En los últimos años los historiadores de México han gozado y explotado una plétora de aniversarios (centenarios, bicentenarios); aunque 2010 fue el colmo de este ciclo, hay todavía aniversarios por venir (como las dos constituciones, la de Apatzingán 2014 y la de Querétaro en 2017). Mientras que los aniversarios tienen una función historiográfica -provocan debate, reevaluaciones y difusión- pueden también distraernos de nuestra investigación cotidiana, no conmemorativa. Por tanto, me siento un poco culpable invocando otro centenario, el de 1914-2014. En Europa, por supuesto, ya sufrimos de la fiebre centenaria, que ha provocado tanto nuevos estudios como intervenciones políticas mal pensadas.1 En México, 1914 ha merecido menos atención (que yo sepa), aunque fue el año que vio el triunfo de las revoluciones constitucionalistas y zapatistas, la caída del régimen porfirista/huertista, la extinción del antiguo ejército federal, las convenciones de México y Aguascalientes, y el rompimiento entre Villa y Carranza que dio lugar a la “guerra de los ganadores”.
Mientras que estos procesos a veces han sido estudiados comparativamente bajo la rúbrica de las “grandes revoluciones”, casi nunca -que yo sepa- han sido vistos en términos de la guerra, específicamente la “guerra total”. Pero se puede sostener que una forma de “guerra total” afectó tanto a México como a Europa en 1914 (en adelante), y que esta forma de guerra tuvo características y consecuencias distintas, evidentes en ambos casos. Sin embargo, mientras que la guerra total europea ha sido ampliamente investigada y el centenario actual está aumentando la cantidad, si no la calidad, de esta investigación, la guerra total mexicana ha sido descuidada. Por supuesto, hay numerosos estudios de la Revolución -nacional, regional, y local; política, económica y social- en donde hay referencias a las batallas, las escaramuzas, la represión militar, el reclutamiento y la logística. Pero, como advierten Ariel Rodríguez Kuri y María Eugenia Terrones, los aspectos militares de la Revolución han sido seriamente descuidados (observación confirmada por la investigación reciente).2 Es cierto que las historias -con más frecuencia las memorias- de los generales tienen algo de la perspectiva que John Keegan llama “napierista”, es decir, al estilo del general William Napier, historiador de la guerra peninsular, que trata las batallas como juegos de ajedrez, vistos desde arriba, con bastante retórica exaltada, pero que hace caso omiso de los aspectos más amplios del conflicto: la tecnología y psicología de la guerra, la experiencia de los soldados rasos y los civiles, y la dimensión económica y logística (las comunicaciones, el transporte, el suministro y el servicio médico -si existió-).3 También se enfoca en los detalles bélicos, sin pensar en los resultados cumulativos de la guerra, en términos políticos, económicos y sociales. Es una crítica válida de la antigua historia militar de la Revolución, que queda atrapada en un surco “napierista” -una “historia de bronce” militar, se puede decir- mientras que la “nueva historia militar”, que trata de trascender las batallas y los generales y ampliar ese enfoque, ha tenido muy poco impacto. Se pueden sugerir varias razones de este descuido: la reacción revisionista contra la “historia de bronce”, la presunción de que las memorias de muchos generales, como el compendioso estudio de Obregón, Ocho mil kilómetros en campaña, son fuentes oficiales y por tanto no muy fiables,4 y la tendencia, muy lógica, de los historiadores jóvenes, de buscar terrenos nuevos en la historia posterior a 1940, en especial en el campo cultural (de ahí el enfoque en 1968, la contracultura, la protesta popular, etc.). Hoy en día hay más interés en la guerra sucia de los setenta que en la antigua guerra revolucionaria de los diez. Por tanto, la historia militar de la Revolución queda a la zaga.5
Entonces, mi idea en este artículo es -como dice Edward Thompson- “rescatar del enorme aire superior [condescendencia] de la posteridad” la historia militar de la Revolución,6 al mismo tiempo que se sugieren algunas comparaciones -que yo sepa jamás estudiadas- entre México y la Europa de 1914. En primer lugar, vale aclarar unos puntos conceptuales. Los dos casos, México y Europa, son diferentes en un sentido importante y es claro que uno fue una guerra civil revolucionaria, más o menos limitada al territorio nacional, mientras que el otro fue una guerra internacional, entre las grandes potencias de ese entonces. La guerra de 1914-1918 o 1914-1919 fue sin lugar a dudas una guerra mundial,7 aunque no fue la primera guerra mundial, etiqueta más correcta para la guerra de los Siete Años, 1756-1763, cuando en palabras de Macaulay, “para que [Federico el Grande de Prusia] pudiera robar a su vecina [María Teresa de Austria] a quien había prometido proteger, hombres negros se pelearon en la Costa de Coromandel y hombres rojos se escalparon al borde de los Grandes Lagos de Norteamérica”.8 Como guerra mundial, la de 1914-1918/1919 afectó a todos los continentes;9 y México jugó un papel marginal pero interesante en la contienda, debido al telegrama Zimmermann de 1917 -el esfuerzo desastroso de Alemania para involucrar a México en una guerra con Estados Unidos-.10 El gobierno de Carranza entonces se perfiló, brevemente, en el escenario geopolítico mundial, al menos en el sentido de rechazar la iniciativa alemana.11 Aparte de esa decisión México no jugó un papel significativo en la dinámica de la primera guerra mundial (la segunda sería otra cosa); incluso, el abastecimiento petrolero, enfatizado por varios autores, fue mucho menos importante de lo que a veces se supone.12 Sin embargo, cambiando la dirección causal, la guerra fue muy importante para México, también en términos negativos, ya que los temores estadounidenses de la expansión alemana y japonesa tuvieron mayor peso que su preocupación por el trastorno revolucionario al sur de su frontera; por tanto, de 1914 en adelante, la intervención estadounidense en México fue inhibida por las presiones internacionales.13 La guerra ofreció a México una ventana de oportunidad en la que el flamante y frágil régimen revolucionario podía afianzarse. La segunda guerra mundial -incluso sus síntomas precursores- conllevó una ventaja parecida en los años 1938-1945, que incluyó, por supuesto, la expropiación petrolera.
Esta historia se conoce bien, aun si las interpretaciones siguen siendo muy diferentes.14 Pero no quiero entrar en estos debates; más bien, me enfocaré en la naturaleza y las consecuencias de la “guerra total” en México, haciendo hincapié en ciertas comparaciones con la contienda mundial, sin suponer lazos causales directos entre las dos guerras. En primer lugar, hay que definir el concepto de “guerra total”. La mejor y breve definición se encuentra en el excelente trabajo de Michael Howard sobre el fenómeno de la guerra en Europa: tal guerra “involucra la movilización total de todos los recursos de la sociedad para una lucha prolongada”.15 Esta definición sirve igualmente para guerras internacionales o civiles, por tanto, creo que mi comparación es válida. Y sirve igualmente para América Latina o Europa: Paraguay sufrió una guerra total en su lucha contra la Triple Alianza en 1864-1870.16 La guerra total -una reciente innovación en la larga historia de la guerra- se diferencia de la guerra corta o limitada, que tiene mucho menos impacto en la sociedad beligerante: la guerra de los Siete Años, siendo global, pero no total, provocó aumentos fiscales más una medida de reclutamiento forzoso, pero su impacto en la sociedad británica fue mucho menor que el de las dos guerras globales y totales del siglo XX.17 Desde la independencia en 1821, México había experimentado un sinnúmero de cuartelazos y guerras civiles menores, pero durante casi dos siglos solamente la Revolución y, quizá, en menor medida, la guerra de Reforma y la de la Intervención francesa se pueden considerar guerras totales.
El calificativo “total” exige dos breves aclaraciones más. En primer lugar, en cuanto a su tamaño e impacto es difícil decidir un punto preciso en donde la guerra no total, parcial o limitada, quizá cruza el umbral para convertirse en guerra “total”; Howard, con mucha razón, no ofrece una cifra clara. En efecto, una sociedad en donde un altísimo porcentaje de sus recursos materiales y humanos son dedicados a la guerra sería insostenible. Aun durante la primera guerra mundial hubo renglones de la sociedad europea en donde el impacto de la guerra fue marginal y la vida siguió sin cambios abruptos, mientras que en México el impacto fue muy variable tanto por regiones como por periodos: en 1916, el cónsul estadounidense en Progreso, Yucatán, informó que “aquí está ardiendo la paz [peace is raging], como siempre”.18 Sin embargo, todo México -incluso el lejano sur- fue afectado en cierta medida; y estados/regiones como Chihuahua, La Laguna y Morelos sufrieron cambios drásticos y hasta traumáticos.19 Al mismo tiempo, las guerras totales suelen tener consecuencias mayores y más duraderas -políticas, económicas y sociales-. Entonces, la noción de totalidad es una cuestión de grado y de juicio, muy difícil de medir con precisión, aunque, a mi modo de ver, permanece un concepto útil, incluso esencial, que se asemeja al concepto de la gran revolución o revolución social.20
En segundo lugar, me parece que el concepto de guerra total engloba dos aspectos que deben distinguirse y que a veces han sido usados indistintamente.21 Tanto en Europa como en América Latina la guerra total involucra dimensiones que se pueden llamar político demográficas y tecnoeconómicas. Estas dimensiones son diferentes. La guerra se volvió total en el sentido político demográfico con las guerras revolucionarias francesas y napoleónicas. En este sentido, la idea de la revolución francesa como el gran estallido que dio lugar al universo histórico moderno tiene algo de verdad.22 La revolución francesa originó la idea de la ciudadanía armada (la levée en masse), motivada por sentimientos nacionalistas e ideología política.23 El nacionalismo o, si se prefiere, el patriotismo, no fue una invención de los revolucionarios franceses, pero la unión de nacionalismo, ideología política y movilización militar masiva sí lo fue.24 Por tanto, el tamaño de los ejércitos creció: mientras que el rey Federico el Grande, -gran exponente de la tradición militar prusiana- encabezó un ejército de casi 40 000 hombres, el ejército que Napoleón reclutó para invadir Rusia en 1812, “el ejército más grande en la historia del mundo”, contó con más de 600 000.25 La combinación del nacionalismo y la ideología política aumentaron las apuestas, conforme los ejércitos revolucionarios (y después napoleónicos) llevaron a lo que Pitt llamó sus “opiniones armadas” por toda Europa,26 derrocando a las monarquías, fomentando sentimientos nacionalistas y provocando así un enorme apoyo masivo como oposición. Las campañas más mesuradas y pragmáticas que se vieron durante las repetidas guerras dinásticas del siglo XVIII dieron lugar a las guerras a ultranza, en las que las apuestas políticas eran altas. Características parecidas fueron evidentes durante la guerra civil en México, en especial entre 1913 y 1914, cuando se libró una guerra en que, como sentenció Venustiano Carranza, “revolución que transa es revolución perdida”,27 que involucró altas apuestas políticas, amén de ejércitos de tamaño sin precedente en la historia del país, siendo los ejércitos revolucionarios una suerte de levée en masse motivada por convicciones políticas.
Sin embargo, la guerra total del periodo 1792-1815 no fue un conflicto industrial de alta tecnología; la revolución industrial apenas había comenzado y su impacto inicial tuvo más que ver con la producción textil. Vale mencionar también que estas guerras detuvieron el proceso de industrialización en Europa. El tamaño de los ejércitos aumentó, pero el armamento no había cambiado mucho comparado con la guerra de sucesión española un siglo antes: armas de fuego, tanto fusiles como cañones, cargadas por la boca, que los soldados tenían que disparar de pie; pólvora negra humeante; sables, lanzas y cargas de caballería. Los pertrechos llegaban -si es que lo hacían- en carretas tiradas por caballos o mulas, a veces por sendas lodosas y llenas de surcos y baches. Las batallas de ese entonces tenían que ser cortas -un día, o unos pocos días- porque logísticamente era imposible mantener un numeroso ejército por más tiempo.28 La guerra naval -que voy a pasar por alto- involucró barcos de vela hechos de madera, que soltaban de cerca sus andanadas.29 Un siglo después -y los indicios tempranos se vieron en la guerra civil estadounidense (1861-1865) y en la guerra franco-prusiana (1870-1871)- la situación fue distinta por dos razones principales.30 La revolución industrial aumentó la producción masiva de armamentos; y éstos, hechos con más precisión, se volvieron más poderosos y certeros. Los rifles reemplazaron a los mosquetes, y tanto los nuevos fusiles como los cañones ahora se cargaban por la brecha, no por la boca, lo que permitió un fuego más rápido en mayores distancias y disparado, además, por tropas tendidas en el suelo; como necesitaban menos práctica y entrenamiento, hicieron más viable el reclutamiento masivo. Conforme la lógica de la nueva sociedad, la guerra se volvió menos artesanal y más industrial.31 La ametralladora, introducida sin mucho efecto en la guerra civil estadounidense, mostró su eficacia mortal en conflictos coloniales y, a partir de 1914, fue utilizada con resultados devastadores en Europa y, como veremos, también en México.32 La artillería se volvió más poderosa, más móvil, con mayor alcance. Los cañones cargados de brecha, disparando proyectiles de alto explosivo, transformaron el campo de batalla e hicieron inútiles las tradicionales fortalezas al estilo de Vauban.33 Howard observa que “en 1914 un regimiento de cañones de campaña podían lanzar, en un área de unas pocas yardas cuadradas, más poder destructivo en una sola hora que todos los cañones disparados por ambos lados durante todas las guerras napoleónicas”.34 El equivalente naval, producto, en particular, de la rivalidad naval anglo-alemana, fueron el Dreadnought y el Superdreadnought, que podían lanzar proyectiles de hasta 380 mm (15 pulgadas) a una distancia de 18 kilómetros.35 Tanto en tierra como por mar, la muerte fue descargada de lejos, quedando el enemigo remoto y oculto.
Por último, gracias al ferrocarril, los ejércitos podían abastecerse a granel, mientras hubiera recursos suficientes y un sistema logístico adecuado. Por tanto, el frente de batalla se volvió un embudo por el cual se encauzaba la enorme producción de sociedades industriales, al menos mientras las fábricas producían y los ferrocarriles corrían. De ahí el papel clave de los administradores de los ferrocarriles, tanto en Europa como en México.36 En México, por supuesto, no había una gran industria de armamento; la Revolución dependía de las provisiones de armamento en el país, más importaciones, y la fabricación local, improvisada en ocasiones exitosa- de bombas y cartuchos.37
La tecnología bélica de 1914 también tuvo consecuencias importantes. El poder del armamento había crecido, así como la capacidad para abastecer a los enormes ejércitos por medio de la red ferroviaria; pero, cuando se trataba de tomar y retener el territorio, el papel de la infantería, dotada de fusiles y bayonetas, fue clave. La caballería tradicional tuvo una actuación reducida -en el frente occidental, un papel casi inexistente- y no hubo ninguna innovación militar que ayudara a las fuerzas ofensivas. La guerra aérea todavía estaba en su primera etapa; los aviones fueron útiles para el reconocimiento, pero tanto en México como en Europa el bombardeo aéreo careció de peso y precisión, y el tanque, usado por primera vez por los británicos en la batalla de Somme, en 1916, fue muy lento, vulnerable y débil para romper el punto muerto en el frente occidental.38 En México, como veremos más adelante, la aviación desempeñó un papel menor; además, no había tanques, ni zepelines (dirigibles), ni los temibles lanzallamas.39
Entonces, tanto en México como en Europa, el balance de fuerzas, en cuanto a la actual tecnología militar convencional, favoreció la defensa contra la ofensiva, puso en tela de juicio la actuación tradicional de la caballería e hizo clave el papel de la infantería, especialmente la atrincherada, dotada de un fuerte poder de fuego, es decir, ametralladoras. En la nueva ecuación de fuerzas, las fortalezas tradicionales tampoco tuvieron mucho valor, no obstante una observación de Carlos Fuentes.40 México, debido a su historia, nunca fue un país de ciudades amuralladas, y las pocas fortalezas que tenía (algunas que todavía hoy se conservan) fueron levantadas cerca de la costa del Golfo (Campeche, San Juan de Ulúa, Perote), lejos de los principales conflictos revolucionarios.41 Otro aspecto clave, en ambos casos, el papel de los ferrocarriles y la capacidad logística, fueron los que mantuvieron al ejército en el campo de batalla bien abastecido. El triunfo de Obregón sobre Villa en 1915 fue resultado de todos estos factores.
II
Para analizar con más detalle la guerra total en México, propongo tres marcos: 1) Aspectos generales de la guerra, enfatizando la alta mortalidad; 2) La evolución del conflicto revolucionario después de 1910, una historia en parte narrativa, de corto plazo, y 3) Las consecuencias de la guerra total en el largo y mediano término (más o menos, 1917-1940).
La totalidad de la guerra en México es evidente en las cifras demográficas. El mejor análisis reciente es el de Robert McCaa quien, utilizando una técnica sofisticada de investigación demográfica, sostiene que la Revolución, en su fase armada, 1910-1920, resultó en un déficit demográfico de 2 100 000, es decir, la población mexicana en 1921 era de 2 100 000 menos de lo que hubiera sido sin la Revolución.42 Este déficit se compone de nacimientos perdidos que no ocurrieron debido a la Revolución, 25%, y emigración 10% (175 000). Hay que recordar que durante la década de la revolución armada se dio el primer gran flujo de población hacia Estados Unidos debido a una combinación de factores de empuje: la Revolución y sus consecuencias y un elemento de atracción: la demanda laboral en Estados Unidos, en parte debido a la guerra.43 Por tanto, la mortalidad causada por la Revolución representa casi dos tercios del déficit que McCaa calcula en 1 400 000, incluyendo a 900 000 hombres y 500 000 mujeres. Como sugieren estas cifras, McCaa sostiene que la guerra en sí fue muy mortífera; además de la morbilidad causada por la Revolución, hubo epidemias de tifo y, aún peor, gripe española, que afectaron a la población la cual sufría carestía y malnutrición por la guerra, el deterioro económico y el movimiento de gente a lo largo del país. McCaa, con quien coincido, concluye que el costo demográfico de la Revolución fue alto, mayor de lo que han supuesto muchos historiadores, y que la gran mortalidad tuvo que ver no solamente con las enfermedades epidémicas, sino también con la propia violencia, la que en otro trabajo llamé violencia macropolítica.44 Esta perspectiva contrasta con la opinión de que -en términos de la mortalidad bélica- la Revolución no fue tan impresionante. Fallaw y Rugeley, dos historiadores sin duda serios y expertos, nos dicen en un libro reciente que la supuesta pérdida de “un millón” es “una cifra que sale de la nada” (“a number from nowhere”), ya que “las mejores estimaciones demográficas atribuyen el millón de mexicanos muertos principalmente a la enfermedad y la migración, no al combate”. “Los ejércitos revolucionarios -continúa- simplemente no fueron tan letales”, por tanto “de ninguna manera comparables a los ejércitos europeos de la Primera Guerra Mundial”; salvo “unos pocos choques épicos” (mencionan los triunfos de Obregón contra Villa “en Guanajuato a principios de 1915”, y, más sorprendentemente, la batalla de Ocotlán de enero de 1924), “las batallas del periodo revolucionario (1910-1938) no fueron de ninguna manera diferentes de sus equivalentes decimonónicos: principalmente actos a larga distancia [long-distance events] con mucho movimiento y poca [guerra de] agotamiento”.45 La misma opinión se ve en libros de texto recientes.46 Claro, si estos historiadores (todos, repito, de renombre) tienen razón, sería ridículo comparar las grandes batallas de la guerra europea con las insignificantes escaramuzas mexicanas.47 Pero yo no concuerdo con estas ideas. Dichos autores han subestimado el grado de lucha bélica en México y los costos consecuentes; me refiero no solamente a los costos demográficos, sino también al impacto en términos económicos, sociales y políticos: en breve, todas las características de una guerra total.
Las cifras globales, conforme el análisis de McCaa, sugieren que México perdió 1 400 000 habitantes de 15 200 000 debido a la Revolución (combate+epidemias): es decir, un poco más de 9%. Durante la primera guerra mundial, murieron 9 000 000 soldados, es decir, 12% de los 66 000 000 que pelearon. Esta cifra no incluye la mortalidad civil, aunque en esta guerra -comparada con la segunda- las bajas fueron principalmente entre las tropas.48 En el caso de Gran Bretaña -donde nadie duda que la guerra, siendo total y costosa, tuvo un fuerte impacto en la sociedad- más de 700 000 combatientes murieron debido a la guerra, es decir, 12% de las tropas (aproximadamente el promedio global para todos los beligerantes) y 1.6% de la población total.49 Aun si reducimos las pérdidas de mexicanos a 400 000 (la diferencia entre los hombres muertos y la mujeres muertas, conforme al análisis de McCaa), esta cifra equivale a 2.7% de la población, es decir, 68% mayor que la cifra británica, 170% mayor que el promedio de todos los beligerantes en la primera guerra mundial, y casi igual a la muy alta cifra alemana: 3.0%. Es difícil evitar concluir que la mortalidad debida a la Revolución fue claramente comparable con la sufrida por las grandes potencias en la primera guerra mundial y que ésta -en términos de impacto demográfico- ofrece una comparación válida con la Revolución.
Esta conclusión se ve reforzada por un análisis de combates particulares y las bajas resultantes. En las dos batallas de Celaya, en abril de 1915, el ejército villista -de aproximadamente 25 000 hombres- perdió casi 6 000 (24%).50 La batalla de Trinidad/León fue aún más mortífera y fue seguida por la última gran derrota de los villistas en Aguascalientes en julio, cuando éstos sufrieron bajas de 8 500 (5 000 dispersos, 2 000 tomados prisioneros, y más de 1 500 muertos y heridos).51 Claro que éstas -las batallas del Bajío- fueron las mayores de todo el periodo de la Revolución. Sin embargo, también debemos incluir las grandes batallas de revolucionarios contra federales en 1914.52 En la batalla de Torreón, por ejemplo, los federales sufrieron 5 000 bajas: más de 1 000 muertos, 2 200 heridos, 1 500 desertores y 300 prisioneros; las bajas revolucionarias también fueron elevadas: 550 muertos y 1 150 heridos, un total de 1 700.53 Habiendo salido de Torreón, el general federal Velasco se unió con el general Maass en San Pedro, formando un ejército de 10 000 hombres que inmediatamente fue derrotado y destrozado por la División del Norte.54 En Zacatecas, en junio, la derrota total del ejército federal costó más de 6 000 vidas.55
La mortalidad de estas batallas se refleja no sólo en las cifras absolutas sino también en las relativas. Aun en encuentros menos conocidos, las bajas fueron relativamente altas. Cuando Cananea fue tomada por los rebeldes sonorenses en abril de 1913, la guarnición federal de 310 soldados perdió 48 (15%) y 44 resultaron heridos (14%).56 En 1915 los sitios de El Ébano, Matamoros, Naco y Agua Prieta también produjeron una alta mortalidad, principalmente en el lado de los atacantes (villistas), como mencionaré más adelante.57 Aunque las cifras absolutas son mucho menores que las del frente occidental en la primera guerra mundial (siendo los ejércitos mexicanos mucho más pequeños), el porcentaje de bajas es comparable.58
La discusión de las cifras es complicada porque las bajas incluyen muertos, heridos, prisioneros y dispersos. En ocasiones los heridos mueren (en México como en Europa), pero muchos de los prisioneros también murieron ejecutados por sus captores (cosa que pasó en Europa, aunque no fue la norma).59 Durante sus largas campañas contra los federales en 1913-1914, los revolucionarios -tanto constitucionalistas como zapatistas- regularmente fusilaron a los oficiales presos, práctica que fue legitimada por la decisión draconiana del Primer Jefe, basada en el decreto de Benito Juárez de 1862.60 Por tanto, mientras que los soldados rasos del ejército federal, cada vez más conscriptos reclutados a la fuerza por la leva, fueron incorporados en el ejército revolucionario o simplemente desaparecieron en el creciente caos de la Revolución, muchos oficiales fueron ejecutados: decían que Villa los alineaba en grupos de tres, para ahorrar parque (decían también que su compadre Rodolfo Fierro se deleitaba jugando al verdugo).61 Después de la caída de Chilpancingo en marzo de 1914, los zapatistas permitieron al general Cartón sepultar a su hijo, también soldado federal, que había muerto en la batalla, y en seguida lo fusilaron.62 Cartón mereció esta mala suerte porque tuvo fama de haber sido un comandante duro y sanguinario durante sus campañas en Morelos, al lado del infame Juvencio Robles;63 sobre todo, la conducta del ejército federal en muchas partes del país -la leva, la destrucción de pueblos, la ejecución de prisioneros (a veces por medio de la ley fuga)- fácilmente explica el maltrato que recibían al caer en manos de los rebeldes.
Esta conducta por parte de los federales fue típica de situaciones en donde un ejército regular se enfrentó a una proliferación de fuerzas irregulares, surgidas de la población civil y en general rural. Este patrón, muy conocido en contextos coloniales, fue la norma a principios de la Revolución y continuó durante años en el centro del país. Conforme este patrón se borró, la distinción entre civiles y militares (ya que, el campesino civil se volvió el guerrillero armado), y el ejército federal, bajo Huerta, Robles, y otros,64 recurrió a medidas de contrainsurgencia, como quemar las comunidades, congregar a sus poblaciones y fusilar a sus prisioneros, medidas que habían sido utilizadas en luchas coloniales por los españoles en Cuba, los británicos en Sudáfrica y los estadounidenses en las Filipinas. Es decir, aquí tenemos otra comparación internacional: la llamada “guerra asimétrica”, diferente de la guerra en Europa, todavía muy feroz y costosa en términos de vidas, cosechas y animales. De hecho, Huerta, como presidente, buscó el consejo de su simpatizante, el ministro británico Lionel Carden, en cuanto a las tácticas usadas en la guerra de Sudáfrica. En el norte también, donde la guerra de guerrillas se volvió una guerra convencional más temprano, los comandantes federales cometieron abusos contra la población civil: el general Joaquín Maass, por ejemplo, amenazó con poner parientes de los líderes rebeldes, incluso las hermanas de Carranza, en las locomotoras, para evitar ataques contra la red ferroviaria, mientras que el general Pedro Ojeda -conforme el informe de Obregón- asesinó brutalmente a los prisioneros heridos.65
Pero tal represión draconiana sirvió para alentar a los rebeldes, mientras justificaba la práctica revolucionaria de ejecutar a los oficiales federales que caían en sus manos. Comparada con la conducta de la guerra en Europa, donde los prisioneros generalmente fueron tratados con cierta legalidad, la lucha civil en México pareciera sucia y no civilizada. Sin embargo, el tratamiento de los soldados rasos también era diferente y quizá más humano. Como mencioné, los prisioneros federales eran incorporados en el ejército revolucionario o puestos en libertad, y la misma práctica se veía, quizá menos generalizada, durante las campañas entre villistas y carrancistas en 1915. Esta decisión respondió a dos consideraciones. En primer lugar, los revolucionarios se dieron cuenta de que el cuerpo de oficiales del ejército federal era leal a Huerta (con unas pocas excepciones, como Felipe Ángeles); los veían como traidores a Madero y debían ser derrotados y eliminados. Durante 1914-1915, el liderazgo villista se mostró más complaciente con los oficiales exfederales, lo que provocó cierta tensión entre los oficiales villistas de origen revolucionario.66 Los soldados rasos federales, por el contrario, eran reclutas renuentes, víctimas muchas veces de la leva, no tan diferentes, en cuanto a su clase social y origen étnico, de los propios rebeldes. No compartían ninguna lealtad colectiva al ejército regular. Además, ofrecerles a ellos no el paredón sino una bienvenida en los rangos revolucionarios fue una buena medida para aumentar el reclutamiento rebelde y, al mismo tiempo, socavar la moral federal. Así, la deserción masiva se volvió endémica hacia el verano de 1914; fenómeno menos frecuente en 1915, cuando dos ejércitos revolucionarios, es decir, compuestos principalmente de voluntarios, se enfrentaron.67
El segundo factor fue qué hacer con los prisioneros de guerra, lo que Ferguson llama el dilema del captor.68 En Europa, los campos de prisioneros surgieron en todos los países beligerantes para acomodar a los 8 000 000 de presos (24% del total de bajas).69 En México, casi no existían: un caso bien conocido se encontró en Estados Unidos, en Fort Bliss, donde 3 000 federales fueron alojados “en un vasto corral”, dice John Reed, después de la derrota del general Mercado a manos de Villa en Chihuahua.70 En otras partes, la creación de campos de prisioneros hubiera sido imposible o irracional: hubieran consumido recursos, necesitado guardias militares, y representado potenciales retos detrás de las líneas.71 Para los rebeldes fue más práctico fusilar a los oficiales y liberar o reclutar a la tropa. Una consecuencia positiva es que la revolución mexicana, en contraste con la guerra civil estadounidense, no produjo ejemplos de encarcelamiento atroz que involucraran altos niveles de privación y de mortalidad, como en el campo de Andersonsville, Georgia.72
III
Al tratar la severidad de la guerra revolucionaria, he mencionado varias fases del conflicto. Ahora quiero profundizar un poco apuntando cuatro fases de la revolución armada (1910-1920): 1) la breve revolución contra Díaz, un periodo de seis meses, 1910-1911, que ostentó un patrón de conflicto violento que continuó, mutatis mutandis, bajo Madero en 1911-1913; 2) las revoluciones constitucionalista y zapatista contra Huerta, 1913-1914; 3) la “guerra de los ganadores” entre Villa y Carranza durante 1914-1915, y 4) entre 1915 y 1920 la larga lucha del frágil régimen constitucionalista/carrancista contra una gran variedad de fuerzas rebeldes: villistas, zapatistas, felicistas, pelaecistas, oaxaqueñas, mapaches, etc., fuerzas que podían desafiar al gobierno central sin lograr derrocarlo. Estas fases muestran diferentes formas de conflicto y, quizá, diversos aspectos psicológicos en cuanto a la conducta de la guerra (total). Voy a analizar las primeras tres, mencionando la última (1915-1920) brevemente.
1)La primera fase de rebelión involucró una gama de pequeñas fuerzas revolucionarias, nominalmente encabezadas por Madero, contra el ejército federal y los cuerpos rurales del antiguo régimen (ambas fuerzas gozaron de una buena, pero inflada, reputación, cuyo padrón -en el caso del ejército- había disminuido a través de los años, y que se habían vuelto algo corruptas y complacientes durante la larga paz porfiriana).73 La opinión general era que rebelarse contra Díaz era fútil y, de hecho, muchas de las rebeliones iniciales de 1910 fueron aplastadas, como lo habían sido muchas en el pasado.74 Sin embargo, durante el invierno de 1910-1911 brotaron algunos “focos” revolucionarios, sobre todo en el norte: en la Sierra Madre Occidental de Chihuahua y en La Laguna; y pronto surgieron otros en el centro del país, como Morelos, y después Puebla, Tlaxcala y Guerrero. El sur del país permaneció más tranquilo. Este patrón geográfico dependió de factores de empuje (quejas populares, políticas y sociales, que se encuentran fuera del alcance de esta investigación) y condiciones facilitadoras, por lo cual quiero decir que la capacidad de ciertas regiones y personas para alzarse en armas contra Díaz (o sus representantes locales). La resistencia necesitó liderazgo, organización, y acceso a las armas y a los medios de transporte, es decir, inicialmente, caballos y mulas. No es de sorprender que las antiguas colonias militares de Chihuahua, nacidas para pelear y experimentadas en las guerras contra los “indios bárbaros” hasta la década de 1880, desempeñaran un papel clave, como enfatizó FriedrichKatz.75 Generalmente, las comunidades “serranas” -comparadas con muchas- estaban fuera del alcance del régimen y de su ejército y albergaron una población básicamente de hombres (en 1910-1911 había pocas soldaderas) acostumbrados a viajar por las montañas y a utilizar armas: arrieros como Orozco, bandidos como Villa y Urbina, amén de líderes de comunidades (no serranas) en pugna con las autoridades o los hacendados locales (Calixto Contreras de Cuencamé, Toribio Ortega de Cuchillo Parado), es decir, en la frase italiana, “hombres que se hacen respetar”. Sin embargo, aun estas comunidades/líderes carecían de armas y parque: hay reportes de los rebeldes pioneros de 1910-1911 llevando antiguos mosquetes, escopetas, machetes, cuchillos, y hasta arcos y flechas y garrotes de madera.76 El arma más común y codiciado era el legendario Winchester. 303, tradicionalmente un arma de caza, que era de corto alcance y tendía a calentarse si se usaba mucho; el Mauser de los federales era, en este sentido, superior. No obstante los esfuerzos de ciertos líderes revolucionarios (como Gustavo A. Madero) para conseguir armas en Estados Unidos, las rebeliones iniciales, aun en el norte, estuvieron muy mal abastecidas y dependieron de las armas que ya tenían los rebeldes o las que pudieron arrancar de las haciendas y, eventualmente, de los propios federales (notablemente el fusil Mauser 7 mm).77 De hecho, una prioridad, al principio, fue buscar armas por medio de asaltos en las haciendas y campos mineros. Mientras que, gracias a su conocimiento del terreno y el apoyo popular, los rebeldes podían sostener una campaña guerrillera en las sierras -donde el ejército federal fue renuente a entrar y los célebres rurales se mostraron ineficaces-, no podían enfrentarse a los federales en plena batalla; cuando 600 rebeldes, bajo Madero, se lanzaron contra 500 federales en Casas Grandes, fueron derrotados, en parte debido a la artillería del enemigo.78 Hacia el sur, el progreso de la Revolución fue aún más lento y difícil por las mismas razones.
Sin embargo, no obstante su debilidad en cuanto a materia bélica, la Revolución tuvo éxito en el sentido de desafiar al gobierno y tener un impacto en gran parte del norte y el centro del país. El campo se volvió cada vez más terreno insurgente, mientras que los federales controlaron las ciudades y la red ferroviaria. Sin tener ametralladoras ni artillería, los rebeldes no podían tomar las ciudades, pero, gracias a la simpatía general por la Revolución, las fuerzas del gobierno no podían -en cierto sentido no querían- reconquistar el campo.79 Hacia la primavera de 1911 el resultado fue tablas, al menos en el norte y gran parte del centro del país. En mayo los revolucionarios tomaron Ciudad Juárez -la única ciudad norteña tomada a fuego- y la moral federal se marchitó (de ahí, su evacuación de Torreón y Chilpancingo); en seguida comenzaron las pláticas que condujeron al Tratado de Ciudad Juárez (21 de mayo de 1911). La élite política porfirista decidió sacrificar a Díaz para mantener su propia autoridad, mientras que Madero temía que la Revolución que él había comenzado se escaparia totalmente de su control.80 Probablemente Madero se dio cuenta también que derrotar al ejército federal, atrincherado en sus fuertes posiciones, con ametralladoras y artillería, significaba una guerra mucho más larga y violenta, con consecuencias sociales (y humanas) que Madero -ingenuo pero humanitario- quería evitar. La Revolución había alcanzado parcialmente el objeto clausewitziano de imponer su voluntad sobre el enemigo en el sentido de derrocar a Díaz, pero quedó la estructura del antiguo régimen, y también se mantuvo, en palabras del poeta, el ejército federal se mantuvo “sangriento pero erguido”.81
Como la historia del interinato del presidente De la Barra y de la frágil administración de Madero demuestra, el legado de la transacción hecha en Juárez fue muy ambiguo: México adquirió un régimen algo democrático, pero el aparato represivo del antiguo régimen sobrevivió como sostén del orden social porfiriano, mientras que las fuerzas revolucionarias, rápida y caóticamente movilizadas en 1910-1911, fueron licenciadas o, en ciertos casos, incorporadas en los rurales. No consiguieron lo que merecieron por sus esfuerzos y sacrificios, y no estaban dispuestos a regresar a casa y entregar sus armas y caballos (muchas veces recién adquiridos). El ejército federal no sólo mantuvo su supuesto “monopolio de la violencia legítima”,82 sino que fue aumentado y reforzado por Madero, que dependió cada vez más de él para enfrentar a los orozquistas y zapatistas, amén de un sinnúmero de gavillas de rebeldes/bandidos rurales. El patrón de guerra asimétrica, evidente en 1910-1911, reapareció (de hecho, nunca había desaparecido): en el norte, los federales, después de una inicial derrota desastrosa,83 pudieron vencer a los orozquistas, pero en otras partes, especialmente pero no sólo Morelos, no pudieron eliminar a los guerrilleros zapatistas y otros y, por tanto, recurrieron a las medidas represivas ya mencionadas. Pero los guerrilleros todavía carecían de armas, parque y artillería (en cantidades suficientes para enfrentarse a los federales en plena batalla), y, debido a su íntima relación con los pueblos, estaban constreñidos por el inexorable ciclo de las lluvias, la siembra y la cosecha.84
2) Por fin, el cuartelazo de febrero de 1913 -la primera vez que la ciudad de México sufrió seriamente la violencia revolucionaria- puso fin a la ambigua administración maderista y marcó los inicios de una nueva ecuación militar. Huerta decepcionó a sus aliados civiles (como Félix Díaz) y comenzó a construir una dictadura militar y a imponer la paz, costara lo que costara.85 El ejército federal creció enormemente, siendo diez veces mayor en 1914 que lo que había sido en 1910.86 En ese año quizá uno de cada 600 mexicanos era soldado federal; cuatro años después fue uno de cada 60.87 Además, este cálculo sólo incluye a los federales. Si suponemos un número igual de soldados revolucionarios, sería un soldado por cada 30 mexicanos, lo que quiere decir que entre 15% y 20% de los hombres adultos capaces de portar armas lo eran.88 El gasto militar subió (en qué medida no lo sabemos), generando un peso fiscal que el gobierno de Huerta no pudo sostener, especialmente conforme iba perdiendo control del territorio, los centros de producción y los puertos aduaneros.89 El peso mexicano se debilitó, la inflación cobró fuerza, y México abandonó el patrón oro (que había adoptado apenas unos siete años antes). El costo de la guerra fue en realidad mayor, porque los ejércitos, tanto federal como revolucionario, tuvieron que vivir de los recursos del país: de ahí las quejas de robo de ganado y cosechas.90 En términos políticos, el gobierno civil fue destrozado, con generales reemplazando a gobernadores; la élite maderista fue purgada (a veces asesinada) y en octubre de 1913 el Congreso fue cerrado forzosamente. Para alcanzar una supuesta estabilidad neoporfiriana, Huerta estableció un régimen mucho más militar que el porfiriato. A mi modo de ver, esto fue un proyecto fútil, quizá aún menos real que el compromiso liberal democrático de Madero.91 Su base social fue demasiado estrecha, su fe en la coerción como solución demasiado ingenua; aunque era un general capaz y experimentado (experimentado, al menos, en campañas de represión contra rebeliones indígenas), Huerta careció de habilidad política; fue un ejemplo, tal vez, de lo que Norman Dixon llama “la psicología de la incapacidad militar” (“the psychology of military incompetence”), es decir, un modo de pensar estrecho y sin imaginación (características que él compartía con varios generales europeos de la primera guerra mundial: Haig, Joffre y Von Falkenhayn).92
Sin embargo, las debilidades del régimen huertista no se vieron de inmediato. Los oficiales federales le fueron leales en la mayoría de los casos y no carecieron de habilidad e inteligencia militar.93 Tuvieron éxitos iniciales, por ejemplo en el noreste, y aun cuando la marea se volvió contra ellos, el ejército federal mantuvo una resistencia tenaz en Torreón (marzo-abril de 1914).94 Mientras que es difícil analizar los motivos de los oficiales federales (los ganadores escriben la historia y, que yo sepa, hay pocas memorias hechas por oficiales huertistas), creo que involucraron una preferencia colectiva por el antiguo régimen; preferencia compartida por una minoría de mexicanos de la clase acomodada, y por la mayoría de extranjeros en México, aunada a una lealtad más enfocada al ejército, y quizá a su propio regimiento. Pero, en contraste con Europa, esta lealtad no fue compartida por los soldados rasos del ejército federal.
Los federales gozaron de ventajas y desventajas. Tuvieron acceso a las armas, acceso que continuó aún después del boicot impuesto por el gobierno de Estados Unidos en febrero. Es decir, de febrero a octubre de 1913 (ocho meses), los federales podían importar grandes cantidades de armas y parque del norte, mientras que los rebeldes no tuvieron acceso (legal) a este mercado. En octubre Estados Unidos impuso su boicot a todas las facciones, y en febrero de 1914 permitió la importación de armas por parte de los revolucionarios. Es decir, durante un año los federales o gozaron de una ventaja en cuanto al mercado estadounidense, o al menos estaban en la misma situación que sus contrincantes. El apoyo estadounidense a los rebeldes llegó un año después del cuartelazo, lo que pone en tela de juicio la idea de que Estados Unidos fue el autor de la caída de Huerta.95 En 1914, Huerta podía importar de Europa y Japón.96 La evidencia, entonces, es clara: durante 1913-1914 los federales estaban mejor armados y abastecidos que los rebeldes, especialmente en cuanto a la artillería y las ametralladoras. Aún en 1914 hay poca evidencia de los federales perdiendo batallas debido a su falta de parque; lo que se ve, en la primavera y verano de ese año, es el quiebre de su sistema de comunicaciones, de tal manera que las municiones que tenían no podían llegar al frente (por ejemplo, en el noreste).97
Sin embargo, las armas deben ser utilizadas; aunque los federales tuvieron una organización militar coherente y, entre los oficiales cierto sentimiento corporativo, los soldados rasos eran muy diferentes. El gran crecimiento del ejército -aun si las cifras fueron infladas por la corrupción- dependía en esencia del reclutamiento forzoso, es decir, la antigua práctica de la leva, que tuvo una larga y odiada historia en México y que, bajo el mandato Huerta, se volvió más extensa que nunca. Los jóvenes (y los no tan jóvenes) fueron reclutados en las calles del Distrito Federal, cuando salían de los cines o de las corridas de toros; en Veracruz se llevaron a los limpiabotas, y en la capital, los tranviarios avisaban a sus cuates no bajar en ciertas paradas, donde esperaban los sargentos reclutadores.98 La leva se resintió y provocó rebeliones, incluso en regiones como la Sierra Norte de Puebla donde, hasta ahora, la Revolución no había echado raíces.99 Y, por supuesto, los conscriptos fueron soldados renuentes e incapaces. Los oficiales temían salir al campo abierto con sus tropas lo que explica, en parte, la estrategia estática y defensiva de los federales; y, durante las batallas, los oficiales se quedaban atrás, se dijo, listos para disparar contra soldados cobardes.100 No es de sorprender, entonces, que cuando se enfrentaron a fuerzas rebeldes cuya moral era muy superior, las tropas federales parecieron débiles e incapaces; y la disposición de los revolucionarios de aceptar a los exfederales en sus rangos fomentó la deserción masiva, sobre todo en 1914. Esto demuestra un aspecto clave de la Revolución que algunos historiadores revisionistas quizá han subestimado: el hecho de que los ejércitos revolucionarios eran fuerzas voluntarias que, en 1913-1914, combatían contra un ejército de conscriptos. Es cierto que aquéllos pagaron sueldos a sus soldados -los sonorenses desde el principio de su campaña, en 1913, los zapatistas también, conforme sus tropas fueron creciendo-, pero los sueldos no fueron incentivos para alistar y pelear; más bien fueron desincentivos contra el pillaje de los civiles (aspecto clave para todo ejército popular revolucionario, como bien enfatizó Mao). Este contraste en cuanto a la moral fue crucial, particularmente en 1913, cuando los federales gozaron de grandes ventajas en términos de armas; y, como dijo Napoleón en uno de sus mejores dichos: “en la guerra, la moral vale tres veces más que lo material”.101 En otras palabras, su moral permitió a los rebeldes aguantar la superioridad material de los federales hasta que, en la primavera de 1914, ésta se esfumó.
Por el lado revolucionario, este proceso involucró un salto cuántico en términos de organización militar. Tuvieron que hacer la difícil transición de la guerra de guerrillas descentralizada, librada por pequeñas fuerzas móviles (es decir, montadas), que “pegaron y huyeron”, y que evitaron las batallas convencionales, a una forma de pelear convencional, que incluyó asedios y batallas en campo abierto. En sus iniciales escaramuzas en el noreste, Carranza, como Madero en Casas Grandes, perdió contra los federales y tuvo que hacer su larga y peligrosa odisea hacia el noroeste, donde los sonorenses se mostraron como los pioneros de la nueva forma de movilización militar. Los sonorenses, más lejanos y aislados del centro, gozaban de una antigua tradición de autodefensa, tenían fuerzas estatales reclutadas para combatir a los orozquista en 1912, y, aunque todavía no lo sabían, en Álvaro Obregón tenían al gran genio napoleónico de la Revolución. Ahora bien, sin la organización militar y administrativa de los sonorenses, el genio de Obregón hubiera quedado oculto; esto permitió la transición a un ejército convencional, dotado de armas que fueron importadas ilegalmente de Estados Unidos, pagadas con la exportación minera y ganadera.102
En Chihuahua también ocurrió este proceso de profesionalización militar, aunque más lentamente que en Sonora. Aquí, por supuesto, el gran caudillo fue Pancho Villa, que sin la ayuda de un gobierno estatal en función construyó un ejército convencional, la célebre División del Norte, que jugó un papel central, tanto geográfica como estratégicamente, en la derrota del ejército federal.103 En el centro del país, donde el control federal era más fuerte, el proceso tardó aún más: Zapata luchó para organizar una fuerza capaz de enfrentarse a los federales en batalla y de tomar ciudades clave como Cuautla, Cuernavaca y Chilpancingo; pero su ejército nunca alcanzó ese grado de profesionalización que caracterizó a los ejércitos del norte. Los zapatistas quedaron más arraigados a su patria chica, Morelos y los estados vecinos, más ligados a sus pueblos y al ciclo agrícola, por tanto renuentes a alejarse demasiado en largas campañas al estilo villista u obregonista.104 Y otras fuerzas del centro y sur del país -los serranos o los poblanos o los oaxaqueños, por ejemplo- se mostraron aún más limitadas en sus horizontes políticos y capacidades militares.
Dos factores, uno sociopolítico, el otro logístico, explican este contraste entre los ejércitos más profesionales y móviles norteños, y las fuerzas más parroquiales del centro y sur.105 Los ejércitos del norte eran una mezcla de grupos sociales muy diversos: campesinos (serranos y agraristas), miembros de la clase media “decente”, obreros, sobre todo mineros, ferrocarrileros y trabajadores de las compañías madereras, además de una minoría de indígenas (yaquis y mayos en Sonora, tarahumaras en Chihuahua) y célebres bandidos, como Villa y Urbina. Eran producto de una sociedad móvil y comercial y tenían metas y motivos diversos. Por eso, podían formar parte de grandes ejércitos convencionales, supralocales, y listos para andar de campaña en tierras extrañas (recuérdese Ocho mil kilómetros en campaña de Obregón). Hacia 1914-1915 las tropas yaquis eran un espectáculo frecuente y preocupante en las calles de la capital.106 En contraste, los zapatistas quedaron ligados a sus pueblos y el ciclo agrícola (de ahí cierta correlación entre este ciclo y sus campañas), mientras que los norteños se habían liberado de estas constricciones. Al mismo tiempo, Zapata estaba consciente de su responsabilidad frente a los pueblos de Morelos y, como sus tropas, no estaba dispuesto a emprender campañas lejos de su patria chica; por lo tanto, la alianza Villa-Zapata no fue muy eficaz. No le gustó para nada la ciudad de México.107
En segundo lugar, la guerra convencional necesitó un gran y fiable abastecimiento de armas y parque. A lo largo de 1913 los rebeldes sufrieron de la falta de ambos. Aún en el norte, cerca de la frontera, entraron en batalla peligrosamente mal pertrechados, en especial en cuanto a la artillería y las ametralladoras. En las escaramuzas iniciales de 1913, el objeto principal, como en 1910-1911, fue conseguir armas, o de las haciendas y compañías mineras, o de los propios federales quienes, derrotados, tenían la mala costumbre de dejar cantidades de armamento en el campo de batalla. Los rebeldes dependían todavía del Winchester. 303 (inferior al Mauser de los federales) y, careciendo de artillería, tenían que improvisar, por ejemplo, fabricando bombas de dinamita, tarea para los exmineros, o utilizando estratagemas como la célebre “máquina loca”.108
Villa hizo grandes esfuerzos para aumentar su deficiente artillería, al reclutar al soldado/mercenario sueco I. Thord-Gray, oficial de caballería convertido, a regañadientes, en experto en artillería del ejército villista. En el noroeste, Obregón dependió no sólo de sus fuerzas yaqui y mayo, sino también de su arma tradicional, el arco y las flechas, que resultaron muy eficaces en el desértico monte del noroeste; los tambores yaqui también tuvieron un fuerte efecto psicológico entre los conscriptos federales.109 Durante casi un año, como mencioné, Estados Unidos mantuvo un embargo contra la exportación de armas a los rebeldes, por tanto éstas tenían que ser llevadas a la frontera de manera clandestina (por ejemplo, en ataúdes), lo que aumentó considerablemente su precio en el mercado negro.110 Por fortuna los revolucionarios norteños tenían recursos que podían exportar para cubrir el costo, sobre todo ganado y productos minerales vendidos a precios bajos; es decir, los rebeldes fueron doblemente perjudicados debido a su comercio clandestino.111 No obstante, tanto Obregón como Villa pudieron abastecer ejércitos convencionales respetables para emprender el avance hacia el sur. Cuando en marzo de 1914, la División del Norte llegó a Torreón, un mes después de que Estados Unidos permitiera la exportación legal de armas, tenía quizá 15 000 soldados además de soldaderas y niños, trenes blindados, carros sanitarios, ametralladoras, cañones y artillería pesada (El Niño y El Chavalito), manejados por los 300 artilleros de Felipe Ángeles.112 Zapata y los rebeldes del centro carecían de estos recursos: se encontraban lejos de la frontera, no podían importar municiones por mar, y tampoco tenían fondos comparables con qué comprar lo que necesitaban. Tuvieron que restar sus armas de los federales (o fabricarlas en casa), lo que limitó considerable de forma su capacidad bélica.113
El gran éxito militar de la Revolución fue desafiar al gobierno y al creciente ejército de Huerta, aun cuando no tuvo acceso legal a las importaciones, mientras que convirtió una gama de fuerzas locales, irregulares, en ejércitos convencionales y capaces: un reto que necesitó recursos, organi zación y habilidad político militar. Los líderes, producto de la meritocracia informal de la Revolución, aceptaron el reto; y una vez levantado el boicot estadounidense, pudieron comenzar su avance de tres puntas hacia la ciudad de México. La gran victoria en Torreón fue seguida por otras en San Pedro, Zacatecas y Orendáin. La guerra asimétrica ahora se volvió convencional, con grandes batallas y (cortos) asedios.114 Incluso los zapatistas armaron un ejército de 5 000 hombres para tomar Chilpancingo (con una guarnición de 1 400 federales) en abril.115
Ahora, en la primavera de 1914, la guerra en México se parecía cada vez más a lo que tendría lugar en Europa más tarde en el mismo año. Había grandes ejércitos (tomando en cuenta el tamaño relativo de la población), bien organizados y pertrechados, constando de tres categorías: infantería, caballería y artillería. Otra vez reitero mi cuestionamiento a esos historiadores que ven la guerra en México como algo folklórico, una “fiesta de balas” no tan seria ni mortífera. Aunque eran grandes, los ejércitos se construyeron a base de contingentes locales, regionales y personales: brigadas llevaron los nombres de sus líderes o de su lugar de origen, mientras que el ejército de Obregón, el que ganó la batalla de Celaya en 1915, siempre tuvo un fuerte núcleo sonorense.116 Otra vez, este fenómeno se ve en Europa (es otro punto de semejanza, no de diferencia): de ahí los regimientos regionales de Inglaterra y de Alemania, o los llamados “batallones de los camaradas” (Pals Battalions) reclutados en Gran Bretaña en 1916.117
En términos logísticos, las campañas dependieron crucialmente de la red ferroviaria para mover y abastecer a las tropas. Ejércitos de este tamaño no podían vivir del campo, como las gavillas de guerrilleros; por lo tanto, aumentó el número de soldaderas (en 1910-1911 apenas existían). Mientras que la revolución maderista de 1910-1911 involucró hombres montados, la de 1913-1914 fue una revolución ferrocarrilera y, en cierto sentido, una revolución de familia. Los nuevos reclutas, además, incluían a jóvenes de 10, 12 o 14 años, como el trompetista que ayudó a Obregón a ganar la batalla de Celaya en abril de 1915.118 Con la mejor organización y el uso de carros sanitarios parece probable que la mortalidad (relativa) haya disminuido, es decir, los heridos no murieron con tanta regularidad.119 Los jefes ahora entendían el valor de las defensas aunque fueran improvisadas, como trincheras y loberas; o utilizaban defensas existentes como lo hizo Obregón con los canales de riego en Celaya, o los zapatistas cuando se aprovecharon del canal de desagüe en el Distrito Federal.120 Obregón, el más brillante y estudioso de los generales, se mantuvo al corriente de los sucesos militares en Europa: por ejemplo, el uso del alambre de púas, que no faltaba en las praderas del norte de México.121 En muchos aspectos, la guerra en México se parecía a la de Europa; la diferencia principal (en 1913-1914) fue que los revolucionarios gozaron de mucho mejor moral, basada en lealtades ideológicas, personales, y locales/regionales. En Europa, la moral, afianzada por sentimientos patrióticos, dinásticos y, otra vez, locales/regionales, no se diferenció tanto entre los ejércitos, al menos al inicio. En consecuencia, no vemos, sino hasta mucho más tarde, las deserciones masivas que afectaron al ejército huertista, sobre todo en 1914.122
Esta consideración psicológica provoca otra hipótesis que tiene relevancia tanto para la Revolución como para la guerra europea: la noción de la caballerosidad entre los combatientes. A veces se dice que las guerras civiles son más brutales que las internacionales. Esto me parece falso (como regla general). Pensemos en el frente oriental durante la segunda guerra mundial, o la guerra del Pacífico. En cuanto a las guerras civiles, creo que depende de cuándo y dónde. La revolución mexicana, no obstante su gran mortandad, que ya he enfatizado, fue menos bárbara, por ejemplo, que la Guerra Civil Española (en términos de matanzas de civiles y prisioneros, y de curas). Claro, el ejército federal cometió muchos abusos en contra de la población civil en sus campañas de contrainsurgencia, particularmente en Morelos (la reconcentración, la destrucción de viviendas y cosechas, los fusilamientos arbitrarios y ejemplares). Tácticas parecidas se vieron otra vez cuando los carrancistas trataron de imponer su autoridad en Morelos después de 1915.123 Como mencioné, la guerra asimétrica suele provocar estas tácticas, típicas de contextos coloniales.124
En contraste, la guerra convencional, simétrica, en México a veces fue conducida con cierta caballerosidad. Eso no quiere decir honrar la Convención de La Haya, como Madero había prometido a principios de la Revolución.125 Ya lo mencioné: como práctica regular, los oficiales federales fueron pasados por las armas. Pero los fusilamientos fueron llevados a cabo con cierta cortesía: al preso le dieron un cigarro y o un trago de licor, además de preguntarle por su último deseo (así fue como Cheché Campos pidió: “que me echen tres dedos y me toquen ‘El abandonado’”, mientras que el general Pantoja solicitó al pelotón que dispararan derecho y no dañaran su maravilloso sombrero plateado. Con una muestra tanto de valentía como de “matriotismo” -el amor a la patria chica, en palabras de Luis González-, un capitán llamó al general enemigo para atestiguar su ejecución, no porque quisiera implorar un indulto, sino porque “quería que viera cómo saben morir los de Sonora”).126 En otro caso, un viejo oficial federal, preso por los revolucionarios, escapó del paredón porque ellos se enteraron de su servicio patriótico durante la guerra con Francia en la década de 1860.
Esta caballerosidad llegó al colmo en la guerra de los vencedores en 1915, cuando los revolucionarios se pelearon entre sí. Reconocieron que unos pocos meses antes habían sido compañeros de armas. La guerra fue reñida y costosa, pero raras veces degeneró en tormenta, sadismo o matanzas gratuitas. No hay -que yo sepa- reportes de prisioneros torturados para sacar información; tampoco, como mencioné, hubo campos de concentración. Existía cierto respeto recíproco entre los ejércitos (otra vez, vemos un claro paralelo con el Frente Occidental). Esta actitud duró, en cierta medida, durante los años veinte, al menos entre los revolucionarios. Calles podía ser brutal y arbitrario (por ejemplo, la masacre de Huitzilac), pero cuando Cárdenas, lesionado, fue tomado preso por Enrique Estrada en 1923-1924, fue tratado con mucha cortesía;127 y el propio Cárdenas trató a Calles, su antiguo patrón, con respeto cuando lo desterró en 1936. Dicen también que lloró cuando Cedillo, habiéndose sublevado, murió en 1939. En contraste, la Guerra Cristera fue librada con mucho odio y poco respeto mutuo: hubo masacres, linchamientos, asesinatos de civiles; mientras que la violencia “micropolítica” de la misma década, de agraristas contra terratenientes, y entre sindicatos rivales en las ciudades textileras, fue brutal, y a veces sádica, por ejemplo, el asesinato de Primo Tapia.128 La razón parece clara: la guerra de los ganadores fue una lucha militar, una suerte de violencia “macropolítica”, entre ejércitos convencionales en búsca del poder nacional; las escaramuzas “micropolíticas” fueron conflictos locales, políticos, a veces de clase, en donde el terror, la intimidación y la extracción de información fueron clave. Esta fue una “guerra sucia”, que sugiere paralelos con los años setenta y ochenta; las batallas de la Revolución, no obstante su alta mortalidad, formaron parte de una guerra en cierto sentido más limpia.
Fue durante la guerra de los ganadores en 1915 que la revolución mexicana se pareció más a lo que estaba pasando en Europa. Sin entrar en la espinosa cuestión del porqué del conflicto entre Villa y Carranza, su significado militar fue que como en Europa, involucró a ejércitos muy semejantes en cuanto a su organización, formación social, armamento y moral. Los villistas, sobre todo si incluimos a sus aliados, tibios zapatistas, y otras fuerzas nominalmente villistas, tuvieron la ventaja en número; pero esta ventaja se redujo por la decisión de Villa de comprometerse en diferentes campañas (Jalisco, el noreste, Tampico). Las batallas clave tuvieron lugar en el Bajío, entre abril y julio de 1915, cuando Obregón, con buena lógica clausewitziana, decidió enfrentarse a Villa, obligándolo a pelear, con la idea de eliminarlo a él y a la División del Norte como rivales por el poder nacional. Las batallas de 1915 se parecen mucho a las que estaban ocurriendo en Europa al mismo tiempo. Claro, fue una campaña mucho más móvil que el estático frente occidental; pero el frente oriental entre Rusia, Alemania y Austria también fue una guerra de mucha movilidad; mientras que el frente occidental comenzó en 1914 y terminó en 1918 con grandes avances y retiros. En México, ambos ejércitos, gozando de alta moral, pensaron que podían ganar; de hecho, los villista probablemente fueron demasiado optimistas ya que la mayoría de los observadores neutrales previeron un triunfo del Centauro del Norte y su siempre victoriosa División del Norte. Pero en 1913-1914 Villa había triunfado contra un ejército (federal) de renuentes conscriptos y a veces había triunfado no obstante sus tácticas cuestionables.129 En 1915 Villa se enfrentó a un general experimentado e inteligente y también invicto, que tenía un ejército bien preparado, con un fuerte núcleo sonorense. Tenía también los nuevos batallones rojos, cuerpos de obreros en uniforme, recientemente reclutados. Aunque no creo que ellos determinaran el resultado de las batallas, mostraron que en México, como en Europa, civiles podían ser incorporados en los ejércitos masivos y adaptarse con éxitos a la disciplina de la infantería mecanizada -cosa que los prusianos habían demostrado en 1870 y que todos los beligerantes europeos pondrían en práctica después de 1914.
Aunque el atrevido avance de Obregón hacia el centro del poder villista fue una estrategia agresiva, sus tácticas fueron mucho más defensivas, conforme a la lógica militar de la guerra europea. En Celaya se aprovechó de los canales para atrincherar su infantería, invitando a la célebre caballería villista a atacar, lo que hizo repetidamente y con un enorme costo. El asunto clave para Obregón fue mantener su línea de abastecimiento al puerto de Veracruz, potencialmente vulnerable a un ataque zapatista. Pero no hubo ningún ataque serio y los comandantes carrancistas encargados de los trenes fueron los héroes del momento. Aunque a veces faltó parque, nunca perjudicó la tenaz resistencia de los carrancistas. Por otro lado, los ataques villistas, pródigos en su uso de municiones, tampoco fracasaron debido a una falta de parque (de hecho, después de la batalla los carrancistas adquirieron una cantidad abandonada por los villistas). Por tanto, no me convence la tesis de John Hart de que los carrancistas ganaron gracias a los armamentos que los estadounidense les habían regalado en Veracruz, y que les permitieron derrotar a un enemigo que carecía de armas y parque. Villa perdió en virtud de sus erróneas tácticas que muestran su falta de conocimiento de la primera regla de la guerra de ese entonces: la superioridad de una defensa bien atrincherada contra una ofensiva de caballería tradicional.130
Celaya no determinó el resultado de la guerra, pero hizo posible un triunfo carrancista, lo que volvió una probabilidad con la mayor batalla de Trinidad/León. Aunque el terreno era menos favorable a los carrancistas que en Celaya, la batalla siguió un formato parecido, y fue seguida por la última gran derrota de Villa en Aguascalientes. Ninguna de estas batallas resultó tan prolongada ni costosa como los grandes combates del frente occidental (del Marne, del Somme, Verdún, Passchendaele). En los grandes espacios abiertos de México nunca se daría una larga guerra basada en las trincheras (aun admitiendo que hubiera recursos económicos suficientes para mantenerla). Pero las batallas del Bajío sí se parecían al frente oriental, con campañas de más movilidad, en las que la caballería todavía tenía un papel, pero no en la forma de impetuosas cargas contra posiciones defensivas.
En la batalla del Ébano, México sí experimentó un conflicto más característico del frente occidental, cuando los villistas de Tomás Urbina repetidamente atacaron una estrecha línea de trincheras que protegía al crucial puerto de Tampico. Los carrancistas, bajo el general Jacinto Treviño (soldado profesional), defendieron una posición entre ríos y pantanos, utilizando ametralladoras, reflectores eléctricos, alambre de púas, e incluso unas pantallas de lámina para protegerse del sol.131 Los aviones entraron en combate (no por primera vez en la Revolución), y si sus bombardeos resultaron inútiles, podían conseguir información sobre las disposiciones del enemigo y, quizá, alcanzar cierto impacto psicológico. Los villistas también construyeron trincheras, a veces tan cerca de las de sus enemigos que los soldados podían intercambiar gritos e insultos; en un momento, hubo un cortés intercambio de carne (que tenían los carrancistas) por tequila (de los villistas), otro incidente que sugiere no solamente la caballerosidad, sino también la fraternidad que ocurría en el frente occidental, como el célebre partido de futbol entre alemanes e ingleses el día de Navidad de 1914, que ganaron los alemanes. Pero la táctica preferida de los villistas fue la carga de caballería y, otra vez, los villistas se estrellaron contra las trincheras, sufriendo grandes pérdidas, hasta que Villa, que necesitó refuerzos en el Bajío, ordenó un cese a la campaña. Había durado dos meses y medio. Y, la defensa del Ébano no fue única. Guarniciones carrancistas, utilizando las mismas tácticas, exitosamente resistieron ofensivas villistas (de mucho mayor número) en Matamoros, Naco y Agua Prieta.
Mi conclusión sería que la guerra de los ganadores no tuvo un resultado predestinado: como la batalla de Waterloo, en palabras de Wellington, Celaya y León fueron “conflictos muy nivelados”. El triunfo carrancista, a mi modo de ver, no dependió de ventajas en cuanto a recursos (humanos o materiales); tampoco fue producto de la ayuda estadounidense; aun en la batalla de Aguascalientes, los villistas estaban bien pertrechados. Más bien, dependía de una buena y experimentada organización logística que el ejército mantuvo durante tres meses de conflicto por medio de cada vez más largas líneas de comunicación, aunada a las inteligentes tácticas de Obregón. Y, cuando Obregón fue lesionado y casi muerto, sus oficiales sabían cómo llevar a cabo el plan de batalla ya iniciado. En contraste, Villa, como Urbina en El Ébano, persistió en las tácticas que habían sido exitosas contra los conscriptos federales en 1913-1914, pero que resultaron suicidas contra un general y un ejército de origen revolucionario. La causalidad, entonces, fue militar, y como los resultados fueron clave, las batallas determinaron quiénes gobernarían México durante décadas, lo que me sugiere que la historia militar es algo que debemos tomar muy en serio.
IV
Por último quiero considerar consecuencias de más larga duración de la guerra total. Por supuesto, como un movimiento político, la revolución mexicana, para triunfar, tuvo que granjearse el apoyo popular haciendo promesas (en cuanto a la reforma laboral y agraria, por ejemplo). En Europa, aunque la guerra fue internacional, también hubo promesas y compromisos (ya sea explícitos o implícitos): en Gran Bretaña, un sufragio mayor (incluyendo a las mujeres) y lo que el primer ministro Lloyd George -liberal progresivo y algo populista- llamó “hogares apropiados para los héroes” (homes fit for heroes). Como muchas promesas, esta no fue cumplida; cuando la guerra terminó y la reconstrucción comenzó, los compromisos bélicos se esfumaron y, en el caso británico, fueron obstaculizados por la crasa política del entonces ministro de Hacienda, Winston Churchill, para regresar al patrón oro con una libra sobrevaluada. El gobierno sí dio el sufragio a las mujeres, en parte por sus servicios durante la guerra, pero esto no costó nada al erario. Al otro extremo, la guerra hizo posible la conquista de poder por los bolcheviques en Rusia, pero no queda claro si consecuentes reformas radicales fueron deseadas por la mayoría de la población o fueron producto de un pacto social forjado durante la guerra. Por tanto, mientras que la movilización masiva de la guerra europea sí provocó demandas, promesas y expectativas político sociales, la tendencia en los años veinte fue lo que el presidente Coolidge llamó “un regreso a la normalidad” (a return to normalcy), que quiere decir poca o nada reforma. El verdadero pacto social, forjado en la encrucijada de una guerra total, tuvo que esperar a la segunda guerra mundial y la creación del Estado de bienestar en los años cuarenta.132
En México, la Revolución sí estableció una suerte de pacto social, producto de la guerra y de las necesidades del flamante Estado constitucionalista/sonorense. Por sus sacrificios, los mexicanos, especialmente los que habían tomado las armas en contra del antiguo régimen, merecieron sus premios. Este principio de reciprocidad (movilización armada que conlleva beneficios políticos) no fue nuevo; se había visto, por ejemplo, en la historia de los serranos oaxaqueños en el siglo XIX.133 Pero con la Revolución el pacto fue de mayor envergadura, siendo nacional, radical y duradero. Obregón fue un protagonista elocuente -a veces demagógico- de esta filosofía: los que habían ganado la Revolución merecieron sus premios; los que se habían quedado al margen del conflicto, o peor aún, habían resistido a la Revolución, merecieron nada.134 La versión de Obregón fue “de arriba abajo”; un esfuerzo para representar la Revolución y forjar la legitimidad del nuevo régimen. Pero también hubo muchas versiones “de abajo arriba”. Individuos buscando beneficios -chambas, promociones, protección- engalanaron sus peticiones haciendo referencia a sus servicios en pro de la Revolución. Veteranos invocaron sus sacrificios y hasta sus cicatrices. Sus líderes prestaban atención: caudillos locales/regionales, como Cedillo, Gabriel Barrios, e incluso Villa, después de su retiro a Canutillo, conforme se transformaron de caudillos en caciques, mantuvieron y protegieron a sus antiguos seguidores, a veces dándoles tierras en la patria chica común.135 Por supuesto, este proceso involucró algo de ficción, conforme los solicitantes exageraron o fabricaron sus carreras revolucionarias.136 La investigación de la realidad de los antecedentes “revolucionarios” (o reaccionarios) ocupó mucho tiempo en el Congreso Constituyente de Querétaro, y durante décadas, la cuestión de dudosos antecedentes políticos afectó a las carreras políticas.137
Más importante, las demandas colectivas no individuales podían avanzar bajo la rúbrica de “servicios a la Revolución”: por sindicatos buscando reconocimiento y, el caso clásico, por comunidades solicitando ejidos, lo que podemos llamar, citando a Lloyd George, “ejidos apropiados para los héroes”. Estas solicitudes muchas veces tuvieron éxito, no necesariamente debido a la justicia del reclamo, sino porque las comunidades en cuestión si tenían antecedentes revolucionarios, probablemente tenían también cierta organización colectiva, líderes experimentados, acceso a las armas y relaciones clientelares con poderosos caudillos/caciques.138 Invirtiendo a Clausewitz, se puede decir que, en los años veinte y treinta, la política fue la continuación de la guerra (revolucionaria) por otros medios. No es una coincidencia que la geografía de la reforma agraria temprana en los años veinte haya reflejado la geografía de la insurgencia armada en la década anterior
En este proceso, dos aspectos relacionados son claros y sugieren otros paralelos con Europa: el papel de los veteranos y la continua incidencia de la violencia. En Europa, millones de exsoldados fueron licenciados en 1917-1919. En México, hubo decenas de miles. Por supuesto, muchos quedaron como soldados, pero el padrón del ejército federal disminuyó y fue renovado por las reformas de Amaro en los años veinte. De 250 000 en 1916, el padrón bajó a 53 000 diez años después.139 Pero el ejército no fue el único cuerpo armado. Sobre todo en sus últimos años (1915-1920) la Revolución había visto una proliferación de defensas sociales, grupos de vigilantes comprometidos a defender sus comunidades contra bandidos y rebeldes de fuera (que al mismo tiempo forjaban sus propias carreras políticas).140 Muchos prominentes políticos emergieron dentro de los rangos de las defensas sociales, por ejemplo, Jesús Almeida e Ignacio Enríquez de Chihuahua.141 Al mismo tiempo, el movimiento agrarista formó, como tenía que hacerlo, su ala paramilitar. Solicitar un ejido a veces fue un proceso muy peligroso que necesitó luchadores dispuestos a pelear por la causa y proteger a sus compañeros.142 Fuertes cacicazgos, como el de Ernesto Prado, de los Once Pueblos de Michoacán, fue así establecido.143 Los terratenientes también recurrieron a la violencia informal para proteger sus intereses contra la amenaza agrarista: quijotesca y desastrosamente en el caso de Rosalie Evans; más despiadada y eficaz con los Noriega de Cantabria, o Manuel Parra de Almolonga.144 Al principio, el flamante Estado revolucionario tenía que tolerar y a veces depender de estas fuerzas paramilitares, aun así el ejército federal las resintió. Durante la Cristiada, los irregulares agraristas, como los veteranos de Cedillo, desempeñaron un papel clave, y a veces fueron más eficaces que los federales (que en los años veinte adquirieron algunos de los vicios del antiguo ejército porfirista: corrupción, padrones inflados y altas tasas de deserción).145 Con el tiempo, las fuerzas irregulares disminuyeron, pero nunca desaparecieron y, en los años treinta, la flamante CTM estableció su propia milicia, provocando también la oposición del ejército regular.
La continuada violencia de los años veinte y treinta, lo que en otra parte he llamado violencia micropolítica,146 reflejó el hecho de que la sociedad mexicana había emergido de la revolución armada hasta los dientes. Las memorias de Gonzalo N. Santos no son de ninguna manera típicas, pero el culto de las armas evidente en sus páginas no fue una mera idiosincrasia individual, sino más bien una característica de la época.147 Había habido una masiva importación de armas, y toda una generación de jóvenes se habían adiestrado en su uso (tanto armas de fuego como armas blancas); al mismo tiempo, habían cruzado el umbral psicológico que divide los “pacíficos” de los “militares”, se habían acostumbrado a la violencia, incluso, en ciertos casos, al asesinato. A algunos les gustaba. La violencia cotidiana no era nada nuevo en México: la paz porfiriana fue, en cierta medida, un mito y tuvo que ver principalmente con la macropolítica; pero la violencia política porfiriana fue en general autoritaria, “arriba/abajo”, mientras que, después de la Revolución, se volvió más democrática, “abajo/arriba”. Al menos, la violencia después de 1910 fue una calle de dos sentidos. Y esto reflejó lo que Richard Cobb escribió (sobre la revolución francesa) hace años: “parece probable que siempre costará bastante tiempo empujar al pueblo fuera de una situación revolucionaria cuando ya no se necesita”.148
Hubo fenómenos parecidos en Europa después de 1918: los hombres (ya que fue un fenómeno esencialmente mascu lino), adiestrados durante años en el uso de las armas y las prácticas violentas, no podían regresar fácilmente a sus hogares, fábricas, oficinas o milpas. Por tanto, vemos fenómenos como los Freikorps en Alemania (los precursores del SA nazi), los squadristi italianos, que ayudaron a Mussolini a tomar el poder en 1922, y los llamados Black and Tans (negros y morenos) británicos, que combatieron -a veces brutalmente- a los nacionalistas irlandeses durante la crisis de la posguerra. Todos estos grupos paramilitares fueron nacionalistas y -en cierto sentido- derechistas, mientras que en Rusia, por contraste, los exsoldados zaristas, incluso los oficiales, apoyaron a los bolcheviques y en Turquía los veteranos de guerra se volvieron los arquitectos del nuevo régimen secular, nacionalista y progresivo- bajo el liderazgo carismático del general Kemal Ataturk, régimen admirado por algunos caudillos mexicanos, como Cedillo.149
En Europa, el papel político de los veteranos, aunque se veía a través del espectro ideológico, tendía más hacia la derecha; en México el balance fue diferente, otra vez, porque la guerra total mexicana fue también una revolución social con fuertes rasgos progresistas/radicales. (Una contrafactual: si Huerta hubiera ganado, ¿qué régimen hubiera inaugurado? Probablemente uno medio fascista/militar.) Sin embargo, es interesante ver cómo, conforme el Estado revolucionario se consolidaba en los años veinte y treinta, los veteranos, los que habían militado en las filas del ejército revolucionario, se movieron hacia la derecha. Los “veteranos” se opusieron a la radicalización de la reforma agraria en los treinta.150 La Unión Nacional de Veteranos de la Revolución, aparte de su papel como organización de cabildeo en pro de sus miembros, adoptó posturas políticas cada vez más conservadoras: en contra de Cárdenas y (a fortiori) de Lombardo, y en pro de los viejos caudillos militares, los íconos de la llamada derecha radical de los treinta, como Amaro, Cedillo y Manuel Pérez Treviño.151 Nicolás Rodríguez, exveterano villista, encabezó los camisas doradas, que se ufanaban se su lealtad al legado del Centauro del Norte, mientras que se vestían y se comportaban al estilo de los fascistas europeos.152 En emulación de sus correligionarios europeos, varios grupúsculos de la derecha radical ostentaron un fuerte antisemitismo. Este cambio de dirección de los veteranos hacia la derecha fue producto del paso del tiempo, de su evolución personal de jóvenes rebeldes (y a veces pobres) a hombres de mediana edad más gordos y prósperos, y de la radicalización del régimen de Cárdenas. Un factor secundario fue quizá la afición de los veteranos por posturas patrióticas, jerárquicas y militaristas, todas producto de su militancia en el ejército revolucionario; posturas que podían asumir tanto aspectos de derecha, por ejemplo con Cedillo, como izquierdistas, con Cárdenas. Después de todo, valores de esta índole habían apuntalado la Revolución: sin una eficaz jerarquía militar, los revolucionarios nunca hubieran derrotado a Huerta; mientras que un fuerte nacionalismo subyació a la política exterior de Carranza. 20 años después, los mismos valores estuvieron más asociados con la derecha, al lado de Hitler y Mussolini y el corporativismo estatal. Se me ocurre que un ejemplo similar reciente es la carrera política del líder sandinista Daniel Ortega.
En este contexto, hay que mencionar que, no obstante la fuerte polarización política de los años treinta, la lealtad militar/revolucionaria retuvo su poder. Aunque Cedillo rechazó el llamado “comunismo” de Cárdenas, no podía olvidar que había sido cobeligerante en la revolución armada; de la misma manera, Gonzalo N. Santos expresó su respeto y su camaradería con el presidente, cuyo radicalismo no compartió.153 En estos años, hablaban de un “Franco mexicano” que rescataría al país de la amenaza del comunismo, pero el hecho de que el presidente, supuestamente comunista, fuera un alto oficial del ejército y veterano de la Revolución, cuyo valor como soldado y no su capacidad como general fuera de reproche, le dio una autoridad que ningún civil podía poseer. Al mismo tiempo, Cárdenas tuvo buena relación con el ejército, tanto con los oficiales como con los soldados rasos. En parte por eso no hubo ninguna revuelta militar al estilo de Franco; la rebelión de Cedillo resultó una llamarada de petate.
Por último, quiero mencionar, como consecuencia de la guerra total, el papel del Estado. Tanto en México como en Europa la prosecución de la guerra total resultó en un Estado que en el caso mexicano controló los ferrocarriles, expropió los bancos, manejó los bienes intervenidos, aplicó nuevos impuestos y aumentó su gasto militar. Es cierto que con la consolidación del nuevo régimen, estos compromisos fueron reducidos. Al contrario de lo que a veces se supone, la Revolución no provocó un aumento notable y permanente en el gasto del Estado: más bien hubo un crecimiento lento y paulatino.154 Sí hubo un aumento en el papel regulador del Estado, que la Constitución de 1917 afianzó y legitimó. Los recursos del subsuelo fueron declarados propiedad de la nación, el Estado tuvo el derecho de expropiar la propiedad en pro del bien común; la Iglesia tuvo que subordinarse al Estado; y éste asumió un papel algo más nacionalista en sus relaciones con los intereses y los gobiernos extranjeros. Estas políticas no fueron costosas en términos financieros (al contrario, contribuyeron al erario), por tanto no se las puede calibrar por medio del presupuesto estatal (que, repito, no fue de ninguna manera “revolucionado” por la Revolución). Tampoco se puede decir que estas políticas de reglamento fueron sólo producto de la guerra (ya que también respondieron a intereses sociales y proyectos ideológicos). Sin embargo, tanto en México como en Europa, la experiencia de una guerra total, la movilización masiva y la mayor intervención estatal en la economía (en cierto sentido una economía de guerra) estableció precedentes y quizá rompió tabues. La innovación político económica que se veía en México en los años treinta -como, por ejemplo, la política keynesiana avant la lettre de Alberto J. Pani- fue en cierta medida posibilitada por la experiencia heterodoxa de los años de la Revolución. En otras palabras, varios aspectos de la política mexicana en ese entonces -comparada con otros países de América Latina- resultó no solamente de una revolución social y popular, sino también de una guerra total que había movilizado a la población y dotado al gobierno con nuevos poderes en suma, una experiencia insólita en América Latina en la primera mitad del siglo XX, pero comparable, mutatis mutandi, con lo que pasó en Europa hace un siglo, de 1914 en adelante.