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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.41 no.spe Ciudad de México feb. 2023  Epub 11-Mar-2024

https://doi.org/10.24201/es.2023v41nespecial.2383 

Artículos

Controversias alrededor de la filantropía científica estadounidense entre los sociólogos argentinos (1950-1970)

Controversies around American Scientific Philanthropy among Argentine Sociologists (1950s-1970s)

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas Universidad Nacional de General Sarmiento, Buenos Aires, Argentina, pedro.blois@gmail.com


Resumen:

El desarrollo de la sociología en Argentina a mediados del siglo XX supuso la interacción de actores locales e internacionales. Mientras la primera carrera era creada en la Universidad de Buenos Aires, el despliegue de una ambiciosa agenda de investigaciones, tanto como la llegada de profesores visitantes desde el extranjero, fueron inseparables del financiamiento ofrecido por las fundaciones Rockefeller y Ford. Sin embargo, el ascendiente estadounidense no demoró en ser cuestionado. A medida que el número de estudiantes aumentaba, la búsqueda de una “sociología nacional” ganó popularidad. Basado en un amplio corpus empírico, el artículo hace foco en las tensiones que plantearon las orientaciones favorecidas por las fundaciones filantrópicas y aquellas premiadas por una institución universitaria en proceso de masificación.

Palabras clave: sociología; financiamiento; Gino Germani; cátedras nacionales; donantes foráneos; Argentina

Abstract:

The development of sociology in Argentina in mid-20th century was the product of the interaction between local and international actors. While the first undergraduate program was created at the University of Buenos Aires, the deployment of an ambitious research agenda, as well as the arrival of foreign visiting professors, were inseparable from the funding which was offered by the Rockefeller and Ford foundations. However, it did not take long for the American influence to come under severe scrutiny. As the number of enrolments increased, the quest for a “national sociology” gained popularity. Based on a wide empirical corpus, the article examines the tensions between the orientations awarded by philanthropic foundations and those encouraged by a massifying university.

Keywords: sociology; funding; Gino Germani; national chairs; foreign donors; Argentina

Desde mediados de los años cincuenta, la sociología en Argentina experimentó una significativa expansión. Al tiempo que las primeras carreras universitarias eran creadas, las posibilidades para desarrollar investigaciones empíricas se ampliaban, los estudiantes se multiplicaban y un creciente número de graduados empezaba a buscar trabajo con un diploma de “sociólogo” en espacios académicos y no académicos. Lo anterior no pasó desapercibido para la prensa ni para el público lector: junto a otras novedades intelectuales de la época como el psicoanálisis, la sociología ganó presencia en los medios y algunas de sus publicaciones se convirtieron en best-sellers. Los que mandan, por ejemplo, un estudio sobre las élites locales de J.L. de Ímaz (1928-2008) vendió más de 40 mil copias en sólo dos años. No casualmente, en 1965, en un semanario de difusión masiva podía leerse: “la sociología vende”.1 Prueba adicional de su ascendiente, buena parte de quienes desde el campo intelectual se dedicaban a reflexionar sobre la sociedad argentina no podían ignorar a la “nueva” disciplina, como lo muestran los casos de los influyentes ensayistas -y también best-sellers- J.J. Sebreli, A. Jauretche o J. Mafud (Blanco, 2018; Saítta, 2004).

Aun cuando la sociología hacía pie en diversos medios, su renovación tuvo un claro epicentro en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Y ello por dos razones principales. Por un lado, porque la UBA era una institución central del sistema académico argentino. Ubicada en la ciudad capital (y centro económico, político y cultural del país), esta universidad había concentrado tradicionalmente el mayor número de estudiantes y buena parte de los profesores de mayor prestigio (Unzué, 2020). El proceso de profundos cambios académicos que siguió a la caída del gobierno peronista en 1955, que incluyó el impulso de las actividades de investigación, el aliento a las dedicaciones exclusivas y la introducción de nuevas carreras, reforzaron esa centralidad. En ese contexto, la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL), institución donde la Carrera de Sociología fue creada, cobró un marcado ascendiente (Buchbinder, 1997). Por el otro, e igualmente decisivo, el epicentro fue en la UBA porque, a diferencia de lo que ocurriría con otras casas de estudio (Pereyra, 2005), el proceso de expansión de la sociología contó allí con el apoyo masivo que, desde el exterior, ofrecían las fundaciones filantrópicas estadounidenses. Esas instituciones, como es sabido, buscaban estimular las capacidades científicas de los países “no desarrollados” y ampliar la influencia geopolítica de su país en el contexto de la Guerra Fría (Calandra, 2012; N.Gilman, 2003; Morcillo Laiz, 2019). G. Germani (1911-1979), quien estuvo a cargo del diseño de la nueva carrera, pudo entonces contar con abundantes recursos: el lanzamiento de ambiciosas investigaciones, la contratación de numerosos profesores visitantes, el armado de la primera biblioteca actualizada en ciencias sociales de Argentina, el envío de jóvenes a estudiar al exterior… en fin, el conjunto de iniciativas que cambiaron profundamente lo que hasta entonces se entendía por “sociología” en Argentina (Blanco, 2006) no hubieran sido posibles -o hubieran tenido un alcance diferente- sin el apoyo de los donantes foráneos.

Y sin embargo, prontamente fue claro que los ideales y prácticas profesionales alentados en el seno de la institución receptora y aquéllos favorecidos por las instituciones donantes apuntaban en diferentes direcciones. Sin duda, las iniciativas encabezadas por Germani, que él identificaba como parte de una “modernización” tendiente a una “sociología científica”, buscaban, en clara sintonía con las intenciones de sus benefactores, emular aquello que se había venido desarrollando en Estados Unidos. La enseñanza de la sociología debía orientarse, en este sentido, a la formación de una “élite científica” -con base en la academia y en instituciones no académicas- que pudiera poner en juego sus saberes al servicio de la “planificación” y “racionalización” de la sociedad (Germani, & Graciarena, 1958).

Ahora bien, la FFyL, la institución donde esa élite sería formada, así como la UBA en general, venía atravesando un proceso de franca masificación que se revelaría incompatible con aquella apuesta. Este proceso se había iniciado en 1947 cuando el gobierno del general Juan Domingo Perón declaró la gratuidad de los estudios universitarios, y desde entonces no había hecho más que ganar impulso. Sin cupos o aranceles, el número de estudiantes de la FFyL subió abruptamente, al pasar de 2 600 en 1956 a casi 5 mil en 1961 (Buchbinder, 1997), para bordear los 8 500 en 1968 (Pereyra, & Lazarte, 2021). Semejante aumento, como podrá verse, fue particularmente acelerado en el caso de Sociología y planteó serios desafíos en términos materiales: al tiempo que el espacio físico era insuficiente, se hizo forzoso incorporar docentes que, dada la estrechez de los recursos presupuestarios, debían contratarse a tiempo parcial y a veces ad honorem -lo cual contradecía el énfasis que Germani y los donantes foráneos habían puesto en las dedicaciones exclusivas y el desarrollo de la sociología como una profesión de tiempo completo-. Pero la masificación suponía también una dura prueba porque el cuerpo estudiantil, a medida que ganaba volumen, se configuraba como un actor de creciente peso y capacidad de movilización. Más aún si se recuerda que a partir de 1955 las autoridades nacionales reimplantaron el cogobierno, institución que les daba a los alumnos (y a los graduados) una importante cuota de poder en los órganos de gobierno universitario. Si bien Germani pudo inicialmente hacerse del apoyo de los estudiantes, ese apoyo se reveló pasajero (Noé, 2005). Porque, antes que una “profesión científica”, los nuevos ingresantes comenzaron a ver en la sociología una formación que, cada vez más mimetizada con la militancia política, no debía dudar en tomar posición en los debates ideológicos que agitaban la escena pública. Esa orientación, como veremos, preparó el terreno para la emergencia de una nueva orientación entre los sociólogos argentinos -nucleada en las llamadas “cátedras nacionales”- que, al atender a las demandas estu­diantiles, se opuso casi punto por punto a la sociología impulsada por Germani y sus benefactores foráneos. Como en otras latitudes (Gross, 2008), la masificación de la educación superior estimuló una extendida politización de los claustros universitarios; lo que en el caso de la UBA acabó debilitando a quienes habían asociado la “modernización” de los estudios con su “americanización” (Sigal, 1991).

Por supuesto, ese proceso no fue ajeno al marco social más general en el que se desarrollaba, signado por una activación política del campo cultural e intelectual, así como por una creciente desconfianza, que tenía carácter regional, hacia la filantropía estadounidense. Por un lado, el derrocamiento del gobierno peronista inauguró una fase de aguda inestabilidad política, en la que se sucedieron de manera desordenada una serie de gobiernos militares y civiles incapaces de generar una fórmula de poder legítima más o menos duradera, lo que produjo un extendido descreimiento en el sistema democrático formal y el sistema de partidos. Adicionalmente, la pervivencia de una clara identidad peronista entre la clase trabajadora y los sectores populares alentó el avance de una “nueva izquierda” en amplios sectores intelectuales y universitarios que, merced a lo anterior, planteaban una relectura del peronismo, entendido ahora como un movimiento con potencial revolucionario y no ya como un régimen eminentemente autoritario basado en la manipulación de las masas (lecturas que habían predominado hasta 1955) (Tortti, 2006; Zarowsky, 2014). Por otro lado, en momentos en que se producía un proceso de apertura económica y cultural en Argentina -una verdadera “americanización” en diversas esferas sociales, entre las cuales la “sociología científica” no era más que un capítulo-, la prédica “antiimperialista” ganó poder persuasivo (Terán, 1991), lo que deslegitimaba el accionar de la filantropía foránea y de sus beneficiarios como parte de una “penetra­ción imperialista”. Las revelaciones del apoyo que instituciones como la CIA o el Pentágono le habían dado a las ciencias sociales en la región -como ocurrió con el Proyecto Camelot en Chile (Navarro, 2011) o con el Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC) en Uruguay y otros países (Markarian, 2020)- no hicieron más que reforzar la desconfianza. Por fin, la Revolución cubana y las expectativas que alentó en torno a la inminencia de cambios sociales profundos indujeron entre los más diversos profesionales y productores culturales -desde artistas plásticos o escritores hasta ingenieros o científicos- un marcado ascendiente de la figura del intelectual “comprometido” (C. Gilman, 2003; Sigal, 1991) En ese marco, aquellos que, como Germani y sus colaboradores, podían ser identificados como parte del bando antiperonista -después de todo su llegada a la UBA se había dado gracias al proceso de “desperonización” producido en esa institución luego de 1955 (Neiburg, 1998)-, o como los principales receptores de los recursos de las fundaciones estadounidenses, no demoraron en suscitar resquemores.

Ahora bien, sin desconocer el influjo de los factores contextuales más generales, este artículo busca analizar las controversias y dilemas en torno a la filantropía científica foránea entre los sociólogos argentinos a partir de la consideración de las condiciones de trabajo más situadas en las que desarrollaban sus tareas y en las que cotidianamente construían sus visiones sobre lo que la sociología era y debía ser y, en ese marco, sobre la legitimidad (o no) de la recepción de la “ayuda” estadounidense. Según se intentará mostrar, las diferencias en las condiciones de trabajo de los sociólogos en el periodo -signadas por el acceso a diversos recursos (materiales y simbólicos) e interlocutores (que iban desde los funcionarios de las fundaciones a los estudiantes más movilizados)- influyeron notablemente en sus prácticas e ideas, y en las divergencias que mostraron en torno a las bondades de la filantropía. Así, al hacer foco en la dinámica interna de la FFyL y de la Carrera de Sociología, este artículo examina la relación entre los condicionamientos e incentivos planteados por las fundaciones estadounidenses y el proceso de masificación universitaria. El interés, cabe aclarar, no reside tanto en la relación direc­ta entre beneficiarios y mentores (y los procesos en que negociaban el apoyo y la rendición de cuentas) (Pereyra, 2005), sino en los efectos que una base institucional “dual”, conformada por la institución universitaria y los recursos provistos por las fundaciones filantrópicas -que premiaba comportamientos diferentes-, tuvo en el desarrollo de estilos sociológicos divergentes. Como podrá verse, dar cuenta de la dinámica interna propia de las instituciones receptoras, que excede por mucho las intenciones de los individuos directamente envueltos en la asignación de los fondos, es crucial para echar luz sobre las condiciones en que la dominación filantrópica (Morcillo Laiz, 2016) puede (o no) echar raíces en una determinada situación. Este artículo, que retoma y reelabora trabajos previos del autor (Blois, 2018, 2020, 2022), moviliza un amplio corpus empírico formado por registros de reuniones de las autoridades universitarias (actas del Consejo Directivo de la FFyL), planes de estudio y programas de las materias de la Carrera de Sociología, publicaciones institucionales de la FFyL, artículos de sociólogos y estudiantes de la época, prensa general, así como entrevistas relevadas en fuentes secundarias a actores relevantes del periodo.

Este artículo se organiza en tres secciones. En la primera, se examina el ascenso de Germani y sus colaboradores, quienes gracias a la canalización de los recursos foráneos en la principal universidad del país, pudieron crear la primera Carrera de Sociología de Argentina y reposicionar la disciplina como una iniciativa de creciente visibilidad en el mundo intelectual y la escena pública. A continuación, se reconstruyen las tensiones y obstáculos que la dinámica universitaria, signada por el aumento vertiginoso del número de estudiantes y la consiguiente masificación de la enseñanza, le planteó al tipo de enfoque impulsado por la “sociología científica” y sus benefactores foráneos. Finalmente, se explora la emergencia de un grupo de sociólogos que, al atender a las demandas de los estudiantes más movilizados, propuso un estilo de trabajo que, como rasgo fundamental, rechazaba el apoyo de la filantropía internacional. En esta última sección, se examinan también las tensiones y dilemas, así como los malabares, de aquellos individuos que buscaron, no sin dificultades, preservar los vínculos con las fundaciones estadounidenses sin por ello renunciar al público conformado por los estudiantes y los círculos militantes que orbitaban alrededor de la UBA.2

La renovación de la sociología en la UBA (o el contraste entre abundancia y escasez)

El apoyo material (y simbólico) de la filantropía foránea fue central en la renovación de la sociología que tuvo base en la UBA. El diagnóstico de los donantes y Germani, su máximo beneficiario, era convergente: como la forma en que la disciplina se había venido cultivando en el medio local resultaba inadecuada respecto de las nuevas exigencias planteadas por los “modernos” métodos de investigación, se hacía necesaria una masiva importación de ideas y personal. Para ello, era preciso un empuje que, “desde afuera”, fuera capaz de romper el círculo vicioso según el cual no había espacios de formación adecuados porque no había especialistas, y no había especialistas porque no había espacios de formación adecuados (G. Germani, 1979). El empuje no fue menor: sólo la Fundación Rockefeller y la Fundación Ford ofrecieron en conjunto 245 mil dólares (35 mil la primera y 210 mil la segunda) (Verón, 1974). Aun cuando el subsidio de la Fundación Ford sería distribuido a lo largo de cuatro años, era tan significativo que representaba casi tres tercios del presupuesto total que la FFyL utilizó en 1961 -pues superaba en 30% lo que esa casa de estudio destinaba al pago de sueldos de todo su personal docente (que incluía diez carreras).3 En ese marco, Germani pudo reclutar un conjunto de entusiastas colaboradores que vieron en la “nueva” disciplina la posibilidad de desarrollar una prometedora carrera profesional. Convencidos de la necesidad de impulsar una versión de la disciplina en sintonía con el mains­tream internacional, Germani y su equipo defendieron la investigación de base empírica como el núcleo vertebrador de sus tareas.

Así, a la hora de proyectar la licenciatura, la enseñanza de la metodología y las técnicas de investigación tuvieron un lugar central. Además de los cursos obligatorios “Elementos de metodología estadística” y “Elementos de metodología y técnica de la investigación social”, hubo varios otros de carácter optativo como “Metodología estadística”, “Metodología II y análisis factorial” o “Metodología de la investigación social: metodología y técnicas de la investigación social II”. Las estrategias cualitativas -como las entrevistas en profundidad o la observación- no estaban ausentes, pero había un marcado énfasis en las herramientas cuantitativas. La compra de una costosa computadora IBM -sólo posible gracias a la moneda “dura” ofrecida por la Fundación Ford- daba cuenta del valor que se asignaba a las estrategias cuantitativas. Asimismo, aun cuando no se fijó la realización de una tesis como requisito para obtener la licenciatura, se estableció la realización de “doscientas horas de investigación” en las que los estudiantes, al insertarse como asistentes en alguna de las indagaciones desarrolladas por sus docentes, serían introducidos en la práctica concreta de investigación.

Que lo anterior -el énfasis en el oficio de investigación- fuera posible dependía de la disponibilidad de recursos materiales. Sin ellos, hubiera sido difícil trascender el tradicional perfil “libresco” que la enseñanza de la disciplina había tenido en el pasado, cuando se impartía como parte de la formación de abogados e historiadores (Blanco, 2006). Y ello, a la vez, dependía prioritariamente de los donantes foráneos. Así, en el marco de una investigación coordinada por el Centro Latino-Americano de Pesquisas em Ciências Sociais (CLAPCS) -una institución creada en 1957 con el auspicio de la UNESCO- sobre la estructura social en cuatro ciudades latinoamericanas, entre ellas Buenos Aires-, dos colaboradores de Germani aplicaron un extenso cuestionario a una muestra de 2 mil hogares, para lo cual pudieron movilizar un ejército de encuestadores (Graciarena, & y Sautu, 1961). Asimismo, gracias al subsidio otorgado por la Fundación Rockefeller ya mencionado, varios miembros del Depar­tamento pudieron participar en una investigación sobre el impacto de la inmigración masiva al Río de la Plata entre 1870 y 1930, labor realizada junto a colegas del Departamento de Historia (Morcillo Laiz, 2016) y cuyos resultados fueron canalizados en la influyente compilación Argentina, sociedad de masas. No sorprende, pues, que un observador extranjero pudiera notar que:

Actualmente existen pocos países en el mundo donde la investigación social esté tan claramente guiada por las necesidades sociales reales como en Argentina. Los proyectos de investigación del Instituto de Sociología de la Universidad de Buenos Aires pueden leerse como un catálogo de los problemas de una sociedad desarrollándose de manera acelerada hacia los patrones modernos (Janos, 1963: 14).4

Las labores de docencia e investigación contaron además con el concurso de un conjunto amplio de cientistas sociales extranjeros, cuyas visitas pudieron ser solventadas por los fondos provenientes del exterior. Entre otros, la lista incluyó a K. Silvert, R. Beals, I. Horowitz, A. Cicourel, P. Baran, G. Friedman, S. Eisenstadt, P. Heintz, Johan Galtung, J. Medina Echavarría y L. Aguiar de Costa Pinto (A.Germani, 2004). No sorprende que, dada semejante circulación, Blanco y Wilkis (2018, p. 216) hablen de la constitución de un verdadero “centro de formación e investigación internacional” en el seno de la FFyL. A la vez, parte del financiamiento fue utilizado para el envío de algunos de los colaboradores de Germani a realizar estudios de posgrado en “los centros más avanzados del mundo”, lo que según consignaba el sociólogo ítalo-argentino en una entrevista en agosto de 1960 debía comprender instituciones tales como la London School of Economics, la sección de Sociología del CNRS y de la Escuela de Altos Estudios, la Universidad de California, la Universidad de Columbia, la Universidad de Chicago y la Universidad de Harvard (G. Germani, 1960).5 La idea era que, una vez concluidos sus estudios, esos sociólogos pudieran insertarse como parte permanente del staff de la carrera.

Como queda claro, para Germani y sus colaboradores, la influencia externa no representaba ningún inconveniente, ni una amenaza a su “autonomía intelectual”; por el contrario, era algo deseable y necesario. En su visión, se trataba precisamente de aggiornar la “atrasada” sociología local de acuerdo con el mainstream internacional. De ahí que buena parte de la literatura incluida en la nueva carrera, tal como una inspección a los programas de los primeros años lo revela, estuviera en inglés. En ese marco, mientras el dinero de las fundaciones solventó el armado de una biblioteca en ciencias sociales actualizada, se estimuló una activa política de traducción de libros y artículos mayormente estadounidenses (A. Germani, 2004). Lo anterior, como ha sido destacado por una amplia bibliografía (Jackson, & Blanco, 2014), fue de la mano de la exclusión del ensayismo, una tradición de pensamiento que había producido buena parte de las obras más reconocidas sobre la historia y problemas de la sociedad argentina. La decidida vocación por estudiar la realidad social argentina que Germani y sus colaboradores buscaban transmitir a los futuros sociólogos, iba entonces de la mano del desinterés por las obras de quienes, de diversas maneras, la habían estudiado en el pasado. Si bien Germani no desconocía los problemas de la recepción (G. Germani, 1964) y su obra estuvo lejos de reproducir pasivamente las ideas producidas en el “norte” (Brasil Jr., 2013), su empresa adquiría una inocultable carácter “importador”. De ahí la búsqueda constante por fortalecer sus vínculos con el exterior (Pereyra, 2005)

Ahora bien, los vínculos con los donantes foráneos terminaron por alcanzar una centralidad que no fue seguramente la prevista. De hecho, las respuestas de los actores o instituciones locales a la “nueva” ciencia estuvieron lejos de las expectativas. La “sociología científica” ganaba, es cierto, en presencia mediática y público lector; pero ese entusiasmo no se traducía en el surgimiento local de clientelas o mentores en condiciones de financiar sus labores. A diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos (Turner, 2014), no había, salvo alguna excepción, empresarios que, a través de fundaciones, se mostraran interesados en solventar el desarrollo de las ciencias sociales. Tampoco, a diferencia de lo ocurrido en otros países del Cono Sur como Chile (Beigel, 2010) o Brasil (Jackson, & Blanco, 2014), los funcionarios públicos destinaron partidas especiales para apoyar las ciencias sociales. Por ello, los recursos estatales para las labores de investigación o las dedicaciones universitarias full-time fueron muy escasas.6 Incluso el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), una institución creada en 1958 siguiendo el modelo del CNRS francés, priorizó las ciencias naturales y exactas en detrimento de las sociales (Beigel y Sorá, 2019). Lo anterior planteó un marcado contraste entre la holgura asociada a los subsidios recibidos del exterior y la austeridad propia del marco institucional donde esos recursos eran volcados. En esas condiciones, no era extraño que mientras el Departamento de Sociología podía, como vimos, recibir una veintena de destacados especialistas del exterior, debía conformarse con funcionar en una pequeña habitación prestada por el Instituto de Filosofía (G. Germani, 1979). Ya en 1963, un colaborador de Germani advertía que, si el apoyo del exterior era discontinuado, sería difícil sostener la agenda de indagaciones que se había puesto en marcha (Sustaita, 1963). En ese marco, la puesta en marcha de un doctorado en sociología, prevista para 1964 (Janos, 1963), no fue más que wishful thinking.

Masificación, cuestionamiento estudiantil y creación de un centro de investigación privado fuera de la uba7

La Carrera de Sociología se mostró rápidamente como una opción atractiva para buena parte de quienes quisieran hacer una carrera universitaria vinculada a las ciencias sociales. Con un promedio de 440 nuevos ingresantes por año entre 1960 y 1966 (Rodríguez Bustamante, 1979), su matrícula se ubicaba segunda entre las carreras de la FFyL, sólo detrás de Psicología. Ahora bien, si el número creciente de estudiantes era una prueba de su relevancia como oferta académica, la masificación impuso una serie de reorientaciones que desmentían buena parte de las expectativas originarias.

Por una parte, la ampliación de la matrícula obligó a incorporar a un contingente de jóvenes graduados como docentes, aun cuando no tuvieran, dada su corta trayectoria, demasiados antecedentes en la materia. Ya en 1966 había alrededor de 80 auxiliares de este tipo, una buena parte de los cuales era ad honorem (García-Bouza, & Verón, 1967) -la UBA no disponía de los recursos para financiar una expansión de la mano de obra docente tan acelerada. Ello, por supuesto, planteaba un escollo difícil para una carrera que, como indicamos, buscaba hacer de la transmisión práctica del oficio de investigación una parte central de la enseñanza de la disciplina; algo que, además de docentes experimentados, suponía la disponibilidad de designaciones de tiempo completo, las que eran desde luego escasas.

Con todo, las dificultades no eran sólo económicas, tal como la creciente oposición a los pedidos de Germani en el Consejo Directivo (CD) de la FFyL lo muestran. El CD era un órgano de gobierno colegiado donde, conforme a las pautas del cogobierno, el decano y los representantes de los profesores, los graduados y los estudiantes discutían (y votaban) para decidir en materia de recursos humanos, programas de investigación, oferta académica, convenios internacionales, etc. (Buchbinder, 1997). Allí, algunos representantes del claustro de profesores cuestionaron el rápido ascenso que el sociólogo ítalo-argentino planteaba para quienes, tras retornar del exterior con un título de posgrado, no contaban con una dilatada experiencia docente. Para esos representantes, que formaban parte del cuerpo de profesores de carreras más tradicionales, como Letras o Filosofía, un PhD estaba lejos de reemplazar el aprendizaje pedagógico amasado luego de un prologando ejercicio de la enseñanza (Buchbinder, 1997). Sin duda, la estrategia adoptada por Germani a la hora de formar su plantel de colaboradores ponía en cuestión las formas canónicas de la carrera docente en la FFyL. El funcionamiento colegiado de la universidad planteaba, pues, la necesidad de lidiar y negociar con un conjunto de actores que no siempre tenían hacia los recién llegados una clara simpatía. En una carta dirigida a las autoridades del Conicet en 1965, Germani no ocultaba las dificultades:

El programa ha tenido éxito en cuanto a formación de personal, pero su incorporación estable […] con sueldos adecuados se hizo cada vez más difícil. Por falta de fondos, por fallas de orden administrativo, la Facultad hizo casi imposible la asunción de investigadores que regresaban del exterior. Muchos de los becarios que han regresado del extranjero con una excelente formación no han podido incorporarse […] Durante un tiempo los programas de investigación parcialmente financiados por fundaciones [estadounidenses] permitieron aliviar el problema, pero éstos han terminado. Aunque sería posible obtener nuevas subvenciones, la experiencia muestra que no existe en el Consejo Directivo de la Facultad la mayoría necesaria para aprobar gestiones de ese tipo (citado en Germani, 2004: 237).

Por otra parte, el incremento del número de estudiantes condicionaba la dinámica al interior de las propias clases, en particular de las clases “prácticas”. Esas clases, a diferencia de las “teóricas”, que estaban a cargo de los profesores titulares y tenían un carácter eminentemente expositivo, se proponían como una instancia donde los alumnos, divididos en grupos reducidos, podrían tener un papel más activo (Buchbinder, 1997). La masividad, como se podía esperar, conspiraba contra ello. Pero no era sólo el volumen de inscriptos lo que se revelaba cada vez más difícil de procesar, sino también las expectativas con las que llegaban a la carrera. Poco a poco, en el marco del proceso de creciente activación política más general referido en la introducción, la sociología apareció para buena parte de los estudiantes como una disciplina que debía vincularse de modo más estrecho con los debates ideológicos del momento. La obtención del título era, claro está, importante, como lo mostraba el hecho de que cumplieran con los requisitos formales de la cursada. Pero, para ellos, la sociología no debía limitarse a ser sólo una “profesión” más, capaz de asegurar una buena posición en el mercado de trabajo académico o no académico. Estudiar sociología aparecía como parte de un compromiso más amplio.

En ese marco, las resistencias estudiantiles no se hicieron esperar. La idea de “ciencia” tal como era impulsada por Germani y sus colaboradores -un quehacer de carácter “objetivo” y “neutral”- fue un primer objetivo. Por supuesto, el ascenso del marxismo en los centros mundiales de la disciplina, junto con las primeras críticas al estructural funcionalismo -corriente a la que un número cada vez mayor de estudiantes identificaba con la “sociología científica”-, fueron elementos decisivos. “Contra el empirismo abstracto” fue de hecho uno de los eslóganes de una “huelga” que, en 1963, un grupo de estudiantes encabezó contra la enseñanza de la metodología estadounidense (Pereyra, & Lazarte, 2021). La profesora a cargo de la materia, P. Gibaja (1927-1997), era una reciente egresada de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Pero el programa había sido definido por el mismo Germani en semestres anteriores. Los profesores extranjeros, por su parte, no estaban exentos de la conflictividad: según recuerda A. Cicourel, quien también dictó un curso de metodología en 1963, los estudiantes amenazaban con boicotear la cursada porque no querían aprender “métodos de investigación americanos” (Kornblit, 2012), aquellos que precisamente había venido a enseñar. Protestas de ese tipo, con todo, no eran más que parte de un repertorio más amplio mediante el que los futuros sociólogos expresaban su descontento. Así, por ejemplo, no era inusual, según los testimonios de la época, que algunos estudiantes apagaran las luces del aula mientras se desarrollaba alguna clase o que, en señal de clara descalificación al profesor, leyeran el diario en plena clase. Así pues, buena parte de los alumnos no reconocía ya la autoridad de algu­nos docentes y poco hacía para ocultarlo. Para muchos, lo ocurrido en los pasillos y bares próximos a la FFyL se volvía mucho más convocante que las discusiones de las clases.

Frente a esa realidad, Germani no ocultaba su malestar. En su opinión, la politización de sus estudiantes, a quienes ubicaba en la “ultraizquierda”, no era más que una “expresión de ignorancia”. Aun cuando no quedaba muy claro cómo hubiera podido evitarlo, consideraba que había cometido “un error al expandir tan rápidamente la matrícula del nivel undergraduate” (citado en Germani, 2004: 256). En otra carta dirigida a las autoridades del Conicet arremetía contra la participación de los estudiantes en el gobierno universitario:

… es menester mencionar como un factor negativo sumamente serio la oposición puesta por sectores de estudiantes y graduados que cuentan con una importante, a menudo decisiva, representación en el Consejo Directivo. Tal oposición se basa sobre la noción de que la sociología científica es de inspiración norteamericana, responde a lo que estos grupos llaman intereses ‘imperialistas’ […] Se trata de un problema que se presenta con caracteres análogos en muchos países de América latina, pero que ha asumido en nuestro ambiente una particular gravedad debido al tipo de gobierno universitario que otorga a los estudiantes un poder igual o superior al de los profesores (citado en Germani, 2004: 254-255).8

Ejemplos de esas resistencias en el CD, la gestión de las licencias de los docentes de sociología -algo fundamental para quienes estimulaban la movilidad internacional-, se hizo cada vez más difícil. Así, en abril de 1965, ante el pedido de licencia de J. Balán (1940-), un joven sociólogo que quería realizar una estancia en México, las críticas a la orientación general de la carrera no se hicieron esperar. El centro de los ataques fue el “ausentismo” de su plantel docente conformado por unos profesores que, según alertaba una consejera del claustro de graduados, sólo dictaban sus materias “en aquellos cuatrimestres en que no hallan un contrato mejor en otra parte”. Mientras los representantes de los profesores intentaban calmar los ánimos, los representantes de los estudiantes no dudaban en cargar las tintas contra quienes, tal como afirmaba un estudiante de sociología, pretendían “beneficiarse con dólares mexicanos”. Según una estudiante de la carrera de Historia, la situación de las licencias debía vincularse con el crecimiento de una carrera construida a partir de los recursos ofrecidos por las fundaciones estadounidenses: “retirados los subsidios sobreviene la dispersión, la increíble movilidad, la falta de profesores serios”. En su ácida visión, la situación sólo sería superada cuando la carrera de sociología “no fuese una creación artificial, artificialmente mantenida y artificialmente desarrollada, sino una carrera necesaria para el país”.9 Como queda claro, estos actores no tenían la mejor imagen de los donantes foráneos y sus socios locales.

Ante tal situación, Germani se embarcó en la creación de una institución alternativa donde terminaría mudando buena parte de las actividades que había impulsado en la UBA. Esta institución encontró cobijo en el seno del Instituto Torcuato Di Tella (ITDT), una organización privada que, al apelar a la filantropía empresarial, buscaba renovar las artes y las ciencias en el medio local, convirtiéndose prontamente en uno de los principales beneficiarios de las fundaciones Ford y Rockefeller en Argentina. Denominado Centro de Sociología Comparada (CSC) e inaugurado en 1963, la nueva apuesta del sociólogo ítalo-argentino buscó ofrecerse como una plataforma desde la cual captar los recursos del exterior y administrarlos en un marco preservado de la injerencia de los estudiantes y la política universitaria. En términos generales, el CSC apuntó a ofrecer a los integrantes de la “sociología científica” aquello que la UBA no había podido asegurar: dedicaciones full-time, condiciones de trabajo, nivel salarial y recursos para hacer investigaciones empíricas que nada debían envidiarle a las encontradas en universidades del mundo desarrollado. Ubicado en un barrio elegante de Buenos Aires y equipado con un suntuoso mobiliario -que contrastaba con la austeridad de la UBA-, cada investigador tenía su propia oficina y el apoyo de un asistente de tiempo completo (Wainerman, 2015).

La emergencia del CSC expresaba, al tiempo que consolidaba, una conflictiva diferenciación en el escenario local de la sociología. La visión impulsada por Germani y sus colaboradores -dotada de un fuerte “profesionalismo” y conectada a los donantes foráneos- se encontró con la resistencia de uno de los públicos más importantes para cualquier disciplina académica: sus estudiantes. El resultado fue la separación y creciente abismo entre las actividades de investigación -que serían en lo esencial reubicadas en el CSC- y las actividades de docencia -que permanecerían en la FFyL-. Inicialmente, como vimos, la UBA le había ofrecido a Germani una inserción desde la cual buscar (y conseguir) el favor de las fundaciones estadounidenses -que valoraban la articulación entre docencia e investigación (Morcillo Laiz, 2016)-, lo que a la vez le había permitido proyectarse en el medio académico local e internacional (Pereyra, 2005).

Asimismo, en tanto institución central del sistema universitario, la UBA le brindó una plataforma desde la cual granjearle a la “nueva” disciplina una significativa visibilidad en el espacio público -como mencionamos, diversos medios periodísticos se hacían eco de las principales novedades de la principal universidad del país. Con todo, su vertiginosa masificación y el concomitante proceso de politización acabaron configurando un ámbito poco hospitalario para su estilo de trabajo y la idea de sociología que quería impulsar. Prueba de ello, al tiempo que Germani pedía prolongadas licencias para dar clases en Estados Unidos (A. Germani, 2004), varios jóvenes docentes de la carrera, contrariados por las demoras para hacer efectivos sus cargos en la FFyL y ante la creciente oposición de los estudiantes, decidían buscar nuevos rumbos (Buchbinder, 1997). Como han observado diversos observadores, el clima político -signado por la politización y “peronización” del campo intelectual- fue un elemento central en el descrédito de Germani y sus seguidores (Ghilini, 2017; Rubinich, 1999; Sigal, 1991); pero el contexto más situado de una universidad que se masificaba -y que con ello conspiraba contra buena parte de sus ideas sobre cómo y para qué enseñar sociología- no fue menos importante.

La “sociología nacional” como respuesta a las demandas estudiantiles

Pero si la atmósfera de la FFyL se mostró cada vez más hostil para la “socio­logía científica”, la misma ofreció las condiciones para la emergencia de una corriente alternativa que, sintonizada con buena parte de las demandas del estudiantado, ganó una creciente influencia. Esta corriente, conocida como las “cátedras nacionales”, buscó hacerse un lugar al cuestionar de manera altisonante las principales orientaciones impulsadas por Germani y sus benefactores. Al tiempo que propiciaban una identificación estrecha de la disciplina con el activismo político y los debates ideológicos, sus miembros se embarcaron en la búsqueda de una “sociología nacional”, que tendría en la denuncia de la “dependencia intelectual” y las fundaciones estadounidenses dos de sus principales divisas.

Preciso es aclarar que el avance de estos sociólogos dentro de la FFyL tuvo como condición necesaria el desplazamiento casi total del staff reunido por Germani -y la consiguiente disponibilidad de cargos-. Eso se produjo a mediados de 1966 cuando el gobierno surgido de un golpe militar decidió intervenir las universidades con el fin de proceder a una “limpieza ideológica”. En su visión, permeada por la Guerra Fría, ello era necesario para minimizar los riesgos de una “infiltración comunista”. Si bien buena parte de los jóvenes asistentes docentes pudo permanecer en sus cargos, sólo 4 de los 28 profesores que hasta allí se habían repartido la titularidad de las diversas materias no fueron desafectados (García-Bouza, & Verón, 1967). En su lugar, las nuevas autoridades buscaron reclutar docentes que les fueran afines ideológicamente. La intelectualidad católica, un sector que había apoyado sin ambages la instalación del nuevo gobierno, fue un importante semillero.

Aun cuando las dedicaciones ofrecidas eran de tiempo parcial y no había ya la holgura financiera posibilitada por los donantes foráneos, dar clases en la UBA, la principal universidad del país, no dejaba de ser una opción atractiva. Ahora bien, dado que a pesar de las medidas represivas el activismo estudiantil se acrecentó de manera incontenible, los nuevos profesores -algunos de los cuales se desempeñaban como destacados funcionarios gubernamentales- no tuvieron una cálida bienvenida. Sindicados en panfletos distribuidos por los estudiantes como “sociólogos del régimen”, desde temprano fueron objeto del mismo tipo de resistencias que en el pasado habían sufrido varios de los representantes de la “socio­logía científica”. Mientras algunos decidieron irse luego de uno o dos semestres, quienes permanecieron en el cuerpo de profesores debieron hacer frente al desaire frecuente de la mayoría de sus estudiantes; de acuerdo con los testimonios de la época, lo anterior comprendía la baja inscripción en sus materias, la organización de protestas que pedían el establecimiento de cátedras paralelas, la rendición de los exámenes en forma libre (es decir, sin asistir a sus clases), etc. El activismo estudiantil, cabe destacar, siguió siendo estimulado por el proceso de masificación que, lejos de detenerse, se acentuó: mientras entre 1967 y 1969 el número de ingresantes a Sociología osciló en torno a los 500, desde 1969 el promedió no bajó de mil (Rodríguez Bustamante, 1979).

En ese marco hubo, sin embargo, algunos recién llegados que no demoraron en buscar un acercamiento con el alumnado. Fue así que Justino O’Farrell (1924-1981), un cura que había seguido estudios de sociología en la Universidad de California, y Gonzalo Cárdenas (1936-1985), un historiador con un pasaje en la Universidad de Lovaina, asumieron un talante cada vez más contestatario, capaz de distinguirlos de los “sociólogos del régimen”. Ese posicionamiento no sólo les permitió ganarse la simpatía de buena parte del estudiantado sino reclutar algunos de los jóvenes docentes auxiliares heredados del periodo anterior, a quienes integraron en sus materias (Ghilini, 2019; Rubinich, 1999). El giro no se dio sin recompensas y, prontamente, O’Farrell y Cárdenas pasaron a encargarse de tres (o más) cursos cada semestre, incluso de las masivas materias “Introducción a la Sociología” y “Sociología Sistemática”, en las que los alumnos se contaban por cientos (Recalde, 2014).

En el contexto de una carrera donde las posibilidades de incorporar a los estudiantes en tareas concretas de investigación habían disminuido sensiblemente, las capacidades docentes, en términos de claridad e interés de lo enseñado, se volvían más importantes. Pero igualmente decisiva era la capacidad para dirigirse a clases donde las conversaciones podían derivar hacia temas políticos de coyuntura, para tomar la palabra en las asambleas (donde docentes y estudiantes debatían en torno a problemáticas universitarias pero también más generales), para saber leer (y tomar parte en) las múltiples disputas en las que participaban una miríada de agrupaciones políticas juveniles, etc. En fin, para sentirse a gusto dentro de una institución donde el activismo y el debate ideológico impregnaban el ambiente.10 Es en este sentido que algunos analistas han llamado la atención sobre el ascendiente de “la aprobación de las masas de alumnos” (Rubinich, 1999, 44) y del llamado “capital militante” (Beigel, 2013), un tipo de capital surgido de la militancia universitaria que podía contrarrestar el peso de las credenciales “puramente” académicas a la hora de distribuir los cargos y recursos. Las críticas de las “cátedras nacionales” contra la “sociología científica”, tanto como su tono abiertamente político, fueron en este sentido inescindibles de su búsqueda de apoyo entre los estudiantes más movilizados.

Y en efecto, para quienes participaron de esta experiencia, la sociología no debía pensarse como una “profesión” o una “ciencia” ajena a las luchas de poder y de partido. Abiertamente identificados con el peronismo, al que definían como un movimiento de “liberación nacional”, estos sociólogos no dudaron en tomar posición, y concibieron su labor como un aporte al desarrollo de una “conciencia peronista” en los medios universitarios. Así, mientras denunciaban el ideal de “neutralidad valorativa” como una “coartada” al servicio de los poderosos (Carri, 1968b), entendían las “luchas entre escuelas” sociológicas como luchas ideológicas. Por ello, como notaba E. Pecoraro (1940-1979), uno de los más activos integrantes de las “cátedras nacionales”, era preciso elegir un bando: o se estaba a favor de la “liberación” social y nacional o (por acción u omisión) se estaba en su contra (Pecoraro, 1970). En ese marco, las tareas académicas más rutinarias -desde la selección bibliográfica, las estrategias de enseñanza o las decisiones de nombramientos-, asumían una connotación política.

Según fundamentaba R. Carri (1940-1977), el más prolífico integrante de las “cátedras nacionales”, no había una “realidad objetiva” en la que recolectar “datos” como pretendía la “socio­logía científica”. Lejos de ello, la “realidad social” era el producto cambiante de las luchas de “clases” y “naciones”, los dos sujetos colectivos que, de acuerdo con su visión, ofrecían las claves que daban cuenta del cambio histórico (Carri, 1968a). Más aún, algunos veían en la adscripción al peronismo una posición epistemológica privilegiada desde la cual producir una sociología emancipada de los moldes irradiados desde el “norte” -a la manera en que durante el siglo XIX la identificación con los intereses del proletariado le había ofrecido a Marx la posibilidad de romper con la “ciencia burguesa” (Cárdenas, 1969). En ese marco, los programas de sus materias se poblaron de escritos producidos por figuras políticas tales como Artigas, Bolívar, Sandino, Mao Tse Tung, Lenin o Perón, referencias en las que docentes y estudiantes buscaban los marcos conceptuales desde los cuales asir la realidad de las sociedades “tercer­mundistas”. Esa búsqueda era planteada como parte de la cons­trucción de una “sociología nacional”, que debía desplazar a la “sociología científica”, concebida como parte de una “penetración ideológica” del “imperialismo” (Carri, 1968a).

Por supuesto, el clima más amplio de politización (y “peronización”) fue decisivo en la emergencia de las “cátedras nacionales”, pero la diná­mica que se vivía en la carrera no fue menos gravitante. De hecho, la reivindicación del ensayo como género privilegiado de interpretación de la realidad social promovido por esta corriente intelectual resulta indisociable de las condiciones de producción reinantes en la FFyL, signadas desde 1966 por la falta de recursos para investigar y el dominio de las dedicaciones de tiempo parcial. Si el ensayo fue entonces blandido como un gesto de rechazo a quienes (y a tono con el mainstream internacional) habían entronizado al paper (basado en información empírica sistemáticamente producida) como el producto intelectual principal de la disciplina, fue porque resultaba un género mucho más accesible para quienes no tenían otra inserción universitaria que su cargo docente. No sorprende entonces la masiva introducción de ensayistas que, como A. Jauretche, habían sido muy críticos de la sociología tal como la habían impulsado Germani y sus colaboradores.

Por supuesto, el tipo de sociología promovido por las “cátedras nacionales” no pasó desapercibido y dio lugar a profundas controversias. Mientras en general quienes se identificaban con la “sociología científica” tendieron a evitar la confrontación directa -ciertamente escandalizados frente a lo que veían como una expresión de claro “analfabetismo científic­o” (Mora, & Araujo, 1971)-, hubo un grupo de sociólogos, autoidentificados como “sociólogos marxistas” que, atraídos por las discusiones que se daban en los círculos politizados del ámbito universitario e interesados también por hacerse un nombre entre el creciente público estudiantil, buscaron desacreditar la labor de los “sociólogos nacionales”.

Con una trayectoria que por lo general combinaba capital “académico” -varios de ellos habían obtenido diplomas de posgrado en el exterior- y capital “militante” -ganado a partir de una activa participación en agrupaciones estudiantiles y políticas-, buscaban al mismo tiempo ocupar un lugar en los espacios de investigación profesionalizados -como el CSC- y los espacios de formación politizados -como la Carrera de Sociología-. Una apuesta que se traducía en posicionamientos intermedios: así, si criticaban la subordinación de la “ciencia” a la política, propiciada por las “cátedras nacionales”, rechazaban la neutralidad valorativa defendida por la “sociología científica”. En su visión, era preciso tomar posición -o, como afirmaba E. Verón (1935-2014), uno de los más reconocidos “sociólogos marxistas”, construir una “ciencia al servicio del socialismo” (Verón, 1974). Ahora bien, tal posicionamiento, que ciertamente estaba en sintonía con los estudiantes movilizados, no debía suponer el sacrificio de la investigación empírica sistemática y la búsqueda de la “objetividad”, ni mucho menos su mimetización con el ensayismo. Todo ello no era más, en su visión, que parte de un “populismo seudocientífico” que se limitaba a reflejar demagógicamente las inquietudes de los “jóvenes motivados políticamente” sin enseñarles, como notaba J. Nun (1934-2021), un cientista social que había realizado estudios de posgrado en Francia, que “el acceso al conocimiento es un camino arduo”.11

Esa posición no sólo los acercaba a la “sociología científica”; les permitía también aspirar al apoyo de los donantes foráneos. Y de hecho, los “sociólogos marxistas” estuvieron entre los principales beneficiarios de los recursos ofrecidos por las fundaciones estadounidenses. El apoyo más sustantivo se produjo en 1968, cuando Nun fue convocado por la Fundación Ford para coordinar una ambiciosa investigación -que contaría inicialmente con una dotación de 200 mil dólares- sobre los sectores sociales empobrecidos que caracterizaban la realidad latinoamericana. Esta iniciativa, conocida como Proyecto Marginalidad, fue pronta­mente el centro de una polémica sobre el rol de las ciencias sociales y su vinculación con la filantropía internacional (Plotkin, 2015). El director, preocupado por las acusaciones de “espionaje sociológico” y de servir “intereses foráneos”, no tardó en reaccionar. Si bien les reconocía a sus detractores, entre los que figuraban los miembros de las “cátedras nacionales”, que “la política de subsidios a la investigación científica forma parte de una estrategia global de penetración imperialista” (Nun, 1969, p. 12), su enérgica defensa llamaba la atención sobre las condiciones -o márgenes de acción- que les había impuesto a sus donantes. En su visión, los funcionarios de la Ford no sólo habían debido aceptar un marco analítico “marxista”, sino un enfoque que buscaba echar luz sobre los efectos deletéreos del “imperialismo”. Asimismo, y ya con un tono decididamente político, en una “Carta abierta a los estudiantes de sociología”, señaló que el mismísimo general Perón había bendecido la iniciativa.

Más allá de las derivas de la polémica, que tuvo varios capítulos, e incluso resonancia pública en medios tan influyentes como el Grandma y Marcha, lo que interesa resaltar aquí son los dilemas -y malabares- que una base institucional dual como la que se había configurado en el escenario sociológico local planteaba a quienes, como Nun y su grupo de colaboradores, querían desarrollar una carrera como académicos full-time -con recursos para encarar investigaciones de escala en estrecho diálogo con el mainstream internacional-, sin por ello renunciar al público más amplio ofrecido por los espacios universitarios de formación y los círculos militantes que orbitaban a su alrededor. La receptividad de estos últimos a los discursos antiimperialistas que comparaban el uso de las encuestas con el napalm que los marines empleaban en Vietnam (Gil, 2011), tanto como la insatisfacción de los funcionarios de la Ford que decidieron cancelar el proyecto antes de su finalización (Plotkin, 2015), dan cuenta de las dificultades que suponía la idea de satisfacer a dos interlocutores muy alejados. Una apuesta particularmente difícil en un contexto nacional cuya escasez de financiamiento local forzaba a quienes desearan dedicarse de tiempo completo a la vida académica, a apoyarse en los dólares ofrecidos desde el exterior, aun cuando ello no supusiera un desconocimiento de la vocación geopolítica de sus benefactores.

Reflexiones finales

Como en otras partes de América Latina, el desarrollo institucional y renovación intelectual de la sociología en Argentina a mediados del siglo pasado fue el producto de factores locales e internacionales (Jackson, & Blanco, 2014). Sin duda, la creación de una carrera en la UBA -la principal casa de estudios en ese país- fue un elemento clave que no sólo le ofreció a los sociólogos una mayor ascendencia en el medio intelectual, sino que los proyectó al espacio público en tanto los medios de prensa solían hacerse eco de lo que sucedía en esta universidad. Por otra parte, como vimos, los recursos captados de la filantropía internacional -en especial aquellos ofrecidos por las fundaciones estadounidenses- fueron decisivos a la hora de solventar las iniciativas de la “sociología científica” -la llegada de reconocidos colegas del exterior, la puesta en marcha de una ambiciosa agenda de investigaciones empíricas, la posibilidad de dedicarse en tiempo completo a la disciplina, el envío de jóvenes a estudiar en el exterior-, sin las cuales el alcance de la renovación hubiera sido muy distinto (y probablemente mucho más modesto). La sociología se reposicionó, es cierto, porque fue reconocida en la principal institución universitaria, pero también porque gozó de un caudal de recursos sin precedentes (que, como vimos, representaba una parte sustantiva de aquel que la UBA le asignaba a la FFyL). Como ha sido destacado por diversos especialistas, el financiamiento tiene impacto en lo que hacen y pueden hacer los cientistas sociales, aun cuando el impacto no sea el anticipado o querido por los donantes o sus beneficiarios (Morcillo Laiz, en prensa; Turner, 1999). El derrotero de la “sociología científica” en la UBA ilustra justamente una situación en la que las fundaciones filantrópicas contribuyen al desarrollo de una dinámica institucional que acabó volviéndose en su contra.

En efecto, no tomó mucho tiempo para que se pusiera en claro que los ideales estimulados en el seno de la institución receptora y aquellos favorecidos por las instituciones donantes apuntaban en diferentes direcciones. Como vimos, la rápida masificación de la Carrera de Sociología, estimulada por el propio impacto del funding, generó un ambiente hostil para quienes impulsaban una profesionalización de la disciplina a partir de la separación entre “ciencia” y “política”, y el desarrollo de fluidos vínculos con el mainstream internacional. A la incompatibilidad de ese modelo, que suponía las dedicaciones full-time y un claro énfasis en la investigación empírica, con un contexto de crecientes demandas docentes y escasez presupuestaria de la institución receptora, se sumó la discordancia entre lo que los estudiantes querían y aquello que la sociología tal como era impulsada por Germani y sus colaboradores podía ofrecerles. La participación de los alumnos en el cogobierno, así como su permanente movilización para señalar aquello que no les gustaba, magnificó su influencia y sentó las bases, como vimos, para la emergencia de un grupo de sociólogos que se opuso, casi punto por punto, a las orientaciones impulsadas por la “sociología científica” y sus donantes foráneos. Las discrepancias, asimismo, eran inseparables de la progresiva diferenciación de la base institucional -que adquirió una modalidad dual- que sostenía la labor de aquellos que se definían como “sociólogos”. La difícil apuesta de Nun y sus colaboradores por tener un pie en cada circuito -que suponía interlocutores, condiciones de trabajo y recursos muy diferentes- da cuenta del creciente abismo que se configuró entre esos circuitos. Lo anterior da cuenta también de la conflictividad que puede permear un determinado campo sociológico cuando, merced a los estímulos y demandas de instituciones que apuntan en sentidos diferentes, los sociólogos deben lidiar con condiciones de vida profesional muy divergentes.

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Fuentes

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1En Confirmado, 16/7/1965, p. 37.

2A grandes rasgos, la cronología que presenta este artículo acompaña el ascenso de la politización más general del campo intelectual argentino, así como el auge de las críticas a la filantropía internacional que se dieron en América Latina. Los tres apartados en que se divide el artículo, sin embargo, están delimitados por procesos propios del desarrollo local de la disciplina: el primero se corresponde con el ascenso de la “sociología científica”; el segundo con la consolidación de un clima hostil hacia Germani y sus colaboradores merced a las resistencias estudiantiles, lo que se tradujo en la creación de un centro privado de investigación fuera de la universidad; el tercero, con el derrotero de una carrera masificada donde la militancia estudiantil y el activismo de los sociólogos que allí trabajaban ganó más y más fuerza. En conjunto el periodo abordado en este artículo comprende una fase de evidente expansión de la disciplina en Argentina que fue clausurado a mediados de los años 1970 con la instalación de un gobierno a todas luces autoritario, que sentó las bases para un marcado retraimiento de las ciencias sociales.

3En Boletín de Informaciones de la Facultad de Filosofía y Letras, 1961, núm. extraordinario, pp. 21-22.

4Traducción propia.

6Ya en 1965 el semanario Confirmado dedicaba una amplia entrevista al entonces rector Hilario Fernández Long (1918-2002), intitulada “La universidad en crisis”, donde la máxima autoridad de la UBA reclamaba por los escasos fondos invertidos por el Estado, lo que, entre otras cosas, limitaba las posibilidades de avanzar en la construcción de infraestructura y mitigar la carencia de aulas en contextos de ampliación de la matrícula. Este problema, reconocía el rector, era particularmente acuciante en FFyL. En Confirmado, 21/5/1965, p. 33.

7Esta sección reproduce con modificaciones una sección aparecida en Blois (2022).

8Germani no estaba solo en su crítica al cogobierno. En declaraciones al semanario Confirmado en septiembre de 1965, E. Butelman (1917-1990), un estrecho colaborador del sociólogo ítalo-argentino, anunciaba su renuncia a la UBA “por la incomprensión de muchos jóvenes, políticamente iracundos, y acaso muy talentosos, pero inmaduros y presuntuosos en su anticientificismo […] No se podrá hacer nada en serio mientras no se elimine el gobierno tripartito”. En Confirmado, 30/9/1965, p. 64.

9Actas del Consejo Directivo, 23/3/1965 y 13/4/1965.

10Según los testimonios de la época, las paredes de la FFyL estaban colmadas de carteles con una diversidad de consignas, fuera contra algún profesor que había caído en desgracia, contra el gobierno local o contra las intervenciones del “imperialismo”.

11En Panorama, 18/5/1971, p. 41.

Recibido: 03 de Julio de 2022; Aprobado: 02 de Noviembre de 2022

Acerca del autor

Juan Pedro Blois es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y profesor de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Es doctor en ciencias sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Sus principales áreas de investigación comprenden la historia de la sociología en Argentina y América Latina, el desarrollo de las profesiones y los usos del saber experto.

Dos de sus últimas publicaciones son:

1. Blois, Juan Pedro (2022) The Self at Stake. Sociologists and Dirty Work in Argentina. The American Sociologist, 53, 63-90.

2. Blois, Juan Pedro (2020). Sociology in Argentina. A Long-Term Account. Basingstoke: Palgrave Macmillan.

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