Las imágenes pueden ayudarnos a imaginar, a emocionarnos, pero también a reflexionar, por ello propongo comenzar el análisis y la lectura del libro Historia fin de siglo con la imagen de la portada. Se trata de la reproducción de una tinta sobre papel realizada por Eduardo Chillida, un escultor y pintor español que ha marcado el arte de los últimos años del siglo XX. Interesado en el espacio como problema y en la curva cóncava como manera de comprender lo que está adentro, es decir, la inclusión,1 la imagen que se utilizó para la portada remite a la cuestión del espacio, alude a la idea de un pasaje, a una puerta que deja ver de un lado y del otro. Pero además, ese espacio, junto con las palabras del título: historia, fin y siglo, sugiere también una relación con las representaciones del tiempo. Estaría mostrando entonces una bisagra entre dos momentos, el de la reflexión historiográfica actual y el del interés en comprender la impronta de los relatos históricos de los últimos años del siglo XX. Por otra parte, la imagen de Chillida, entrelazada con el título del libro, remite a una mirada, a unos lentes que miran ese tiempo y espacio de un lado y del otro. En esa observación se relacionan también las ideas de entrelazamiento entre forma y contenido, perspectiva central de algunas aproximaciones de diversas teorías del arte, pero también para comprender la historia en tanto comunicación. La forma, que en este caso sería la historiografía, comunica tanto como y en vinculación con el contenido (la historia). En la base de la portada, por debajo de lo que podrían parecer dos columnas, se encuentra la mención de El Colegio de México, la institución que, como parte de los festejos de su fundación, colabora con el autor, Guillermo Zermeño , en la edición de esta historia de la historia de las últimas décadas del siglo XX. La percepción de una obra de arte nunca es unívoca, depende también del observador, por lo que la vía de entrada que propongo con esta interpretación de la imagen de Chillida y el título que la acompaña debería completarse con las perspectivas que abra cada lector al adentrarse en este interesante libro desde su tapa sugestiva al desarrollo de los diversos capítulos.
Un libro sobre la historia de la historia es una lectura necesaria para los historiadores. Sin una reflexión histórica sobre nuestras prácticas corremos el peligro de olvidar que, justamente lo que pensamos acerca del pasado, del tiempo y del oficio del historiador, es histórica; está imbricada en cambios que se van tejiendo y que inciden centralmente en cómo hacemos historia. Las maneras de considerar la historiografía son muy diversas pero, aunque sea a riesgo de generalizar, voy a proponer considerar dos versiones distantes entre sí. La primera: hacer historia de la historia como una sumatoria de tendencias, escuelas, aportes supuestamente originales que se van sucediendo en el tiempo, una después de la otra, agregando información que antes se desconocía. En esas ideas las fuentes primarias, aquellas que se produjeron en el periodo de estudio, son fundamentales y quien las descubre es una suerte de héroe que encontró un tesoro digno de premio. Desde otras perspectivas, la operación historiográfica (utilizando la frase de Michel de Certeau) es considerada como una práctica que requiere ser examinada en sí misma.2 La historia de esta producción historiográfica incide en nuestra comprensión y en nuestros modos de hacer historia, tiene consecuencias en las relaciones de poder, tanto sociales como políticas. Por lo tanto, requiere una reflexión que indague sobre la acumulación de conocimiento, y sobre todo acerca del oficio del historiador. Desde estas perspectivas, hay conceptos centrales de su práctica, como el de tiempo histórico, el papel de los archivos, el cuerpo y el espacio, la ciencia y la modernidad, entre otros. Afortunadamente, en medio de estas dos tendencias mencionadas de modo muy sintético, hay tantas formas de hacer historia como historiadores. Sin embargo, sólo por medio del segundo tipo de perspectivas es posible proponer nuevos interrogantes, abrir otras sendas y dejar en claro que el propio oficio del historiador incide en la comprensión del pasado. Estas propuestas pueden provocar incertidumbre, pero no cabe duda de que los caminos menos abiertos a los interrogantes colaboran poco a la innovación, aspecto central para el desarrollo del conocimiento científico.
Historia fin de siglo es ciertamente un libro muy sugerente de reflexión historiográfica, en particular referida a la incidencia, en nuestras propias prácticas actuales, de la historiografía que se desarrolló con posterioridad a la segunda guerra mundial. No es una historia teleológica que busca un principio y un recorrido totalizante, sino que traza ciertos aportes centrales que la historia de la historia puede generar mediante un diálogo abierto acerca del oficio del historiador, a la reflexión conceptual, a diversos acercamientos a los archivos, a los discursos visuales además de los textuales, entre otros aspectos.
El libro es el resultado de un encuentro realizado con motivo de la conmemoración del septuagésimo aniversario de la fundación del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Uno de los méritos del libro es que incluye los textos de las conferencias, sumando las preguntas y comentarios que hicieron los oyentes. En general no estamos muy habituados a que las preguntas del público formen parte de los libros, más bien ellas quedan como parte de la oralidad que, en cierta medida, es efímera. Pero cuando las preguntas, como en este caso, pasan al discurso escrito, adquieren una lógica que colabora a la profundización del análisis, a la posibilidad de regresar a ellas y volver a considerar los temas que las conferencias sugirieron a los espectadores. De este modo, el lector puede recuperar el diálogo y formar parte de él. Además, las preguntas provocan que los interlocutores amplíen aspectos, aporten nuevos elementos y también que les queden resonando para continuar con la indagación.
Una de las preguntas que guía y atraviesa los capítulos de los diversos autores busca comprender cuáles fueron algunos cambios que se produjeron durante la primera mitad del siglo XX, que provocaron una reconceptualización y nuevas experiencias sobre la temporalidad, y que repercuten en la historiografía actual. Por lo que sostienen los distintos autores, no se trata de un acontecimiento particular, no pareciera ser la posguerra o el mayo del 68, ni una revolución, se trataría más bien de cambios epistemológicos, discursivos quizá, que se pusieron de manifiesto hacia el fin del siglo XX. No se trató tampoco de una transformación generalizada que reemplazó viejos modos de hacer historia y concebir el tiempo sino, como sostiene Gumbrecht, de las nuevas ideas sobre un presente lento, cargado de simultaneidades y yuxtaposiciones, que coexiste con el antiguo cronotopo historicista (Gumbrecht, p. 129).
Un aporte central del libro es, entonces, el presupuesto de un cambio respecto a las consideraciones sobre la temporalidad. Esta historia del cambio del siglo XX al XXI sugiere que actualmente coexisten un topos historicista que solo concibe una línea de tiempo única junto a la expansión de modos de concebir múltiples temporalidades. El pasado regresa de diferentes maneras, un presente extendido y un futuro incierto.
El eje en la transformación de la dimensión temporal impulsa a darle centralidad a cuestiones menos frecuentes, hasta hace poco, en el análisis historiográfico. En este sentido, el encuentro se caracterizó por proponer temáticas que inciden centralmente en la construcción de los discursos históricos, pero que suelen darse en forma implícita o siquiera considerarse. Los textos proponen cuestiones de tiempo y espacio, los sujetos historiográficos, la construcción del conocimiento y su relación con lo real. Se trataron aspectos como la historización de las formas sociales de decir la verdad, la historia de la cita y el archivo, el modo en que conceptos, palabras o categorías como genocidio, etnosuicidio, escándalos o aquellas ideas incluidas en una encuesta académica de sociología pueden impactar en la comprensión de situaciones culturales. Cuestiones que se entretejen con nuevas modalidades de concebir el tiempo histórico.
El título del primer capítulo del libro, escrito por el historiador francés François Hartog, “Creer en la historia ayer y hoy”, relacionado con el título del libro Historia fin de siglo, dialoga con la idea, generalizada hace unos años, del fin de la historia, para enfatizar, en este caso, justamente que, al contrario de aquellas perspectivas, la historia tiene actualmente una fuerte raíz, hasta con carácter de creencia, que debe comprenderse en el marco de las transformaciones que se fueron condensando a partir de la década de 1950 y que resisten en la actualidad. Además de interrogarse por la historia como creencia, en este capítulo, Hartog se detiene en la historia como concepto y como práctica, en particular durante las décadas de 1950 y 1960. En relación con la larga duración que propuso Fernand Braudel en la década de 1950, y la situación colonial que examinaba Georges Balandier en aquella época, Hartog analiza la modernización en tanto invoca a un tiempo abierto hacia el futuro. Para entender mejor el influjo de la historia desde el siglo xix, analiza una pintura de Véron-Bellecourt, una alegoría de Clío, en la que Napoleón no sólo representa la historia como ejemplo de vida, sino que además la encarna. Napoleón es una fuerza histórica que avanza y cuyos efectos se expandieron a lo largo y ancho del mundo. Los personajes de la pintura que rodean a Clío y a Napoleón tienen atuendos y rasgos físicos que representan a las diversas regiones y culturas del mundo. De modo que la pintura muestra hasta qué punto la historia, encarnada en Napoleón, pasó a tener un lugar central en el mundo entero. Por ello, Hartog, sostiene que se opera una sincronización del mundo que llegaría hasta China (Hartog, p. 34). Por otra parte, explica que, según Chateaubriand, Napoleón había sido el Destino que nunca descansaba, por ello hay que entender la pintura en relación con un sentimiento de aceleración de la historia. Para Hartog las ideas centrales que tradujo Véron-Bellecourt en la composición de ese cuadro justamente se refieren a la expansión de la creencia y gran valor que la historia sigue teniendo. Este breve análisis pictórico ofrece otro mérito de este libro: mostrar que los historiadores, al fin, están saliendo de cierta comodidad del análisis de los discursos textuales para adentrarse también en la iconografía como medio válido para comprender la sociedad. Y que ella permite comprender representaciones centrales acerca del valor y la importancia global que aún persiste acerca de la historia.
Los dos capítulos siguientes, el de Alfonso Mendiola y el de Luis Costa Lima, indagan sobre la construcción del conocimiento histórico, la relación entre discursos y su vinculación con lo real. Mendiola se interesa por los efectos de la comunicación y la tecnología, temas centrales de su trabajo desde hace años. Sostiene que las fuentes con las que trabaja el historiador deben interpretarse desde una teoría de la comunicación y que las estructuras cognitivas dependen de los tipos de tecnología (Mendiola, p. 73). Considera necesario comprender, desde el marco constructivista, la referencia a lo real constituida por medio de la forma. Y aquí es bueno recordar la imagen de Chillida de la portada de este libro, en alusión a la observación de las formas a través de un medio que no podemos percibir pero que está ahí. Incluso pensando que el contenido es la forma. Por ello, en el caso de la historiografía, sería relevante considerar a los documentos (o fuentes) en tanto forma y no sólo por su contenido. Ya que no fueron hechos para ser leídos por un historiador futuro, es necesario reconstruir el modo en que fueron escritos, como actos de comunicación, y ésta sería, de algún modo, la tarea del historiador. Mendiola sostiene que el mundo no es el conjunto de objetos sino el conjunto de las formas; entonces sólo podemos tener acceso a lo real mediante observaciones, y las distinciones por medio de las cuales se observan son formas (Mendiola, p. 77). A partir de estas premisas, Mendiola sintetiza parte de su trabajo específico sobre la “cultura del documento” que se interioriza en los letrados, su concepción del conocimiento, su vínculo con el archivo y el surgimiento de una forma moderna de citar. Por acto de citar se refiere a una repetición en la que un sujeto de enunciación asume un texto de otro. Sostiene que esa operación es posible por la elaboración de un nuevo orden (taxonomía) en los textos (discursos) que sólo se logra al introducirlos en una colección, y que justamente eso es un archivo. La colección o el archivo constituye la noción de serie. Serie y corpus documental, una nueva manera de síntesis y de construcción del conocimiento (Mendiola, p. 88). En el periodo que se analiza, entre el fin del siglo XX y comienzo del XXI, esta perspectiva tiene una incidencia central para una comprensión más amplia de los modos de escribir historia.
El capítulo de Luis Costa Lima busca comprender la historicidad de ideas sobre ficción, realidad y escritura de la historia. El autor considera central diferenciar la ficción interna de la externa. No es que la historia sea ficción, pero sostiene que una historiografía que no busque ser teleológicamente dirigida, ni determinísticamente trazada, sólo puede beneficiarse renunciando a las explicaciones lineales, al comprender que está conformada por una red compleja de contingencias (Costa Lima, p. 109).
El surgimiento de una nueva construcción del tiempo es el tema sobre el que reflexiona Hans Ulrich Gumbrecht en el siguiente capítulo. El principio narrativo ocupa un lugar central, con consecuencias claves para la disciplina de la historia. Se pregunta si nos hallamos ante una nueva construcción del tiempo que nos obliga a reajustar los parámetros que guiaron y determinaron nuestra manera de lidiar con el pasado. Y responde afirmando que, a diferencia de las visiones historicistas, actualmente el ciudadano promedio de este incipiente siglo xxi concibe un futuro cuyo horizonte es incierto, abierto a múltiples posibilidades entre las cuales elegir. Afirma que el pasado, en vez de dar la sensación de quedar constantemente atrás, está inundado de presente y que nuestra experiencia del futuro se ha convertido en el centro de confluencia de amenazas que se avecinan (Gumbrecht, p. 128).
Saurabh Dube incluye en este debate un aspecto central: los sujetos de la modernidad. Y en particular a los sujetos historiográficos, por ello considera necesario examinar con cuidado las categorías analíticas de origen académico, conjugándolas y comparándolas con las configuraciones cotidianas (Dube, p. 161). En este sentido, considera necesario reconocer la presencia densa de lo que llama escándalos de la nación y de la modernidad, no sólo como objetos de conocimiento sino como condiciones para la acción de conocer. Por ello afirma que es necesario identificar la presencia ubicua del escándalo en el centro mismo de los órdenes sociales (Dube, p. 162).
La cuestión de los sujetos, y en particular de la diversidad social, es el tema del siguiente capítulo, propuesto por Juan Pedro Viqueira. Como el resto de las presentaciones, plantea el problema de las categorías mostrando la importancia de estar abiertos al cambio de categorías y preguntas de investigación para dar cuenta, en forma novedosa, de la diversidad social. Por su parte, Laurence Cuelenaere y José Rabasa proponen en su presentación la categoría de etnosuicidio para referirse a la extirpación de idolatrías en los Andes coloniales y su variante contemporánea.
Por último, el trabajo de José Enrique Ruiz-Domènec se presenta, como él mismo aclara, según una práctica habitual en los talleres de los pintores del gótico: la forma de un tríptico, vale decir, un argumento expuesto en tres etapas. En consonancia con la portada del libro, que incluye la imagen de Chillida y que propone una indagación sobre una alegoría de Napoleón, las imágenes forman parte de las conclusiones del encuentro. En el caso de esta presentación, justamente el autor se pregunta si es posible separar el contenido de un trabajo histórico de la forma en que responde a las necesidades de una sociedad de entenderse a sí misma, y su respuesta tajante es: no. ¿Por qué? Primero porque, para este autor, la historia debe atender a la receptividad, preocuparse por la influencia que ejerce y el efecto que genera y al que se sujeta (Ruiz-Domènec, p. 277). Segundo, requiere una lectura crítica de las fuentes; finalmente, es necesario revisar la distinción entre imaginación y fantasía.
Sólo para pensar en una ampliación de las perspectivas fundamentales que abre este libro, me gustaría señalar que, entre los sujetos de la modernidad, los sujetos historiográficos que comenta Dube, en esta historia del fin de siglo XX y comienzos del XXI, la cuestión de género ha sido central y ha promovido una renovación insoslayable del oficio del historiador, y aquí sí debo decir de las historiadoras, que quizá han quedado un poco a la sombra en el camino abierto por este libro.
Luego de este recorrido por las propuestas abiertas a debate en este encuentro, no queda más que recomendar este libro a exploradores intrépidos, aquellos que estén interesados en atravesar fronteras, buscar caminos alternativos y nuevas tierras por descubrir. A los curiosos, favorables a cambios de rumbo. Para quienes esperan certezas, quizá encuentren en este libro la certidumbre de que la experimentación, los interrogantes y el diálogo sean las alternativas más constructivas para el oficio del historiador y las posibilidades de la historiografía. Es de esperar que la propuesta de este libro, que indaga acerca de las prácticas historiográficas y el lugar de la historia en nuestra cultura, abra el diálogo y el debate más allá de las fronteras, y anime a nuevos caminos a los historiadores de México y de otras latitudes.