Introducción
A partir de la década de 1980, en América Latina se inició la implementación de políticas de ajuste estructural encaminadas a contrarrestar los efectos del endeudamiento y del déficit fiscal que atravesaban sus economías (Banegas, 2008; Cuervo, 2003). Al tenor de los dictámenes del Consenso de Washington, los países de la región adoptaron, entre otras medidas, la modernización de sus estructuras. Con la idea de que la intervención estatal había sido excesiva e ineficiente, este proceso implicó la disminución de las funciones y ámbitos de competencia estatales, así como la adecuación institucional y la transformación de los modelos de gestión y administración pública mediante la puesta en marcha de privatizaciones, descentralización y externalización de servicios y desregulación.
Si bien estas medidas ocasionaron la contracción del aparato burocrático, no supusieron necesariamente la retirada del estado,1 sino más bien la multiplicación de los mecanismos y dispositivos con los que se ejerce la autoridad pública. De un régimen centralizado se pasó a una modalidad de gobierno a distancia (Rose, 1996), con la que se produjo la transferencia de competencias antes asumidas exclusivamente por las instituciones oficiales a otros actores individuales y colectivos. Esto dio lugar a la configuración de distintas modalidades para la prestación de bienes y servicios públicos en las que el estado ya no era el único agente proveedor, sino que aparecía como un actor más en medio de muchos otros, con un carácter de socio estratégico del desarrollo.
Despojado del carácter normativo que le dio origen, el concepto de gobernanza resulta útil para entender la manera en que se ejercen estas nuevas formas de gobierno local. A partir de su experiencia investigativa en diferentes países del occidente de África, el equipo del Laboratory for Study and Research on Social Dynamics and Local Development (Lasdel), a la cabeza de Jean-Pierre Olivier de Sardan, ha replanteado la noción de gobernanza para entenderla como “todo método organizado para la prestación de servicios y bienes públicos o colectivos con arreglo a normas específicas (oficiales y prácticas) y a formas específicas de autoridad” (Olivier de Sardan, 2009a, p. 4). Esta manera de enfocarla supone el reconocimiento de múltiples modos de gobernanza en un mismo espacio sociopolítico. De acuerdo con el patrón en torno al cual se organiza la prestación de los bienes y servicios públicos, el equipo del Lasdel ha identificado ocho modalidades, entre las que la gobernanza local proyectista resulta de particular interés en el marco de este trabajo. Más adelante volveremos sobre estos conceptos.
A la luz del caso del piedemonte caqueteño, una región localizada en el suroriente colombiano que en los últimos años se ha convertido en objeto de una creciente intervención por parte de diversas agencias gubernamentales y no gubernamentales, este artículo intenta desentrañar el funcionamiento del modo de gobernanza local proyectista que ha surgido y se ha consolidado en dicha zona. En efecto, los procesos de negociación y firma del acuerdo de paz entre el gobierno nacional y las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), así como la renovada preocupación por la crisis ambiental, generada por el notable incremento de las tasas de deforestación registrado en los últimos años en regiones como la Amazonía (GACD, 2018; Monsalve, 2018), han volcado el interés hacia esta zona localizada en la confluencia de la cordillera de los Andes y la cuenca amazónica.
El artículo pretende dar cuenta de tres dimensiones de la gobernanza: los actores que intervienen en la región a través de la implementación de proyectos agroambientales, la brecha entre las normas oficiales y las normas prácticas que rigen estas intervenciones, y las interpretaciones que sus destinatarios elaboran en torno a ellas. Nuestra hipótesis es que el modo de gobernanza local proyectista ayuda a sostener y legitimar ciertos órdenes y relaciones que ocurren en la región: la intervención indirecta del estado, el trabajo de los técnicos y funcionarios vinculados a la industria del desarrollo, la satisfacción de algunas necesidades del campesino a través de la ejecución de planes cada vez más focalizados, el sistema de créditos agrarios de los bancos, la venta de implementos e insumos agropecuarios por parte de las empresas comercializadoras, las redes clientelistas y las prácticas de corrupción que se tejen alrededor de los proyectos, entre otros.
Nuestro trabajo se realizó en el marco del proyecto Towards BIOSmart Livestock Farming in Colombia: Cultural Landscapes, Silvo-pastoral Systems and Biodiversity, cuya unidad de estudio son campesinos asentados en el piedemonte caqueteño (municipios de Morelia, Belén de los Andaquíes, San José del Fragua y Albania) (véase mapa 1). Allí efectuamos 52 entrevistas en profundidad a actores relevantes de ese territorio, así como dos grupos focales con cuatro y quince campesinos, respectivamente. Interrogamos tanto a los beneficiarios de los proyectos como a los profesionales vinculados a distintas agencias públicas, privadas y del tercer sector, sobre los planes adelantados en la zona en la última década, en términos de sus propósitos, recursos de financiación, agencias implementadoras, selección de beneficiarios, bienes y materiales entregados, procesos de capacitación y estrategias de seguimiento. Adicionalmente, consultamos otras fuentes de información, como documentos institucionales y de las organizaciones, en formato análogo o digital, así como literatura secundaria relacionada con los temas abordados en la investigación.
Además de esta introducción, el artículo se compone de cuatro apartados. En el primero presentaremos una breve discusión sobre las tres olas que han agrupado los estudios sobre la gobernanza y, en segundo término, algunas de las nociones que forman parte de la utilería conceptual del equipo del Lasdel: desarrollo, gobernanza y modos locales de gobernanza. Seguidamente, haremos un breve repaso de los procesos históricos que han marcado el devenir de la región de estudio en las últimas décadas. El tercer apartado está dedicado a la descripción y análisis del modo de gobernanza local proyectista en términos de los actores que intervienen en la región, del vacío entre las normas oficiales y las prácticas que rigen la implementación de estos proyectos, así como de las interpretaciones que los destinatarios hacen de dichas intervenciones. Cerraremos con algunas reflexiones en torno a los hallazgos obtenidos a la luz de las nociones utilizadas.
Hacia una reconceptualización de la noción de gobernanza
El desarrollo involucra una enorme cantidad de interacciones entre actores diferencialmente situados, dotados de capitales diversos y motivados por objetivos distintos. Este elenco de actores, entre los que se cuentan burócratas, profesionales de organizaciones no gubernamentales (ONG), líderes de asociaciones comunitarias, directores de proyecto, asistentes técnicos e investigadores, tienen en común “ganarse la vida” promoviendo el desarrollo de otras personas, para lo cual invierten tiempo, dinero y competencia profesional (Blundo, & Le Meur, 2009; Mosse, & Lewis, 2006). En un sentido importante, el campo del desarrollo funciona a la manera de un mercado en el que los implicados compiten entre sí por posicionar determinados bienes y servicios mediante la movilización de gran cantidad de recursos materiales y simbólicos (Olivier de Sardan, 2005).
La multiplicación de actores en la arena del desarrollo, resultado de las políticas neoliberales de privatización, descentralización y externalización de servicios, ha tenido como correlato la proliferación de nuevos espacios para la producción y administración de los asuntos públicos, en los que el estado ya no es el único agente de cambio social ni el proveedor exclusivo de bienes y servicios colectivos, sino que comparte estas funciones con muchas otras agencias no gubernamentales, empresas privadas y organizaciones comunitarias. Al orden resultante de la interacción repetida entre estos actores e instituciones se le ha nombrado gobernanza. En palabras de Rose (2004, p. 21), este fenómeno puede ser entendido como:
un patrón u orden emergente de un sistema social, que surge de complejas negociaciones e intercambios entre actores sociales “intermedios”, grupos, fuerzas, organizaciones, instituciones públicas y semipúblicas en el que las organizaciones estatales son sólo una -y no necesariamente la más significativa- entre las muchas otras que intentan dirigir o gestionar estas relaciones.
Es preciso señalar que, desde su aparición en la década de 1990, la conceptualización de la gobernanza ha variado con la necesidad de dar cuenta de las mutaciones que el fenómeno mismo ha tenido durante estas décadas. Rhodes (2012) identifica tres olas en la literatura sobre el tema: la gobernanza en red, la metagobernanza y la gobernanza interpretativa. La primera informa acerca del proceso de fragmentación del estado resultante de las políticas de ajuste estructural implementadas en la década de 1980, que daría lugar a la dispersión del poder estatal en una compleja configuración de redes espacial y funcionalmente distintas, compuestas por todo tipo de organizaciones públicas, privadas y voluntarias que comparten con el centro la provisión de servicios públicos. La metagobernanza, a su vez, supone el regreso del rol gobernante del estado mediante la coordinación de las organizaciones y redes a cargo de la prestación de servicios, por un lado, y el despliegue de dispositivos indirectos de control, como la negociación y la diplomacia, por el otro. Finalmente, la gobernanza interpretativa sitúa al actor en un primer plano en tanto que, para explicar los patrones cambiantes de gobierno, recupera las creencias, interpretaciones y racionalidades que sustentan las prácticas de los agentes y la manera en que responden a los dilemas que se les presentan. En un trabajo posterior, Rhodes (2018) agregaría que, aparte del carácter mutuamente constitutivo entre las creencias y las prácticas, es preciso reconocer su naturaleza contingente y holística, en la medida en que solo pueden comprenderse en el marco de redes de significado y de práctica más amplias, y de los contextos históricos específicos en los que tienen lugar.
El “giro interpretativo” se ha abierto camino entre los científicos políticos en virtud de los cuestionamientos que han recibido las dos primeras olas. De las redes de gobernanza se ha dicho que, en realidad, no son tan nuevas como se les quiere presentar y que, en última instancia, han terminado por reproducir los vicios de las formas jerárquicas de ejercicio del poder que supuestamente ayudarían a superar: prevalencia de estructuras verticales y cerradas, institucionalización de la inequidad y altos niveles de desconfianza (Davies, 2011). De la metagobernanza se ha cuestionado su mirada reificante del estado, que es considerado como objeto material, discreto y atomizado, que puede ser comparado, medido y clasificado en relación con otros estados (Rhodes, 2012).
En este punto, podemos establecer un claro paralelo entre la gobernanza interpretativa y la línea de análisis adoptada por los investigadores del Lasdel, a quienes les interesa explorar empíricamente los significados que hay detrás del concepto de gobernanza y entenderla como un mecanismo institucional para la prestación de bienes y servicios colectivos o públicos, que opera según normas oficiales y prácticas que le son peculiares, se incorpora a culturas profesionales particulares e involucra formas específicas de autoridad (Olivier de Sardan, 2014). En este sentido, el equipo del Lasdel comparte los principios esenciales de la gobernanza interpretativa propuesta por Rhodes (2018), en la medida en que se trata de un enfoque de abajo arriba que sitúa al actor en el centro del análisis y se sustenta en una perspectiva etnográfica interesada en recuperar las perspectivas de los actores sobre sus propias prácticas y significados, al tiempo que les concede la misma importancia a las voces de aquellos agentes tradicionalmente ignorados en el estudio de estos procesos.
Así entendido, el concepto de gobernanza permite capturar la diversidad empírica de escenarios, modalidades y actores que día a día prestan bienes o servicios públicos o colectivos en las sociedades contemporáneas. La creciente importancia de las agencias de ayuda, así como de otros actores no estatales en la implementación y financiación de políticas públicas, complejizan a tal punto las arenas del desarrollo que, hoy en día, son necesarias al menos cuatro instancias para la provisión de dichos servicios: las instituciones estatales de diferentes niveles (local, regional y nacional); las agencias de desarrollo (ONG nacionales e internacionales, entidades cooperantes); las formas organizativas comunitarias, y las compañías privadas (Blundo, & Le Meur, 2009). El caso que analizamos es, de hecho, un buen ejemplo de la coexistencia de tal diversidad de actores en un mismo espacio.
Ahora bien, la escena local se constituye en un espacio privilegiado para observar la manera en que se ejerce la gobernanza cotidiana, toda vez que permite vislumbrar el modus operandi de los actores locales en la prestación de bienes y servicios públicos, así como sus interacciones directas con sus usuarios. Además, el carácter de estas interacciones está teñido de los vínculos de proximidad, alianzas, rivalidades, conflictos, relaciones clientelistas, etc., que densifican la vida lugareña. Olivier de Sardan (2009a, p. 8) define los elementos constitutivos del modo de gobernanza local:
incluye los métodos mediante los cuales una institución local (formal o no, pública o no), que suministra bienes o servicios públicos o colectivos, gestiona los recursos simbólicos y materiales que controla para ello, en nombre de una determinada concepción de su interés y del interés público o colectivo. Cada modo de gobernanza local tiene sus formas específicas de autoridad y legitimidad, más o menos aceptadas o discutidas, y más o menos eficaces en términos de suministro de bienes y servicios.
Así pues, el equipo del Lasdel ha identificado ocho modos de gobernanza local de acuerdo con el actor predominante en la prestación de bienes y servicios, y con el carácter público o privado de los fines a los que sirven.
Los modos públicos de gobernanza son: burocrático (servicios estatales), proyectista (proyectos de desarrollo y agencias de ayuda), asociativo (asociaciones, cooperativas, grupos de agricultores, etc.) y municipal (gobiernos locales). Los modos restantes, aunque menos prominentes y más dispersos, también prestan bienes o servicios, ya sea de manera ocasional o permanente: caciquil (caciques tradicionales o neotradicionales), basado en relaciones de patronazgo (patrones), mercantil (operadores privados) y religioso (Olivier de Sardan, 2014).
Debido a la relevancia que ha adquirido la implementación de proyectos en nuestra región de estudio como medio para resolver, aunque sea parcialmente, las necesidades de los campesinos, centraremos nuestro análisis en el modo de gobernanza local proyectista, es decir, el mecanismo de prestación de bienes y servicios públicos que tiene en las agencias de desarrollo un actor protagónico, ya sea mediante la financiación de diversos actores locales o a través de la ejecución de proyectos de manera directa o indirecta. Esto no excluye el papel que puedan jugar otros modos de gobernanza en la provisión de bienes y servicios en la región, como tampoco los vínculos que surjan entre dichas modalidades.
El modo de gobernanza proyectista tiene la particularidad de estar regulado por un enorme conjunto de normas oficiales que, al obedecer a los procedimientos administrativos extraterritoriales de las agencias de desarrollo, funciona a la manera de un enclave. Como los demás modos, se rige también por normas prácticas informales que regulan el acceso y la distribución de los beneficios de los proyectos. Otro de sus rasgos distintivos es el carácter provisional de sus estructuras, pues se espera que los actores locales asuman paulatinamente la prestación de los bienes y servicios proporcionados por las diversas agencias de ayuda (Olivier de Sardan, 2009a).
El Caquetá: de “territorio nacional” a lugar estratégico de intervención
Hasta hace solo tres décadas, buena parte del suelo colombiano formó parte de los llamados “territorios nacionales”, una construcción discursiva que etiquetó a más de la mitad del país como tierras inexpugnables, habitadas por tribus salvajes, incapaces de gobernarse a sí mismas y, por ende, necesitadas de la tutela estatal para salir del “atraso” (Serje, 2005). Esta mirada de los “territorios nacionales” pautaría distintas modalidades de intervención del estado que, durante su vida republicana, ha ensayado diversas estrategias para la administración de esas regiones.
En el caso del piedemonte caqueteño, que también se incluía en dichos territorios, se identifican tres momentos del proceso de consolidación de la presencia estatal en la región. El periodo que va desde mediados del siglo XIX y la primera década del XX, en el que la región piemontana fue objeto de formas de gobierno indirecto ejercidas a través de distintos agentes, como las misiones capuchinas y las empresas extractivas (de quina y caucho), a las que se les entregaban grandes extensiones de tierras baldías para el usufructo y la explotación a condición de que se establecieran en la zona o de que se hicieran cargo de la apertura y mantenimiento de vías. La fase comprendida entre la segunda y la sexta décadas del siglo XX, en la que el gobierno nacional desplegó prácticas de legibilidad del territorio orientadas a consolidar su presencia directa en él, como la creación de divisiones territoriales, la instauración de un aparato burocrático y la construcción de obras públicas. Y, por último, el periodo que recorre las décadas de 1960 a 1980, cuando el estado asumió el control directo sobre la población y el territorio a través de la implementación de políticas agrarias y de colonización (Ciro, 2008; Martínez, 2017; Vásquez, 2015).
A mediados del siglo XX, la exacerbación de la contienda entre los partidos liberal y conservador, así como de los conflictos agrarios por la tierra que venían presentándose desde los años veinte, desembocarían en el periodo conocido como la Violencia. Consciente de la persistencia del problema agrario, el gobierno nacional incluyó, entre las medidas de modernización de la economía, la realización de una reforma agraria orientada a la capitalización del sector agropecuario y a una distribución más equitativa de la tierra. Para tal propósito, expidió la Ley 135 de 1961, que pronto se encontraría con la férrea oposición de la clase terrateniente, de los políticos conservadores y de la Iglesia.
En este contexto, se planteó la colonización de zonas de frontera como el piedemonte caqueteño como salida al problema de la tierra en el país, sin comprometer la estructura agraria vigente y, por ende, como una manera de distender el conflicto político que había llegado a sus más altos niveles de paroxismo durante ese oscuro episodio de la historia colombiana (Fajardo, 1994; Marsh, 1983; Vásquez, 2015). Fue así como, en 1959, el gobierno nacional delegó a la Caja Agraria la ejecución de un programa de colonización dirigida en varias regiones del país, entre las cuales se encontraba la zona piemontana. Tres años más tarde, este programa fue asumido por el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) que, en vista de los magros resultados obtenidos por su antecesora, decidió reorientar la intervención hacia el apoyo a los colonos espontáneos que se habían desplazado por su propia cuenta y riesgo a la región (Martínez, 2017). Cabe señalar que el proceso de colonización agraria adelantado por los empresarios, los campesinos sin tierra y el mismo gobierno, supuso el desmonte de la selva para adecuar el terreno y volverlo habitable, así como su reconversión productiva en área ganadera, lo que condujo a la deforestación de grandes zonas boscosas (Ceballos, 2022; Ciro, & Ciro, 2008; Ciro, 2009).
De manera paralela a la colonización del piedemonte, en la región de El Pato, localizada al noroccidente del Caquetá, se producía también un proceso de ocupación por parte de cientos de familias procedentes del sur del Tolima, que llegaron en 1955 huyendo de la ofensiva militar en contra de las llamadas “repúblicas independientes”, lugares donde se asentaban las autodefensas campesinas creadas para contrarrestar la violencia ejercida por los conservadores a manos de la policía “chulavita”2 (Castellanos, 2022).
Con el propósito de erradicar las “repúblicas independientes”, en 1964 el gobierno nacional inició la operación Marquetalia, que tuvo como efecto boomerang la transformación de las autodefensas campesinas en guerrillas revolucionarias. Así nacieron las FARC que, desde sus inicios, hicieron del Caquetá uno de sus bastiones. La llegada del cultivo de la coca al departamento, a mediados de la década de 1970, representó una nueva fuente de financiación para la organización guerrillera que, pese a su resistencia inicial, terminó vinculándose al negocio a través del control de toda la cadena productiva. Tres décadas después, la hegemonía guerrillera se vería disputada por los paramilitares que, tras un par de incursiones fallidas, en 1997 finalmente lograron establecerse entre el centro y el sur del departamento (Ciro, 2020; Vásquez, 2015).
En 2012, el gobierno nacional y las FARC reanudaron los diálogos de paz que habían naufragado 10 años atrás, cuando se había creado una zona de distensión entre los departamentos del Caquetá y el Meta como escenario del proceso de paz. Tras cuatro años de difíciles negociaciones, en 2016 se logró la firma del “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. El inicio de los diálogos creó oportunidades políticas inéditas para la instauración de la industria del desarrollo en el Caquetá, que encontró condiciones de seguridad propicias para ingresar a la zona, así como un renovado ámbito de actuación en la implementación del primer punto del Acuerdo, que consistía en la realización de una reforma rural integral con enfoque territorial.
Las dimensiones de la gobernanza: actores, normas prácticas e interpretaciones locales
Partimos del supuesto de que, en la región del piedemonte caqueteño, la prestación de bienes y servicios públicos ha pasado a depender en gran medida de la gestión de recursos mediante la figura del proyecto. A continuación, presentamos algunos rasgos constitutivos del modo de gobernanza proyectista, en términos de los actores implicados, de la brecha entre las normas oficiales y las normas prácticas, y de las interpretaciones que los beneficiarios elaboran sobre las intervenciones. Cabe precisar que en el marco de este trabajo nos centraremos en la oferta de proyectos agroambientales orientados al desarrollo productivo con base en criterios de sostenibilidad ambiental.
Los agentes del desarrollo
La industria del desarrollo que ha llegado a instalarse en el piedemonte caqueteño constituye una compleja configuración de la que forman parte distintos actores institucionales, no gubernamentales y comunitarios, con igual diversidad de propósitos y estrategias de intervención.
Con base en la información obtenida en las entrevistas y en la consulta de fuentes documentales, identificamos tres grandes conjuntos de actores que intervienen en la implementación de proyectos agroambientales en la región: instituciones estatales, tercer sector y agentes privados. Aunque comparten el propósito de impulsar procesos productivos ambientalmente sostenibles, los proyectos persiguen distintas finalidades específicas: desde ayudar a cerrar acuerdos comerciales entre productores y compradores hasta implementar modelos alternativos de producción ganadera, pasando por el desarrollo de sistemas silvopastoriles, el freno a la deforestación, la restauración de zonas degradadas, la lucha contra el cambio climático, la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, la promoción del pago por servicios ambientales y la creación de reservas naturales de la sociedad civil.
En cuanto a las fuentes de financiación, buena parte de los proyectos recibe fondos de la United States Agency for International Development (USAID). Otras entidades financiadoras son el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Internationale Klimaschutz Initiative (IKI), los gobiernos alemán y noruego, el gobierno colombiano a través del Sistema General de Regalías, y Nestlé. Por su parte, la ejecución de los proyectos corre por cuenta del heterogéneo conjunto de ONG nacionales y extranjeras, centros de investigación y entidades financieras que aparecen en la tabla 1.
Instituciones estatales | ||
Ministerios | Agencias | Corporaciones |
• Ministerio de Agricultura | • Agencia de Desarrollo Rural (ADR) | • Corporación Colombiana de Investigación Agropecuaria (Agrosavia) |
• Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible | • Agencia de Renovación del Territorio (ART) | • Corporación para el Desarrollo Sostenible del sur de la Amazonia (Corpoamazonia) |
• Agencia Nacional de Tierras (ANT) | ||
Institutos | Entidades territoriales | Instituciones educativas |
• Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi) | • Gobernación del Caquetá, alcaldías y entidades asociadas (secretarías, unidades municipales de asistencia técnica agropecuaria) | • Universidad de la Amazonia |
• Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima) | • Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) | |
Entidades financieras | ||
Banco Agrario, Finagro | ||
Tercer sector | ||
Agencias de cooperación internacional | ONG internacionales | ONG nacionales |
• USAID | • IKI | • Misión Verde Amazonía |
• BID | • Financial Transactions and Reports Analysis Centre of Canada (Fintrac) | • Patrimonio Natural |
• Agencia Alemana para la Cooperación | • Community Development and Licit Opportunities (Cdlo) | • Iniciativas de Cadenas Agrícolas Sostenibles (Incas) |
• Internacional (GIZ) | • Global Green | • IC Fundación |
Nuevo Arco Iris | ||
Picachos | ||
• Fundación ALMA | ||
• Fundación Natura | ||
Centros de investigación | Organizaciones sociales | |
• Centro de Investigación de Agricultura Tropical (CIAT) | • Comité Departamental de Ganaderos del Caquetá | |
• Centro para la Investigación en Sistemas Sostenibles de Producción Agropecuaria (Cipav) | • Comités Municipales de Ganaderos | |
• Leibniz Centre for Agricultural Landscape Research (ZALF) | • Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan) | |
• Thünen-Institut | • Federación de Ganaderos del Caquetá (Fedeganca) | |
• Asociación de Acuicultores del Caquetá (Acuica) | ||
• Asociación Departamental de Cultivadores de Cacao y Especies Maderables del Caquetá (Acamafrut) | ||
• Asociación de Reforestadores y Cultivadores de Caucho del Caquetá (Asoheca) | ||
• Vicaría del Sur | ||
• Juntas de Acción Comunal | ||
• Sector privado | ||
• Nestlé, empresas de lácteos (San Antonio de Getuchá, Stelar, San José del Fragua, De Hogar, La Arboleda, La Caqueteña, La Maporita, Distrilácteos de Occidente), Takami. |
Fuente: Elaboración propia con base en entrevistas y revisión de fuentes documentales.
En lo relacionado con la presencia estatal en la región, las instituciones oficiales están estructuradas de diferentes formas: ministerios, institutos, agencias, corporaciones, unidades, entes territoriales, universidades y entidades financieras. Sus funciones varían dependiendo del nivel territorial (nacional, departamental, municipal o local) al que pertenecen y de la misión que les ha sido asignada. Los recursos para la ejecución de sus intervenciones provienen de fuentes diversas; algunos se derivan de asignaciones del presupuesto nacional o del Sistema General de Regalías, otros proceden de créditos concedidos por la banca multilateral o de donaciones de los cooperantes, mientras que algunos corresponden a fondos mixtos resultantes de las alianzas establecidas con el sector privado, los organismos de cooperación internacional y las agencias extranjeras.
El tercer sector es el más heterogéneo de todos. Incluye las agencias de cooperación para el desarrollo, organismos internacionales, ONG nacionales y extranjeras, fundaciones sin ánimo de lucro, organizaciones sociales de primer y segundo nivel, iglesias y gremios económicos, entre otros.
En lo que toca a la cooperación internacional, es preciso recordar que engloba todas las modalidades de ayuda y colaboración entre países a través de la transferencia de recursos técnicos, financieros y en especie, así como la cooperación cultural y la ayuda humanitaria (Ministerio de Relaciones Exteriores, 2023). Se rige por agendas globales que obedecen a las prioridades establecidas en distintos momentos coyunturales por la comunidad internacional. Se distinguen dos tipos: la cooperación oficial, que es coordinada por la Agencia Presidencial de Cooperación Internacional de Colombia (APC-Colombia), y la cooperación no oficial o descentralizada, es decir, aquella que se establece directamente entre los cooperantes. Por regla general, las agencias de cooperación internacional no intervienen directamente en los territorios, sino que lo hacen a través de otras ONG que reciben el nombre genérico de operadoras. En el caso del Caquetá, el grueso de la ayuda extranjera se ha concentrado en el posconflicto y la conservación ambiental.
En comparación con las agencias oficiales, las ONG reúnen ciertas ventajas que les han permitido ganar terreno en la arena de la cooperación internacional: mayor autonomía institucional, estructuras organizativas más flexibles y menos burocráticas, amplia capacidad de gestión de recursos y apoyo de las bases sociales (Tassara, 2012), aunque también es preciso mencionar que muchas de ellas han renunciado a su postura crítica inicial frente a las instituciones hegemónicas del desarrollo para no comprometer las posibilidades de financiación de sus proyectos (Agudo, 2012).
Las ONG con presencia en la región de estudio son bastante heterogéneas en términos de procedencia (Canadá, Estados Unidos, Colombia), áreas de intervención (desarrollo económico, organización y participación ciudadana, conservación ambiental, construcción de paz), cobertura geográfica (Asia, África, América Latina o Colombia exclusivamente), entre otros aspectos en los que, por razones de espacio, no es posible profundizar aquí.
Dentro del tercer sector también deben mencionarse las organizaciones sociales de primer y segundo nivel que, de meras receptoras de ayuda, han pasado a ocupar un lugar cada vez más activo en el mercado del desarrollo, en el que compiten con otros actores por el acceso a recursos provenientes de los proyectos. Es posible identificar una tendencia hacia la “oenegización” de estas expresiones organizativas, que han tenido que aprender ciertas competencias para disputar dichos recursos. Entre esas habilidades se cuentan: formulación y gestión de proyectos, adquisición de una personería jurídica, manejo de una contabilidad, apertura de cuentas bancarias y mecanismos de rendición de cuentas ante las agencias financiadoras, entre otros.
En el Caquetá, los límites entre organizaciones sociales y gremios económicos son difusos, ya que la vocería de las comunidades y de la clase empresarial es asumida por unas y otros indistintamente. Ambos han tenido un papel fundamental en el fortalecimiento de la economía local y en la creación de identidades; también han cumplido funciones de interlocución con las instituciones oficiales, gestión de recursos, resolución de conflictos, administración y dotación de bienes públicos. Sin embargo, hay algunas diferencias en su distribución geográfica, pues mientras los gremios han tendido a establecerse en las zonas consolidadas de colonización, las asociaciones de productores lo han hecho en las áreas de transición o en las zonas punta de colonización (CNMH, 2017). Los principales sectores productivos representados por ellos son los productores de leche, de carne y no maderables, caficultores, cacaoteros, porcicultores, avicultores, piscicultores y heveicultores.
A este saturado elenco de actores se suma el sector privado, representado en multinacionales como Nestlé y en empresas locales dedicadas al procesamiento de quesos, las cuales se han vinculado activamente a la implementación de proyectos orientados a la instauración de sistemas silvopastoriles y a la reconversión de las prácticas ganaderas tradicionales en modelos de ganadería sostenible. En 2006, los atentados perpetrados por las FARC a las estaciones de enfriamiento de Nestlé condujeron al surgimiento de un número importante de “quesilleras” que se encargaron de comprarle la leche a los productores y, de esta manera, rompieron el monopolio sostenido hasta ese momento por la multinacional en la región (Vásquez, 2015). Uno de los principios que orienta el accionar de las empresas es su rechazo al asistencialismo,3 razón por la cual han optado por sustituir la entrega de recursos económicos y materiales al campesino por el otorgamiento de créditos blandos. En la tabla 1 se aprecian los actores relacionados con los sectores agropecuario y ambiental que tenían presencia en el piedemonte caqueteño al recabar la información para esta investigación (véase tabla 1).
“Mandan buena plata y aquí se la roban”.4El problema de la brecha entre las normas oficiales y las normas prácticas
Como indicamos, cada modo de gobernanza local se rige por normas oficiales y normas prácticas específicas. Siguiendo a Olivier de Sardan (2009b; 2015), entenderemos las primeras como aquellas disposiciones formalizadas y explícitas que establecen los derechos y obligaciones reconocidos por las instituciones públicas y profesionales. Además de las leyes y normas jurídicas, incluyen códigos, convenciones, procedimientos, manuales y programas, entre otros dispositivos. Las normas prácticas, por su parte, son regulaciones latentes, informales y tácitas que rigen las prácticas de los actores cuando no actúan conforme a las normas oficiales. Señalar que habitualmente hay una brecha entre unas y otras no es novedoso, pero sí lo es el reconocimiento de que este vacío no significa la ausencia de regulaciones, sino más bien el uso de normas alternativas. Es decir, no estamos frente a un comportamiento anárquico o anómico, sino frente a uno regulado, pero por un registro informal e implícito.
El modo de gobernanza proyectista en el piedemonte caqueteño constituye, entonces, una configuración específica de estos conjuntos de normas. En lo que tiene que ver con las normas oficiales, baste señalar que cada una de las instituciones, agencias de desarrollo y ONG con presencia en el territorio está regulada por disposiciones, reglas operacionales y discursos orientadores que ordenan el funcionamiento de la organización en general, y de los proyectos en particular, en lo que toca a los propósitos de la intervención, los criterios de selección de los beneficiarios, los requerimientos exigidos a los usuarios y los mecanismos de evaluación y monitoreo. Pero, al lado de estas disposiciones, los entrevistados dan cuenta de normas prácticas que, sin estar reconocidas oficialmente, inciden en la manera en que se prestan los bienes y servicios públicos.
En efecto, la implementación de los proyectos en la región está rodeada de una atmósfera de sospecha. Buena parte de los beneficiarios, e incluso algunos agentes de desarrollo, refieren la apropiación indebida de los recursos destinados a los proyectos mediante prácticas corruptas ejercidas por los funcionarios y profesionales a cargo de su ejecución. Algunos señalan que los operadores reportan precios superiores a los realmente pagados por concepto de adquisición de materiales o de gastos en refrigerios, transporte y material didáctico para las capacitaciones. Otros sostienen que a los campesinos se les entregan materiales de mala calidad o deteriorados que, en la rendición de cuentas a las entidades financiadoras, se cobran como si estuviesen en buen estado. El testimonio de Hernando, empleado de una empresa de lácteos, es ilustrativo de este punto:
Los tres nos unimos, montamos una ONG, jalamos proyectos y decimos que vamos a capacitar 50 ganaderos y de esos 50 ganaderos vamos a hacer los refrigerios. Entonces, esos refrigerios no los vendemos a $1 000, sino a $5 000. Que vamos a contratar a un capacitador, entonces contratamos a un hermano suyo y le decimos que le vamos a pagar tres millones de pesos, pero realmente no le entregamos sino uno (Hernando, febrero de 2020).
De igual manera, los campesinos afirman que con frecuencia son visitados en sus fincas por personas inescrupulosas que les solicitan fotocopia de sus documentos de identidad o de la escritura de sus predios, o les piden firmar listados con el fin de legalizar gastos que en realidad no se efectuaron. Algunos, incluso, señalaron que los mismos operadores les piden a los beneficiarios acreditar actividades e inversiones que no se han realizado. Es el caso de Jorge, integrante de una organización de segundo nivel, quien aseguró:
El mismo operador les decía a los beneficiarios “estamos atrasados, ¿usted tiene cañero en la finca? ¿Sí? Entonces rócelo por debajo y deje los árboles más grandes y diga que ese es el sistema silvopastoril”. Robando la plata que era para eso (Jorge, enero de 2020).
Los alcaldes y los gobernadores son objeto de desconfianza generalizada. Se piensa que adquieren enormes deudas para financiar sus campañas políticas, razón por la cual, cuando toman posesión de sus cargos, deben recuperar el dinero invertido, y una de las formas de hacerlo es mediante el cobro de “mordidas”. De ahí que busquen favorecer a sus amigos o allegados en la asignación de contratos, debido a la complicidad que pueden encontrar en ellos para la realización de este tipo de transacciones. Estos funcionarios no solo son tenidos por corruptos. También se les atribuye el uso oportunista de los recursos públicos para la compra de lealtades políticas mediante la asignación clientelista de los dineros que ingresan a los municipios y departamentos a aquellas comunidades que apoyaron sus candidaturas en las elecciones, lo que implica necesariamente la exclusión de las localidades que decidieron alinearse con sus opositores políticos. En otras palabras, se piensa que instrumentalizan los recursos destinados a los proyectos para acrecentar sus caudales electorales. Cabe señalar que las Juntas de Acción Comunal tienen un papel central en el sostenimiento y reproducción de estas redes clientelistas. Las palabras de Cristian, profesional vinculado a una ONG nacional, son dicientes al respecto:
Está municipio, departamento, nación. Entonces, a través de recursos de…, ya sea de destinación que pasen el Gobierno, departamental o municipal, hay una parte de esos recursos que son para temas agropecuarios ¿sí? Y esos temas agropecuarios a los pequeños productores o los campesinos a nivel local muchas veces se reparten por política, casi siempre, politiquería local, el alcalde local, tratando de mantener su caudal de electores y clientela, esos recursos se reparten en las Juntas de Acción Comunal o veredales... (Cristian, febrero de 2020).
Al ejercicio de prácticas clientelistas y corruptas, se suma un tercer problema relacionado con la selección de los beneficiarios. Pese a que en las reglas operacionales, tanto de las agencias financiadoras como de las instituciones oficiales y de las ONG, se declara que la población objetivo de sus intervenciones son los pequeños productores, algunos de los entrevistados sostienen que no hay un acceso equitativo a los proyectos, porque terminan favoreciendo a aquellos actores que, como el Comité Departamental de Ganaderos, cuentan con una mayor cantidad de capital económico, social y político, y, por ende, con una mayor capacidad de negociación en el mercado del desarrollo. De hecho, estos proyectos al final reproducen desigualdades económicas entre los productores, ya que en muchas ocasiones benefician a quienes se encuentran en una posición económica privilegiada o a aquellos que tienen un buen historial crediticio, y dejan de lado al pequeño campesino (Suárez et al., 2022). En palabras de María, productora de Albania:
Y lo bueno sería también que tengan en cuenta al pequeño productor, el pequeño… la persona que está empezando, porque desgraciadamente todo proyecto que llega se queda en las personas ya grandes, personas que sacan cuatro o cinco canecas de leche, que una de esas personas que paga mayordomo ¿necesita de un proyecto de esos? No lo necesita ¡por Dios! Pero esos son los que se benefician […] Siempre dicen que salió un proyecto para los de abajo, pequeños productores. Y mentira, siempre salen los grandes productores. Son los que se benefician. No sé si será porque les dan plata, uno no sabe… (María, febrero de 2020).
A esto se suma que, al parecer, no siempre se hace una selección rigurosa de los beneficiarios. Varios entrevistados señalaron que, con frecuencia, la ejecución de los proyectos se concentra en las áreas aledañas a los centros poblados o a las carreteras, y marginan de sus beneficios a los campesinos que viven en las zonas más apartadas. En palabras de Alejandro, profesional vinculado a un centro de investigación internacional: “En otros casos, las iniciativas tratan de mantenerse muy cerca de las vías principales o cerca de Florencia, y entonces la mayoría de iniciativas están muy cerca de los pueblos, y pocas toman la iniciativa de internarse en el bosque o dentro del departamento” (Alejandro, enero de 2020).
Aparte de los testimonios de las personas entrevistadas, no contamos con evidencias que confirmen o desmientan estas acusaciones de corrupción y clientelismo. Tampoco es nuestra intención hacer una evaluación moral de dichas intervenciones, pero lo que sí pudimos comprobar es la percepción generalizada que habita en nuestros interlocutores respecto a la presencia de este tipo de prácticas en el proceso de implementación de los proyectos, y cómo ello compromete las relaciones mínimas de confianza en las cuales deben cimentarse estas intervenciones.
“Nosotros de campesinos, agradecidos con cualquier cosa que nos den”:5 las interpretaciones de los beneficiarios
En este último apartado nos ocuparemos de las interpretaciones de los destinatarios de los proyectos agroambientales que se implementan en el piedemonte caqueteño. Nos apartamos de las visiones instrumentalistas que consideran que el “éxito” o el “fracaso” de los proyectos de desarrollo dependen de la coherencia de su diseño ideal, para abrazar, en cambio, la perspectiva orientada al actor que insiste en enfocar la atención tanto en los significados que dichos proyectos adquieren para las poblaciones destinatarias, como en las estrategias y usos reales que hacen de las operaciones de desarrollo que se adelantan en su nombre (Mosse, & Lewis, 2006; Olivier de Sardan, 2005). Según esta perspectiva, los sujetos de los proyectos de desarrollo no son meros receptáculos de proyectos ideados “desde arriba”, sino que despliegan distintas estrategias y recursos frente a las intervenciones planeadas por agencias públicas o privadas, al tiempo que las incorporan a sus mundos de vida y les otorgan disímiles significados (Long, 2007). Las afinidades entre esta perspectiva y la gobernanza interpretativa defendida por Rhodes (2012, 2018) son evidentes.
En la región de estudio hay una percepción generalizada respecto a que los proyectos agroambientales no consultan las necesidades de la población. No es un hecho aislado si se tiene en cuenta que, desde hace por lo menos tres décadas, estudios realizados en distintas latitudes (Cernea, 1985; Gardner &, Lewis, 2003; Monje, 2018; Viola, 2000) han cuestionado que el diseño y la implementación de los proyectos de desarrollo normalmente se hagan “de arriba abajo”, desconociendo las condiciones particulares de los contextos en los que se pretende adelantarlos, así como el potencial de los conocimientos locales.
En efecto, tanto los productores como algunos agentes de desarrollo sostienen que en la región se implementan proyectos estandarizados que no tienen en cuenta las condiciones físicas y ambientales de los diferentes paisajes que la componen, como tampoco los intereses y preferencias de los campesinos. Algunos proyectos, por ejemplo, contemplan la siembra de especies foráneas, como el nogal o el botón de oro, que difícilmente brotan en los suelos amazónicos, y cuando lo hacen, obtienen rendimientos muy bajos. Otros, en cambio, demandan altas inversiones en mano de obra, así como costos adicionales que muchas veces no están al alcance de los productores. Es el caso de algunos proyectos agroforestales que, aunque están pensados como una de las estrategias bandera en la lucha contra el problema de la deforestación, exigen grandes esfuerzos del campesino, quien debe destinar parte de su predio a la siembra de árboles, así como invertir tiempo y trabajo en su limpieza y mantenimiento. El testimonio de Milton, profesional vinculado a un proyecto agroambiental, da cuenta de algunas de estas dificultades:
La mayoría han sido proyectos malos. Malos en el sentido de que no tienen las mejores aproximaciones a los productores. Por ejemplo, una vez un instituto de aquí hizo una implementación de sistemas agroforestales en la parte de montaña y tenía un dinero para darle a los productores árboles, fertilizantes y herramientas. Llamaron a los productores a la cabecera municipal y llegaron con los camiones. El productor tenía que llegar y recoger eso y devolverlo a su tierra. Muchos productores no quisieron bajar porque no tenían la plata para pagar un camión que les moviera eso hasta sus fincas. Otros no quisieron bajar porque “para qué perder mi tiempo, se me van a morir”. Otros aprovecharon que los otros los estaban rechazando y contrataban un camión y se los llevaban. Pero los que lograron llevarse los materiales a las fincas no fueron exitosos (Milton, enero de 2020).
La entrega de insumos y materiales que el campesino no necesita es, quizás, una de las manifestaciones más visibles de este problema. Los productores y profesionales entrevistados recrearon una y otra vez la misma imagen: la del campesino vendiendo la guadañadora, el tanque o el concentrado para peces; la de los bultos de alambre o de abono apilados en las fincas, o la de los árboles y las motobombas abandonados. Esta acción de recibir bienes aun sin necesitarlos se explica en virtud del principio de “desviación” identificado por Olivier de Sardan (2005) entre los destinatarios de las operaciones de desarrollo en África. Consiste básicamente en un comportamiento estratégico del campesino orientado a explotar al máximo las oportunidades a su disposición, salvaguardando sus intereses particulares. Las palabras de un funcionario municipal son ilustrativas de este proceder:
Lo que pasa, y lo digo a título personal, es que los proyectos comienzan como al revés. Traen el proyecto formulado y dicen “vamos a repartir ovejas”, y la gente dice “yo me meto”, porque dicen que van a repartir ovejas, van a dar el concentrado, y por no dejarlo perder, la gente lo pide. Pero a lo mejor usted no quería ovejas, sino un proyecto de cerdos, pero como trajimos ovejas, usted las recibe. Así pasa con los proyectos medioambientales o los productivos. Traen un proyecto formulado y la gente se mete, pero resulta que el señor de las ovejas las recibe, pero las mata y las vende porque él no quería eso, pero si se hace al revés, por ejemplo, que me pregunten qué me gusta y yo digo “yo toda la vida he soñado con tener una parcela de cacao. No sé cuándo la voy a tener, pero si Dios lo permite… Yo siempre he pensado en tener cacao, y si me ofrecen otra cosa, la acepto, pero lo mío es el cacao” (Leonardo, febrero de 2020).
No todos los agentes de desarrollo reconocen que este comportamiento del campesino se debe en gran parte a que los proyectos no consultan sus necesidades. Muchos profesionales culpan al productor de los resultados fallidos de las intervenciones. Algunos argumentan que los campesinos están sumidos en una cultura “asistencialista”, razón por la cual no valoran la ayuda recibida; otros consideran que se resisten al cambio o que son perezosos (Suárez et al., 2022), mientras que otros los califican de oportunistas. Este tipo de explicaciones no ayuda a esclarecer los factores que inciden en la implementación más o menos acertada de los proyectos, y sí, en cambio, se constituyen en una manera de justificar la rutinización de las prácticas de los profesionales, la reiteración de los mismos errores cometidos en proyectos anteriores o su falta de creatividad para adaptarse a situaciones cambiantes (Olivier de Sardan, 2005). Un productor de Albania, sintetiza de la siguiente forma la actitud de los profesionales: “Los proyectos los hacen desde la oficina. Se les mete en la cabeza la idea de que esto funciona y ʻlo vamos a hacer asíʼ. ʻCójalo o nos lo llevamos para otro ladoʼ” (José, febrero de 2020). En el mismo sentido, Óscar, un campesino de Belén de los Andaquíes, comentó respecto a su experiencia con un proyecto silvopastoril:
Se bregó, yo implementé eso, pero se bregó. Se bregó, pero en el fondo yo decía que eso no es funcional. Incluso hubo un técnico de** que llegó a decir: “La verdad es que eso no funciona”. Sino que había una política y que eso ya había que hacerlo. O sea, se sabía que eso no funcionaba, entonces se descubrió que no funcionaba, pero lo siguieron haciendo […] hacían cosas que no sabían si eso funciona o no funcionaba (Óscar, febrero de 2020).
Al respecto, podríamos decir con Gupta (2012) que, en muchos casos, los proyectos de desarrollo producen resultados arbitrarios, en tanto que el cumplimiento de unas metas se antepone a la resolución de las necesidades de los beneficiarios. Esta insistencia de los profesionales en la siembra de ciertos cultivos o en la adopción de tecnologías cuya pertinencia y adecuación a las condiciones locales no están demostradas se hace eco de hallazgos obtenidos en una investigación sobre los programas de desarrollo agropecuario implementados en la misma región entre 1960 y 1980. En dicho trabajo, Martínez (2017) descubrió que, pese a que los funcionarios no tenían plena certeza acerca de la conveniencia de comprometer a los colonos en la siembra de cultivos de tardío rendimiento como la palma aceitera y el caucho, se vieron en la obligación de implantarlos para dar cumplimiento a las metas de los programas.
Una última evidencia de que los proyectos escasamente consultan las necesidades e intereses de los beneficiarios es el supuesto del que parten muchas entidades financiadoras, según el cual los campesinos son proclives al trabajo comunitario. De ahí que buena parte de ellas sujete el otorgamiento de los recursos a que haya grupos organizados. Sin embargo, las experiencias relatadas por algunos campesinos demuestran que no todos los participantes de los proyectos comunitarios se comprometen de la misma manera con la realización de las actividades que les corresponden para sacar adelante las metas colectivas. Uno de los entrevistados narró la experiencia de un huerto comunitario que no dio resultado debido a que los participantes que residían más cerca del lugar donde se encontraba la huerta recogían las verduras y hortalizas que iba produciendo, y dejaban sin comestibles a los demás integrantes. Aristóbulo, productor de Morelia, relata así lo acontecido: “La demora fue que nos dieran la ayudita. Nos dieron la ayuda y todos nos abrimos [retiramos]. Nadie volvió para allá”. Y, más adelante, agregó: “Lo comunitario no es favorable para uno” (Aristóbulo, enero de 2020).
Otra de las inconformidades más generalizadas entre los campesinos tiene que ver con la arquitectura institucional de las agencias de ayuda, que incurren en altos costos destinados al pago de la nómina vinculada a la ejecución de los proyectos, así como en múltiples gastos asociados a su administración. En opinión de los entrevistados, la presencia excesiva de intermediarios y la disipación de los recursos de cooperación en gastos operativos redundan en una disminución significativa de las ayudas que finalmente recibe el productor, lo que a su vez se traduce en el bajo impacto de las intervenciones. Las experiencias de los campesinos caqueteños confirman los hallazgos de algunas investigaciones que han señalado cómo la profusión de organismos intermediarios en el campo de la gobernanza ambiental ha generado tensiones con las organizaciones locales que, en muchos casos, no ven con buenos ojos su presencia, pues además de competir con ellas por la captación de recursos, les imponen agendas sin consultarlas (Hincapié, 2022). Las palabras de Jorge, integrante de una organización de segundo nivel, resumen esta percepción:
La mayoría de los proyectos que salen para el sector agropecuario y ganadero se van más en burocracia, oficinas, carros y chalecos, pero que, en sí, al que debe llegarle la ayuda, no le llega, y si le llega son migajas (Jorge, enero de 2020).
En relación con la manera en que se implementan los proyectos, algunos productores señalaron incumplimientos en la entrega de materiales, así como en la realización de las visitas técnicas en las fechas pactadas, lo que afecta negativamente la ejecución de actividades que, como las agropecuarias, dependen en gran medida de los ciclos naturales (épocas de siembra de las semillas, periodos de reproducción de los animales, etc.). En opinión de algunos, este problema obedece a las condiciones de vinculación de los técnicos, ya sea por la falta de continuidad en la renovación de sus contratos, que deja sin cobertura a los campesinos en el periodo que transcurre entre un contrato y otro; o bien por la sobrecarga de trabajo que, al exigirles visitar un alto número de fincas al mes (muchas de ellas distantes entre sí), les impide prestar una asistencia técnica de calidad. A esto se suma lo que algunos entrevistados señalaron como falta de experiencia de los técnicos. Pero más allá de estas dificultades, detrás del incumplimiento de las agencias operadoras, los entrevistados perciben otras razones de fondo que se relacionan directamente con la delegación de funciones estatales en otros actores, característica del modo de gobernanza proyectista. Jorge, a quien ya nos hemos referido, lo expresó de la siguiente manera:
Pero resulta que los recursos como tal, que son del estado, no los administra el mismo estado, y la falencia que se ha presentado en todos los proyectos, los pequeños productores y las organizaciones de base y todos, es que los recursos los administra la ONU o la FAO. En el caso de la ONU, tienen que mandar un documento de acuerdo que se firma hasta Europa y allá lo revisan y vuelve como a los dos meses. Todo ese tiempo va pasando, y por eso es que yo digo que cuándo vamos a hablar de semillas para el tema de reforestación y de árboles, aquí hay unos tiempos para la siembra, entonces, si yo en un proyecto plasmo en una MGA [Metodología General Ajustada] que para tal fecha voy a sembrar árboles porque ese tiempo es el real, resulta que desembolsaron la plata para comprar las semillas o comenzar el trabajo en junio o julio, cuando ya no se pueda hacer nada porque ya pasó la época de siembra, que es lo que yo siempre he peleado. Cuando no se cuenta con los recursos ya listos… (Jorge, enero de 2020).
Por último, los entrevistados señalaron la falta de acompañamiento técnico a los productores como uno de los factores explicativos tanto del bajo impacto de los proyectos como de la desmotivación de los campesinos, quienes al no contar con asesoría sobre cómo utilizar las tecnologías y los materiales que se les entregan, ni sobre la mejor manera de aprovechar sus beneficios, muchas veces terminan vendiéndolos o abandonándolos. En palabras de un asistente técnico de Albania: “El éxito de un proyecto pasa por el seguimiento; si venimos y nos limitamos a entregar los materiales y nos vamos, no es suficiente. Eso pasa mucho. La gente acaba vendiendo los materiales” (Sebastián, febrero de 2020).
Conclusión
La gobernanza es un proceso contingente en el que intervienen muchos actores que operan en contextos de tradiciones diversas; de ahí que las intenciones de sus ejecutores sean superadas a menudo por las consecuencias no deseadas de la acción y por las brechas en la aplicación de las políticas (Rhodes, 1997). En un contexto como éste, aproximaciones etnográficas como la del equipo del Lasdel y la gobernanza interpretativa propugnada por Rhodes (2012, 2018) cobran gran importancia, en tanto que permiten enfocar el análisis en las perspectivas de los actores sobre la gobernanza y, de esta manera, justipreciar su funcionamiento, más allá de lo prescrito normativamente.
Sobre esta base, retornamos a nuestra hipótesis inicial. Señalábamos que el modo de gobernanza local proyectista que se ha erigido en la zona piemontana del Caquetá sostiene y legitima ciertos sistemas de relaciones en la región, que son aprovechados por los actores desde los lugares diferenciales que ocupan en el espacio social. En efecto, recurrir a normas prácticas que rigen el diseño e implementación de proyectos agroambientales con base en criterios particularistas (pertenencia a redes clientelistas y de corrupción, posición privilegiada en el espectro social) favorece a los actores que se vinculan a estos circuitos de relaciones. Del ejercicio de prácticas corruptas se benefician los operadores que reportan sobrecostos en la adquisición de materiales o en la prestación de servicios; las empresas proveedoras de mercancías e insumos para los proyectos que participan de estas prácticas; las organizaciones y formas asociativas creadas con la finalidad exclusiva de captar recursos, así como los agentes inescrupulosos que demandan del campesino la acreditación de gastos y actividades que no se han ejecutado. De las relaciones clientelistas sacan partido alcaldes y gobernadores que instrumentalizan los recursos de los proyectos para aumentar sus caudales electorales, fortalecer sus redes de apoyo político u obtener beneficios económicos a partir del cobro de “mordidas”, también quienes fungen como clientes e intermediarios en estas relaciones, pues se ven favorecidos con la asignación de contratos para la construcción de obras o la prestación de servicios. Finalmente, de la distribución inequitativa de los recursos derivados de los proyectos se benefician algunos grupos privilegiados que, al contar con mayor capacidad de negociación en el mercado del desarrollo, tienen la posibilidad de monopolizar las ayudas a su favor.
De la gobernanza proyectista, sin embargo, no solo sacan partido quienes se vinculan a las redes clientelistas o de corrupción. También lo hacen el estado que visibiliza su presencia en los territorios al tiempo que se descarga de una parte de sus responsabilidades; las empresas proveedoras de mercancías e insumos destinados a los proyectos; los funcionarios y profesionales que devengan su sustento del trabajo en las agencias operadoras; los investigadores que ensayan y validan sus tecnologías; las entidades financieras que aumentan sus capitales mediante el cobro de intereses por el otorgamiento de créditos; las agencias financiadoras que ejecutan sus programas y obtienen nuevos desembolsos para continuar con sus intervenciones; los campesinos que intentan ganar tanto como sea posible de los beneficios de los proyectos, mientras que dan lo menos posible a cambio; y nosotras que, con la publicación de este artículo, acrecentamos nuestro capital simbólico.