Mi última conversación con Bernardo tuvo lugar el 1o de agosto, un mes antes de su fallecimiento. Haciendo acopio de fuerzas -luchaba contra la leucemia hacía tiempo- participó en la reunión mensual de la Academia Mexicana de la Historia, y, como en otras ocasiones, al salir le pedí que me acercara a mi casa -él vivía en el barrio de San Lucas, Coyoacán, no lejos del barrio del Niño Jesús, donde le recuerdo al trazar estas líneas. Esos viajes nos daban ocasión para hablar de cosas que compartimos desde 1964, cuando ingresamos al Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, y de otras que venían a cuento en la corriente de la vida.
La de Bernardo fue ancha y profunda, rica en posibilidades que supo construir y aprovechar. Tuvo claridad de propósitos y voluntad para realizarlos, lo que parece indicar un estado de tensión permanente, pero no fue así. Lo suyo fue atención oportuna, dedicación gustosa para hacer de la vida un conjunto de oportunidades cabalmente aprovechado. Su capacidad de concentración le permitió divertirse, en el sentido literal del término; es decir, desempeñarse a fondo en distintas actividades dando a cada una momento e intensidad propios, sin perder el hilo de las tareas requeridas y haciendo de unas complemento de otras, como ocurrió en sus labores de geógrafo e historiador, emprendidas -en ese orden- antes de su llegada en 1964 al Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.
Siendo estudiante de preparatoria, elaboró dos volúmenes de geografía que puso en manos del director del Centro de Estudios Históricos, Luis González y González, cuando presentó su solicitud de ingreso. Tiempo después, siendo compañeros de cursos, me lo mostró, haciéndome un comentario sobre lo mal que se enseñaba la geografía, a consecuencia de lo cual, él había decidido hacer esos libros para atender el problema (eran libros escritos a mano con letra de molde, e ilustrados con mapas a color). Salvo su maestra de geografía -quien escribió una de las cartas de recomendación para abonar su solicitud de ingreso a El Colegio- nadie más había tomado en serio la propuesta de los dos tomos elaborados por Bernardo García Martínez. Así, a sus 17 años, se nos fue revelando como un carácter celoso de su individualidad, afanado en hacer bien todo lo que había que hacer, dispuesto a compartir las tareas comunes y a ayudar -muchas veces, a corregir- a quienes pedíamos su ayuda. Cualidades que apreciamos en los cuatro años de estudios de maestría,1 comenzando en el primer semestre del año propedéutico.
En el curso de “Introducción a los estudios históricos”, que impartió Luis González y González, el trabajo final consistió en la apreciación de una obra historiográfica, la que eligiera cada quien, valiéndonos de los conceptos expuestos en el curso. Bernardo se ocupó de la Historia de las Indias e islas de Tierra Firme, de fray Diego Durán, en un texto pulcramente mecanografiado con notas a pie de página escritas a mano en caracteres que parecía de la misma máquina, pero reducidos al tamaño correspondiente; trabajo tan bien logrado, no sólo en la forma, sino en el contenido, que el profesor González lo propuso para su publicación en Historia Mexicana, donde apareció en 1966.2
En el segundo semestre, Claude Bataillon impartió el curso de “Geografía Humana”. El trabajo final era una exposición sobre las Huastecas, cuyo texto debíamos entregar antes del examen oral, consistente en un diálogo individual con el profesor sobre lo expuesto en nuestros escritos. Todos cumplimos y el profesor advirtió que, en general, el resultado había sido satisfactorio, suficiente para una calificación decorosa. La máxima, por principio y costumbre, no solía darla un profesor francés; pero, considerando la calidad del trabajo de Bernardo, un texto ilustrado con mapas a color con matices y señas reveladoras de niveles, accidentes y demás, no tenía más remedio que otorgar la máxima calificación, único 10 en el primer semestre de geografía, ratificado en el siguiente, primero de 1965, con el que inició el programa formal de estudios después del año propedéutico y en el que Bernardo siguió dando muestra de inteligencia y laboriosidad en todos los cursos, notablemente en aquellos que por la índole de las tareas exigían precisión y trazo imaginativo. Tal fue el caso del curso sobre “Culturas Precolombinas de América”, que impartió el doctor Paul Kirchhof y en el que debíamos vaciar en enormes “sábanas” de papel toda la información sobre elementos culturales proporcionada por Walter Kickeberg en su Etnología de América. Cada uno se las arregló como pudo para cumplir en tiempo y forma con tan laborioso cometido, sobre cuya presentación versaba el ejercicio final -un diálogo y observaciones de los asistentes- a la vista de nuestras sábanas. Otra vez, Bernardo sorprendió gratamente por la claridad y acierto de su trabajo; pero, además, como en las reflexiones del curso estuvo presente la dimensión geográfica, Bernardo ofreció la suya apoyado en un mapa del continente americano, elaborado por él en proyección que mostraba la curvatura del globo terráqueo. Desplegó en el salón la copia heliográfica de gran tamaño, que impresionó a todos los presentes, comenzando por el profesor Kirchhof y su ayudante, el arquitecto Alvarado, estudiante de etnografía, quienes le pidieron que les proporcionara copia del plano, para utilizarlo, con reconocimiento del crédito correspondiente, en trabajos que traían entre manos. Bernardo mostró la mejor disposición a proporcionarles la copia que le pedían, una vez hechas las correcciones y consideraciones sugeridas en el diálogo del examen y otras que tenía ya apuntadas.
Como esas, pudimos apreciar otras hazañas de sus tiempos de trabajo y ocio, pues nos hablaba de lugares que conocía y recorría a pie, en coche, en libros e ilustraciones y, en fin, en lo que fuera testimonio o señal aprovechable a la luz de su atenta imaginación y buen uso de los recursos que tenía en casa. De ello me di cuenta cuando compartí con él ciertos trabajos “en equipo” -“arando, dijo la mosca”- del programa de maestría.
Hijo único de Vicente García Burgos, profesor de etimologías en escuelas secundarias, y de Marcelina Martínez, asturiana, atenta a las necesidades de casa y de la educación de su hijo, Bernardo disfrutaba de la biblioteca de su padre, abundante en buenas ediciones de libros de historia de México, y de la biblioteca personal que iba formando él en su cuarto de trabajo y diversión, en el departamento de la Unidad Kennedy, en Balbuena. Además de la máquina de escribir y los papeles de trabajo, entre los que se hallaba su libro de geografía en dos tomos, estaba una colección de piezas arqueológicas recogidas por él durante los paseos que hacía con sus padres, ordenada por su lugar de origen y significado (uso cierto o probable de los objetos); otra colección de boletos de “camión” y medios de transporte público de la ciudad de México, que aumentó y ordenó a lo largo de su vida. También, los archivos del Reino de Mayapán, creado en su imaginación, del que constaban mapas con caminos bien señalados, monedas, imágenes de gobernantes; era algo que le divertía mucho. Y así otras curiosidades que me mostró y explicó en los ratos de descanso, una vez terminada la tarea acordada para la reunión de trabajo. Semejante orden me hizo comprensible la capacidad y eficiencia en las tareas de los cursos y en la final y más notable, la tesis de maestría.
En 1966, Silvio Zavala, presidente de El Colegio de México, profesor del curso “Expansión de Europa I [América Colonial]” y director del Seminario de Historia Económica y Social, llamó a los alumnos a escoger tema de tesis de maestría; era conveniente definirlo para adelantar lo más posible al tiempo que seguíamos los cursos del programa. Sugirió diversos temas de la historia colonial de América, entre los que mencionó el Marquesado del Valle, tema por demás interesante y complejo, del que era posible y conveniente abordar un aspecto para cumplir con el requisito de la tesis de maestría, dada la amplitud del campo y la riqueza de los acervos testimoniales. Sin dudarlo, Bernardo García Martínez dijo que él haría el estudio del Marquesado; don Silvio le preguntó qué tema o aspecto pensaba desarrollar, a lo que Bernardo respondió que se ocuparía del tema en general y que ya vería en el curso de la investigación si se limitaba a un aspecto determinado. Por lo pronto, exploraría archivos y ensayaría posibilidades. El resultado fue una obra ejemplar, defendida como tesis (la primera de nuestra generación) el 18 de julio de 1968, y publicada como libro al año siguiente bajo el título El Marquesado del Valle: tres siglos de régimen señorial en Nueva España, libro ilustrado y diseñado por el autor, del que hablaremos más adelante.
Por lo pronto, para concluir con los años de estudio que compartimos, quiero asomarme a los inicios de su labor docente, que enfrentó con valor y con éxito. En el segundo semestre de 1967, último de los cursos de maestría y en el que andábamos ya comprometidos y afanados en la tesis, la Escuela Nacional de Antropología e Historia convocó a una oposición para el curso de “Introducción a la Historia”, materia del primer semestre. La situación no era alentadora, dos prestigiados profesores de la asignatura habían renunciado en periodos anteriores debido a la inconformidad y oposición de los estudiantes. Así las cosas, animado por el interés en teoría y método de la historia (de lo que habíamos tenido buena muestra en dos cursos, el de “Introducción a los Estudios Históricos” que impartió Luis González y González en 1964, y el de “Teoría y Método de la Historia”, que dio José Miranda en 1965), Bernardo recabó información sobre la oposición, convencido de la posibilidad de ganarla, y así fue. Pero al ver las cosas de cerca, advirtió que rebasaban la posibilidad de cumplir, pues no era un solo grupo, eran tres grupos de los que debía encargarse el profesor: dos de nuevo ingreso y uno que tenía “pendiente” la materia por la renuncia de los profesores. Bernardo me convenció de que me presentara a la oposición, diciéndome que de ganarla, como ocurrió, él se haría cargo de dos grupos, uno de nuevo ingreso y del problemático pendiente, y que yo tomaría el otro de nuevo ingreso. Así, ganamos las oposiciones y fuimos profesores en la enah. Preparar y dar esas clases fue un reto que cumplimos con éxito; mayor mérito fue el de Bernardo en esa primera ocasión, dada la duplicidad y lo problemático del grupo pendiente, en el que, por cierto, estaba un compañero mío de los años de secundaria, personaje muy leído y muy cuestionador (tomemos en cuenta que en edad le llevaba yo más de 5 años al joven profesor García Martínez). En algunas ocasiones, ese compañero me hizo comentarios críticos sobre Bernardo, comentarios que me confirmaron la calidad del profesor. Mi compañero de secundaria siguió siendo crítico de lo que se le pusiera enfrente y Bernardo continuó creciendo como investigador y profesor.
Bernardo fue contratado como profesor investigador de El Colegio de México en 1968, poco después del fallecimiento de su padre. Había dado muestra de su calidad como investigador y crítico en artículos y reseñas publicadas en Historia Mexicana; ofreció entonces como primicia El Marquesado del Valle: tres siglos de régimen señorial en Nueva España, que apareció en 1969 como número 5 de la colección “Nueva Serie” del Centro de Estudios Históricos, iniciada por Luis González y González con Pueblo en Vilo, a finales de 1968. El de Bernardo fue la versión de su tesis, sometida a crítica en sucesivas instancias, primero, como proyecto, en el seminario de tesis, luego en el examen de grado ante el jurado integrado por Luis González y González, María del Carmen Velázquez y Wigberto Jiménez Moreno, quien presidió; y posteriormente como proyecto de investigación en forma, para lo que preparó una “edición” de 30 ejemplares, que puso a consideración de colegas mayores en edad, saber y gobierno. De ese proceso dio cuenta en el prefacio del libro, acusando su vocación geográfica, de explorador y constructor de caminos, pues habló del trazo de una carretera que le condujo, finalmente, al Marquesado del Valle de Oaxaca y le permitió conocerlo, evitando inútiles rodeos historiográficos. Se trata de una obra de historia político-institucional que culmina con la apreciación del aspecto económico y social del Marquesado. El geógrafo y el cartógrafo, manifiesto desde las primeras páginas (en las que ubica los lugares en que se desarrollaron las empresas de Hernán Cortés y los límites del Marquesado), sale a relucir en el último capítulo, donde se ocupa de las siete jurisdicciones territoriales que comprendió, ilustrándolas con los mapas respectivos. El libro es una obra maestra por su composición, por la claridad del discurso y por el diseño gráfico que hizo el autor, respetando característica y exigencias de la colección de la que forma parte. Más de una vez se requirió a Bernardo sobre la necesidad de una nueva edición, se le aconsejó una reimpresión con las advertencias que juzgara necesarias (quizá lo más conveniente para recoger el buen gusto y acierto con el que ilustró la portada y páginas del libro), pero no soltó prenda. No estaba en contra de la reaparición, pero quería hacer una revisión en forma y ello suponía distraerse de investigaciones, entrega de resultados y esclarecimiento de posibilidades que abría a su paso en los territorios que exploraba, en lo que ponía todo su empeño. La historia política, jurídica y social (institucional, en el pleno sentido de la palabra), la historia de la organización del espacio y la historia ambiental, que predominarían en su obra más reciente sin demérito de la continuidad, le llevó a acentuar espacio y tiempo históricos, o, si se quiere, a la concepción del espacio como creación histórica.
En ese sentido, vale la pena destacar la forma en que Bernardo García Martínez concibió su participación en obras generales y de autoría colectiva. Notables fueron sus “Consideraciones corográficas” para la Historia general de México que publicó El Colegio de México en 1976 (tomo I, pp. 8-77) y que mereció sucesivas reimpresiones, hasta que apareció la Versión 2000, una nueva edición para la que Bernardo escribió el capítulo “Regiones y paisajes de la geografía mexicana” (pp. 27-91) y la parte relativa a “La creación de Nueva España”, en dos extensos capítulos que cubren el periodo 1519 a 1611, aguda percepción de tiempos y espacios en la formación de Nueva España. Pues bien, para la Nueva historia general de México, publicada en 2010, cuyos trabajos coordinó Bernardo y para la que escribió los capítulos relativos a “Los años de la conquista” y “Los años de la expansión” -origen y formación, o tiempos históricos, de Nueva España, digamos, entre los años 1519-1650- (pp. 169-262). Pero entonces ya no quiso hacerse cargo de la parte geográfica. Ésta, lo había advertido cuando lo hizo en la Versión 2000, debía aparecen al final de la obra, o mejor, en obra independiente, puesto que la geografía es parte y resultado de la historia. Así lo anunció entonces y lo fue realizando en obra enjundiosa, en libros aparecidos en la primera década del siglo XXI, El desarrollo regional de México (2004) y Las regiones de México (2008), precedidos y sucedidos por otros trabajos de cuyo significado en el conjunto de su obra dio razón en el último de sus libros que vio en vida, Tiempos y lugares. Antología de estudios sobre poblamiento, pueblos, ganadería y geografía de México (2014), dejando aparte la consideración del proyecto mayor por su continuidad, del que habla en el prólogo a Tiempos y lugares, cuando advierte que se deslindó e impuso a partir de que fue su tesis doctoral (Harvard, 1980), cuya reelaboración en versión española, Los pueblos de la Sierra, apareció como libro en 1987.
Ese proyecto se recogió como avance y continuidad en Señoríos, pueblos y municipios. Banco preliminar de información relativa a la genealogía de las unidades políticas territoriales básicas de Mesoamérica, Nueva España y México, fue elaborado con Gustavo Martínez Mendoza y publicado en 2012 por El Colegio de México, texto claro al que respalda un cd en el que se vierte la información detallada y explicada, respaldada por un rico archivo personal que obra en el domicilio de Bernardo, casa familiar donde hallamos otros archivos en los que se nos revela al Bernardo fotógrafo -que, como otros aspectos y dedicaciones de su vida, merece lugar propio-, metido en lo que llamó “Mis investigaciones marginales”.3 Ese gran proyecto, del que ofreció una visión muy interesante en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia (1999),4 está clara y convincentemente expresado en Señoríos, pueblos y municipios, valiosa guía para quien esté dispuesto a marchar por los caminos que él abrió y a adentrarse en terrenos donde percibió espacios para el entendimiento de nuestra historia. Buena muestra de ello fue la exposición que su hijo Alejandro García Sudo hizo a poco de la muerte de Bernardo, destacando el testimonio de los pueblos como patrimonio histórico cultural de México.
No hablo aquí del Bernardo García profesor y director de tesis, temas de los que deben dar cuenta quienes tuvieron la suerte y el vigor necesario para seguirlo como alumnos. De ello hay constancia en tesis premiadas y publicadas como libros, y la habrá en actos de homenaje que ahora preparan. Tampoco hablo de una inestimable obra de “divulgación”, publicada en revistas como Arqueología Mexicana, obra que debe verse como complemento esclarecedor de su labor de investigador.
Riguroso en su trabajo, lo era con el de los demás. Fue autor de numerosas reseñas críticas, que dio a conocer desde sus años de estudiante, las más de ellas publicadas en Historia Mexicana, de cuya redacción se hizo cargo por varios años a partir de 1974, cumpliendo las tareas de director, cuando aún no se había establecido ese puesto. Cuidó de la revista con esmero y enriqueció la sección de reseñas, críticas todas y, como tales, muy apreciadas en el medio. Positivamente por quienes, seguros de su vocación y trabajo, valoraban los señalamientos del colega interesado en que las cosas se hicieran bien. Bernardo dio la bienvenida al libro de Peter Gerhard, A Guide to the Historical Geography of New Spain, que apareció en 1972.5 “Extensa, minuciosa, cuidada, ésta no es -nos dice en las primeras líneas- sólo una guía para la geografía histórica, sino también una síntesis de datos y bibliografía, y un manual enciclopédico de historia regional”. Pero, como lo cortés no le quitaba lo riguroso, Bernardo hizo ver problemas en la presentación de algunos mapas, sin desconocer su cuidadosa elaboración, advirtió posibles confusiones y algunas omisiones. En fin, una reseña digna de la seriedad del autor del libro, a quien recuerdo en el cubículo de Bernardo, en sucesivas ocasiones, conversando -mejor dicho, preguntándole-, ejemplar en mano, sobre tal o cual observación y posibilidad para una mejor versión. Fue el de Bernardo un entusiasmo crítico, propiamente hablando, como lector de asuntos que le interesaban, y así se manifestó cuando, años después, se hizo cargo de The Southeast Frontier of New Spain (1979), señalando aciertos y la necesidad de que la atención de Gerhard cubriera otras áreas de la geografía novohispana.6
Corta, gustosa y sustanciosa fue la reseña del libro de Elinor Melville, A Plague of Sheep: Enviromental Consequences of the Conquest of Mexico. (1994),7 en la que Bernardo manifiesta su entusiasmo y saber sobre el campo de la historia ambiental, que venía cultivando de tiempo atrás, en su calidad de geógrafo y caminador incansable. Entusiasta, lleno de recuerdos positivos, es el obituario “Elinor Melville: 11 de septiembre de 1940-10 de marzo de 2006”.8 Experiencias y vivencias de un ser extraordinario cobran relieve en esta semblanza, las de la joven australiana que acumula posibilidades que se irían haciendo conscientes en diversos sitios y lugares, en las actividades que desempeñó profesionalmente antes y después de haberse dedicado a la investigación y la enseñanza de la historia. La conciencia del ambiente terrestre, animal y humano se manifestaría hasta el final de sus días en los que su querida colega enseñó, llena de optimismo, todavía en el hospital en el que fue confinada para hacer de la partida posibilidad y promesa de recuperación. Tuve presente ese obituario cuando visité a Bernardo en Médica Sur -y no he podido escribir algo a la altura de tan claro ejemplo, no por falta de objeto, sino de conocimientos en los campos que compartían.
Vuelvo al punto de partida de estas líneas, a las conversaciones en los trayectos de la Academia Mexicana de la Historia (sita en lo que fuera “la Candelarita”, capilla del barrio de la Candelaria Atlampa) a Coyoacán. Bernardo gustaba de visitar lugares remotos y cercanos, se interesó por personas y detalles, hablaba de la necesidad de un anecdotario para hacerse cargo de lo que no se recoge en testimonios formales y que, bien vistos, nos damos cuenta de que forman parte de la vida de cada uno de nosotros y de nosotros como convivientes. Al recorrer ese trayecto, desde el barrio de San Juan, colindante con lo que fue la Candelaria Atlampa, hasta Coyoacán, Bernardo evocaba los lugares de su infancia, estaban cerca de la avenida por la que transitábamos, los había visitado en sucesivas ocasiones, recientemente, y había constatado lo que había cambiado y lo que permanecía. Seguía empeñado en dar a cada lugar su tiempo y a cada tiempo su lugar.