Hace algunos años, en Sudáfrica, escuché una entrevista con Lionel Mati, un militante del Black Sound Movement. Cuando le preguntaban cómo se posicionaba su movimiento dentro del general “renacimiento africano”, comentó lo siguiente:
Si me preguntan quién soy aquí [en Sudáfrica], diré que soy negro y que desconozco cualquier identificación con este país. Si en Inglaterra o en el Congo me preguntan quién soy, tengo que decir que soy negro pero negro sudafricano. Porque no es la misma historia ni la misma lucha, porque no me entienden, porque hay que definir estrategias y porque la conciencia negra transnacional generaba confusiones si no decíamos claramente qué entendíamos por negro: y ese “qué entendíamos” estaba marcado por el país de origen, por su historia y la forma en que lo negro se define frente a otras identidades en cada lugar. Esa partición en mi palabra, exactamente eso, es el peso trágico que la nación tiene hoy en día: no puedo escapar a ella ni siquiera como táctica política. Aun cuando reniego tanto de esa trampa, me atraviesa.1
Durante mucho tiempo tuve dificultades para trabajar el meollo analítico que esta entrevista proponía. Después de leer el libro que compilan Daniela Gleizer y Paula López, puedo decir que tengo herramientas mucho más sólidas para comprender lo que Mati explicaba, y puedo decir que es un libro urgente no sólo para México, sino para América Latina en general e incluso para comprender procesos sociohistóricos del “sur global”. Porque en momentos en los que cierta sociología habla livianamente sobre el fin del relato nacional como productor de sentido y pertenencia, este volumen colectivo demuestra que debemos reforzar la capacidad de analizar de qué modos Estado, nación e identidad siguen siendo modalidades ineludibles para comprender cómo se administran las poblaciones poscoloniales y, fundamentalmente, cómo esa administración está siempre atravesada por fórmulas de dominación y a su vez amenazada por sus propios excesos. Para menor claridad, divido esta reseña en tres apartados.
Estructura y registro
El libro consta de nueve capítulos de autor, una presentación a cargo de las coordinadoras y una introducción. Se divide en tres partes: a) “La producción de la alteridad desde las instituciones”, b) “Arte, ciencia y propaganda en la formación de la alteridad” y c) “Prácticas cotidianas de alterización”. Un elemento que lo distingue es que la introducción no fue escrita por las coordinadoras del libro. Esto le da un cariz particular al trabajo, porque la introducción de la antropóloga argentina Claudia Briones, titulada “Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación”, se lee como un montaje de los argumentos centrales del libro, con la inclusión de interrogantes con perspectiva holística. En esa sólida introducción de casi 50 páginas, el lector encontrará un diálogo entre los textos del libro, con la obra de la propia Briones, una conversación entre los propios textos del libro y también una formulación acabada sobre cómo la producción de identidades y alteridades (la definición de la “otredad” en la nación) no puede ser leída más que en consonancia con las sintaxis locales propuesta por los propios Estados-nación. Este texto es referencia obligada para encarar marcos teóricos sobre lo que la autora llama “economías políticas de producción de diversidad cultural” (p. 34).
Es lícito recordar aquí que el sociólogo peruano Aníbal Quijano2 planteó que los Estados de América Latina comparten un repertorio semántico muy similar para producir exclusiones: indígenas, mestizaje, campesinado, criollismo, población negra/afro, podemos encontrar en casi todos los países. Sin embargo, el lugar que cada uno de estos sectores ocupa dentro de la heterarquía de posiciones, diferenciaciones y exclusiones, sólo puede ser leído visavis la extensión soberana de sus Estados respectivos.
Las coordinadoras parecen hacer eco de esta advertencia planteando una ecuación base: el Estado-nación (y pongo particular énfasis en el guión) debe ser comprendido como una serie de instancias (no necesariamente un “aparato”) que produce otredades. Esto puede parecer simple, pero es fundamental porque estamos acostumbrados a leer lo inverso: cómo la nación forja un nosotros en el interior en términos de una (mayor o menor) homogeneidad. Algo clave que este libro muestra que esa premisa es insostenible hoy. En consonancia, la antropóloga Rita Segato escribe: “el Estado moderno (colonial o poscolonial, da lo mismo aquí, es alterofílico, alterofóbico y otrificador simultáneamente” (subrayo simultáneamente) y ese punto es el que hay que entender.3 La paradoja entre la pulsión de crear sentido como “nosotros” pero también crear sus propias ajenidades, administrarlas, reposicionarlas constantemente, es el desafío de todos los artículos, cada uno desde su ángulo y desde su espacio disciplinar (sin embargo, bastante poroso, porque el texto es también una muestra de cómo se puede hacer buen trabajo interdisciplinar partiendo crítica a las lógicas de indagación y al “archivo” canónico de cada matriz de saberes. En este caso, hablamos fundamentalmente de la historia y de la antropología).
Nosotros y los otros: ¿quién necesita la otredad?
Existe una originalidad en este libro que ampara su planteamiento general: considerar mecanismos de alterización tanto a la política indigenista (grosso modo), como a las directrices del Estado mexicano sobre la extranjería, sobre todo en la primera mitad del siglo XX. Esto presenta una novedad metodológica central -expresada de manera cabal en el artículo “Los límites de la nación. Naturalización y exclusión en el México posrevolucionario”, de Daniela Gleizer. Como explica la autora, los debates en torno a quiénes conformaban la nación giró sobre dos grupos considerados “no nacionales”: los indígenas y los extranjeros. Y de algún modo, la política de la “asimilación” potencial del indígena informó notoriamente las fórmulas para considerar la posible inclusión de los extranjeros en el crisol nacional. Ahora bien, en un estudio minucioso del Archivo de la Secretaría de Relaciones Exteriores, Gleizer demuestra cómo va mutando esa producción de extranjeros deseables e indeseables. Y cómo en los “indolatinos” y “españoles”, en una especie de particular amalgama de “la raza hermana latinoamericana”, se cuela una división jerárquica que marca temporalmente la posibilidad de acceder a los privilegios del “ser nacional”.
Pero esa hermandad tiene límites históricos y cromáticos, casi siempre inconfesables. ¿Interfiere la noción de raza en esa paleta histórica de diferencias? El trabajo de Ariadna Acevedo, “Incorporar al indio. Raza y retraso en el libro de la Casa del Estudiante Indígena”, se aborda este punto. Con un artefacto empírico (el mencionado libro publicado en 1927), Acevedo hace un trabajo prolijo para demostrar cómo las ideas de “raza” siguen estando presentes en la sintaxis de la política pública aun cuando se suponía que el término había sido reemplazado por el de “cultura”. La historiadora demuestra las porosas fronteras de estos conceptos en las discusiones y en el soporte mismo del libro, y nos advierte sobre la necesidad de seguir produciendo sobre raza, racismo y racialización en un entorno donde la crítica a la noción de nación fue sustraída casi por completo por la idea de mestizaje. En diálogo con éste, el texto de Elisabeth Cunin, “Extranjero y negro. El lugar de las poblaciones afrocaribeñas en la integración territorial de Quintana Roo”, evidencia otros puntos: la fuerza que tuvieron en algún momento las colonias de las poblaciones negras para trabajar la selva en lo que después fue el estado de Quintana Roo, y la manera en que fueron purgadas de la estampa nacional poco más tarde a partir de los clásicos sintagmas colonial imperiales que se tradujeron en América Latina: negros, África, selva, barbarie. A partir de 1974 (el año de creación del estado) Quintana Roo “inventa su tradición”, no sólo excluyendo radicalmente a la población negra de su historia, sino también reposicionando el significado de la guerra de castas.
Lo que es clave aquí es observar la potencia que tiene eso que Homi Bhabha4 llamó “el complejo pedagógico y performativo” de la nación en sus propios mecanismos de narración. Pedagógico, porque recurre a la trama de su historia que debe ser siempre repetida, vuelta a aparecer como permanente e idéntica a sí misma; performativo, porque evidentemente sólo existe en el desplazamiento, torciendo sus referentes, excluyendo actores, reposicionando acontecimientos y, sobre todo, ocultando esta fabricación.
¿Y cómo persiste ese complejo? El trabajo de Ingrid Kummels, “El enfrentamiento de conceptos de indigenidad en el espacio arqueológico de Teotihuacán”, es un ejercicio etnográfico de orfebrería para responder a esa pregunta. Trabajando con cuatro actores centrales (altos funcionarios del Instituto Nacional de Antropología e Historia, arqueólogos del propio instituto, actores no institucionales que habitan Teotihuacán y visitantes locales) Kummels construye una narrativa de superposición: los danzantes New Age que vinculan a las pirámides con Egipto y que, apelando a un discurso global del “indígena espiritual” no se alejan mucho de las vertientes del indigenismo esotérico de 1920, los arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, que para posicionarse dentro de la institución buscan alianzas con los habitantes del lugar que se reconocen (de pronto) herederos de una tradición (por supuesto, recién aprendida), o la manera en que, como explica Kummels, el zapatismo y el Tratado de Libre Comercio hicieron “más redituable” ser y presentarse como indígena. Este cuadro de posiciones demuestra una cuestión clave para las ciencias sociales hoy: que la búsqueda de autenticidad, pureza y solemnidad en la producción de identidades cada vez más acuciante es una forma de ejercer poder sobre aquello que es eminentemente histórico, cambiante, impreciso y, fundamentalmente, que juega en todos los casos las cartas de la modernidad (aunque se posicione discursivamente en sus antípodas).
Los saberes
El volumen en cuestión también muestra cómo aquel complejo pedagógico performativo de la nación se afirma con cierto nivel de improvisación, de contingencia y de ambivalencia, incluso en las disciplinas. Tanto López Caballero como Gleizer, Cunnin o Kummels muestran las contradicciones de estos discursos y si bien apelan a nociones como ideología, hegemonía o aparatos de Estado, lo hacen con la salvedad de que se trata siempre de acciones históricas que sobre la marcha van reculando, reposicionando y abriendo sus propias posibilidades en el repertorio político. Diría que están más cerca que lo que Stuart Hall llamó los análisis por vía de la “articulación”: cómo, en determinado momento, condensan ciertas prácticas en una formulación más o menos aceptada que se generaliza.5
En el caso del texto de Paula López, “Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención en la creación del primer Centro Coordinador del Instituto Nacional Indigenista”, se hace un triple movimiento señalado por la autora: metodológico, descriptivo y analítico, lo que me parece crucial de este texto que advierte sobre cómo “despeinando” el archivo, alterándolo, se puede concebir de otra manera un modelo enquistado en el conocimiento de lo nacional, en este caso en la historia de la antropología. De algún modo, parece decirnos la autora, si se les hubiera ocurrido a los historiadores de la antropología leer y trabajar las Actas del Consejo del Instituto Nacional Indigenista, ese material de circulación interna, y no solamente las obras acabadas de Gamio, Vasconcelos, Othón o Caso, podríamos entender de qué modo la definición del indígena y su frontera con el mestizo se fue fraguando poco a poco, no exenta de ambivalencias y contradicciones, con la interacción entre habitantes de las regiones y los antropólogos mismos. La historia del indigenismo debería dejar de ser autorreferente (como si las fuentes para estudiarla fueran las mismas obras): no es la teoría antropológica la que inspiró la creación de los Centros Coordinadores Indigenistas, sino la misma coyuntura mediada por los límites materiales, políticos, y también por la disparidad entre las nociones instaladas de territorio, paisaje y sujetos de la nación.
Pero creo que este texto (junto con el de Daniela Gleizer, el de Alejandro Araujo y el de Ariadna Acevedo) es importante por aquello que no dice, por aquello que deja al lector como tarea. Porque nos permite entender algo decisivo sobre la definición de fronteras identitarias: el exceso que siempre media en cualquier formulación típica o estereotípica. Los estereotipos nacionales y de extranjería (el indio, el negro, el chino, el mestizo) marcan fronteras, diferencian, y son herramientas poderosas de administración y exclusión. Sin duda. Pero también, en la recursiva necesidad de tener que repetirse y reafirmarse todo el tiempo, muestran su propia inestabilidad (y su capacidad de ser apropiados, parodiados y burlados). A eso Bhabha6 le llamó “la pulsión escópica” del estereotipo: la forma de gobernar fragmentando al otro. Como evidencian Acevedo con el papel de la ciencia en la definición del indio o Cunnin con el del “negro” en la conformación de lo abyecto en Quintana Roo, ese otro tiene que ser parcelado, tratado metonímicamente, cortado en retazos, para que pueda ser “gobernado”. Y eso nunca se logra acabadamente: la amenaza del “otro” siempre parece estar enfrente y sobre todo redefinirse como fantasmagoría nacional.
La obra de Alejandro Araujo, “Mestizos, indios y extranjeros: lo propio y lo ajeno en la definición antropológica de la nación. Manuel Gamio y Guillermo Bonfil Batalla”, se complementa con la de López porque el autor pone el acento en una premisa central: siguiendo al historiador de los conceptos, Reinhart Koselleck, nos previene que las categorías (“indio” por ejemplo) no sólo indican la realidad, no son sólo factores de segundidad sobre un referente estable (aquí hay implícita una crítica a la teoría de la representación, por supuesto), sino que “acuñan” y “crean” esa unidad de acción (p. 206). Debo decir que el lector agradecerá que Araujo parta de una explicitación sobre cuáles son sus cartas de juego: desde qué lugar de enunciación teórico está hablando y cuáles son sus puntos de partida para analizar lo que le interesa: las obras de Gamio y de Bonfil. En un juego estimulante de análisis del discurso, nos muestra las connivencias (casi nunca reconocidas) que existen entre el autor de Forjando Patria y el de México Profundo. Si bien su noción de mestizaje será el punto de disidencia más amplio (todo el proyecto de Bonfil consiste en demostrar el carácter ideológico -en el sentido de falsa conciencia, del proyecto posrevolucionario del mestizaje porque implica deindianizar), las nociones de lo indígena que cada uno tiene estarían, sin embargo, informadas por características bastante similares. Lo peculiar de este texto es que nos muestra cómo se pueden escribir dos obras aparentemente antagónicas (con décadas de distancia) manteniendo casi intacto el núcleo duro de ciertas formaciones discursivas: cómo la antropología echó mano de una sintaxis colonial heredera de la conquista para la creación y modificación de sus discursos nacionales. Éste tal vez me parece uno de los puntos cruciales para entender cómo nuestras modernidades, que son fábricas de identidad y diferencia, son, en muchos aspectos, modernidades coloniales.
Hay un capítulo que rompe con la endogamia mexicana del texto y esto me parece una elección precisa y preciosa de las coordinadoras. Me refiero al texto de Cristophe Giudicelli “Altas culturas, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos: la patrimonialización del pasado indígena y sus dueños”, que es un texto sobre Argentina. Giudicelli muestra con un trabajo de archivo espectacular, justamente, cómo ciertos agentes (sobre todo intelectuales) a fines del siglo xix transforman a un grupo, los calchaquíes, quienes habían representado la ferocidad y la barbarie en las fuentes coloniales -y de hecho creados por esa fuente-, como “los” representantes de las altas culturas indígenas de Argentina en el discurso nacional. Giudicelli no sólo repara en este proceso, sino en cómo la etnohistoria argentina más reciente, desde la década de 1990, de algún modo “compró” el discurso de las crónicas de conquista y exaltó (sin mediar una crítica de las fuentes) a esos grupos. A su vez, muestra también caleidoscópicamente de qué modo la operación nacionalista por excelencia patrimonializó la cultura lítica de estos grupos produciendo un claro hiato: enfatizando que la conquista del desierto los “exterminó”, probando de qué forma eran excelentes creadores, y divorciando cualquier elemento que pueda considerarse “herencia histórica” en la nación contemporánea: los calchaquíes son, casi, patrimonio natural, curiosidad emblemática de una historia que es paisaje de la nación (pero jamás cultura). Además, este capítulo permite mostrar aquella sintaxis de la que hablaba Quijano, ordenada de manera distinta por los reacomodos estatales: entre el sentido que cobra “lo indígena” en los discursos nacionales de México y de Argentina hay un mundo de distancia. Pero comparten algo: en ambos países, definir las fronteras de “lo indio” es crucial en la administración de la diferencia.
En este sentido es clave el tenor particular que el libro le otorga a una crítica de los saberes. Los textos más etnográficos están destinados a evidenciar la traba abigarrada de las fronteras entre identidad y diferencia. Y sobre todo muestran las contradicciones y la circularidad -diría Carlo Ginzburg (1976)- a través de las que unos discursos (insitucionales y científicos) se entremezclan con otros (espirituales, esotéricos y globales).
A su vez, la noción de historia adquiere dos dimensiones en este libro. Una, en textos como los de Paula López, parece legar en cierto modo la función que Foucault le había asignado en Nietzsche, la genealogía, la historia (1976): mostrar los accidentes, los orígenes espurios (a veces pedestres y hasta obscenos) de ciertas prácticas que se instituyen como políticas de Estado firmes, estables e idénticas a sí mismas. Para eso, como dije, es necesario transformar el archivo en repertorio, comprender el carácter caprichoso de la fuente que se revela ex post facto como obra.
Otra de las funciones de la historia que también aparece en este libro es la que Benjamin le había adjudicado en Tesis sobre el concepto de Historia (1995): la de ser una lectura a contrapelo. Esa lectura sólo podía realizarse mediante la destitución del carácter sacro del archivo y, sobre todo, mediante la técnica del montaje. En varios textos de este libro, como los de Gleizer, Cunin, Giudicelli o Araujo, se exploran los saltos temporales, se proponen imágenes que nos permiten comprender la labor caprichosa de la historia y, sobre todo, nos invitan a advertir los procesos de selección, de armado de los argumentos, y la fuerza poderosa del olvido en la conformación de marcos discursivos más o menos estables. Nos invitan a hacer eso que Benjamin llamaba “conexiones peligrosas” (peligrosas por desnaturalizar las relaciones férreamente instituidas en los complejos pedagógicos de la estatalidad).
La guerra de castas y la exclusión de la negritud en Quintana Roo, el extranjero y el indio, el New Age y las políticas celebratorias del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Bonfil y Gamio, comparten mucho más de lo que podríamos pensar mediante un análisis de corte tradicional de secuencias analíticas y periodos discretos.
Decía la premio Nobel de Literatura Doris Lessing: “hay libros que uno cierra anotando todo lo que aprendió. Y hay libros que uno cierra sabiendo que nos ayudaron a imaginar todo el trabajo que hay por hacer”.7 Creo que este libro comparte las dos sentencias, pero sobre todo es digna muestra de la última.