Introducción
En los diversos territorios que hoy ocupa el estado de Oaxaca los conflictos agrarios han sido una constante a lo largo de su historia. Durante la época colonial, su accidentada topografía y la inaccesibilidad geográfica dificultaron un dominio efectivo de la entidad. Sin embargo, desde los inicios de la conquista española, la dinámica de la población indígena asentada en poblados dispersos y enclavados en los cerros o a pie de monte, se caracterizó por mantener agudas confrontaciones por el uso y acceso de parajes baldíos, las fuentes de agua y del usufructo de las selvas y los bosques. Entender la dinámica sociodemográfica, política y productiva que propiciaron las luchas nativas por el control del espacio requiere el despliegue de una mirada crítica sobre las interpretaciones antropológicas e históricas que han anclado la etnicidad en los límites de la continuidad territorial.
Hoy en día, la idea de continuidad histórica y territorial de las poblaciones étnicas se basa fundamentalmente en los documentos elaborados por los grupos de trabajo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).1 Si bien desde el punto de vista de la legislación internacional no existe una definición del binomio “pueblo indígena”, el razonamiento más extendido es el propuesto en 1983 por el relator de la ONU José Martínez Cobo. De acuerdo con este último, dicha configuración abarca a las comunidades, pueblos y naciones indígenas que:
[…] teniendo una continuidad histórica respecto de las sociedades precoloniales que existían en un territorio dado, que se consideran distintos a los sectores dominantes de la sociedad y que tratan de preservar, desarrollar y transmitir a las generaciones futuras sus territorios ancestrales y su identidad étnica de acuerdo con sus características culturales, instituciones sociales y sistemas legales.2
En la caracterización que propone Martínez Cobo, el punto nodal de la sobrevivencia india estriba en el afianzamiento y delimitación de los territorios étnicos, pero también en el derecho inalienable de las poblaciones originarias a conservar sus culturas, idiomas, tradiciones, usos, costumbres y cosmogonías que aseguraron su persistencia temporal.
Intentaremos mostrar cómo esta caracterización de los pueblos indios se basa en una concepción esencialista y ahistórica de las culturas prehispánicas. En ella se ignora el despoblamiento que ocasionó la conquista en Mesoamérica al mismo tiempo que se excluye del análisis la prolongada confrontación entre pueblos -en muchos casos del mismo grupo lingüístico- por abarcar áreas geográficas mediante una red cambiante de alianzas que se despliegan tanto entre distintos pueblos nativos como entre estos últimos y diversos agentes e instituciones de la sociedad colonial dominante.
El presente trabajo busca aportar elementos que interrogan la emergencia y pronunciamiento de las identidades étnicas postuladas a lo largo de las últimas dos décadas, las cuales remiten a supuestos que vislumbran una resistencia indígena anclada en territorios remotos, inmaculada y perseverante desde la época de la invasión española.
Con un horizonte puesto en las mutaciones agrarias, en este artículo no se pretende construir la historia de la sociedad indígena del norte de Oaxaca. La propuesta es mucho más modesta. Con base en una escasa documentación bibliografía y en la revisión de los expedientes agrarios y archivos históricos existentes en las parroquias y cabeceras municipales de los pueblos del área de estudio, se busca trazar un mapa del patrón de poblamiento y las formas de acceso a la tierra que prevalecieron hacia fines de la época colonial en la comarca de la Natividad Chinantla,3 situada en los actuales municipios de Valle Nacional, Ayotzintepec, Jacatepec y Chiltepec. Se trata de mostrar que, lejos de una continuidad histórica con el pasado prehispánico, el área chinanteca registró un proceso fluctuante e inestable que osciló entre la distención y la fragmentación territorial, el cual consolidó sus fronteras hacia fines del siglo XVII y principios del XVIII. Con este fin el trabajo se presenta en dos partes: la primera, después de recorrer someramente el paisaje de la sierra norte de Oaxaca que describe el fraile capuchino Francisco de Ajofrín en 1763, se centra en el Señorío de La Gran Chinantla contemplando tanto la distribución de las localidades asentadas en el área como la significación del vocablo “Chinantla”. Así mismo, se estudia la organización comunitaria tomando en cuenta las condiciones de acceso y el cultivo de la tierra, en el marco de las principales categorías y delimitaciones territoriales que formaron el tejido político administrativo establecido por el régimen novohispano.
En la segunda parte del trabajo, se observan las congregaciones y los pueblos de indios de San Juan Palantla (Valle Real o Nacional) y San Mateo Yetla, a partir de la concesión de los títulos primordiales otorgados por la Corona española con la subsiguiente demarcación de límites y linderos, que en los casos referidos desencadena una sucesión de conflictos agrarios entre los pueblos chinantecos y zapotecos de la Sierra de Juárez, muchos de los cuales han persistido a lo largo de los siglos XIX y XX e incluso hasta la actualidad.
Finalmente, el artículo concluye con una reflexión general sobre las fronteras étnico-lingüísticas que hoy en día se presentan en Oaxaca y que a comienzos del siglo XX la antropología mexicana clasificó como “áreas culturales”. La conclusión principal se orienta a destacar que la delimitación del territorio chinanteco no encarna ninguna continuidad con las sociedades precolombinas, sino que responde a la edificación jurisdiccional que trazó la administración colonial desde la conquista.
El paisaje de la sierra norte de Oaxaca en 1763
Al momento de la conquista española el principal obstáculo que afrontaron los colonizadores al penetrar la sierra norte de Oaxaca fue la geografía. En ese entonces, el bello paisaje compuesto por densas selvas y caudalosos ríos era prácticamente inaccesible. A esta zona sólo se llegaba por sinuosas veredas o mediante la navegación rivereña en ciertas épocas del año. Los cronistas del siglo XVI describieron esta región como “una zona exuberante y repleta de vida […]”.4 El fraile capuchino Francisco de Ajofrín, al recorrer en 1763 la jurisdicción de Teutila, a 160 km de la ciudad de Oaxaca, en el actual distrito Cuicatlán, quedó impresionado por la dificultad de tránsito y la diversidad de lenguas que hablaban los habitantes del área. En su diario de viaje anotó:
En esta provincia de Oaxaca parece que Dios puso todos los cerros y montañas que le sobraron después de formar el mundo, poniendo también tanta diversidad de idiomas que, aburridos los de aquí llegaron retrocedieron luego sin internar adentro […]. Las montañas y serranías, enlazadas unas con otras, corren por más de 100 leguas, de suerte que todos los lugares del obispado, excepto los que contienen los tres valles de Oaxaca, están o en cerros eminentes o en laderas, y alguno que suele haber en hoyas y barrancas, se hace inhabitable por el mucho calor y fogosidad.5
En una de las hondas cañadas descritas por el fraile capuchino se replegaba la comarca de la Natividad Chinantla, cuya cabecera fue conocida en la época colonial como “San Juan Bautista Valle Real de Somorrostro”.6 Esta provincia comprendía un extenso territorio montañoso, muy lluvioso, inmerso en un manto de selvas y bosques de niebla e imponentes sierras con amplios valles irrigados por los ríos Chiquito, Cajones, Valle Nacional y los tributarios que corrían hacia el norte del río Santo Domingo. Todos estos ríos se unen hasta el día de hoy cerca de la ciudad de Tuxtepec para formar la cuenca del Papaloapan. En dicha zona se estableció el señorío prehispánico de la Gran Chinantla, fundado por el mítico rey Quia-na: “hombre grande y bondadoso”, en el año 1110 d.C.7
La consolidación del grupo chinanteco en la sierra norte de Oaxaca fue el resultado de un proceso histórico de larga duración. En tanto área marginal del imperio mexica, sometida alrededor de 1456 por Moctezuma Ilhuicamina, se convirtió en vertiente fisiográfica y cauce sociocultural de los aztecas, quienes controlaron el área mediante las guarniciones de Tochtepeque (Tuxtepec) y Teutila.8 Posteriormente, la catástrofe poblacional desencadenada por las epidemias a partir de la conquista española, así como la introducción de nuevas especies vegetales y animales -trigo, azúcar, cítricos, café y ganado-, dieron lugar a notables modificaciones en el paisaje ecológico, productivo y social de la región.
En la Relación de Chinantla se documenta que cuando Hernán Cortés arribó a estas tierras la población era superior a los 116 000 habitantes. En 1579 sólo se reportan 1 000 indios subalternos distribuidos en 24 poblados con iglesia y 4 caseríos sin iglesia.9 Tal parece que las principales causas de este colapso demográfico fueron dos grandes epidemias de viruela y tifus que asolaron el área entre 1520 y 1566.10
A la muerte por enfermedad se sumaron varias hambrunas, pues la desaparición de una masa importante de trabajadores implicó la ruptura de los antiguos sistemas productivos intensivos y las cadenas de distribución de alimentos. La drástica disminución de la población permitió el avance de las selvas sobre las tierras cultivadas, lo cual favoreció el aislamiento geográfico y social del área.
La llegada de los españoles desarticuló el poder de los mexicas y convirtió a los nativos en súbditos de la Corona española. Toda la población quedó integrada en una sola categoría genérica, la de indio, sin estimar que las sociedades prehispánicas presentaban un heterogéneo mosaico de diversidades, contrastes y conflictos en todos los órdenes.11 Dicha categoría no formuló ningún contenido específico de los grupos que abarcaba. Expresaba, sobre todo, la condición de súbdito tributario que denotaba un estatus de subyugado, resultado de la dominación colonial.12 Los indios, siempre diferenciados de los hispanos, negros, mulatos y mestizos, se reconocieron sobreviviendo en una situación de suma vulnerabilidad. A cambio del pago del tributo, estuvieron vinculados a una protección legal especial por parte de la Corona contra los excesos de los colonizadores y encomenderos.13
Con la ocupación hispánica se rompieron muchos de los lazos políticos que unían a la nobleza nativa con su linaje y los caciques secundarios, con los jefes de tribu, los servidores-funcionarios, los indios comunes o los plebeyos y esclavos. Se ha documentado ampliamente que en la sociedad precortesiana los vínculos políticos fundamentales eran de naturaleza personal y no territorial.14 Esto significó que la pertenencia a un cuerpo político, “el altepetl”, se definía por la relación personal que unía al jefe o señor con sus dependientes o tributarios, importando poco dónde residían. En dicha estructura, el ejercicio del poder se manifestaba principalmente a través de la capacidad para recibir obediencia, servicios o contribuciones de parte de los miembros de la colectividad.15
En la práctica, los tributarios de un señor -o los dependientes de un linaje- podían coexistir con los de otros señores, o mudarse y desplazarse a cualquier lugar, sin que se borraran sus obligaciones ni su pertenencia plena al grupo. Por ello, la organización espacial prehispánica se manifestó a través de un patrón de poblamiento disperso y una forma de acceso a la tierra fraccionada y sin continuidad. La falta aparente de concentración residencial caracterizó a los habitantes de los asentamientos nativos de los territorios que conformaron la Nueva España.16
Las divisiones políticas, económicas y eclesiásticas que se implantaron durante el dominio español favorecieron la separación entre los vínculos personales o de sangre. Los colonizadores procedieron con un criterio en el que la relación entre los hombres y el espacio se volvió determinante. Se estableció que la pertenencia a una colectividad era una cuestión de lugar de nacimiento o de residencia dentro de un territorio, sin mayores consideraciones sobre el parentesco o las ascendencias. Con ello se impuso una concepción exclusivista de la soberanía territorial y se afirmó la importancia del trazo de límites y linderos.17
En una escala espacial y temporal lo suficientemente amplia, la geografía del área chinanteca propicia una ilusión de continuidad entre el pasado prehispánico y la situación actual pues, vista a distancia, la zona mantiene su condición de aislamiento y marginalidad en una superficie natural, cuyos abundantes recursos -de selvas, bosques tropicales, tierra y cursos de agua- aún no han sido plenamente explotados. No obstante, en una dimensión más reducida y desde su interior, se observan profundas discontinuidades. En el contexto microrregional el rostro inmutable de la geografía chinanteca se modifica a lo largo del tiempo y revela la transformación de elementos y relaciones que dan nuevo significado a los espacios. Dichas modificaciones se expresan en el arraigo a la tierra, en la delimitación de fronteras territoriales y en la noción de propiedad privada.
Los drásticos cambios que vivió el poblamiento de Santa María Natividad Chinantla durante la época colonial fueron el resultado de una interacción constante entre la dinámica de la sociedad indígena y la sociedad novohispana. Por un lado, la reducción demográfica del siglo XVI y el sistema de producción agrícola tradicional de roza, tumba y quema, delimitaron las condiciones de existencia de la población nativa. Sin embargo, al mismo tiempo, las políticas de congregaciones y de composición de tierras aplicadas durante el virreinato conformaron las bases institucionales que anclaron la reproducción del grupo chinanteco en las tierras altas de la cuenca del Papaloapan en el corazón del trópico húmedo mexicano.
De esta manera, la geografía colonial fue el resultado de dos lógicas opuestas, aunque no necesariamente contradictorias. Por parte de los conquistadores hubo un empeño por fijar a la población en el territorio para administrar la cristianización y el pago del tributo, mientras que los nativos más bien buscaron sustraerse del dominio español manteniendo la autonomía de su organización socioproductiva. Para conservar sus tierras y sostener la fertilidad del suelo era necesario el desplazamiento constante de los poblados y la ubicación dispersa de los asentamientos humanos. El resultado de esta oposición, existente entre las medidas del gobierno colonial y la dinámica de reproducción de la población nativa, configuró la base de la sociedad indígena que observamos en la actualidad. El nuevo sistema de organización, lejos de mantener las continuidades intrínsecas, produjo una perenne transformación de la sociedad autóctona que desembocó en múltiples segmentaciones y en la redistribución de los usos del territorio, las jerarquías, los privilegios y los linderos.
Hoy en día, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la población catalogada como indígena en México por “su propia cultura, tradiciones e historia” asciende a 25 694 928 habitantes (21.5% de la población total del país). De estos últimos, sólo se autoadscriben como tales 12 025 974 pobladores (10.1% del total nacional) y aquellos que hablan alguna lengua nativa -de las 68 existentes-, pauta que constituye el principal criterio para su clasificación, según la cual hay 7 382 785 habitantes mayores de 3 años. Estos sólo representan el reducido porcentaje de 6.5% de la población mexicana.18 Dicha población se asienta en comunidades rurales ubicadas principalmente en el sur y sureste del territorio nacional.19 No obstante, cabe señalar que una parte significativa reside también en distintas ciudades. En su conjunto la población indígena de México se caracteriza por conformar un mosaico heterogéneo y diverso de situaciones en las que predominan el aislamiento geográfico, la exclusión socioeconómica, la marginalidad, la explotación laboral y la pobreza.
A lo largo de los trescientos años que transcurrieron desde la conquista española hasta la independencia de México, los pueblos chinantecos desarrollaron diversas y nuevas formas de organización e inauguraron relaciones de poder, tanto dentro de su propia sociedad como con otros sectores de la sociedad colonial. Durante este tiempo, que en la vida humana representa el encadenamiento de entre 10 y 12 generaciones,20 se instituyeron las bases de las formas tradicionales que aún subsisten en el país. En la memoria colectiva de los chinantecos coetáneos todavía se mantiene la representación del antecedente histórico del mundo colonial, concretamente la república de indios, institución que reestructuró y fragmentó la demarcación de las tierras e identidades nativas. En las figuras ancestrales, la noción de territorio alude al espacio de vida y de trabajo; significa el enraizamiento a la sociedad local, a la casa y al cultivo del campo. En última instancia, el fuerte arraigo a la tierra constituye el antecedente más relevante de sus condiciones de reproducción histórica y social.
La Gran Chinantla en la geografía de la Nueva España
A lo largo del periodo colonial, los pueblos inscritos en el antiguo señorío de la Gran Chinantla enfrentaron severas inundaciones que continuamente destruyeron sus asentamientos obligándolos a moverse de lugar. El patrón migratorio anterior a la conquista respondía a un modelo de adaptación ecológica, a conflictos internos o a las guerras de resistencia, así como a la dominación y al cumplimiento de los tributos que exigía el imperio mexica. Las localidades se poblaban, vaciaban, rehabitaban o cambiaban de lugar intermitentemente. Ello fue posible gracias al amplio margen de frontera agrícola y a la abundante disponibilidad de recursos naturales en la región. La formación, reubicación y despoblamiento frecuente de localidades configuró una vasta red de parentesco e intercambio a lo largo y ancho de dicho territorio. Durante esos desplazamientos los centros de poder se mudaron o se reestructuraron con las subsecuentes secuelas en las relaciones dentro de los pueblos y entre los distintos núcleos de población.
En los apuntes históricos sobre los pueblos chinantecos escritos por el historiador local Mariano Espinosa se narran varios movimientos poblacionales previos al arribo de los españoles. En su recuento se presenta un hecho particularmente relevante: cuando los centros de población mudaban su lugar de residencia, no mantenían el nombre del pueblo de origen sino que asumían la denominación del paraje al que se trasladaba la población. Así, los habitantes de Teanguisco (núm. 4 en el mapa 1) formaron el pueblo de Palantla (núm. 5 en el mapa 1) cuando se trasladaron a las faldas del cerro del mismo nombre. Posteriormente, cuando este último volvió a cambiar de ubicación, el asentamiento se llamó Provincia Real (núm. 6 en el mapa 1), que era el nombre del valle en el que se asentó el nuevo poblado.
El cambio en la denominación de los pueblos parece expresar la conexión existente entre el sistema de cultivo, las relaciones de apropiación del territorio y la organización comunitaria en la sociedad chinanteca. Su modo de vida giraba alrededor de las relaciones de tiempo y el espacio que los sitios de residencia mantenían con el medio natural. El eje de su dinámica se regía por el cultivo del maíz, producido bajo un sistema de agricultura itinerante de roza, tumba y quema, en las laderas de las zonas montañosas con pendientes moderadas y fuertes.21 En dicho sistema, el desmonte y la regeneración de la selva madura conformaban un ciclo largo del que resultaba el policultivo de milpa y vegetación secundaria en diferentes etapas de renovación.22 Por su parte, el ciclo anual se dividía en temporal (primavera-verano) y tonamil (cultivo de otoño-invierno en tierras de humedad), pues la retención de agua que se conservaba en las dolinas o rejollas que se formaban entre lomeríos y montañas permitía realizar dos cosechas de grano al año, garantizando de manera permanente el abasto tanto de maíz como de frijol, calabaza, chile y chayote asociados a la milpa.
Este sistema agrícola se caracteriza por soportar bajas densidades demográficas ya que requiere disponer de una superficie muy amplia para el cultivo de maíz. Por ello, en la medida en que el crecimiento de la población conducía a una ruptura en el equilibrio entre población y recursos naturales, las comunidades tendían a fraccionarse dando lugar a la creación de nuevos caseríos en áreas que fueron previamente abandonadas (despoblados) o de selva virgen. En la comarca de la Natividad Chinantla, el incremento natural de la población no se tradujo en un aumento del tamaño de las localidades, lo que conllevaría que las áreas de cultivo quedaran muy retiradas de los asentamientos humanos, sino en un incremento del número de poblados. Fue a partir del proceso de colonización extensiva del territorio chinanteco que se llevó a cabo el repoblamiento del área en el siglo XVIII.25
El término chinantla y el patrón de asentamiento
El antropólogo Julio de la Fuente abordó tangencialmente la cuestión de la formación del territorio chinateco en un artículo publicado en 1952.26 Al analizar el significado del vocablo “chinantla” para designar el lugar de residencia de los hablantes de dicha lengua, el autor se remitió al término náhuatl chinamitl, que significa “cercos de setos o cañas”. De la Fuente encontró que la única relación que existía con la característica de los cercos de caña era el nombre zapoteco que otros poblados le dieron al pueblo de Ixtán: “bwynek Ipag” y “be 2 Ine 7 lege”, en el que Ipag y lege significaban precisamente “cercos”.27 Al establecer la relación con el zapoteco sugirió que el locativo náhuatl no se refería a un grupo en particular sino a los rasgos del sistema de cultivo específico que podían compartir varios grupos y el cual, además, podría tener varios significados.
Con base en una argumentación lingüística, el antropólogo destacó la dificultad de aceptar la hipótesis de que los zapotecos y los chinantecos fueran, cada uno por su lado, grupos uniformes y compactos. Señaló que la gran variedad local que revelaba un solo rasgo cultural, en este caso la edificación de cercos en el campo, mostraba la complejidad que representaba el análisis de la interacción de un rasgo cultural con otros rasgos de las culturas que coexistieron en una comarca relativamente pequeña.28 En este mismo sentido, Richard Evans Schultes afirma que, desde un punto de vista histórico, La Relación de 1579 no se refería a la Chinantla como el área en la que residían los hablantes de una lengua en particular, sino a una provincia montañosa y selvática situada en el noreste oaxaqueño, en la frontera con Veracruz.29
Por otro lado, uno de los elementos más interesantes que aportó Julio de la Fuente en su artículo de 1952 se encuentra en una nota a pie de página. En ella alude a un documento del pueblo zapoteco de San Andrés Solaga de la parroquia de Villa Alta, en el cual “menciona la radicación de los supuestos fundadores [de pueblos zapotecos] en sitios [tal vez significando lugares o parajes] y en pueblos” chinantecos.30 Este dato apunta a que la circulación de la población para fundar o (re)fundar asentamientos en los límites de una determinada unidad geográfica no era una particularidad chinanteca. Más bien parece haber sido una práctica generalizada entre los diversos grupos etnolinguísticos que habitaron el área de estudio antes de la época colonial.
En sus investigaciones sobre el mundo andino, el etnohistoriador ucraniano John Víctor Murra ha demostrado que no se debe suponer que los grupos indígenas tenían un territorio unido. Todo lo contrario; sostiene que lo que hay que enfocar son los lazos de autoridad y dependencia que unían a los pueblos dispersos en un territorio muy amplio. Murra indica que para entender este fenómeno se debe considerar el “control vertical de un máximo de pisos ecológicos”, contemplando las subdivisiones poblacionales con sus formas de organización, gobiernos y lazos de dependencia más que las áreas geográficas ocupadas por los distintos grupos lingüísticos.31 De acuerdo con estas observaciones, el mapa adecuado para analizar la dinámica de los pueblos que habitaban el área chinanteca al momento de la conquista no debería ser un plano sino un tejido, en el cual el principio organizativo no radicaba en el control del espacio físico sino en la jurisdicción.
A la luz de lo anterior y con base en los apuntes del antropólogo Julio de la Fuente, es posible suponer que la zona denominada por los mexicas “Gran Chinantla” estuviera poblada tanto por chinantecos como por zapotecos, e incluso que los hablantes de distintas lenguas residieran en un mismo centro de población. Por ejemplo, la gran inundación que registra el ya citado Mariano Espinosa en los primeros años del siglo XVI y la cual arrasó con varios pueblos chinantecos, probablemente posibilitó la integración de los sobrevivientes en otros asentamientos preexistentes.32 De esta manera, pudo haberse producido una “conversión” de los hablantes de un grupo etnolingüístico a otro distinto -como el de chinantecos a zapotecos o viceversa-. Dicho cambio habría tenido lugar mediante el mestizaje de la población nativa. Con el paso del tiempo, los hablantes de las lenguas minoritarias quedarían asimilados a la lengua dominante en los límites jurisdiccionales trazados por el gobierno colonial.
Desde esta perspectiva, la identificación étnica con base en un criterio lingüístico o en la denominación de las provincias y pueblos, no sería suficiente para diferenciar culturalmente a los grupos étnicos. Es decir, dichos criterios no responden a la pregunta clave que formula Julio de la Fuente sobre dónde y cuándo empieza una cultura particular para transmutarse en otra distinta. Volveremos sobre este punto en las conclusiones.
Organización comunal: acceso y patrones de cultivo de la tierra
A lo largo del siglo XVI, la Corona confirmó el derecho de los indios a poseer y usar sus tierras sin interferencia de los españoles. En esencia, las comunidades indígenas mantuvieron los terrenos que trabajaban y recibieron otros para su sustento. Las extensiones sobrantes fueron revertidas a la propia Corona. Ésta concedió grandes superficies de tierras a los conquistadores en pago de sus servicios, y en menor extensión, por medio de mercedes reales, a los colonos. Éste fue el origen de la propiedad privada en la Nueva España, antes desconocida entre los nativos.33 Los caciques indígenas continuaron a cargo del gobierno de sus señoríos bajo el sistema de encomienda. Dicha institución se estableció entre 1523-1525 como un derecho otorgado por el rey en favor de los conquistadores.
Además de los productos de subsistencia, como maíz, cacao, miel, chile, frijoles y guajolotes, los encomenderos pedían a los chinantecos que tejieran ropas de algodón como parte de su carga. El pago de la contribución se hacía por tributario por lo que éste dependía de la cuantía de la población. Así, el punto crítico para la formación y permanencia de los poblados en la comarca de la Natividad Chinantla radicó principalmente en la disponibilidad de mano de obra, tanto para el trabajo agrícola y las obras comunitarias como para el pago de tributos. Bajo el dominio colonial, la propiedad agraria se basó en dos dinámicas esenciales:
Las relaciones de propiedad se vincularon a las figuras del rey, la nobleza, la Iglesia y las corporaciones civiles. Los pueblos indígenas fueron los únicos que trabajaron directamente la tierra pues los demás propietarios eran figuras privilegiadas que, mediante contratos, censos y aparcerías, arrendaban sus terrenos a campesinos, comerciantes y habitantes de las ciudades.34
Dichas propiedades fijaron su condición jurídica en la amortización; es decir, en su vinculación a la institución monarquica hispánica que impedía que las tierras se pudieran comprar o vender, por lo que estaban fuera de la circulación mercantil.35
En la comarca de la Natividad Chinantla, la forma de apropiación territorial se basó más en el usufructo temporal que en la noción de propiedad. Los pobladores nativos consideraban que la tierra era un “bien natural” que sólo podía ser usado en función de la satisfacción de sus necesidades básicas.
Diversos mitos y leyendas de los pueblos chinantecos hablan de que los bienes naturales, como las tierras, los cerros, el agua, el clima, la fertilidad, las plantas y los animales salvajes, no tenían más amo que los señores del monte y de los animales.36 Estos “dueños” eran concebidos como entidades sagradas que podrían interpretarse como representaciones colectivas que respondían a vivencias compartidas y que se expresaban en narraciones o conductas rituales.37 Los amos de la naturaleza personificaban un principio, una potencia, un aliento, que condensaba energía y poder. Eran seres sensibles que interactuaban con los humanos enviándoles enfermedades, calamidades y castigos cuando éstos no los honraban con ofrendas y sacrificios. Podían privar a los pueblos del beneficio del agua y la fertilidad, cuya lógica oculta estaba controlada por fuerzas sagradas.38 En algunos casos se concebían como nahuales de gente poderosa39 y en otros, se relacionaban con los almas de los antepasados muertos.40
En su taxonomía vegetal básica, las sociedades nativas del sur de México, dividían a la naturaleza en dos entidades: lo que se cultivaba y lo que de suyo crecía. Las plantas comestibles, domesticadas y plantadas, eran un “don precioso” del que el hombre se apropiaba mediante el trabajo. Por su parte, la naturaleza no domesticada, es decir: la selva y los cerros, no pertenecían a los humanos. Las incursiones en el terreno inculto, que no controlaban los hombres, eran origen de múltiples peligros y sus fronteras estaban muy bien definidas. Las cuotas de extracción permitidas de miel, madera y de animales de caza estaban limitadas. Para acceder a ellos siempre había que perdir permiso a sus amos. Entrar al mundo salvaje mataba, espantaba, aleccionaba, aunque ocasionalmente también podía acarrear alguna fortuna. Una de las funciones de las normas, los mitos y leyendas era, y sigue siendo, la de alejar al hombre del espacio de la naturaleza no codificado por la sociedad.41
Según el etnólogo Eckart Boege, las interpretaciones indígenas del campo natural se realizaban desde una perspectiva práctica que buscaba ser efectiva al apropiarse del medio. No se pretendía elaborar una teoría de la naturaleza sino un entendimiento de la interrelación que existía entre el sistema humano y el natural. Según este etnólogo, por medio de dicha interpretación se derivaban los elementos básicos para catalogar y descifrar las relaciones entre los humanos.42 En términos materialistas, la causalidad estaría establecida en el sentido inverso: de lo humano hacia lo natural, de las relaciones sociales hacia el sistema de representación de la naturaleza. Es decir, que las clasificaciones naturales serían un reflejo de las relaciones sociales y no al contrario; serían resultado de la comprensión e intervención humana en el mundo natural. En cualquier caso, la cuestión principal estriba en que los límites entre naturaleza y sociedad no estaban definidos claramente en el pensamiento indígena. El hombre era parte del sistema natural y este último, al constituir la base material de la existencia humana, era parte de la sociedad.43
Las tradiciones chinantecas incorporaron cuatro áreas en su estrategia productiva: el huerto-solar, la milpa, el acahual y el monte. El territorio de los hombres correspondía al poblado, las plantas y los animales domesticados. En cambio, el cerro, el agua, el clima y demás elementos naturales pertenecían al “Señor del Monte”, que se presentaba como un espíritu, un viento, un chiflido. Incursionar en el mundo salvaje significaba llegar a un campo ajeno. Había que pedir permiso para entrar. Para tumbar un árbol grande, había que dejar una ofrenda que compensara a su dueño. Si se extraían recursos sin permiso se corría el riesgo de morir pues los dueños vivían debajo de la tierra y podían castigar el abuso de los hombres.44
La percepción de la naturaleza vinculada al sistema agrícola de la roza, tumba y quema, se vinculaba estrechamente con el ir y venir del trabajo humano en un territorio desconocido. Este aspecto se volvía especialmente significativo cuando la selva virgen cambiaba a un ecosistema modificado por el hombre y el paraje cultivado se volvía a cubrir de vegetación cuando se abandonaba.45
La aplicación de trabajo humano era la condición que daba acceso a los bienes naturales. Cuando se dejaba un sitio, el paisaje regresaba a un estado salvaje pero ya modificado por la energía del hombre y, por lo tanto, quedaba disponible para ser (re)apropiado por otras gentes. Esto lo muestra claramente el repoblamiento del asentamiento de Chapultigupe (núm. 7 en el mapa 1). Después de sufrir una peste en 1565, los sobrevivientes se trasladaron al paraje de Palantla (núm. 5 en el mapa 1), abandonado en 1542 por sus habitantes previos. Con la llegada de los expobladores de Chapultigupe al sitio desertado de Palantla, este último se reconstituyó como pueblo figurando nuevamente en la cartografía de la Chinantla. Sin embargo, cabe destacar que dicho paraje no fue (re)ocupado por los mismos linajes que hacía 23 años lo habían abandonado. Los nuevos habitantes, sin mantener una continuidad genealógica con los residentes que los precedieron, reactivaron las fronteras del antiguo territorio.
Los constantes movimientos demográficos indican que las áreas de cultivo no pertenecían a ninguna población en particular. El espacio físico no se ligaba permanentemente a una agrupación definida. Por el contrario, eran los avecindados los que se identificaban con los parajes que habitaban asumiendo el nombre de los mismos. La población nativa se relacionaba temporalmente con los puntos del territorio por medio del trabajo agrícola y la residencia, pudiendo utilizar sólo las tierras que eran capaces de cultivar con su propio trabajo familiar. En esta representación las relaciones de propiedad eran concebidas como un intercambio asimétrico entre las sociedades humanas y los dueños de la naturaleza, ya que mientras los hombres dependían para su subsistencia del acceso a los recursos, los entes sagrados podían conservar sus bienes sin la intervención de ser humano.
Dentro de las comunidades, la interacción entre las distintas unidades domésticas se establecía con la participación y cooperación con base en el principio de reciprocidad, tanto por el alto grado de apoyo que exigía el dominio del ecosistema selvático asegurándose la producción agrícola bajo el sistema de roza, tumba y quema, como por la obligación de contribuir a la realización de las obras de interés general e intercambio de bienes y servicios con las localidades vecinas. De la misma manera, la presencia de los miembros de la comunidad en las celebraciones religiosas, en actos rituales y festivos, y en la vida social en general era muy importante. Bajo el ordenamiento jerárquico del sistema de cargos, muy pronto el mando colectivo dejó de recaer en los caciques indígenas para dejar la autoridad en manos de los llamados “ancianos”, que eran los varones de mayor edad en cada asentamiento.
La administración del territorio colonial
A la par de la subordinación económica, el gobierno colonial estableció la dominación política. La primera medida efectiva para instituir localmente la autoridad real fue la introducción del corregimiento. En 1535 el virrey Antonio de Mendoza creó una nueva división territorial transformando las antiguas jurisdicciones en provincias civiles gobernadas por un alcalde mayor encargado de supervisar un conjunto de corregimientos. Las encomiendas también quedaron a disposición de dicha autoridad.46
Inicialmente la provincia de Santa María Natividad Chinantla estuvo sometida en encomienda a Gonzalo Sandoval y posteriormente quedó en manos de un grupo de españoles al mando de un individuo apellidado Vázquez de León.47 Poco después, durante la década que va de 1520 a 1530, la zona estuvo en disputa entre los ayuntamientos de Vera Cruz, Segura de la Frontera y Espíritu Santo.48
La administración colonial estableció el cabildo en todos los pueblos indígenas de la Nueva España en 1549.49 Con ello se creó la república de indios, una institución política y jurídica modelada según el municipio español con derechos comunales a la tierra, gobierno propio y la responsabilidad colectiva de pagar tributo y proporcionar mano de obra.50 A la cabeza de cada república estaba un alcalde al que se denominaba gobernador. En esa estructura los caciques y principales nativos se encargaban de recolectar el tributo, actividad por la cual recibían concesiones de tierra y otros privilegios. Las autoridades locales articularon a la sociedad indígena con la Corona y fueron el eje de legitimidad del dominio español. El sistema de cargos se originó y se consolidó durante esta época. Su principal función fue la de responder a las necesidades de regulación económica, política y religiosa de las comunidades estableciendo un nexo profundo entre sociedad y política.51
Debido a que los magistrados encargados de administrar justicia se negaban a residir en los corregimientos de la comarca de la Natividad Chinantla, en éstos prevalecía una situación de anarquía. Por esta razón, en mayo de 1554, se comisionó al corregidor de Teutila para administrar todo el Valle de Alvarado y la cuenca del Papaloapan. En 1555 los corregimientos de Chinantla, Cuicatlán, Ojitlán, Usila, Papalotipac y Ayautla-Tepeapa fueron asignados a Teutila. Desde el año de 1556 el corregidor de Teutila fue elegido alcalde mayor y tuvo poderes extra jurisdiccionales en la región.
A fines del siglo XVI, Usila y Chinantla se consideraron un único corregimiento y dejaron de depender de Teutila. Al poco tiempo, Ojitlán y Tuxtepec fueron anexados al corregimiento de Chinantla y Usila, mismos que fueron integrados de nuevo a la alcaldía mayor de Teutila. En 1692 Chinantla-Usila-Tuxtepec fueron transferidos a Cosamaloapan, regresando a Teutila en 1770.
El comercio de textiles de algodón bajo el dominio español se extendió hacia una parte de la sierra norte de Oaxaca a fines del siglo XVI. No obstante, dada la inexistencia de una economía de mercado en Teutila, los mecanismos que se empleaban para inducir a los indígenas a producir estos productos se basaba en la producción forzada a través de los repartimientos de efectos que hacia 1574 controlaban los alcaldes mayores.52 Esta forma de trabajo consistió en la compraventa obligada de productos a las comunidades indígenas. Estas últimas estaban constreñidas a “vender” maíz y prendas de algodón a precios bajos y a “comprar” ganado, sal, azúcar y otros productos controlados por los españoles a precios arbitrariamente elevados. El repartimiento funcionaba como un mecanismo de circulación mediante el cual se distribuía entre los indios la materia prima, o sea el algodón, como adelanto a cambio de que en un plazo convenido devolvieran el valor de la materia prima en productos elaborados (textiles) o en dinero.53 La relación de explotación colonial entre los indígenas y los mestizos o blancos mediante la apropiación de los excedentes productivos se dio así sin afectar las tierras concedidas por la Corona a los naturales.
Congregaciones y pueblos de indios de San Juan Bautista Valle Real (o nacional)
San Mateo Yetla y San Juan Palantla
Debido al despoblamiento de la provincia de la Natividad Chinantla, los conquistadores indujeron muy pronto un reacomodo físico de sus habitantes, concentrándolos en el menor número posible de asentamientos compactos dentro de cada una de las unidades políticas que reconocieron. Algunos poblados ocuparon los sitios preexistentes o se organizaron en un punto inmediatamente cercano, otros fueron fundaciones pioneras. El proceso significó traslados masivos, conocidos como congregaciones o reducciones, que se llevaron a cabo durante gran parte del siglo XVI. De ello surgió un mapa renovado de la distribución de la población que, en términos generales, se logró a fines de ese mismo siglo y principios del XVII.
La política de congregaciones rompió con el patrón de asentamiento de los pueblos chinantecos delineando una estructura territorial claramente distinta y cuyos rasgos principales consistían en que los núcleos de poder y de población se mostraban cada vez más concentrados, definidos y fijos, con una iglesia como símbolo visible de la identidad colectiva. Las localidades también estaban claramente jerarquizadas, dependientes por regla general las menores (pueblos sujetos) de las mayores (cabeceras). Las rutas de comunicación se trazaron y se acondicionaron conforme a estas nuevas realidades, haciendo que los linderos se fijaran para hacerlos más claros y precisos, en particular para separar las distintas jurisdicciones.54
Cabe recordar que al momento de la conquista el común de los naturales no poseía tierras. Con la invasión española se inicia un lento proceso de acceso a la posesión de la tierra por parte de los terrazgueros o macehuales, es decir, de los campesinos. Este proceso, motivado por la necesidad de incrementar el número de tributarios, dio paso a una disputa por los habitantes, especialmente a partir de la inspección del visitador Jerónimo Valderrama en 1564.55 La Corona implementó una política de mayor presión tributaria al liberar a los indios terrazgueros de sus señores naturales para dotarlos de tierra y convertirlos en tributarios del rey.56 El mecanismo por el cual los indígenas pobres lograron conseguir tierras se dio hacia mediados del siglo XVI, cuando el gobierno colonial impulsó una política de entrega de terrenos al común de la sociedad nativa, con el objeto de aumentar los tributos. En particular el virrey don Luis de Velasco protegió la ocupación de tierras por parte de los indios pobres. Una de las formas que permitía obtener tierras para luego repartirlas fue la aplicación del programa de reducción de pueblos.57
El 12 de mayo de 1569, cuatro años después de que una peste azolara la provincia de la Natividad Chinantla, el virrey don Martín Enríquez de Almaza decretó la congregación de las poblaciones de Ayotuxtla (núm. 8 en el mapa 1); Santa Rosa [Pexidiana] (núm. 9 en el mapa 1); Santa Catarina [Tepileji] (núm. 10 en el mapa 1); Chinantla Grande (núm. 3 en el mapa 1), Jacatepec (núm. 11 en el mapa 1); San Felipe León (núm. 12 en el mapa 1) y Chapultepec [antiguo Chapultigupe] (núm. 7 en el mapa 1). Todas ellas fueron reunidas en la República de San Juan Palantla (núm. 5 en el mapa 1).
En un documento que se guarda en el archivo parroquial de San Mateo Yetla, provincia de la Natividad Chinantla, se muestra que las localidades fueron despobladas por órdenes de la Corona debido a “[…] el trabajoso del ministerio, la jornada del camino y tan espinoso y por el tanto se destruyó la santa madre iglesia de los pueblos”.58 Se reporta que los caciques de Rosario Nopalera (núm. 12 en el mapa 2) eran entonces Juan Melchor, Tomas Hernández “con toda su familia” y los del poblado de Cuasimulco (núm. 9 en el mapa 2), Juan Pérez con sus tres hijos: Baltasar, Mateo, Antonio, y Marcos Najera. En dicho documento se reproducen las anotaciones del párroco encargado de la congregación:
Fue rejuntándose las gentes ausentes que están a mí cargo y no quisieron venir a verme a la Santa Cabecera Nopalera y no llegaron ninguno y si por algún tiempo quisiere llegar a la Santa Nopalera, digo puede, por que fueron llamados a buena mente y no quisieron y me respondieron que les sobran a donde fueron y por espacio fui a cabecera Cuasimulco, llamando a los ausentes y fue llegando el único señor Mateo Pérez, con ocho personas del barrio y estas personas llegaron con mucha reverencia, cariño y amor y con su mucho ruego y súplica[…].59
A Mateo Pérez, hijo del cacique local, se le concedieron las tierras de Cuasimulco y se le ordenó “que compusiese el camino y el puente desde el monte zacate para el monte fruto hasta la nopalera”.60
El 10 de abril de 1604, don Felipe Zúñiga, juez privativo de la jurisdicción de Teutila, celebró la posesión de tierras y agua de Santiago Cuasimulco [Coasomulco] (núm. 9 en el mapa 2) y Santa Teresa Sapote [Chapote] (núm. 10 en el mapa 2), para lo cual mandó llamar a los principales de los pueblos colindantes: San Juan Soquiapan [Suchapa] (núm. 13 en el mapa 2), Santa Gertrudis de Soyolapam (no aparece en el mapa 2, corresponde al núm. 1 en el mapa 1); San Mateo Yetla (núm. 3 en el mapa 2); San Felipe de León (núm. 11 en el mapa 2) y Santa María del Rosario Nopalera (núm. 12 en el mapa 2).
Al parecer, este deslinde colonial tenía importancia política para las negociaciones entre autoridades de cada jurisdicción. Ese mismo año, los despoblados de Cuasimulco (núm. 9 en el mapa 2) y Nopalera (núm. 12 en el mapa 2) fueron congregados en el pueblo de San Mateo Yetla (núm. 3 en el mapa 2).62 Este se formó por mudanza de su pueblo viejo, por orden del Marqués de Montes Claros.63 El juez concluyó la posesión señalando que:
Esta posesión se hizo quieta pacíficamente sin tradición ninguna y si por algún tiempo hubiera alguno que presente su título a nombre del monte y paraje del lugar y como lo halla en la cabecera de Cuasimulco con su título siendo Alcalde Baltasar Pérez, regidor Juan Pérez y como soy el juez [Don Felipe Zúñiga] le hice saber a todos los colindantes, por orden del rey nuestro señor, como la ley nos previene la autoridad de Dios, que está concedido los títulos de la dicha tierra de Santiago Cuasimulco, en este lugar son encajonados y barranca y como que visto yo el juez don Felipe Zúñiga, de mi asistente señor José Damián, Don Isidro Neri y don Felipe Márquez.64
Cinco años después, en 1609, una epidemia diezmó nuevamente a la población de la provincia de Chinantla, quedando tan sólo 31 familias. Por ello, los habitantes del pueblo de Provincia Real solicitaron establecerse otra vez en el cerro de Palantla “[…] a 4 km al norte del lugar antiguo”.65 Después de la catástrofe sólo permanecieron cuatro asentamientos: Valle Real -antes Palantla- (núms. 2 y 1 en el mapa 2), San Mateo Yetla, Santa María de Asunción Jacatepec [Xacatepeque] -Jacatepec- y San Pedro Ozumacín (núms. 3, 7, y 8 en el mapa 2). A partir de esta fecha se suspendieron los programas de congregación y se permitió que los indígenas volvieran a establecerse en rancherías dispersas.66
A casi 60 años de haber sido congregado, el 10 agosto de 1663 el pueblo de San Mateo Yetla celebró un convenio de arrendamiento con Santa María Natividad Totomoxtla, doctrina de San Pedro Yolox. Los de Yetla dijeron: “Nos piden con mucho ruego la tierra en donde fue despoblado, Santiago Cuasimulco por necesidad, por no tener tierra suficiente para mantenerse[…]”.67 A cambio de estas tierras, en 1682, los naturales de Totomoxtla, se comprometieron a arreglar el camino con tres puentes, que iban de Yetla a Cuasimulco, y a pagar 6 pesos plata al año para celebrar la fiesta patronal de San Mateo. Diecinueve años después, en 1701, la renta aumentó a 12 pesos plata porque los 6 pesos no alcanzaban para pagar dicha fiesta.68
La solicitud de tierras que hizo el pueblo de Totomoxtla a Yetla aporta algunas pistas sobre el itinerario que siguieron los pueblos en la ocupación del territorio chinanteco. Ya se ha expuesto que para los nativos traspasar los límites del espacio domesticado entrañaba riesgos, tanto para los humanos como para los habitantes de la selva. La caza, la pesca, la recolección, la agricultura, la tala e incluso el tránsito por las áreas salvajes, requerían pedir permiso a los Señores del Monte o los Dueños de los Animales. Pero domesticar lo agreste era también tarea difícil y terrible. Invadir el monte y quebrar lo impenetrable requería de un intenso trabajo que era poco recompensado.
Diversos estudios agroecológicos realizados en la zona han mostrado que cuando se abren tierras vírgenes al cultivo, los terrenos resultan poco productivos. Esto debido a que los suelos tropicales normalmente son muy pobres en nutrientes. La altura y la densidad de los árboles en la selva no permite que entre la luz solar y crezca nueva vegetación. Al talar los árboles, se forman claros de luz posibilitando con ello el desarrollo de nuevas especies vegetales y arbóreas que forman una cubierta vegetal más densa y fértil para la agricultura. Después del primer ciclo de labranza, se aumenta la fertilidad con el manto de hojas y la madera muerta, que se acumulan en el suelo tropical, descomponiéndose por la acción de hongos y bacterias incorporando los nutrientes a su biomasa. Cuando estos microorganismos mueren, los nutrientes se transfieren a otros organismos o son absorbidos por las raíces de las plantas.69
En los ciclos sucesivos de cultivo, las distintas fases de recuperación de la cubierta vegetal hacen que el sistema se potencie y la productividad agrícola aumente en el largo plazo. La baja productividad de la selva virgen explica que se evite intervenir dichas áreas. En consonancia con la visión indígena de la naturaleza, existe una evaluación productiva que induce a la población a evitar, en la medida de lo posible, la colonización de las áreas selváticas. Desde esta perspectiva se explica que el pueblo de Totomoxtla, en vez de iniciar la explotación de nuevas tierras, le solicitase a San Mateo Yetla en renta los terrenos de los despoblados de Cuasimulco (núm. 9 en el mapa 2) y Santa Teresa Chapote (núm. 10 en el mapa 2).70
Sobre este punto, interesa destacar que el primer impacto de la política de congregaciones fue promover que los pueblos tuvieran acceso sólo a los terrenos existentes en el límite de sus jurisdicciones y, por lo tanto, estuvieran obligados a “negociar” con los pueblos vecinos el acceso a los parajes que quedaban fuera de sus linderos. El criterio para la ocupación de una determinada zona partía de una consideración productiva: si un área se encontraba despoblada y sin cultivar, cualquier grupo podía asentarse en ella. A partir de las congregaciones, esos mismos parajes, aunque no estuvieran ocupados, no podían apropiárselos por pobladores de otras jurisdicciones. Para esto, era necesario llegar a un convenio -preferentemente sancionado por las autoridades coloniales- con los poseedores ahora legítimos de la tierra “ajena” mediante alguna fórmula de préstamo, renta, traspaso o donación.
La tendencia general apuntaba hacia la reorganización y el reforzamiento de la estructura de la comunidad local con su consecuente identidad parroquial, limitada a sus propios términos gracias a la estructura de poder que redujo la posibilidad de comunicación horizontal. Durante la colonia, cada pueblo indígena podía manejar, hasta cierto punto, sus asuntos internos mediante autoridades propias, pero la conexión con otras comunidades se establecía por medio de los funcionarios superiores que formaban parte de la administración colonial.71
La demarcación de las áreas que le correspondían a cada república generó una diferenciación entre los pueblos a la hora de tomar en cuenta el acceso al territorio. Algunos, como Yetla y San Juan Palantla, se vieron beneficiados con la calidad y cantidad de terrenos que se les reconocieron como propios; mientras que otros, como Totomoxtla, padecieron una escasez relativa de los mismos. Con ello los poblados se enfrentaron con ciertas ventajas o desventajas, exacerbando con ello las discrepancias y rivalidades existentes. En el caso de Totomoxtla, además de pagar una renta en dinero a Yetla, se adquirió el compromiso de arreglar el camino -con tres puentes- que iba de Yetla a Cuasimulco.72 El mantenimiento de los accesos vecinales fue una fuente de fricción constante entre los pueblos asentados en el área. Las relaciones de dominio de las cabeceras sobre sus sujetos se expresaban, entre otras cosas, en la distribución inequitativa de la carga de trabajo para las obras colectivas de interés local.
Hacia el exterior, una de las principales consecuencias del programa de congregaciones fue la separación de los indígenas del conjunto social. En primer lugar, porque se creaba una barrera territorial, pues los nuevos pueblos se concibieron como residencia propia de los indios, con exclusión de blancos, negros y mulatos. En segundo lugar, porque se establecía una barrera jurídica, ya que la Corona instauró tribunales especiales que protegieron los derechos de los indígenas en forma privativa y paternalista. Y, finalmente, también porque se implantaba una barrera económica, ya que éstos se convirtieron en una fuerza de trabajo subordinada a las necesidades de la economía española. Esta múltiple segregación impidió que la población nativa se integrara al resto de la sociedad y alentó el desarrollo de una conciencia histórica corporativa, reducida al ámbito local.73
En 1673 las poblaciones del partido de San Juan Palantla se erigieron en pueblos: Palantla -posteriormente Valle Real- (núms. 1 y 2 en el mapa 2) se constituyó en cabecera con tres barrios sujetos: San Mateo Yetla, Santa María de Asunción Jacatepec [Xacatepeque] y San Pedro Ozumacín (núms. 3, 7 y 8 en el mapa 2). En 1729 se incorporó también San José Chiltepec (núm. 14 en el mapa 2).74
En estos nuevos pueblos, trazados a la española, se llevó a cabo un inusitado programa de hispanización de la vida individual, familiar y colectiva de los indígenas. A partir de entonces sus formas de gobierno, sus creencias religiosas, los modos de vestir, algunos hábitos alimenticios y la vida pública y ceremonial adoptaron las costumbres hispanas. El acceso a la tierra, que en el momento de la conquista se pensaba como un intercambio sacro entre los “Duedos del Monte o de los Animales” y los hombres, paulatinamente se convirtió en una transacción secular entre los pueblos y el gobierno español.
La república de indios se concibió como un espacio aislado, incontaminado, en el conjunto de la sociedad novohispana en construcción. Dicho cuerpo político y social fue el principal mecanismo que instrumentó el gobierno español para fijar a la población nativa en el territorio y asegurar tanto la reproducción de la mano de obra como la generación de excedentes en alimentos, materias primas y otros productos requeridos por el sistema novohispano. Con base en este sistema se aseguró la expropiación del trabajo local sin necesidad de afectar las tierras indígenas, con la ventaja de permitir que los habitantes nativos siguieran usufructuando sus tierras, aguas y montes.
Linderos y títulos primordiales de San Juan Palantla y sus pueblos sujetos
La posesión de títulos escritos y la clara demarcación de linderos empezaron a ser una necesidad casi ineludible a partir del siglo XVII. Entonces se vieron debilitados los fundamentos tradicionales de la posesión o de la propiedad a menudo anclados sólo en lejanos precedentes prehispánicos o en la memoria colectiva. El gobierno español intervino en 1687 otorgando título legal a un terreno de un mínimo de 600 varas alrededor de cada asentamiento formal en los pueblos de indios. La legislación tuvo cambios, pero básicamente perduró igual durante el resto del periodo colonial y aún después.75
Una de las mayores consecuencias de la política de congregación de pueblos fue el desarrollo de una nueva identidad, centrada en el pueblo o en la república de indios. El vocablo república, hasta ese momento sin sentido étnico, lo fue adquiriéndolo al expandir su connotación para diferenciarlos de los asentamientos españoles. La nueva conciencia comunitaria, firmemente arraigada a la tierra, se articuló alrededor de los llamados títulos primordiales. Los pueblos nativos que carecían de mercedes de tierras o habían extraviado sus títulos, los recientemente congregados y los que tenían litigios de límites con sus vecinos, consiguieron o elaboraron documentos semejantes para defender sus derechos ancestrales a la tierra y preservar el territorio que les habían legado sus padres y abuelos.76
El territorio que se tituló bajo la denominación de la República de Valle Real (Palantla) abarcó una superficie de 1 567.7 km2.77 Dicha extensión, distribuida entre el supuesto total de pobladores (220 habitantes), resultaba en una disponibilidad de tierras de 2 418.4 ha por tributario y en una densidad de 0.14 habitantes por km2. Para mayor contraste cabría precisar que bajo el sistema de cultivo de roza, tumba y quema el área podía sostener a una población de entre 43 896 y 101 901 habitantes en total.78 Esto es, entre 201 y 467 veces más pobladores de los que dicha república de Valle Real mantenía en el momento de titular las tierras.
La posesión de este enorme territorio fue amparada por el capitán de Ceballos Corazas y por don Francisco de Gorráez Beaumont y Navarra, teniente general de Chinantla, haciendo que el gobernador y los alcaldes de San Juan Palantla pasaran por dichas tierras, arrancaran yerbas y tiraran piedras en señal de posesión para que no fueran despojados en lo futuro.79 Las prácticas rituales que se describen en los títulos correspondientes atestiguan que las autoridades indígenas cumplían una función relevante como informantes en los deslindes hispanos, tanto de los límites preexistentes como en la negociación de las nuevas fronteras coloniales.
El ritual de posesión parece asociarse con una ratificación simbólica del territorio de una comunidad y con el ceremonial político que lo respaldaba. El recorrido, como se le conoce en la actualidad, era una práctica castellana fuertemente arraigada.80 Consistía en la realización de caminatas o peregrinajes a través de las mojoneras que demarcaban los terrenos de una comunidad.81 De ese mismo contexto provino el acto de “arrancar yerbas y tirar piedras” como señal de posesión y de reconocimiento de la legitimidad de los deslindes. El “título de posesión” resultante formaría parte de la construcción y reconocimiento colectivo de un “archivo de la memoria” desde el inicio del periodo colonial.82
En los pleitos por tierras las comunidades alegaban que habían poseído aquellos terrenos sin contradicción y desde tiempo inmemorial. Según el historiador Brian P. Owensby, la referencia a “posesión quieta y pacífica” deriva de un principio de tenencia en la cual el abandono de un terreno abría la posibilidad de que otra persona entrara a ocupar la tierra para cultivarla. Esto representaba la obligación de producir como punto de partida para cualquier sistema de tenencia. Por su parte, las declaraciones sobre “tiempo inmemorial” aluden al acuerdo implícito con la Corona española de pagar un tributo a cambio de que las comunidades no fueran despojadas de sus tierras. Ambos conceptos expresaban una lógica de continuidad histórica.83
Las cédulas que amparaban los títulos primordiales de San Juan Palantla eran en realidad una declaratoria de las tierras adquiridas por el pueblo y estaban estrechamente relacionadas con los conflictos que posteriormente se desarrollarían.84 Los documentos contienen numerosos párrafos que describen sus linderos con los poblados vecinos. Pero estos límites no eran estáticos, sino que resultaban de las congregaciones y de los movimientos de la población.
Los pueblos de entonces, al igual que los de hoy, trataban de obtener más tierras, como lo muestra el caso de San Mateo Yetla. Esta población durante mucho tiempo rentó y terminó donando el paraje de Cuasimulco a los habitantes de Totomoxtla, parroquia de San Pedro Yolox. Al cabo de unas décadas, San Mateo reclamó dichas tierras como propias afirmando que las poseía desde tiempo inmemorial.
No obstante, entender este fenómeno exige revisar con más detalle algunos de los conflictos agrarios que se desarrollaron entre la cabecera de Valle Real (Palantla) y sus pueblos sujetos.
Conflictos agrarios en la Chinantla baja
Los enfrentamientos entre poblaciones en la comarca de la Natividad Chinantla aparecieron después de efectuada la composición de tierras en 1711. Las Leyes de Indias respetaron las ocupaciones consumadas pero nunca fijaron de manera concreta y exacta los límites de las repúblicas.85 Justamente, la delimitación de estos terrenos se derivó de la ocupación primaria, que era una manera de admitir que existía ese derecho. Sin embargo, dada la dinámica demográfica que hemos descrito, era prácticamente imposible determinar a qué población en particular le correspondía el derecho original.
A juzgar por las ordenanzas de tierras y aguas, la propiedad comunal en esa época era aquella que pertenecía a una colectividad en la cual cada uno de sus miembros tenía derecho a usufructuarla.86 A los pueblos indígenas se les otorgaron: a) una extensión de fundo legal para que edificaran sus casas; b) otra superficie denominada “propios” para que se pagaran los tributos al rey y que era administrada por los respectivos ayuntamientos; c) otra extensión de ejidos consistente en tierras de monte o de agostadero para la pastura del ganado y el aprovechamiento de recursos naturales. Y finalmente, d) las tierras “de común repartimiento” que se asignaban en parcelas a las familias residentes para producir su propio sustento.87
Todos estos terrenos pertenecían a los pueblos y no a las personas consideradas en forma individual. Sin embargo, al sucederse los linajes por generaciones en la posesión de las áreas de cultivo, se constituía de hecho una forma de derecho familiar. Las familias estaban sometidas a la obligación de cultivar la tierra, ya que si algún grupo doméstico dejaba de hacerlo durante dos años consecutivos, perdía su prerrogativa sobre el terreno. Toda la superficie de la Nueva España que no era de propiedad particular o de los pueblos de indios, pertenecía a los reyes españoles y formaba lo llamados “bienes realengos”, que podían ser concedidos en mercedes o venderse.88
Los títulos primordiales de la “República de San Juan Palantla y sus pueblos sujetos” no precisaron los tipos de tierras que les correspondían a cada una de las localidades asentadas en su territorio. Además, como ya se ha comentado, la dinámica de poblamiento establecía que los límites de cada poblado fueran cambiantes e inciertos, por lo tanto, las soluciones a los conflictos eran particularmente difíciles de alcanzar. En algunas ocasiones se lograron firmar actas de conformidad entre las poblaciones en discordia, pero las más de las veces lo que se impuso fue la fuerza, ya sea política a través de las alianzas que cada comunidad logró tejer con las autoridades civiles y eclesiásticas que intervenían en los juicios o, de manera tácita, a través del ejercicio de la violencia directa.
En 1731, 20 años después de efectuada la composición de tierras de la cabecera de Palantla, las autoridades del pueblo de San Mateo Yetla fueron “a pedir y rogar a las justicias y ancianos de Totomoxtla” para que les ayudaran a construir su iglesia, “desde el cimiento hasta el techo”, pues si no los ayudaban “…iban a huir de una vez y avecindar en otros pueblos por no poder hacer su iglesia […]”. Entonces, los hijos de Totomoxtla “le tuvieron lastima [a Yetla] y le dieron su firma de ayudarles”.89 A cambio de la construcción de la iglesia de San Mateo, este pueblo continuó rentando las tierras del despoblado de Cuasimulco a Santa María Natividad Totomoxtla.90
Durante 18 años los vecinos de Totomoxtla enviaron a San Mateo Yetla veinticinco trabajadores entre los cuales había tres albañiles (Francisco Luis, Juan Luis y Pedro Pérez) y un carpintero (Juan López) para labrar las vigas. Cada mozo laboraba cuatro días al año ganando un peso por caminar de ida y otro peso de vuelta, por lo que Totomoxtla gastaba 50 pesos, lo que ascendía a un total de 900 pesos por el total de años de trabajo; “todo este dinero lo costió y gastó el pueblo de Totomoxtla en alquiler de dichos mozos”.91
Al quedar concluida la construcción de la iglesia de San Mateo en 1750, el pueblo de Yetla le donó a Totomoxtla el terreno que arrendaban en Cuasimulco comprometiéndose a que “[…] la tierra de Cuasimulco ninguno puede quitárselos a ustedes son para siempre sin contradicción alguna”.92 En agradecimiento por las tierras se obligó a los de Totomoxtla a entregar voluntariamente a Yetla “[…] libras de cera por cada año sin más números según conste en el escrito que hicimos cuando se acabó la iglesia”.93
El conflicto entre San Mateo Yetla y Santa María Natividad Totomoxtla estalla en 1776, cuando Victorio Pérez, fiscal del primer pueblo, se negó a recibir la cera que cada año le enviaba Totomoxtla. En 1778 el pueblo de Yetla accedió a recibir nuevamente la cera, pero en julio de 1880 “las justicias” de Yetla amenazaron a los pobladores de Totomoxtla con prender fuego a sus casas y expulsarlos de Cuasimulco “porque toda la tierra y el rancho de aquí es de nosotros”.94 Yetla comprobó su “propiedad” sobre el despoblado de Cuasimulco con las actas de la congregación efectuada en 1604.95
Los litigantes indios insistieron en la importancia de los títulos y las contribuciones que pagaban en sus luchas legales por la tierra. Los principios de la continuidad temporal, la productividad y la documentación, delimitaron el campo de batalla en torno de los asuntos agrarios. A medida que se fue ordenando el sistema de propiedad, los documentos triunfaban por encima de los argumentos de productividad y temporalidad.96 No obstante, después de las reformas borbónicas y de la independencia, otras consideraciones podían influir en la decisión de los jueces. En particular, cuando se litigaba contra españoles u otros pueblos de indios que no cultivaban sus terrenos, se tendía a privilegiar a los poseedores de tierras productivas.97
El pleito entre Yetla y Totomoxtla se prolongó hasta 1814, cuando apareció San Pedro Yolox como un tercer actor que también disputaba los terrenos del despoblado de Cuasimulco.98
Un conflicto más ocurrió entre San Mateo Yetla y la república de indios de Valle Real (Palantla) en 1782. La queja de la cabecera se dirigió en contra de sus tres pueblos sujetos diciendo: “los tres sujetos [los pueblos de Yetla, Jacatepec y Ozumacín] quieren ser dueños de dichas tierras” y el “mayormente atrevido” es San Mateo Yetla.99
El gobernador de la República del partido de San Juan Palantla y sus sujetos, Gregorio Acevedo, dirigió una denuncia a Bartolomé Fernando Giraldes, justicia mayor y juez comisionado por mandato de la Real Audiencia, explicando que originalmente la cabecera se asentaba en el sitio de Santa María Natividad de la Provincia Real Chinantla; pero este pueblo -debido a una inundación- tuvo que mudarse a las tierras altas de Palantla y después, como consecuencia de una epidemia, la población se trasladó al paraje de Valle Real. En su escrito las autoridades destacaban que “[…] el tiempo que estavan nuestro pueblo de San Juan Bautista Palantla no había ningun dueño mas que los de la cavesera eran los dueños propietarios como costa por nuestros titulos y cuando se mudo el dicho nuestro pueblo de benirnos a vivir en este Vallreal se acabo el todo el buen unión de conformidad”. El gobernador de la República de Palantla señaló al sitio de San Pedro Mártir de Chinantlilla (núm. 6 en el mapa 2) como el lugar en el que sus abuelos y bisabuelos habían sembrado “sus frutales de cañahuatales y matas de pita y Vainilla” y añadía que:
[…] todo esto lo tienen los hijos de San Mateo Yetla perdido y destrozado por cuyo motivo de avernos ayudado a limpiar el camino como tenemos acostumbrado anteriormente que los tres sujetos [Ozumacín, Jacatepec y Yetla] nos ayudaban a limpiar el camino, y vivíamos hermanablemente sin contradicción ninguna […] pero el año de 1782 concedió un señor nombrado alcalde de la providencia de Teotila que fue D. Pablo Fuentes y vendió nuestras tierras […].100
En la denuncia se afirmaba que el pueblo de Yetla, en alianza con el alcalde de Teutila, el teniente D. Leandro Gallen, y D. Juan Pimentel, “nuestro justicia mayor”,101 habían falsificado las firmas de las autoridades de Palantla para acreditar la donación de las tierras del barrio de San Pedro Mártir de Chinantlilla a San Mateo Yetla y por las cuales este último pueblo pretendía cobrar un arrendamiento. Los naturales de Palantla agregaban que: “hasen los de Yetla lo que ellos quieren y tienen arrendado de las tierras con otro hijo de otro jurisdicción de […] Santa Maria Natividad de Totomostla curato de San Pedro Yolos y Yetla gana treinta pesos cada año para servir al pueblo y de gobiernos […] y las a arrendado sin saber nosotros los dueños de las tierras”.102
En el litigio que la República de Palantla (Valle Real) promovió contra el pueblo de San Mateo Yetla, la cabecera presentó los documentos de la composición de 1711 en los cuales se acreditaba que la tierra era desde tiempo inmemorial “toda de Palantla”, común a los pueblos que estaban situados en dicha república. Frente a la presentación de los títulos, San Mateo Yetla se orientó a demostrar la posesión quieta y pacífica con base en las declaraciones que presentaron cinco eclesiásticos: el bachiller don Nicolás Xavier Martínez; el bachiller don Felipe Neri Carrasco y Paz; don Juan de Dios García; el bachiller don José Vicente de Paz y Mendoza y el alcalde mayor don Narciso Muñiz. Todos ellos afirmaron que los naturales de Yetla “tenían treinta o más años gozando del paraje de Chinantlilla”.103 Por ello, el 4 de mayo de 1783, el juez de la Real Audiencia mandó “dejar a los del pueblo de Yetla gozar las tierras de Chinantlilla”. El dictamen se ratificó en febrero de 1804, fecha en que concluyó el litigio entre ambos pueblos.104
En esa ocasión, y contrariamente a lo que ocurrió en la confrontación entre Yetla y Totomoxtla, las autoridades coloniales le concedieron más valor a la posesión de tierras atestiguada por diversos curas y vicarios que a los títulos de la composición de 1711. La diferencia en los criterios muestra, por un lado, la creciente tensión que a fines del siglo XVIII se fue estableciendo entre un razonamiento de continuidad histórica que privilegiaba el pacto de justicia respaldando la titulación de las tierras a favor de los pueblos de indios a cambio del pago del tributo, y el requisito de productividad anclado en la “posesión quieta y pacífica” de los mismos pueblos. El desfase entre la titulación de la tierra y su cultivo directo se convertiría en una constante en las disputas que hasta la época contemporánea se desarrollan entre estos pueblos.
Por otro lado, la oscilación entre un criterio de justicia y otro de productividad deja ver que las alianzas políticas que se presentaban en los conflictos agrarios no eran necesariamente de corte horizontal, entre poblados, sino que involucraban a todo el gobierno colonial. En el caso que nos ocupa, San Mateo Yetla se apoyó en el poder eclesiástico, para independizarse de la cabecera de la república de Valle Real (Palantla), rivalizando con ésta mediante la edificación de la iglesia y la apropiación de los parajes de Totomoxtla y Chinantlilla.
A lo largo de la colonia la controntación de los pueblos sujetos con las cabeceras de las repúblicas era frecuente y se relacionaba con una cuestión de prestigio. Sin embargo, también expresaba otros intereses ligados al sistema novohispano. Para responder a la creciente presión tributaria, muchas poblaciones trataron de reunir las condiciones requeridas para convertirse en cabeceras. Con ello podían controlar directamente la cobranza y el pago de tributos a la administración virreinal, al mismo tiempo que tenían la posibilidad de dejar de prestar servicios a la cabecera.105 Esto se observa en la importancia que se le otorgó al mantenimiento de los caminos en las disputas que se presentaron primero entre Yetla y Totomoxtla y después entre Valle Real (antes Palantla) y Yetla.
Pasada la guerra de independencia, los pueblos sujetos de San Pedro Apóstol de Ozumacín (núm. 8 en el mapa 2) y Santa María Jacatepec (núm. 7 en el mapa 2) también se confrontaron con la cabecera de Valle Real (núm. 2 en el mapa 2) para marcar su diferencia y delimitar su autonomía. Con el derrumbe del virreinato, la cabecera de Valle Real, pasó a nombrarse San Juan Bautista Valle del Estado o Valle Nacional. Este último es el nombre que mantiene hasta la fecha.106
El gobierno de las repúblicas de indios dependía de los vínculos que las comunidades tenían con el mundo externo, en particular con el pago obligado del tributo. Tal exigencia anclaba la autonomía comunitaria al territorio, y específicamente a las tierras colectivas con las que se pagaban las contribuciones que servían al bien común. Del reconocimiento de esta obligación dependía la autonomía local y la protección de costumbres reconocidas,107 mismas que lejos de ser tradiciones remotas y esenciales, fueron creaciones del mundo que se formó después de la conquista española en el siglo XVI.
Al finalizar el siglo XVIII los conflictos causados por las separaciones entre pueblos sujetos y cabeceras fueron muy numerosos. Ello muestra que los indígenas se ubicaron como actores colectivos en la brecha que se abrió por el debilitamiento del régimen colonial. Según la historiadora Dorothy Tanck de Estrada, al finalizar dicho siglo “[…] se definía un pueblo de indios como una entidad corporativa, reconocida legalmente, donde vivían 80 tributarios o más […] y donde había una iglesia consagrada, gobernantes indígenas electos anualmente y una dotación de tierra inenajenable”.108
En 1786 entró en vigor la nueva división de la Nueva España decretada por el rey Carlos II y a partir de la cual se instituyó el sistema de Intendencias que estuvo vigente hasta 1821. La Real Ordenanza de intendentes eliminó a las alcaldías mayores y a los corregimientos como instancias de poder y explotación económica. Con dicha ordenanza decayó el repartimiento en la zona y se limitaron las atribuciones de los virreyes, que pasaron a manos de los intendentes.109 La nueva división territorial ocasionó el declive de las instituciones comunitarias, pues quienes tenían la facultad de dirigir las elecciones de las autoridades locales eran nombrados subdelegados.110 También se confirió a las demarcaciones, por vez primera, carácter propio dejando establecida la base de la división de los actuales estados de la república. La intendencia de Oaxaca quedó integrada por 16 alcaldías y un corregimiento; entre ellas la alcaldía de Teutila con su agregado de la Chinantla.111
Las reformas del tardío XVIII y después los procesos de la independencia extinguieron la visión de un sistema social estamental y enraizado en la religión que daba protección a los indios como súbditos desiguales. Esta concepción de organización social fue reemplazada por una nueva idea de progreso que buscaba aumentar la población, asegurar la tranquilidad pública y ampliar la riqueza. Con las reformas borbónicas la obligación máxima del rey ya no fue asegurar que cada miembro de la sociedad recibiera los derechos y privilegios que le correspondían. En esta nueva etapa la función del monarca fue la de proteger “el comercio y la industria” por ser las actividades que más influían en el “poder, riqueza y prosperidad del estado”.112 Con las siguientes palabras Owensby sintetizó dicha transición:
Donde indios habían merecido la especial solicitud del rey, precisamente por su vulnerabilidad, ahora eran un estorbo, su debilidad una mancha racial sufrida por una nación que añoraba la modernidad. Donde las comunidades indígenas habían conseguido proteger sus tierras[…] ahora el estado nacional buscaba establecer un sistema de propiedad privada para unirlo al yugo de la prosperidad nacional, proyecto que insistía en poner un fin a la propiedad colectiva. Donde la libertad había sido un privilegio comunal e individual definido en relación a la localidad territorial, ahora la libertad era un derecho abstracto perteneciendo a ciudadanos como individuos sin más, no un principio en defensa colectiva de las comunidades.113
Conclusiones
La consolidación del grupo indígena chinanteco en la provincia de la Natividad Chinantla en la Sierra Norte de Oaxaca fue el resultado de un largo proceso en el que se confrontaron distintas lógicas de apropiación del espacio. A lo largo de tres siglos, desde el inicio de la conquista española en 1521 hasta la independencia de México en 1821, el sistema colonial modeló las condiciones de reproducción de la población nativa que actualmente habita la región. En este proceso, la tenencia de la tierra fue cambiando al paso de sucesivas usurpaciones y despojos generando diversas divisiones territoriales, cambios en los nombres de pueblos, ríos, montañas, accidentes geográficos, así como en la distribución de la población y sus relaciones económicas y sociopolíticas.
Los movimientos demográficos de los pueblos chinantecos en la época novohispana revisados en este trabajo ponen al descubierto que el punto crítico de dicho sistema colonial fue la disponibilidad de mano de obra indígena, como bien lo comprendieron los españoles al instaurar la encomienda. Esta institución estableció con toda claridad la diferencia entre las relaciones de propiedad y la posesión de los recursos. Las primeras se remiten a la expropiación del producto excedente que entregaban los indígenas bajo la forma de tributos, diezmos e impuestos a los grupos dominantes, mientras que la posesión o usufructo de la tierra representaba la posibilidad de cultivar granos y otros productos básicos para reproducir la mano de obra local, principal riqueza de la Nueva España.
Con las congregaciones y la formación de los pueblos de indios, la Corona española aseguró tanto el resguardo de la mano de obra, como la producción de excedentes y el pago del tributo por parte de los nativos. Así mismo, la alianza implícita que el imperio español mantuvo con la población local al permitirles conservar sus tierras, montes y aguas, restringió el poder de los conquistadores y encomenderos en el nuevo mundo. Con el tiempo, los pueblos de indios adquirieron una connotación lingüística y racial. Tanto los mestizos como los otros grupos subalternos en el sistema de castas imperante durante el periodo colonial tuvieron acceso al idioma español, mientras los indígenas fueron diferenciados y agrupados entre sí con base en sus lenguas vernáculas bajo una dinámica de diferenciación y segregación social -reforzada por las políticas de separación residencial- y luego por una reestructuración funcional que formó parte de un “proyecto de indianidad” opuesto y a la vez complementario a la preeminencia y superioridad del régimen hispano.
A partir de la cantidad y la calidad de superficie que se delimitó para cada corregimiento, se gestó una diferenciación entre los pueblos que creó tensiones en el seno de la sociedad indígena. En algunos casos, la acumulación de terrenos de buena calidad en manos de ciertos pueblos, como se muestra en el caso de San Mateo Yetla, posibilitó que éstos sometieran a pagos y prestaciones en trabajo a otros poblados nativos que, careciendo de tierras, como Totomoxtla, requerían acceder a ellas para subsistir. Con la institucionalización de los pueblos de indios en la provincia de Chinantla en 1673 y las composiciones en 1711-1712, las tensiones internas se agravaron pues, además de las diferencias señaladas, se introdujo la jerarquizaron de asentamientos entre cabeceras y sujetos como técnica de dominación colonial.
Desde sus orígenes, la reproducción de la población nativa en México se ha anclado en su vínculo con la tierra. El reconocimiento de su derecho de primacía sobre el territorio por parte de la Corona española hizo posible tanto su permanencia en el tiempo como la explotación de la mano de obra. No obstante, el carácter cambiante de la movilidad (migración, desplazamiento, itinerancia, abandono, restablecimiento y fundación de lugares) resalta la naturaleza social y dinámica del espacio como algo creado y reproducido a través de la agencia colectiva mostrando que, dentro de los límites impuestos por el poder, los arreglos espaciales existentes son susceptibles de negociación y por lo tanto son variables. Tanto en el estudio del pasado como del presente, las dinámicas asociadas a los movimientos demográficos son necesarias para revisar críticamente las representaciones sobre los pueblos indígenas estables, ligados a lugares/territorios fijos, que por principio niegan los cambios políticos y sociales desde el ángulo de las luchas agrarias y de los desplazamientos identitarios. Para comprender lo que sucede con gran parte de la población indígena en México no sólo se requieren más estudios históricos y etnohistóricos sobre los grupos particulares, sino romper con una visión etnificada de la cultura y de las fronteras geográficas, separadas entre sí por barreras étnicolingüísticas.
En el campo de la antropología, desde principios del siglo XX, la noción de cultura ha sido el criterio más socorrido para definir el carácter étnico de los pueblos originarios. Manuel Gamio, alumno en 1911 de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americana, planteaba: “Propiamente un indio es aquel que además de hablar exclusivamente su lengua nativa, conserva en su naturaleza, en su forma de vida y de pensar, numerosos rasgos culturales de sus antecesores precolombinos y muy pocos rasgos culturales occidentales”.114 Y el antropólogo Juan Comas agregaba, años más tarde, que eran indios “[…] quienes poseen predominio de características de cultura material y espiritual peculiares y distintas de las que hemos dado en denominar ‘cultura’ occidental[…]”.115 En contra de esta visión, Aguirre Beltrán concluye que los antiguos territorios étnicos fueron destruidos en la época colonial, cuando la población indígena quedó totalmente reducida al estatus de campesinos comuneros.116 Por ello, la identidad étnica no existe más allá de la pertenencia local. Por su parte Guillermo Bonfil afirma que no hay elementos que definan a la cultura indígena, sino que ésta se delimita por contraste, por las diferencias que presenta frente a la cultura occidental dominante.117
Más precisamente, en el ensayo publicado en 1943 “Mesoamérica, sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales”,118 Paul Kirchhoff, antropólogo alemán naturalizado mexicano, estableció una lista de rasgos culturales y su distribución geográfica para reconocer las similitudes y diferencias de los pueblos que habitaban el vasto territorio que en la época prehispánica comprendía desde el río Pánuco, en México, hasta Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua en Centroamérica. Así, el concepto de área cultural definió límites fijos más que fronteras, privilegiando los aspectos culturales sobre los políticos y económicos, y por lo tanto subestimó la gama de interacciones y de movilidad que se desarrolla entre los diversos grupos sociales que coexisten en un mismo espacio.
Esta visión, procedente en última instancia del particularismo de Franz Boas,119 ha recreado la imagen de un mosaico de culturas étnicas que coexisten en un territorio dado y cuyos rasgos distintivos se expresan en la lengua, el atuendo, las fiestas, la producción artesanal y otros aspectos más o menos folklóricos de la cultura local. Desde esta perspectiva los grupos indígenas se perciben como una totalidad -ya sea en una localidad específica o en un grupo lingüístico particular- en la que solamente se considera lo que se caracteriza como étnico, sin analizar las relaciones históricas que se tejen con el exterior -los otros, los ladinos, mestizos o blancos-. Se comparan los rasgos culturales de un grupo con los de otros grupos para conformar áreas culturales, como la Chinantla o Mesoamérica, por ejemplo. La primera, como pequeña área cultural con algún tipo de relación lingüística, y la segunda como gran área cultural plurilingüe de carácter continental.
Sin embargo, como hemos visto a lo largo de este artículo, dicho enfoque simplifica la historia e ignora las jerarquías y conflictos que existen entre grupos de interés y comunidades que comparten un mismo territorio. En tal interpretación también se abstraen las relaciones de poder y de prestigio que han florecido y que aún prevalecen entre ellos, así como el incierto establecimiento de límites, territoriales, culturales e identitarios, para cada comunidad.
En el contexto actual de emergencia de nuevos movimientos autodefinidos en términos étnicos en México y América Latina, así como en el desplazamiento de los discursos políticos y académicos hacia las interpretaciones posmodernas y neoculturalistas, se abre una gran interrogante sobre la existencia de una resistencia histórica indígena anclada en territorios remotos desde la época colonial. Sin embargo, distintos estudios particulares sugieren que es necesario analizar los cambios experimentados por dichas poblaciones en las últimas décadas a la luz del proceso de la globalización y de las estrategias -tanto políticas como socioeconómicas- desplegadas a nivel local, en las que se (re)producen determinados rasgos culturales.120 La recreación individual y colectiva en la que diversos poblados revindican los atributos de su propia identidad no opera en el vacío, sino que se encuentra delimitada histórica y socialmente. Por ello la reivindicación de la etnicidad como recurso identitario no puede vislumbrarse en un horizonte de continuidades, como si fuera un pasado hecho presente que implícitamente niega su contemporaneidad. En oposición a este procedimiento mecánico, lo que se requiere es enmarcar dicho fenómeno en los límites del modelo de desarrollo actual, relacionando la dimensión cultural con la creciente pobreza, desigualdad y diferenciación social que a nivel mundial marcan las últimas tres décadas.