Un caleidoscopio, como todos sabemos, produce y permite observar diversas figuras de colores cuyos reflejos cambian según los movimientos que el espectador provoque al girar el tubo que las contiene. El libro Educación higiénica y cine de salud en México, 1925-1960, de María Rosa Gudiño, genera la misma sensación que un caleidoscopio en tanto permite observar casi cuatro décadas de la historia de México no de manera lineal y cronológica sino desde múltiples ángulos, entrecruzamientos, intensidades y matices. Si bien, como la autora señala, éste es esencialmente un libro sobre la historia social y cultural de la salud pública mexicana, es también mucho más que eso. Es un libro sobre las transformaciones que ocurrieron en México en muchos otros planos, como en la vida cotidiana, en la compleja relación con Estados Unidos, en las industrias culturales, en el desarrollo del proceso de modernización o en la historia de la educación.
En este libro se estudian los programas de educación higiénica y su propaganda por medio de tres campañas de salud: la Campaña Nacional contra las Enfermedades Venéreas, iniciada en 1927; el programa Salud para las Américas (1943-1950) y la Campaña Nacional de Erradicación del Paludismo, que arrancó en 1957. Uno de los argumentos centrales del libro es que la propaganda sanitaria no sólo fungió como un instrumento de persuasión, sino también como un espacio de convergencia de múltiples actores y voluntades para reforzar un gigantesco programa modernizador médico, cultural y social que sustituyera las prácticas médicas tradicionales de las comunidades campesinas por la medicina científica. A su vez, las campañas de salud fueron también mecanismos del Estado mexicano para fortalecer su imagen, y coaccionar e integrar a la población a las nuevas instituciones revolucionarias.
A partir de estas tres campañas, la autora abarca un momento clave de la historia de la salud en México, que se caracterizó por la implementación de un gran programa gubernamental de campañas de promoción de la higiene, de inauguración de hospitales modernos, de creación de instituciones como el Instituto Mexicano de Seguridad Social, de erradicación de enfermedades como la viruela, el mal del pinto, la poliomelitis o el paludismo, o la formación de médicos rurales, así como la introducción de intermediarios de salud (rociadores, médicos, salubristas) en las comunidades campesinas.
La reconstrucción y el análisis histórico de este libro se basan en fuentes de enorme riqueza, poco atendidas por la historiografía previa sobre el tema. El libro muestra cómo la propaganda oficial y la educación higiénica aprovecharon muy diversos medios de divulgación: ya fueran conferencias, transmisiones radiofónicas, periódicos, hojas volantes, carteles, folletos, películas, exposiciones museográficas o fotografías. La aguda interpretación de la autora, de las fuentes históricas orales, gráficas y audiovisuales, permite a los lectores acercarse a la educación higiénica desde una perspectiva novedosa, en tanto se atienden no sólo los discursos elaborados para los escolares mexicanos sino para toda la población mexicana y en especial, los campesinos.
Así, si bien el texto se presenta como un estudio de la salud y la higiene en México, se inserta en una nueva historiografía de la educación que atiende las formas educativas no escolares que utilizaron las diversas instituciones del Estado mexicano en sus programas de educación higiénica, así como los recursos propagandísticos aprovechados por las grandes industrias culturales. Señalo que el libro se inscribe en una novedosa historia de la educación en tanto estudia no sólo los esfuerzos de educación higiénica que se llevaron a cabo en las escuelas mexicanas, sino también porque explica la educación higiénica como un complejo proceso dirigido tanto a niños como a adultos. De tal forma, expone cómo los libros, los carteles, los folletos, las películas y, en suma, los intensos programas llevados a las alejadas comunidades campesinas de México, insistieron en cambiar hábitos relacionados con la salud, desde los remedios tradicionales, hasta el escupir en el suelo o dormir con las ventanas cerradas. Gudiño es cuidadosa en la presentación de los alcances de estas campañas y explica que tenían no el afán de curar sino el de educar, transformar conductas y generar nuevos sistemas de valores. De tal modo, explica la autora, “solamente se prevenía, motivaba, persuadía y se buscaba convencer al espectador para que renovara hábitos arraigados que contravenían su desarrollo higiénico” (p. 117). “Los documentales que produjo la Secretaría de Salubridad y Asistencia no buscaban explicar los cuidados necesarios para prevenir el paludismo, sino mostrar los trabajos que el Estado mexicano realizaba para prevenir a la población esta enfermedad” (p. 228), en tanto las recomendaciones higiénicas no requerían de una gran infraestructura o gasto del Estado.
Gudiño aprovecha su hallazgo de varias películas en acervos mexicanos y estadounidenses para elaborar un detallado análisis de la filmogra fía dedicada a promover la salud y educar higiénicamente a los mexicanos, y de esta manera el libro se inserta también en los estudios de la historia del cine. Mediante un riguroso estudio del discurso fílmico, la autora da cuenta del enorme impacto del cine como poderosa herramienta y agente de educación higiénica, como formador de valores, reproductor de estereotipos y transformador de hábitos y costumbres.
En tanto varias de las películas trabajadas en este libro eran producciones estadounidenses distribuidas no sólo en México sino también en algunos otros países latinoamericanos, el libro advierte las redes transnacionales de circulación de discursos sobre la salud, así como la penetración en México de programas iniciados por fundaciones filantrópicas como la Nelson Rockefeller, organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud o icónicos cineastas como Walt Disney. Aparece entonces en escena la injerencia e influencia cultural estadounidense en un momento clave de construcción del nacionalismo mexicano. Más que aludir al imperialismo, al colonialismo, o a las desiguales relaciones entre centro y periferia como puntos nodales de la producción de discursos para América Latina, el libro apela a una reconstrucción de la historia que enfatiza la circulación trasnacional.
Así, es sumamente significativa la presencia estadounidense en la historia que cuenta Gudiño. Y no es para menos, ya la periodización elegida cubre un momento de avance de Estados Unidos sobre el continente no sólo en términos económicos sino políticos, ideológicos y culturales. Hay que recordar que en 1940, el presidente Franklin D. Roosevelt declaró que su país “debía invertir mucho en América Latina para desarrollar fuentes de materias primas que se necesitaban en Estados Unidos”, y que durante la década siguiente el control de aquel país sobre los recursos naturales latinoamericanos aumentó a 70%”1 y la defensa continental se convirtió en una de las prioridades del vecino país del norte. Como si todo el continente tuviera que estar preparado para defender a Estados Unidos, la salud se convirtió en uno de los estandartes de la unión regional. En un ambiente bélico signado por la segunda guerra mundial el discurso en torno a la salud y la higiene fue también belicoso y anticomunista. El progreso se asoció al combate a las enfermedades, al comercio de fármacos, a la publicidad de empresas como Palmolive-Colgate en las escuelas mexicanas, al rociado con insecticidas como el DDT (“se proclamó a México como el país piloto en el uso del DDT”) o el dieldrín -que hoy sabemos tienen graves efectos para la salud-, y a una importante inyección de recursos en México (obras de saneamiento por donde pasaría la Carretera Panamericana) para una “guerra sin tregua” que acabaría con el enemigo, que bien podía ser un ejército enemigo, los mosquitos Anopheles, una epidemia, una enfermedad o condiciones de vida insalubres. Salud y guerra fueron así un binomio discursivo eficaz para lograr la colaboración de las naciones latinoamericanas con los propósitos estadounidenses.
La incursión de Rockefeller y Walt Disney en los países latinoamericanos, así como las producciones fílmicas que se divulgaron, y cuyo estudio constituye un sugestivo aporte de este libro, hacen pensar en un ensayo clásico escrito desde la mirada de dos marxistas de los años setenta, Ariel Dorfman y Armand Mattelart: Para leer al pato Donald. A la luz de los años, el texto de Dorfman y Matterlat continúa vigente y considero que puede ponerse en diálogo con el análisis de María Rosa Gudiño, en especial con su capítulo “Salud para las Américas y Walt Disney”. Dorfman y Matterlat, en su observación de las historietas publicadas por Walt Disney, encontraron que para este animador estadounidense los pueblos subdesarrollados eran como niños, y debían ser tratados como tales. En estas historietas, México era otro más de los estereotipos internacionales, “la única manera de que un mexicano conozca Perú es a través del prejuicio, que implica al mismo tiempo que Perú no puede ser otra cosa, que no puede dejar esta situación prototípica, el aprisionamiento en su propio exotismo”, señalaban estos autores.2
¿Cuáles eran los propósitos políticos de Disney?, se preguntaban estos autores. En las historietas de Walt Disney no aparecía representada la clase obrera, como sí aparecía la campesina, porque ésta simbolizaba lo que no era peligroso en tanto se le asociaba con lo natural, lo verdadero, lo ingenuo, lo infantil, lo estático: “el campesino adquirió en este proceso mitificador la exclusividad de lo popular y se lo erigió en guardián folklórico de lo que se produce o conserva en el pueblo, lejos de la influencia de los centros humeantes urbanos, purificándose por un retorno cíclico a las virtudes primitivas de la tierra”.3 Las producciones culturales financiadas por Rockefeller, que circularon en México y que aparecen en el análisis de Gudiño, no parecían cuestionar la desigualdad de clases, ya que tanto para Rockefeller como para Disney no había antagonismo de clases. Las historietas de Disney desaparecían al sector productivo terciario y dejaban una serie de dicotomías: ciudad y campo, metropolitano y buen salvaje, hombres y mujeres “moralmente flexibles y moralmente inmóviles”.4 Las pe lícu las que analiza Gudiño contienen similitudes llamativas con aquellas historietas. Los obreros no parecían tener ningún papel protagónico. Gudiño llama la atención en
[…] que los capitalinos, como si no se enfermaran, fueron menos representados, y cuando eso sucedió las historias se asociaron con las adicciones y la locura […] Era frecuente presentar a la “gran ciudad” como generadora de situaciones de desamparo, pobreza y desempleo que, por si fuera poco, incentivaban la tendencia alcohólica o drogadicta de sus personajes, principalmente varones; como contraparte, se reforzó una versión idílica de la vida tranquila y saludable del campo (p. 103).
La salud, en estas producciones, parece depender de los intermediarios sanitarios, profundamente estudiados en este libro, y de la voluntad de los campesinos, y no de una reestructuración del sistema económico mexicano y de sus mecanismos de exclusión. Es por eso que, al final de cuentas, las campañas mejoran la salud, pero no la calidad de vida. Lo que enseñan estas campañas es “que la pobreza económica y material no era un impedimento para la práctica higiénica y sanitaria” (p. 22). La salud puede mejorarse incluso en el propio hábitat sin que se sugieran “cambios complejos”. La conclusión es que “el Estado no mejoró las condiciones materiales de la población” y éstas quedaron circunscritas al marco capitalista que los gobiernos posteriores a Lázaro Cárdenas se encargaron de fortalecer, a partir del desmantelamiento paulatino de los servicios sanitarios creados por él. Incluso, como señala nuestra autora, “se insinuó que las condiciones en que vivían los campesinos tenían ciertas ventajas en materia sanitaria; es decir, los consejos radiofónicos revirtieron el significado de la pobreza y sus limitaciones en cuasi ventajas para los campesinos” (p. 81).
Así, la visión paternalista del campesino y de sus prácticas, tanto en las producciones mexicanas como en las que crearon Disney y la Fundación Rockefeller, mostraba cómo Estados Unidos busca que los latinoamericanos pensaran su propia realidad y soñaran con un american dream of life para su propia salvación.5 Aquellos campesinos, estigmatizados por su color, sus ropas, sus habitaciones, su cultura material, sus hábitos, sus actitudes; esos campesinos a quienes buscaba salvar la campaña “Salud para las Américas”, serían los mismos a quienes se despojaría de sus tierras muy poco después, a consecuencia de la revolución verde, con sus fertilizantes y sus plaguicidas, promovida también por la Fundación Rockefeller de la mano de la Secretaría de Agricultura. No es fortuito que, como indica la autora, Walter Reuter, fotógrafo de los grupos indígenas mexicanos, documentalista con un amplio sentido social, colaborara críticamente con las campañas de salud, denunciando los servicios precarios de salud, criticando la falta de interés de los médicos en el campo y descentrando el interés en los campesinos ignorantes para dirigirlo a los habitantes de la ciudad.
Hay dos prismas más que quisiera resaltar. Uno es el rescate que hace este libro de actores fundamentales en las campañas de salud y educación higiénica; otro, la geografía estudiada. Respecto al primer punto, el trabajo de Gudiño examina puntillosamente a decenas de sujetos que habían pasado inadvertidos por la historiografía mexicana y cuya labor en el campo de la salud pública fue esencial. La historia de la propaganda exige, como señala la autora, identificar a sus hacedores, porque es un espacio donde interactúan distintos agentes: artistas, museógrafos, dibujantes, pintores, grabadores, cineastas, rociadores, notificantes, médicos, sanitaristas, maestros rurales. La reconstrucción de sus labores, de sus esfuerzos, de sus dificultades, ciertamente reconoce a estos sujetos anónimos que viajaban lejos de sus hogares para visitar comunidades aisladas, con un sentido social apasionado, y que debían lidiar muchas veces con el rechazo de los pobladores, con quienes debían negociar, tratando de desterrar tradiciones indígenas y comunitarias y con formas ancestrales de luchar con la enfermedad, “para traducir conceptos estrictamente médicos a un lenguaje familiar y cotidiano, convirtiéndose en un puente que vinculaba la ciencia con el pueblo” (p. ).
Por otro lado, en tanto las campañas de salud fueron dirigidas esencialmente hacia una población campesina y rural, la historia que se nos presenta no es una historia de la salud circunscrita a una región focalizada del país, sino una apuesta a la escritura de una historia que abarque especialmente las zonas rurales y haga contrapuntos con la historia de las ciudades. Esta es una historia nacional, porque ése era el carácter de las campañas y por eso la autora propone el estudio de un amplio espacio geográfico.
He señalado en un inicio que éste es un texto caleidoscópico porque abre perspectivas, ventanas a diversas problemáticas del México contemporáneo. De tal modo, las imágenes dependen de cómo las vea/lea el espectador/lector. Estoy segura de que, de leer este libro, a ustedes se les ofrecerán diversos colores y formas, otros reflejos e interlocuciones, más preguntas y más respuestas.