Este trabajo parte de la constatación del creciente interés generado en los últimos años en torno a la dimensión emocional en las ciencias sociales. En específico en el ámbito de la sociología. En las últimas cuatro décadas la sociología de las emociones ha logrado consolidar su campo y arraigar en el ámbito de la investigación la pertinencia de estudiar la vida afectiva al considerar sus condiciones de producción, las funciones que cumple, así como los efectos sociales que produce (Bericat, 2000, p. 150). Por su parte, haciendo eco del giro lingüístico y cultural, el giro afectivo ha contribuido a la producción de un viraje dirigido no sólo a remarcar la presencia de esta dimensión en la vida social, sino a colocarla como un recurso interpretativo relevante para realizar lecturas en clave afectiva de la realidad.1
Este tipo de ejercicio analítico es susceptible de extenderse al estudio de las producciones clásicas de la teoría social. En ese sentido, como señalan Abramowski y Canevaro (2017, p. 11), el entusiasmo por releer autores clásicos en clave afectiva pareciera desmentir el pretendido carácter menor otorgado a la indagación de la vida emocional. La apropiación de los principales aportes de los autores clásicos y la profundización de algunos de sus supuestos de trabajo forman parte de los cimientos sobre los que se erige en la actualidad la sociología de las emociones y los afectos (Ariza, 2016, p. 14).
Estas consideraciones se enlazan con el interés de analizar aquí la perspectiva de Durkheim sobre el poder y la autoridad al ensayar una aproximación desde el campo de las emociones y los afectos que haga eco de los análisis realizados por autores como Bericat (2001), Cuin (2001), Fish (2016) y Barnwell (2018). Si bien en sentido estricto Durkheim no elaboró trabajos dedicados al análisis de las emociones, la comprensión de la dimensión afectiva se encuentra incluida en su diagnóstico sobre las sociedades modernas. Frente a la percepción dominante de una presencia meramente residual de las emociones en la obra de Durkheim, resulta notable interrogarse por el papel que éstas juegan en el marco explicativo de obras como El suicidio o Las formas elementales de la vida religiosa.
Apoyados en estas premisas, partimos del presupuesto de que las emociones no representan solamente un objeto a explicar sociológicamente o una variable de orden secundario, sino que pueden constituirse en un principio explicativo útil para comprender problemas fundamentales de la vida social. Como ha señalado Bericat (2000, p. 151), si se prescinde del recurso explicativo aportado por las emociones, apenas pueden entenderse fenómenos cruciales tales como el nacionalismo, el racismo o la identidad. ¿Cabe decir lo mismo en relación con la comprensión de los fenómenos del poder y la autoridad? La apuesta por una respuesta positiva a esta pregunta da lugar a las presentes líneas.
Del poder en clave moral a la lectura del poder en clave afectiva
Debido a su centralidad dentro del campo de las ciencias sociales, el poder ha sido objeto de múltiples definiciones y abordajes. Un breve recorrido por la historia de estos desarrollos muestra su carácter multidimensional y polisémico (Clegg, & Haugaard, 2009, p. 1). El poder ha sido caracterizado como un recurso, una propiedad o un signo de la capacidad de influencia sobre otros.2 Se le ha asumido como producto derivado de la agencia humana o efecto de condiciones estructurales (Lukes, 2005); se le ha concebido a partir de su carácter relacional, histórico y situado; se le ha entendido como condición transversal a todos los procesos sociales al colocar su presencia más allá de la arena política para trasladarla al dominio más abarcador de “lo político”, incluido el mundo de las interacciones cotidianas, la dimensión personal, los cuerpos y las sensibilidades (Dreher, & Göttlich, 2019). Paralelamente se ha pasado de considerarlo exclusivamente como un mecanismo de dominación (poder sobre) para asumir su naturaleza productiva, colectiva y sumativa (poder para), no reducida a la generación de procesos de control y condicionamiento (Göhler, 2009). Sin perder de vista la relevancia de esta diversidad de perspectivas, la aproximación que aquí ensayamos se asume como un acercamiento acotado a dos temáticas centrales de la obra de Durkheim que consideramos centrales para comprender su perspectiva sobre el poder:
En contra de la reiterada presunción de que el tema del poder se encuentra ausente en la obra de Durkheim, autores como Lacroix (1984) y Ramos (2011) han defendido la centralidad de dicha noción en el conjunto de su pensamiento y destacado su estrecha articulación con el concepto de autoridad moral y los problemas de la legitimidad del orden y la obediencia consentida. La recuperación de sus perspectivas resulta relevante, con miras a reconstruir y presentar los elementos centrales de tal concepción de poder, que bien podría asumirse como configurada en clave moral.3
Las reflexiones de Durkheim sobre la autoridad y el poder adquirieron en la última etapa de su obra mayor profundidad, de la mano de sus investigaciones sobre la religión (Múgica, 2006, pp. 86-87). Como resultado de ellas, Durkheim incorporó dos dimensiones analíticas a la concepción moral que sostuvo a lo largo de su vida: la dimensión simbólica y la dimensión emocional. Desde esta perspectiva ampliada, el concepto de efervescencia colectiva adquirió un papel fundamental en su explicación sobre la producción de lo sagrado y, correlativamente, la dimensión afectiva asumió un papel más protagónico, al pasar de ser un mero elemento contenido en la moral (en el doble sentido de integrado a ésta y regulado por ella), para ser concebido como un principio activo y productor de la vida social y del poder. En ese sentido, a la concepción de poder en clave moral antes destacada, pueden añadirse otros importantes elementos en función de esta nueva comprensión, cifrada en clave simbólico-afectiva.
Situados estos ámbitos de reflexión, el objetivo de este artículo consiste en analizar la relación entre el poder y la autoridad en la obra de Durkheim, a partir de la incorporación de la dimensión emocional como eje de lectura, que toma como categoría de referencia el concepto de efervescencia colectiva.
La estrategia metodológica por seguir para el abordaje de nuestro objeto de estudio contempla tres momentos:
En primer lugar, dar cuenta de los argumentos establecidos en favor de la tesis de la centralidad del poder en la obra de Durkheim, a partir de las interpretaciones de Lacroix (1984) y Ramos (2011).
En segundo término, ubicar pasajes relevantes en la obra durkheimiana donde la dimensión emocional aparece tematizada, de cara a las nociones de poder y autoridad.
Finalmente, analizar el papel de la dimensión emocional en la producción del poder, a través de la explicación ofrecida en Las formas elementales de la vida religiosa, sobre la función de la efervescencia colectiva dentro de las prácticas rituales.
A lo largo del texto se incorporan conceptos y referencias procedentes de la sociología de las emociones y los afectos desde las que se busca apuntalar el análisis desarrollado en este trabajo.
La pregunta por lo político y el poder en la obra durkheimiana
El poder en la obra de Durkheim: ¿Un concepto ausente?
En las últimas décadas es posible apreciar una profusa labor de investigación en torno a la perspectiva de Durkheim, desde muy diferentes aspectos de su obra.4 Con todo, puede decirse que desde la publicación del trabajo de Bernard Lacroix, Durkheim et le politique (1981), traducido al español en 1984, son escasas las aproximaciones sistemáticas dirigidas a dilucidar su concepción del poder. En tal sentido, las preguntas realizadas por Lacroix (1984, p. 17) siguen vigentes: ¿habló Durkheim sobre el poder?, ¿hay que remitirse a un conjunto específico de escritos para configurar el corpus temático respectivo o se trata más bien de una perspectiva transversal en la obra?
Siguiendo la reflexión iniciada por Lacroix (1984), autores como Datta (2008) y Chamboredon (2017) han resaltado la relevancia del tema político y de la noción de poder en Durkheim. De hecho, llegan a plantear a tal ámbito temático como el objeto mismo de su sociología. De acuerdo con ellos, lo político estaría en la génesis del proyecto durkheimiano, necesario partir de una concepción amplia del poder, situada en el ámbito de lo político y no sólo de la política en sentido tradicional, para aprehender en su justa dimensión el proyecto durkheimiano. La asunción de esta perspectiva, más bien marginal dentro de las interpretaciones dominantes sobre el tema, ofrece la posibilidad de pensar lo político y el poder como dimensiones transversales a todos los procesos sociales, que pueden analizarse en múltiples sentidos, desde las diversas asimetrías presentes en la sociedad.
Este tipo de interpretaciones contrasta con la escasa recuperación del pensamiento de Durkheim en las principales discusiones sobre el poder. La aparente omisión de Durkheim dentro del campo parecería explicarse por las limitadas referencias del autor a temas típicos de la política formal (Estado, partidos, democracia). En apoyo a tal posición suele señalarse que, si bien existen referencias a estos temas en pasajes de sus principales obras, así como en textos como Lecciones de sociología o su curso sobre Hobbes (Durkheim, 2003, 2014), en todos estos casos se trata de referencias puntuales que rara vez conectan con las preocupaciones centrales de sus obras mayores. ¿Se trata efectivamente de un vacío en la obra o de un problema de interpretación que ha impedido conectar estos temas con una reflexión profunda sobre lo político, presuntamente presente en el corazón de su obra? A fin de responder esta pregunta, una primera interpretación que conviene analizar refiere a que el tema del poder aparece en su obra de forma indirecta, integrada a sus reflexiones sobre la autoridad.
Contornos de una problemática teórica: los vínculos entre poder y autoridad
A fin de comprender el papel de la autoridad en el pensamiento de Durkheim y sus relaciones con el poder, conviene recordar la centralidad que la dimensión moral tuvo en su pensamiento, y, en particular, el tema de la integración moral (Ramos, 1999; Bericat, 2001; Stedman, 2001).
De acuerdo con Ramos (2011, p. 12), el hilo unitario de la obra durkheimiana lo constituye la problemática moral. A ella concurren sus trabajos principales, sus intereses docentes y profesionales, así como sus compromisos ciudadanos. El objetivo explícito de su primera obra, La división del trabajo social (1893), se inscribe en el proyecto de desarrollar una ciencia de la moral, entendida como herramienta para comprender las crisis de integración de las sociedades modernas. En la misma línea se colocan sus estudios diagnósticos sobre el “malestar moral”, con textos como El suicidio (1897), así como múltiples contribuciones a debates de la época. Al tema vuelven las reflexiones de su obra tardía, Las formas elementales de la vida religiosa (1912), centrada en comprender las funciones integradoras de la religión y lo sagrado, en tanto fuentes productoras de comunidad moral.
Todos estos elementos dejan ver, detrás de la aparente dispersión temática de sus textos, un interés común y un hilo conductor que marca el leitmotiv de la obra: la cuestión moral como centro y eje de su pensamiento. El resto de los temas y problemas se subordinan o comprenden desde ésta.
Con base en tales consideraciones, si el tema del poder tiene lugar dentro de la obra durkheimiana, parecería necesario rastrearlo entonces en el marco de sus reflexiones sobre la moral. Empero, ¿cómo situar el universo de la dimensión moral? Ramos (2011, p. 12) destaca las dificultades para situar con claridad dicho ámbito: si lo moral recubre todo el mundo social, ¿cómo señalar su especificidad? Su ubicación, como veremos, conduce al tema de la autoridad.
En el texto La sociología y su dominio científico (1900), Durkheim define la vida social como el conjunto de entornos morales que rodean al individuo. Dichos entornos se constituyen por ideas que gozan de la fuerza y el prestigio necesario para imponerse y mandatar nuestros actos (Durkheim, 1975a [1900], p. 28; Ramos, 2011, p. 13). Tal fuerza y prestigio derivan de su carácter trascendente, que las coloca por aparte y por encima de los agentes. ¿Cómo se produce esta esfera trascendente? ¿Qué instancias sociales representan y mandatan este conjunto de reglas morales?
Esas preguntas conducirán a Durkheim hacia el estudio de los fenómenos religiosos, y en este marco, al estudio de la autoridad. La identificación de este carácter trascendente y esta capacidad presente en la vida moral para encarnar valores y garantizar su respeto le conduce al estudio de la producción de lo sagrado (Ramos, 2011, p. 14). El fenómeno de la autoridad se presenta, en este marco, como eje nuclear de la moral. Si la sociología trata de los hechos sociales y éstos se definen como realidades de orden moral, la disciplina puede definirse como una ciencia de los fenómenos morales. Los problemas abordados por la sociología pueden reconducirse así a la dimensión moral y, como resultado, el tema de la autoridad moral, fuente del carácter obligatorio de los hechos sociales, se revela como pieza central de ese campo de estudio. Como Durkheim señalara en Las formas elementales de la vida religiosa, la centralidad del tema se hace manifiesta en tanto el estudio de las diferentes formas de autoridad se concibe como expresión del objeto sociológico por excelencia:
Esperamos que este análisis, y los que seguirán, pongan fin a una interpretación inexacta de nuestro pensamiento, que ha originado más de un malentendido. Como hemos hecho de la coacción el signo exterior por medio del cual los hechos sociales pueden reconocerse y distinguirse […] de los hechos de la psicología individual, se ha creído que para nosotros la coacción física era todo lo esencial de la vida social. En realidad nunca hemos visto en ello más que la expresión material y aparente de un hecho interior y profundo que es completamente ideal: la autoridad moral. El problema sociológico -si se puede decirse que existe un problema sociológico- consiste en buscar, a través de las diferentes formas de coacción exterior, los diferentes tipos de autoridad moral que les corresponden y en descubrir las causas que (los) han provocado. (Durkheim, 2012 [1912], p. 261, n. 6.)5
Empero, una vez establecido el lugar central de la autoridad en el campo sociológico, ¿qué lugar corresponde asignar al poder en ese marco? Al respecto, Ramos señala:
Del mismo modo que en las páginas de La división del trabajo (Durkheim 1998a [1895]) vino a demostrar que “no todo es contractual en el contrato” ni, consecuentemente, todo económico en la economía, en su interés por los fenómenos políticos la línea consecuente durkheimiana es la que insiste en que no todo es poder o política en lo político, ya que más allá y por encima del poder está la autoridad, ese manto moral sin el que la política es puro arbitrio y violencia. Giddens (1971) lo supo ver bien: Durkheim no se pone de espaldas a la política ni al conflicto, pero su foco de atención es el problema de la autoridad legítima. (Ramos, 2011, p. 14). Cursivas añadidas.
De acuerdo con la cita, no hay poder legítimo sin autoridad y ésta parece ser la base de toda forma de poder que no sea mera coacción o violencia física. Con todo, como señala Ramos (2011, p. 15), tal acotación resulta insuficiente. Cerrar la discusión aquí sería simplificar en extremo el problema:
Pero concluir en este punto es tanto como negarse a reconocer la complejidad del tema abordado. En realidad no es del todo descabellada aquella propuesta alternativa (Lacroix, 1984, Datta, 2008) que adelanta que el poder, aparentemente ausente y desplazado por la autoridad en la obra de Durkheim, está en realidad en el centro de sus indagaciones. Si concebimos, al modo foucaultiano, el poder como la capacidad para disolver la contingencia de lo social y convertirlo en algo permanente y sólido, y disfrazr su arbitrariedad de fondo, entonces bien se pueden interpretar las indagaciones del último Durkheim […] centradas en el análisis de medios sociales efervescentes y en la emergencia de lo sagrado, como indagaciones sobre el poder social en su manifestación más pura, por ser incondicional y constituyente. El Durkheim que indaga sobre cómo surge lo sagrado y, por lo tanto, cómo se constituye la autoridad […] es inequívocamente un estudioso del poder en su forma constituyente. No se limita a retratarlo como ya constituido (autoridad), sino que se aventura a dar cuenta de las bases emocionales de las que surge y a partir de las cuales se estabiliza posterior y arbitrariamente como autoridad. (Ramos, 2011, p. 15). Cursivas añadidas.
Con la cita queda trazada una ruta para rastrear, siguiendo las huellas de la autoridad, las manifestaciones del poder en la obra durkheimiana. Como hemos visto, éste se presenta como poder social constituyente, instaurador de comunidad moral y emocional (poder integrativo) y regulador de representaciones, instituciones y prácticas. La conformación normada de estas prácticas constituye un efecto de poder que al presentar un carácter moral, va más allá de la imposición material al asumir una dimensión simbólica. Empero, ¿cómo se constituye tal forma de poder? ¿Qué papel juegan en su producción la dimensión emocional y, en específico, los fenómenos de efervescencia colectiva? Para responder estas preguntas, nos concentraremos en el análisis de la efervescencia colectiva en el marco de Las formas elementales de la vida religiosa. Empero, realizaremos antes una escala para identificar la presencia del tema emocional, en su relación con el poder, en dos obras previas de Durkheim.
Relaciones entre emociones y poder en Las reglas del método y El suicidio: una aproximación
En rigor, Durkheim no realizó estudios sistemáticos sobre las emociones. No obstante, es posible reconstruir su visión al respecto con base en referencias específicas hechas en sus obras principales. Para fines del presente análisis, nos concentraremos en las dos obras señaladas en el título de este apartado.
Autoridad, espíritu de disciplina y emociones
En Las reglas del método sociológico (1895), Durkheim incluye a las emociones dentro del amplio espectro de los hechos sociales y aplica los criterios propios de su definición y concepción metodológica. Esto es, la de considerarlas como modos colectivos de sentir que poseen un carácter general, exterior y obligatorio (Fischer y Chon, 1989).6
¿Qué significado tiene ese postulado? ¿De qué modo se relaciona con los conceptos de autoridad y poder? Como se señaló en el apartado anterior, para Durkheim el mundo social está constituido por representaciones, valores y sentimientos colectivos que poseen la fuerza coercitiva y el prestigio necesario para imponerse a los individuos, mediante procesos de autoridad moral (expresión paradigmática del poder regulador social).
Empero, ¿a partir de qué proceso se instituye el mundo social constrictivo? ¿Por qué el agente acepta las determinaciones impuestas por lo social? El poder típicamente social de la coerción, asumido como obligación moral, remite a un acto de “obediencia consentida”. Dicho acto es posible, según Durkheim, a partir de una disposición interna del sujeto: el espíritu de disciplina (Durkheim, 2019 [1895], p. 147).
Con ese concepto se nombra el proceso por el que se interioriza el principio del deber. Dentro de la perspectiva de Durkheim, el acto moral es impensable sin esa facultad, asumida como disposición básica que debe constituirse a lo largo del proceso de socialización. Así, para nuestro autor la sociedad se nos impone, pero al hacerlo nos socializa y crea en nosotros los mecanismos para que la aceptemos y requiramos. Como puede observarse, el problema al que remiten tales consideraciones no es otro que el de la explicación del orden colectivo, a través de una teoría de la regulación y del poder que le es propio. El esquema trazado aquí constituye un esbozo de la perspectiva sociopolítica durkheimiana en el que se perfila una primera explicación sobre las condiciones que garantizan la institución y el mantenimiento de la vida social, asumidos desde sus dimensiones normativas y el influjo del poder social. Sobre tal base, la perspectiva durkheimiana nos conduce a la configuración de un mundo social regulado, desde el que la sociedad se convierte en un poder moral que, al ser objeto de respeto y fuente de ideales compartidos, establece marcos normativos dentro de los que se inscribe la acción. En tal sentido, en principio, el espíritu de disciplina es una disposición de orden moral (Vázquez, 2022, p. 56).
En el ámbito de las emociones, la determinación de obligatoriedad supone una labor continua de control y gestión afectiva dirigida a acotar, transformar o sublimar las inclinaciones naturales, con miras a ajustarlas a los requerimientos de la vida social. Las pautas colectivas establecidas en torno a los modos socialmente exigidos de sentir configuran un marco normativo que opera de forma explícita o implícita y afirman las expresiones emocionales aceptadas que sancionan negativamente los sentimientos considerados “inapropiados” (Besserer, 2014; Vázquez, 2022, p. 57).7
Con base en los postulados de Las reglas del método, aquello que hace posible el cumplimiento de un orden normativo es la institución de la autoridad moral de la sociedad. En tal sentido, el sujeto asume la norma como legítima, en tanto representa para éste un poder superior y a la vez un valor deseable. La sociedad aparece así ante el individuo como un principio que impone el apego a la normatividad en virtud de su trascendencia (Durkheim, 2019 [1895], p. 146). Esta realidad trascendente se integra por dos dimensiones. Junto al Deber, la vida social incorpora una dimensión menos visible: la del Bien (Durkheim, 2019 [1895], p. 59, nota 4). Para nuestro autor, la vida social no es tan sólo un mundo constrictivo. Es, además y, sobre todo, un orden que se asume como legítimo, a la vez que un orden querido, en tanto se apoya en ideales sociales. La coerción es aceptada sólo y en la medida en que la sociedad es un poder regulador a la vez que un bien deseado.
Esa alusión a la vida social como bien deseado y orden querido nos conduce de nueva cuenta a la dimensión emocional desde un ángulo distinto; esto es, no sólo como hecho colectivo normado, sino como fundamento del cumplimiento mismo de la norma: los valores e ideales que soportan el apego al orden normativo y los diferentes tipos de solidaridad se componen de creencias y sentimientos compartidos. En ese sentido, los sentimientos se encuentran en la base de la obediencia consentida. No obstante, en el marco de Las reglas del método, ese papel activo y fundacional de la vida emocional no se encuentra destacado. Las emociones se ven como “contenidas” en la dimensión moral, en el doble sentido de “incluidas en ella” (por lo que no requerirían un tratamiento específico) y “reguladas por ésta”.
Adscrito al campo de la sociología de las emociones, el análisis de Scheff (1990) sobre ese pasaje de la obra de Durkheim revela aspectos importantes. Por un lado, mediante la identificación de las emociones asociadas a la producción de orden social y la integración (orgullo, respeto, dignidad, empatía) y su reverso, la emergencia de crisis sociales y conflicto (depresión, angustia, vergüenza, ira) (Scheff, 1990, p. 5). Por otro, a través del reconocimiento del papel de lo emocional en la regulación social. En último sentido, como señala Bericat (2000, p. 170), la vergüenza constituye el componente central de una teoría del control social factible, en tanto funciona como “mediador emocional” por el que la sociedad se impone al individuo, al producir la obediencia consentida (Scheff, 1988, p. 396), lo que resulta clave para comprender el modo en que la obligatoriedad de lo social y los procesos de socialización operan, a través de mecanismos afectivos en los que se asienta el respeto de la autoridad: detrás del cumplimento de la norma, se encuentra un resorte de orden emocional.8
En ese sentido, como señala Bericat (2000, p. 170), “para Scheff, «nuestros pensamientos y percepciones de las expectativas sociales sólo instalan el escenario del control social. Experimentamos el sistema tan compulsivo (de la vida social) debido a las emociones…» (Scheff, 1988, p. 396, cursivas añadidas). En complemento con la sugerente cita, Bericat (2000, p. 170) añade que “… el marco integral de la vida emocional (deferencia, respeto, orgullo, vergüenza) conforman el sutil, pero eficaz y permanentemente activo sistema de control social que explica por qué los individuos se someten a las reglas”. Así, el espíritu de disciplina constituye una disposición no sólo moral, sino también emocional.
Regulación, integración y afecciones colectivas en el marco de El suicidio
Con respecto a trabajos anteriores de Durkheim, El suicidio (1897) ofrece una nueva veta de interpretación sobre las relaciones entre individuo y sociedad. El libro arroja una mirada escéptica sobre el progreso, y afronta su objeto de estudio (crecimiento en las tasas de suicidios de cara a la cohesión y la salud social) como un síntoma del malestar moral de la sociedad moderna (Durkheim, 1998b [1897], pp. 220). Desde una perspectiva emocional, como señala Bericat (2001, p. 98), el texto pone de relieve las relaciones existentes entre cohesión social y afecciones colectivas, y asocia las funciones de integración y regulación con los climas emocionales de la sociedad.
El diagnóstico realizado en El suicidio arroja una valoración negativa sobre la capacidad de la sociedad para regular la conducta de los individuos e integrarlos a grupos que ofrezcan soporte y significado a su existencia. La sociedad aparece caracterizada así desde una doble función requerida por la cohesión social: como un poder que regula y un medio moral que integra (Durkheim, 1998b [1897], p. 255).
Con respecto a la primera de esas funciones, como señala Bericat (2001, p. 89), “el rasgo subyacente a esta dimensión de la cohesión social, denominada por Durkheim regulación, es el poder: la sociedad “…no sólo atrae al individuo mediante la fusión de las conciencias, también los determina en tanto poder coactivo exterior”. Se genera así una tensión entre la voluntad individual (expresada emocionalmente por el deseo) y el poder social (coacción inhibidora o sublimadora del deseo), lo que exige del agente la realización de un continuo trabajo de gestión emocional (Hochschild, 1983).
Por otra parte, la perspectiva desarrollada en ese libro introduce un importante punto de inflexión, en tanto marca la incorporación de una nueva dimensión analítica. El esquema inicialmente aplicado para explicar la vida social (centrado en la coerción y la regulación) se extiende al incorporar ahora la función de integración como mecanismo paralelo de cohesión social (Ramos, 1998, pp. 25-31).
Las implicaciones de tal incorporación se reflejan asimismo en la explicación que Durkheim ofrecerá sobre los mecanismos básicos de la cohesión social: ninguna institución social, por sí sola, produce integración sino en el concurso de sentimientos compartidos que hagan posible esta cohesión. Ningún orden normativo puede sostenerse sin ideales; esto es, sin la concurrencia de un marco de valores y sentimientos compartidos que funjan como base. En tal sentido, la obediencia consentida requiere, como presupuesto para su institución, un fundamento de orden emocional y de valor que lo sustente.
El esquema explicativo desarrollado en El suicidio representa también un importante paso hacia una teoría de mayor profundidad sobre las tensiones y contradicciones del orden moderno. Desde esta nueva aproximación, los problemas relativos a la cohesión social derivan de una insuficiente o excesiva presencia de los mecanismos de regulación (R) e integración (I). Ese defecto operativo redunda en diferentes tipos de fractura del orden social y, consecuentemente, en distintos tipos de suicidio, en función del mecanismo al que se encuentren referidos. Con base en esta nueva interpretación, el análisis de los diferentes tipos de suicidio puede vincularse a la generación de “afecciones colectivas” y “estructuras emocionales” en donde los procesos de regulación y/o integración presentan fallos de diverso orden. Partiendo de esta clasificación, los problemas derivados de una insuficiente regulación (-R) conducen al suicidio anómico.9 En dirección opuesta, una excesiva regulación provoca perturbaciones tipificadas dentro del suicidio fatalista (R+). En un plano paralelo, los problemas derivados de una insuficiente integración (-I) conducen al suicidio egoísta, mientras que los casos de una integración excesiva (I+) corresponden al suicidio altruista (Durkheim, 1988b [1897], p. 224). De tal esquema se deriva un diagnóstico que concibe a la modernidad como sometida a una lógica constitutivamente egoísta y anómica, cuyos efectos encuentran un importante eco en la dimensión emocional (Durkheim, 1988b [1897], pp. 269-271; Ramos, 1998, p. 39). El señalamiento de esa problemática, por el lado de la regulación, remite a una crisis de autoridad, que da como resultado un debilitamiento del poder social. En ese sentido, como señala Bericat (2001, p. 97), “desde la teoría de la anomia, Durkheim justifica la presencia de un poder social, de carácter normativo, que contenga, modere y determine los insaciables apetitos individuales. Un poder social que debe ser también un poder moral, pues las normas no sólo han de ser coactivas, sino además justas, no sólo deben inspirar miedo, sino además respeto”.
La perspectiva diagnóstica iniciada en El suicidio encontrará otra vía de desarrollo en textos de los años siguientes, procedentes de sus participaciones y cursos sobre moral y educación.10 En ellos aparecen importantes notas sobre el ejercicio de la autoridad, así como conexiones con la dimensión emocional. En ese marco, el papel de la educación resulta clave, en tanto puede proporcionar medios para combatir la anomia (formando en el individuo el espíritu de disciplina) y enfrentar el egoísmo (a partir de fomentar la adhesión a grupos). El subtexto que circunda tales reflexiones es de orden claramente afectivo, en tanto supone la gestión y el control emocional, así como la sublimación de los deseos, en términos de los requerimientos de la vida colectiva. En ese periodo, que antecede y acompaña el desarrollo de su obra en la última etapa de su vida, se profundizarán interrogantes vinculadas con los problemas integración que enfrentan las sociedades modernas. Esas búsquedas lo conducirán al estudio de la religión como vía para la comprensión de procesos vinculados a la producción de lazos profundos que generen comunidad moral y afectiva, así como principios de apego emocional y de creencia. De manera paralela, el giro religioso que se operará en su obra irá acompañado de una presencia creciente y cada vez más significativa de la dimensión afectiva en la producción del orden social.
Efervescencia colectiva, autoridad, emociones y poder
En una conocida referencia autobiográfica, situada en 1907, Durkheim reconoce retrospectivamente el momento en que se produjo lo que califica como un “cambio crucial de orientación” en su pensamiento, a partir de la comprensión del papel de la religión en la vida social:
Fue tan sólo en 1895 cuando adquirí conciencia del papel capital jugado por la religión en la vida social. Fue en ese año cuando por primera vez entendí la manera de estudiar sociológicamente la religión. Para mí constituyó una revelación. Ese curso (sobre religión) de 1895 establece una línea de demarcación en el desarrollo de mi pensamiento hasta tal punto que tuve que retomar mis investigaciones anteriores para armonizarlas con los nuevos puntos de vista […]; ese cambio de orientación era, en su conjunto, fruto de los estudios de historia de las religiones que acababa de emprender y de manera destacada de la lectura de Robertson Smith y su escuela (Durkheim, 1975c [1907], p. 404).
El hallazgo de esta nueva forma de abordar a la religión permitirá a Durkheim profundizar en el estudio de los procesos de regulación e integración social. El abordaje de esa doble dimensión se realizará en adelante mediante instrumentos analíticos que permiten captar su dimensión profunda. En ese sentido, Las formas elementales de la vida religiosa (1912), trabajo que corona todo ese proceso, continúa una reflexión comenzada años atrás (Galindo; Vázquez, & Vera, 2019, p. 26). Como veremos, el papel de las emociones adquirirá un peso mayor en esa etapa, hecho que permite plantear la tesis de que, junto con el giro religioso realizado por Durkheim en esa última obra, se producen simultáneamente dos importantes giros más: un giro de orden simbólico, ligado a la intuición de la existencia de una naturaleza profunda de carácter “ideal” de lo social y otro de orden afectivo, ligado a la percepción del papel central de las emociones en la producción de lo sagrado y del poder.
La definición de religión ofrecida en Las formas elementales de la vida religiosa atiende a una amplia caracterización que tiene como base la noción de lo sagrado y como referente el tema de la regulación e integración sociales (Durkheim, 2012 [1912], p. 100). En ese marco, la religión constituye un fenómeno originario, en tanto representa la base sobre la que se instituye la distinción entre lo sagrado y lo profano, matriz de todas las demás distinciones sociales (Durkheim, 2012 [1912], pp. 91-92).
Tal distinción establece una primera forma de jerarquía y asimetría en el mundo, al crear un orden trascendente superior al del mundo físico. En ese sentido, la figura de Dios aparece como primera forma trascendente de poder (en tanto su ascendente deriva de las relaciones asimétricas y jerárquicas entre lo sagrado y profano), a la vez que una primera forma de autoridad, en tanto produce veneración y respeto.
Por otra parte, Durkheim establece una relación de correspondencia entre lo social y lo sagrado. Lo sagrado tiene un origen social, en tanto la sociedad constituye la fuente de toda autoridad (Durkheim, 2000 [1906], p. 80). Por otro lado, lo sagrado (merced al influjo de su autoridad) contribuye a la constitución de lo social. En ese sentido, la religión aparece como fenómeno primigenio (proto-institucional) de producción de la sociedad, del poder y de la autoridad.11 La sociedad produce lo sagrado, aquello que se vuelve objeto de veneración y respeto (Durkheim, 2012 [1912], p. 259). Las figuras de autoridad poseen esa cualidad por atribución. El ejercicio de la autoridad es un efecto de poder fincado en sentimientos y creencias colectivas, que produce vínculos emocionales ligados al sentimiento de obediencia consentida. Se trata de un poder derivado de creencias que producen vínculos emocionales y sentimientos de deferencia hacia una entidad trascendente. El origen de ese poder reside en fuerzas emocionales producidas socialmente. En tal sentido, la idea de fuerza constituye la base de la noción de poder:
... la idea de fuerza conlleva… la marca de su origen e implica, en efecto, la idea de poder, que a su vez no puede prescindir de las de ascendiente, mando, dominación y correlativamente dependencia y subordinación. Pues bien, las relaciones que expresan todas esas ideas son eminentemente sociales. Es la sociedad la que ha clasificado los seres en superiores e inferiores, en amos que mandan y en sujetos que obedecen. Fue ella la que confirió a los primeros esa propiedad singular que hace eficaz el mando y que constituye el poder. Por tanto, todo tiende a probar que los primeros poderes de que haya tenido noción la mente humana son aquellos que las sociedades han instituido al organizarse: a su imagen se concibieron las potencias del mundo físico (Durkheim, 2012 [1912], p. 413).
La trascendencia asignada a lo sagrado-social es una atribución construida, no en la soledad sino desde la asociación, a partir de momentos de efervescencia en los que los ideales colectivos se actualizan periódicamente, a fin de mantener vigentes los principios de unidad.12 Esos momentos de efervescencia tienen un importante componente de orden emocional (Durkheim, 2012 [1912], pp. 262-263). De este modo, la institución simbólica de la sociedad se afinca en un presupuesto de tipo afectivo.13 La creación de ideales compartidos constituye la base emocional de la cual se deriva todo apego a criterios de orden normativo
La autoridad moral remite al deber: sirve para instituirlo y mantenerlo. Empero, dicha autoridad no se mantiene sin una adscripción a valores y sentimientos compartidos que justifiquen y den sentido a las restricciones que exige una vida normada. Si bien la sociedad se estructura sobre una base normativa, ésta toma su fuerza de un factor emotivo, derivado de la experiencia de lo sagrado. Tal fuerza, que Durkheim califica como dinamogénica (Durkheim, 1975d [1913], p. 29), se produce en ceremonias y cultos que recrean el ideal moral. La religión aparece así no sólo como marca ritual de un inicio mítico, sino como conjunto de prácticas emocionales (Scheer, 2012) por las que se construye la identidad colectiva y se actualizan los lazos sociales. Sobre tal base es posible la institución de lo social, en tanto producción de comunidad moral y emocional de valores y creencias (Rosenwein, 2006). En ese sentido, más allá de las formas materiales y simbólicas que asuma, lo que en última instancia une y produce lazo social, es el vínculo de orden emocional establecido entre los individuos.
En función de su naturaleza dinamogénica, la vida religiosa se compone de fuerzas morales que toman la forma de lo sagrado (Durkheim, 2012 [1912], p. 372). La religión es una fuente de vida moral y a la vez el espacio en el que se produce la primera noción de fuerza (Durkheim, 2012 [1912], p. 243). Esas fuerzas derivan de las representaciones y los sentimientos. En su base, son los sentimientos los que aportan el fundamento energético para estas fuerzas. La fuerza religiosa deriva del prestigio y el ascendente moral de la creencia; la creencia se sostiene en valores y sentimientos. Los descriptores principales de la efervescencia colectiva son, de este modo, los conceptos de emoción y energía colectiva. En tal sentido, como señala Illouz (2007, p. 15), las emociones son el componente energético de la acción.
Si el principio sagrado es expresión de la sociedad hipostasiada, la vida ritual puede interpretarse en términos laicos y racionales. La sociedad consagra hombres, cosas e incluso ideas como las de libertad, razón, patria (Durkheim, 2012[1912], p. 266). En ese sentido, las propias revoluciones pueden entenderse como experiencias de efervescencia social dotadas de alta vida emocional, en las que se originan y fortalecen las creencias compartidas, circulan y se enriquecen emociones, se propulsan o se combaten valores, en aras de producir nuevos ideales colectivos (Durkheim, 2012 [1912], pp. 262-264).14
Las emociones aportan el componente energético de las fuerzas morales que estructuran la vida social. Lo sagrado se presenta en un primer momento como “intuición afectiva” que remite al reconocimiento de la fuerza religiosa; fuerza en la que se expresa, de forma transfigurada, la sociedad misma. El camino hacia una teoría de la religión es para Durkheim, a la vez, la vía que conduce a una teoría simbólica del hecho social y de las fuentes emocionales de la vida colectiva. En la base de ambas es posible asignar un lugar destacado a la autoridad moral, entendida como expresión de poder social consolidado a partir de la acción de medios sociales efervescentes. La autoridad moral constituye, de ese modo, el soporte de orden simbólico sobre el que se instituye el poder de las representaciones. Sus fuentes son de orden psíquico y emocional.15 Se instituye con base en el prestigio y ascendiente moral de ideas y representaciones colectivas que reciben su fuerza de los sentimientos que las han producido. En términos funcionales, el ejercicio de autoridad constituye un vínculo de orden político. En sentido genético, procede de vínculos de orden emocional (Durkheim, 2012 [1912], p. 260-261). Asumida en tales términos, la autoridad moral constituye una función necesaria para la regulación de la vida colectiva. Esa función asume un carácter impersonal que se traduce en el poder por el que una instancia o personalidad moral asume el derecho para imponer (autorizar, prohibir, regular) modos de comportamiento. La autoridad se articula de este modo a la institución social del poder. Se trata de un poder regulador que opera, no como mera coerción material, sino a partir de representaciones cuyo ascendente, fuerza y eficacia simbólica tienen su origen y fundamento en el ámbito del mundo emocional.
Consideraciones finales
En este trabajo nos propusimos analizar las relaciones entre el poder y la autoridad en la obra de Durkheim, desde la incorporación de la dimensión emocional como eje de lectura. Este cometido nos condujo a recuperar las interpretaciones de Lacroix (1984) y Ramos (2011) con el fin de sustentar, en contra de la tesis referida a una ausencia del tema del poder, la centralidad de esta noción en el conjunto de su pensamiento.
A partir de una inicial caracterización del poder en clave moral, nuestro recorrido por pasajes de Las reglas del método sociológico y El suicidio nos permitió observar la evolución del pensamiento de Durkheim. Dicha evolución señala el tránsito de una consideración primera de las emociones, entendidas como prácticas reguladas y contenidas en la dimensión moral (en el doble sentido de incluidas en ésta y reguladas por ella), a un creciente reconocimiento de su papel activo; primero como afección colectiva que expresa fallos de regulación e integración y posteriormente, en el marco de sus estudios sobre religión, como principio constitutivo de la vida social y del poder. Esto último, a la luz de una concepción ligada a los giros simbólico y emocional que registra su obra tardía, y tiene una de sus expresiones más logradas en Las formas elementales de la vida religiosa.
Los principales resultados del recorrido realizado, que incorpora en el análisis conceptos procedentes de la sociología de las emociones, puede resumirse así:
a) Los rendimientos derivados de incorporar la dimensión emocional en nuestro análisis nos permitieron poner en diálogo a la perspectiva durkheimiana, en primer lugar, con el enfoque de Scheff (1988, 1990) sobre la vergüenza y su papel como mediador afectivo del actuar normado.
La explicación durkheimiana se basa en el papel del proceso de interiorización de la regla y centra su atención en la formación y despliegue de una disposición moral específica: el espíritu de disciplina. La aportación de Scheff asume esos resultados, pero incorpora la identificación de un mecanismo adicional, situado en el ámbito afectivo, que sirve como resorte y principio activador de las disposiciones morales. De ese modo, el orgullo y la vergüenza son las respuestas de orden emocional que se encuentran antes y detrás de la disposición moral. De acuerdo con Scheff (1988, p. 396), se vive el mundo normativo y se responde a él, en primer lugar, desde las emociones.
b) En lo tocante a la perspectiva durkheimiana sobre los procesos de producción simbólica del poder, se retomaron los aportes de la sociología de las emociones para analizar el papel de la efervescencia colectiva, entendida como fuerza emocional derivada de prácticas rituales. A partir de la consideración de los componentes emocionales de la efervescencia colectiva, fue posible relacionar la perspectiva durkheimiana con los actuales aportes de Eva Illouz (2017) en torno a la consideración de la efervescencia como fuerza emocional y de la emoción como componente energético de la acción. Tales elementos permiten sustentar, en un sentido amplio, la pertinencia de incorporar, junto a los modelos tradicionales de agencia económica y moral, una agencia de tipo emocional que integre las valencias afectivas desde las que se construye el mundo social.
c) Por último, cabe destacar la estrecha relación existente entre la interpretación durkheimiana sobre las funciones integradoras del ritual y las perspectivas de Scheer (2012) y Rosenwein (2002), para asumir al ritual como una práctica emocional cuyos efectos pueden conducir a la producción de comunidades emocionales de creencia, aspectos ambos altamente sugerentes para explicar procesos colectivos contemporáneos (no considerados aquí, pero cuya relación salta a la vista), tales como la constitución de movimientos sociales y la configuración de nuevas identidades colectivas, entre otros.
Establecidas tales conclusiones, no quisiéramos cerrar este trabajo sin añadir una reflexión final.
En su célebre libro sobre la autoridad, Richard Sennett (1980, p. 12) se refirió a ésta, de manera sugestiva, como la expresión emocional del poder. Esta indicación constituye una intuición germinal para ese trabajo, bajo el presupuesto de que en la obra de Durkheim subyacen elementos para configurar un pertinente marco de interpretación para la intuición de Sennett.
Sennett colocó las tareas conducentes a la comprensión de las relaciones entre poder y autoridad en el ámbito de la psicología social en un momento en el que el campo de la sociología de las emociones estaba aún en formación. A cuatro décadas de distancia, ante su innegable desarrollo y el relevante impacto del giro afectivo en las ciencias sociales, cobra relevancia el señalamiento de Heaney (2011, p. 265-266), en torno a la apremiante necesidad de emprender un estudio sistemático sobre las dimensiones emocionales del poder. Ante la constatación de una larga tradición de análisis sobre el poder que han desconocido o dejado de lado la dimensión emocional, se hace evidente y necesario el impulso de una reflexión sobre el poder desde y con las emociones. Consideramos que un regreso al estudio de los clásicos del pensamiento social, nutrido por los aportes de la sociología de las emociones y los afectos, puede constituir una interesante vía para afrontar esta tarea.