Introducción
Ya sea por sus implicaciones sobre el bienestar psicológico (López Castro, 2007), por las exigencias que conllevan el desarraigo y el establecimiento, o por las tensiones y negociaciones implícitas en la disyuntiva entre distancia física y proximidad afectiva (Svasek, 2012), la experiencia migratoria suscita intensas vivencias emocionales. El cruce de una frontera trastoca las señas de identidad propias y ajenas, confronta al yo con la otredad y modifica o refuerza el sentido de pertenencia; procesos todos con hondas repercusiones en la vida afectiva (Boccagni & Baldasar, 2015).
Ubicándose en el campo de la sociología de las emociones, este artículo examina tres vivencias emocionales clave en la experiencia de la migración laboral femenina: vergüenza, humillación y orgullo. Desde la mirada sociológica, la centralidad de estas emociones radica en que condensan el estado (la “salud”) de los vínculos sociales de quienes las experimentan vis a vis otros actores sociales (Scheff, 1988), con consecuencias disímiles sobre el self y su disposición a actuar. En virtud de la frecuente asociación entre la migración internacional no calificada y el ejercicio de ocupaciones socialmente degradadas en las sociedades receptoras, la humillación —y su modalidad menos intensa, la vergüenza— suelen ser parte del itinerario emocional que acompaña la trayectoria laboral de los inmigrantes (Janicka, 2009); el orgullo, en cambio, situado en el extremo opuesto del espectro emocional, ha sido menos estudiado, lo que no quiere decir que sea menos importante. La exposición de las diversas tonalidades de esta paleta de estados emocionales persigue el objetivo de ampliar la comprensión de la naturaleza afectiva de la experiencia migratoria. El material empírico que da sustento al análisis proviene de 12 entrevistas a profundidad realizadas a inmigrantes dominicanas insertas en los servicios reproductivos del hogar (trabajo de cuidado y servicio doméstico), en la ciudad de Madrid en 2014, en el marco de un proyecto de investigación más amplio.1
El artículo comprende cuatro apartados: en el primero se especifican las nociones conceptuales que guían el ejercicio empírico, puntualizando algunos de los vínculos analíticos que subyacen a la relación entre migración y emociones. En el segundo se describen el material empírico y la estrategia metodológica. En el tercero se realiza el análisis empírico de las tres emociones señaladas, según quedan plasmadas en los relatos de vida de las inmigrantes entrevistadas. En el cuarto y último apartado se sintetizan los hallazgos, enumerando algunas de sus implicaciones para el estudio de la migración.
I. Migración, emociones y sociología
Como dimensión de la experiencia, la migración supone un cambio en el contexto de vida con importantes implicaciones para quien la emprende. Cada uno de los momentos inherentes al proceso, desde el desplazamiento, el cruce de una frontera, hasta el arribo y el establecimiento, alberga la potencialidad de suscitar estados emocionales particulares. Una vez en la sociedad de destino, la condición de inmigrante, de persona ajena a los “naturales” del lugar, puede constituir una marca perdurable tanto desde la mirada de la colectividad como desde la propia.
El duelo migratorio y la nostalgia han sido dos de los estados emocionales paradigmáticamente asociados a la experiencia migratoria (González, 2005; Cerase, 1970; Hirai, 2009; Clairgue & Nayeli, 2012; Asakura, 2016). Se ha señalado la tendencia de los migrantes a emocionalizar los lugares de origen, anclando la simbolización en la nación, el terruño o la familia, lo que de suyo alimenta la expectativa del retorno (Skrbiš, 2008). El “viaje emocional” implícito en la experiencia migratoria atañe tanto a los que se desplazan como a quienes permanecen debido al necesario reacomodo de los lazos afectivos que ocasiona la ausencia de los cercanos (Ryan, 2008; Baldassar, 2008; Svasek, 2012). En la creciente investigación sobre el tema,2 tiende a privilegiarse la mirada que contempla la migración como “causa” de vivencias o estados emocionales, antes que producto de ellas (Ariza, 2014a, 2016). Se recalcan sus costos subjetivos (Ryan, 2008), las consecuencias sobre el ejercicio de los roles familiares y el bienestar psicológico (Aranda, 2003; Coe, 2008; Ariza, 2014b); la existencia de situaciones de desconexión afectiva por la prolongación de la separación y la ausencia de contacto cara a cara (Asakura, 2011; Ariza, 2012); las tensiones en la cultura emocional que suscita la contraposición entre las expectativas normativas de las sociedades de origen y destino, y las vicisitudes que enfrentan los migrantes en el esfuerzo por sostener los vínculos afectivos en el espacio transnacional (Aranda, 2003; Hernández Lara, 2016). La variedad de emociones que emergen en la vida familiar transnacional (resentimiento, tristeza, culpa, orgullo) y el manejo emocional del hiato que la distancia física abre en el mundo de los afectos son otras de las problemáticas frecuentemente abordadas (Martínez Ruiz, 2008; López Guerra, 2012).
En el subcampo de la sociología en que se inscribe este artículo,3 las emociones que emergen a lo largo de la experiencia migratoria han de ser entendidas como el resultado de la interacción social y del contexto donde tiene lugar, en virtud del posicionamiento estructural diferencial en las jerarquías de poder y estatus que la condición de inmigrante supone (Barbalet, 2001; Kemper 1978; 2006). Las emociones surgen en las circunstancias estructurales que enmarcan la interacción y proporcionan a los actores elementos interpretativos para responder a los diversos contextos situacionales. En cualquier acto de interacción los individuos evalúan su posición relativa versus otros actores sociales. Del intercambio relacional emergen —a través del flujo sensorial incesante— una interpretación (elemento cognitivo) y una disposición a actuar (elemento volitivo), que resitúan dialógicamente al sujeto respecto de sí mismo y los demás. La acción desplegada como respuesta al intercambio reposiciona al sujeto y altera de nueva cuenta el contexto situacional, aspecto que se conoce como su “eficacia social” (Barbalet, 2001). En estricto sentido, la emoción y la emocionalidad no se encuentran ubicadas en el sujeto o en su cuerpo, sino en la relación del sujeto con su cuerpo vivido en un contexto social dado (Denzin, 1985).4 No se reducen a un atributo de la psique de los individuos, aunque efectivamente sean “sentidas” de manera privada. Su eficacia ontológica reside en el hecho de que las personas se constituyen como tales en el momento mismo en que las vivencian (Barbalet, 2001; 2002). En breve, antes que “cosas sentidas” o estados subjetivos particulares, las emociones son una de las maneras en que la gente, las clases y la raza se experimentan a sí mismas y a la época que pertenecen (McCarthy, 1989, p. 54). En su emergencia tienen un papel importante el contexto situacional (del que la emoción es parte constitutiva), las expectativas de los actores respecto de otros actores socialmente significativos según su ubicación social (poder/estatus), y las sanciones sobre el self que pueden resultar del intercambio relacional, ya sea de manera real o anticipada (Barbalet, 2001; Goffman, 1956; Turner y Stets, 2006; Kemper, 2006).
Aunque la atención analítica se centre en una emoción particular, éstas están lejos de ser estados puros: coexisten con otras afines u opuestas y se transmutan dependiendo de factores contingentes al contexto de interacción (cualidad dinámica). Así, por ejemplo, si un atleta se enorgullece legítimamente por el logro de una presea en una justa olímpica, junto al orgullo pueden coexistir de forma atenuada sentimientos de vergüenza (o “pena”), por la convicción de haber sobresalido en demasía respecto de sus pares en la comunidad (Etxebarria, 2009). Un aspecto de la mayor relevancia es el carácter no necesariamente consciente de las emociones, lo que en nada disminuye su eficacia social (Barbalet, 2001, p. 115). El profundo dolor que envuelve algunos estados emocionales (vergüenza, culpa, humillación) desencadena mecanismos de represión inconscientes que no hacen sino potenciar la fuerza —el caudal energético— de las emociones “acalladas”, dando lugar a una espiral afectiva de estados emocionales negativos de consecuencias imprevisibles para el sostenimiento de los vínculos sociales (Lewis, 1971; Scheff, 1988).5
En la perspectiva sociointerrelacional de Kemper (1978; 2006), la mayoría de las emociones sociales emanan de la posición relativa de los actores en dos dimensiones básicas de la sociabilidad: poder y estatus, en tanto órdenes jerárquicos. El exceso o déficit —ya sea real, anticipado o imaginario— en una de estas dimensiones provoca emociones con la capacidad de realzar (orgullo) o devaluar (vergüenza, culpa) al self como producto del intercambio relacional. En el modelo analítico propuesto por Kemper (1978; 2006), situaciones de insuficientes cuotas de poder generan en los subalternos sentimientos de vulnerabilidad e indefensión expresados en una combinación de miedo y ansiedad, cuya respuesta disposicional puede ser la huida, la precaución o la confrontación. De manera análoga, el reconocimiento social otorgado voluntariamente por los demás (estatus) o la ascendencia (poder) sobre otras personas, promueven sentimientos de seguridad y autoconfianza que favorecen la cooperación.6 Del esquema analítico se infiere que existen ciertas emociones asociadas de manera recurrente a determinados patrones de interacción social y que éstas no son ajenas a los procesos de estratificación social (Turner, 2010).
Entender desde la mirada sociológica las emociones anidadas en la experiencia migratoria supone: 1) indagar las especificidades que introduce la condición de inmigrante en la autopercepción y en el contexto de interacción; 2) precisar las expectativas socioculturalmente mediadas que enmarcan el intercambio relacional (entre inmigrantes y locales, y en el seno de los primeros); 3) contemplar los distintos grupos de referencia (origen/destino/el propio self) que intervienen en la atribución cognitiva que realizan los inmigrantes vis a vis otros actores sociales y; 4) valorar el papel de las emociones en el reposicionamiento del actor en su entorno social.
Si bien orgullo, vergüenza y humillación son emociones susceptibles de emerger en cualquier encuentro social, se trata de entenderlas en su vinculación con la experiencia migratoria. En este sentido, el primer aspecto a observar para comprender su emergencia en la experiencia migratoria es reconocer la ubicación subordinada respecto de los naturales del lugar que la migración suele propiciar, ya sea por el acceso restringido a una serie de prerrogativas sociales o por la necesidad de refrendar periódicamente el derecho de inclusión (permisos de residencia). Qué emociones embargan a los inmigrantes dependerá de un conjunto de factores que enmarcan las posibilidades de interacción cara a cara, desde el tipo de migración (calificada/ no calificada, legal/indocumentada, proveniente de “terceros” o “primeros” países); los recursos con que cuentan las inmigrantes (capital humano, nivel socioeconómico); el grado de receptividad o apertura local a la inmigración; hasta factores socioinstitucionales (legislación migratoria) y socioculturales (construcción mediática) de diversa índole. Por tanto, un segundo aspecto a contemplar para acercarnos al sentido social de las vivencias emocionales contenidas en los relatos de vida es ponderar la manera en que tales factores intervienen en la experiencia migratoria (Barbalet, 2001).
La humillación, una modalidad intensa de la vergüenza, ha sido asociada a la experiencia de la migración laboral en virtud de su fuerte vinculación con el ejercicio de ocupaciones socialmente degradadas (Janicka, 2009). Las inmigrantes cuyos relatos de vida analizamos en este texto participan en sectores devaluados —marcadamente estigmatizados— del mercado de trabajo (servicio doméstico y de cuidado), ejerciendo actividades laborales en los hogares que entrañan de suyo una posición subordinada. Es plausible pensar que la ubicación doblemente desventajosa en tanto inmigrantes y trabajadoras de los servicios reproductivos del hogar conforma una suerte de fragilidad (riesgo, indefensión) de cara al intercambio relacional y a las emociones que pueda suscitar. Tales aspectos, aunados a los rasgos fenotípicos7 y socioculturales de las inmigrantes, y a algunos elementos contextuales, sugieren que la vivencia de la humillación puede ser un evento recurrente en la evocación de su experiencia. ¿Qué tan presente estará el orgullo?
II. Material, método y estrategia analítica
El análisis empírico se sustenta en los relatos de vida de 12 inmigrantes dominicanas entrevistadas en la ciudad de Madrid entre noviembre y diciembre de 2014,8 en el marco de un proyecto de investigación más amplio (véase nota al pie de página 1). La guía de la entrevista reconstruye tres aspectos clave: 1) la historia premigratoria (localidad, familias de origen y procreación, trayectoria laboral); 2) el desplazamiento (desde que se concibió hasta que se materializó: redes, arribo, inserción); 3) La historia postmigratoria hasta el momento de la entrevista (trayectoria laboral, vida familiar transnacional, sentido de pertenencia y expectativas a futuro). Se elaboró una relación detallada de la jornada semanal de trabajo de la actividad ejercida en el momento de la entrevista, que recogió las condiciones laborales, las opiniones y sentimientos acerca de la actividad, así como los vínculos afectivos procreados con quienes se sirve, si los hubiera. Se trata de entrevistas a profundidad semiestructuradas de entre 60 y 120 minutos de duración, realizadas personalmente por la autora, transcritas y analizadas con el paquete Atlas-ti.
En consonancia con los objetivos de investigación, el criterio de selección de las entrevistadas combina aspectos sociodemográficos y socio-laborales. Del lado de los primeros se procuró diversificar la muestra en términos de la edad, la escolaridad, el origen (rural/urbano y geográfico) y el tiempo de residencia de las inmigrantes; en cuanto a los segundos, se trató de incorporar la diversidad de tipos de inserción laboral que distingue al sector de los servicios reproductivos del hogar (empleadas domésticas y cuidadoras y sus subtipos).9 Algunas de las inmigrantes habían sido previamente entrevistadas en 2006 en la primera fase de este proyecto de investigación y se las volvió a contactar; otras fueron localizadas a través de la técnica de la bola de nieve.
Indagar las emociones no es tarea sencilla. Salvo que se trate de una investigación de corte experimental o cuasi-experimental, las emociones no suelen ser aprehendidas en el momento en que ocurren, sino a través su recreación en el contexto de interacción sui generis que conforma la relación entrevistado-entrevistador. No obstante, si la emoción es muy intensa, la recreación puede ser muy vívida y suscitar la “reexperiencia” de la emoción en cuestión. Es lo que aconteció con Priscila, una inmigrante de 27 años cuyo rostro enrojecía y se henchía de indignación al recordar los numerosos episodios de expresión abierta de racismo de que fue objeto en el negocio de comida rápida donde trabajaba en Madrid, como veremos más adelante. El carácter no consciente de muchas vivencias emocionales, según hemos señalado, torna más compleja su intelección. De ahí que —siguiendo a Scheff y Retzinger (1991)— metodológicamente sea importante prestar atención a las manifestaciones tácitas de los estados emocionales: marcadores verbales y no verbales, gestos; en suma, equivalentes conductuales que son una expresión atenuada de la emoción que se intenta disfrazar o resulta doloroso admitir; sin dejar de prestar atención a las racionalizaciones cuando se trata de temas con alto contenido normativo que suscitan conflictos en la persona entrevistada. Cuando la conversación gira alrededor de aspectos nodales de la identidad, el silencio, la mirada evasiva o el cambio brusco del tema de conversación pueden resultar muy elocuentes. Al preguntarle cómo había sobrellevado los largos años de separación con su hija, Mildred, una inmigrante de origen rural dedicada al cuidado de una joven parapléjica durante los ocho años de residencia en Madrid, retira la mirada, contiene las lágrimas y minimiza verbalmente las dificultades de la maternidad a distancia, afirmando que “todo está bien”. Se requieren tacto y respeto por el interlocutor para observar, sin violentar, las zonas de su afectividad que procura preservar de la mirada de los intrusos, no puede o no quiere ventilar.
En coherencia con los aspectos discutidos, la estrategia analítica de que nos servimos procura: 1) identificar el fragmento narrativo que recoge la emoción objeto de interés (vergüenza, humillación, orgullo); 2) ubicarlo en la situación de interacción correspondiente en la trayectoria laboral o en la historia personal de la inmigrante; 3) describir el marco local y perceptivo más amplio que condiciona el intercambio (el contexto); es decir, los aspectos estructurales que enmarcan el juego de interacción: situación migratoria, tipo y modalidad de la actividad reproductiva que desempeña (cuidado, servicio doméstico o una combinación de ambos), etcétera. Se trata de un análisis microsociológico que otorga relevancia al contexto situacional como sitio estratégico de la indagación empírica, a medio camino entre el holismo y el individualismo metodológicos (Goffman, 1956; Joseph, 1999).
III. Orgullo, vergüenza y humillación: claroscuros emocionales en la vivencia de la migración internacional
Orgullo, vergüenza y humillación forman parte de las llamadas emociones morales, de gran relevancia social;10 se suscitan a partir de códigos sociales que sancionan el buen y el mal actuar y vinculan a la persona con la estructura social y la cultura a través de la autoconciencia (Turner & Stets, 2006; Mercadillo, Díaz & Barrios, 2007). Un aspecto importante de las emociones morales es que emanan de un ejercicio comparativo en el que el self se evalúa a sí mismo desde la mirada de los demás. Sintetizado en la teoría del yo-espejo (o yo-social) de Cooley (1909, p. 184), dicho ejercicio consiste en un juego cognitivo y de valoración moral en el que el self imagina cómo aparece ante los demás, y cómo los demás lo ven, de lo que deriva sentimientos de autosatisfacción (orgullo) o de “mortificación” (devaluación).11 Vergüenza y orgullo son consideradas las dos emociones sociales básicas porque constituyen una suerte de giroscopio que informa acerca del estado del vínculo social entre dos individuos (o grupos): mientras el orgullo expresa un nivel adecuado de deferencia, seguridad y distancia entre dos sujetos, la vergüenza habla de situaciones de debilidad, inseguridad y minusvalía de un actor social frente otro, de insuficiente poder o status, de ausencia de independencia o de rechazo (Scheff, 1988).
Siguiendo la afirmación de Goffman (1956) de que todo contacto humano (real o imaginario) está permeado por vergüenza, Scheff (1988) propone un modelo analítico para entender el papel que tienen la vergüenza y el orgullo en el orden y en el conflicto social, el llamado sistema deferencia-emoción. De acuerdo con éste, cuando una persona es objeto de trato deferencial por haber realizado acciones valoradas socialmente, el sentimiento de orgullo derivado del reconocimiento social favorece la realización de acciones similares fortaleciendo el statu quo. Análogamente, la ausencia de trato deferencial es una suerte de castigo ante una conducta socialmente deleznable y suscita la emoción opuesta: la vergüenza. Dicha emoción retrotrae al individuo de sus vínculos sociales y lo motiva a enmendar la conducta en aras a hacerse acreedor de nueva cuenta al trato deferencial que le fuera negado. Scheff no se contenta con validar su modelo analítico en el plano de la interacción cara a cara y en las desavenencias maritales, sino que lo propone como plausible en la génesis de conflictos sociales de gran envergadura como, por ejemplo, las dos grandes conflagraciones mundiales del pasado siglo XX (Scheff, 1994). En este nivel macrosocial, el conflicto sería el producto de procesos sucesivos de alienación (extrañamiento) entre individuos o grupos debido a la profunda herida de la humillación, y de la espiral energética de emociones negativas que a partir de ella se suscitan (rabia, indignación, deseo de venganza).12
En tanto emoción autoconsciente, la vergüenza —la más poderosa de las emociones sociales— se sustenta en la apreciación de que el self es acreedor a una actitud de desprecio por haber infringido un código moral compartido. El enorme dolor que emana de la contrastación compromete la totalidad de la persona. La vergüenza se desencadena ante el temor de perder o dañar un vínculo social importante cuando se anticipan el fracaso, el rechazo o la inadecuación (Scheff, 1988). La humillación constituye una modalidad más intensa, más ocre, de la vergüenza. Compromete de igual modo la integridad personal, pero en contraste con ella amerita de la existencia de una situación de poder en el contexto relacional, y de la percepción de un acto de agravio que compromete la dignidad personal. A diferencia de la vergüenza, la humillación no se canaliza hacia el yo-social sino hacia el objeto al que se responsabiliza del ultraje. La percepción de injusticia y el sentimiento de indignación que la acompañan suelen ir de la mano de dos emociones afines no menos intensas: la ira y el deseo de venganza (Turner & Stets, 2006; Schieman, 2006).13 En virtud de su efecto dinamizador, la humillación ha sido llamada la “bomba nuclear de las emociones” (Lindner, 2006; citado por Fernández, 2008, p. 30).
Por sus consecuencias perniciosas sobre el self y la cooperación social, la vergüenza y la humillación han sido conceptuadas como emociones negativas; el orgullo, en cambio, es una de las pocas emociones positivas.14 De hecho, es la única emoción cuyo sentimiento de satisfacción emana de las propias acciones (Tracy, Shariff & Cheng, 2010). La elevación del self que la distingue estimula la realización de acciones semejantes en una secuencia positiva que refuerzan el orden y la agencia social (Kemper, 1978; 2006; Scheff, 1988). Dos elementos se requieren para su emergencia: 1) que exista un bien socialmente valorado; 2) que la persona pueda ser vinculada con dicho bien a través de sus acciones (Lewis, 2010). El nivel de interdependencia del individuo respecto de su colectividad es uno de los factores que inciden en la ocurrencia del orgullo. Sociedades en las que prima el sentido de pertenencia grupal sobre el individual, sancionan negativamente la exhibición de sentimientos de satisfacción derivados del logro personal por cuanto lesionan el equilibrio grupal (Etxebarria, 2009). En la investigación sobre el tema suelen distinguirse dos tipos de orgullo: el legítimo o auténtico, y el excesivo o hubris. Mientras que el primero fortalece la autoestima y es el resultado del logro individual; el segundo es una suerte de engreimiento o vanidad sin conexión con el mérito individual y asociado con trastornos narcisistas de la personalidad (Etxebarria, 2009; Lewis, 2010; Barbalet, 2001).
a) De la turbación de la vergüenza a la herida de la humillación
Yo, [teniendo] […] un bachiller, hago un curso de enfermería: […] ni lavo mierda, ni estoy aguantando la mierda a otros. (Nancy, 56 años, empleada doméstica, 15 años de residencia)
A mí no me va a pisotear: yo vengo de una familia, no de una cloaca, así le dije a una… (Rita, 61 años, cuidadora, 14 años de residencia)
Aun cuando vergüenza y humillación son parte de una misma familia de emociones, la segunda aparece con mucha mayor frecuencia en los relatos de las inmigrantes entrevistadas y suele vincularse a determinados episodios de la historia laboral o a la percepción de discriminación racial. La vergüenza, en cambio, se asocia más nítidamente con la convicción de haber fracasado en la consecución del proyecto migratorio al que dedicaron sus vidas, o con la estigmatización social de que son víctimas cuando se las cataloga como prostitutas en virtud de sus rasgos fenotípicos y el hecho de ser inmigrantes de escasos recursos.
Ambas emociones inundan el relato de Katy, una joven de 35 años de edad, quien llevaba diez residiendo en España y contaba con estudios de licenciatura incompletos adquiridos en su país de origen. Aun cuando en la actualidad16 es una cuidadora profesionalizada,17 casada con un español y en espera de su primer hijo, los inicios de su trayectoria laboral en Madrid y su zona conurbada fueron tortuosos e inestables: empezó en el sector de bares y restaurantes, transitó por el servicio doméstico en la modalidad de interna y culminó en la ayuda a domicilio como cuidadora en un hogar de la periferia de Madrid. En paralelo a la trayectoria laboral, el itinerario migratorio incluye un prolongado episodio de irregularidad.18 Se trata de una mulata joven, oronda de su negritud, con una fuerte personalidad y con una inusual capacidad de autorreflexión.
Una de las maneras en que la vergüenza asoma en su relato es por anticipación. En un momento de su historia migratoria, ante la eventualidad de regresar a República Dominicana sin haber alcanzado las metas que impulsaron su salida del país, Katy prefigura el profundo dolor que le causaría tener que admitir ante su colectividad (grupo de referencia) el “fracaso” del proyecto migratorio. Admite sin cortapisas que ahorrarse la vergüenza de regresar con las “manos vacías” fue el factor detrás de su decisión de permanecer en Madrid, a pesar de las muchas vejaciones y precariedades sufridas hasta entonces: “Llega un momento que tú miras para atrás y dices: ha pasado tanto tiempo ya, que si me voy derrotada sin haber conseguido nada ya tú dices: no ha merecido la pena todo este sacrificio…”.
El escenario imaginado la rebaja ante sus propios ojos como reflejo de la mirada que prefigura en sus pares. En este contexto, la frase “no ha merecido la pena este sacrificio”, se antoja una suerte de racionalización. Otro momento en que aflora en su relato la vergüenza, de la mano de culpa, es cuando —a raíz de los múltiples episodios de acoso sexual de que fue objeto— llega a cuestionarse si existe algo en su persona que los provoque, si hay algo erróneo, defectuoso en su cuerpo, en su ser, que suscite tal reacción estigmatizadora en los locales: “Me sentía mal conmigo misma porque decía: ¿por qué yo tuve que meterme en esta situación? […] Pude quedarme en mi país, estar bien […] ¿Será que yo, yo parezco vulgar? Yo qué sé, ¿sabes?, me sentía culpable conmigo de [por] eso…”.
La vergüenza se intensifica transmutándose en rabia e indignación, en humillación, cuando la propietaria del bar en que alguna vez trabajó en la periferia de Madrid intentó inducirla a la prostitución sugiriéndole que se relacionara con un hombre inmerso en una red delictiva al que ella le parecía “muy atractiva”:
—Yo tuve proposiciones tan indecentes, pero tan indecentes que es que mira, a mí me da hasta vergüenza de decirlo, sabes:19 la señora esa donde yo trabajaba en el bar […] como [que] era una mafiosa, […] y llegan unos […] que hablan inglés. Ella no sabía inglés, y yo sabía. […] Le decía qué chica más guapa tienes en la barra, que le iba a decir a la señora que me quería conocer, que a mí me ponía un piso [un departamento] […] Que te mantiene de un todo, que está muy enamorado de ti, que blablablá…
—¿Y cuál era la emoción que más te dominaba entonces?
—A mí me dominaba primero la indignación y también la rabia…
Al reflexionar en el curso de la entrevista, Katy dice estar consciente de que ser joven, mulata en inmigrante, detona en los locales estereotipos socioculturales que la estigmatizan como prostituta. Únicamente así le resulta inteligible el acoso sexual constante de que fue objeto en Madrid, incluso por el mero hecho de transitar por las calles. Cuando se le indaga por qué pensaba que esto ocurría, responde sin titubear: “Por mi juventud, [por ser mulata] y por venir del país que venía. Simplemente por eso, nada más…”.
El sentimiento de auto-devaluación se acentúa cuando Katy contrasta el entorno social (grupo de referencia) en el que interactuaba en Santo Domingo20 —donde se desempeñaba como ejecutiva de una importante empresa de telecomunicaciones—, con el de Madrid: “Yo te voy a decir una cosa, yo, mi círculo, vamos a decir, de la gente que yo me juntaba era un mundo muy diferente a lo que yo estuve expuesta aquí…”.
Si a Katy la embarga la vergüenza al anticipar la mirada de los demás por el eventual “fracaso” del proyecto migratorio, Nancy y Quisqueya21 viven el fracaso como un hecho consumado. Nancy se muestra visiblemente arrepentida de haber abrazado la migración como la gran panacea y encontrarse ahora condenada a proseguir el trayecto sin esperanza de un futuro mejor. Es tan grande el daño que siente haber infligido a su vida, libre y voluntariamente, tan enorme la pérdida de los afectos y el terruño, que la vergüenza permea toda su reflexión, aunque no se decida a nombrarla explícitamente:
—¿Cuál fue el motivo por el que tú saliste de allá?
—Mira, por lo que salimos todos: buscando una mejor vida, pero nunca es mejor […] No es lo mismo ganar un millón de euros aquí que tener a tu familia allí. No te vale de nada tener una mansión y no tener la tranquilidad completa, porque yo después de que perdí a mi madre, no tanto a mi padre, porque digamos no me críe con él, ¡pero mi madre! ¡Mira dónde yo estaba cuando ella se murió! ¿Entonces? Uno puede tener la casa más lujosa, pero si no tiene familia no tiene nada…”
—Si tú pudieras echar el tiempo para atrás, ¿volverías a salir?
—[…] ¿Si yo pudiera retroceder?… No, no vengo. Ya te dije que no valió la pena. Lo único que valió la pena fue ese bultico de medicinas. (Nancy, 56 años de edad, origen rural, 14 años de residencia en Madrid)
Varias de las entrevistadas consideran que la actividad del servicio doméstico entraña de por sí la vivencia de la humillación en virtud de que es necesario someterse a la voluntad de otra persona con el riesgo siempre presente de que ocurran actos de vejación. Las situaciones de abuso o arbitrariedad laboral, sea porque se sustraiga unilateralmente parte de la paga acordada, por las extenuantes jornadas de trabajo sin consideración del cansancio de la empleada, por obligarlas a realizar tareas de forma caprichosa o por la restricción en el acceso a la comida, son percibidas como humillantes. De forma destacada, la exigencia reiterada de realizar tareas vistas como arbitrarias se percibe como un acto deliberado de humillación de parte de los empleadores, una forma de ejercer el poder con la única finalidad de someterlas, de rebajarlas.23
Después conseguí [se refiere al trabajo doméstico] aquí, en [a través de la] iglesia, con una señora súper pija, súper rica [que me pone] a limpiar el suelo de rodillas. Lo hice como dos o tres veces y después fui a la agencia y le dije: esto no puede ser, yo no soy esclava, ¡me puso de rodillas a las 3 de la tarde a que le limpie el suelo del patio que da en la calle! (Quisqueya, origen urbano, 36 años, 9 de residencia)
Es tal la convicción de que en el servicio doméstico los abusos y ultrajes se encuentran normalizados que, al tiempo que toma la iniciativa de sugerirle a su hermana que se traslade a Madrid para de ese modo “ayudarla” a obtener los ingresos necesarios para culminar la construcción de su casa en Dominicana, Mildred se siente en el deber de advertirle sin ambages lo que le espera:
—Pero yo le dije todo, para que se lo pensara, le dije, aquí humillan mucho a la gente. Aquí se maltrata mucho y se pasa hambre y se pasa frío, y de todo. Piénselo.
—¿Todo clarito?
—Todo clarito, ella es testigo [refiriéndose a una tercera persona que presenciaba la entrevista] Yo le dije: aquí se pasan muchas necesidades. Humillan mucho, maltratan, no le dan comida a uno… (44 años, origen rural, 8 años de residencia)
Particularmente agraviantes se perciben las situaciones que ponen en entredicho la honradez de las empleadas, sea cual fuere la modalidad de la actividad de los servicios reproductivos que desempeñen. La reacción airada (la indignación) ante la percepción de injusticia puede conllevar un reposicionamiento enérgico de la empleada que procure rebajar a su vez a quien la degrada, reubicándose por ende en un peldaño superior en la escala de la integridad moral. Es lo que acontece a Engracia, una trabajadora doméstica externa por horas, cuando la empleadora insinúa que ella podría haber sustraído las prendas de la hija que se encontraban extraviadas. Su reacción no sólo es airada sino ofensiva, lo que denota la profundidad de la herida que ha causado la sospecha sobre su honradez:
Sabes lo que pasa, que tú, como nunca has tenido [nada] en la vida, crees que la mierda es oro […] Yo trabajo con gente rica, y nunca se le ha perdido nada, y mucho menos a una pobretona yo le voy a robar […] No me voy a ensuciar las manos ni contigo ni con nadie […] Yo tengo más que tú, aunque tú me veas trabajando aquí… (45 años, origen rural, 13 de residencia)
La indignación, la respuesta airada y el reposicionamiento moral, dinamizan de forma similar la reacción enérgica de Rita al percatarse de que no se le ha retribuido con la paga acordada por el servicio de cuidar a una señora senescente durante un fin de semana. Sin dudarlo una fracción de segundo, retorna con desprecio el dinero que se le ofrece: “Fui a trabajar el fin de semana y viene y me da 10 euros […] Digo yo: ¿eso es lo que me das por todo el fin de semana? Me dice que no tiene más […]: Coge tus diez euros […] y compra tú lo que te apetezca, que tú eres más infeliz, más pobre, que yo…”.
Otra fuente de intenso agravio es la percepción de discriminación racial, sea que tenga lugar de forma abierta o velada. Como cuando alguien se niega a comer los alimentos que han sido confeccionados por la empleada denotando asco, desprecio, como le aconteció a Franchesca, por ejemplo, empleada doméstica desempleada al momento de la entrevista.24 Priscila, una joven de 27 años que se trasladó a Madrid en el marco de los procesos de reagrupación familiar, a quien aludimos antes, refiere la profunda rabia, la “ira justa”, que la embargaba ante las manifestaciones declaradas de racismo de que fue objeto en el expendio de comida rápida donde trabajó.25 Su estrategia fue no responder, ignorar, cada vez que de forma despectiva la llamaban “negra”:
“Oye negra” y yo tan tranquila. No miraba hacia los lados, “yo no me llamo negra”, tengo un nombre. Pues claro, se enfadaban porque yo no hacía caso. Tenía a la jefa que era inmigrante ecuatoriana, “Oye Priscila que me han dicho no sé qué […]”, y le digo “Claro, a mi llámame por mi nombre, cuando me llames por mi nombre hablamos” […] por dentro muriéndome [de coraje]… (27 años, origen urbano, 9 años de residencia)
Una última fuente de humillación detectada es el prejuicio por parte de los locales de que las inmigrantes son necesariamente ignorantes, de que no pueden contar con formación universitaria. De nuevo la reacción es altisonante y procura reposicionar a la agraviada por encima de quien la degrada: “Mucha gente me llegó a decir si yo sabía leer […] Mire: ¡yo tengo un título universitario y a lo mejor usted no lo tiene […]! [responde retadora Quisqueya a su interlocutor].
b) La altivez del orgullo o las secuelas de la dignificación
Contenta, porque donde he estado me han reconocido mi trabajo. (Rita, origen urbano, 61 años, cuidadora, 14 años de residencia)
A pesar de sus tintes oscuros (vergüenza, rabia, indignación, humillación), la experiencia de la migración laboral femenina envuelve sentimientos gratificantes en los que el self resulta realzado ante sí y los demás. Dos son las fuentes de orgullo identificadas en los relatos: 1) el ejercicio mismo de la actividad laboral o el haber logrado algún grado de profesionalización en ésta; 2) la capacidad de proveer las necesidades materiales propias y de los familiares, sea en el lugar de origen o destino.
En nuestro universo, los sentimientos de orgullo relacionados con la actividad laboral derivan del respeto que sienten haberse ganado por el buen desempeño de su trabajo, lo que las hace sentirse necesarias para el buen funcionamiento del hogar. El haber emprendido alguna forma de profesionalización como cuidadoras acreditándose en agencias locales, es otra fuente de profunda satisfacción, en cuyo caso se empeñan denodadamente en demarcarse del rol de empleadas domésticas. Ambas situaciones parecen desembocar en una suerte de empoderamiento relativo. Así, Nancy, quien en páginas precedentes reconocía apesadumbrada el fracaso de su proyecto migratorio, se ufana al referir el “respeto”, la deferencia que se ganó como trabajadora doméstica de entrada por salida en una familia española de cuatro miembros: “O sea, yo era la dueña de la casa. Yo cocinaba, yo hacía lo que se me daba la gana […] y si los niños iban a invitar a alguien, primero me lo tienen que decir a mí […] [les decía la mamá]…”.
El empoderamiento abreva no sólo de un sentimiento de satisfacción, sino del grado en que el hogar depende de los servicios de la empleada. Cuando falleció el anciano enfermo de Parkinson al que cuidó por largo tiempo (un “hombre de libros”, como lo llama), Lourdes pasó a atender en el mismo domicilio a la suegra nonagenaria de éste. En las fases finales de la enfermedad, cuando se puso violento e irracional, la dependencia de la esposa de los servicios de Lourdes era total: debía velar a un tiempo por su marido y su madre y carecía de cualquier apoyo familiar o institucional. En tal situación la cuidadora llegó a erigirse en árbitro de las desavenencias familiares, hecho que la colma de satisfacción: “Y a la que respetaban en esa casa era a mí […] Él a mí me quería y me respetaba […]” Yo le decía: “mira Joaquín, respeta a la abuela [refiriéndose a la suegra], que la abuela es una persona mayor”. Se quedaba calladito, no lo volvía a hacer. Y Marisela [la esposa, me decía]: “me está pegando”, y yo: “deja de darle golpes a Marisela…”.
Es quizás por ello que, a pesar de reconocer los aspectos degradantes de la ocupación,26 Lourdes proclama con altivez y dignidad: “Yo ya me acostumbré [aludiendo a las precarias condiciones laborales y a las cortapisas del cuidado]. Esa es mi profesión, a eso yo llegué aquí, estoy dedicada a ello…”27 (Lourdes, 44 años, origen rural, 11 de residencia).
El éxito en el rol de proveedora económica es la segunda fuente importante de orgullo entre las inmigrantes entrevistadas. Incluye la edificación de una casa en el lugar de origen, para sí o para los progenitores; los logros académicos y laborales de los hijos producto del envío de las remesas; la satisfacción de las necesidades materiales de éstos y los familiares cercanos, y la autosuficiencia económica. Un enorme regocijo colma a Ada y a Engracia al hablar de las casas que les construyeron a sus respectivas madres en el valle del Cibao,28 la mayor región agrícola del país. La primera de ellas se ufana de haberlo hecho en un lapso excepcional:29 “En menos de un año yo le hice la casa a mi madre. ¡Hombre! [después] he ido haciéndole más cositas, y tal…” (36 años, origen rural, 11 de residencia).
A Beatriz, una migrante múltiple de 67 años y origen rural, no le cabe un ápice más de orgullo cuando me muestra la casa que logró construir en Azua de Compostela, al sur de país, a lo largo de los 20 años que estuvo trabajando en Madrid. No deber ni uno solo de los ladrillos que la sustentan, realza a sus ojos la magnitud de la hazaña. Por eso no duda en afirmar que fue gracias a “España, a su trabajo y a Dios”, que logró este mayúsculo bien, acaso el más acariciado por los migrantes de escasos recursos: “Pero como en España a mí no me había ido bien en ninguna parte,30 que esta casa era la casa de mi madre, yo la compré, la desbaraté y la puse así como tú la ves ¡Y sin deuda ninguna! ¡Que eso digo, gracias le doy al señor [Dios], nadie me viene tocando la puerta que yo debo! ¡No! ¡Gracias le doy a ése que está ahí!”.
Por último, para estas mujeres provenientes de sectores populares y en general con magros niveles de escolaridad, el que sus hijos alcancen una formación universitaria gracias al esfuerzo de la migración es fuente de profundo orgullo y satisfacción. Se trata de un bien simbólico de gran valor que legitima y dota de sentido el sacrificio que entienden ha representado la migración, entreabriendo desde su perspectiva las puertas de la movilidad social. Rita, una cuidadora interna a quien hemos hecho referencia, casada y madre de tres hijas, dice haber emigrado de su natal San Cristóbal al sur del país con el único objetivo de que sus hijas pudieran alcanzar estudios universitarios, dado que el ingreso familiar resultaba insuficiente. No desea ni por asomo que sus hijas se trasladen a Madrid, pues está segura de que les aguardaría una vida de incertidumbre y estrecheces. Apuesta a que por sus méritos profesionales se labren un futuro digno en el país que las vio nacer. Conversar sobre los éxitos académicos de sus hijas inunda de luz su rostro y su amplia sonrisa:
—Pero yo estoy muy contenta y muy orgullosa […] Mi hija la mayor, la carrera fue de periodismo… ella sabe francés y sabe inglés. La segunda está estudiando administración de empresas…; [la tercera] está estudiando psicóloga.
—¿No ha pensado usted en traerlos?
—No, no, yo no los traigo para acá, porque yo digo que este país no es para mis hijos…
La dignificación personal que por estas vías obtienen las trabajadoras inmigrantes eleva al self en su intercambio relacional y constituye, en el mejor de los casos, una suerte de contrapeso al malestar suscitado por la vergüenza y la humillación como emociones recurrentes de la migración laboral no calificada que nuestros datos parecen corroborar. El contrapunto entre emociones tan dispares a propósito de la migración laboral femenina ofrece una mirada compleja de la experiencia migratoria, amplía las dimensiones analíticas y suscita la reflexión acerca de las múltiples maneras en que la vivencia emocional interviene en la migración como proceso social.
IV. Migración laboral femenina y emociones: a modo de conclusión
El análisis empírico emprendido en este artículo permite vislumbrar aspectos no siempre evidentes de la migración laboral femenina. Del espectro de emociones examinadas, la humillación, una respuesta afectiva ante la percepción de injusticia, de agravio social o vejación, fue la más frecuente en nuestros datos y apareció estrechamente asociada a la experiencia laboral y (en menor medida), a la percepción de racismo, al rechazo de la otredad. Si, como argumentamos siguiendo a McCarthy (1989), las emociones son una de las formas en que la gente, las clases y las razas se experimentan a sí mismas, la persistencia de este estado vivencial en los relatos de las inmigrantes entrevistadas sugiere que en determinados contextos migratorios un itinerario laboral en sectores bajos altamente estigmatizados del mercado de trabajo puede conllevar heridas profundas al self y al sentimiento de dignidad personal que lesionen el sentido de humanidad (Sennet & Cobb, 1972). La doble situación de subordinación en tanto inmigrantes de baja calificación provenientes de países periféricos (“extracomunitarios”) y de servidoras en el espacio doméstico, conforman un contexto asimétrico con capacidad para elevar el sentido de vulnerabilidad e indefensión social. En nuestra hipótesis, el contexto migratorio no hace sino profundizar el sentimiento de fragilidad en el ejercicio de una actividad de suyo devaluada, en la que —como claramente verbalizan las inmigrantes— las situaciones de degradación están normalizadas. Como ha sido señalado (Janicka, 2009), el ejercicio de trabajos socialmente degradados forma parte de los costos que los inmigrantes internacionales están dispuestos a absorber, ante todo cuando constituyen la puerta de entrada al mercado de trabajo. Sin embargo, a medida que el tiempo de residencia se prolonga, crece también el costo emocional de permanecer en ocupaciones socialmente degradadas.
Pero el hecho de que la experiencia en estos sectores del mercado de trabajo promueva a su vez sentimientos de satisfacción y orgullo, bien por el hecho de saberse necesarias para los hogares a los que sirven o por el reconocimiento que les granjea el desempeño eficiente de su trabajo, indica que aun en situaciones de fuerte desventaja social pueden suscitarse estados afectivos favorables al self en su intercambio relacional que actúen como contrapeso a las tonalidades más ocres del conjunto de la experiencia laboral; en otras palabras: que siempre existe un resquicio para la autoafirmación social. El análisis de la vivencia emocional y sus diversos contrapuntos ha dejado al descubierto la agencia de las inmigrantes en tanto actores sociales, su capacidad de reacción y continuo reposicionamiento (defensivo) en un entorno no pocas veces hostil. Ripostar y procurar rebajar a quien se percibe que ultraja, denota que las trabajadoras no aceptan sumisamente las situaciones de degradación social, que resisten y se afirman como sujetos sociales. Estos aspectos nos alertan sobre los peligros de incurrir en la fácil victimización de los socialmente subordinados.
Finalmente, focalizar la atención en la dimensión emocional arroja más de un rédito para el análisis empírico de la migración como proceso social. Por un lado, permite entrever la manera en que la dimensión afectiva contribuye a la reproducción de la empresa migratoria, pues permanecer en el lugar de destino para esquivar situaciones que se anticipan bochornosas (fracaso del proyecto migratorio); o procurar la reiterada experiencia de sentimientos de (auto) respeto y orgullo a consecuencia del desempeño laboral y la capacidad de proveer, son con seguridad parte de los motivos que discretamente alientan la llama del proyecto migratorio contribuyendo a su sostenimiento en el tiempo. Este aspecto favorece el desvelamiento de lógicas de acción detrás de los movimientos migratorios que escapan al determinismo socioeconómico, esquema de atribución predominante en este campo de la investigación social.