El lunes 24 de marzo de 1930 la prensa capitalina ofreció en sus páginas interiores un nuevo banquete de noticias amarillistas. Entre titulares como “Mató a su hijastra porque no le correspondió a su amor” y “El alumbrado es enemigo de los enamorados”, los editores abrieron un espacio para informar sobre una redada de “afeminados” que tuvo lugar en las pérgolas de la Alameda. El Universal Gráfico reportó:
Otros repugnantes afeminados fueron aprehendidos la noche de ayer enfrente de la estatua de Bethoven [sic] que se encuentra situada en uno de los costados de la Alameda Central, que se halla más cerca del Teatro Nacional.
Los asquerosos sujetos fueron llevados con toda clase de precauciones a las oficinas de la Primera Demarcación, en donde quedaron detenidos a disposición de las autoridades de la Jefatura Central, que ordenarán seguramente que se les incluya en la próxima “cuerda” que va a salir para el Penal del Pacífico […] fueron sorprendidos cuando se estaban besando mutuamente.1
Por su parte El Universal anotó:
El general José Mijares Palencia, jefe de la Policía, deseoso de corregir esta póstula [sic] social, ordenó al señor Valente Estrada [sic], viejo detective y actualmente prestando sus servicios en la primera comisaría, llevar a cabo una verdadera razzia de tales sujetos, pues había recibido una denuncia anónima, en donde se le decía que esos individuos habían sistematizado un asqueroso medio de negociar de ese modo.
Fueron detenidos los jefes de la banda de libertinos, que tenían su cuartel general en la Pérgola de la Alameda. Eran éstos José Luis H. y Vicente G. Y también Tiburcio N., dueño de una casa de huéspedes, cuyos inquilinos, en su totalidad, eran afeminados en la calle de la República del Salvador 81; José L. y Guillermo V., habiendo todos ellos quedado detenidos en los separos de la Jefatura de Policía.2
En la cárcel de la ciudad, más conocida como la cárcel del Carmen, efectivamente figuraron en el registro de entradas del 23 de marzo los cinco detenidos mencionados en la prensa. Tres de ellos, entre los que se encontraba un joven de 18 años, fueron liberados al día siguiente por orden del juez calificador. Aunque se les anotó en el registro criminal bajo la etiqueta de “pederastas”, el juez no encontró un motivo que fundamentara su arresto. Otro fue el destino de sus compañeros: los dos detenidos que reportaron como lugar de residencia la casa de huéspedes ubicada en República del Salvador 81 fueron castigados con 15 días de cárcel o multa de 18 pesos.3 Aquella sentencia podría confirmar que dicha casa era utilizada, tal y como lo había señalado El Universal y en contra de la reglamentación existente,4 para los encuentros íntimos de parejas de hombres improvisadas en medio de la marea del comercio sexual de la zona. Por demás, si consideramos que esa residencia se ubicaba a medio camino entre la Alameda y la siempre movida Plaza de las Vizcaínas, la hipótesis manejada por la prensa y el juez resulta muy realista. Así pues, los registros de la cárcel ratifican la existencia de la redada, el número de los detenidos reseñados por la prensa, la justificación del arresto y el que posiblemente la casa de República del Salvador era un hotel de paso para los varones que ofrecían servicios sexuales homoeróticos y sus clientes.
Sin embargo, un detalle de las noticias faltaba a la verdad. Un detalle que variaba todo el sentido de la trama y el significado del hecho. Ni la iniciativa correctiva del general Mijares Palencia, ni el supuesto seguimiento detallado y cotidiano de la policía sobre la Alameda, fueron los motivantes de aquella razzia. La denuncia anónima que se mencionó en la noticia de El Universal era el punto clave de ésta. Una historia de conocimiento, activación y manipulación del control oficial por dos sujetos del deseo homoerótico estaba detrás del cotidiano registro de presos del Carmen y de las noticias de esos días de marzo. Los verdaderos actores de la redada eran un abogado treintañero y aquel chico de 18 años liberado por el juez.
“Perdone usted, jovencito, ¿no se llama usted Samuel?”,5 fue la primera frase que le dijo el abogado aficionado a las lecturas científicas de derecho y sociología a Vicente, un joven provinciano, entusiasta de las novelas amorosas y de los libros de hipnotismo, sugestión y espiritismo. Vicente observaba absorto el aparador de un local ubicado en la calle Allende, a la altura del Mercado de La Lagunilla, cuando fue interrumpido por el abogado Castillo. Al escuchar la pregunta el joven volvió a la tierra, respondió con un rápido no y se alejó de la vitrina. El abogado arremetió: lo invitó a tomar una copa, pero viendo el gesto de rechazo de Vicente cambió rápidamente de propuesta y lo invitó a comer o beber cualquier cosa, pero aun así no obtuvo éxito. Castillo se jugó entonces una última carta, o por lo menos una más. Le preguntó al jovencito dónde trabajaba, y como éste respondiera que estaba sin empleo -una situación que ya se había extendido por tres semanas, desde que llegó de su pueblo-, el abogado lanzó una oferta: tres pesos diarios por cuidar y asear su casa y despacho. Era octubre de 1929 y el inicio de una tormentosa relación.
Después de cerrar el trato Castillo y Vicente se dirigieron a la casa del primero, ubicada en la calle Revillagigedo, muy cerca de la cárcel de Belem, en la Sexta Demarcación de Policía. Una vez allí Castillo le empezó a hablar de “tú” a Vicente, le hizo insinuaciones que pasaron a manoseos y que se convirtieron en abiertas proposiciones sexuales. El abogado, notando cierta prevención en el chico, le dijo que “no se ‘escamara’, que aquí en México nadie se escamaba por nada”.6 Prosiguieron ocupados en las caricias, pero Vicente pidió algo más para quedarse. Castillo firmó entonces un cheque por diez pesos como pago por ciertos actos sexuales, actos en los que quedó claro que él actuaría como sujeto pasivo, puesto que ya le había dicho Vicente que de lo contrario “esto precisamente no sería posible”. Pese a la promesa de volver cada día, después de la primera noche, el joven desapareció. Unos días después la pareja se reencontró en el cine Montecarlo, ese teatro de ínfima categoría ubicado en la Tercera Demarcación de Policía, en cuya oscuridad pululaban los tocamientos anónimos entre hombres -como también sucedía en el Briseño y en el Politeama.7 Desde esa noche, previo un nuevo arreglo de pago, Vicente se instaló en la casa del abogado, “viviendo desde entonces en contubernio, pues aunque […] aparentemente fue solicitado como doméstico, en realidad era para vivir como marido y mujer”.8
El romance atravesado por la transacción monetaria rápidamente mostró sus grietas y, con ellas, la peligrosa vinculación de las autoridades policiales y judiciales a voluntad de los implicados en tal relación. Apenas pasado un mes de convivencia la pareja figuró por primera vez en los diarios. Castillo no había cumplido con el pago ofrecido, y a causa de ello se desató una ruda pelea entre los nuevos amantes que incluyó una amenaza con cuchillo. Vicente intentó escapar por una ventana del segundo piso de la residencia, pero lo hizo tan torpemente que sólo logró una lesión y una anotación por parte de los gendarmes de la zona. La prensa tituló: “Un afeminado que secuestra a un joven empleado”.9 Algunos contactos influyentes salvaron del arresto a Castillo y al poco tiempo la pareja se reconcilió. Sin embargo, pocos meses después las cosas irían de mal en peor.
A mediados de marzo de 1930, cansado de los encuentros sexuales del abogado con cargadores y boleros, y motivado por el miedo a contraer una enfermedad venérea, más que por los celos, Vicente abandonó la vivienda de su amante y empleador. Fue entonces cuando Castillo, resentido y buscando venganza, hizo la llamada anónima el 23 de marzo a la Jefatura de Policía. El abogado sabía de la vulnerabilidad de Vicente en las calles, sus bajos ingresos no le permitirían transar con los gendarmes y pasaría por lo menos una noche en la cárcel del Carmen pagando por su rechazo. Pese a lo que dijeron las noticias del 24 de marzo, Vicente no fue conducido a las Islas Marías después del arresto; de hecho, la mayoría de los detenidos en esa cárcel por prácticas homoeróticas nunca conocieron el penal del Pacífico. Por sus propios pies y cargando cierta vergüenza por el escándalo, el joven se fue rumbo a Veracruz. Contra todo pronóstico, y mediando súplicas de perdón y lloriqueos, cinco meses más tarde la pareja se volvió a reunir, pero no tardarían en surgir nuevas infidelidades, peleas cotidianas y golpes mutuos. Castillo ya era diestro usando los arrestos policiales para manipular a Vicente, y después de otra pelea de tantas lo acusó falsamente del robo de un traje. Los gendarmes y las rutinas de la comisaría reaparecieron, y la humillación llegó a su límite. Con profunda rabia, el joven decidió abandonar -una vez más- la casa del abogado. Sin mediar palabra sólo dejó una nota de despedida:
Sin ti para mí la vida no vale nada y el suicidarme es no apreciarla.
Hoy te sientes orgulloso, crees que siempre lo estarás
hoy te burlas porque lloro mañana tú llorarás
y me ausenté por no verte nunca jamás […] tu Buey que me fui, pero ahora el mayor de tus enemigos.10
La venganza anunciada entre líneas no tardó en llegar. La noche del 2 de noviembre de 1930 Castillo fue atacado por cuatro hombres que irrumpieron violentamente en su domicilio. Sin dudarlo, y todavía con dos heridas de puñal sin sanar, el abogado acusó a Vicente por lesiones. El juez de la Sexta Demarcación citó de nuevo al joven. En la declaración inicial que rindió el 6 de enero de 1931, Vicente negó cualquier participación en el asalto, sin embargo, no dejó de señalar que las heridas propinadas al abogado eran un buen castigo por su “degeneración e infamia”.11 Aquel joven tantas veces humillado, al salir de las oficinas policiales, se dirigió furioso a la Alameda, tal vez seguro de poder encontrar allí a su antiguo amante. No falló en su pronóstico y al ver al abogado lo hizo detener inmediatamente por un gendarme. A las once de la noche Vicente estaba de nuevo frente a las autoridades policiales, pero esta vez había una diferencia. El chico provinciano estaba en la comisaría para contar la historia de su relación con Castillo y no para recibir una nueva reprimenda. Después de escuchar los testimonios, el juez ordenó que los médicos legistas hicieran una revisión de los implicados. El dictamen informó que Vicente tenía 17 años y huellas de “pederastia activa”, en tanto Castillo presentaba las supuestas señales inequívocas de la “pederastia pasiva”. Desde ese momento, a decir de este último, el caso dio “un giro totalmente diferente”.12 El joven, que por su condición económica era vulnerable a los arrestos policiacos en las calles, salió libre el 10 de enero de 1931. En contraposición, el abogado, aquel que hasta la fecha había gozado de cierta posición de poder, quedó detenido en la cárcel de Belem afrontando delicados cargos por corrupción de menores.
Vicente y Castillo utilizaron a traición las herramientas empleadas por las autoridades para controlar el homoerotismo masculino, aquellos mecanismos que detallaremos en este artículo.13 La actuación de estos sujetos, la que terminó por enredarlos entre calabozos y juzgados, señala el conocimiento que tenían tanto de dicho control -de la forma de activarlo y de evadirlo-, así como de la cultura homoerótica de la ciudad -de sus lugares y códigos de socialización. En medio de esa truculenta historia parecen aflorar las claves de la vivencia de esa heterodoxia sexual en nuestras décadas de estudio: control oficial reducido -en comparación con otros contextos y posteriores periodos- y adaptación estratégica de los hombres heterodoxos frente al mismo.14 Los espacios de socialización de los sujetos del homoerotismo masculino,15 la geografía disidente, se forjarían en medio de esas dos fuerzas.
En este texto, siguiendo el rastro de las detenciones registradas en la cárcel del Carmen, tomaremos el pulso al control oficial del homoerotismo en la ciudad de México durante los años treinta y cuarenta. Los libros de registro de entradas a esa cárcel, olvidados por cotidianos, nos revelan que la actitud hacia el homoerotismo masculino en esta ciudad no sigue el sendero de una progresiva apertura ni tampoco el de un cierre vertiginoso. En algunos periodos la persecución policial arreciaba. Con base en ciertos discursos ideologizados o en determinadas campañas de organización de la ciudad, afloraban algunos momentos de pánico moral -para usar el término de Jeffrey Weeks-,16en los que los hombres con prácticas homoeróticas aparecían en la mira de los funcionarios de turno. En otros periodos retornaba la calma a las calles, y sólo quedaban al acecho los gendarmes corruptos que, mediante el chantaje y manipulando la idea de la supuesta peligrosidad de los llamados “pederastas”, intentaban mejorar la paga del día. En acción paralela, como veremos, los sujetos de esta heterodoxia sexual se adaptaban a cada tramo y construían una alternativa para su socialización. En la historia de Vicente y Castillo el conocimiento del control oficial fue un arma de mutua destrucción, en la cultura homoerótica masculina éste funcionaba como un elemento clave para construir un lugar en la ciudad.
El rastro del homoerotismo masculino en el Carmen
De la cárcel del Carmen queda muy poco. Apenas se conservan los libros que se dedicaban al registro diario de reos y otros más que informaban sobre los movimientos de presos. El uso rutinario al que era destinada esa cárcel la convirtió en un pálido recuerdo frente a las imágenes espantosas, publicitadas y duraderas de la Cárcel General de Belem o de la temible Penitenciaría de Lecumberri. Sin embargo, desde 1897 se había instituido por decreto presidencial que, en la capital mexicana, además de las cárceles municipales y los establecimientos penales antes nombrados, existiría una cárcel de Ciudad. Esta última se destinaría a la detención y arresto menor de los reos de faltas que estuvieran bajo la competencia de las autoridades administrativas de la capital.17 En otras palabras, en esa cárcel serían retenidos aquellos sujetos mayores de edad que habían cometido faltas contra los reglamentos de policía y buen gobierno en la ciudad de México.18 Esta medida porfiriana de organización penitenciaria se mantuvo después de la Revolución. Aunque posiblemente fueron utilizados otros asentamientos con anterioridad, para finales de la década de los veinte, dicha cárcel estaba ubicada en el sector de la actual Plaza de los Estudiantes -localizada en el límite entre la Primera y la Tercera Demarcación de Policía- y frente a la Plaza del Carmen, de la que derivó su propio nombre.
De acuerdo con el plano del centro carcelario, dibujado por la Dirección de Obras Públicas en 1929,19 la edificación era bastante grande y posiblemente superaba los 4 000 m2 de ocupación. En la fachada principal, que colindaba con la Plaza del Carmen, se observaban tres entradas. La primera de ellas, ubicada en el extremo sur del frontón, daba acceso a las oficinas de la Tercera Demarcación de Policía, y las otras dos eran de uso exclusivo de la cárcel. Según un acuerdo firmado en abril de 1929 por el jefe del Departamento del Distrito Federal, José Manuel Puig Casauranc, el procedimiento para que un ciudadano atravesara por esos portales era muy claro. Tanto el jefe de Policía como los comisarios encargados de las demarcaciones debían enviar ante los jueces calificadores de infracciones, antes de las nueve de la mañana de cada día, los partes de detenciones en los que se relacionaban todos los arrestos que en las últimas 24 horas se habían dado en su jurisdicción y que se motivaban por faltas de policía, de tránsito, o por comportamientos antisociales que no ameritaban la consignación de los infractores en los tribunales. De no ser así, y si el arresto se debía a la comisión de un delito, el reo debía ser conducido a la cárcel de Belem para que el proceso judicial diera inicio. Los jueces calificadores, que eran expertos legistas adscritos al Departamento del Distrito Federal y no autoridades judiciales, evaluaban cada caso de esos infractores y emitían una orden de castigo que permitía que el reo eligiera entre una multa o unos cuantos días de detención en la cárcel.20
Todos los reos calificados eran conducidos al Carmen y una vez ahí eran anotados en los libros de registro de entradas y salidas. Si el detenido optaba por la multa, después de verificarse el pago en la Tesorería, éste era liberado de inmediato y sólo quedaría como señal del impase aquel registro carcelario seguido por la palabra “multado”. De lo contrario, el reo purgaría los días de arresto -que no superaban la cantidad de 20- en las galeras del Carmen. A las puertas de esa cárcel llegaron los vende dores tramposos, esos que comerciaban con periódicos de fechas anteriores, los que vendían el maíz con medida de doble fondo o los que pesaban el carbón con una balanza trucada. De cuando en cuando también fueron encarcelados los bromistas inoportunos, aquellos que arrojaban tronadores entre los pies de la gente o lanzaban bombas pestilentes en los cines. Otros reos comunes fueron los clientes de los cabarets y de la zona roja, hombres que se negaban a pagar por una copa ya consumida o por los servicios sexuales contratados y disfrutados con una prostituta. Finalmente, se sumarían los tahúres callejeros, esos ingeniosos que timaban a los ingenuos con el juego de la “bolita” o del “muertito”. Este variado grupo de infractores se insertaba en una numerosa marea de rateros conocidos, pendencieros furiosos, borrachos dormidos en la calle y prostitutas de rodeo, que ocupaban la mayoría del tiempo de los gendarmes. En el Carmen, como vemos, se castigaba a los protagonistas del escándalo eufórico de unos minutos y del conflicto cotidiano de la ciudad.
Una minuciosa revisión de los libros de registro de entradas y salidas de detenidos de esa cárcel nos muestra que a sus separos también llegaron algunos hombres, entre los que estaba Vicente, que fueron encarcelados bajo la etiqueta de “pederastas” pese a que no habían tenido contacto carnal o emocional con un menor de edad. En realidad, estos sujetos fueron arrestados al ser encontrados en un espacio público en poses sexuales o románticas con otros varones, al ser afeminados o travestidos, o al participar en el comercio sexual homoerótico de la ciudad. Siguiendo la lógica de la organización penitenciaria de la época, si en verdad se hubiera verificado el delito de corrupción de menores o de violación -crímenes tipificados hacía mucho tiempo por la ley y que se relacionaban con el concepto de pederastia como abuso sexual de menores de edad-, los inculpados hubiesen sido direccionados por las Demarcaciones de Policía a la cárcel de Belem.21 Como éste no era el caso, lo que estos libros reportan con esas anotaciones es el grado de control oficial aplicado en las calles de la ciudad contra actos consentidos de homoerotismo masculino entre adultos que tenían lugar en el espacio público -o de situaciones relacionadas con dichos actos. Un control no precisamente legal -pues bien sabemos que la ley mexicana no perseguía penalmente el homoerotismo- y canalizado a través de las vagas definiciones de las funciones de los cuerpos de Policía, asunto que abordamos con detalle más adelante.
Por ahora cabe resaltar que el uso del término “pederasta” para etiquetar a estos detenidos es una señal del tipo de prejuicio que existía contra los hombres con prácticas homoeróticas en México. Con el término tantas veces usado para la inscripción de estos reos se retomaba y reproducía aquella lectura que, proviniendo del discurso endocrinológico, los entendía como posibles corruptores de otros. En efecto, siguiendo la lectura del fisiólogo español Gregorio Marañón, los médicos mexicanos de la posrevolución explicaron el homoerotismo como el resultado de una deficiencia endocrinológica, y atisbaron como consecuencia de la misma un estado de constante sensualidad de los afectados. Ese desarreglo fisiológico, dictaminaron, causaba que estos varones fueran proclives a la corrupción de otros -en especial de los menores de edad, los hombres “hormonalmente inclinados” y los llamados “débiles mentales”-, pues se creía que ellos intentarían saciar de cualquier forma aquel deseo sexual irrefrenable que los poseía.22 Siguiendo esa lógica, en muchas ocasiones, los gendarmes arrestarían a estos varones basados en aquel prejuicio del “peligro de corrupción” más que por la observación de una verdadera infracción de policía.23 Ahora bien, es necesario que hagamos aquí una aclaración metodológica antes de sumergirnos en la historia que nos cuenta el Carmen. Sin duda, durante la década de 1920, a pesar del ambiente de liberación del cuerpo y de las pasiones que se extendió entre ciertos sectores de la ciudad -y que fue aprovechado por algunos hombres con deseos homoeróticos-, este tipo de detenciones también ocurrieron. Por ejemplo, señalando un procedimiento similar al que hasta ahora hemos descrito, El Universal reportó en 1921:
Una docena de “afeminados” celebraba alegre baile cuando los sorprendió la policía
[…] Los mencionados individuos, según informes que nos fueron proporcionados en la Inspección General de Policía, celebraban una “posada” dedicándose después a rendir culto a Terpsícore, pero con el grave inconveniente de que algunos de ellos vestían ropas de mujer, usaban pelucas y mostraban pintarrajeado el rostro, dándose entre sí los nombres de Paquita Escribano, La Argentinita, Violeta, Mimi, Flor de Té.
La policía que recibió aviso de esta fiesta entre hombres decidió poner fin a ella y al efecto el Comandante Ayudante del Inspector General Pérez de Lara al frente de unos agentes se presentó de improviso en la casa, quedando maravillado del cinismo de algunos de esos sujetos. [...] Los individuos [...] fueron llevados con los trajes que portaban a las oficinas de la Inspección General.24
Sin embargo, estos rastros noticiosos no formaron parte de un registro oficial sistemático, uno que nos permita cuantificar este tipo de detenciones para esa primera década de la posrevolución. De hecho, en 1925 el inspector general de Policía, coronel Martín Bárcenas, comentó a la prensa que antes de febrero de ese año no se llevaba nota alguna sobre los individuos detenidos por la policía de la ciudad. Si bien en aquella ocasión el coronel entregó unas primeras estadísticas (véase el Cuadro 1), éstas no nos permiten realizar una identificación precisa ni continua en el tiempo de las detenciones policiales de varones con prácticas homoeróticas.
Aunque es posible especular que este tipo de arrestos podrían haberse ubicado en esa estadística en los renglones de corrupción de menores, de ultrajes a la moral pública, de atentados contra el pudor, o de vagancia, no tenemos certeza de ello. En cada uno de esos delitos podían caber transgresiones al orden cotidiano muy disímiles. Por ejemplo, mediante el cargo de ultrajes a la moral pública eran procesados desde los escandalosos hasta las parejas exhibicionistas, y por el de corrupción de menores, tanto los que inducían a la bebida u otros vicios a los más jóvenes, como los acusados de exponerlos a ambientes peligrosos. No tenemos entonces datos fiables sobre el comportamiento de los arrestos policiales para esa década.
Esa falencia de documentación es subsanada para el periodo comprendido entre 1930 y 1951 por los libros de registro del Carmen -los libros que cubren este lapso son los únicos que aún se conservan. La información consignada en ellos es abundante, y aunque se depositó bajo una codificación propia, construida desde la jerga de los gendarmes y en medio del movimiento continuo que se vivía en la reja de registros, estos datos nos permiten acercarnos a la vivencia del homoerotismo masculino en la ciudad desde nuevas hipótesis.25 Tomando una muestra de 17.18% de las entradas registradas en esa cárcel, lo que comprende un volumen de 158 530 registros de arrestos analizados, hemos intentado verificar la frecuencia de las detenciones motivadas por comportamientos homoeróticos masculinos y la evolución de las mismas a lo largo del tiempo.
Pues bien, solamente en 651 de esos registros el reo fue inscrito como “pederasta”, lo que corresponde a 0.41% del total de las detenciones analizadas. Este dato nos indica que el control oficial era menos agresivo de lo que podría esperarse, con cierta distancia respecto a las narraciones amarillistas de la prensa que de cuando en cuando hablaban de continuas y violentas redadas policiales contra los “afeminados”. Una situación que en todo caso no niega la existencia de cierto riesgo en las calles que podía hacer vulnerables a los varones afeminados o a los participantes en prácticas homoeróticas. Sin duda éste era un factor que debían considerar quienes se arriesgaban a la socialización heterodoxa en el espacio público. El arresto de Vicente en marzo de 1930 es un buen ejemplo de esa vulnerabilidad. Sin embargo, resulta aún más interesante anotar que, si seguimos detalladamente el rastro de este tipo de detenciones, el sendero que se dibuja no es nada monótono ni estable (véase la Gráfica 1).
La evolución que muestran los arrestos policiales de hombres con orientación homoerótica no sigue con precisión el comportamiento de las detenciones totales registradas en el Carmen (véase la Gráfica 2). En principio, y antes de proponer una mirada más detallada, podríamos notar cierta coincidencia entre estas dos evoluciones. Entre 1930 y 1940, lapso en que esta cárcel registraba un promedio de 4 017 detenidos mensualmente, se anotaron en nuestra muestra unos 367 arrestos motivados por comportamientos homoeróticos masculinos. Una cifra que se redujo a 284 para el periodo comprendido entre 1941 y 1951, momento en el que el Carmen también tuvo un menor promedio general de arrestos, llegando solamente a unas 3 188 detenciones mensuales. Así pues, el número consolidado por década de las detenciones de hombres “pederastas” parecería comportarse conforme al movimiento general de la cárcel. Sin embargo, si reparamos un poco más en las gráficas, ni los picos ni los valles de los arrestos policiales registrados contra los sujetos de esta heterodoxia sexual coinciden con los de la evolución del total de las detenciones inscritas en la cárcel del Carmen.
Si prestamos atención a la dinámica propia de los arrestos de varones con prácticas homoeróticas podemos diferenciar, por lo menos, tres momentos. El primero de ellos corre entre 1930 y 1941, periodo en el que un promedio de 16 hombres fueron registrados mensualmente en el Carmen como pederastas. Este promedio mensual duplica al que se registró entre 1942 y 1948, pues durante este segundo periodo se mantuvo un promedio de sólo 8 detenciones mensuales de este tipo. Por lo tanto, y funcionando como parteaguas un “pico de represión” que tomó forma entre 1938 y 1941, existe una clara disparidad entre uno y otro momento. Ahora bien, el cambio en la frecuencia de este tipo de arrestos no pararía ahí. Desde 1949 observamos una rápida recuperación del promedio de estas capturas, las que llegarían a un pico máximo en 1950, con unas 27 detenciones mensuales de los señalados como pederastas.26 El ondulante sendero evidencia que el control oficial del homoerotismo masculino no era una fuerza monótona en la capital mexicana. Estamos ante una trayectoria dinámica del tratamiento del homoerotismo masculino, una que respondía a los miedos, oportunidades y silencios de ciertos tiempos, y que nos obliga a estar atentos a las fuerzas constructoras de los diferentes momentos del control oficial. En tanto ni el cierre ni la apertura hacia la heterodoxia sexual son finales asegurados, tenemos que analizar cada tramo en su peculiaridad, cada ola, sin perder de vista la continuidad de los discursos estereotípicos. Asimismo, deberemos incluir la acción de los sujetos del homoerotismo en la configuración de estos tramos, al menos intentar rastrearla, pues no hay razón para pensar que esos sujetos recibirían andanadas de arrestos y razzias sin reaccionar. El oleaje registrado en el Carmen requiere una explicación, y por ello, en el siguiente acápite intentaremos una primera propuesta.
Las corrientes bajo las olas del control oficial
Una ola se forma por la acción de diversas fuerzas, y aunque desde la playa en donde ésta rompe se visualiza únicamente la cresta, esas corrientes son las que le han dado la altura y fuerza final. En la primera ola de tratamiento y vivencia del homoerotismo masculino en la posrevolución, que suponemos atravesó la década de los años veinte, seguramente actuó la fuerza de la liberación del cuerpo y del deseo originada por el movimiento armado y alentada por el viento de liberación de la primera posguerra.27 Esa corriente se desplegó sobre un panorama institucional aún en construcción y sobre una ciudad que vivía la euforia de las diversiones modernas. Así, pues, aunque la censura contra el homoerotismo de seguro existía, posiblemente ésta pudo ser contrarrestada por ese ambiente de shimmy, jazz y nuevas modas que cuestionaba la rigidez del género y esa antigua culpa por el gozo de los placeres del cuerpo. Pero la vivencia del homoerotismo empezaría a variar a finales de esa década. Una posible explicación de esa segunda ola descrita por los registros del Carmen entre 1930 y 1941 la encontramos en la renovada fuerza del nacionalismo viril -inscrito en el proyecto del radicalismo revolucionario a nivel federal-, que se desplegaría sobre una ciudad que no era gobernada autónomamente por los titulares del Departamento del Distrito Federal.28 En la medida en que las campañas que se proponían corregir los males que aquejaban a las masas obreras se radicalizaran durante ese periodo, siendo uno de esos males el de la promiscuidad, aumentarían los niveles de control en calle afectando a los varones con prácticas homoeróticas y a sus lugares de socialización.
Si aceptamos esa explicación del origen de esta segunda ola, también tenemos que aceptar que la corriente que la impulsó venía de años atrás, puesto que el nacionalismo viril empezó a forjarse poco tiempo después de la Revolución, aunque sólo se convertiría en una política más consistente y agresiva desde finales de los años veinte. Como bien sabía una tal Petra Ruiz, sin importar la facción a la que se pertenecía, los protagonistas de la revolución mexicana siempre fueron varones. Según le comentó esta mujer a Venustiano Carranza, aunque desde hace años tenía ganas de pelear contra los federales, no había tenido la opción de enlistarse. En 1913 se daría la oportunidad, y al estallar la sublevación en Acapulco, su lugar de residencia, Petra tomó una determinación definitiva. Se vistió de hombre lo mejor que pudo, se cortó las trenzas y haciendo la voz un poco gruesa, se dio de alta entre los sublevados con el nombre de Pedro Ruiz. Vestida de varón no tuvo inconveniente alguno en la campaña militar, Petra ya era un hombre de la Revolución.29 Años después, en febrero de 1920 y demostrando la cotidianidad de esa asociación de género, al aparecer el candidato presidencial Álvaro Obregón en una concurrida convención en la ciudad de México se escucharon voces estruendosas que gritaban: “¡Viva el general Obregón! ¡Viva la Convención Obregonista! ¡Viva la Revolución! ¡Vivan sus hombres!”.30 Si recordamos la historia de Petra, al parecer, ese último grito no era pura retórica.
Aunque la participación selectiva de los hombres en la guerra corresponde a una asociación cultural de género que atraviesa Occidente,31 en el caso mexicano la lectura de los varones como forjadores de la nueva sociedad seguiría siendo un punto nodal de la construcción identitaria nacional en la posrevolución -de ahí que el grito de los obregonistas no resultara desatinado. El hombre hipermasculinizado, representado primero en el soldado revolucionario y después en el obrero industrial, sería el estereotipo de la masculinidad hegemónica mexicana y una figura básica del discurso nacionalista.32 La centralidad de esa figura sería además apuntalada por la novela de la revolución y la pintura muralista y, más tarde, por las imágenes propagadas en la época de oro del cine mexicano.33
Con la llegada de Lázaro Cárdenas a la presidencia en 1934, aquella alegoría masculina nacionalista dejaría de ser etérea y, aunque seguiría funcionando la imagen del soldado revolucionario como el prototipo de la masculinidad mexicana, el obrero vigoroso se convirtió en un faro que guiaría la intervención estatal en terrenos más pragmáticos. Cárdenas desarrolló un régimen al que calificó de “tendencia obrerista”,34 y con base en esa propuesta y en el Artículo 123 de la Constitución de 1917, avaló los derechos de los trabajadores industriales y afianzó la protección estatal para esos sectores.35 En consonancia con ello, las referencias a las clases proletarias pulularon en el discurso oficial y, aunque ya era una imagen recurrente para la década anterior, fue durante ese periodo presidencial cuando los habitantes de la capital se acostumbraron a las constantes marchas de obreros y campesinos.36 Se renovaba así el acento masculino de la nacionalidad mexicana.
Sin embargo, aunque el cardenismo encumbraba la virilidad y el esfuerzo de estos hombres como pilares del desarrollo nacional, no fue ingenuo en el diagnóstico inicial de esa población y también resaltó los males que la debilitaban y se propuso trabajar contra ellos. La presencia de políticos sin base partidista propia a cargo del Departamento del Distrito Federal, y que por ende dependían del presidente en turno, permitió una aplicación más o menos expedita de las directrices federales al gobierno local,37 incluidas las que derivaban de esa lectura sobre el protagonismo y condición que ostentaban los sectores populares. La campaña antialcohólica, dirigida principalmente hacia los varones de las clases trabajadoras, fue parte de ese esfuerzo. Junto a la orden de 1937 de cerrar los expendios de alcohol los fines de semana, y de un decreto de 1939 que ordenó el cierre de las cantinas que se encontraban cerca de los lugares de trabajo, el gobierno impulsó una amplia acción educativa que advertía sobre el despilfarro económico, el auge de la violencia doméstica y los daños orgánicos sobre la descendencia que originaba el consumo desmedido de licor.38 Aunque los resultados en esta materia fueron modestos, teniendo el propósito de forjar un hombre trabajador, sobrio y vigoroso, la acción correctiva gubernamental no terminaría ahí.
Aunando fuerzas con la popularidad alcanzada por los conceptos de la higiene mental entre los médicos del país, el gobierno intentó erradicar otros hábitos que supuestamente ponían a los mexicanos en el camino de la degeneración.39 Así, con base en el Artículo 200 del Código Penal, que condenaba a quienes “fabriquen, reproduzcan o publiquen libros, imágenes u objetos obscenos, y los expongan, distribuyan o hagan circular”, desde 1936 se iniciaron varias acciones policiacas para atrapar a los responsables de la venta de pornografía en la ciudad de México. Las estampas pornográficas y las “revistas coloradas” [pornográficas],40 que ofrecían pequeños relatos eróticos en los que se describían explícitamente escenas heterosexuales de cama, fueron vistas como fomentadoras de una promiscuidad que conducía en el mediano plazo al contagio venéreo.
Siguiendo las instrucciones de la doctora Matilde Rodríguez Cabo, quien para ese momento estaba a cargo del Departamento de Prevención Social, la policía arrestó en esos años a varios voceadores y dueños de puestos de periódicos que ofrecían este tipo de artículos (véase la Ilustración 1).41 Las acciones policiales continuaron y para mayo de 1939 dos agentes de la policía judicial arrestaron al español Amadeo Pérez, dueño de la librería La Tarjeta, y lo presentaron frente al juez como un comerciante dedicado a la producción de tarjetas pornográficas y a la reproducción de películas del mismo estilo -operación realizada en un local ubicado en Isabel la Católica 14.42 Todos ellos fueron procesados por el delito de ultrajes a la moral pública.
Las salas superiores de justicia fueron bastante cautas en el manejo de estos casos y en la mayoría de las ocasiones ordenaron la final liberación de los inculpados. Sin embargo, el cardenismo tenía un frente más en su lucha contra la peligrosa promiscuidad, un frente en el que los resultados respecto a la represión en calle fueron más visibles. Temiendo las consecuencias del contagio venéreo y en consonancia con el talante democrático del país, uno que no podía admitir que los derechos de las mujeres que se dedicaban a la prostitución fuesen transgredidos en favor de la seguridad de sus clientes, el gobierno impulsó la adopción del sistema abolicionista para el manejo de la prostitución y dirigió una campaña contra las enfermedades venéreas que incluyó la tipificación del delito de contagio.
Desde 1865, por iniciativa de la administración imperial francesa, estaba en funcionamiento en el país el sistema reglamentarista de la prostitución. La idea básica del reglamentarismo, como bien lo anota K. Bliss, era que el registro de las prostitutas y la subsecuente práctica de exámenes ginecológicos periódicos sobre ellas permitiría controlar el contagio de las enfermedades venéreas y conocer los problemas que el comercio sexual generaba.43 Pese a sus múltiples grietas y a los debates que suscitaba, este sistema siguió funcionando en el siglo XX y, en esa misma línea, el gobierno de Plutarco Elías Calles aprobó, en 1926, una nueva regulación que sólo ampliaba el catálogo de enfermedades venéreas, proscribía el trabajo de las mujeres afectadas con estos males -y con otros como el cáncer y la tuberculosis-, y prohibía la operación de burdeles y mujeres que no contaran con licencia.44 En ese marco legal se consolidaron ciertas zonas de prostitución en la ciudad de México y junto con ellas, claro está, pululó un numeroso grupo de hombres y mujeres que se dedicaban a la prostitución clandestina -que al ser arrestados eran conducidos al Carmen- y de cabarets que se escapaban de la regulación por medio de la corrupción. El comercio sexual de la ciudad era bastante amplio y fructífero. Para 1929 una comisión encargada de un estudio para demarcar las zonas de tolerancia en la capital apuntó que existían dos áreas bien reconocidas de comercio prostibular -ambas ubicadas en el centro de la ciudad:
PRIMERA ZONA:.- Callejón de Nava, exclusivamente la acera sur; 2a. Callejón de Pajaritos, o sea la aparte comprendida entre la acera Sur del callejón de Nava hasta encontrar la acera Norte de la calle del Dr. Daniel Ruíz; 1a. calle del Dr. Daniel Ruiz; calles de Cuauhtemotzin, desde la calle del Niño Perdido hasta encontrar la calle de Isabel la Católica; callejón de la Igualdad hasta la acera norte del callejón de Tizapán.
SEGUNDA ZONA:.- Comprende las siguientes calles: calles de la República de Panamá, desde Santa María la Redonda hasta encontrar la acera oriente del callejón del Órgano; todo el callejón del Órgano hasta encontrar la acera oriente de la calle de Comonfort; calles de la República de Ecuador, desde la acera oriente de la calle de Santa María la Redonda hasta encontrar la misma acera oriente del callejón de la Vaquita y todo el callejón de la Vaquita hasta encontrar la acera norte de la calle de Juan Álvarez.45
Las estampas de la prostitución para esa época, según comentó el jefe de los médicos inspectores foráneos en un informe que rindió en agosto de 1927, era bastante similar en todas las ciudades de la República. Ese panorama incluía la presencia de hombres que ofrecían servicios sexuales homoeróticos en las casas dedicadas a este comercio. En palabras del inspector, con base en lo que observó en las casas de asignación en Torreón:
[…] la mayoría de estas casas están constituidas por una serie continua de cuartos que habitan las pupilas, regularmente una corresponde a cada asilada, pero se observan dos y hasta tres camas en algunos cuartos. Debido a que el C. Delegado Sanitario Federal en Torreón ha exigido el cumplimiento del Art. 151 de nuestro código, casi todas han sido divididas por medio de una tapia o división de mampostería, adobe o madera, dejando de un lado las habitaciones, y del otro la sala de baile y la cantina, conjunto al que pomposamente llaman “el cabaret”, este queda inmediatamente al lado de las habitaciones […]. Otra de las cosas que llamaron mi atención es la presencia en casi todas las casas de uno o dos afeminados que en el día ayudan a las faenas domésticas y en la noche se dedican a la prostitución, ejerciendo la pederastia, según lo aseguran las mismas pupilas. Llegué igualmente a saber que en esa ciudad, así como en la de Durango, existe una casa habitada exclusivamente por afeminados y a los que sólo se cobra por derecho de cabaret.46
A decir de Juan Soto, un experto en educación sexual de la época, fue en la segunda mitad de la década de los treinta cuando el gobierno advirtió la urgente necesidad de cambiar el sistema reglamentarista y variar este panorama de la ciudad. En tanto México se adhirió en 1932 al Convenio Internacional para la Supresión de la Trata de Mujeres y Niños, y el Senado ratificó en 1938 la Convención para la Represión de la Trata de Mujeres Mayores de Edad, era necesario que el gobierno adoptara un sistema abolicionista de la prostitución para demostrar la verdadera sujeción del régimen posrevolucionario a esos tratados y su espíritu democrático.47 En consecuencia, como bien lo señala P. Fuentes, desde 1938 las autoridades de la ciudad iniciaron una serie de actividades de desalojo de las zonas prostibulares establecidas en el antiguo primer cuadro de la ciudad de México, y para mayo de 1939 el Departamento de Salubridad Pública anunció la supresión de las zonas de tolerancia.48 Soto recordaría los actos de desalojo de la mal afamada calle Cuauhtemotzin y de los callejones aledaños, en los que se ubicaba una buena parte de la prostitución más barata de la ciudad -y como veremos más adelante, de la prostitución homoerótica masculina-, en los siguientes términos:
Ya hace algunos años el Gobierno del Distrito Federal había dispuesto la clausura de las infectas y lóbregas accesorias de Cuauhtemotzin; pero habiendo tenido conocimiento oportuno de esta disposición las ocupantes interpusieron el amparo, y así lograron permanecer en las mismas condiciones indefinidamente; en esta ocasión, dado que el señalamiento, cambio o supresión de las zonas de tolerancia correspondía al Departamento de Salubridad Pública […] con el fin de evitar que un nuevo amparo impidiera este acto de profilaxis social, sanitaria y moral, se designó un grupo de agentes sanitarios que con el auxilio de 300 policías uniformados, en la madrugada del 18 de mayo de 1939 procedieron, ante la natural sorpresa y a pesar de la resistencia de las inquilinas, a clausurar todas las viejas accesorias de Cuauhtemotzin y contornos, así como las de las calles de la Libertad y Rayón y del tortuoso y sórdido Callejón del Órgano.49
La presión internacional, como vemos, se sumó a los fines correctivos del gobierno cardenista, generando un importante cambio en la escena del comercio sexual de la ciudad de México -y con ella de algunas disidencias sexuales que permanecían bajo su abrigo. La estocada final contra la prostitución reglamentada se daría a finales de 1939 con la modificación del artículo 207 del Código Penal. El nuevo articulado convirtió en delito de lenocinio la propiedad o administración de prostíbulos, casas de citas o lugares dedicados a explotar la prostitución. Así pues, en los años inmediatos de esta modificación se procedió al cierre de aquellos lugares registrados en el Departamento de Salubridad y, como un fenómeno previsible, aumentó la presencia del comercio sexual en las calles.50 En adelante, la policía sería la encargada de la persecución tanto del lenocinio -cuyos responsables se consignarían frente a las autoridades judiciales-, como de aquellos que dedicándose a la prostitución, fueran demasiado llamativos o escandalosos51 y que serían llevados al Carmen. Mientras el sistema reglamentarista estuvo en funcionamiento, para la policía de la ciudad pudo resultar más o menos sencillo ubicar los lugares en los que se encontraban los hombres que ofrecían servicios sexuales para otros hombres -y que transgredían con su comportamiento el modelo de masculinidad hegemónica en consolidación. Esta situación, sumada desde mediados de los años treinta al talante cardenista de corrección de los comportamientos viciados de las clases populares, puede servir como una explicación del promedio de varones con prácticas homoeróticas detenidos en el Carmen que se observa en el periodo comprendido entre 1930 y 1937. Así mismo, los años de 1938 a 1941, en los que se dieron aquellas acciones de desalojo de los sitios de prostitución ubicados en el primer cuadro de la ciudad, coinciden con los años en los que se dio un importante aumento del número de detenciones de hombres con prácticas homoeróticas registrados en el Carmen (véase Gráfica 1). Ante el cierre de las casas de prostitución, es posible que un mayor número de servidores sexuales homosexuales fueran vistos haciendo rodeos en las calles aledañas, razón por la cual pudieron ser atrapados por la policía -porque los considerarían escandalosos o indecentes- y llevados a “quincear” a la cárcel de la ciudad. Otros varones con deseos homoeróticos fueron atrapados mientras buscaban esa oferta sexual, y otros más porque tuvieron que buscar nuevos espacios de encuentro al clausurarse los cabaretuchos de la zona de tolerancia. Así pues, esta segunda ola de tratamiento a la heterodoxia sexual masculina finalizaría con un pico de represión que desarticularía una parte de los antiguos rumbos de socialización, los que estaban protegidos por la tolerancia al comercio sexual, forzando a que los sujetos del homoerotismo construyeran en el siguiente tramo nuevos rumbos para su encuentro.
Ahora bien, la siguiente ola que cubre el periodo comprendido entre 1942 y 1947, pese a lo que podría esperarse por el viraje político hacia un discurso más conservador en el gobierno federal, registró los más bajos promedios de detención de hombres con comportamientos homoeróticos. Ese tramo posiblemente tomó forma por la conjunción de una menor atención oficial a estos asuntos y por la reacción de retirada de esos varones heterodoxos hacia zonas en las que se daban menos redadas.
Manuel Ávila Camacho tomó el relevo en el poder presidencial en medio del intenso frío invernal de 1940. Según comenta Ana Luisa Luna, “[l]a fuerte onda gélida continuó hasta casi finalizar el mes de enero de 1941, llegando a alcanzar los ocho grados bajo cero”.52 El clima helado era tal vez una premonición de las nuevas corrientes políticas que aparecerían en el país en la década de los años cuarenta. En palabras de Soledad Loaeza, “[d]espués de 1940, dentro del discurso oficial, el desarrollo económico, la democracia y las clases medias se convirtieron en la trilogía de una gran empresa: la modernidad”.53 En el camino hacia la primera magistratura Ávila Camacho enarboló un discurso moderado y de unidad nacional, una apuesta muy pertinente en el contexto de descontento y prevención que algunas de las medidas tomadas por Cárdenas habían originado entre ciertos grupos sociales, en especial entre la clase media urbana.54 Cumpliendo con ese programa, una vez en la presidencia, empezó a desmontar algunos de los proyectos más radicales de la posrevolución -tales como la educación socialista-, se reconoció como católico y empezó a mediar en la distancia establecida por los gobiernos que le presidieron con la Iglesia católica.55
Este programa político fue entendido como un viraje hacia la derecha por los contemporáneos y, de hecho, durante este periodo presidencial la Iglesia recuperó espacios que había perdido en la educación y en la política y algunos movimientos conservadores empezaron a manifestarse en el espacio público -entre ellos estarían la Acción Católica Mexicana y la Liga Mexicana de la Decencia.56 Sin embargo, A. Rubenstein anota que estos grupos fijaron su atención crítica en ciertos elementos culturales de la época más que en asuntos políticos. Así pues, sus acciones se evidenciarían sobre todo en campañas de censura contra algunas publicaciones -entre ellas las revistas de historietas, que fueron leídas por estos grupos como propagadoras de vicios- y guiones de cine considerados morbosos e inconvenientes para la formación de la juventud.57 Respecto al homoerotismo, en el Código de Producción Cinematográfica, creado por la Liga Mexicana de la Decencia en 1940, se estableció:
Tanto en hombres como en mujeres, es en sí un tema prohibido, aun cuando no se muestre al pervertido y solamente se hable de él o se hagan alusiones vagas, inclusive en tono de comedia. A los efectos de cuanto establece este inciso, se considerará como homosexual la conducta de dos personas del mismo sexo que muestre exceso de caricias o mimos, o con celos, un sentimiento que la historia no justifique plenamente con carácter elevado. Tal criterio se aplicará muy especialmente en el caso de adolescentes y en escenas de colegios.58
En el caso del Estado, esta preocupación por la formación de las nuevas generaciones se vería reflejada en las acciones policiales para encontrar menores de edad en centros de diversión y expendios de alcohol. Redadas que empezaron a realizarse rutinariamente desde 1942.59 El Departamento de Prevención Social, encargado de este tipo de controles, integró en su planta algunos empleados que se dedicarían a visitar “todo centro de vicio, para proceder a denunciar ante la autoridad competente cualquier corrupción de menores que sorprendieran”.60 Aunque en algunas de esas visitas sorpresivas se identificaron centros de reunión de hombres con prácticas homoeróticas, los afeminados o pederastas, como eran comúnmente nombrados, no fueron una población objetivo de la policía en esos años -como sí lo serían en la década siguiente, durante la administración de la ciudad de Ernesto P. Uruchurtu, que daría inicio en diciembre de 1952.
Pese a esta avanzada moralizadora en el plano cultural, la intervención en calle contra los “hábitos perniciosos” de la población en verdad disminuyó. Según se comentó en aquel entonces, la campaña contra la prostitución emprendida durante el gobierno de Cárdenas redujo su impacto durante la presidencia de Ávila Camacho debido a ciertos intereses ocultos. Los rumores decían que el hermano del presidente, Maximino Ávila Camacho, y el que para ese entonces era secretario de Gobernación, Miguel Alemán Valdés, protegían unos cuantos burdeles y centros de vicio similares.61 Algunos críticos también señalaron que el titular del Departamento del Distrito Federal, Javier Rojo Gómez -quien a diferencia de sus predecesores era un político con cierta autonomía partidista-,62también consentía el funcionamiento de estos lugares.
Esta situación, sumada a una posible despreocupación de las autoridades después de extirpar una especie de foco de prostitución heterodoxa ubicado en Cuauhtemotzin -del que nos ocuparemos en el siguiente acápite-, pudo ocasionar la ostensible disminución de los arrestos de varones con prácticas homoeróticas que se observan en los registros del Carmen entre 1942 y 1944. Además, considerando que México entró formalmente a la segunda guerra mundial en junio de 1942, el gobierno federal y el de la capital seguramente estaban más interesados en el desarrollo de una política de defensa y organización de la ciudad ante un posible ataque y en la preparación de las fuerzas productivas a las que el país se había comprometido para colaborar en la acción de los Aliados, que en proseguir con las dispendiosas políticas correctivas adelantadas a finales de los años treinta.63 De hecho, los registros del Carmen dan cuenta de ese interés coyuntural. En los libros de esos años, junto a ciertos ingresos de reos que tenían entre 18 y 20 años de edad, los gendarmes anotaron: “Pasa a la mesa de reclutamiento”.64 Ninguno de los reclutados provenía de ese grupo que llevaba la etiqueta de pederasta o joto.
Sophia Koutsoyannis señala que, ante la inmovilidad de las autoridades frente a los llamados lugares de vicio, la sociedad civil tomó la delantera en las acciones de denuncia, y desde 1943 el autodenominado Grupo Acción Popular -encabezado por la periodista Concha de Villareal- empezó a señalar en las páginas de Excelsior los cabarets, cantinas y hoteles en los que se permitía el ingreso de menores de edad.65 Respondiendo a esta presión mediática, Ávila Camacho ordenó la organización de un Congreso contra el Vicio, una asamblea que efectivamente se realizó en febrero de 1944 en el Palacio de Bellas Artes. En tanto en este Congreso se concluyó que era necesario dictar reglamentos actualizados “respecto a diversas actividades económicas, entre ellas las de venta de bebidas embriagantes, de cerveza, pulque, aguamiel y tlachique; y funcionamiento de cabarets, salones de baile, etc.”, a mediados de 1944 se dictaron nuevas regulaciones para la venta de cerveza, para los expendios de pulque y para el funcionamiento de los cabarets.66 La rápida recuperación del promedio de detenciones de hombres con prácticas homoeróticas en 1945 (véase la Gráfica 1) podría explicarse como parte de la reacción gubernamental inmediata que originó dicho Congreso contra el Vicio, pues muchas de las acciones de esas campañas se realizaron en las zonas populares y de vida nocturna, entre las que se enredaba el espacio de la socialización homoerótica Sin embargo, este aumento no implicó una recuperación sostenida en el tiempo. Posiblemente el auge que experimentó la vida nocturna al abrigo de la profundización del modelo económico auspiciado por el gobierno de Miguel Alemán y su deseo de acentuar los rasgos de urbe moderna de la capital mexicana67 dieron cobijo a los espacios y formas de la socialización heterodoxa.
Una frecuencia más o menos constante en este tipo de arrestos policiales sólo se vería desde 1949, época en la que la Acción Católica Mexicana y otros grupos conservadores empezaron a enfilar sus acciones contra la “desmoralización de la ciudad”. Aquel impulso terminaría con la configuración de la Campaña para la Moralización del Ambiente de 1951 y con la quema de libros pornográficos en el Zócalo en 1955.68 El último pico de represión registrado en el Carmen avizora la ola de persecución contra el vicio que adelantaría Ernesto P. Uruchurtu, el “regente de hierro”, durante los 14 años de su administración. Pero ese último giro, en el que el partido oficial aprovechó estratégicamente un nuevo momento de pánico moral y se comprometió a combatir el desorden y la degeneración social en la capital, es una historia que supera las décadas que aquí analizamos.
Como vemos, si bien los hombres con prácticas homoeróticas eran sujetos considerados peligrosos -por el estereotipo de corruptores-, la persecución oficial contra ellos no mantuvo la misma intensidad a lo largo de los años y, más bien, se activó en determinadas coyunturas. La cárcel del Carmen sería testigo fiable de estas variaciones. La frecuencia ondulatoria de las inscripciones de los llamados “pederastas” en los libros de registro de detenidos del penal nos anticipa que los varones heterodoxos, si querían tener una vivencia segura de sus deseos, tendrían que conocer del nivel de persecución policial existente en cada momento, de los lugares en los que se aplicaba y de la forma de negociar con ella. Vicente y el abogado Castillo conocían las consecuencias de pisar en falso en algunas áreas sensibles del control oficial. Sus desencuentros activaron un crudo castigo, pero la capacidad de leer ese panorama citadino y de negociar con los encargados de los arrestos harían que la capital fuera un lugar posible para la experiencia disidente de muchos más.
Rodando por la ciudad, pasos en falso y lugares seguros
En 1930, en aquella ocasión en la que el abogado Castillo amenazó a Vicente con un arma blanca y éste tuvo que escapar por una ventana del segundo piso, dándose tal golpe que llamó la atención de los gendarmes y de la prensa, las influencias libraron al licenciado de una segura detención. Por la infracción de violencia física y sin la intermediación de un trato informal corrupto, Castillo seguramente hubiera pagado una multa o al menos unos cuantos días de cárcel en el Carmen. Sin embargo, los tratos en la calle entre los gendarmes y los varones sorprendidos en actos homoeróticos ya eran una cosa conocida desde hacía tiempo. En 1923 Jesús H. y Bulmaro L., basados en una desafortunada experiencia, describieron con detalle el funcionamiento de esos tratos extorsivos. El par de amigos obreros, según comentaron a su abogado defensor, salieron de parranda la noche del miércoles 28 de marzo y ciertamente se pasaron de copas. Teniendo conciencia de su estado decidieron tomar un coche que los condujera a sus residencias, pero en el trayecto se creó toda una confusión. Mientras la pareja se bajó en un callejón, aduciendo que Bulmaro se sentía muy mal, fueron espiados por el cochero. Sin más éste llamó a un gendarme, acusando a sus clientes de haberse dedicado a ciertos actos sexuales en plena vía pública y a resguardo de la oscuridad. Más allá de la negación de los cargos, los inculpados comentaron que:
[…] en el trayecto a dicha oficina, el gendarme les pidió dinero […] para dejarlos libres y el cochero les aconsejó que lo hicieran, pero como no se consideraban responsables de ninguna falta, no admitieron en hacer ese regalo; que ya en la comisaría, el guardián citado alteró por completo los hechos referidos, exponiendo que consignaba a las personas mencionadas por estar cometiendo un hecho inmoral en la vía pública.69
Aunque el control oficial del homoerotismo no siguió una frecuencia constante, los encargados de aplicarlo siempre fueron los mismos actores. La vigilancia de la ciudad y la detención de los infractores de los reglamentos de policía y buen gobierno estuvieron a cargo de los agentes de la policía preventiva desde el gobierno de Carranza, en especial de los llamados gendarmes de a pie.70 Esa asignación sería un elemento clave en esta historia. El arresto de los “afeminados” -como fue el caso de Vicente-, de los hombres que fueron sorprendidos en medio de acercamientos homoeróticos -como Bulmaro y compañía-, o de los denominados “pederastas conocidos”, pudo darse gracias a la vaguedad que existía en la definición de las funciones de ese cuerpo policial. Baste un ejemplo para resaltar esta peligrosa situación. En el Reglamento de la Policía Preventiva de 1941, en el que se mantuvieron las directrices de los de 1922 y 1939,71 se estipulaba que los gendarmes, además de procurar la fluidez en las calles y la tranquilidad del vecindario, de cuidar que los menores de edad no fueran expuestos a la corrupción y de asistir a los funcionarios en la verificación de los reglamentos vigentes, debían encargarse de:
VI.-Retirar de la vía pública a toda persona que se encuentre en la misma, mendingando, repartiendo volantes de mano, vendiendo mercancías dentro de zonas prohibidas, incitando a la consumación de actos de violencia, haciendo solicitaciones para ejecutar actos inmorales, y en general a todos aquellos que careciendo de la licencia necesaria para ejercer una actividad en la vía pública, cuando dicha licencia sea requerida por virtud de mandamiento expreso de una ley o reglamento, se dediquen al ejercicio de tal actividad o de cualquiera otra que sea contraria a la moral y a las buenas costumbres […].
IX.-Vigilar a los vagos de profesión y a los mal vivientes habituales, procediendo a su detención, cuando se estime necesario, con el fin de prevenir la ejecución de delitos por parte de ellos.72
La amplitud de estas funciones permitía que se filtraran los prejuicios sociales contra el homoerotismo masculino en medio de las rondas de vigilancia -un permiso también concedido por la persecución que se hacía desde la colonia de los llamados vagos y malentretenidos. En una razzia de 1930, en la que fueron arrestados ciertos sujetos con los alias de La Negra, La Pipa, La Paca, La Ojeras y la India Bonita, los gendarmes anotaron como justificación: “inmoral y corrupción de menores”.73 Así pues, para un gendarme, un hombre afeminado o con prácticas homoeróticas, siguiendo los discursos estereotípicos, podía ser un corruptor social en potencia, un inmoral de base, y por lo tanto un elemento inconveniente en la vía pública. El tipo de infracciones que los gendarmes les adjudicaron a estos hombres con mayor frecuencia durante la década de los cuarenta -“inconveniente”, “no obedecer a la policía” (véase el Cuadro 2)- es indicativo de esta asociación. Para estos agentes, detrás de un afeminado amenazaba un pederasta, una imagen que además era afianzada con las escabrosas historias de psicópatas extranjeros secuestradores de niños que las revistas amarillistas difundían en la época.74
Fuente: elaboración propia con base en libros de registro de entradas y salidas de detenidos en la cárcel del Carmen, 1930-1951.
Sin embargo, la persecución policial basada en el estereotipo no implicaba las mismas consecuencias para todos los varones con prácticas homoeróticas. Al profundizar en nuestra muestra resaltan algunos rasgos del perfil socioeconómico de los inscritos como pederastas en el Carmen. En los 22 años de detenciones policiales que hemos analizado, sólo figuran en ese grupo un médico, 21 sujetos que se reportaron como empleados, ocho estudiantes y un filarmónico. En contraposición con este escaso perfil, 44.70% de los detenidos, esto es 291 sujetos, se identificaron como mozos, meseros o empleados domésticos. Unos 289 detenidos más se reportaron ante las autoridades policiales como trabajadores manuales, pequeños comerciantes, obreros industriales, cobradores de camiones o choferes. Así pues, en suma, un abrumador 89.09% de los varones arrestados por prácticas homoeróticas en el Carmen pertenecían a las clases populares y sectores marginales de la ciudad -el grupo fue complementado por 12 sujetos que no reportaron ocupación, y por 28 más que dijeron estar desempleados.
¿Esta situación significaría que los hombres de las clases adineradas no participaban de la cultura homoerótica de la ciudad? Según señala D. Davis, los bajos salarios y la poca preparación de los gendarmes, el amplio volumen de la población que se dedicaba a negocios informales en la ciudad y que por ende participaba en la práctica del soborno, y el nudo de complicidad establecido con los políticos de turno, hicieron que la corrupción fuera común entre los policías capitalinos en la posrevolución.75 Ana Luisa Luna, en esta misma línea, anota que “[l]os gendarmes pagaban por todo y por todo cobraban; pagaban por irse a dormir temprano, por el mejor crucero, por el número de cantinas, restaurantes o casas de mala nota que hubiera en su jurisdicción y de acuerdo con sus egresos ordenaban sus ingresos”.76 De seguro ellos no desaprovecharían la oportunidad de sobornar a los eternos sospechosos de corrupción social.
Los varones con prácticas homoeróticas que llegaron al Carmen eran sujetos vulnerables económicamente, miembros de las clases populares y marginales que no podían transar con los gendarmes en la calle. Una clara muestra de esta vulnerabilidad es el tipo de castigo seleccionado por estos reos. De los 651 detenidos captados en nuestra muestra, 524 optaron por pagar los días de cárcel al no poder cubrir el monto de las multas impuestas.77 Si consideramos que los jueces calificadores imponían a estos sujetos por lo regular 15 días de cárcel, se hace notorio que la detención era una carga gravosa que cualquiera intentaría evadir, y así lo hacían aquellos que tenían posibilidades económicas.78
Tal vez aunando en esa vulnerabilidad, otro elemento que resalta en el perfil de estos detenidos es su lugar de procedencia. De estos reos, 69.43% dijeron provenir de pueblos o ciudades de provincia. La ciudad de México, efectivamente, se convertía para muchos sujetos en una suerte de refugio ante el rechazo extendido en la provincia o ante el desprecio de la familia -claro está, unos cuantos más seguramente viajaron en medio de las corrientes de la migración interna que aumentaron en los años cuarenta impulsadas por el desarrollo económico capitalino.79 Bien señaló Monsiváis que vivir la heterodoxia sexual en las provincias implicaba en estos años un verdadero riesgo, cuando no un drama:
Si en los espacios de “cierta tolerancia” de la capital se institucionalizan las tensiones y los abatimientos psíquicos, en la provincia, la única señal de salud mental de los gays es el exilio. Quedarse es asumir el castigo, la burla permanente, el trato reservado a los eternos menores de edad […] las golpizas, los asesinatos. […] En los pueblos y las pequeñas ciudades sólo se admite la existencia de los gays si recaban el desprecio unánime.80
Sin embargo, para encontrar verdadero resguardo en ese refugio capitalino se requería un conocimiento de la geografía disidente y de las formas de negociar con los encargados del control oficial cuando éstos aparecían. Ésa era la fórmula para no dar pasos en falso. Los provincianos, muchos de los cuales llegarían de oídas a los lugares más famosos de socialización homoerótica de la capital, hasta que no conocieran bien esos códigos, podían llevarse un gran susto y hasta unas ingratas noches de detención en el Carmen. El que sólo 43 nacidos en la ciudad de México fueran detenidos en tal largo periodo de funcionamiento de este tipo de arrestos policiacos es buena muestra del conocimiento de la movida -para usar un término de Salvador Novo- que tenían los locales. Al Carmen llegarían quienes no tenían ni la forma ni el conocimiento para negociar la vulnerabilidad a la que -por arte y magia del violento estereotipo- estaban expuestos por su orientación sexual y, por supuesto, también llegarían los dedicados al comercio sexual, esos que caerían una y otra vez en las redadas policiales junto a sus compañeras mujeres. Lidiando con ese peligro de la persecución de los gendarmes, con sus sobornos y amedrentamientos, muchos más -incluyendo los que “quincearon” y aprendieron de la cruel lección- disfrutarían de los lugares heterodoxos que la cultura homoerótica había construido.
De los 651 arrestados, 526 apenas llegaban a los 30 años de edad en el momento de la detención. Es de suponer entonces que éstos eran jóvenes -casi siempre solteros-81que fueron atrapados por la policía mientras buscaban socializar con otros hombres de deseos similares. En ese sentido, los lugares en que fueron arrestados nos permiten acercarnos a las zonas de la ciudad que eran más frecuentadas por los varones con prácticas homoeróticas. Entre 1930 y 1941, la Cuarta Demarcación de Policía -localizada al suroccidente del Zócalo- fue la zona en la que los gendarmes realizaron el mayor número de este tipo de detenciones, reportando 62 arrestos. Esa posición variaría entre 1942 y 1951, momento en el que la Tercera Demarcación -ubicada en la zona noroccidental del Zócalo- se convirtió con 104 arrestos en la mayor remisora de este tipo de reos al Carmen. La Cuarta Demarcación quedaría relegada para ese segundo momento, pues apenas reportó unas 37 detenciones.82
La calle Cuauhtemotzin, muy cerca de la Plaza de las Vizcaínas (véase el Plano 1), jugó un papel fundamental en el peso que tuvo la Cuarta Demarcación hasta 1941 como zona de socialización homoerótica. Cuate o Cuauhte tenía unos 2 300 m de longitud para finales de los años treinta y corría desde la calle Niño Perdido -hoy eje Lázaro Cárdenas- hasta la calzada Balbuena -en el sector ahora ocupado por la avenida Congreso de la Unión.83
Fuente: elaboración propia en colaboración con el Departamento de Sistemas e Información Geográfica de El Colegio de México, a partir del “Plano Monumental de la Ciudad de México (1925)”, Mapoteca Manuel Orozco y Berra.
Según recordó S. Eisenstein, ahí se encontraban “las casas alegres de la ciudad de México”, las que se ubicaban “de una manera muy apretada en las proximidades de la calle que lleva el nombre más heroico del pasado mexicano”.84 Cuate, efectivamente, era una famosa zona de prostitución; aunque no era la única, sí era la que albergaba el comercio sexual de más baja categoría de la ciudad en la posrevolución -respondiendo, anota K. Bliss, al contexto socioeconómico que determinaba la demanda.85
Según se detallaba en los reportajes de Detectives, a principios de siglo, la mayoría de las mujeres extranjeras que se prostituían en la ciudad estaban ubicadas en aquella calle. De hecho, las casas de prostitutas francesas de Cuate eran cosa bien recordada aún años más tarde. Para los años treinta, la zona se encontraba en franca decadencia, al punto que una supuesta prostituta entrevistada en 1933 exclamaba al ser interrogada sobre ese lugar como sitio de trabajo: “¡No estoy loca! Eso debe haber sido negocio hace años. Hoy, ahí revienta una de hambre”.86 La calle repleta de accesorias, desde cuyas ventanas observaban las prostitutas a sus potenciales clientes -cumpliendo una disposición impuesta desde 1921 que les prohibía rondar por la zona-, era visitada diariamente por los gendarmes correspondientes. Más que controlar la peligrosa calle, cosa que también hacían, en esas visitas rutinarias los agentes pasaban a cobrar una cuota a cada ocupante. A razón de dos pesos por cabeza, los policías les aseguraban a las prostitutas poder trabajar sin mayores inconvenientes durante el día.87 Pues bien, en medio de tantas rondas de vigilancia los gendarmes empezaron a notar un peculiar caserón que se ubicaba en el primer tramo de la vía, de hecho en el más antiguo, y seguramente lo sumaron a su lista de visitas:
Docenas de afeminados rentaron habitaciones en una vecindad ubicada en las citadas calles, entre Bolívar y San Juan de Letrán, y se dieron a hacer competencia a las falenas, llamando a los hombres que pasaban y ofreciendo bajo la misma tarifa que cobraban las mujerzuelas de la zona roja. Y como abundan los degenerados, las mujeres se quejaban de la innoble competencia, pues por morbosidad, a los jotos les sobraban marchantes [...]. Los jotos de Cuauh te motzin vestían a menudo como las mujeres; pero cuando no llevaban indumentaria femenil usaban pantalones y camisas escotadas de seda, zapatillas, se pintarrajeaban el rostro y se ondulaban el pelo.88
Aunque los reportajes sensacionalistas solían exagerar las historias de las zonas de tolerancia, la existencia de la casa ubicada en Cuauhtemotzin 43 fue confirmada en diferentes instancias por los participantes de la cultura homoerótica de la ciudad. Juan Z. comentó a los trabajadores sociales del Tribunal de Menores que apenas llegó a la capital, proviniendo de la ciudad de Mérida, rápidamente se puso en contacto con unos amigos -también originarios de Yucatán- que vivían en esa calle. Gracias a esa mediación, Juan conoció a otros hombres de orientación homoerótica, consiguió trabajo en un restaurante y también empezó a vivir en el edificio ubicado en el número 43.89 Una experiencia similar de vinculación al mundo homoerótico gracias a este lugar experimentó un tal Raymundo J. Según comentó este sujeto ante el juez que lo acusaba de los delitos de corrupción de menores y contagio venéreo:
[…] hace aproximadamente dos meses un primo hermano suyo llamado Guillermo, le dijo que era muy “emocionante” meterse con los hombres haciéndola de mujer, y en efecto uniendo el consejo a la acción lo trajo a un Edificio que está en las calles de Cuauhtemotzin, en donde hay varios invertidos […] su primo hermano lo invitó a asistir a reuniones donde se ocupan con hombres, acompañándole el declarante tres veces, una en Santa Julia, otra en Tacubaya, y otra en Cuauhtemotzin, pero sin hacer nada el declarante, iba de curioso.90
A esos testimonios puntuales debemos agregar que 27 de los “pederastas” detenidos en el Carmen dijeron vivir en ese lugar. Si seguimos el hilo de estos testimonios y del rastro consignado en la cárcel de la ciudad se hace notorio que el caserón de Cuauhtemotzin 43, además de ser un lugar de prostitución, era uno de vivienda y reunión de hombres con prácticas homoeróticas. Estando en una zona de fuerte raigambre popular es posible que atrajera, principalmente, a sujetos de las clases trabajadoras o a los recién emigrados que, como Juan Z., buscaban un refugio seguro para su heterodoxia sexual. Cuate 43 se instalaba además en un vértice de socialización y posiblemente lo alimentaba. A pocas cuadras de ahí, subiendo por San Juan de Letrán, calle en la que varios hombres hacían ronda en busca de algún cliente o amorío,91 se encontraba ese otro espacio heterodoxo que era la Plaza de las Vizcaínas. Ya en las inmediaciones de la zona se ubicaban algunas casas de huéspedes, “como la de República del Salvador 81”, y hoteles de paso, en donde algunas parejas del homoerotismo podían consumar sus tratos o sus romances. Además, sería en la zona de influencia de ese sector en donde los varones heterodoxos de mayor capacidad económica ubicarían sus “estudios” -pequeños apartamentos de soltero empleados para este tipo de encuentros.92
Así pues, durante los años treinta, para aquellos que se arriesgaban a algo más que los tocamientos en los cines -en cuya oscuridad se podía controlar más fácilmente los miedos y la culpa-,93las manzanas ubicadas entre el Zócalo y Cuauhtemotzin ofrecían varias posibilidades al homoerotismo masculino -algunos lugares de socialización y vivienda, unas cuantas cuadras de comercio sexual, y otros espacios más para el encuentro íntimo. Para finales de la década, sumándose al intento de erradicar la prostitución del primer cuadro de la ciudad, “la Comisión de Planificación del Distrito Federal declaró arteria de circulación rápida la vía formada por las calles de Cuauhtemotzin en atención a que es la liga directa entre el centro de la ciudad y las colonias de la región suroeste”.94 Siguiendo esos parámetros y los del Departamento de Salubridad Pública, pocos meses después del desalojo de 1939, Cuate 43 desapareció junto con las tradicionales accesorias de las prostitutas de la zona. La calle fue demolida para construir la actual avenida Fray Servando Teresa de Mier, y su desaparición implicó la dispersión del comercio sexual en las calles aledañas, así como el establecimiento de otros escenarios para el encuentro heterodoxo.
Ante la persecución contra la prostitución que se desató desde finales de los años treinta, los participantes de la cultura homoerótica comprendieron que era necesario buscar nuevas fachadas, sitios menos comprometidos, lugares que no fueran objetivos obvios de la policía preventiva y de los inspectores de sanidad. Las cervecerías, esos lugares que pululaban por toda la urbe sin ser expendios de alcohol en plena regla, en los que no se prestaba servicio hasta altas horas de la noche, que suponían un buen movimiento de clientela -sobre todo masculina-, y de los que el vecindario sólo se quejaba por el ruido imparable de las sinfonolas,95 se convirtieron en excelentes opciones para la socialización homoerótica.
Escuchando a todo volumen Azucena envenenada, interpretada por Ernesto Riestra y su orquesta, prestaba sus servicios la Cervecería Elba en Uruguay 36.96 Asimismo, a pocas cuadras de la ya desaparecida Cuate, en Lucas Alamán 18, La Primera Lucha abrió sus puertas para que hombres -empolvados o no- bailaran de lo lindo con otros -mediara una ficha por cada pieza o no.97 Los dos lugares, que empezaron a funcionar por los años 1943 o 1944, proporcionarían un nuevo espacio para el encuentro festivo, y muy poco culposo, del deseo homoerótico.98 Mientras tanto, aunque algunos marchantes siguieron recorriendo los rumbos de San Juan de Letrán, los espacios de prostitución ubicados en los límites entre la Cuarta y la Quinta Demarcación de Policía, tales como la calle Santa María La Redonda, cerca de la Plaza Garibaldi -según vemos en los registros del Carmen-, fortalecieron su oferta homoerótica (véase el Plano 1).99
La Cervecería Elba, atendida por sus propietarios -Rafael H. y José E., un par de hombres jóvenes que compartían techo en Uruguay 93-, constaba de dos pisos en los que se disponían 16 mesas discretamente alumbradas por tres lámparas y dos faroles. En el local podía atenderse cómodamente a unos 70 clientes, a quienes se les despachaba botellas de cerveza en un mostrador ubicado en la planta baja, mientras la diversión corría a cargo de una rocola automática de la marca rca Victor. Los meseros, cantineros y ayudantes del lugar eran hombres con orientación homoerótica. Además de bailar y en ocasiones intercambiar algún beso o caricia, según dijo un agente de la policía judicial, en ese lugar también se concretaban algunos negocios del comercio sexual heterodoxo. El policía comentó ante un juez correccional que un supuesto bolero se encargaba de la oferta de los servicios sexuales homoeróticos que se facilitaban en el local; para ello se valía de la siguiente contraseña:
[…] primero llegaba hasta algún parroquiano y le decía “bola mi jefe”, a lo que el otro respondía, “no traigo”, y nuevamente aquel volvía a decirle: “te fio para en la noche”, y así se concertaba la cita con determinado invertido que se prestaba llevar a cabo el acto de pederastia.100
En La Primera Lucha la dinámica era prácticamente idéntica, pero, a diferencia de lo que sucedía en la Cervecería Elba, no todos los trabajadores -meseros, cantineros, ayudantes- eran homosexuales. Uno de los meseros del lugar comentó que “a ese lugar concurr[ían] diariamente muchos afeminados pintados de la cara y arreglándose la misma como si fueran mujeres pero sin que vist[ieran] trajes femeninos”.101 Otro comentó que varios afeminados “prestaban sus servicios en dicho centro, fichando como lo acostumbran las meseras”.102 Las dos cervecerías fueron desmanteladas por la fuerza policial en 1945, durante esa reactivación de la persecución al homoerotismo que el Congreso contra el Vicio impulsó mientras se buscaban los lugares en los que se ofrecían bebidas alcohólicas a menores de edad. Así pues, el 7 de febrero de ese año la policía hizo una redada en La Primera Lucha, y dos meses más tarde, el 28 de abril, hizo lo propio en la Cervecería Elba.
La Primera Lucha fue en principio denunciado como un centro de corrupción por una madre preocupada, pues su hijo José -un menor de edad de 15 años- iba cada noche al lugar con el propósito de fichar. En efecto, siendo la historia de la madre consecuente con las declaraciones de algunos de los meseros que antes relacionábamos, por cada copa que lograba que otros clientes le invitaran, el jovencito ganaba 20 centavos de recompensa que le pagaba el dueño del establecimiento. Sin embargo, fue una pelea, desatada por la burla de unos borrachos contra algunos de los asistentes lo que convocó a la fuerza policial el 7 de febrero. Cuando se encendieron las luces el escenario homoerótico quedó al descubierto, y cuando la policía relacionó la imagen con la denuncia de la madre de José y con la presencia de otros menores de edad que también estaban fichando, los adultos presentes fueron arrestados e inculpados con el delito de corrupción de menores. En tanto existía un delito de por medio, los reos fueron conducidos a Lecumberri -la cárcel de Belem fue demolida en 1933, y desde entonces en la penitenciaría se hacinaban los reos que esperaban ser procesados junto con los condenados.103
Una vez allí y cumpliendo con la segregación de los pederastas ordenada por la legislación de presos y cárceles, en los expedientes de uno de estos reos se anotó: “quedan en calidad de depositados en la Crujía J, los reos de la crujía H, turno, Carlos B., Rafael E., Manuel D., Francisco H., Ángel R., Manuel O., por encontrarse signos clínicos de pederastia pasiva”.104 La primera lucha había dado un paso en falso al permitir la entrada de menores de edad, un fallo similar al que cometió Castillo al vincularse con un chico de 17 años. Como consecuencia de ello, pese a los amparos interpuestos, los inculpados pagarían cárcel y multa por el craso error y además los policías estarían sobre aviso y dispuestos a buscar otros lugares con ofertas similares.
La noche del 28 de abril de ese año, después de hacer varios seguimientos a la Cervecería Elba, la policía judicial hizo una redada en ese local. Un total de 47 detenidos fueron subidos al camión rojo de la policía, y aunque los agentes encontraron el local a reventar, curiosamente, casi ninguno de los inculpados reconoció frente al juez haber permanecido en aquel lugar. Gilberto M., Romeo R. y Alejandro C. adujeron haber entrado por pura equivocación, mientas Rodolfo B., Salvador R. y Francisco L. comentaron que pasaban inocentemente por la puerta de la cervecería cuando fueron arrestados. Es más, el sobrino de un juez del Tribunal Superior de Justicia también fue detenido aquel día, pero después que los jueces leyeron una carta enviada por el poderoso familiar en la que explicaba la supuesta terrible equivocación, fue rápidamente liberado. A decir de los arrestados el lugar estaba prácticamente vacío y, extrañamente, aunque muchos dijeron ver a otros sujetos “pintados” en el mencionado camión, ninguno reconoció ser uno de ellos.
A excepción de los propietarios, que fueron procesados por el cargo de corrupción de menores, los detenidos fueron liberados en los días siguientes. En tanto no se pudo comprobar la realización de alguna actividad propia del comercio sexual en el local -pues los policías judiciales no pudieron aportar más testimonios que los propios-, el abogado defensor de la pareja de administradores alegó:
[…] según el Reglamento para Venta de Cerveza en el Distrito federal, expedido con fecha 14 de abril de 1944 tomándose en cuenta las indicaciones y sugestiones hechas por la Asamblea contra el Vicio […] se puede tener expendio de cerveza no solamente en los lugares denominados cervecerías, sino también en fiestas al aire libre, corridas de toros, carretas de caballos, kermeses, bailes públicos y festivales accidentales; y, siendo en botella cerrada, en cualquier establecimiento comercial; lo cual quiere decir que si vender cerveza fuese propagar el vicio, aquellos lugares serían otros tantos centros de vicio, autorizados por el Estado, con anuencia nada menos que de la propia Asamblea contra el vicio. De este razonamiento se desprende, claramente, que el C. Agente del Ministerio Público, con un exceso de puritanismo, con un puritanismo mayor que el de los honorables componentes de la Asamblea contra el vicio, ha cometida una inexactitud al decir que mis defensos cometieron el delito de corrupción de menores por tenerlos como empleados en una cervecería.105
El argumento jurídico convenció a los jueces del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, y los propietarios de la Cervecería Elba fueron liberados después de pagar únicamente una sanción administrativa. Aunque el estereotipo de los varones con prácticas homoeróticas como corruptores había originado el arresto, y ése condujo al pago de multas, días de cárcel, un titular en la prensa y la clausura definitiva del lugar, el ser cuidadosos en el manejo del espacio de socialización salvó a los implicados de las condenas de hasta cinco años que se aplicaban sobre los culpables de corrupción de menores.106
En todo caso, cabe anotar, a diferencia de los policías y jueces de primera instancia, los miembros de las salas superiores de justicia fueron cautos al analizar los casos de hombres con prácticas homoeróticas acusados de este delito. En los casos en que el ofendido era un jovencito cercano a la mayoría de edad, cuya historia parecía más bien la trama de un chantaje que la de una denuncia, los jueces dudaron, investigaron y, usualmente, liberaron a los adultos procesados.107 El abogado Castillo fue uno de ellos. El Tribunal Superior dijo en la sentencia final de su caso que “la inversión sexual no está sancionada por nuestra legislación penal”, 108y que sin poderse comprobar la corrupción sobre Vicente -quien fue declarado inubicable por la policía y al que difícilmente concebían como un inocente-, condenar a Castillo era violatorio de sus derechos constitucionales. Como vemos, si un hombre con deseos homoeróticos mantenía la regla de relacionarse emocional o sexualmente con otros adultos -o con jóvenes que ya hubieran superado la pubertad- y, por supuesto, se aseguraba de contar con la voluntad de los mismos para el contacto sexual, se pondría a salvo de una condena judicial.
Sin embargo, el control policial reducido -ilegal, abusivo y guiado por un violento estereotipo-, cuya frecuencia aumentaría en ciertas coyunturas, fue un acompañante perenne de los hombres con prácticas homoeróticas que decidían rodar por la capital y hacerse parte de la movida. Esos sujetos de placeres heterodoxos caminarían como equilibristas tratando de sortear los pasos en falso, intentando evitar ese control policial. Pero al avanzar y al hacerse diestros en la geografía disidente, como recompensa, los persistentes podían encontrar un lugar como Cuate 43, La Primera Lucha o la Cervecería Elba, lugares creados estratégicamente por estos actores para satisfacer los deseos heterodoxos en condiciones de mayor seguridad.
Conclusiones
Una concepción muy recurrida sobre el control oficial ejercido contra los hombres con orientación homoerótica en México durante la primera mitad del siglo XX afirma que si estos sujetos eran atrapados por los gendarmes, quienes no mediaban palabra con ellos, de inmediato eran puestos en la Crujía J de Lecumberri o de Belem o, peor aún, enviados en la siguiente cuerda a las Islas Marías.109 La prensa dijo, por ejemplo, que ése sería el destino de Vicente cuando fue arrestado en la Alameda. En la Penitenciaría y en la cárcel de Belem efectivamente los llamados “pederastas” eran congregados en una única crujía,110 pero ellos no estaban allí a causa de su heterodoxia sexual -a menos que se hubieran enredado en un asunto de corrupción de menores o de violación. Estos reos pagaban una condena común por un delito tipificado por el Código Penal, pero al ser identificados como hombres de prácticas homoeróticas las autoridades carcelarias los conducían a una específica galera intentando mantener el orden de los reclusorios -y posiblemente, dando continuidad al estereotipo, también en un intento por evitar que otros más se sumaran a su heterodoxia sexual.111 Entre esos reos, aquellos que reincidieran en la vida criminal, reportando varios ingresos a la Penitenciaría, sería a los que se conduciría al penal del Pacífico y sobre los que la prensa dio noticia en diferentes ocasiones.112 El control oficial del homoerotismo masculino en la posrevolución no tenía como sede los grandes centros carcelarios.
Como hemos visto a lo largo de este artículo, la censura se deslizaba entre las manos de los gendarmes que intentaban mejorar sus salarios a costa del soborno callejero y con base en un prejuicio social de antigua data. La condena no era impuesta por un juez tajante que sin parpadear sentenciara a los hombres heterodoxos a una pena de segregación y corrección en una colonia penal. El castigo se imponía en cuotas de 15 días en una precaria cárcel ubicada a pocas calles del Palacio Nacional, a la que llegaban aquellos reos de condiciones económicas vulnerables que no habían cubierto las expectativas de soborno del gendarme de turno. En tal situación la discriminación se recrudecía: los riesgos de la vivencia de la heterodoxia sexual se multiplicaban si a ella se sumaba la vulnerabilidad económica.
El control oficial -por encima de lo estipulado por las leyes- existía, pero no era monolítico ni estable; todo lo contrario, era poroso, fluctuaba y permitía, hasta cierto punto, la acción del sujeto de control. Se corporizaba en los abusos de los gendarmes y en las campañas de control que surgían cuando la ansiedad social crecía -de ahí la importancia de lograr reconstrucciones más densas del contexto de nuestros actores. Mientras tanto, y lidiando con ese control que podía darles fuertes sacudidas en algún fortalecido oleaje, los varones con prácticas homoeróticas, sobre todo los de las clases populares, construían en las calles ubicadas al suroccidente del Zócalo los rumbos de su heterodoxia. Como demuestran las huellas que encontramos en los archivos del mismo control oficial, esos actores reaccionaban estratégicamente frente a los cambios de contexto. La geografía disidente en la que ellos socializaban se adaptaba y se alejaba de los puntos de control establecidos por las autoridades de la capital en los periodos de intervención. Con esa fórmula, reconociendo los mecanismos de control y sin caer en la autorrepresión, los heterodoxos sexuales se convertían en activos constructores de su cultura y espacio en la ciudad de México.