En sus reflexiones finales a esta sólida y original biografía de Calleja, un auténtico “antihéroe” de la historia mexicana, Juan Ortiz Escamilla hace una afirmación rotunda acerca del papel que le cupo en el periodo final del virreinato novohispano: “Calleja fue el ‘restaurador’ del orden colonial destruido por la guerra y, al mismo tiempo, también podemos asegurar que fue su principal demoledor” (p. 253). El juicio del autor sobre Calleja es contundente y algo paradójico si consideramos que fue llamado en su época “el segundo conquistador de México” y sus hazañas bélicas fueron comparadas con las de Hernán Cortés. La historia que Ortiz Escamilla enhebra en su libro explica esta paradoja: cómo el reconquistador de México a comienzos del siglo XIX fue a la vez su destructor.
La respuesta del autor se enlaza con un tema que él conoce muy bien, fruto de sus investigaciones anteriores. Este libro es una derivación de su seminal monografía Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México (Sevilla, 1997), en la que Ortiz Escamilla estudió con detalle el proceso de autonomizacón de los pueblos novohispanos en medio de la insurgencia. Calleja era un personaje importante pero no central de esa historia: los protagonistas eran los mismos pueblos expuestos al doble fuego de la guerra insurgente y contrainsurgente. En este nuevo libro Calleja ocupa el centro de la escena. Ortiz Escamilla lo acompaña a lo largo de diversos aspectos de su vida pública: puntilloso funcionario al servicio del rey como organizador de milicias en la frontera norte de Nueva España y luego estratega de la guerra contrainsurgente; político tesonero y astuto entre el convulsionado periodo gaditano y el no menos agitado de la restauración del absolutismo; hábil e inescrupuloso hombre de negocios favorecido por sus conexiones sociales y su enorme poder.
Félix María Calleja del Rey nació en Medina del Campo (Castilla la Vieja, España) en 1753 en el seno de una familia de notarios locales miembros de la pequeña y no siempre próspera nobleza de segundo rango. Poco deja conocer Ortiz Escamilla de sus orígenes familiares, pero su condición de hidalgo seguramente permitió la incorporación del joven Calleja como cadete en el prestigioso regimiento de infantería de Saboya a pesar de la modestia de la fortuna familiar. A dos años del inicio de su entrenamiento militar, Calleja compró el cargo de subteniente que le correspondía por cuna pero que sus escasos recursos no le habían permitido adquirir con anterioridad. Poco después el joven oficial comenzó a destacarse en las guerras mediterráneas contra el tradicional enemigo inglés. Calleja obtuvo de esas acciones (sobre todo del asalto a Gibraltar) experiencia en la guerra y contactos dentro de la corporación militar. A fines de la década de 1780 Calleja se trasladó a México bajo el patrocinio del virrey segundo Conde de Revillagigedo, a quien había conocido en las guerras europeas. Con un nombramiento como comandante del Regimiento de Dragones de Puebla inició su carrera de funcionario del imperio colonial español que lo llevaría, con el correr de los años, al más alto cargo al que podían aspirar burócratas y militares destacados: virrey de la Nueva España.
El cursus honorum de Calleja en México denota una ambición por ascender en la carrera burocrática americana: desde su puesto original de comandante militar Calleja fue designado visitador de los pueblos del norte del virreinato, donde sobresalió por las observaciones detalladas -casi etnográficas- de sus informes y por la presentación de un plan de reorganización de las milicias locales destinadas a auxiliar a las fuerzas regulares en el patrullaje de la frontera septentrional. En medio de esa tarea reorganizadora, y ya asentado en San Luis Potosí, Calleja se relacionó con las familias más encumbradas de la región. Los vínculos tejidos con las élites locales fueron múltiples e intensos: políticos, comerciales y, finalmente, parentales. Calleja se incorporó a una de esas familias por su matrimonio con Francisca de la Gándara, una joven potosina 30 años menor que él. Esta diferencia de edad, tal vez escandalosa, no debería asombrarnos: era un patrón bastante común en las uniones entre comerciantes, burócratas y militares peninsulares con jóvenes herederas americanas en todo el imperio español.
Esta ventajosa unión le abrió las puertas a los negocios y fue el origen de la fortuna personal de Calleja y su familia. De estos años datan sus primeras inversiones en tierras y bienes inmuebles urbanos y en empresas mercantiles de venta de ganado. El matrimonio no sólo le abrió a Calleja las puertas de la “herencia inmaterial” (para usar la feliz expresión de Giovanni Levi) de vastas conexiones locales, sino también de una tangible dote de 10 000 pesos. Para ese momento el comandante había acumulado un capital de más de 80 000 pesos en plata, tierras y ganado; ya era un hombre considerablemente rico para los estándares locales.
La carrera de Calleja podría haber continuado dentro de los márgenes de ascenso a base de méritos y favores típica de la administración colonial, de no haber mediado una circunstancia fortuita que cambiaría radicalmente el curso de los acontecimientos y de la misma vida de este funcionario: la crisis constitucional de la Monarquía española que se inició en 1808 con la invasión napoleónica y las abdicaciones de Bayona. Tulio Halperin Donghi llama “carrera de la revolución” a los vaivenes plenos de oportunidades de ascenso político, pero también de estrepitosas caídas que esa crisis abrió a las élites rioplatenses. Tal vez podría aplicarse ese concepto al contexto de la insurgencia novohispana, a pesar de las enormes distancias políticas, económicas, sociales y culturales que separaban a ambas regiones del imperio español. Parafraseando a Halperin Donghi podríamos decir que 1808 le abrió a Calleja la “carrera de la contrarrevolución”, o para decirlo de manera más precisamente mexicana, de la contrainsurgencia. Porque es en el contexto de la lucha de las autoridades coloniales contra los insurgentes, desde 1810, que se desarrolló el meteórico ascenso de Calleja a las más altas jerarquías de la política novohispana.
La historia de la insurgencia ha sido investigada y narrada muchas veces, incluso por el autor de esta biografía quien, como se dijo más arriba, produjo uno de los trabajos más sólidos y originales sobre el periodo. No es éste el lugar de recordar sus detalles, pero sí de mencionar el lugar que Calleja ocupó en ella. Ortiz Escamilla destina dos largos capítulos a estudiarlo, el primero sobre su desempeño como comandante del ejército contrainsurgente, el segundo como conductor del virreinato novohispano. En el contexto de la guerra Calleja destacó por su experiencia militar y su capacidad organizativa, pero también por costados más oscuros, como la crueldad en la represión y la opacidad de sus negocios.
Desde el punto de vista de las acciones militares, Calleja resultó victorioso, pero a un muy alto costo humano y material. Su obsesión por acabar con la insurgencia lo llevó a implementar medidas extremas como el tristemente famoso “diezmo” de vidas humanas (uno de cada diez hombres capturados sería ejecutado sumariamente) y la destrucción -en algún caso hasta los cimientos- de pueblos recapturados a los insurgentes. A la vez Calleja desplegó de manera formidable la capacidad organizativa que había demostrado anteriormente como funcionario en épocas menos convulsionadas. Su plan de reorganización de las milicias contrainsurgentes con base en los pueblos novohispanos tuvo un impacto fundamental en la historia de México. No sólo la movilización miliciana fue masiva, sino que las milicias incorporaron a la población movilizada en un pie de igualdad, sin distinciones de clase o de casta; incluso les era permitido elegir a los oficiales de los cuerpos. Esta organización de las milicias fue eficaz para mantener a raya a los movimientos insurgentes, pero, sobre todo, introdujo un principio revulsivo del orden colonial: la igualdad en el reclutamiento. Ortiz Escamilla afirma que mediante la reorganización de las milicias presidida por Calleja “se armó y se organizó la fuerza que más tarde iba a consumar la independencia de la Nueva España” (p. 97). En este sentido las exitosas acciones de Calleja contra los insurgentes tienen el tono de una victoria pírrica diferida en el tiempo: los cuerpos militares que en pocos años terminarían con el régimen virreinal fueron introducidos por el “segundo conquistador de México” y sus efectivos se reclutaban según un principio de igualdad reñido con el orden estamental de la colonia.
En marzo de 1813 Calleja asumió el puesto de virrey de la Nueva Espana, catapultado por las circunstancias de la guerra. Había sido elegido por el Consejo de Regencia para reimplantar el orden en todo el virreinato debido a su experiencia militar en la contrainsurgencia. Le tocó desempeñarse en momentos críticos en que la autoridad del virrey se vio limitada por la aplicación en la Nueva España de la Constitución de Cádiz, que daba poder a los pueblos autónomos y las diputaciones provinciales. En varias oportunidades Calleja manifestó su profundo desagrado con el régimen constitucional, al que acusaba de haber introducido un “politiquismo” reñido con las ideas establecidas sobre el gobierno, y no ocultó su beneplácito por la restauración del absolutismo a fines de 1814. Desde ese momento y hasta el fin de su mandato, Calleja impuso un despotismo militar que Ortiz Escamilla no duda en calificar de dictadura. Si el éxito de la pacificacón de la Nueva España fue casi completo, ya que redujo la insurgencia a pequeños bolsones regionales, el costo en vidas y en dineros fue enorme. Calleja sometió a las instituciones civiles a un control militar e impuso contribuciones forzosas para financiar la guerra. Las reformas en el gobierno introducidas por Calleja -que colocaron al ejército sobre los órganos de gobierno civil- tuvieron consecuencias profundas en la historia política del México independiente. En este sentido Calleja colaboró al desguace del antiguo orden más que a su restauración.
Calleja debió enfrentar serias acusaciones de arbitrariedad por parte de sus detractores, pero fueron las tocantes a su deshonestidad las que debilitaron enormemente su poder y prestigio. Las denuncias por corrupción de sus opositores civiles y eclesiásticos le costaron el virreinato a fines de 1816. Los rumores de su enriquecimiento por medios ilícitos y venales lo acompañarían durante su retiro en España. La investigación toma en este último apartado un cariz sumamente original sobre la fortuna del ya Conde de Calderón, título nobiliario que recordaba su triunfo sobre los insurgentes de Hidalgo. Con base en el testamento, inventarios de bienes y protocolos notariales, Ortiz Escamilla reconstruye muy prolijamente el patrimonio de Calleja en los últimos años de su vida mediante cuadros muy detallados de sus pertenencias. Cuando Calleja y su familia decidieron regresar a la península transladaron desde México enormes cantidades de plata amonedada que invirtieron en tierras y propiedades urbanas en Valencia (donde se asentaron) y en bonos y otros instrumentos financieros en España y el extranjero. A su muerte, en 1828, la fortuna familiar ascendía a más de 9 millones de reales fruto de los negocios, lícitos e ilícitos, hechos por Calleja desde su juventud en su destino novohispano.
¿Cuál es el legado de Calleja para el México independiente? Retomo aquí una afirmación de Ortiz Escamilla que me parece central: fue durante su gobierno “que se crearon las estructuras militares político administrativas que hicieron posible la gobernabilidad, sobre todo en el ámbito local y regional en unos territorios devastados por la guerra” (p. 252). El restablecimiento del orden por Calleja desde 1814 no fue una restauración sino una verdadera reestructuración de las instituciones de gobierno virreinal en cuyo centro se encontraba un ejército fortalecido que jugaría un papel clave en el México independiente a lo largo del siglo XIX.
Ortiz Escamilla ha escrito un libro original, sólidamente documentado y de lectura atractiva. La biografía de uno de los mayores villanos de la historia mexicana es desde un punto de vista historiográfico una novedad. No se me ocurren ejemplos de biografías similares escritas por historiadores contemporáneos en otras repúblicas hispanoamericanas. No encuentro equivalente a esta biografía en la historiografía argentina sobre el último virrey del Río de la Plata, Francisco Xavier de Elío, camarada de armas y amigo de Calleja, antiliberal y absolutista como él, pasado por las armas por los revolucionarios liberales valencianos en 1822.
Me quedan algunas inquietudes sobre el personaje y su contexto. Ortiz Escamilla menciona a los “callejistas”, un grupo que colaboraba con el virrey en el restablecimiento de su autoridad. ¿Quiénes eran, cuáles eran sus lazos con el virrey, cómo operaban políticamente? Conocemos más sobre los detractores y enemigos del virrey Calleja que sobre sus partidarios. Esta exploración permitiría entender mejor los contactos entre militares realistas forjados o consolidados en América (como los de Calleja y De Elío) y sus acciones en pos de la restauración del absolutismo en la península. Estas inquietudes no empañan la fina calidad historiográfica de esta biografía escrita con mano maestra por un gran experto en el periodo.