La publicación de Naciones y nacionalismo de Eric Hobsbawm a principios de los noventa del siglo pasado fragilizó dos de los hasta entonces fuertes pilares de las mitologías nacionalistas, a saber, el de la edad inmemorial de las naciones y, por tanto, su previsible eternidad, y el de la homogeneidad cultural e histórica de esos conjuntos. El territorio sobre el que el Estado reclama su soberanía estaría desde siempre ocupado por un mismo grupo que compartiría lengua, religión e idéntica experiencia de un pasado común. Precisamente, el éxito del concepto acuñado por Benedict Anderson, comunidades imaginadas, radica en su evocación crítica de los mitos de la nación moderna que procuran recrear la imagen de una matriz de relaciones fraternas, consiguientemente horizontales, entre los connacionales.
La deconstrucción del discurso nacionalista, además de la indudable desestabilización de las naciones forjadas en el siglo XIX, alcanzó a la historiografía latinoamericana que muchas veces había sido cómplice de aquél. Si resultaba claro que la ideación de la nación criolla había entrañado la reivindicación de un glorioso y mitificado pasado prehispánico quebrado por la conquista a partir de finales del siglo XV, seguía opacado lo que había sucedido en aquellos territorios que los europeos habían consignado como bárbaros y representado como "el revés de la nación", de acuerdo a la expresión de Margarita Serje.1 Cerca de las sedes centrales de los poderes políticos prehispánicos, aunque sin dejar de haber resistencia, la población indígena había sido controlada, aparentemente evangelizada y los marcos institucionales de la vida política y social exitosamente impuestos aun si cotidianamente negociados. Se convertiría dicha población en el epítome de los "indios amigos". De manera contrastante, los pobladores originarios de América que no fueron sometidos con la misma relativa facilidad fueron consignados como indios enemigos o indios de guerra. De éstos poco o nada se incorporó a la producción simbólica de la nación, e incluso dio lugar durante la primera mitad del siglo XIX en México a una polémica sobre si eran hermanos de la patria o bien más valía su exterminio.
Las interrogaciones sobre los espacios periféricos de la nación condujeron a una nueva línea de investigación histórica, que puede ser consignada como estudios de la frontera, mismos que han demostrado que el pasado de los lugares "centrales" de la nación no subsume ni durante los siglos coloniales ni durante el XIX republicano a la totalidad del territorio.
Chile es, desde esta perspectiva, emblemático. A lo largo de los tres siglos de colonia, los pueblos al sur del río Bío Bío, los araucano mapuche, impidieron la dominación española sobre el territorio que ellos ocupaban, así como anteriormente habían repelido los intentos de dominación por el imperio inca, lo que les valió una alta valoración en la lírica a través de Ercilla y que Justo Sierra envidiaba porque no tenía equivalente en México.
Jimena P. Obregón, profesora e investigadora del Institut d'Études Politiques, que muchos conocen como Sciences Po, se consagra en este libro a un episodio particular del sur chileno colonial, pero que le permite impugnar varios estereotipos historiográficos de los estudios de la frontera. Se trata de un juicio entablado por el gobernador de Chile, Tomás Marín de Poveda, en 1693, contra una quincena de araucano mapuches en la ciudad de Concepción. La autora descubrió las actas del proceso judicial, mismo que está transcrito y paleografiado en anexo de la obra, donde van desfilando las declaraciones de los indios inculpados de brujería y de haber tramado un levantamiento contra los españoles y contra los "indios amigos" de éstos. Indudablemente, el grueso del largo juicio que se extiende hasta 1695 está protagonizado por las confesiones de los indios, aunque otros a quienes no oímos su voz o que es apenas audible también están presentes en el texto: el gobernador Marín de Poveda, el comisario de naciones indias Soto Pedrero, los escribanos encargados de transcribir fielmente cuanto se dice durante el largo proceso judicial y que registran incluso los gritos de dolor producidos por el tormento del cacique Talcalab, quien niega sistemáticamente todas las acusaciones y rechaza hablar, los múltiples funcionarios reales, el verdugo que procura hacer confesar a los más recalcitrantes, etcétera.
Son ellos los que van ritmando el texto de Jimena Obregón. La trayectoria de vida de cada uno, en la medida que la documentación de archivo y las fuentes secundarias lo permite, es reconstruida. No obstante, no se trata de un estudio biográfico, sino de comprender cómo cada actor se acomoda, obedece o transgrede las reglas institucionales ordenadas por el poder real. El caso paradigmático es el de Marín de Poveda, quien encuentra el modo de ascender en la jerarquía política colonial y enriquecerse por medio, entre otros, de la caza de indios y su venta como esclavos. El caso del gobernador ilustra magníficamente la recomendación de Carlo Ginzburg, quien afirma que el historiador que se coloca en la perspectiva de la transgresión de la norma reconstruye mejor la realidad que situándose desde el punto de vista de la norma y de su supuesto cumplimiento. Pero también logramos, por medio del texto, conocer el papel que cumplen los escribanos en el seno de la estructura del poder colonial, los imperativos implícitos en su nombramiento, etcétera.
Respecto a los araucano mapuches, la investigación delimita y define sus principales asentamientos, el tipo de relaciones tejidas con el colonizador y los dispositivos de su universo cultural. Este último punto es de importancia cardinal porque su voz nos llega por medio de las traducciones que los capitanes de indios hicieron de sus declaraciones y aquellas, a su vez, transcritas por los escribanos. Con toda razón, Obregón nos recuerda que traductor y traidor poseen la misma base etimológica. ¿Cómo recuperar el sentido de las palabras sin traicionar el significado deseado por sus autores? Se trata de una tarea que la antropología domina mejor que otras disciplinas y que constituye la formación académica inicial de la autora.
Sin embargo, el problema no afecta únicamente a las voces indígenas, sino también a las de los españoles, peninsulares y criollos. Hay múltiples sentidos transformados a través del tiempo cuya acepción literal desde el presente puede ser engañosa e historiográficamente sesgada. Aquí reside uno de los méritos de la obra que llega en ocasiones a la indagación filológica que le permitirá contextualizar el uso de las palabras por los actores del proceso judicial.
El juicio emprendido por el gobernador, había adelantado, se motivó en la revelación de actos de brujería y de conspiración levantisca. En los hechos, ambas causas estaban entrelazadas. La preparación del levantamiento armado implicó un ritual donde lo mágico, que los españoles consideraban brujería, se articulaba con el objetivo político militar: el cacique que asumía la iniciativa enviaba flechas ensangrentadas por medio de mensajeros que recorrían diversos lugares. Su tránsito por el territorio para arribar al punto de origen trazaba la geografía del levantamiento. Ciertamente no era la primera vez que los araucano mapuches urdieron una rebelión: de hecho, a fines del siglo XVI infligieron una terrible derrota a los españoles, lo cual delimitó prácticamente hasta la época republicana el límite de su posible avance hacia el sur. De hecho, el procedimiento judicial español en contra de los indígenas también estaba cargado de los artefactos simbólicos propios de un ritual y así lo investiga Obregón.
Lamentablemente, a falta de fuentes, la autora no puede proporcionar una explicación de por qué a fines del siglo XVII cristalizó un conato rebelde. Había agravios fuertemente resentidos por los caciques enjuiciados, señalará, pero ello no debe haber sido suficiente para persuadir a los demás indígenas de involucrarse en un conflicto armado, a menos que compartieran causas de agravios unos y otros; por ejemplo, que los intentos de exacción por los españoles se hubieran vuelto más fuertes. Por lo demás, habría que preguntarse si esta proyectada rebelión no forma parte de la ola de rebeliones del siglo XVII, como ha señalado Christophe Giudicelli,2
La capacidad de los araucano mapuches en frenar el avance de los conquistadores planteó a la corona el riesgo de una alianza entre indios y corsarios europeos, quienes muy tempranamente merodearon las costas meridionales de Chile, pero también la preocupación financiera porque del sur del Bío Bío no fluían tributos para las arcas reales. Si por la vía de las armas los indios no podían ser sometidos, tal vez podría llegarse a cierto género de acuerdos. Este es un capítulo poco conocido de la historia hispanoamericana y que Obregón rescata. Se trata de los llamados parlamentos -el primero se realizó en 1641 en Quillín-, que consisten en ámbitos de discusión y negociación, que en el mejor de los casos, permiten arribar a un acuerdo de paz, aunque siempre precario.3 De este modo, indios enemigos podían devenir indios amigos o por lo menos "neutros", como los ha calificado Obregón.
La obra de Jimena P. Obregón pertenece, desde mi punto de vista, al ya señalado contexto de interrogaciones sobre los confines de las naciones latinoamericanas y que dio lugar a la profusión de estudios de la frontera. Nuestra autora es, sin embargo, crítica respecto a éstos en varios sentidos que pueden ser sintetizados en lo que sería una objeción epistemológica. Se trata del sesgo introducido por la absolutización dicotómica de ciertas categorías que tiene validez en un planteamiento abstracto, pero que confrontada con los procesos históricos concretos demuestra su fragilidad. Es el caso, dice Obregón, con "nosotros" y "ellos", "amigos" y "enemigos" y otros más. Incluso resalta la confusión que suscita asumir que las relaciones comerciales entre indios y españoles en un momento determinado serían un indicador del cese de hostilidades, cuando aquellas pueden verificarse en tiempos bélicos. Los amigos pueden volverse enemigos y los asistentes a un parlamento pueden devenir guerreros indómitos poco tiempo después. A su vez, los españoles que promueven los parlamentos pueden ser traficantes de indios esclavizados ulteriormente.
Probablemente, la tendencia a establecer estos rígidos juegos de oposición binaria tenga una raíz sarmientina. Habría que tomar en cuenta que Civilización o barbarie poseía más una intención performativa que una de síntesis teórica que proporcionara claves conceptuales para el análisis de los pobladores indómitos de los territorios periféricos ante el colonizador peninsular y criollo.
Esta discusión emprendida por Jimena Obregón con la historiografía conoce un punto de anclaje adicional referente a la noción de frontera. La perspectiva crítica de la autora radica en la literalidad con la que se asume habitualmente este vocablo en la literatura contemporánea, como si se pudiera significarlo tal como aparece en los documentos del siglo XVII con los mismos sentidos que adquiere en los siglos XX y XXI. Vale decir, se entiende la frontera como una línea de demarcación que distingue dos espacios que no pueden atravesarse. Habitualmente, al río Bío Bío se le atribuye la función de frontera. Obregón opta por una conceptualización distinta a la de una línea que garantiza la impermeabilidad entre los dos espacios que separa, para proponer en cambio la de un espacio entre dos -entre deux- que connota que "ninguno de los grupos en presencia no podía ocupar enteramente el espacio como lo desearía sin tomar en cuenta la presencia de Otro, que frecuentemente podía ser violentamente Otro" (p. 235). Cuando los españoles hablaban de frontera se referían a un espacio de enfrentamiento que no acontecía en un lugar inmutable. Así, por ejemplo, Marín de Poveda "se llevaba la frontera con él", o sea, ahí donde él se encontraba al sur del río era la frontera. O bien, al referirse a los indios fronterizos no se designa a los habitantes cercanos a una línea, sino a los belicosos.
Resulta tentador atribuir a este libro una influencia decisiva de El queso y los gusanos, el celebérrimo libro de Ginzburg. En ambos, las actas de un juicio constituyen el dispositivo fundamental del corpus documental. Sin embargo, y a pesar de que Obregón rescata algunas enseñanzas del historiador italiano, no estamos ante un libro de microhistoria. Es cierto que a veces esta investigación utiliza el recurso biográfico, pero ello no equivale al esfuerzo microhistórico. Más bien, la compleja dinámica social y política forjada por españoles y araucano mapuches durante el siglo XVII está "retrazada" por medio de las actas del juicio pero, sospecho, también nos puede ayudar a entender a uno de los actores principales del movimiento indígena latinoamericano de este siglo.