, descuidaba gravemente un plano de la acción: el hecho de que el repertorio sexual, independientemente de las relaciones de género, aparecía ensanchado, objetivado de forma tal que se constituía en una novedad histórica que era preciso inscribir antes que suprimir para que el análisis de las relaciones de fuerza en perspectiva de género no se hiciese abstracto, prescindiendo de las feminidades realmente existentes. La interpretación de Martín (2008) contenía un argumento que permitía contener esta complejidad: en su trabajo se afirmaba la actividad de las mujeres en esa escena musical y en general en sus lazos familiares y sociales. La actividad y, más específicamente, la activación sexual.
En ese sentido, nuestras observaciones mejoraron cuando combinamos la percepción de la activación de las mujeres (la ampliación de un repertorio sexual) con la existencia de marcos androcéntricos. Esta postura no puede sino conducir a apreciar ambigüedades y contradicciones imposibles de superar por un proceso de síntesis: la activación sexual de las mujeres en un contexto androcéntrico tiene significados plurales y ambiguos respecto del ideal de emancipación que sostiene el análisis del género y sus relaciones con la música en términos clásicos de resultados de disputa hegemónica (y de su binarismo emancipación/opresión). Es tan parcial concluir de la observación de esa activación el exclusivo refuerzo del machismo como la “liberación de las mujeres”.
Para no ceder a la abstracción, a la parcialización que impone la tematización académica, es preciso recuperar el proceso y su riqueza. En este caso, el “contexto” es un plano histórico en el que la objetivación y la centralidad de lo sexual, la legitimidad de su exposición pública, atraviesan las prácticas de hombres y mujeres creando una sede diferente para la música de la que ese plano, además, se alimenta. No estamos nunca investigando “música”, sino un uso sumergido en un “contexto”, en una configuración en la que el uso adquiere su especificidad (y es por eso mismo que resulta tan doloroso al oído escuchar que se refieren al “contexto” como al “accidente” en filosofía aristotélica. El “contexto” no se adiciona a la música como si ésta fuera una “variable”, la engendra, como la ostra a la perla, por más que ésta empiece como un grano de arena “desde afuera”).
Así, la tentativa de alinear el análisis de género, sexualidades y música con un punto de vista igualitario ingenuo llevaba a chocar una y otra vez con proyecciones etnocéntricas de dos tipos. De un lado, incurriendo en el error que señalamos más arriba, mediamos el fenómeno contra el ideal de la emancipación en general sin tener en cuenta la complejidad y la particularidad en que éste debe articularse. Segundo, asociado a esto, suponíamos la emancipación y la igualdad liberales como parámetros de un conjunto de relaciones que, como las “sexuales” -en el caso de que creamos que el sexo es un dominio autónomo, objetivo, universal-, ¿quién sabe cómo se ecualizan? Como nuestra idea implícita era un ideal de emancipación calcado de la ideología de la modernidad, del supuesto de que la igualdad es “natural”, impedía entender hasta dónde las figuras de la “actividad” y la “pasividad” -y categorías que sustituyesen con ventaja a éstas-, aunque no justifiquen ningún androcentrismo (ni ninguna política androcéntrica), no son sólo categorizables como refuerzo del machismo o igualación de las mujeres a los patrones masculinos. Si esto no fuera así, habría que analizar el diálogo sobre la sexualidad y la propia sexualidad desde la hipótesis límite de un imposible coito igualitario. No resulta esta una hipótesis imposible: se ha imputado la descripción de las posiciones sexuales de la cumbia villera a un antiigualitarismo que sólo podría ser expuesto si se pensase que en los universos igualitarios las personas consuman sus relaciones sexuales en horizontalidad paritaria. Todo esto podría sonar a broma y procacidad, pero de ninguna manera deja de ser una cuestión seria.
En análisis que se hacen desde la hipótesis emancipadora, en cuestiones de sexo se pone en problemas frente a dos rivales: el psicoanálisis, que -sea con el matiz correctivo de género que sea- muestra lo imposible de lo sexual, la no complementariedad del encuentro; también contra Baudelaire, que ya había mostrado a Weber lo que éste le recordó a los sociólogos: que la verdad, la justicia y la belleza, como el placer y la emancipación, no son lo mismo ni tienen conjugaciones fijas.
Cuestiones tales como la activación, apertura y visibilidad de los repertorios sexuales o el cuestionamiento en la sociedad misma -más allá de los que trae la teoría, de los esencialismos de género y la normatividad heterosexual- son parte de un enorme cambio de época en el que la música es al mismo tiempo escenario e instrumento. La precariedad intelectual que tenemos para abordarlo es tanto mayor cuanto más imperceptiblemente alineados están nuestros prejuicios de siglos/milenios con nuestras categorías de análisis (pseudo categorías). La facilidad con que ha circulado la idea de que las mujeres que se activan social y sexualmente en modos que no les eran frecuentes o propios, porque salen a la calle, toman tanto como los hombres o adoptan ciertos usos, se masculinizan -como algunos de nosotros lo hemos suscripto-, cuando era tan fácil darse cuenta de que ese era el mismo tipo de razonamiento que aplicaba la policía para reprimir con tijeras el afeminamiento de los pelilargos, da una idea de la brecha que se ha abierto y es preciso salvar. En ese abismo, el estudio del proceso en que se imbrican música y sexualidades puede ser una forma productiva de sutura.
A partir del feminismo de la diferencia, que considera que la neutralidad de lo humano no es tal, sino que la misma identifica lo masculino con lo humano, desde allí se sostiene que la igualdad entre los géneros -reivindicada por el feminismo liberal de la igualdad- es aceptar el parámetro de invisibilizarse como mujeres en tanto sujetos generizados de maneras específicas. Si bien éste acepta que existen diferencias en torno al género, eso no implica que haya que establecer jerarquizaciones sobre esas diferencias. Por ello proponen suspender todo análisis dicotómico varón/mujer y construir un orden propio que no tenga que ver con la masculinidad, entendida como vara de medida de lo humano, tan mencionada en aquellos trabajos que hablan de la “masculinización de las feminidades”.
Religión y música
Una de las cuestiones presentes, pero menos observadas en la música juvenil, es la recurrencia de una dimensión espiritual y religiosa. No en todos los géneros, ya que muchos de ellos aún se pretenden desmitificadores, partidarios de la crónica realista o del relato fantástico pero emancipado de religión. Sin embargo, en la música romántica, en la música electrónica dance y obviamente en el rock, es invocada una dimensión espiritual en la interpretación de la música. ¿Cómo pensar esta recurrencia y a partir de ella?
Activando una memoria católica o cristiana, creando horizontes de superación individual y postulando espiritualidades que permiten divinidades más permisivas, más o menos personales, otras veces “políticas”, la música acompaña la estructura siempre tensional de lo que suele llamarse secularización. Como lo muestra Giumbelli (2002), la religión y la secularización son parte de un movimiento en que la intención de crear una frontera entre lo religioso y lo que no lo es resulta permanentemente desbordada por transformaciones “monstruosas” de la religión que, como lo reprimido en Freud, retorna con otros formatos, renovándose, entramada en diversos arreglos sociales.
La religión, la expectativa de encontrar en un plano más allá de lo humano y lo natural entidades que dialogan con el propio proceso subjetivo, no sólo está para los jóvenes en las iglesias o en los movimientos religiosos. Para entender cómo se entraman la música y la religión podemos recurrir a las ideas formuladas por Sanchis (1994). Despojando el concepto de sincretismo de cualquier uso que se identifique con una visión normativa, de una ortodoxia religiosa y también de cualquier pertenencia exclusiva al campo de lo religioso, afirma que sincretismo es:
a tendência a utilizar relações apreendidas no mundo do outro para ressemantizar o seu próprio universo. Ou ainda o modo pelo qual as sociedades humanas (sociedades, subsociedades, grupos sociais; culturas, subculturas) são levadas a entrar num processo de redefinição de sua própria identidade, quando confrontadas ao sistema simbólico de outra sociedade, seja ela de nível classificatório homólogo ao seu ou não. (Sanchis, 1994: 7)
De este modo, sincretismo es ni más ni menos que una forma de caracterizar los procesos de innovación cultural, de elaboración de síntesis y de compatibilización entre simbolismos que, de un lado, pueden ser religiones y, de otro, tendencias musicales, ideologías políticas, nociones terapéuticas, genéricas, etarias, etcétera. A través de este mecanismo, las posiciones en cualquier campo se actualizan en un diálogo en el que se encuentran diversas perspectivas: interpelaciones que activan, reconocen e integran la sensibilidad plural que constituye a los agentes y dan lugar a posiciones que mezclan y complican los elementos de ese encuentro; una posición determinada en un campo resulta preformada por una anterior y, al mismo tiempo, redefinida por esa que es más reciente.16
En el diálogo de matrices simbólicas que un sujeto pone en juego, o que interpelan a ese mismo sujeto a través de su trayectoria, se verá cuál es la eficacia relativa de cada una de ellas, cuál es la que resulta para la otra una mediación y el grado en que esto sucede. Novaes hace presente un caso ejemplar, cuya interpretación se desliza airosamente frente a todas las tentaciones de ignorar el fenómeno, diluirlo en una categoría de resistencia (ignorando la religión) o en una de alienación religiosa (ignorando el carácter político contestatario). Su texto dedicado a una banda de rap influida por la amplia cultura evangélica brasileña muestra cómo el rap “secular” en Brasil está “obligado” a ser “religioso” sin ser conservador, justamente en el marco del diálogo de matrices simbólicas que dispara la música desde “el grupo que la elabora” a los fans que la “reciben”.
Palabras finales
Los estudios sociales de la música, y sobre todo los avances de estos estudios en el ámbito académico local, han dado un salto cualitativo en los últimos lustros. A los poquísimos investigadores que tomaron estos temas en sus manos se han sumado decenas de jóvenes investigadores en formación que han dado lugar a una extensión inédita de los objetos de investigación en el campo de la música. De esa masa crítica surge el hecho de que se encuentran ante un panorama en el que las viejas preguntas, quizás las permanentes, pero no las únicas, deben hallar un nuevo lenguaje. Y en este punto se trata de renovar las interlocuciones con la bibliografía contemporánea que se produce en contextos particularmente activos como el mundo anglosajón, el francés o el brasileño. El estancamiento en la naturalización de la relación entre juventud y música, o la porfía en detectar hegemonías y contrahegemonías sin plantearse las condiciones bajo las cuales se definen y se captan esos movimientos testimonian la necesidad de ese diálogo tanto para redefinir productivamente las preguntas por las relaciones entre “sociedad”, “música y “poder” como para liberar y producir otras interrogaciones que se agregan legítimamente a las inquietudes irrenunciables del proyecto crítico bajo cuya inspiración se desarrollan las ciencias sociales.
Aquí hemos querido destacar tanto el agobio al que tienden ciertos usos clásicos como la posibilidad de una intersección productiva entre los planteos renovadores y las inquietudes permanentes del proyecto crítico: la producción de relaciones de fuerza en un nivel simbólico y material puede comprenderse mejor en términos de concepciones que dimensionan de una forma más amplia y precisa las prácticas que intervienen en esa producción. Y es toda una necesidad la de aprovechar esos recursos para librarse de la tentación a la que casi siempre se cede contradiciendo inconscientemente el proyecto crítico: la de identificar el juicio estético con el juicio sociológico. La defensa encarnizada, prepotente y al mismo tiempo ingenua de la superioridad supuestamente universal de unas formas musicales históricas y singulares no deja de ser nunca un parroquialismo que hace de esa pretensión el naufragio de una crítica siempre dispuesta a creer que esta vez, esta vez sí, mi punto de vista es universal, abarcativo e inobjetable; para descubrirse tiempo después de todos los desprecios, vinculada al canon, a los poderes que lo sostienen y a los que se quería someter a crítica.
Pero tal vez en este diálogo entre las preguntas de siempre y las nuevas concepciones resta una virtud más por explorar. Si el esteticismo realiza un juicio sociológico perverso, no es menos cierto que el sociologismo que resulta de la consagración siempre placentera del sociólogo como último intérprete inapelable puede moderarse cuando se vuelve críticamente sobre categorías sociológicas que deliberadamente se hacen ciegas a la especificidad de los campos. En ese sentido, el movimiento que da cuenta de la estetización de la agencia y el que repone la contingencia de lo social vuelven a insistir sobre un hecho que frecuentemente se olvida: entre el sociólogo y los campos no existe ni un abismo, ni un muro impenetrable ni una confusa continuidad sino una grieta viva en la que es preciso no dejar de trabajar. Esa no es una novedad absoluta, pero es el llamado que desde el mundo de la especialización y la “subdisciplina” se tiende, creemos que con pertinencia, a las ciencias sociales en general.