Abogado, como tantos historiadores de generaciones anteriores, tuvo la formación jurídica como disparadero hacia dos disciplinas, una que le dio método y otra experiencia: sociología e historia. Fue González Navarro uno de los pocos alumnos del Centro de Estudios Sociales de El Colegio de México en la etapa fundacional cuando fue dirigido por José Medina Echavarría, a quien se deben entre muchas otras cosas, haber introducido el conocimiento de la obra de Max Weber al medio hispanoamericano. Medina y Weber, así como otros sociólogos, dejaron impronta en el joven tapatío quien sin embargo, para graduarse optó por elaborar una tesis sobre El pensamiento político de Lucas Alamán, dirigido por Arturo Arnáiz y Freg. Para titularse de abogado en la Universidad Nacional Autónoma de México, igualmente escogió un tema histórico: Ignacio L. Vallarta. Con esas credenciales, tras haber mostrado un eficaz desempeño como lector analista de documentos gráficos en el Museo Nacional de Historia, donde lo llevó don Silvio Zavala, y trabajar como juez en su estado natal, recibió el llamado de Daniel Cosío Villegas para incorporarse al seminario que elaboraría la Historia moderna de México. Si ya había iniciado el cultivo de la historia en sus trabajos de tesis y en el Museo, ahora tendría la oportunidad de obtener la experiencia mayor al enfrentarse al enorme número y variedad de fuentes que lo llevarían a componer el millar de páginas del volumen antes aludido.
Desde entonces mostró, sin duda gracias a su formación sociológica, su habilidad para manejar la información estadística aplicada a la demografía. Había tomado algún curso con Gilberto Loyo, introductor de esa disciplina en México, y con Manuel Martínez Báez, médico, quienes lo sensibilizaron no sólo para contar habitantes, sino saber con qué frecuencia nacían y de qué morían. Se convirtió, así, en el primer historiador demógrafo de nuestro medio. Su realización en la historia social del porfiriato se vio caracterizada por el ingrediente poblacional tratado con el rigor que era de esperarse. Mas para González Navarro los grupos sociales no eran únicamente cifras, sino conjuntos humanos representativos de las actividades con las que se ganaban la vida y transitaban en ella. Los dos tomos dedicados a la vida social de la República Restaurada y el porfiriato fueron sendas novedades en su momento, hacia la mitad de los años cincuenta.
Dentro de esos grupos sociales se ocupó de los indígenas en el siglo XIX, tema asimismo novedoso, en un recuento general propiciado por el Instituto Nacional Indigenista. Sin duda el año que pasó en París le permitió afinar su ya bien probada práctica en la historia social, no limitada después sólo al siglo XIX sino también al XX, en un tiempo en que los historiadores se ocupaban precariamente de él. Daniel Cosío Villegas volvió a contar con Moisés González Navarro para proseguir su proyecto de historia contemporánea de México. En él fortaleció sus armas, a partir de las cuales comenzó a abordar temas contemporáneos reunidos en su libro México, el capitalismo nacionalista y elaborar una para entonces insólita historia de la Confederación Nacional Campesina. Los temas agrarios no lo abandonarían jamás.
Las entrevistas que le concedió a Guillermo Zermeño, recogidas en el libro La historia y su memoria (2011), permiten adentrarse en el pensamiento y las evocaciones de González Navarro. Gracias a ellas es posible saber de qué manera obtuvo respuestas a preguntas vitales con su trabajo sobre Lucas Alamán. La angustia vital, muy en el ambiente de los años cuarenta, fue resuelta en el cotejo con el pensamiento del más emblemático conservador del siglo XIX. Así lo expresa a Zermeño. En el orden práctico, después de un ejercicio profesional en Jalisco que lo llevó a confrontarse con un cacique real por haber dictado una sentencia justa, fue rescatado a tiempo por Daniel Cosío Villegas para incorporarlo al magno proyecto de la Historia Moderna de México, donde pudo revelar su solidez como historiador de la sociedad y de su estructura demográfica. Obras de muy distinta índole, tanto El pensamiento político de Lucas Alamán como El Porfiriato. Vida social pueden tenerse como clásicos del siglo XX de nuestra historiografía, sin abusar del término, ya que el primero es un notable ejercicio de historia de las ideas, vinculado al hombre y el medio que las generaron, y el segundo, de gran extensión y estructura enciclopédica, abren un panorama hasta entonces inédito, salvo en algunas partes que habían tenido tratamientos parciales.
Gran lector de documentación directa y prensa, su paso por el seminario dedicado a lo que iba del siglo XX, también bajo la égida de don Daniel, generó un episodio polémico de largo alcance. Una conferencia, casi a puerta cerrada, en el Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos de la UNAM, publicada posteriormente, sobre la ideología de la revolución mexicana, en la que contrastaba, al modo de Karl Mannheim, lo que tenía de utopía e ideología, pareció incomodar al establishment político del momento, que no veía con buenos ojos al autor de Extremos de América. Saltó a la palestra Emilio Uranga para denostar a Moisés González Navarro y fue el propio Cosío Villegas quien terció para colocar en su sitio al filósofo convertido en vocero gubernamental. Caso interesante el de un académico que logró irritar al sistema.
Obra ambiciosa fue Población y sociedad en México que en dos volúmenes recorre siete décadas del siglo XX por medio de la estructura de la población y en la que inicia sus trabajos sobre los grupos extranjeros migrantes a nuestro país. Después vendrá su obra mayor al respecto: Extranjeros en México y mexicanos en el extranjero. Sin dejar a un lado su pasión por el siglo XIX, examinó la última presidencia de Santa Anna a partir de las estructuras sociales, más o menos al tiempo en que dirigía la investigación de Fernando Díaz Díaz sobre el cotejo del cacique y el caudillo, con un excelente manejo de categorías y conceptos que reúnen sociología e historia.
La pobreza en México, tema capital, si los hay, fue abordado por el maestro en sólido libro en el que revisa condiciones e historia intentos por mitigarla a partir de las sociedades de beneficencia. Como prácticamente todos sus trabajos, es de alta densidad.
La historia del pensamiento no fue abandonada por don Moisés. Su pequeño cuaderno sobre Sociología e historia en México revisa las ideas de Gabino Barreda, Parra, Sierra, Molina Enríquez, Gamio y Antonio Caso. Fino y preciso, muestra cómo aterrizaron las dos disciplinas en sus escritos.
Infatigable, prácticamente hasta el final de sus días, dos grandes temas reclamarían su atención: Cristeros y agraristas y Benito Juárez. Sus últimos grandes títulos son dedicados a esos temas fundamentales. El primero no deja de tener referentes vivenciales. Él mismo recuerda que nació en el año de inicio de la rebelión cristera y, si bien esto no implica testimonio alguno, en varios espacios de su Jalisco natal sí vivió muchos ecos de las confrontaciones agrarias y cristeras, a los cuales volvió como historiador por medio de los materiales propios del caso. La contribución alcanzó 5 gruesos volúmenes y una breve probadita en un título de la colección Jornadas de El Colegio de México en el que son confrontados los ya mencionados cristeros sus adversarios masones, siempre oriundos del estado natal.
Después vino Juárez, un poco en coincidencia con el bicentenario de su nacimiento, un mucho con un fuerte afán desmitificador que busca establecer la complejidad de un personaje a quien sus admiradores pintan de un solo color olvidando los matices humanos y sus adversarios lo mismo, pero en sentido contrario.
Un libro que no debe ser soslayado, sino al contrario, es Un siglo de luchas sociales en México, 1876-1976 publicado por el Instituto Nacional de Estudios Históricos sobre la Revolución Mexicana en 2009. Retoma lo avanzado en los ya mencionados sobre la Confederación Nacional Campesina y el capitalismo nacionalista, tomando como base a los trabajadores del campo y la ciudad, sus organizaciones, sus éxitos y fracasos. En él se pueden valorar no sólo su gran capacidad como investigador, sino también su sistematización de una gran pluralidad temática y, sobre todo, su actitud ante las injusticias sociales.
Fuera del cubículo, de hemerotecas, archivos y bibliotecas, también habitó las aulas, desde luego del propio Colegio que lo formó, así como de la UNAM (Ciencias Políticas y Filosofía y Letras) y la Universidad Iberoamericana. Puedo decir, como alumno de él en mis estudios de maestría -en los tempranos setenta-, que me reveló el mundo de la demografía, no digamos de su técnica, que nunca he ejercido, sino simplemente de su importancia, de la necesidad de tenerla como referencia fundamental para entender una sociedad. Incluso puedo decir que me creó obsesiones al respecto. También fue el primer profesor de quien recibí un curso de historia realmente contemporánea. Mi gratitud hacia él siempre estuvo presente en nuestra cordial, aunque esporádica relación. No tengo duda de valorarlo como un historiador ejemplar.
Cabría agregar que recibió muchos honores como ser miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia, ocupante del sillón 9, antes perteneciente a su paisano José Ignacio Dávila Garibi y en un inicio a Jesús Galindo y Villa. Más tarde el emeritazgo en su institución de adscripción, El Colegio de México, tras ser, desde luego, investigador nacional III (luego emérito) y Premio Nacional de Ciencias y Artes en las ramas de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía (1993). Sus discípulos lo hicieron objeto de homenaje en distintos libros que le dedicaron: La responsabilidad del historiador coordinado por Shulamit Goldsmit y Guillermo Zermeño (1992), La fidelidad al oficio, por Alicia Salmerón (2005) y Xenofobia y xenofilia en la historia de México, siglos XIX y XX, a cargo de Delia Salazar (2006), así como el libro de entrevistas ya mencionado.
Su obra ocupa un lugar dilatado en los anaqueles de las bibliotecas.