El reconocimiento del gobierno de Washington al gobierno de Benito Juárez durante la Guerra de Reforma y, en particular, la firma del Tratado McLane-Ocampo, alarmaron a los conservadores. Este texto se acercará a las medidas tomadas por el gobierno de Miguel Miramón para afrontar lo que parecía un grave peligro, así como valorar la reacción de la prensa y la población de las regiones dominadas por sus ejércitos.
Conviene situar antes el controvertido tratado, si bien brevemente, dentro de la historiografía generada después de su firma y que lo ha abordado desde posiciones antagónicas, de algún modo equivalentes al enfrentamiento entre conservadores y liberales que dividió a la sociedad mexicana a mediados del siglo XIX. Ha sido como si no existieran más que dos posibilidades: el ataque a ultranza por los primeros, la defensa, también a ultranza, de los segundos.2
Sin duda influidos por las voces de que daremos cuenta más adelante, los historiadores de sesgo conservador han reaccionado, a veces con inquina, frente al hecho y el significado del acuerdo.3 Los argumentos suelen ser parecidos: aunque se le reconoce como una ampliación del Tratado de la Mesilla, suscrito seis años antes, se afirma que el primero fragmentó a perpetuidad el territorio a lo largo de tres servidumbres de paso, por unos pocos millones de pesos, otorgando al vecino del norte la posesión del istmo de Tehuantepec, grandes y vergonzosas ventajas comerciales y la posibilidad de intervenir militarmente cada vez que considerara que sus ciudadanos o intereses estaban en peligro y sin el previo consentimiento de México. Se insiste en que, de ejecutarse, el país se habría convertido en un protectorado, por permitirse la intervención de Estados Unidos en asuntos nacionales, tanto como su auxilio para mantener el orden y, de hecho, ganar la guerra. Se agrega que su firma fue inconstitucional, pues tocaba al poder legislativo aprobarlo, no al ejecutivo. Por lo general, la conclusión es que este arreglo fue más antipatriótico que el Mon-Almonte y los convenios de Miramar suscritos por los conservadores, y que Washington no lo ratificó por temor a que, de hacerlo, le habría implicado una guerra muy costosa.
Por su parte, los abogados del liberalismo eximen al gobierno de Juárez del cargo de traición a la patria por haber firmado el tratado McLane-Ocampo.4 Estos historiadores suelen afirmar que no fue más que un legado de los suscritos entre México y Estados Unidos en 1831 y 1853 y que las concesiones autorizadas, que parecen excesivas, sólo eran de tránsito y no dañaban ni la soberanía ni la independencia pues se retenía el dominio sobre las tres vías conferidas y la intervención militar quedó sujeta a fines prefijados y a la voluntad del gobierno mexicano. Hacen ver que, si bien los liberales aceptaron la injerencia del vecino del norte, sólo accedieron a su auxilio armado cuando fue forzoso. Acusan al bando de Miguel Miramón de obligar México a soluciones contrarias a sus derechos e intereses, entre otras, entregarlo a un monarca extranjero, de donde le niegan autoridad moral para criticar a los contrarios. En todo caso, dicen, el tratado con Estados Unidos pretendía evitar la intrusión de este país y fortalecer a la nación ante una posible combinación europea. En el intento de justificar al gobierno de Juárez, insisten en que no puede acusársele de traición pues, dado el contexto político, militar y pecuniario, tuvo que proceder con pragmatismo. De donde se afirme que el Tratado McLane-Ocampo constituyó un triunfo de la hábil y astuta diplomacia juarista, que evitó una segunda ocupación estadounidense y aun calculó que el Congreso en Washington no iba a ratificarlo y que, de hacerlo, no se pondría en ejecución.
Ahora bien, no han faltado los autores que han procurado agregar alternativas para comprenderlo mejor y matizar opiniones tan extremas.5 A su juicio, tanto liberales como conservadores deseaban lo que creían mejor para México; pero, en tanto los primeros corrieron el riesgo de acercarse a Estados Unidos, antes que permitir que la República se disolviera por la guerra civil o la intromisión, bien del vecino del norte o europea, los conservadores buscaron a las monarquías del Viejo Mundo para proteger a la nación, que sentían amenazada por la penetración angloamericana y protestante. Se aclara que, siendo el Tratado McLane-Ocampo una extensión del de La Mesilla, deben estudiarse juntos y, al abordarse la responsabilidad liberal, hay que pensar también en las del gobierno conservador de Antonio López de Santa Anna. Se insiste en que los juaristas procuraron ceder a Estados Unidos lo menos posible y no para siempre; reglamentaron su intervención; resistieron el paso de tropas sin autorización previa y que, si en determinado momento consintieron, fue porque se combinaron los avances enemigos y la pésima situación económica. Por último, se agrega que México se salvó de convertirse en provincia del vecino del norte gracias a que estalló la Guerra de Secesión.
Conviene asimismo situar el Tratado McLane-Ocampo en el contexto de las relaciones entre México y Estados Unidos, después de una guerra que arrebató al primero la mitad de su extensión geográfica y puso en crisis el sentido de su existencia, y que convirtió al segundo en la potencia más importante de América, la que, llevado su presunto destino de llegar al océano Pacífico a buen fin, iniciaba entonces la lenta y difícil tarea de comunicar un territorio de dimensiones continentales. Los planes de construir una ruta que uniera su litoral oriental y su litoral occidental por el istmo mexicano deben enmarcarse en este empeño, lo cual ayuda a entender por qué, pese a las varias y evidentes ganancias que ofrecía el istmo de Tehuantepec, en cuanto a ahorro de tiempo, reducción de distancias, participación en el comercio transpacífico y conversión del Golfo de México en una especie de mare clausum, el avance de la obra fue muy lento y acabó por detenerse.6
Los obstáculos parecían insuperables. La lucha por la edificación y manejo de la vía tehuana se realizaba en medio de una competencia reñida y creciente. Rivales poderosos defendían el tránsito por Nicaragua y Panamá y lo mismo hacían quienes consideraban que el problema de la comunicación entre los litorales atlántico y pacífico debía resolverse mediante el tendido de una línea férrea sobre suelo nacional.7
A lo largo de la década de 1850, se sucedieron los proyectos y las empresas que quisieron realizar la obra. La concesión otorgada en 1842 a José de Garay por el gobierno de Antonio López de Santa Anna fue el medio ideal para introducirse en ella, pues consistía en un contrato generoso, cuyos primeros posee do res renunciaron a encargarse por sí mismos de la labor, desencantados por las dificultades para reunir capitales, y que traspasaron su titularidad y beneficios, primero a Manning and Mackintosh, empresa de origen anglomexicano, y luego a Hargous Brothers, firma neoyorquina que, en 1850, formó la Tehuantepec Railroad Company (TRC) y que, para asegurar el éxito, acudió a todos los recursos políticos, a la creación de situaciones de conflicto y a la opinión pública e instó a suscribir el Tratado de Tehuantepec para protegerse ante la inestabilidad y el desorden reinantes en México y garantizar la intervención militar y unilateral de Estados Unidos en la angostura mexicana.8
La TRC tuvo el apoyo de los gobiernos de Zachary Taylor y Millard Fillmore. Sin embargo, aún se carecía de la fuerza necesaria para imponer todas sus metas. Las circunstancias tampoco eran favorables: en los primeros años de la década de 1850, el Tratado Clayton-Bulwer neutralizó los avances británicos en los istmos americanos y el país gozó de un respiro económico, pero las discrepancias entre las regiones y los partidos políticos no permitían arriesgar el delicado equilibrio interno, ni tampoco lanzarse belicosamente hacia el exterior. Se acudió a la negociación, el trato directo, la Doctrina Monroe, la presión económica y las amenazas de fuerza, pero se impuso el interés público. Pese al apremio empresarial por forzar una acción armada y los retos lanzados desde la prensa y el Congreso, Washington tuvo que decidirse por la razón de Estado.9
Los gobiernos mexicanos hubieron de responder a esta coacción. Una solución fue, durante el de Mariano Arista, rechazar el Tratado de Tehuantepec pero abrir a concurso la ruta a través del istmo, haciéndose el país responsable de la construcción de la vía, sin poner la soberanía e integridad territorial en riesgo. Esta estrategia dio lugar, en 1853, a la Compañía Mixta-Tehuantepec Company (CM-TC). Como lo hicieron y hacían sus predecesores, sus socios se movilizaron y obtuvieron concesiones muy favorables que primero formaron parte de la fallida Convención de Conkling, pero luego se convirtieron en el artículo 8º del Tratado de la Mesilla, donde los objetivos nacionalistas buscados con anterioridad quedaron en entredicho. En adelante, Washington podría enviar a sus soldados y marinos a Tehuantepec cuando quisiera, y se reconoció veladamente, pero con claridad, a la CM-TC.10
La ruta, sin embargo, avanzó mínimamente, al punto que, a fin de apelar, por un lado, al apoyo económico del gobierno de Estados Unidos y atraer inversiones, la TRC y la CM-TC se fusionaron y en 1855 formaron la Louisiana Tehuantepec Company que, por un tiempo al menos, hizo del camino una realidad.11
El gobierno de James Buchanan la respaldó, so pretexto de la violación de contratos y derechos de sus conciudadanos, y apelando a las reclamaciones, la Doctrina Monroe y las negociaciones. Estas últimas, como veremos, llevaron al Tratado McLane-Ocampo. Sin embargo, el apoyo se dio sin apelar a una acción armada y mientras se pudo y no se afectaran los intereses nacionales; una cosa era impulsar las inversiones externas y otra, muy distinta, exponer las por entonces muy vulnerables armonía y unidad estadunidenses.12
Ante el reconocimiento estadounidense del gobierno liberal
La Guerra de Reforma llevaba más de doce meses de librarse cuando el 2 de febrero de 1859, el invicto general Miguel Miramón, el joven “ídolo de los conservadores y terror de los constitucionalistas”, ocupó la presidencia en la ciudad de México. Encaraba una situación difícil: la división en su partido y la ruptura con Estados Unidos, cuyo enviado extraordinario y ministro plenipotenciario John Forsyth, indignado por no obtener satisfacción a sus demandas de territorio, había regresado a su país.13
¿Quiénes eran los admiradores de Miramón? ¿Qué pensaban? Sin duda eran liberales y partidarios del progreso y la modernidad, como sus opositores, aun cuando disentían sobre el tipo de régimen político que preferían -que iba de la república a la dictadura militar y llegaría a la monarquía- y respecto a quiénes representaban la soberanía popular. Para ellos, los gobiernos y las leyes debían limitarse a mantener el orden y la jerarquía sociales y a asegurar los derechos de los mexicanos que constituían la nación, amén de respetar y hacer respetar los principios de la moral evangélica y los preceptos de la iglesia católica.14
Si bien no participaron en las sesiones del Congreso Constituyente de 1856-1857, que fue sobre todo liberal, donde las polémicas se dieron entre los liberales moderados y los “puros” o radicales, la cuestión religiosa, centrada en la relación Iglesia-Estado y, en especial, en la tolerancia o la libertad de cultos, tuvo la capacidad de movilizarlos en contra de la nueva Constitución. Quienes la combatieron, lo hicieron por su laicismo, que declararon incompatible con la voluntad nacional y opuesta a sus creencias y costumbres más arraigadas, y porque, a su juicio, entregaba al país en manos de su vecino protestante del norte. Lo anterior coadyuvó, de manera definitiva, a la polarización social, que desembocó en una larga y violenta guerra civil.15
Consciente de que “la iniciativa y el movimiento para el sostén de la guerra” partían de Veracruz, el nuevo mando supremo de los conservadores anunció el mismo 2 de febrero de 1859 que emprendería una campaña para apoderarse de la sede del gobierno liberal. El 23 dejó la capital para llegar a la costa del Golfo de México el 18 de marzo. No era el mejor momento: los rigores del clima y las enfermedades tropicales acabarían por prender entre las tropas y a los seis días tuvo que levantar el campo.16
La guerra civil se prolongó durante los meses siguientes. En tanto los liberales dominaban el sur y casi todo el norte del país, los conservadores eran dueños del centro y se extendían, aunque sin firmeza, por Chihuahua, Sinaloa, Durango, San Luis Potosí y Oaxaca. Desde luego tenían la capital. El conflicto estaba nivelado, “sin que después de tanto batallar, resultaran probabilidades de triunfo definitivo a favor de alguno […]”.17
Aunque ambos gobiernos tuvieron que buscar en el exterior la forma de romper el empate, la situación resultaba particularmente difícil para los liberales. Fue entonces cuando en Estados Unidos el presidente James Buchanan decidió enviar a Veracruz a Robert M. McLane, connotado político y diplomático demó crata, a fin de elegir al beligerante con más posibilidades de sostenerse para iniciar relaciones con él. Ante lo que constituía una desviación de la política tradicional de conceder trato diplomático sólo a los gobiernos establecidos en las capitales, se le aclaró que no era una “cuestión de derecho, sino de hecho” y, en todo caso, dependería de su sentido común. Si la solución resultaba difícil, esperaría en el puerto nuevas instrucciones.18
McLane aceptó la misión. Sus órdenes, firmadas el 7 de marzo de 1859 por Lewis Cass, el secretario de Estado, le decían que su gobierno simpatizaba con el grupo de Juárez por tener opiniones más liberales y “sentimientos amistosos hacia Estados Unidos”. Lo urgían, una vez que resolviera, a negociar sin tardanza un tratado que asegurase a su país el tránsito comercial y militar por el istmo de Tehuantepec y el norte mexicano y, de ser posible, la cesión de Baja California. Ofrecería por todo hasta 10 millones de dólares, de los que se retendrían dos para satisfacer las reclamaciones de sus conciudadanos.19
McLane llegó el 1o de abril. Iba dispuesto a reconocer a Juárez, pero otros motivos alentaron su decisión: la indignación de sus anfitriones pues la Casa Blanca no había recibido a su enviado, José María Mata y el temor a perder capacidad de negociación si ganaban la guerra.20 También influyó Émile La Sère, presidente de la Louisiana Tehuantepec Company, con quien había compartido banca y sesiones en el Capitolio y que en Veracruz, donde lo encontró, lo persuadió de la legitimidad de Juárez, inclinado además a “hacer los más grandes sacrificios a favor de los ciudadanos de la Unión”.21
El diplomático le comunicó a Melchor Ocampo, secretario de Relaciones, el interés de la Casa Blanca por entrar en tratos con su gobierno. Ocampo le externó sus motivos de queja, describió una situación favorable para su causa -Miramón había levantado el sitio de Veracruz y el general liberal Santos Degollado no tardaría en tomar la ciudad de México- y expresó el “gran deseo” de obtener el reconocimiento de Washington.22
Los días siguientes fueron de estire y afloje. Por fin, McLane tomó una decisión luego de que, en la reunión del 5, Ocampo se mostrara renuente a una cesión territorial, pero más dúctil en otros puntos, y él concluyó que el régimen liberal ofrecía más estabilidad y opciones comerciales que Miramón y, además, dominaba el istmo de Tehuantepec, donde sus compatriotas habían “consolidado un gran interés comercial y político, por el que nuestros correos y gente pasan dos veces al mes hacia y desde los estados atlánticos y pacíficos de la Unión”.23 Siendo así, entregó sus credenciales a Juárez el día 6.24
Satisfechos con el reconocimiento, que aumentaba su fuerza moral y la posibilidad de obtener recursos, Ocampo informó a los gobernadores y jefes militares, así como a Mata, a quien instruyó para acreditarse como ministro, lo que sucedió el 28 de abril. Así quedaron restauradas las relaciones México-Estados Unidos.25
Esto fue un duro golpe para los conservadores. Tanto la prensa como el gobierno concluyeron que atrás estaba la resolución de hacer concesiones y alzaron la voz contra todo lo que arriesgara la soberanía. El Diario de Avisos y La Sociedad expresaron su indignación porque “el partido liberal amigo del gobierno de los Estados Unidos, trataba de echarse en brazos de éste, solicitando una humillante protección y poniendo a los pies de su orgulloso y opulento vecino la honra y la independencia de la república”.26 El primero advirtió contra el pago por el reconocimiento de Juárez.27 El segundo, que no fueron “sus simpatías por la causa constitucionalista, sino sus intereses materiales, los que pusieron a la Casa Blanca de parte de Juárez y comparsa”.28
En cuanto al gobierno conservador, Manuel Diez de Bonilla, el secretario de Relaciones Exteriores, promulgó el 14 de abril la “Protesta del Supremo Gobierno de la República”, que señalaba que, dado que el único fin de la política estadounidense era el “engrandecimiento material […] a costa de la República mexicana, sin detenerse en los medios”, se considerarían:
[…] nulos y de ningún valor ni efecto cualesquiera tratados, convenios, arreglos o contratos que sobre cualquier materia se hayan celebrado o puedan celebrarse entre el gabinete de Washington y el llamado constitucionalista; y que desde ahora para siempre, protesta ante el mundo civilizado, a nombre de la nación, dejar a salvo la plenitud de sus derechos, así sobre toda la extensión de su territorio, como sobre cualquiera otro punto en que se afecten los intereses y soberanía de México.29
El gobierno de Miramón llevó el mismo discurso a los gobiernos de Francia y Gran Bretaña.30 Retiró el execuátur a los cónsules y vicecónsules de Estados Unidos en México,31 declaró “traidores a la patria” a quienes participaran “en contratos de enajenación de alguna parte del territorio de la República, o presten ayuda para facilitar su celebración o para hacerlos efectivos”, y amenazó con juzgarlos y castigarlos como tales.32 Por su parte, alrededor de 65 conocidos conservadores suplicaron la intervención de Napoleón III, haciéndole ver que el reconocimiento de los liberales por Washington evidenciaba “el inminente peligro que corre esta desgraciada república de desaparecer como pueblo independiente, víctima de la disolución social en el interior y de la codicia de avaros usurpadores en el exterior”.33
Hacia el tratado Mclane-Ocampo
Ni la Protesta del Supremo Gobierno, ni las medidas diplomá ticas y coercitivas o los triunfos bélicos, que en los meses siguientes entregaron al gobierno conservador el dominio del Bajío, evitaron las negociaciones Ocampo-McLane,34 en las que el gobierno de Juárez estuvo dispuesto a conceder a Estados Unidos el paso a perpetuidad por Tehuantepec, las rutas de tránsito por el norte solicitadas -no a perpetuidad- y puertos de depósito en las terminales. Admitió, además, que ambos países respondieran por la neutralidad de la vía ístmica e influyesen en ese sentido en otras potencias; no cobrar derechos por los efectos y mercancías extranjeras o las valijas de correo de paso por México, ni tampoco peajes más altos que los pagados por nacionales -salvo para las tropas y los pertrechos estadounidenses-. Propuso, por último, suscribir una alianza que diera a Washington amplio poder discrecional para intervenir en el istmo y otros puntos, so pretexto de cuidar el orden y el gobierno representativo, lo cual equivalía a un protectorado virtual, mas aseguraba el auxilio al proyecto liberal.35
McLane envió estas propuestas a su gobierno el 21 de abril, aseverando que, si bien el gobierno mexicano se negaba a vender Baja California, a él le parecía factible acordar algo ventajoso para los tránsitos, sobre todo para proteger a sus conciudadanos y sus bienes.36
En lo que llegaban nuevas instrucciones, los ejércitos beligerantes se enfrentaban en el campo de batalla. Las operaciones favorecían a los conservadores, pero los liberales no capitulaban y la guerra no parecía acercarse a su fin. Así pasaron los meses. Para julio de 1859, las negociaciones estaban estancadas. Cada gobierno quería algo, pero no deseaba pagar el precio requerido. Washington pretendía territorio y ventajas sin ser guardián del otro, Veracruz apoyo material y moral, pero no entregar Baja California. Así lo entendió McLane, quien escribió a sus superiores que era preciso olvidarse de la península, aun cuando podrían reducir la remuneración a 4 millones de dólares.37
Aunque no estaba satisfecho, Buchanan transigió.38 Pero sus nuevas órdenes no llegaron a Veracruz sino hasta agosto, cuando Ocampo, acusado de ser proestadounidense, ya no estaba en el gabinete y habían ganado peso los defensores de la soberanía nacional.39
Con Juan Antonio de la Fuente como nuevo ministro de Relaciones, McLane reparó en que no conseguiría nada. De modo que, desalentado y temeroso de la temporada de fiebres en el Golfo de México, regresó a su país en septiembre.40 Volvería a Veracruz en noviembre, cuando el panorama mexicano había cambiado otra vez. Juárez tenía que considerar, amén de la defección de Santiago Vidaurri y el Ejército del Norte, varios logros enemigos: el Tratado Mon-Almonte con España; el préstamo de la casa Jecker; las fuertes derrotas sufridas por sus armas y la falta de recursos para defender el puerto. La situación era tan desesperada que, ahora sí, apostó a ganar la guerra con auxilio de Estados Unidos.41
Por su parte, McLane tenía la consigna de resolver las diferencias, sobre todo obtener la facultad de emplear fuerzas militares sin permiso mexicano y rechazar la alianza bélica por ser una desviación de la política externa de su país y el Senado la objetaría.42 Advirtió de inmediato al gobierno liberal que, si no podía “ofrecer indemnización por lo pasado y seguridad para el futuro, tampoco podía esperar que continuaran el respeto y la amistad” de Estados Unidos.43
Con Ocampo de nuevo en Relaciones, los detalles se pudieron ajustar, de modo que el 14 de diciembre se firmaron el Tratado de Tránsitos y Comercio, conocido como McLane-Ocampo, y la Convención para cumplir las estipulaciones del Tratado y mantener el orden y la seguridad en los territorios de ambas repúblicas. Era un compromiso: Estados Unidos renunció a Baja California, pero obtuvo rutas de tránsito por el norte de México y a perpetuidad por Tehuantepec, con paso libre de bienes, correspondencia, tropas y pertrechos, puertos de depósito, pago de hasta 2 millones de pesos por las reclamaciones de sus ciudadanos y la facultad discrecional de proteger militarmente la ruta ístmica en caso de emergencia. El gobierno de Juárez logró 2 millones de pesos para la guerra contra los conservadores y sostenerse en el poder y, lo más importante, involucró a la Casa Blanca en la tarea de mantener el orden y la seguridad en el terri to rio nacional.44
Ambos documentos llegaron a Washington el 27 de diciembre. Aunque no cumplían con sus expectativas, la Casa Blanca los remitió el 4 de enero al Senado, cuya Comisión de Relaciones Exteriores pidió todos los documentos al respecto, los cuales recibió el 12 con un mensaje de Buchanan urgiendo la aprobación.45
La indignación de la élite conservadora
Las noticias llegaron pronto a la ciudad de México. No era que el régimen y los periódicos conservadores hubiesen dejado de observar las actividades de McLane. De hecho, a fin de afianzar a su gobierno, Miramón hizo cambios en el gabinete y el 7 de julio puso a Octaviano Muñoz Ledo en Relaciones Exteriores. Cinco días después, en el manifiesto que dirigió a la nación, reparó en la necesidad de vigilar al vecino del norte, cuyas simpatías podrían buscarse, sin dejar de lado la relación con las potencias europeas.46 En este último sentido, no sorprende que, unas semanas después, Muñoz Ledo instruyera a José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar, entonces ministro en Francia, para conseguir que el gobierno de este país, junto con el británico, conviniera en proteger al de México “contra las tendencias y pretensiones manifiestas del de los EE. UU.”.47
Por su parte, la prensa advirtió repetidamente sobre las negociaciones con McLane y que, por ellas, el gobierno de Washington ayudaría a los liberales, mientras alentaba a la población a actuar de forma patriótica contra lo que denunciaba “como un delito de lesa-nación”.48La Sociedad, por ejemplo, afirmó que el tratado contendría “estipulaciones en favor del bando demagógico, y que le sirvan de compensación por lo que él ofrece a los Estados Unidos, y de hecho sabemos que les pide[n] armas, dinero y gente […]”.49 Poco después, el Diario de Avisos declaró:
[…] cuando una facción enemiga de todo orden, ajena de toda moralidad y extraña a toda idea de pudor, lleva el estremecimiento y la desolación por toda la república, nuestros amables vecinos le ofrecen su eficaz cooperación para enseñorearse de los destinos y de México y poder celebrar un negocio mercantil en que pasen los mexicanos y sus propiedades, la nación y sus territorios, a ser esclavos de aquella ambiciosa potencia.50
Muñoz Ledo dirigió una nota de protesta al secretario de Estado Lewis Cass el 17 de diciembre, cuando en la capital se supo de la firma del tratado. Externaba que su gobierno no podía creer que Estados Unidos se hubiera prestado a originar “nuevas complicaciones” a México, “ni mucho menos que se lisonjee de sus desastres e infortunios por procurarse ventajas, que ni honrarían su nombre, ni podrían obtenerse sino a costa de grandes sacrificios, engendrándose y exacerbándose cada día más una mutua aversión entre ambos países”.51
Aun cuando los conservadores rechazaban la Constitución de 1857, sí acudieron a ella para acusar de inconsistencia al gobierno liberal, aduciendo que, de acuerdo con su propia Carta Magna, no podía “celebrar y llevar a cabo esta clase de negociaciones”, pues sólo tocaba al Congreso “aprobar los tratados, convenios o convenciones diplomáticas, y conceder la entrada de tropas extranjeras en el territorio de la federación”. Le advertía que el arreglo “arrancado a un partido vencido […], dejaría en un conflicto permanente a los dos países”. Para terminar, rechazaba firmemente el tratado, “a nombre no sólo de su gobierno, sino de la nación toda”, aun cuando decía esperar que no llegara a ratificarse en Washington: si esto sucedía -agregaba- México aceptaría confiado “la posición en que va a colocarlo la Providencia, sin envidiar en nada la de los Estados Unidos”.52
Muñoz Ledo envió copia de la protesta a los representantes de los países amigos y a los agentes diplomáticos de México en el exterior.53 Unos días después, instruyó a Gregorio Barandiarán, enviado en Washington, para que “redoble sus esfuerzos […], a fin de persuadir a los miembros más influyentes del Senado y al público en general, por medio de la prensa, no solamente de la ilegalidad de semejante transacción sino también de lo vergonzoso que será para aquel país la aprobación de un acto semejante […]”. Debía comunicar también que para hacer efectivo el tratado Estados Unidos tendría que acudir a las armas y esa “guerra injusta fortalecería, en caso de ser exitosa, la ‘animosidad’ existente entre los estados norteños y sureños”.54
En cuanto a Miramón, quien en julio manifestó a “la nación” que su gobierno estaría atento a “la política de la Unión Americana, cuyos últimos actos oficiales deben alarmarnos más seriamente”, pero que esperaba que el gobierno de ese país acabara por favorecer al suyo viéndolo “tan amante de la verdadera libertad, de la civilización y del progreso”,55 estaba en plena campaña en el Bajío cuando recibió la noticia. Defraudado, se dirigió de nuevo a “la nación”, arremetiendo contra “los principales directores del bando que arrastra al país a una guerra extranjera”, resueltos a “vender la integridad, el honor y la seguridad de la patria, por un tratado infame que deja en la frente de las personas que lo firman, un sello indeleble de traición y de escándalo”. Insistió en que el tratado, que hace concesiones territoriales o de vías de tránsito a los ciudadanos y tropas estadounidenses, arruinaría “nuestros puertos y nuestro comercio” y facilitaría a la república vecina “irse extendiendo sobre nuestro país”. Exclamaba indignado que todo había sido por “una suma miserable” porque el régimen liberal no tenía recursos para vencer a los conservadores.56
Como Muñoz Ledo, Miramón esperaba que no se ratificara en Washington un documento que violaba “el derecho de gentes” y convertía el derecho internacional en “un abuso más funesto todavía que el empleo de la fuerza en una agresión inicua”. En todo caso, si bien México no daría pretexto para ser culpado de causar una guerra, la aceptaría “sin vacilar […], si se invade su territorio o si se atacan sus prerrogativas y derechos de pueblo independiente”. Al final, exhortaba a la población a apoyar a su gobierno si era necesario “resistir a una agresión extranjera”.57
Que la nación estaba “profundamente conmovida” por el tratado lo exhibieron los lamentos de la prensa en lugares distintos del país, sobre todo en la ciudad de México y los sitios dominados por los ejércitos de la “reacción”, que a principios de 1860 parecían ser Puebla, México, Toluca, Querétaro, San Luis, Aguascalientes, Zacatecas, Jalisco, Colima, Oaxaca y el resto de Guerrero y Veracruz.58
Ante la publicación de la protesta de Muñoz Ledo y del manifiesto de Miramón, los periódicos capitalinos indicaron que el país estaba en peligro inminente de perder su independencia y el catolicismo amenazado de muerte. Aun cuando el tratado recién firmado no era más que la extensión del Tratado de la Mesilla, suscrito ni más ni menos que por el gobierno conservador de Antonio López de Santa Anna, la efervecencia religiosa reinante desde los debates de Congreso Constituyente respecto a la libertad y tolerancia de cultos y la proclamación de la Constitución en 1857 hizo que la reacción fuera mayor. Se insistía, además, en que los autores de “esa farsa que se llama gobierno constitucional […] carecen de todo derecho para hacer ese tratado”; McLane suscribió un pacto deshonroso con quien no podía suscribirlo y por ende no podía otorgar.59 Reiteraron que esas cláusulas debían ser ratificadas por el Congreso Federal, según la constitución que el gobierno de Veracruz pretendía sostener.60
El Diario Oficial no se quedaba corto al preguntar qué derecho tenía Estados Unidos para tratar con los liberales. Aunque le sorprendía que “una nación ilustrada […] vea sin rubor que su gobierno celebre un tratado de alianza y protección con los pícaros y bandidos de la nación vecina”, creía que el Senado lo repudiaría y burlaría “las maquinaciones perversas de Buchanan y Juárez”.61
Ahora bien, al percibir que en Estados Unidos ganaban terreno las ideas de adquisición territorial y derechos de tránsito e, incluso, de “absorción de las nacionalidades hispanoamericanas por la raza anglosajona”, la prensa oficial y oficialista no se sentía tranquila y, como La Sociedad, recelaba de esa “moderna Cartago donde la justicia ha sido completamente sacrificada en las aras del interés material”.62
Si en algo insistían los diversos periódicos era en la hostilidad unánime de la opinión mexicana “a la traición consumada”, evidenciada en las protestas de autoridades y poblaciones, que no ofrecían reiteradamente su apoyo al supremo gobierno, prestas a resistir cualquier agresión estadounidense.63
Éste era el sentir de todo el pueblo, aseguraba el Diario de Avisos, si por pueblo se entendía “a los habitantes de la república, de todas clases, rangos y condiciones”.64 De muchos, aun del puerto de Veracruz, donde -aseguraba- diariamente aparecían pasquines contra el tratado pegados a las puertas, uno “en la misma puerta del despacho de Juárez”,65 y donde habían renunciado algunos oficiales del ejército y la guardia nacional.66 Lamentaba, no obstante, que el partido liberal en pleno aprobara la conducta de su gobierno, “puesto que no protesta contra ella, y […] conspira en masa contra la integridad territorial, el decoro y la independencia vendidos al enemigo extranjero […]”.67
Por su parte, la prensa no capitalina afirmaba que la mayoría no adscrita a algún partido estaba indignada con ese montón de “traidores” dispuestos a hacer cuanto pudieran por arruinar al país y vengarse de que no se les reconociera como gobernantes legítimos y que esa mayoría rechazaba unos tratados que vendían el territorio a los principales enemigos de México y, por lo mismo, ofendían su dignidad, libertad e independencia. Pero decían confiar en que acabasen por obrar con cordura y rechazaran un acuerdo contrario a sus propios intereses.68
En suma, la élite formada por las autoridades y los periódicos conservadores rechazaron el “nefasto” acuerdo suscrito en Veracruz y denunció todas y cada una de sus partes. Asimismo hicieron llegar sus argumentos a las regiones del país dominadas por sus ejércitos.
La indignación popular
La alarma por el tratado se generalizó. Confiados en que los liberales se habían suicidado moralmente ante la opinión nacional, los conservadores se percataron de que su causa dejaba de ser vista como la de un grupo de interés y era percibida como la “de la independencia y nacionalidad de México, y su bandera es la única bajo la cual pueden militar honrosamente los ciudadanos que no se resignen a sufrir el yugo extranjero”.69 De ahí que, ante lo que para ellos constituía un verdadero regalo político -como llama al tratado Brian Hamnett-, durante los meses siguientes exageraron su discurso patriótico y de resguardo de la dignidad nacional,70 para fortalecer su propia posición. Tuvieron bastante éxito pues, como veremos, atrajeron múltiples pronunciamientos en el mismo sentido.
Entre tanto, sin duda aprovechando la oleada de indignación despertada, Miramón decidió emprender una segunda expedición contra Veracruz. El 8 de febrero partió de la capital; antes envió a comprar a Cuba dos barcos que sitiarían el puerto desde el mar, a la vez que él lo hacía por tierra. Se hallaba cerca cuando, la mañana del 6 de marzo, el General Miramón y el Marqués de La Habana, los dos pequeños vapores recién adquiridos, se dirigieron hacia la rada de Antón Lizardo, donde fondearon en la tarde. Sin embargo, la ofensiva que atraparía entre dos fuegos al bando constitucional no pudo efectuarse pues, casi a medianoche, el comandante estadounidense Thomas Turner acercó su allí anclada corbeta Saratoga a las naves “piratas” -según el gobierno de Juárez-, so pretexto de averiguar su bandera, interviniendo así en una cuestión que le era ajena. Esto provocó un encuentro que terminó en la captura de barcos y tripulantes mexicanos, remitidos a Nueva Orleans. Si bien Miramón sostuvo el sitio terrestre varios días, no pudo llevarlo a buen fin sin apoyo marítimo, volviendo a la capital.71
Este fracaso marcó el inicio del declive militar de los conservadores; si bien esperanzados en alcanzar una victoria que equilibrara la balanza, sus tropas marcharon al Bajío.72 Y es que el alud de pronunciamientos contra el Tratado McLane-Ocampo y de lealtad al supremo gobierno, no sólo de numerosos partidarios, sino de corporaciones, pareció equivaler al respaldo directo de la nación.
Los pronunciamientos constituían entonces una práctica muy socorrida, por la cual los diferentes actores políticos y sociales pedían apoyo de otros grupos e individuos para sus planes de cambios y reformas, en una época en que los recursos legales y democráticos resultaban muy débiles o sencillamente no existían. Se les usaba tanto a nivel local como nacional y representaban las opiniones de distintos estratos, desde los más altos, como gobernadores y jefes militares, hasta los más bajos, como alcaldes, regidores, ayuntamientos, jueces, escribanos, administradores de rentas y correos, pueblos de indios, guarniciones o secciones del ejército, milicias, etc. Como señala François-Xavier Guerra, eran “una especie de plebiscito de cuerpos cuyos resultados son evaluados por la prensa e incluso contabilizados por el Congreso”.73
Se les ha visto como una práctica que derivaba en algaradas y a veces en golpes de Estado. No siempre sucedía así; aunque podían ser la reacción violenta ante una situación intolerable o vista como injusta, fueron también, como mostraremos en seguida, expresiones de adhesión a las decisiones de un gobierno. Eran tiempos, agrega Guerra, de “intensos flujos de información, que se pueden incluso visualizar como momentos de gran circu la ción de mensajeros a caballo, transportando ‘por violento extraordinario’ cartas personales, manifiestos y proclamas, periódicos”. Iban de pueblo en pueblo, de cuartel en cuartel.74
En el caso de las protestas contra el gobierno liberal y, sobre todo respecto al Tratado McLane-Ocampo, el primer impulso lo dio el Supremo Gobierno al enviar una copia de la circular de Muñoz Ledo, la declaración de Miramón y ejemplares del Diario Oficial donde estaban publicadas a las autoridades de los departamentos y territorios. Se trataba de influir en el discurso y movilizar a la población en su favor. Lo siguieron los gobernadores, jefes políticos y militares, que lo revelaban a su vez a las corporaciones y los vecinos.75
Cada lugar valoraba los materiales que llegaban.76 El ayuntamiento de San Juan del Río, Querétaro, se refirió a la protesta de Muñoz Ledo como “ese enérgico documento, que hace honor a la nación mexicana”.77 El manifiesto de Miramón fue alabado como sencillo, modesto, brillante y patriótico.78 Más adelante circularían también los textos emitidos por rangos o niveles inferiores, así como por periódicos de los departamentos.79
Se imitaban otras instancias; por ejemplo, el pueblo de Coyomeapán y los pueblos subalternos en Tehuacán se expresaron luego de ver las protestas de la jefatura política, la comandancia general, el ayuntamiento y otras autoridades del territorio.80 Las reuniones se sucedían unas a otras. En Guanajuato, las oficinas públicas y las poblaciones de Salamanca, Silao, Irapuato y el Mineral de la Luz suscribieron sus protestas y las turnaron a las autoridades superiores en fechas muy próximas.81 De hecho, algunos documentos son casi idénticos, como si hubieran sido hechos con un modelo y cada sitio lo hubiese adaptado.82
Recibido el primer impulso, las diversas autoridades convocaban a sus dependientes. La reunión podía hacerse en un momento en que la gente estuviera congregada, por ejemplo, después de misa.83 Se realizaba en alguna oficina pública: en la Sala de Cabildo o Consistorial u otra sede del gobierno local o departamental; en el atrio de la iglesia o la plaza si se reunían muchos vecinos, que a veces no procedían también de las haciendas y rancherías de los alrededores; en los cuarteles o fuertes o en casas particulares.84
En el caso de las corporaciones civiles, los miembros del cabildo presidían las asambleas, pero podían ser otros quienes presidieran. Si se trataba de juntas castrenses, acudían los oficiales de mayor rango, aunque también militares de rangos menores o la guardia cívica. Se permitía la asistencia de delegados de la jerarquía religiosa. Hubo veces en que acudió la comunidad entera.85 La intervención de los notables hace sospechar que eran ellos quienes decidían y la mayoría aprobaba lo que sugerían. Ellos, por su parte, respetaban los lineamientos de las autoridades superiores. En Acasico, Jalisco, habló el comisario.86 En Santa María Caltepec, Puebla, el juez.87
Por lo general, cuando los convocados estaban reunidos, quien los había llamado abría la sesión con un discurso en el que exhortaba a proceder contra “la infamia sin ejemplar cometida por los traidores replegados cobardemente en Veracruz”.88 Seguía la lectura de los textos arriba mencionados, la votación y el acuerdo siempre unánime, a saber, el total rechazo de las negociaciones con Estados Unidos, así como la disposición de ayudar a defender la “independencia”. En las juntas militares, del discurso se pasaba a la aclamación.89
Se redactaba después el acta dirigida al gobierno supremo, donde se protestaba ante “la faz del mundo entero y de la república”.90 Se solía afirmar que los asistentes se habían congregado de manera espontánea, libre;91 se presentaban las medidas a tomar y describía cómo se deliberó y decidió, “todos unísonos”.92
Hay en el archivo un sinnúmero de adhesiones individuales,93 pero predominan las grupales, como evidencian las numerosas firmas que contienen. Una particularidad -propia de la época- es el uso excesivo de adjetivos y superlativos, lo cual daba a los escritos un carácter melodramático. Así, los vecinos de Cuautitlán se dijeron abrumados porque se les vendiera “como humildes o indefensos corderos”.94 Se acudía a las turbadoras cuestiones religiosas, capaces de agitar mayormente a la población, desde los debates del Constituyente y la promulgación de la tan odiada Constitución de 1857. En Tepeaca, en el departamento de Puebla, se afirmó que “la adorada religión de nuestros padres [era] vilmente hollada por los que se apodan liberales”.95
Las autoridades superiores inmediatas recibían las actas y las enviaban al Ministerio de Gobernación, que por lo común transmitía el agrado y gratitud del Supremo Gobierno por ellas y la esperanza de que los conceptos vertidos hallaran “eco en todos los corazones de los buenos mexicanos”.96 A veces disponía publicarlas en el Diario Oficial, para que existiera un “testimonio público del patriotismo de los buenos mexicanos […]”.97
Estos colectivos e individuos culpaban a los liberales de todos los males de la patria deshecha por la guerra civil.98 Los llamaban “demagogos, que es sinónimo de vil y traidor”;99 “hombres sin pudor ni conciencia […] depravados”;100 “parricidas alevosos”;101 “mal aventurados blasfemos, incendiarios, raptores, voluptuosos, ladrones y asesinos”;102 “hijos desnaturalizados”.103 Estaban “degradados con el robo, el estupro, el incendio” y eran culpables de la “impiedad más escandalosa”.104 En la guerra que venían librando, habían “violado y ultrajado desde el magnífico templo en que se adora a Dios, hasta la humilde choza del campesino, y se han robado desde la propiedad de la Iglesia consagrada al culto del Señor, hasta la del más pobre traficante”.105 Se les denunciaba, pues, por renegar de las “creencias nacionales”.106
Los vecinos de Tepeaca llamaban a Juárez y “sus sectarios […] infames enemigos de la nacionalidad de México”.107 Los acusaban de estar dispuestos a vender la independencia del suelo que los vio nacer,108 deseando convertirlo “en la ridícula parodia de la república vecina”.109 Para eso ofrecían a “sus nuevos señores” “el aurífero territorio de Sonora” y “el rico y codiciado Tehuantepec”,110 así como ventajas que arruinarían el comercio nacional y extranjero y la industria naciente.111 Y todo “por un puñado de despreciable moneda”.112
Las actas abundan en los motivos liberales para suscribir un tratado tan lesivo para la nación: imponer “su maléfica influencia […] sin comprometerse seriamente con nuestra nacionalidad”,113 obtener recursos para la guerra,114 buscar en “la ruina” de la patria “los medios de salvarse de los grandes crímenes que han cometido”115 y “vengarse de aquellos que los han hecho morder el polvo en cien batallas”.116
Los signatarios de los pronunciamientos definían el partido liberal como “el más insolente y descarado profanador de los principios sociales”,117 poseedor de “la astucia de la serpiente”, listo para engañar a los incautos.118 El primer ministro plenipotenciario de Estados Unidos le había inoculado la “infernal pus”.119 El liberalismo, advertía el juez de Tepatitlán, Jalisco, se oponía “al triunfo de la verdad, al de la justicia, y las ciencias, y para decirlo de una vez [era] el enemigo de la humanidad”.120 Se comparaba con sus seguidores con las poco previsoras y cobardes “repúblicas de Cholula, Tlaxcala y Huejotzingo”, que se sometieron a Hernán Cortés,121 y acabaron por ser derribadas por aquellos a quienes apoyaron.122 Algunos eran más positivos; así, los reunidos en el juzgado de letras del Mineral de la Luz, Guanajuato, declararon que los traidores de Veracruz eran “el instrumento de que se sirve Dios para salvar a las naciones: porque tanta infamia da la voz de alarma, despierta el patriotismo de los buenos, hace sacudir el indiferentismo, y recobrado el pueblo su dignidad, su honor y su deber, se levanta, se reivindica y se salva”.123
La representación que estos individuos y corporaciones se hacían de Estados Unidos era muy negativa. Lo pintaban como el “enemigo eterno de nuestra nacionalidad e independencia”,124 como un adversario “natural”.125 El recuerdo de la última guerra estaba muy presente: la población de Tlalnepantla declaraba que ese país, “asesinando víctimas, avanzó su planta inmunda, hasta profanar con el pabellón de las estrellas, el lugar en que flameaba la de las Tres Garantías […]” en 1847.126 El subprefecto y comandante militar de Tepatitlán recordó además la usurpación de Texas y cómo se sacrificaba “a nuestros hermanos vilmente en las Californias”.127
Para los conservadores, los estadounidenses eran proclives a todos los vicios y actuaban con hipocresía, cálculo, avaricia, alevosía e insidia.128 Hacia México, su política había sido “maquiavélica”, explotando las discordias internas,129 “introduciendo doctrinas y reformas anticatólicas y disolventes, y seduciendo hipócritamente con ellas a algunos mexicanos […] cegados y pervertidos”,130 menospreciando a “nuestra raza”,131 al acecho, “no sólo para engrandecer su país […], sino hasta borrar, si esto fuese posible, el nombre de nuestra nación”.132
Por supuesto, el Tratado McLane-Ocampo era visto como “una horrible traición”,133 un “crimen escandaloso”134 que se proponía “aniquilar nuestra nacionalidad”,135 dando fin a la independencia, poniendo a la nación “en la triste y degradante posición de ser sierva en donde tiene un indisputable derecho para aparecer como señora”,136 y condenando a sus habitantes a ser extranjeros en su país.137 Para colmo, el susodicho arreglo amenazaba en forma directa “la augusta religión del crucificado”.138
Las actas insistían una y otra vez en que Benito Juárez y sus ministros carecían de legitimidad para suscribirlo pues la misma Constitución de 1857 exigía la ratificación del Congreso para celebrar tratados con una nación extranjera.139 Insistían también en los daños que causaría a México. El Ayuntamiento de Orizaba predecía “el degradante pupilaje de la del Norte […,] la desmembración de nuestro territorio […] la abolición del catolicismo por el ejercicio público de todos los cultos […] y asimismo la pérdida total de nuestra nacionalidad […]”.140
No obstante, pese a la mala voluntad hacia Estados Unidos, las actas y misivas traslucían la esperanza de que prevalecieran la razón y la justicia en el Congreso de Washington, es decir, de que éste se percatara de las debilidades del tratado, que no se celebró “en forma ni con parte legítima” facultada para enajenar los derechos nacionales.141 Se deseaba que lo desechara “como ofensivo” para su propio honor,142 y reparase en el “escándalo y la alarma que puede suscitar entre las potencias europeas […]”.143
Sin embargo, los pronunciamientos no eran ingenuos: mostraban que no podía confiarse en las últimas, ocupadas en sus asuntos, y que buscar “la protección de cualquiera nación […] sería incurrir en la misma falta o crimen que han cometido los constitucionalistas”.144 Más valía, entonces, confiar en sí mismos, en particular en el general presidente, quien a “la infamia y la traición de sus adversarios, opone la abnegación, la lealtad y el valor proverbial de que tantas pruebas ha dado”.145 Se creía que a él estaba reservado “borrar la mancha que en 1847 cayó sobre el pabellón nacional del único modo que es posible borrar la, lavándola con la sangre de los traidores y de los enemigos extranjeros”.146 A él se ofrecían lealtad, obediencia y sumisión.147
Para muchos, oponerse al tratado era proteger “el sentimiento religioso”, amenazado por los demagogos y “sus impíos ataques a la Iglesia católica de México”.148 En tal sentido, los vecinos de San Cristóbal de la Barranca, Jalisco, aseguraban:
[…] defenderemos nuestra santa religión hasta derramar por ella la última gota de nuestra sangre; la protegeremos delante de Dios, a quien pedimos su socorro para poderlo cumplir, pues no podemos sufrir los atentados sacrílegos que los enemigos del orden han cometido y están cometiendo a la Santa Iglesia, sus ministros, a las imágenes de los santos y, lo que nos llena de horror, que ultrajen al Santísimo Sacramento, ¡sacrilegio horrendo! para saciar los siniestros y nefandos intentos.149
Asimismo, la mayoría conservadora se declaró lista para “sostener a todo trance la independencia de la república como nación soberana y libre”.150 Tenía la certeza de estar mejor preparados para “rechazar al invasor” que 20 años antes,151 y se sabría hacerlo o “sucumbir con gloria antes que soportar una degradante dominación extranjera”.152 La prefectura de Guanajuato enumeraba las razones:
[…] la existencia de un ejército aguerrido, con generales, jefes, oficiales y soldados expertos, disciplinados y valientes; la defensa de una causa santa; la conservación de nuestra raza latina; el prestigio de un gobierno unitario y compacto, que se apoya en la verdadera opinión nacional; la unión sólidamente establecida de los departamentos con el centro administrativo, y sobre todo, la protección especial, visible y manifiesta que hemos recibido de la Divina Providencia […].153
Las distintas autoridades y colectivos revisados concluían que, gracias al tratado, la nación no estaba más dividida en liberales y conservadores, sino en “mexicanos amantes sinceros de la gloria y buen nombre de su patria” y “mexicanos que todo lo sacrifican, aun lo más justo y querido, al espíritu ciego de partido”.154 De tal modo, el pueblo de Cajitlán, Jalisco, reve ló que hasta entonces optó por ser neutral en la guerra civil, pero que al tratarse “de una traición, y de que la nación mexicana sea sojuzgada por una nación extranjera, no puede menos que unir sus sentimientos a los de todos los buenos mexicanos queriendo antes sucumbir en la lid, que ver a su posteridad reducida a la más degradante esclavitud”.155
Conclusiones
La política de James Buchanan hacia México luego de reconocer al bando liberal en la Guerra de Tres Años y, sobre todo, durante y después de las negociaciones que llevaron al Tratado McLane-Ocampo, alarmó a los conservadores, del gobierno nacional a la prensa, las corporaciones y los pobladores de las regiones dominadas por sus tropas.
La reacción de las autoridades supremas partió del principio de que, para obtener la protección de Estados Unidos, los liberales estaban dispuestos a conceder todo, sin importarles arriesgar la soberanía nacional, por una suma miserable, y que ese país no actuaba por simpatía hacia ellos, sino para adquirir más territorio.
El discurso del presidente Miramón y de la secretaría de Relaciones fue en el sentido de convocar a guarecer el honor y la independencia, advertir sobre el peligro inminente de desaparecer como país y remitirse al juicio del mundo civilizado sobre la conducta del vecino del norte y sus comparsas mexicanos, al igual que sobre la defensa y dignidad mostrada por ello. Expresaban sorpresa porque, para seguir extendiéndose, Estados Unidos se hubiera prestado a causar nuevos infortunios a México, tan sólo por procurarse ventajas, y apelaban a un argumento jurídico: según la Constitución de 1857 sostenida por el gobierno contrario, éste no tenía facultades para suscribir el nefasto tratado. A la vez decían esperar que no se ratificara y se respetase el derecho internacional.
Este discurso fue replicado por la prensa de la ciudad de México y otras poblaciones de la República, si bien de manera más extrema, al acusar a los liberales de cometer un delito de lesa nación, prevenir sobre el peligro mortal corrido por la nación y la religión católica amenazada por el protestantismo del vecino angloamericano y acusar a éste de oportunista, por valerse de la debilidad mexicana para crecer a costa de los pueblos hispanoamericanos. Recurrían al argumento de que la opinión pública estaba indignada y más que preparada para ofrecer su brazo armado a las autoridades supremas. Pero, en contraste, decían confiar en que el Senado del país vecino repudiara las intrigas siniestras de los gobiernos de Buchanan y Juárez.
El conservadurismo desarrolló una estrategia en dos partes: por un lado, acudió a las naciones amigas para denunciar por medio de sus enviados el abuso de poder cometido por Estados Unidos, y avisarles que, de insistirse en el tratado, México iría a la guerra. Por el otro, remitió los documentos emitidos, junto con ejemplares del Diario Oficial, a todas las entidades donde dominaban sus tropas, para movilizar a la población en su favor y ganar respaldo para su proyecto político y militar.
Los efectos de este discurso nacionalista y a veces exagerado fueron desiguales. Fracasó con las potencias europeas, no deseosas de involucrarse en la guerra civil mexicana. Pero, al menos a corto plazo, tuvo éxito en que parte de la población, individual o corporativamente, condenara la que juzgó una conducta traidora de los seguidores de Juárez. De hecho, la alarma creció ante una política que parecía arriesgar la soberanía nacional y los numerosos pronunciamientos al respecto son posicionamientos en favor o en contra de la política liberal y de adhesión al Supremo Gobierno conservador.
Sin duda, estas manifestaciones estaban condicionadas por las diversas instancias de poder y por ende no resultaban ser tan libres. Así, se observa en ellas un discurso en el que se mezclaban los problemas internos y externos, se repetía que ni Juárez ni sus ministros contaban con la legitimidad necesaria para suscribir un tratado como el McLane-Ocampo y que no actuaban según la Constitución que tanto defendían. Externaban también la confianza en que el Poder Legislativo en Washington se percatara de que el acuerdo carecía de validez, ofendía su propio honor e inquietaría a las potencias europeas y que, por tanto, actuase con justicia y sensatez. Tal confianza en la división de poderes en Estados Unidos contrastaba con la percepción política tradicional, caracterizada por la fe ciega en el caudillo -en su caso el presidente Miramón- y la certeza de contar con la protección divina.
Es interesante observar cómo estos colectivos e individuos del mundo conservador culpaban a los liberales de todos los males de un país deshecho por la guerra civil. Los acusaban de ser enemigos de la nacionalidad mexicana y conceder todas las ventajas a Estados Unidos, sin importarles los perjuicios que causaban. Les dolía en particular el daño sufrido no solo por la Iglesia, sino por la fe católica, y para muchos era su obligación defender “el sentimiento religioso” amenazado por “los demagogos”.
Asimismo, tenían una visión muy negativa de Estados Unidos. Le imputaban haber sido enemigo de la independencia y nacionalidad de México desde los tiempos de Joel R. Poinsett y haberlo probado sobradamente con la anexión de Texas, la guerra que bañó en sangre a su vecino del sur y la conducta hacia los mexicanos que vivían en sus territorios. Por tanto, no dudaban en concluir que el Tratado McLane-Ocampo constituía una horrible traición y sometía tanto a México como a sus habitantes a Estados Unidos, y en declararse dispuestos a tomar las armas y dar la vida si resultaba necesario.