Monedas, mercados e instituciones. Debates desde la historia colonial
Este es un libro sugerente por combinar elementos de debate teórico y de cuidadosa investigación empírica. El prólogo de Van Young es brillante y sintetiza muchos de los elementos clave del libro de Ibarra, pero además ofrece puntos de discrepancia muy interesantes que pueden dar lugar a polémicas. Al mismo tiempo, Van Young también transparenta cierta angustia por su percepción de que actualmente está en cierta decadencia la historia económica que realizan los historiadores latinoamericanistas en Estados Unidos, después de una era de oro en las décadas de 1970 y 1980. Y por ello sugiere que la historia económica mexicana actual que es realizada “en casa”, goza de mejor salud.
Mercado e institución se compone de 12 capítulos, dos de ellos dedicados a temas de revisión y debate historiográfico: el capítulo 1 titulado “El giro historiográfico de la nueva historia económica de Mexico”, y el 3, “Mercado colonial, plata y moneda en el siglo XVIII novohispano, diálogo con Ruggiero Romano”. Intercalados se encuentran otros dos capítulos que centran la atención en el problema de estimar la producción económica regional en Guadalajara hacia 1800, se incluye un cálculo del producto regional bruto, basado en unas fuentes primarias extraordinarias, a lo cual Ibarra añade sus observaciones sobre lo que nos dice sobre la dinámica por sectores y por tipos de demanda en la región estudiada.
Luego, siguen otros ensayos sobre el entrelazamiento de la dinámica económica y sociedad regionales, con especial énfasis en el papel del Consulado de Comerciantes de Guadalajara, un tema que le ha atraído, al igual que a Guillermina del Valle y a un grupo nutrido de investigadores, a hacer investigaciones comparadas sobre estas instituciones en la América española a fines del siglo XVIII, cuyos resultados se han publicado en varios libros. Aquí, Ibarra aborda esta temática desde varios ángulos, con énfasis en el marco institucional. Plantea varios interrogantes: ¿qué eran los consulados, cómo se organizaban, qué peso tenían, como se pueden reconstruir las redes que vinculaban a sus miembros, como se tejían redes entre consulados y distintos espacios regionales? Ofrece respuestas precisas en cada uno de los últimos seis capítulos del libro.
En la primera parte historiográfica del libro, Ibarra sugiere polémicas y las discute, por lo cual me parece que vale la pena ahondar un poco por ese lado, en razón de lo breve de esta reseña. Hace notar que ya no tiene mucho asidero la afirmación de Florescano de que en la historiografía contemporánea de México se tendieron a abandonar los grandes debates de antaño. Esto es cierto en la historiografía contemporánea en todo el mundo, ya que tiene que ver mucho -como señala Ibarra- con razones metodológicas: zambullirse a fondo en una realidad local, en unos fondos o ramos de archivo, implica verse obligado a explorar materiales que no se explicitan en ninguna gran teoría sobre capitalismo o feudalismo en América Latina, como les gustaba a escritores como Gunder Frank o Wallerstein, o a los propios Carmagnani y Ruggiero Romano, cuando se inclinaban por los grandes debates sobre feudalismo y abandonaban sus estudios puntuales, que en realidad eran más ricos y complejos por descubrir realidades históricas regionales y muy concretas poco conocidas.
Al respecto, me parece importante seguir en esta línea para tocar aquí el debate teórico y tratar de matizar y limar las ásperas y hasta dogmáticas afirmaciones de Ruggiero Romano, que no fueron tan originales como él pensaba, pese a la contundencia de su forma de argumentar, pero que sin duda abrieron muchos interrogantes. Me refiero al debate que Ibarra evoca sobre la circulación monetaria y el tema de la relativa escasez de pesos plata en la América colonial. Esta escasez se debía -como sugirió Humberto Burzio, autor del clásico Diccionario de la moneda hispanoamericana- fundamentalmente a la fuerte demanda internacional por esta moneda. Cito:
Durante más de doscientos años los pesos provenientes de las cecas americanas fueron los amos indiscutibles en los mercados monetarios internacionales, y el doblón de a 8, para el oro, y el peso o real de a ocho, para la plata, fueron los símbolos efectivos de la riqueza, poder e influjo del Nuevo Mundo en el comercio de la época.1
Pero reconocer esta relativa escasez, como hacía Ruggiero Romano, no era privativo de la experiencia hispanoamericana sino que se derivaba de interpretaciones históricas en diversos países donde buen número de historiadores y teóricos habían venido argumentando que en todo antiguo régimen existieron dos niveles separados de circulación que funcionaban a partir de los conceptos de una “economía natural” (en la que el trueque era dominante) y una “economía monetaria” (en donde la mayoría de las transacciones se efectuaban con moneda metálica): ambas formulaciones clásicas provenían de la literatura económica alemana de fines del siglo xix, en particular del economista Alfons Dopsch. Sin duda, Ruggiero Romano fue uno de los más importantes abogados de esta escuela de interpretación al aplicarla para Hispanoamérica y sus planteamientos contribuyeron al debate sobre el funcionamiento de aspectos importantes y polémicos de la economía campesina/indígena en la época colonial.2
No obstante, hay que reconocer que la dicotomía señalada no era absoluta (de ninguna manera) ya que, en todas las sociedades y economías de los territorios de dominio español y portugués, la realización del grueso de las transacciones mercantiles requería el uso simultáneo de diferentes tipos de instrumentos monetarios en diversos mercados y transacciones, fuesen oficiales o informales creados por agentes privados para facilitar el intercambio. En otras palabras, el comercio y la circulación monetaria de la época no deben concebirse en función de compartimentos estancos, de la misma manera que tampoco debe visualizarse de manera demasiado rígida el uso extenso y diverso de diferentes tipos de crédito.
De hecho, como ha señalado la historiadora Gisela von Wobeser, la escasez de circulante en metálico en la Nueva España hizo que se dependiera en forma generalizada del crédito: “La mayoría de las compras se hacía a plazos, desde los pequeños insumos que se requerían para la vida diaria, como la ropa y la comida, hasta artículos costosos como un caballo o un carruaje y, desde luego también se acudía al crédito para adquirir inmuebles”.
A su vez, la falta de moneda fraccionaria y la escasez temporal de plata contribuyeron de manera pronunciada a que, en numerosas unidades productivas, los dueños crearan métodos de pago (y deuda) que evitaban tener que desembolsar metálico: por ello frecuentemente adelantaban mercancías en anticipo del salario, con lo que se obligaba al peón o minero a endeudarse, práctica que facilitaba la extorsión en forma de descuentos o de obligaciones que podían implicar el cumplimiento por los operarios de trabajos adicionales.
El carácter eminentemente jerárquico de los sistemas monetario y crediticio, por consiguiente, fue notorio a lo largo del periodo colonial y reflejaba los obstáculos que enfrentaban los sectores populares para ahorrar aun cortas cantidades de dinero, lo cual -sin embargo- no implicaba que algunos no ahorrasen ni que contribuyesen a sus cofradías, sus mayordomías, sus contribuciones a las iglesias parroquiales, a sus fiestas, y a los donativos que requería la corona en época de guerras, etcétera.
En efecto, después de ese capítulo de diálogo con Ruggiero, Antonio Ibarra viene a rebatir sus interpretaciones sobre la economía natural, y no monetaria, demostrando que la moneda circulaba en toda Guadalajara (al igual que en el resto de la América española) y lo hacía porque el comercio era intenso y diverso y porque se logró crear moneda fraccionaria y otros instrumentos de pago y de crédito que aceitaban dicho comercio regional e interregional.
En este punto, quiero recordar que los trabajos del lamentablemente fallecido Juan Carlos Garavaglia ( y por supuesto de Juan Carlos Grosso) iluminaron parcelas importantes de la vitalidad de este comercio mediante los registros que ellos recuperaron. Me parece que es clara la deuda que tiene con ellos la nueva generación de historiadores económicos en México, que ha trabajado estos temas, y que es buen momento de remarcarlo como se observa en los numerosos trabajos de figuras como Francisco Cervantes Bello, Jorge Silva Riquer, Guillermina del Valle Pavón, Matilde Souto, Antonio Ibarra , Yovana Celaya, Ana Lidia García Peña, Enriqueta Quiroz, Ernest Sánchez Santiró, José Antonio Serrano, Luis Jáuregui, entre muchos otros.
Pero para volver al tema y libro que nos ocupa, el estudio de Antonio Ibarra nos ilustra claramente, a partir de una serie de estudios regionales sobre Guadalajara, la creciente importancia del comercio y de la circulación de la plata en el México borbónico tardío. Sus capítulos son contundentes como lo fueron otros libros suyos: La organización regional del mercado interno novohispano. La economía colonial de Guadalajara 1770-1804 (2000). Pero, al mismo tiempo, me pregunto, ¿cómo no iba a ser éste el caso en la Nueva España, el mayor productor de moneda metálica del mundo en ese entonces? Y me pregunto también en qué medida siguen en pie las observaciones de Van Young y de Richard Garner y otros autores que señalan la paradoja del México borbónico: un virreinato con una élite que era de las más ricas del mundo atlántico con verdaderos millonarios (Conde de Regla, Bassoco, los Iraeta, Alles, y tantos más) cuando aún no había ningún millonario en las 13 colonias angloamericanas ni antes ni inmediatamente después de su independencia.
Por último, y en relación con el último tema señalado, me queda una pregunta final para este libro y su autor: ¿hasta qué punto fueron tan exitosos los consulados que propiciaron una concentración de riqueza y un manejo oligopolista de muchos ramos de la economía a un grado extraordinario? Y ¿en qué medida esa concentración de riqueza no tuvo efecto significativo en sostener una estructura jerárquica acentuada, en alianza con Iglesia, Estado, milicia, grandes hacendados? En el caso de la Nueva España, me parece que buena parte de la estructura social y política y gran parte de su andamiaje institucional del régimen borbónico se colapsó con las guerras de independencia. Me parece que allí se encuentra una parte importante de las raíces de las contradicciones y debilidades poscoloniales, que constituyen grandes retos para la explicación histórica a futuro. En resumidas cuentas, el libro de Antonio Ibarra provoca debates, y eso me parece muy oportuno.
Límites corporativos, expansión mercantil y redes oligárquicas (aportaciones recientes)
El libro de Antonio Ibarra es una recopilación de 12 artículos publicados en el transcurso de casi 20 años, los cuales muestran su concepción del sistema económico virreinal. Los textos se enmarcan, además, en cierto debate historiográfico que se ha producido en las últimas décadas sobre la naturaleza histórica de la economía de Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros años del XIX. El autor abordó algunas preocupaciones centrales de su labor como investigador del “tapatío-centrismo”, como señala Van Young en su prólogo al libro, al abocarse principalmente al estudio de los mecanismos que favorecieron la integración de la economía de Guadalajara, su región y el peso que tuvo la creación de su consulado. El primer tema había sido abordado por el autor en su libro La organización regional del mercado interno novohispano. La economía colonial de Guadalajara 1770-1804, publicado en 2000, texto en el que elaboró “un modelo de contabilidad regional” basado en las Relaciones sobre Guadalajara del intendente José Fernando Abascal y Sousa entre 1802 y 1803. Entonces demostró la utilidad de la aplicación de un modelo cuantitativo para estudiar la organización económica colonial a “escala regional”, lo que le permitió aventurar una interpretación del sistema económico novohispano mediante la recreación del enfoque de Carlos Sempat Assadourian, de quien retomó el concepto de espacio histórico regional.
El primer capítulo de Mercado e institución, denominado “El giro historiográfico en la nueva historia económica de México”, consiste en una descripción somera de la historiografía económica del periodo 1990-2002. Ibarra estaba convencido de que en ese momento aquélla había alcanzado su plena madurez metodológica. Enmarcó así el campo sobre el que invita a debatir algunas tensiones de ciertos enfoques y modelos que consideró representativos de las investigaciones económicas del periodo virreinal tardío. Varias cuestiones planteadas en todo el libro, como las nociones de mercado, corporaciones mercantiles, institución y redes quedaron abiertas a nuevas discusiones. En su primer capítulo, más que una reflexión o cuestionamiento sobre los modos en que se ha concebido y escrito la “historia económica” en México, Ibarra vislumbró algunas rutas de acceso a un sinnúmero de problemas de investigación sobre la economía colonial novohispana. Con el concepto de “giro historiográfico”, Ibarra no abordó un “viraje” o alguna ruptura de paradigma, sino que solo sistematizó el desarrollo de nuevos temas con la aparición de nuevos cuerpos documentales; a su vez, propuso analizar los temas y fuentes ya conocidos conforme a determinados revisionismos historiográficos que los iluminan de otra manera.
En la apertura del libro hay algunas cuestiones medulares que son susceptibles de posteriores reflexiones. La primera es la postura del autor para explicar la “madurez” de la historiografía económica mexicana durante la década de 1990. Menciona que entre los factores teóricos que se correlacionaron estuvieron la crisis del estructuralismo francés y el estancamiento marxista para superar las polémicas sobre la “transición” feudalismo-capitalismo, uno de los temas favoritos de las décadas 1970-1980 en Latinoamérica. Al mismo tiempo, consideró fundamental tomar en cuenta la fuerza adquirida por la historiografía estadounidense e hispánica en los estudios coloniales mexicanos e hispanoamericanos. Con optimismo Ibarra evoca el llamado de Ruggiero Romano del retorno a las fuentes, es decir, la vuelta del historiador a la observación empírica que el historiador napolitano reclamaba a comienzos de los años noventa, en rechazo a los desafíos teóricos de la llamada “nueva historia” francesa (nouvelle histoire) de los años setenta.
Las enseñanzas magisteriales de Romano, entre otras, motivaron al autor a buscar la comprensión histórica de los soportes productivos, monetarios y comerciales del régimen económico colonial. De este modo confrontó un modelo orientado hacia el sector productivo con otro enfocado a la circulación mercantil. Así, el estudio del caso de Guadalajara y su región se convirtió en la prueba empírica para re-discutir una vieja pregunta: ¿hubo mercado interno en Nueva España o no? El autor reflexionó sobre la magnitud y extensión del mercado novohispano en diálogo con Romano, quien cuestionó las afirmaciones más comunes respecto a la economía novohispana de fines del siglo XVIII. Ruggiero planteó que el crecimiento económico no desarrolló el mercado interno, ni la producción de metales mercantilizó la producción, ni los beneficios de la producción de plata transformaron la mayor parte de la economía, que era natural, agraria y se basaba en el trueque. Sostuvo que solo había un conjunto de mercados regionales pobremente articulados, que la acuñación era limitada y la moneda escasa debido a la política extractiva de la corona, a que la moneda y las barras de plata se utilizaban para el pago de las transacciones a distancia, así como a su concentración y atesoramiento por parte de las élites.
A partir de diversas estimaciones sobre la economía de la época, Ibarra cuestionó las propuestas de Romano. Con ese propósito comparó el conjunto de la economía de Nueva España con el de Guadalajara y planteó que gran parte de los alimentos y mercancías pudieron haberse producido en una economía natural, pero se orientaban al mercado. Asimismo, sostuvo que la notable simetría entre las proporciones sectoriales es muestra de una estructura mercantil, por lo que supuso que, si bien la economía natural era un componente significativo, no modificó la organización de la economía general. Este interesante debate, que permite al lector tener mayor comprensión de la revisión historiográfica mencionada, nos lleva a profundizar de manera conceptual sobre si son lo mismo el mercado que el comercio; el reino que la colonia; una economía de subsistencia (o natural) que una economía mercantil (de intercambios); un sistema de precios homogéneos que una fragmentación de circulaciones, precios, pesos y medidas.
El aumento de la población, la actividad minera, agropecuaria y manufacturera a fines del siglo XVIII dinamizó la economía de diversos mercados regionales. Como han mostrado los estudios de Eric van Young y Antonio Ibarra sobre Guadalajara, y los de Juan Carlos Garavaglia y Juan Carlos Grosso sobre Puebla, la actividad mercantil se reactivó como consecuencia de la demanda de un centro urbano que ejercía una demanda relevante y actuaba como redistribuidor de la producción de su entorno agropecuario. El comercio de importantes regiones agropecuarias también estuvo condicionado por su ubicación respecto a la ciudad de México, que, siendo el principal centro de consumo y redistribución de mercancías, era favorecida por una compleja red de caminos que articulaba el comercio con los mercados regionales más cercanos: Toluca, Puebla, Tlaxcala, Apam, Cuernavaca, Cuautla, el Bajío, por mencionar los más cercanos. Sin embargo, no se presentó una articulación de los diversos mercados regionales, puesto que había grandes obstáculos entre los que destaca el cobro del derecho de alcabalas, que encarecía las mercancías una vez que cruzaban los suelos alcabalatorios.
En dicho orden de ideas, habría que considerar que la influencia académica y teórica de Romano fue, hasta 2002, una de las últimas exitosas diseminaciones del estructuralismo de Braudel y Labrousse en la historia económica y social de Latinoamérica a fines del siglo XX. Con el impulso de Braudel, Romano se interesó por la historia económica de América Latina en el marco de la historia europea y el impacto que tuvo en ella la colonización de América. Las fructíferas estancias de Romano en Argentina, durante 1961-1965, formaron parte de un momento de renovación académica interesado en la transición feudalismo-capitalismo. Su experiencia en el manejo de fuentes europeas sobre el movimiento de los precios introdujo esas cuestiones en el mundo de los historiadores latinoamericanos. En las décadas de 1960 y 1970 Romano fue un entusiasta impulsor de la formación de varios historiadores de Chile, Argentina, Perú y México; a través de ellos diseminó un modelo de análisis extraído de la experiencia europea preindustrial para entender la peculiaridad de la América Hispana. Mientras el modelo estructuralista, cuantitativista, serial y empirista era demolido por la nouvelle histoire, Romano le prolongó cierta vida en el mundo académico mexicano, urgido de abandonar la “cultura polémica” que había implantado la discusión marxista de la transición al capitalismo. Por otra parte, el rechazo de Romano a la nouvelle histoire es un tema aún no esclarecido.
Otro aspecto valioso de la revisión de Antonio Ibarra sobre la historiografía de los años noventa es su mención de las repercusiones que tuvieron las tesis de Coatsworth sobre el “atraso económico” de México. Como consecuencia de ello se hizo indispensable el análisis del endeudamiento externo de México a lo largo del siglo XIX y, en especial, como consecuencia de la creciente extracción de capitales públicos que se generó en las últimas décadas del dominio español.3 En este proceso el Consulado de la ciudad de México tuvo un papel protagónico, al asumir la función de intermediario financiero para negociar los crecientes caudales extraordinarios que requirió la Real Hacienda con el fin de sostener la guerra contra la Francia revolucionaria, defenderse del acoso inglés y resistir la invasión napoleónica, así como el gobierno virreinal para hacer frente al levantamiento de los insurgentes. El hecho de que los enormes caudales que prestaron los mercaderes de la capital del virreinato y sus allegados no fueran restituidos constituye una de las principales causas de la severa crisis económica que padeció el México independiente.4
Lo anterior conduce a otro tema fundamental del libro: el peso del régimen corporativo-jerárquico-estamental en el mayor o menor dinamismo del comercio novohispano y su impacto estratificado en regiones y zonas económicas de la Nueva España. Para el autor, la verdadera novedad de la historiografía de la década de 1990 radicó en el estudio empírico del funcionamiento institucional y sus “empresas endogámicas” para el financiamiento económico del sistema. De aquí derivó su interés por el estudio del Consulado de Comerciantes de Guadalajara.
El autor inscribió la erección “tardía” de los consulados de Guadalajara y Veracruz (1795) en el marco del crecimiento económico regional que se produjo en las últimas décadas del siglo XVIII y la crisis que padeció la Real Hacienda como consecuencia del enfrentamiento de las sucesivas guerras imperiales. La fundación de dichos consulados, a los que habría que agregar también los de Manila (1769), Guatemala, La Habana (1793) y Buenos Aires (1794), entre otros, fueron parte del proyecto reformista de Carlos III, que buscaba dinamizar la economía e incorporar nuevos actores económicos a la negociación política. Por medio de dichas reformas, la monarquía buscaba disminuir la influencia de los poderosos cuerpos mercantiles que habían sido fundados en el siglo XVI con el objeto de fortalecer el comercio monopólico de la Carrera de Indias y allegarse recursos financieros. El soberano otorgó a los nuevos consulados los privilegios del ejercicio de la justicia mercantil y la representación política, de larga tradición medieval y mediterránea, y les asignó funciones de fomento, como a las sociedades económicas de la Ilustración. Asociados en sus respectivos consulados, los mercaderes de Guadalajara y Veracruz lograron detentar un poder institucional semejante al de la Universidad de Mercaderes de la ciudad de México, lo que los convirtió en actores políticos y económicos de primer orden. En adelante pudieron elegir a un prior y dos cónsules que actuaron como árbitros en materia comercial y operaron como interlocutores ante las autoridades y otros cuerpos.
De acuerdo conAntonio Ibarra , en el caso de los mercaderes tapatíos la estructura institucional del Consulado dio cohesión a sus intereses regionales y les abrió canales de negociación colectiva, mientras que la aplicación de la justicia mercantil disminuyó los costos de negociación que resultaban de “las frecuentes defraudaciones, quiebras e cumplimiento de contratos”.5 Además, el establecimiento de diputaciones comerciales expandió sus facultades judiciales y de representación política al territorio que comprendía su distrito. Los nuevos consulados también recibieron el privilegio de cobrar las averías sobre los bienes que arribaban por Veracruz y Acapulco con destino a su distrito, lo que posibilitó al cuerpo mercantil de Guadalajara instalar en ambos puertos agentes encargados de fiscalizar dichos cargamentos. Por todo ello el autor afirma que “aun siendo una institución de Antiguo Régimen, el Consulado cumplió funciones decisivas para el desarrollo del mercado moderno”.6
En la región de Guadalajara la apertura mercantil fue determinante al favorecer la integración de las producciones regionales al comercio novohispano, proceso que había iniciado a mediados del siglo XVIII. A raíz de la introducción del Reglamento de comercio libre de 1778 se suprimió el sistema de flotas y la consiguiente llegada de navíos sueltos de manera discontinua permitió a los comerciantes tapatíos adquirir los bienes europeos directamente en el puerto de Veracruz, lo que los liberó de la costosa intermediación de los almaceneros de la ciudad de México. Según Antonio Ibarra dicha política “fracturó definitivamente el poder de las corporaciones de Lima y México”, mientras que la erección de los consulados de Veracruz y Guadalajara transformó “el esquema organizativo del mercado interno de importaciones y creó las condiciones institucionales para el desarrollo de nuevas élites comerciales…”.7 Coincidimos con el autor en que el libre cambio privó a los miembros del consulado de la capital del virreinato de uno de sus principales instrumentos de dominio; sin embargo, como planteó Pérez Herrero, el objetivo primordial de dichos tratantes era el control de la circulación de la plata, por lo que diversificaron sus estrategias para mantenerlo.8 Con éste fin incrementaron sus inversiones en la minería y la agricultura especializada, además de recurrir en mucha mayor escala al capital crediticio mediante el uso de libranzas, la erección de cofradías y la fundación de capellanías.
Sobre lo anterior habría que considerar que el régimen de comercio libre, además de modificar la forma en que se distribuían los bienes europeos en Nueva España, incrementó de manera muy considerable los intercambios con la metrópoli, al tiempo que aumentaba la producción minera, circunstancias que favorecieron a los comerciantes del interior. Al respecto es importante tener en cuenta el capítulo en el que Antonio Ibarra estudia la feria de San Juan de los Lagos para documentar el dinamismo que presentó el intercambio de plata por manufacturas en Guadalajara y su región. Aunque el autor examinó el periodo que va de 1792 a 1808 con el propósito de documentar los beneficios que recibieron los mercaderes del consulado tapatío, el dinamismo que entonces presentaba el comercio provenía de años atrás. La feria estuvo asociada a la fiesta de la Virgen de la Inmaculada Concepción, culto mariano que había sido introducido por los vecinos españoles a mediados del siglo XVII con el propósito de explotar el potencial comercial derivado de su estratégica ubicación geográfica. Lagos estaba unido al camino de Tierra Adentro que articulaba la ciudad de México con Santa Fe y Taos, en Nuevo México, y se ubicaba en un punto intermedio entre las vías que enlazaban a las ciudades de Aguascalientes, Guadalajara, Zacatecas y San Luis Potosí, por lo que constituía un núcleo central en la circulación entre el centro, el Bajío y el norte minero. De acuerdo con el autor, el tejido de la feria, “si bien respondía a la dinámica de la circulación de larga distancia, se inscribía en los distintos momentos productivos de las diferentes regiones que vinculaba”.9
Al igual que otras ferias del septentrión novohispano que se articulaban al camino de Tierra Adentro, la de Lagos se había erigido para fortalecer la colonización y el abastecimiento del sector minero mediante el intercambio de metales por productos agropecuarios, artesanías locales y bienes procedentes de Europa y Asia. Para Antonio Ibarra dicha feria constituye un testimonio de la relevancia regional de Guadalajara, asociada a una articulación “global”, que da cuenta de la forma en que se tejieron los distintos espacios productivos con la circulación de metales e importaciones. La producción regional de plata, que se orientó a cubrir los requerimientos monetarios del comercio a corta escala, unida al intercambio de las manufacturas regionales excedentarias e importaciones, por los metales de los grandes centros mineros, dieron ganancias crecientes a los mercaderes de Guadalajara.
Como sabemos, en Nueva España las principales ferias se realizaban en Xalapa y Acapulco para despachar las mercancías que arribaban por mar en la flota y la Nao de China. La primera fue suprimida a raíz de a la apertura comercial de 1778 y la de Acapulco menguó como consecuencia de la introducción de la Real Compañía de Filipinas en 1785. En el interior del virreinato se realizaban ferias de menores dimensiones, como las de Lagos y Saltillo. En esta última se concentraban las transacciones de las provincias del noreste, principalmente de Coahuila, el Nuevo Reino de León y la costa del Seno Mexicano, y se intercambiaba principalmente ganado, lana, algodón y ultramarinos. Al igual que la de San Juan, la de Saltillo tuvo éxito como consecuencia del crecimiento de la población y la producción regional, así como de la necesidad de colocar sus excedentes en mercados distantes. Estas ferias estuvieron bajo el control de los almaceneros del consulado de la ciudad de México. Sin embargo, la de Lagos logró sustraerse del mismo a raíz de que los mercaderes tapatíos erigieron su propia corporación y consiguieron que la feria se celebrara anualmente con libertad absoluta del pago del derecho de alcabala, a pesar de la oposición del cuerpo mercantil de la capital y sus aliados.
Dado el escaso conocimiento que se tiene sobre las ferias, Antonio Ibarra destaca la relevancia que tuvo la de Lagos entre 1792 y 1808. Para ello estudió los libros de alcabalas y las guías de los despachos realizados desde la ciudad de Guadalajara, principal plaza de abasto de la feria y nexo fundamental del comercio con Tierra Adentro y con el entorno minero regional. Proporciona información sobre los volúmenes de las mercancías, sus valores, orígenes y destinos. El autor reveló la importancia excepcional que tuvo dicha feria, cuyo comercio ascendió en promedio a 2 300 000 pesos anuales, gran parte de los cuales se liquidaban en plata. Además, se redimían créditos, se liquidaban cuentas y se acordaban nuevos despachos a lejanas localidades del norte y el centro del reino. Asimismo, encontró que, aun cuando participaban numerosos comerciantes pequeños, privaba una “estructura oligopólica”, dado que un escaso número de mayoristas despacharon a la feria más de 70% del valor total. Cerca de la mitad de estos mercaderes ocuparon cargos de representación consular, lo que revela el vínculo entre el control corporativo y el manejo oligopólico del mercado.
Otros beneficios que aportó el Consulado de Guadalajara a sus miembros fue la canalización de una parte de los productos del derecho de avería a las obras de infraestructura relacionadas con la feria de San Juan. En 1797, el rey dio licencia para la celebración anual de la feria con libertad absoluta del pago del derecho de alcabalas, mientras que el cuerpo mercantil quedó a cargo de construir la casa de la aduana, un centenar de cajones que serían alquilados a los comerciantes y dos puentes.10
Uno de los temas de la historiografía borbónica ha versado sobre la resistencia que presentó el Consulado de México a la erección de nuevas corporaciones que cercenaron su poder en materia de representación, arbitraje comercial y cobro del derecho de avería que se imponía a los bienes que entraban por Veracruz y Acapulco. Tras el establecimiento de los cuerpos mercantiles de Guadalajara y Veracruz, el de la capital se esforzó porque fueran abolidos o quedaran bajo su tutela. En forma paralela acordó con el rey colectar un empréstito por la inmensa cifra de 15 000 000 de pesos para contribuir al financiamiento de las guerras imperiales, a cambio de la licencia para reconstruir el camino que articulaba la capital del virreinato con el puerto de Veracruz, por la vía de Orizaba. Esta obra favorecería la integración comercial de la ciudad de México con el oriente, sur y sureste de Nueva España, incluyendo Guatemala,11 para compensar la pérdida de más de la mitad de su jurisdicción territorial.
A partir del análisis de una amplia muestra de comerciantes tapatíos y de la combinación de diversas fuentes fiscales -alcabalas, avería, ensaye de metales y aduana de Guadalajara-, Antonio Ibarra efectuó importantes hallazgos sobre las redes de los mayoristas importadores de Guadalajara. Encontró un patrón de comercio estable de importaciones “en épocas de contracción y expansión”; una relativa especialización en la oferta de efectos de Castilla y de China entre los mayoristas y los agentes regionales, orientados a la distribución extrarregional por medio de la Feria de Lagos; y cómo controlaban la plata en pasta regional mediante el intercambio de importaciones. Sobre el comercio que se realizó en el amplio territorio del consulado tapatío observó que los despachos entre el puerto de Veracruz y Guadalajara fueron de los más significativos. El historiador encontró que, en el primer año de existencia de los consulados, 12 de los principales miembros de ambas corporaciones, entre los que destacan algunos de sus fundadores y los que desempeñaron los cargos consulares, realizaron transacciones entre sí. También halló que, al margen de los conflictos que se dieron entre el cuerpo mercantil de la ciudad de México y los nuevos consulados, los integrantes del cuerpo tapatío realizaban transacciones con los del capitalino.
En consonancia con la historiografía reciente sobre la bancarrota del virreinato12 y el papel financiero del Consulado de la Ciudad de México, Antonio Ibarra destaca “… el carácter depredador del Estado colonial, a partir de las exacciones financieras, pactadas o forzadas, que representaron un estructurado proceso de descapitalización”.13 El historiador muestra cómo los servicios pecuniarios otorgados por el consulado tapatío para financiar las guerras europeas y la contrainsurgencia fueron mucho menores a los que brindó el cuerpo mercantil de la ciudad de México. Éste supo negociar el otorgamiento de préstamos y donativos, a cambio de importantes privilegios para la corporación, a los priores y cónsules que negociaron dichos servicios, y a los acaudalados mercaderes que se desprendieron de sus caudales.14 A partir de la elaboración de una serie de cuadros sobre la recaudación del derecho de avería consular y su destino, el autor mostró la forma en que el Consulado de Guadalajara se apartó de manera paulatina de sus objetivos iniciales de representar y asumir los costos del desarrollo del mercado. Al respecto, nos preguntamos qué tan importantes fueron para la corona los intereses novohispanos y qué consecuencias tuvo para el sector productivo y financiero la descapitalización o desatesoramiento de la economía de Nueva España. El libro de Antonio Ibarra constituye una muestra de cómo la historia económica de fines del siglo XX acudió a viejos problemas para ofrecer nuevas interpretaciones, sin abandonar la discusión sobre los límites que presenta la teoría económica para analizar desde una perspectiva histórica las decisiones subjetivas de los actores.
Consulados y política en hispanoamérica en el siglo XVIII
El libro es un excelente resumen de la trayectoria de Antonio Ibarra desde la década de los noventa hasta la fecha. El autor se propone investigar la transición del Antiguo Régimen a los modelos liberales en los espacios americanos, la lenta pero constante conformación de una economía monetaria y las estructuras políticas corporativas e individuales. El hilo conductor es el mercado, los grupos y corporaciones que plantean el juego de escalas entre lo local y lo global.
Su modelo de investigación, si bien se refiere al norte de México, posee la plasticidad de aplicarse a los demás espacios americanos. Desde un punto de vista metodológico es un trabajo muy sólido, que despliega a lo largo de sus páginas toda una batería de documentos de archivo. Los ensayos que componen el libro tienen la virtud de poder leerse como trabajos individuales o como capítulos. Una de las cualidades del libro es precisamente la compleja articulación de ideas que otorgan elementos para una compresión de los mercados y las redes e instituciones corporativas insertas en ellos.
En esta reseña solo mencionaré sus aportes fundamentales e intentaré ponerlos en tensión apelando a mis estudios sobre el virreinato del Río de la Plata y sus corporaciones comerciales. Algunos de ellos son:
Primero. El planteo de la matriz neoinstitucional y sus ideas teórico-metodológicas. En este sentido Ibarra se adhiere a esta corriente pero no de un modo dogmático, sino que incluye diversos métodos. Su trabajo incorpora el estudio de redes interpersonales que implican tanto la cooperación como el conflicto entre las tramas de actores. Se propone investigar las corporaciones como conjunto de individuos en la dinámica de los negocios.
En este plano destaco que el trabajo muestra la amplitud de la monarquía y sus dificultades para ejercer su dominio dentro de América en las escalas tanto locales como regionales. El autor observa que la monarquía borbónica tenía que negociar privilegios y conceder ventajas corporativas. En mi opinión esto marca la continuidad entre el siglo XVII y el XVIII, creo que la flexibilidad de la monarquía de los Habsburgo continúa en América en el siglo XVIII, lo que contrasta con la política absolutista de la península. En este aspecto creo que tanto la naturaleza de la monarquía borbónica en su dimensión peninsular, como el origen histórico de las corporaciones, merecerían un capítulo aparte en su trabajo. Esta continuidad en América es un elemento esencial que puede apoyar y consolidar las visiones realizadas por el autor sobre la historia global. Creo que el sistema político ejercido por la corona no era de dominio colonial, sino que -y según los argumentos que muestra en el libro, como los privilegios reales, concesiones, poderes locales, la amplitud del mercado interno y la distancia de la península- era otro tipo de relación, centrada en el equilibrio de poderes.
Segundo. La cuestión de la organización económica del mercado interno de Guadalajara. Analiza su crecimiento, la circulación de mercancías y la integración de las economías regionales en el mercado global. En este punto desarrolla a la región como circuito de comercio que fue creciendo a partir del siglo XVIII con base en la plata norteña y la especialización de los productos agrícolas, lo que generó la formación de una red de comerciantes vinculados entre sí. En dichos circuitos, como bien reseña el autor, florecen los productos asiáticos y orientales. Ibarra desarrolla un modelo de estudio en el que la economía interna de la región se hallaba integrada a la economía de los espacios americanos y a los mercados globales. En relación con ello, se dedica a observar el crecimiento de los mercados a partir de la feria del San Juan de los Lagos como nexo articulador. Este espacio fue vital para la conformación de lazos que derivaron en la formación del consulado.
Ibarra extiende esta explicación a Nueva España analizando que este espacio no fue solo exportador de metales, sino que desarrolló un mercado integrado. En este punto, considera la importancia de las nuevas territorialidades impuestas a partir de la formación de las intendencias a fines del siglo XVIII. Ahora ¿cómo se relaciona empíricamente la nueva regionalización política con las estructuras económicas? ¿Qué papel juegan los cabildos? O en otras palabras y ampliando la pregunta a los espacios americanos, ¿podemos decir que la Real Ordenanza de Intendentes o la ampliación de las jurisdicciones políticas tuvieron la intención de conformar mercados internos que disputaran la hegemonía de las capitales? De ser así, sería coherente con la ampliación de los nuevos consulados de la política monárquica.
Tercero. Otro aporte señalado a lo largo del texto fue el surgimiento de la corporación y su dominio espacial de los mercados. El autor no considera la corporación consular desde su fundación en 1795, sino desde tiempo atrás. El cuerpo debía desempeñar un doble carácter: como institución judicial, gozando de autoridad legítima entre todos sus asociados y como instancia de gestión y representación ante el monarca y su Real Hacienda, gestionando favores y concesiones.
Respecto al Río de la Plata, yo analicé que la estructura corporativa también se conformó previamente: las juntas de comercio en sus dos etapas: informal de 1748 a 1779 y formal desde 1779 hasta la fundación consular. En la etapa formal, existía ya una representación permanente con sus modos de acción y sus prácticas políticas.15 ¿Lo mismo sucede en Guadalajara? ¿Por qué se conformaron las juntas? En Buenos Aires el cabildo dejó de representar los intereses de los comerciantes, ¿qué papel desempeñó entonces el cabildo en este espacio?
El autor considera al Reglamento de Libre Comercio como el factor que permite la ampliación de los mercados y la formación de los “nuevos” consulados conformados en los espacios dinámicos. Observa que estas corporaciones se conforman estrechamente vinculadas a las redes sociales en una dinámica económica de mercado. Desde una matriz neoinstitucional, dice que los consulados funcionaban como empresarios colectivos orientados a la disminución de los costos de transacción y que su objetivo era generar certidumbre en el cumplimiento de los contratos. Así, llega a una de sus conclusiones más destacadas: “el Consulado fue una institución de Antiguo Régimen que cumplió funciones decisivas para el desarrollo del marcado moderno”.16
Ibarra analiza otros cometidos como la importancia en términos de información económica y de autoridad judicial. De la misma manera, los consulados se habrían convertido en un instrumento capital para la difusión del pensamiento ilustrado que intervendría en la infraestructura y promovería el desarrollo de una cultura económica moderna.
Ahora, se podría decir que el monopolio de la información, el control político sobre los representados y la importancia de la infraestructura fueron variando según la coyuntura a lo largo del tiempo. Esto habría incentivado su conformación, pero, ¿como se explica su disolución? Además, ¿qué papel jugaron las diputaciones regionales de dichos consulados? Su estudio podría complementar su sólida mirada sobre la organización corporativa y las redes entre los actores. Siguiendo este tema ¿por qué no pudieron consolidarse otros consulados, como el de Puebla?
Cuarto. Estrechamente ligado a lo anterior, Ibarra se dedica a estudiar el Consulado en los vínculos entre lealtad y obediencia. El autor considera los auxilios financieros como préstamos y donativos como parte de las contraprestaciones dadas por las élites de comerciantes a la corona. Esta matriz política es compartida con otros investigadores que se han dedicado al tema.17 Ibarra analiza las coyunturas políticas que permiten la recaudación de dinero; la escala de sus ingresos, según el autor, no permitiría grandes exacciones, pero habría sido una muestra de lealtad. Ahora, los cuadros muestran los donativos y préstamos a partir de 1797, cuando ya estaba formado el Consulado. Anteriormente a ello, ¿por qué los comerciantes no juntaron dinero?, por ejemplo en las guerras de 1779 o de 1793.
Quinto. En estrecha relación con la consolidación de los consulados, Ibarra analiza comparativamente el de Guadalajara y el de Buenos Aires. Los dos fueron parte de los nuevos consulados creados a partir del Reglamento de 1778; contaban con élites locales con intereses particulares, estaban en regiones de constante crecimiento económico y demográfico, habían estado bajo la hegemonía de los “viejos” consulados, México y Lima; tuvieron relaciones de cooperación y conflicto con otros centros económicos, en el caso de Guadalajara, Veracruz, en el caso de Buenos Aires, Montevideo. Ibarra analiza desde el derecho de avería, las exportaciones de metales y la introducción de esclavos en el Río de la Plata.
Los comerciantes del Río de la Plata revendían los esclavos traídos de África en otros espacios económicos convirtiendo su circulación en un negocio rentable para los comerciantes del Consulado. Ibarra señala como hipótesis que la trata permitió consolidar la posición de los comerciantes porteños en el circuito atlántico. Ahora, en mis estudios18 analicé que las relaciones más estrechas y conflictivas se dieron con el cuerpo de hacendados. Éstos se incorporan al Consulado en 1797 modificándose la estructura consular. Esta política de integración habría sido general en todos los consulados en los cuales se producían tales conflictos. ¿Qué sucede en el de Guadalajara? ¿No existieron conflictos socio-profesionales?
Sexto. Otra de las ideas que desarrolla el libro es la ampliación del mercado hacia China. El consumo americano de productos chinos, tanto los de mayor valor como los de uso cotidiano, es una constante que refleja el juego de escalas de lo local, lo regional y lo global antes manifestado. Guadalajara como mercado recibe importaciones de Oriente. La demanda interna de importaciones se financia con la renta minera expuesta en la circulación global. Los centros mineros y los centros urbanos son los principales compradores.
Este trabajo busca explicar que los “mundos” se vinculan por los circuitos comerciales. Ahora, ¿los miembros del consulado eran quienes controlaban estos circuitos? ¿Cómo se diseñaron las redes globales de tal comercio? El trabajo de Ibarra es una excelente contribución a la investigación de tales redes y de la articulación de sus agentes corporativos.
El libro tiene un capítulo final en que el autor reflexiona sobre el orden monárquico como contrapuesto al desorden republicano, liberal e insurgente. En este sentido, Ibarra toma como punto de partida el derrumbe político de la monarquía que daría como consecuencia un desorden institucional, una crisis social y económica que repercutiría en los mercados generando incertidumbre. En este aspecto y según su interpretación, ¿cuáles fueron los motivos de disolución del Consulado de Guadalajara?
En conclusión, me parece una excelente investigación y que constituye una obra esencial para todos los investigadores que nos dedicamos a las relaciones entre monarquía, instituciones y corporaciones en sus formas de representación y redes en un mercado cada vez más amplio y moderno.
Mercados y acumulación de capital en una economía agraria
Una de las virtudes de esta reimpresión de los ensayos más sustanciales de Antonio Ibarra sobre Guadalajara es su oportunidad. A los historiadores parece interesarles repensar las economías de fines de la colonia y principios de la república, y justo eso es lo que nos permite hacer el extenso material que Ibarra nos proporciona. Su carácter innovador no radica tanto en las estimaciones del tamaño de la producción agregada (cuyo cálculo ha sido objeto de una lluvia de críticas de reciente publicación), sino en su composición y distribución. En este sentido, las implicaciones del trabajo de Ibarra son bastante provocadoras.
Un análisis de la reelaboración de Ibarra sobre las estadísticas de Abascal y Sousa para Guadalajara en 1803 revela algunas características notables.19 Si imaginamos que la provincia era una economía pequeña y abierta que comerciaba con el resto de Nueva España, destacan algunos datos. Teniendo en cuenta la importancia de las remisiones fiscales en los balances mineros, parece que la producción y exportación de textiles, cueros y bienes industriales de la provincia pudieron saldar el balance de las importaciones. Por su parte, las exportaciones agrícolas y ganaderas produjeron un excedente, una fuente de ahorro.20 Esto tuvo varias consecuencias, desde una menor escasez aparente hasta la posibilidad de liberar mano de obra para actividades no agrícolas: la agricultura de alta productividad en las haciendas vinculada, quizá, con una protoindustria al estilo europeo. La provincia se volvió rica y federalista, lo cual no es de sorprender, pero el desarrollo se detuvo allí. Los campesinos mexicanos continuaron atados a la tenencia de pequeñas tierras y no formaron parte de la revolución “industriosa” o basada en el consumo al estilo europeo, como la que describe Jan de Vries.
Esto no se debió a una falta de ahorros potenciales o de capital. Las responsables fueron las instituciones sociales y agrícolas retrógradas. Al igual que Querétaro medio siglo después, donde la transición pareció llegar más lejos, Guadalajara (o México) podría haber seguido un camino distinto. La única ley de hierro para el desarrollo es que no hay leyes de hierro.
Aquí también puede encontrarse otra posible fuente de las masivas acumulaciones rurales identificadas por Rosa María Meyer en su libro Empresarios, crédito y especulación en el México independiente, 1821-1872 (2016), que se concentra atinadamente en la minería y la deuda pública. Sus empresarios sí invirtieron sus excedentes pero, por desgracia, no en México. Al leer a Ibarra y a Meyer (y, potencialmente, el trabajo doctoral de Manuel Bautista), resulta más fácil y plausible pensar que, dejando de lado las nociones mecanicistas de “dependencia”, México hiciera contribuciones sustanciales a la economía del Atlántico antes de 1850. Pero esto tuvo un costo: el capital mexicano fluyó hacia Londres, París, Ámsterdam y Nueva Orleans.
Otra contribución distintiva de Ibarra es que se enfoca en el papel de la extracción de la plata y su liquidez. A primera vista, el desarrollo tardío de la feria de San Juan de los Lagos21 resulta extraño, hasta que uno se da cuenta de que floreció de manera paralela a las minas de Tierra Adentro, Zacatecas y otros lugares, y de que sirvió como una especie de bolsa de valores de la plata. Las cantidades que sustentan el análisis son difíciles de interpretar, pero parece que la proporción de importaciones desde fuera del imperio en el consumo regional (basado en el mercado) oscilaba entre 25 y 40%,22 un porcentaje imposiblemente elevado y que solo se explica mediante la presencia de la ciudad de Guadalajara como centro de redistribución, con clientes que eran hacendados y mineros de plata líquida. Éstos mantenían vínculos con una red de comerciantes (unos 25 en Guadalajara) conectados con las grandes casas de importación y exportación en México y Veracruz.23 Puede sospecharse que el “declive” tardío de Guadalajara, en la década de 1790,24 fuera más bien producto de la organización del Consulado de Guadalajara, que desvió una suma nada insignificante de demanda regional hacia bienes europeos.25 San Blas era la puerta de entrada regional de Guadalajara para el comercio asiático,26 y estos lujos asiáticos, pagados en plata, eran desde hacía tiempo una competencia natural para el comercio de Veracruz. Sin duda, la sobrevaloración de la plata en los mercados asiáticos explicaba parte de la incapacidad crónica de Nueva España de mantener balances monetarios en plata, y el arbitraje debió haber sido otra ocupación rentable para el Consulado en Guadalajara. Los precios relativos sí importan.
Ésta es una versión revisada de publicaciones anteriores, lo cual genera ciertos problemas. Algunos de los capítulos no terminan de encajar en términos de continuidad, un problema no muy grave. Sin embargo, cuando se vinculan cálculos intrincados con obras relativamente inaccesibles, publicadas alrededor de 2000, la comprensión de algunos de los resultados se convierte en un acto de fe. Hay también un análisis un tanto misterioso de los costos del Consulado de Guadalajara27 que básicamente no está documentado. La conclusión de Ibarra es plausible, pero plausible no es lo mismo que correcto. La transparencia sí importa. En una época de enlaces a hojas de cálculo, la presentación de un modelo intersectorial complejo podría documentarse fácilmente con una URL que dirija a la página del autor. Una obra de este tipo no es fácil de llevar y todos dan cosas por sentado, pero éstas deberían quedar claras para el lector. También sería útil agregar un índice.
Guadalajara en el siglo XVIII
Estamos en Guadalajara, un centro regional mercantil de largo aliento que desde el siglo XVII, por lo menos, y una vez pacificada la resistencia chichimeca en su primer umbral, fue el punto de intersección entre la Nueva España y las Provincias Internas en expansión, la capital de la colonización y la evangelización hacia el Gran Norte, la sede regional de un poder comercial creciente que en sus gentilicios lleva la fama, pues recordemos que fueron las mismas comunidades nahuas de su región las que, desde su fundación -en 1542-, conformaron su mercado natural y propio y quienes la concebían exactamente como lo que era: un sitio medular en donde se vende barato y se compra caro, el baluarte del intercambio mercantil simple, de la tasación y el trueque desigual que se sintetiza en la palabra “tapatío”; la que precisamente -y desde su periferia- significa eso, “lo caro”, “el precio de lo que se compra”, o bien, una seudomoneda local: el “tapatío” de tres pequeños costales que contenían diez granos de cacao cada uno… Así que desde que esta ciudad se fundó, su vocación comercial estaba marcada de antemano.
Durante dos siglos, por lo menos, en Guadalajara se fueron acumulando y fortaleciendo redes de intercambio y mallas de vinculaciones que llevarán en el siglo XVIII a conformar una estirpe comercial propia, dinámica y emprendedora, que tendrá un peso preponderante a finales de la colonia, “hasta poner”, como dice el autor, “un corolario al proceso semisecular de crecimiento económico y articulación comercial en una triple escala: urbano-regional, interregional y ultramarina”. Este libro es entonces una suma de ensayos articulados que reconstruyen con rigor la trama sutil en que el autor rehace la vida económica de la capital tapatía, sus grupos dominantes y su región en la época colonial tardía, mediante una lectura moderna del contexto de su hinterland mercantil y su Consulado, en textos que contribuyen con mucha agudeza a la historia cuantitativa mexicana, pues en la medida en que todo esto se reconstruye, dando contenido a las series de precios y proyección dinámica a la inflexibilidad de los grafos de redes -redes de tratantes y de mercados-, va configurándose alrededor del argumento central del comercio y sus pisos de expresión. Así, esta Guadalajara se va guarneciendo como un espacio cada vez más complejo y contradictorio: un entorno de nudos, conflictos, negociaciones, alianzas, disputas y vínculos a gran distancia.
Hay varios aspectos reveladores en este trabajo, varios temas de discusión que se despliegan en una narrativa progresiva y que están desarrollados dentro de una coherencia que marca paso a paso su determinación de llegar a resultados válidos. Además, los capítulos de este libro se colocan en un análisis riguroso de la nueva historia económica, en una propensión -ante el abandono de los grandes paradigmas y el mejoramiento de los depósitos de fuentes- a regresar a los datos de archivo, una tendencia que ha tenido un auge importante en los últimos años y a la que el autor no ha sido ajeno. Todo este contenido se encauza aquí con una introducción de crítica historiográfica y de recuento necesario: es más, este recorrido historiográfico sirve de entrada imprescindible a los ensayos propiamente dichos, que ponen al texto dentro de corrientes definidas de lo que ahora consideramos historia económica o, como dice el autor, tomando las “deyecciones del pasado” para que los historiadores, a la manera de escarabajos, “las integren en un volumen esférico susceptible de reconfigurarse en infinitas narraciones”. Es así como la densidad de la información va tomando cuerpo en sus argumentos, va creciendo y sugiriendo preguntas y respuestas, y proponiendo múltiples salidas a los fenómenos económicos y sociales de una larga coyuntura de crecimiento, crisis e inestabilidad. Partiendo de un lugar central, los capítulos se dirigen hacia varios ejes: la organización regional en el mercado interno novohispano, la plata y la moneda, el Consulado y otras instituciones, las redes de circulación y de los negociantes, las mercancías, las mentalidades y la inestabilidad política antes, durante y después de la independencia, para regresar al punto de origen mediante una estructura fractal de posibilidades e instrumentos de análisis que reconstruyen series, redes sociales, redes de mercados y el papel de las ferias, como la de San Juan de los Lagos, que se presenta aquí todavía en su carácter de institución semifeudal y de vinculación con las minas en creciente expansión hacia el norte, un tema clave en la organización regional del mercado y de la cultura comercial de la época.
Sin embargo, la intención del autor es dejar en evidencia la importancia económica de Guadalajara en el contexto de las reformas emprendidas por los Borbones, que fueron impulsadas a partir de 1767 con la llegada a la Nueva España del visitador plenipotenciario José de Gálvez, cuyo eje central era la implantación del libre comercio y de todas las medidas políticas que favorecieron el crecimiento económico del siglo XVIII, propiciando un creciente control fiscal, una mayor institucionalización, un aumento de la circulación monetaria y de las exportaciones de plata, antes de que todo esto desembocara en una crisis insalvable que también era general en el imperio español: la “era de la bancarrota”, como muchos la han llamado. Era a fin de cuentas un conjunto de reformas necesarias para los intereses del imperio a partir de una crisis monetaria y de una situación de estancamiento que a la postre desembocó en una crisis de legitimidad. En este escenario, el autor concluye que “la erección de los nuevos consulados de comercio [Guadalajara y Veracruz], resultado de la política de comercio libre, supuso una transformación profunda del arreglo institucional y económico de los mercados coloniales hispanoamericanos”, creando las condiciones para el desarrollo de nuevas élites comérciales. En especial, la élite tapatía dilató exponencialmente el radio de sus negocios y se articuló a nuevos territorios, en especial a esa alianza directa con Veracruz, que dejó de lado a los almaceneros de la capital. Habría que recordar que en 1795 se creó también el Consulado de Guatemala, al que Veracruz se vinculó, en especial con las exportaciones de añil y grana cochinilla; y aunque esta corporación centroamericana se ha estudiado desde su parte sur (Honduras), está pendiente la reconstrucción de sus relaciones con Veracruz y Guadalajara.
Es así como el análisis regional expuesto en este libro se centra en un escenario crecientemente inestable y en toda la estructura del comercio legal, en momentos en los que, además, el contrabando se había acelerado y la economía visible -como producto de las mismas reformas- empezaba a ser testificada de manera cada vez más explícita por la administración y la Real Hacienda, lo cual convierte al siglo XVIII tardío en un periodo penoso para los contribuyentes cautivos pero excelente para la lupa de los historiadores. Varios archivos mexicanos, argentinos y españoles son trabajados para esta reconstrucción, pero Guadalajara cuenta además con un tableau économique propio, que es una fuente insustituible y una pieza clave de todo este alegato, un corte de caja excepcional de su mercado interno, del que incluso carecemos en otras regiones. Se trata de la Memoria, de hacia 1802-1803, de un funcionario ilustrado de la corona, su intendente don José Fernando de Abascal y Souza: noble, militar y político español, mariscal de campo, después trigésimo octavo virrey del Perú (de 1806 a 1816) y primer Marqués de la Concordia.
Asimismo, habría que mencionar algunos temas que me parecen necesarios y que me surgen a raíz de la lectura de este conjunto de ensayos que conocí en parte publicados por separado y que, al reunirse, conforman una conclusión analítica. De principio, el hecho de que Guadalajara se convirtiera en la bisagra borbónica, en el “puerto seco” de Tierra Adentro que, al expandir su comercio, vinculó por algunas décadas las economías del Pacífico y del Atlántico, algo que se constata en la parte ultramarina de los argumentos del autor. Ubicada en la mitad del puente entre San Blas, Acapulco y Veracruz, Guadalajara ocupaba una posición de privilegio que la enlazaba, por una parte, con China y las Filipinas, lo que se detalla por medio de la alcabala de efectos de la China, y por la otra, con el Caribe y el Atlántico: de ese tamaño era su importancia, aun cuando la guerra civil iniciada en 1810 apagara gran parte de esa luminosidad y la limitara después, como a toda la Nueva España, a replegarse dentro de lo regional y lo nacional.
La conclusión contrastante de toda esta estructura de posibilidades se da aquí en una comparación final entre Guadalajara y Buenos Aires que se entreteje con otras geografías del contexto internacional, en donde el autor alterna ejes de relaciones simultáneas y especulares (Buenos Aires-Montevideo, Guadalajara-Veracruz), y de uno y otro con sus respectivos espacios interiores. Aquí nuevamente habría que decir que la influencia duradera de Gálvez -primero como visitador y después como ministro de Indias- había transformado en toda la América española la geografía política y la había puesto, paradójicamente, a tono para la inestabilidad y la independencia. Al establecer en 1776 el virreinato de La Plata, intentando frenar allí la alianza de Gran Bretaña y Portugal, la fuerza militar española había logrado apenas desarmar las pretensiones portuguesas sobre la Banda Oriental. Y 1776 no era tampoco una fecha fortuita, pues la independencia de la Norteamérica británica había comenzado, irradiando ideas y proyectos liberales, mientras que en Nueva España la importancia nodal del Bajío -la Norteamérica española de Tutino- daría mucho de qué hablar en ese gigantesco proceso de descolonización y reconformación económica y social.
Y es que del mismo modo en que Gran Bretaña había titubeado a lo largo del siglo entre ocupar y atacar a la América española, como lo había hecho brevemente en Cuba, la Florida y Filipinas en 1762, o comerciar con ella; así ahora, ente 1796 y 1808, dudaba entre conquistarla o propiciar su emancipación. En poco tiempo fue evidente que ninguna de las dos cosas era en realidad necesaria porque, como dice Chaunu, este conglomerado de futuras naciones ya se había convertido “en la más hermosa de las colonias británicas”, o al menos así parecen indicarlo las rutas y los destinos de la plata peruana y novohispana, que cubren Asia y el Atlántico y que, en última instancia, se valorizan en Inglaterra, inundando las economías de toda Europa. El peso novohispano, el dólar de la época, entre otras cosas financió en el continente esa guerra de independencia que, desde la revolución de Hidalgo, impactó también en los nuevos consulados, en la caída de la producción y en una crisis que afectó la economía mundial.
Dos comentarios finales:
Creo que hay un acierto entrañable en este trabajo al haber integrado el autor el debate sostenido que mantuvo con su maestro Ruggiero Romano en el capítulo “Mercado colonial, plata y moneda…”, en donde despliega un fuerte intercambio de ideas, entre afectuoso y admonitorio, que ofrece muchas pistas de investigación para futuros trabajos. Así concebido, este capítulo constituye uno de los más inspiradores y apasionados del libro, sobre todo por el tono epistolar en varias discusiones que versan acerca de los encadenamientos productivos orientados a dos aspectos clave: el papel de la circulación de mercancías en la integración macroeconómica del mercado novohispano y la relevancia de los lazos entre el mercado y la circulación monetaria en pequeña escala; tomando en cuenta además que Romano a menudo “tuerce el bastón para reñir la discusión” -como dice el autor-, aunque termina modificando parte de sus argumentos ante la contundencia de la formación de este mercado particular, lo que lo obliga a desplazar en varios decibeles (de 70 a 64%) la importancia de la “economía natural”, tan cara a su visión de la Nueva España borbónica.
Por último, quiero acentuar la importancia de las conclusiones generales, donde se discute “la originaria inestabilidad política y el tormentoso cambio institucional”, privilegiando el recelo, el discurso político y el imaginario popular que preceden y acompañan a la independencia, con rasgos que obligan a repensar la política y las condiciones del atraso, tanto en México como en el resto de la América Latina. Hay en esto un debate abierto e implícito entre Ibarra y Van Young, tanto en lo que concierne al papel tan distinto asignado por ambos a ese mercado regional -muy interiorizado en el último y muy ultramarino en el trazo de Ibarra-, como en todo lo que tiene que ver con los efectos y modalidades de la guerra de independencia. Hay también, al final de las conclusiones, una reflexión acerca de la transformación de todo esto en el liberalismo decimonónico a partir de lo que sería el “modelo mental” de los consulados.
Pero más que nada me congratulo de que este libro se haya publicado pues abre muchas posibilidades, expectativas e interrogantes para acercarse al México borbónico y su vertiginoso avance hacia la independencia.