Este estudio de Jorge Silva es la culminación de una serie de trabajos que el autor ha realizado sobre historia colonial. Éstos ofrecen un material muy interesante para los investigadores en lo referente a la información sobre la economía de Michoacán en el siglo XVIII, que suele considerarse el siglo de mayor prosperidad y crecimiento de la Nueva España.
Antes de entrar en los detalles del libro, cabe preguntarse, ¿por qué dentro de la época colonial puede considerarse que el siglo XVIII fue la centuria más próspera en la Nueva España? Es bien sabido que el siglo XVI se caracterizó por la conquista y la gran catástrofe demográfica, una de las peores de la humanidad, lo cual llevó a la desaparición de cerca de 80% de la población indígena. Es cierto que en medio de este desastre nacieron las minas de plata y las haciendas ganaderas; además, se expandieron ciudades como México, Puebla de los Ángeles y Guadalajara. Aun así, el siglo está marcado sobre todo por una gran tragedia humana y el hundimiento del imperio azteca y de los señoríos en distintas partes del territorio, por lo que es muy complicado hablar de crecimiento económico.
El siglo XVII constituye la época menos estudiada del México colonial, sin embargo, existen diversos trabajos que argumentan que inicialmente hubo cierta recuperación en la sociedad y en la economía, aunque luego vino un gran debate -abierto por los historiadores Woodrow Borah y Chaunu- en que se afirmó que existió una larga depresión, entre 1630 y 1680. Posteriormente se ha puesto en duda esa depresión, tal es el caso de figuras como Ruggiero Romano, aunque faltan más estudios regionales detallados para comprobarlo.
En cambio, sí existen numerosos y detallados estudios regionales para el siglo XVIII, como demuestra el presente libro, debido en buena medida a la existencia de fuentes muy ricas de tipo cuantitativo, que contribuyen a valorar las principales hipótesis de trabajo y para afirmarlas o rechazarlas.
De hecho, el análisis de la evolución de la economía del virreinato en el siglo XVIII se sitúa en el centro de un fuerte debate historiográfico acerca de su desempeño en la época borbónica. La polémica ha atraído la atención de buen número de investigadores en los últimos decenios, obligando a matizar la visión clásica del siglo XVIII como una centuria de prosperidad. En su primer gran estudio sobre el tema, David Brading (1971) adoptó el enfoque “clásico” de los escritores más lúcidos de principios del siglo XIX, Humboldt y Alamán, que habían subrayado la riqueza de la Nueva España a fines de la época, entonces el mayor productor de plata a escala mundial. Pero tras la opulencia novohispana subyacía una serie de problemas que han sido subrayados por diversos historiadores: Enrique Florescano enfatizó las numerosas y devastadoras crisis agrarias de fines de siglo; Van Young hizo notar que los ingresos reales de la mayoría de la población tendieron a caer por causa del estancamiento de los salarios al tiempo que subían los precios de la mayoría de los productos básicos; y Richard Garner señaló las tasas lentas de crecimiento de la economía en su conjunto. Por su parte, John Coatsworth echó más leña al fuego al argumentar que incluso el sector minero se encontraba en crisis a fines del siglo XVIII.
El espectáculo aparentemente paradójico de una gran riqueza combinada con una extensa pobreza era una de las características más señaladas de la mayoría de las sociedades de antiguo régimen, fuese en América o en Europa. De allí que, como ha sugerido Manuel Miño, la impresión del “claroscuro” de la sociedad colonial “es posiblemente la misma que hemos tenido siempre, sólo que los matices ahora se aprecian mejor, cuando más allá del frío cálculo se hacen evidentes las desigualdades sociales”.
Si enfocamos la atención en la historia fiscal de los últimos decenios del gobierno virreinal, se descubre también una serie de tendencias contrapuestas que incitan a debatir algunos de los términos que la abundante historiografía reciente ha puesto sobre la mesa de discusión.
Para contestar a este tipo de preguntas a nivel regional, el estudio de Jorge Silva es una buena guía. El autor trabaja la región de Michoacán, y en particular el obispado, pues en el Antiguo régimen esta era la demarcación clave; luego vienen las intendencias pero hay grandes continuidades en el peso que ejerce la Iglesia en la administración de la geografía política, territorial, judicial, religiosa y fiscal. Es decir, en todas las esferas del gobierno porque no debemos olvidar que, como decía el historiador William Callahan, en los reinos hispánicos Iglesia y Estado trabajaban de consuno: él usa la expresión Royal Church, para sugerir que la Monarquía era en parte la Iglesia.
Ello se reflejaba en especial en el rubro fiscal pues la Iglesia era la única entidad, aparte de la Monarquía, que podía cobrar impuestos. Concretamente nos interesa fijar la atención en los diezmos, que son una fuente fundamental en el trabajo de Silva. Lo que observamos a partir de su trabajo y sus valiosas tablas son varias cosas que merecen la pena señalarse y analizarse.
En primer lugar, el autor pone énfasis en conocer a fondo las tasas de crecimiento de la población, la extensión de las tierras cultivadas y el grado de comercialización. Todo esto se puede medir por medio de tres indicadores: la población, los diezmos y las alcabalas. En lo que se refiere a la población, por fortuna hay una serie de estudios detallados de autores como Claude Morin, uno de cuyos trabajos sentó las bases de futuros estudios regionales de México y en particular de Michoacán.
Silva estudia estas y otras fuentes y compara y observa una fuerte recuperación, que sitúa en el orden de un crecimiento demográfico regional de cerca de 2% por año. Dice que los historiadores modernos se sorprenden con estas cifras, pero ofrece una respuesta al sugerir que el despegue demográfico parece ser una respuesta de la sociedad rural a las catástrofes demográficas: una especie de respuesta de vitalidad de la población mexicana.
El autor también argumenta otra cosa interesante y es que el crecimiento de la población empujaba al crecimiento económico, en este caso particular el rural mediante la expansión de los cultivos, lo que se observa en la roturación de nuevos campos en esta época. Para medir cuánto se producía en el campo, Silva se remite a diversos estudios sobre los diezmos, incluyendo las series reconstruidas por historiadores como Claude Morin, Cecilia Sánchez Maldonado, Lydia Espinosa y Enrique Florescano, las cuales compara y complementa con análisis puntuales por zonas de Michoacán. Sus conclusiones apuntan a que se produjo un crecimiento sostenido a lo largo de 1680-1810 que correspondía con la población. No obstante, hay que tener en cuenta los impactos de las grandes crisis agrarias y demográficas de fines del siglo XVIII.
Silva analiza además las series de precios regionales, y llega a la conclusión de que hubo estabilidad de precios salvo en momentos de crisis agrarias. Finalmente, sugiere que existen muchas otras fuentes de tipo cualitativo que vale la pena mirar para reconstruir no sólo la economía sino la sociedad de la época. Por ejemplo, conviene una mirada más detallada de los talleres de telas u obrajes en el siglo XVIII, cuya trayectoria dependió mucho de los cambios en la coyuntura política y militar e incluso del impacto de las guerras internacionales en los reinos de Carlos III y Carlos IV.
En resumidas cuentas, el libro de Jorge Silva nos abre nuevas perspectivas sobre la población y economía de Michoacán en el siglo XVIII y constituye un nuevo e importante eslabón en la historia de esta región.