La obra de Gabriel Ardant sobre los impuestos ha influido mucho en el desarrollo de la historia fiscal desde hace décadas, y el reciente libro de Pinto no escapa a su prestigio académico. Elaborada siguiendo los lineamientos básicos del autor francés, la lograda investigación del historiador José Joaquín Pinto sobre la fiscalidad en el distrito de la Caja Real de Santa Fe durante el virreinato (1739-1808), es un parteaguas en la historiografía fiscal neogranadina, porque viene a sacudir la manera de plantear problemas y de formular preguntas a cuerpos documentales ya transitados por otros autores, al tiempo que cuestiona tesis socorridas sobre el reformismo borbónico o el “crecimiento económico” del siglo XVIII neogranadino, porque, sostiene Pinto, se basan en tratamientos inadecuados de las fuentes.
La historiografía de los impuestos en el Nuevo Reino de Granada ha concentrado su atención en la organización institucional del erario (Clímaco Calderón y Ots Capdequí), el comportamiento cuantitativo del recaudo y el gasto (Óscar Rodríguez, Hermes Tovar y Adolfo Meisel), y los efectos sociales y políticos de los mandatos impositivos (Gilma Mora, Juan Friede y Mario Aguilera), por citar algunos autores de una tradición secular. El esfuerzo investigativo de Pinto consiguió integrar cada una de estas facetas del fisco en su libro, que son tratadas en capítulos independientes, con lo que el historiador logró brindar una interpretación más compleja y elaborada de la fiscalidad neogranadina dieciochesca y, sin proponérselo, trazar un programa de investigación que sin duda será replicado durante los años siguientes, tanto por sus estudiantes como por sus colegas. El modelo ardantiano de Pinto tiene tres momentos: la política fiscal (imposición, gasto, administración y control), sus resultados cuantificables (ingresos y egresos) y los no cuantificables (transformaciones en la sociedad y el Estado jurisdiccional).
En el primer momento, Pinto demuestra cómo hubo dos grandes épocas para la política fiscal neogranadina del siglo XVIII, que en líneas gruesas conforman el primer y el segundo reformismo borbónico. Si durante el segundo la figura archiconocida es el regente Gutiérrez de Piñeres, durante el primero fue central, aunque prácticamente desconocido, el contador López y Campaña, quien estuvo encargado de estudiar la implementación del sistema de intendencias en 1747, y en cuyo informe recomendó mejoras en la configuración de la Real Hacienda neogranadina, que, en opinión de Pinto, se constituyeron en “una suerte de programa a seguir para el diseño de la política fiscal durante el siglo XVIII”.
Estas transformaciones en el sistema hacendístico neogranadino, estudiadas por Clímaco Calderón en 1911 y recuperadas hoy por Pinto, consistieron en la ampliación de las jurisdicciones de la Caja Real y el Tribunal de Cuentas de Santa Fe, la creación de las rentas de aguardiente, tabaco, pólvora y sal, la fundación de la aduana de Santa Fe (1750), y el establecimiento de la superintendencia de Real Hacienda como potestad privativa del virrey (1751), con lo que se la arrebataron a la Real Audiencia las competencias que tradicionalmente ejercía sobre el erario neogranadino.
El segundo reformismo, periodo de mayor tratamiento historiográfico, más que en la creación de rentas se enfocó en la consolidación de las existentes, tanto por medio de la puesta en marcha de la administración directa en contribuciones claves, como por la formulación de ordenanzas para su gobierno, tal y como sucedió con las alcabalas, los tributos y estancos, en los que incluso se extendió hasta la configuración de una estancia propia para la auditoría contable con la fundación de la Dirección General de Rentas Estancadas. A esto se sumó el aumento de la planta del Tribunal de Cuentas, supremo ente de control, y el diseño del sistema de intendencias, que fue parcialmente aplicado en la jurisdicción de la Audiencia de Santa Fe, y consolidado en las de Quito y Venezuela.
La implementación parcial del sistema de intendencias en la Audiencia de Santa Fe es otra novedad de la investigación de Pinto, pues autores anteriores sostuvieron que jamás hubo intendencias en Santa Fe. Las instancias y funcionarios que dejan en claro la existencia parcial del sistema intendencial son la Junta Superior de Real Hacienda y los subdelegados de la superintendencia en cada provincia, que se desempeñaron como jueces de primera instancia en materias de hacienda, recortando la autoridad de la Real Audiencia y los cabildos sobre el erario. En el caso neogranadino, las intendencias no redujeron el papel de los virreyes sino el de los cuerpos colegiados.
Finalmente, Pinto reconstruye los vaivenes contables que en el Nuevo Reino siguieron los métodos de cuentas reglados por Ortiz de Landázuri (1765 y 1787) y Machado Fiesco (1784), y que cristalizaron en un modelo local, aprobado y ordenado por el Conde de Lerena en 1791. Este punto es central para comprender por qué Pinto optó por construir su investigación con los estados generales y no con los sumarios generales, pues el primer tipo documental ofrece la posibilidad de conocer los manejos financieros efectivos de las tesorerías sin las sobreestimaciones debidas a débitos atrasados, montos sin cobrar y traspasos entre partidas que sí presentan los sumarios generales. Sirve, además, de guía metodológica.
En cuanto a los efectos cuantificables de la política fiscal, el libro tiene una tesis fuerte que generará debate entre los especialistas. A saber, no fue el establecimiento de contribuciones sino la reforma administrativa la que aceleró los recaudos en el Nuevo Reino de Gra na da en el siglo XVIII. Durante el primer reformismo (creación de impuestos) los ingresos se triplicaron en 60 años, mientras que en las dos décadas de la reforma administrativa (segundo reformismo) casi que se cuadriplicaron los montos cobrados. No obstante, la explicación del derrumbe financiero de la primera década del siglo XIX todavía no es sólida, pues Pinto, respaldado en ilustrados dieciochescos y otros historiadores, basa la caída de los cobros en un efecto monetario de los trastornos comerciales derivados de las guerras atlánticas de la monarquía, que fue agravada por los pésimos manejos de las autoridades virreinales, quienes, supuestamente, sólo tenían una alternativa: aprobar el comercio con naciones neutrales. De esta manera, en el libro contrasta el tratamiento del decenio del diez en materia de política fiscal con el del siglo anterior. Sin duda, se requieren más investigaciones sobre este crítico periodo.
También es de importancia la crítica que Pinto realiza a las tesis sobre el “crecimiento económico” del siglo XVIII neogranadino. Así, el autor arguye que el aumento de los ingresos de diezmos y alcabalas no fue fruto del crecimiento de la producción agrícola ni de la ampliación del mercado, sino de la mejora de las técnicas de exacción fiscal en ambas rentas. Y de manera categórica concluye: “el aumento o descenso del recaudo fiscal no puede ser considerado como un estricto reflejo del mejoramiento o deterioro de las actividades productivas en el área de influencia de la Caja [Real de Santa Fe ]” (p. 193).
Todo este proceso de implementación de una política fiscal para un gobierno más ejecutivo de la Real Hacienda creó fricciones en la sociedad y el Estado jurisdiccional. Pero no sólo fue la aplicación de nuevas rentas, como popularmente se reconoce, sino también la inspección de la administración de las contribuciones lo que generó la animadversión de particulares y corporaciones. El análisis de Pinto se basó en las estrategias de resistencia formuladas por James C. Scott, o sea: el anonimato, el rumor, el chisme, la amenaza, la violencia, la confrontación y el refunfuño. Asimismo, el historiador analizó la manera como las autoridades legitimaron su actividad reformista y antisubversiva, tanto frente a los sublevados como ante los funcionarios disidentes, esforzándose por presentar fuerza, unidad y autoridad en su actuar.
En lo relativo a los comuneros, éstos se rebelaron en contra de la consolidación de un gobierno más ejecutivo de la Real Hacienda, la implementación de nuevos recaudos, la modificación de las alícuotas y la instauración de la administración directa de varias rentas. Los oficiales reales, por su parte, se opusieron al perfeccionamiento de los instrumentos de control porque afectaban la manera tradicional de desarrollar sus encargos, muchas veces llenos de descubiertos contables.
La dureza con que fueron tratados los rebeldes que no se acogieron al indulto virreinal y que reforzaron su lucha ante la cancelación de las capitulaciones es muestra del trastorno político que supuso la sublevación comunera en el Nuevo Reino de Granada, porque las autoridades virreinales no ahorraron esfuerzos para infundir terror en la población y recuperar su reconocimiento. Aunque los comuneros no eran “precursores” de la independencia, el levantamiento fue una fuerte agresión a la soberanía fiscal real, con lo que se atacó de raíz al orden monárquico, al disputarse la capacidad de los gobernantes del Estado jurisdiccional para fijar una política fiscal. En este sentido, en 1781 sucedió una transformación en la manera de entender lo político: se rompió el encantamiento por la divinidad de la majestad real, que la hacía exenta de cuestionamiento. La devoción al monarca fue erosionada en tal grado que se hace entendible la fuerza con que irrumpió la revolución neogranadina a partir de 1810. Los comuneros no prepararon la guerra por la independencia, pero su lucha es claro símbolo de que algo en la sociedad neogranadina había cambiado. Sin embargo, la revuelta del común tuvo otros resultados más tangibles.
En contraste con la simplificada opinión de Meisel, para quien la rebelión comunera fracasó sin más, Pinto considera que, debido al alzamiento armado, se realizaron cambios considerables en el erario neogranadino, pues fue derogado el aumento de precios en el tabaco y el aguardiente, se suspendió el recaudo del donativo de 1781, se detuvo el funcionamiento de las guías y tornaguías en las transacciones comerciales gravadas por alcabalas, fue abolida la Armada de Barlovento y se mantuvo la diferencia provincial en las alícuotas de las alcabalas, a lo que se sumó la confirmación del libre comercio en los puertos del Pacífico (Barbacoas, Iscuandé, Raposo, Nóvita, Citará y Tumaco). Este último punto está a la espera de una investigación doctoral que desatlantice la historiografía sobre el comercio exterior neogranadino.
Finalmente, algunos puntos del libro merecen ser discutidos. En primer lugar, aunque es claro que en el proceso estudiado por Pinto se asiste a la consolidación de un Estado más ejecutivo con la instauración de la vía reservada, en detrimento del orden jurisdiccional y los cuerpos colegiados, no puede pasar desapercibido que el principal instrumento para conocer la situación de los reinos americanos y tomar decisiones para su reforma era una institución fundamentalmente austríaca, como fue la visita, de que hicieron gala Moreno y Escandón y Gutiérrez de Piñeres. Si se considera que el establecimiento del sistema de intendencias en la península se remonta al vilipendiado gobierno de Carlos II, “el Hechizado”, ¿no habrá visitas de envergadura a la Real Hacienda del Nuevo Reino previas a la instauración del virreinato?
Por lo que atañe a la estructura del libro, el estudio de los gastos debió preceder al de los ingresos porque la política fiscal fijaba de manera predictiva el monto que se requería cubrir (gastos) para desplegar los medios (ingresos) para lograrlo. Empero, Pinto optó por seguir el modelo de Ardant, en el que la imposición precede al gasto.
En lo concerniente a las resistencias de la élite, cabe pensar si las representaciones de Nariño y Pombo, célebres ilustrados y futuros insurgentes, también eran sinceros deseos de contribuir a la consecución del bien común de la monarquía, al estilo de los arbitristas del siglo XVII, y no sólo discurso público y velado en contra de la soberanía fiscal real, como afirma Pinto, porque las representaciones de cabildos y consulados no eran únicamente un disfraz de buen vasallo, sino los medios reconocidos para solicitar mercedes al rey, cuyas formas y efectividad los abogados redactores conocían perfectamente.
Asimismo, esto es todavía más cierto durante los años que median entre la crisis monárquica y el estallido de la insurgencia (1808-1809), pues Pinto sugiere una actualización de las demandas comuneras bajo la “máscara de Fernando”, término muy usado por otros autores para dudar de la honestidad de la explosión de declaraciones de lealtad hacia las autoridades reales durante estos convulsos años. Aunque Pinto se cuida de no conectar una rebelión con la otra, sí considera que varios de los puntos del alzamiento del común, como la abolición de los estancos, fueron recuperados por los insurgentes después de 1810, obviando que las críticas a las rentas estancadas existen desde los planes mismos de instauración de monopolios. Además, es soslayado que durante el momento fernandino (1808-1809) en el Nuevo Reino de Granada se desplegaron profundas muestras de lealtad a la corona, manifestadas en juras, sermones, tedeums, bandos, etc., pero fueron los acontecimientos en la península, sus replicas en el Nuevo Reino, y la revelación de las contradicciones de la monarquía como forma de gobierno -el efecto no inesperado de su esforzada exaltación-, los elementos que condujeron a la paulatina ruptura con la soberanía real y la instauración de gobiernos representativos a partir de 1810, con una marcada cronología provincial.
En suma, el libro de Pinto es una importante investigación que está inserta en la reciente renovación de la historiografía fiscal hispanoamericana, desarrollada por Ernest Sánchez Santiró, Luis Jáuregui, Anne Dubet, Martín Wasserman, Yovana Celaya entre otros.