La labor que desempeña la policía es esencialmente educativa, es el vehículo mediante el cual los ciudadanos piensan bien o mal de un gobierno, es el termómetro de la cultura de un pueblo, o el espejo de la organización administrativa de una población.
Revista de Policía (25 feb. 1926)
Durante los primeros días de septiembre de 1923, con motivo del cese de tres comisarios por actos de corrupción, un editorial del periódico capitalino El Universal manifestó lo siguiente:
Mientras la policía metropolitana, la que está en inmediato contacto con el pueblo, la que acciona sobre la masa de los ciudadanos, lejos de tener el prestigio de seriedad y de corrección necesarios para ejercer sobre los habitantes una influencia moralizadora, obre como disolvente, como fermento putrefactor, la policía no sólo no será útil, además resultará dañina y contribuirá a excitar en el público la sorda resistencia y el odio que hay en contra de la autoridad policial.1
A pesar de su brevedad, la cita anterior resguarda dentro de sus líneas dos fenómenos presentes en las relaciones que se solían establecer entre los gendarmes de la Inspección General de Policía y los habitantes de la ciudad de México durante la década de 1920. Por un lado, remarca cómo los uniformados llevaban a cabo sus labores de maneras desproporcionadas e ilegales. Por otro, justifica la resistencia violenta que los oficiales solían encontrar en las calles y vecindades. Siguiendo los argumentos presentados por la nota hasta su clímax lógico, se podrían elaborar las siguientes premisas: si la policía no era respetable, no merecía la obediencia de la población. En ese sentido, una mala policía sólo podía esperar respuestas negativas y el más brutal de los odios.
La legitimidad, entendida como la aceptación normativa y empírica de reglas de comportamiento establecidas por autoridades externas a los individuos, es fundamental cuando se hace alusión a la institución policial. Jesús Requena Hidalgo, doctor en geografía e inspector de la Policía de la Generalitat-Mossos d’Esquadra, menciona que la legitimidad policíaca descansa en tres componentes: 1) el consentimiento voluntario por parte de los ciudadanos de la autoridad que representan los policías, 2) la actuación de las autoridades conforme a derecho y 3) la existencia de una afinidad moral entre las autoridades legales y los gobernados. Según este modelo, la coexistencia de los elementos mencionados tiene como resultado la colaboración pacífica de la ciudadanía con los cuerpos de policía. De la ausencia de alguno de ellos, por el contrario, brotan semillas de descontento, injusticia y violencia.2
Tomando como base lo anteriormente expuesto, el objetivo de este artículo es el rastreo de las lógicas subyacentes en los enfrentamientos violentos entre la policía y los habitantes de la ciudad de México en los años que van de 1920 a 1928. El año de inicio encuentra su justificación en la llegada de Álvaro Obregón a la presidencia de la República. Dicho acontecimiento fue medular en la gestación del nuevo orden posrevolucionario que comenzó a expandir su sombra a lo largo del país. El año de cierre, por su parte, toma como sustento la desaparición del sistema municipal en el Distrito Federal. Como colofón de este acontecimiento, una ley promulgada el 31 de diciembre de 1928 suprimió la Inspección General de Policía y creó la Jefatura de Policía del Distrito Federal (centralizando con ello las labores policíacas en todo el Distrito).3
Si bien la policía metropolitana de las primeras décadas del siglo pasado ha sido objeto de interés de diversos trabajos historiográficos, se ha escrito muy poco acerca de la violencia que caracterizaba sus relaciones cotidianas con la población citadina. Las investigaciones existentes se han concentrado en analizar la formación de su sistema profesional-burocrático,4 en indagar la imagen pública de sus agentes5, en explorar el arribo de elementos femeninos a sus filas6 y en averiguar los fundamentos estructurales que permitieron sus actos de corrupción e impunidad.7
Quizá el artículo que más se ha interesado en inquirir acerca de la violencia manifestada entre policías y ciudadanos es el que Diego Pulido tituló bajo el nombre de “Profesional y discrecional: Policía y sociedad en la ciudad de México del Porfiriato a la Posrevolución”.8 No obstante, ya que dicho estudio restringió sus pesquisas a las primeras dos décadas del siglo (en el entendido de que “la autoridad nunca es más visible que cuando se difumina”), sus resultados responden en mayor medida a los vericuetos anárquicos ocasionados por el proceso revolucionario que atravesó el país a partir de 1910.
Durante el transcurrir de los años veinte, por el contrario, se empezó a instaurar el sistema político posrevolucionario. Aunque incipiente, sus diversas ramificaciones establecieron conduc tas y reglas del juego que los diferentes actores de la sociedad mexicana debían seguir. En este contexto, la Inspección General de Policía actuó como el escudo y el garrote del nuevo Estado en la ciudad de México. Bajo su responsabilidad no solamente se encontraba la vigilancia sobre los grupos criminales, sino también, y sobre todo, el resguardo del orden político y social de la urbe. A partir de este marco de referencia, ¿cuáles fueron las causas que accionaban la violencia entre policías y ciudadanos? La proposición de la que parte este trabajo explica que la existencia de la violencia generalizada respondió a la conjunción de seis fenómenos: 1) la complicidad entre policías y criminales, 2) el monitoreo clasista de las clases populares, 3) la labor represiva del Estado sobre manifestaciones que buscaban reivindicaciones sociales, 4) los abusos de autoridad y las imprudencias que los gendarmes cometían cotidianamente en su labor, 5) el hartazgo que la sociedad manifestó alrededor de los cuatro elementos anteriores, y 6) las demostraciones de prepotencia de la élite política frente a los uniformados.
En su conjunto, los seis fenómenos enunciados apuntan hacia una revalorización de la violencia entre policías y ciudadanos. Esta última, como se verá a lo largo del artículo, no sólo era la explosión natural de tensiones cotidianas, sino también la manifestación de actos simbólicos que ponían en tela de juicio la legitimidad del nuevo Estado en un contexto revolucionario. Muchos ciudadanos alzaban la voz y llegaban a los golpes cuando los cuerpos policíacos emprendían acciones que, a su parecer, eran intolerables dentro de un sistema cuya razón de ser, al menos en el discurso, era la justicia social.9 A esta percepción negativa sobre la policía hay que añadir que, a diferencia del ejército, ella no sufrió grandes reestructuraciones tras la contienda armada.10
Con el afán de sistematizar de mejor manera la información recabada y la interpretación construida a partir de ella, he dividido el contenido de este escrito en tres secciones. En la primera se dará especial atención a la configuración de la ciudad y a algunas dinámicas sociales que tenían lugar en ella y que eran objeto de atención de las autoridades policíacas; en la segunda, se reparará en los diferentes escenarios en los cuales los policías reprendían a los ciudadanos; en la tercera, se dará cuenta de los casos en los cuales los habitantes capitalinos reaccionaban de forma violenta ante la presencia de los oficiales.
Las fuentes en las que me he auxiliado para la construcción de este texto son diversas. En primer término se encuentran los archivos judiciales. Dentro de sus líneas se resguardan los vaivenes de los juicios abiertos por casos de abusos policiales y de ultrajes a la policía. De forma tangencial, la Revista de Policía, editada entre octubre de 1925 y agosto de 1927, me ha permitido acercarme al punto de vista de los líderes de la corporación con respecto al constante intercambio violento entre sus subalternos y los habitantes de la metrópoli. Por último, aunque no menos importante, los periódicos metropolitanos me han ayudado a visualizar episodios violentos protagonizados por gendarmes a través de sus siempre tétricas notas rojas.11
Durante los años revisados para realizar esta investigación, como ya se ha establecido, las labores de vigilancia de la ciudad estaban comandadas por la Inspección General de Policía, la cual ejercía el mando supremo sobre cinco corporaciones diferentes. Entre estas últimas se encontraban las comisiones de seguridad (encargadas de investigaciones judiciales), la gendarmería montada (encargada de vigilar las afueras de la ciudad y sus caminos), le gendarmería de a pie (encargada del patrullaje de las calles), el departamento de bomberos (encargado de labores de auxilio y de la represión de manifestaciones ilegales) y el departamento de tráfico (encargado del monitoreo de vehículos). Cabe añadir que, entre 1923 y 1927, una nueva ola de gendarmes, bautizados como técnicos por haber sido instruidos durante tres meses según el plan de estudios de una efímera Escuela Técnica de Policía, se unieron a la tarea de vigilar y mantener el orden de la capital.
Una urbe tumultuosa de violencia y crimen
Quizá una de las consecuencias más notorias de la situación caótica causada por la Revolución fue el impresionante aumento en la población de la capital. En primera instancia, tomando en cuenta los resultados provocados por todo conflicto armado, esta afirmación resulta contradictoria.12 No obstante, a pesar de las pérdidas humanas que produjo, la guerra también contribuyó a la redistribución de la población en el territorio nacional. Con sus estallidos violentos en el interior de la república, la revolución desplazó a miles de campesinos y trabajadores al centro del país. Según los censos de la época, a través de la constante migración interna, la ciudad pasó de 471 066 habitantes en 191013 a 615 367 en 192114 y a 1 029 068 en 1930.15
El crecimiento demográfico tuvo su equivalencia en la ampliación espacial de la ciudad, la cual logró la conurbación de la capital con las hasta entonces municipalidades foráneas de Azca potzalco, Tacuba, Tacubaya, Guadalupe Hidalgo, Mixcoac, General Anaya, Coyoacán y Tlalpan a finales de la década aquí estudiada. Mientras en 1910 la metrópoli contaba con 40.5 km2, para 1930 llegó a los 86 km2 de extensión. Este fenómeno fue posible debido al constante deslindamiento de terrenos baldíos. Ernesto Aréchiga Córdoba defiende que, a pesar de la existencia de una legislación rigurosa en materia de urbanización, y de la organización de los habitantes de la ciudad en juntas de vecinos, juntas de mejoras materiales y sindicatos de vecinos que buscaban exigir los servicios necesarios para una vida digna, los fraccionadores urbanos fueron quienes terminaron imponiendo sus condiciones. Su triunfo, basado en el máximo beneficio particular posible, conllevó la creación de un sinnúmero de barrios y colonias sin servicios urbanos, en los cuales sus habitantes, cuya mayoría era de extracción popular, vivían en condiciones de hacinamiento y miseria.16
En 1923 el gobierno federal reparó en lo problemático que resultaba el crecimiento urbano y poblacional de la capital para el rubro de la seguridad pública. El 22 de enero, Álvaro Obregón firmó un acuerdo para establecer dos subcomisarias que se encargaran de auxiliar a las ocho ya existentes. A la primera de ellas, ubicada en el noroeste, se le dió como tarea sortear las consignaciones que hiciese a la primera, tercera y quinta comisarías. La segunda subcomisaria, localizada en el sureste, redirigió sus consignaciones a la octava comisaria. Otro punto importante establecido en este acuerdo fue la creación de la undécima compañía de la gendarmería de a pie. Este nuevo cuerpo, formado por doscientos gendarmes con sus respectivos oficiales, fue repartido entre las dos nuevas oficinas burocráticas.17 Tres meses después, estas últimas fueron transformadas en la novena y décima comisarías respectivamente.18
Dentro de las preocupaciones del sistema policíaco, al desproporcionado aumento de individuos en la ciudad se le sumó la proliferación de armas de fuego. En un estudio sobre los homicidios en riña entre 1920 y 1940, Saydi Núñez Cetina encontró que en una muestra de 52 procesos penales, 30 de los acusados utilizaron pistolas para defenderse o matar a su oponente.19 Bajo el título de “pistolamanía”, la policía se refería a la tendencia de resolver los problemas a balazos de la siguiente manera:
Muy raro es el ciudadano que no lleva a la cintura, como distintivo de hombría, una 32 o una 38 dispuesta a salir al aire por un “quítame allá esas pajas” […]. El porcentaje dominador y elocuente de los delitos de sangre se debe a esta costumbre y hombres que quizás desarmados serían incapaces de un desmán o cuando menos tendrían una loable prudencia, llegan hasta el crimen irreflexivo sólo porque se sienten respaldados por un arma.20
Durante el periodo que abarca esta investigación, las autoridades policíacas emprendieron múltiples campañas de despistolización, mismas que encontraron resistencia por parte de la población civil. Ante la amenaza de castigos severos a portadores de armas sin licencia, un ciudadano común esgrimió los siguientes argumentos: “Es un hecho comprobado que en esta capital el servicio de policía es ridículamente inútil. Por otra parte, y debido únicamente a tal deficiencia, la audacia de los asaltantes es cada día mayor. […] Si no se defiende uno mismo, llegando el caso, con un revolver, ¿qué haremos?”.21
El par de razonamientos anteriormente citados denotan un conflicto de medular importancia para el orden de la ciudad. Como era de esperarse, la policía veía en la portación civil de armas uno de los elementos explicativos del crimen. Los habitantes de la metrópoli, sin embargo, pensaban que estar armados disminuía el riesgo a que estaban sujetos de ser víctimas de atracos o, peor aún, de asesinatos. Los argumentos a favor y en contra de la portación de armas son un elemento a considerar dentro de la dura travesía estatal para lograr el efectivo control sobre los usos de la violencia.
Sin el afán de tomar partido, lo cierto es que la portación civil de armas multiplicó los eventos sangrientos que tenían lugar en la capital. Dentro de sus calles se enfrentaban constantemente grupos armados. En múltiples ocasiones las rivalidades eran protagonizadas por facciones políticas rivales.22 A pesar de la gran cuota de heridos que cobraban los enfrentamientos alrededor del Congreso y las campañas electorales, este tipo de conflictos eran permitidos e incluso auspiciados por el Estado con el afán de mantener a su cargo la administración y la dirección de la política en el ámbito local.23
En otras ocasiones, eran las bandas criminales las que obtenían las primeras planas de los periódicos. La aparición en escena de estas últimas indica la escalada de criminalidad que atravesaba el país en esa época. Carlos Roumagnac, criminólogo de la época, definió en 1923 a los malhechores organizados como criminales profesionales. Según sus palabras, éstos se caracterizaban por establecer organizaciones conformadas por
[…] reincidentes profesionales, a los que pueden haberse reunido novicios, que son los encargados de desempeñar los papeles secundarios en los trabajos del hampa. Estas organizaciones, llamadas bandas o pandillas, tienen sus jefes. La categoría de aquellas depende de la categoría de estos, y sus modos de proceder son casi siempre idénticos para cada una de ellas; es decir, se dedicarán de preferencia a determinada clase de hazañas.24
No se puede decir gran cosa sobre las actividades de las bandas criminales en la ciudad. Uno de los motivos de ello es la protección que recibían de las autoridades policíacas y judiciales.25 Quizá el grupo delictivo conocido como la banda del automóvil gris es uno de los ejemplos más sobresalientes. Entre 1915 y 1916 dicha organización se componía de individuos mexicanos y extranjeros que, al amparo de uniformes apócrifos, órdenes de cateo falsas y un automóvil gris, se adentraban en casas ajenas para robar. Las evidencias existentes sobre el caso permiten afirmar que dicha banda estaba coludida con las autoridades carrancistas de la ciudad.26
Ya que la colusión entre policías y criminales era ampliamente conocida y difundida por la opinión pública27, la policía puso su atención sobre ciertos individuos “sospechosos” para demostrar/disimular su eficiencia en la vigilancia. Estos últimos fueron los habitantes pobres de la urbe. El clasismo que despertaban justificaba esta posición.28 La policía declaraba abiertamente que su máxima preocupación se encontraba en el monitoreo de los barrios populares. Refiriéndose a la décima demarcación, cuyos límites se situaban entre la Avenida Chapultepec, la Colo nia del Valle, la Calzada de la Piedad y la municipalidad de Tacubaya, la Revista de Policía reseñaba que “el perímetro que abarca es grande y extenso, pues toda ella no sólo se compone de ricas residencias, sino de pequeños barrios pobres que darían mucho quehacer a la policía, si no fuera por la vigilancia a que son sometidos”.29
Los barrios populares de la ciudad fueron víctimas de las constantes redadas o razias en contra de los “rateros” emprendidas por los gobiernos capitalinos. A partir de 1908, año de la instauración del castigo de relegación, numerosos grupos de personas, fuesen o no culpables de algún delito, eran detenidas, procesadas y enviadas a purgar condenas infladas en los trabajos forzados de las Islas Marías. Las múltiples detenciones se hacían con base en la intuición de los policías y en su supuesto conocimiento de las clases criminales.30
Mientras los grupos criminales bien organizados mantuvieron relaciones cercanas con la policía, los habitantes pobres de la ciudad fueron estigmatizados y detenidos. El cruce de los testimonios aquí presentados apunta a que un gran porcentaje de los individuos contabilizados dentro de las estadísticas de delincuentes sentenciados pertenecían a este último sector. Alfonso Quiroz Cuarón plantea una situación similar para la década de los treinta. Tras distinguir la criminalidad aparente (presente en las estadísticas) de la criminalidad oculta (que no llega al conocimiento de las autoridades), el autor menciona que
[…] la criminalidad aparente es, por otra parte, criminalidad proletaria, corresponde a la criminalidad producida por individuos de dicha clase social, que dados sus escasos recursos económicos difícilmente pueden pagar multas, cauciones, fianzas, depósitos, hipotecas, ni menos aún abogados hábiles ni, tampoco, sufragar los gastos que implica el uso de la complicada maquinaria de explotadores (que en sí misma es representativa de un caso grave de criminalidad oculta) expertos en cohechar funcionarios inmorales y sobornar a empleados de segunda categoría de la administración de la justicia.31
En pocas palabras, una hipótesis plausible sugiere que mucha gente común fue sacrificada ante los tribunales de justicia. El sacrificio de individuos inocentes o de bajo perfil para lograr la preservación de actores corruptos o criminales fue una práctica constante dentro de la corporación policial.32
Los pobres de la ciudad, por su parte, sabían perfectamente que su situación económica y social los hacía blanco de las sospechas y castigos del sistema judicial. Prueba de ello son las inscripciones encontradas en los muros de los sótanos de la Inspección General (utilizados como separos hasta su clausura en agosto de 1928). Una de estas inscripciones, como un verdadero “documento tallado en la piedra”, permite apreciar “la queja de un escéptico”:
No crean en la justicia de los hombres.
En este lugar maldito,
Donde reina la tristeza,
No se castiga el delito,
Se castiga la pobreza […]33
Un testimonio menos emotivo, pero igualmente cargado de desconfianza a las autoridades policíacas, demuestra el choque entre el orden administrativo y los grupos populares en la ciudad. En septiembre de 1924, la Unión de Expendedores y Voceadores de periódicos celebró una fiesta en el Tívoli del Eliseo en la que se repartió ropa entre sus miembros. La Unión había obtenido de antemano el permiso del gobernador del Distrito Federal para contar con la presencia de la banda de policía en el acto. Sin embargo, la corporación musical no asistió. La razón de ello fue que ésta, bajo las órdenes de Pablo Meneses, secretario de la Inspección General, había sido enviada a una kermés celebrada en el Colegio Franco-Mexicano. La unión, indignada, publicó en la prensa una queja en la que se lee que “a pesar de que ya el orden de cosas establecido ha venido a dar mayor igualdad a los hombres […] hay aún personas que sienten profundo desprecio por los humildes”.34
Tanto el poema encontrado en las celdas de la Inspección, como la nota de la Unión de Expendedores, más allá de sus fuerzas poéticas y melancólicas, nos permiten reflexionar acerca de la forma en que era percibida la institución policial entre las esferas humildes de la ciudad. La resignación ante la clasista justicia de los hombres era precedida por un reconocimiento de que ello no debería ser permisible en un momento en el cual, supuestamente, la igualdad debería de reinar sobre todas las relaciones humanas.
Establecidos ya los escenarios en los que transitaban los protagonistas del drama aquí narrado, y puestas sobre la mesa las múltiples sospechas existentes entre ellos, el siguiente paso es sacar a la luz los episodios violentos que sucedían cuando la policía y la sociedad capitalina se encontraban cara a cara en igualdad de condiciones. Los oficiales tenían de su parte la organización y las armas; los ciudadanos, la cantidad y el anonimato.
Represión, abusos de autoridad e imprudencias
La represión fue uno de los elementos más utilizados por el gobierno para sofocar las constantes huelgas que poco a poco llenaban el centro de la ciudad de consignas políticas y sociales. La legitimidad de la represión se basaba en la negación por parte de las autoridades del permiso necesario para llevar a cabo las manifestaciones. Es relativamente fácil caer en cuenta de que dicho permiso sólo se otorgaba cuando los marchantes carecían de un mensaje crítico o de un contenido discursivo potencialmente subversivo. Las “espontáneas” demostraciones multitudinarias de apoyo a los candidatos oficiales o a los presidentes en turno nunca tuvieron mayores dificultades para llevarse a cabo. La huelga inquilinaria que pugnaba por el mejoramiento de las condiciones de vida existentes en las colonias populares, por otra parte, enfrentó una férrea represión.
Organizado por el incipiente Partido Comunista Mexicano en marzo de 1922, el Sindicato Inquilinario del Distrito Federal afilió a miles de colonos en un par de meses. Esgrimiendo la estrategia de la acción directa, los sindicalizados dejaron de pagar rentas, evitaron el desalojo de colonos “morosos”, restablecieron a los que habían sido echados a la calle y emprendieron una campaña de mejoras materiales con el dinero detenido de las rentas. Ante un movimiento de masas con un potencial tan explosivo, el gobierno decidió intervenir de forma cautelosa. Primero que nada, creó un sindicato amarillo de inquilinos con ayuda de la CROM. En cuanto se percibió el debilitamiento interno del Sindicato Inquilinario, la policía entró en escena. La represión de las manifestaciones en las calles, la vigilancia de los desalojos y la detención o desaparición de los líderes del movimiento fueron algunas de las estrategias que utilizaron.35
Las huelgas de comerciantes minoristas también enfrentaron la violencia policial. El primero de agosto de 1924, locatarios de mercados y vendedores ambulantes convocaron a una manifestación en contra del aumento en las cuotas por derecho de piso. La manifestación se llevó a cabo a pesar de no haber recibido el permiso necesario por parte del gobierno del Distrito. Aun tras haber sido disuelta por la gendarmería en dos ocasiones, poco más de mil manifestantes llegaron a las puertas del palacio municipal. Allí, una comisión de los quejosos entró en el edificio para conferenciar con el presidente municipal Marcos Raya. Mientras se llevaban a cabo las gestiones, en la Plaza de la Constitución sonó una descarga de armas de fuego. Muchos manifestantes huyeron. Otros tantos enfrentaron a los cuerpos de vigilancia a pedradas. Fue entonces cuando los bomberos repartieron chorros de agua a presión. El saldo del enfrentamiento fue de un muerto, siete manifestantes heridos de bala y dos bomberos con contusiones por impactos de piedras.
Como era de esperarse, circularon muchísimas versiones sobre los acontecimientos. Una de ellas, emitida por el Partido Radical Obrero, permite apreciar todo un discurso de legitimidad y criminalidad estatal emanado de la revolución. En un telegrama a Obregón, A. Alfaro I., subsecretario general del partido, se expresó de la siguiente forma:
Acusamos de este brutal atentado a los indignos políticos que inmerecidamente controlan el Ayuntamiento de esta capital, quienes no encontrándose identificados con el pueblo ven indiferentes sus dolores y no respetan ni su sagrada vida. Bochornosa tragedia denunciamos recuerda tétricas matanzas realizábanse durante pretorianismo huertiano [sic.]. Quienes vemos en usted al genuino representante de nuestra Revolución social, estamos seguros que condenará tales excesos y hará aplíquese ejemplar castigo a los responsables.36
La manifestación ferrocarrilera del 13 de enero de 1927 ante el local ocupado por la Confederación de Transportes y Comunicaciones de los Ferrocarriles tuvo un destino similar. En el boletín emitido por los ferrocarrileros se denunció que algunos de los cuerpos de vigilancia llegaron en los camiones del servicio exprés de los Ferrocarriles. Además, se dijo que estaban comandados por Juan N. Martínez, jefe del departamento especial de Ferrocarriles.
Y no se limitaron, que debieran ser agentes del orden, a disolver el grupo que se encontraba en la calle, sino que penetraron dentro de nuestras oficinas y sacaron a cuantas personas encontraron, golpeándolas con los cañones de sus armas. Los archivos de esta confederación fueron mojados con las duchas, los muebles deteriorados y los cristales de las ventanas rotos, resultando heridos seis o siete de nuestros trabajadores, algunos de ellos de gravedad. Esta Confederación eleva su más enérgica protesta ante la opinión pública por este atentado, digno de los negros días de la dictadura, y hace notar que la policía fue puesta a disposición de la Empresa de los Ferrocarriles, para pisotear nuestros derechos.37
Por medio de este tipo de declaraciones, el sector laboral de la ciudad expresaba dos opiniones susceptibles de ser resaltadas de acuerdo con el tópico de este escrito. En primer lugar, con ellas denunciaban que el comportamiento de la oficialidad policíaca era anacrónico ya que no caminaba en concordancia con los tiempos inaugurados por la revolución. En segundo lugar, de acuerdo con lo visto en el apartado anterior, con ellas también ponían en duda la teórica imparcialidad de la policía. Para este grupo, los cuerpos de vigilancia estaban al servicio de empresarios y empleadores.
Si bien es imposible negar el enfoque clasista de la policía, tampoco se puede afirmar que sus esfuerzos estuvieran totalmente dirigidos por los grupos socioeconómicos altos. Quien dirigía sus acciones, al final de cuentas, era la élite gobernante. El conflicto religioso es prueba de ello.38 Las acciones represivas en dicho rubro se dieron a las afueras de los templos ubicados en colonias acaudaladas en contra de señoras de clase media alta y alta. Las autoridades de la Inspección aprovecharon las posibilidades que estos episodios les ofrecían para abogar por la imparcialidad de la corporación: “la policía no debe hacer distinciones y si hijas de reyes o crías de pescadores alteran el orden público, a princesas reales y a pescadoras descalzas debe la policía reducir al orden”.39 La familia revolucionaria buscaba fervientemente establecer su proyecto de nación, sin importar demasiado quién se opusiese al mismo. En ese contexto, la policía fue una herramienta sumamente útil.40
Útil también para la represión de los criminales callejeros, personajes que ponían en duda la estabilidad social supuestamente alcanzada por el nuevo régimen. La policía fue brutal en sus métodos contra este tipo de maleantes. Se hablaba de que, para su exterminio, se usaban estrategias de “suicidio” en las celdas y de “fuga” en las calles. La muerte de los delincuentes se excusaba en su peligrosidad y en el riesgo que corrían los policías al enfrentarlos. José Ramos Jiménez, agente de las comisiones de seguridad, enfrentó un proceso que se prolongó por 27 días por el homicidio de un paisano que supuestamente lo había enfrentado. En las investigaciones se demostró que el disparo fulminante del agente se incrustó en la nuca del occiso, lo que sugería que este último huía al momento de ser alcanzado por la bala. La estrategia del abogado defensor de Ramos fue emprender la lectura de una lista de gendarmes asesinados en los meses anteriores al juicio. A pesar de la existencia de las pruebas necesarias para demostrar el uso excesivo de la fuerza que imprimió el acusado en su labor, el jurado lo liberó de cualquier responsabilidad.41
Muchos años después, el viejo Roberto Cruz, inspector general de policía entre 1925 y 1928, se mantenía aferrado a la versión de asesinatos necesarios. Olvidando los métodos que solían emplear sus oficiales, ante la pregunta de si sus subordinados asesinaban durante su gestión, el general retirado contestó:
A sangre fría, como sanguinario vulgar, nunca. Pero a impulsos de la disciplina que yo había impuesto, seguramente muchas veces. Ocurría que la ciudad de México estaba en aquel entonces infestada de bandas de malhechores, de asaltantes, de ladrones, de viciosos, de todo tipo de maleantes. Eran maleantes armados que hacían frente a la policía. ¿Qué íbamos a hacer en casos así? Pues lo que hicimos: caerles primero y si sacaban las pistolas y hacían fuego, matarlos.42
Herramienta útil, sí, pero igualmente peligrosa. Los gendarmes seguían órdenes, pero también llevaban a cabo iniciativas personales. Dentro de ellas, los abusos de autoridad y la imprudencia jugaban un papel primordial. La tensión existente entre grupos estudiantiles y policías da muestras de ello. La actitud festiva de unos y el celo irreflexivo de otros solía dar paso a represiones feroces y retenciones arbitrarias. Según el parecer general, los gendarmes se ensañaban con los estudiantes pues los utilizaban como conejillos de indias para lograr llenar sus hojas de servicios. En esos casos, las autoridades de la Inspección reconocían los errores de sus oficiales, dejando inmediatamente en libertad a los detenidos.43
La imprudencia de los policías se acentuaba cuando aparecían los gendarmes técnicos y las armas. Este tipo de oficiales, supuestamente mejor preparados que los regulares, no reparaban en utilizar la fuerza en contra de cualquier individuo que cometiese un delito (mayor o menor) frente a él. Nadie estaba a salvo de su extrema diligencia. El gendarme técnico Jesús Téllez Estrada, por ejemplo, disparó sobre una joven mujer sólo por verla correr en la calle.44 Otro técnico accionó su revolver sobre un niño que buscaba colarse en una presentación taurina.45 Con motivo de las constantes persecuciones a balazos de choferes que infringían alguna ley de tránsito, un grupo de vecinos de la primera calle de San Miguel escribió una carta al presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928). En ella, después de quejarse de los “salvajes procedimientos técnicos” de los policías, le expresaron que
La gente consciente, está de acuerdo en que la policía, no se hace en tres meses, y creemos que un “práctico”, con varios años de servicios puede ser más útil. Nos causa admiración y estamos azorados, de que a estos mal llamados técnicos, siendo tan estúpidos y faltos de conocimientos, se les ponga de punto en el centro de México, para que se burlen de ellos los extranjeros que últimamente están invadiendo la capital, y para no dar garantías al comercio; pues estos novicios, deberían de ser mandados a practicar a la colonia la Bolsa o a los barrios más bajos de la ciudad.46
Los habitantes del centro de la ciudad, como se puede ver, expresaban sus reservas ante la presencia de los técnicos. Para ellos, este nuevo tipo de policía cargaba con la responsabilidad de la inseguridad que se vivía en las calles aledañas al zócalo capitalino. A pesar de que su parecer estaba respaldado con hechos,47 lo cierto era que la brutalidad policíaca se extendía sobre todos los rincones de la capital, sin importar mucho que sus protagonistas fuesen gendarmes “prácticos” o “técnicos”. No hace falta más que echar una mirada sobre las notas policíacas de los periódicos de la época para darse cuenta de ello.
Un último caso a resaltar tuvo lugar en la plaza de toros ubicada en la entonces colonia Condesa. Ante la cancelación de una corrida en 1925, la gente se amotinó. El conflicto subió de tono y los gendarmes comenzaron un tiroteo. Si bien la violencia comenzó por un acontecimiento particular, la misma se extendió en forma y nivel por la reacción policial: ante las violentas detenciones de algunos iniciadores de la trifulca, la multitud comenzó a arrancar tabloides y a aventar piedras.48 A toda acción corresponde una reacción. La violencia de los gendarmes generaba a su vez la violencia de los ciudadanos. Esta reflexión nos da la pauta para examinar las reacciones de ciertos sectores de la sociedad ante la intervención de los policías en su vida cotidiana.
Prepotencia, resistencia y venganza
Las ediciones de la Revista de Policía contaban con algunas novelas cortas. Una de ellas ponía énfasis en el sufrimiento que los miembros de la corporación padecían para lograr el bienestar ajeno. Una mujer, después de una catarsis desesperada surgida alrededor del sentimiento de inseguridad que le generaban la noche y su oscuridad, llega a la tranquilidad gracias al recuerdo de los uniformados que resguardan la ciudad: “Bendito sea el guardián honrado que esta noche me ha dado, sin saberlo, un poco de tranquilidad y de consuelo. Ya no tengo miedo, ahí está él, muy cerca de mi casa, acompañando mi soledad con su sacrificio”.49
El sacrificio desinteresado de los gendarmes no sólo era literario, también tenía su cabida en la vida cotidiana de la metrópoli. A finales de 1925, por ejemplo, el gendarme Ezequiel Pacheco Cruz salvó la vida de una niña arriesgando la propia en una “hórrida cloaca”.50 Este tipo de acciones fueron enaltecidas por el gobierno. Como premio a sus realizadores, las autoridades promovieron en la Ordenanza general para los cuerpos de policía la entrega de condecoraciones honoríficas denominadas “Mérito”.51 Nueve meses después de publicada la Ordenanza, en el Diario Oficial de la Federación se precisó que estas últimas serían de plata para jefes y oficiales y de bronce para los miembros de la Escuela Técnica y para la tropa.52
A pesar de los esfuerzos de las autoridades gubernamentales y administrativas por resaltar el valor de los oficiales de policía, los gendarmes no generaban ningún tipo de respeto. Hasta cierto punto es entendible. Los habitantes de la capital conocían los manejos inmorales de la corporación. Además, vivían en carne propia sus abusos e imprudencias. Los integrantes de la Inspección eran conscientes del rechazo que tenían entre los ciudadanos. Estos últimos se encargaban de recordárselos constantemente bajo los apelativos burlones de cuico o tecolote, los cuales hacían referencia a aves rapaces nocturnas que eran indicadoras de malos presagios. A su vez, sabían que se les solía considerar como individuos asalariados, brutales, injustos y tiránicos que se hacían cargo de una ruin ocupación y de un bajo oficio.53
La Inspección se quejaba continuamente del trato que recibían sus agentes en las calles. Nadie acataba sus órdenes, ni los sectores populares, ni los pertenecientes a grupos con condición sociopolítica alta, ni mucho menos los hombres investidos de cargos públicos. La actitud de los primeros se explicaba como resultado de la ignorancia;54 la de los segundos y terceros, de la prepotencia.55 A la distancia, la ignorancia no parece haber tenido mucho que ver en el asunto; la prepotencia, sí.
En agosto de 1925 un gendarme fue insultado y cacheteado por dos individuos que escandalizaban en estado de ebriedad. Las investigaciones posteriores dieron a conocer que los agresores eran, respectivamente, un reportero del Excélsior y un diputado del cuarto distrito electoral del estado de Sinaloa. Ante la reprimenda de un policía técnico, los hombres dieron muestras de su extenso vocabulario y de su capacidad para esbozar amenazas. Después de insultar de diversas maneras a los uniformados, los hombres les advirtieron que al día siguiente publicarían algunos párrafos en el periódico que dieran cuenta del acontecimiento, divulgándolo como un ataque perpetrado por la policía a gente de honorabilidad. El reportero y el dipu ta do razonaron que eso sería suficiente para que se les diera de baja de la corporación.56
Otros casos consultados demuestran la prepotencia de los grupos militares expresada sobre los policías. En uno de ellos, el teniente Antonio Soto, completamente alcoholizado, mató a un gendarme técnico por no ayudarlo a apresar a una mujer que pretendía.57 En otro episodio, el capitán Antonio Reyes disparó toda la carga de su pistola sobre un policía que pretendía arrestarlo por escandalizar en la casa de su hermana. No conforme con ello, comenzó una balacera con otros oficiales que acudieron al lugar para auxiliar a su compañero caído.58
Más allá de la poca autoridad que ejercían los gendarmes, llaman la atención las numerosas veces en que se les enfrentaba directamente. Tras un fuerte atentado en contra de dos policías en la colonia La Bolsa, la Inspección General declaró que “si se ha impuesto todo el rigor para los rateros y trastornadores del orden público, se va a ser aún más severo con los asaltantes de gendarmes, a fin de que éstos puedan contar con las debidas garantías y sean respetados, como se acostumbra en todo país civilizado”.59
Una revisión de 30 expedientes judiciales (100%) levantados por ultrajes o lesiones a la policía entre los años de 1923 y 1928 permite reafirmar las apreciaciones de las autoridades policíacas de que ningún sector de la sociedad capitalina acataba su autoridad. Al momento de consultar estos expedientes mi interés radicaba en la construcción de un perfil general de los agresores. Rápidamente caí en cuenta de la imposibilidad de llevar a buen puerto mi objetivo. La característica grupal de los agresores era precisamente la de carecer de afinidades con sus similares. Hombres y mujeres de todas las clases sociales oponían resistencia, insultaban y golpeaban a los gendarmes. La edad de los transgresores tampoco resultó una constante. Los desacatos y rebeliones eran cometidos por individuos que iban desde los 17 hasta los 42 años.
Las agresiones sí establecen diversas similitudes entre ellas. La mayoría tenían lugar debido a la resistencia a la intromisión de los gendarmes en riñas, juegos ilegales o escándalos. En sólo cuatro de los casos consultados los agresores no se encontraban bajo los efectos de bebidas alcohólicas (13.33%). De hecho, al momento de brindar sus declaraciones en las comisarías, muchos de los presuntos culpables aducían no recordar nada debido al estado de embriaguez en que se encontraban.60 En ocho de los casos la agresión se efectúo mediante el uso de objetos punzocortantes como cuchillos, navajas, tijeras, varillas de fierro y tenedores (26.66%); en sólo tres se utilizó un arma de fuego (10%); en las restantes los protagonistas fueron los puños, las patadas, los rasguños y las groserías (63.33%). En los expedientes revisados los policías tuvieron la fortuna de recibir solamente algunos golpes menores. Como contraparte, la prensa divulgaba casos muy parecidos, pero con un final diferente y trágico: la muerte de los oficiales o su confinamiento en hospitales por heridas de gravedad.
Los datos anteriores muestran cómo gran parte de los enfrentamientos contra los gendarmes solían ser resultado de la ocasión, sin mayor trasfondo que el que se dejaba ver al momento de los encuentros. Lamentablemente los procesos judiciales consultados carecen de escenarios complejos que permitan atisbar otros motivos de disidencia ante la autoridad. Por fortuna, las publicaciones periódicas sí brindan información valiosa en la reconstrucción de la violencia sufrida por los gendarmes. La mayoría de los testimonios presentes en ellas demuestran que muchas de las agresiones contra los policías eran resultado de venganzas de todo tipo.
La corporación tenía conocimiento de que su trabajo los volvía antipáticos ante muchas personas, sobre todo ante aquellas que tenían historiales delictivos. Por ello no resulta extraño que una de sus principales preocupaciones haya sido la reforma del artículo 20 constitucional. Según éste, todo aquel individuo que atravesase por algún proceso judicial y fuese imputado por una condena menor a 5 años podía solicitar, mediante el pago de una fianza, la libertad provisional bajo caución. El peligro presentido por los policías no sólo hacía referencia a una probable fuga de los presuntos delincuentes, sino también a intentos de venganza por parte de los mismos.61 Bajo la misma lógica, se buscó la creación de una cárcel especial para los agentes de policía que enfrentasen problemas con la ley.62
Las venganzas criminales solían ser brutales. Una noche de agosto de 1924 una banda cazó literalmente a varios agentes de las comisiones de seguridad. Ayudados de un automóvil sin placas, los criminales ubicaron a varios grupos de policías y dispararon sobre ellos.63 Un caso ocurrido tres años después permite atisbar la premeditación que sostenían algunos de estos ataques. En él, el gendarme técnico José Hernández fue herido de muerte por múltiples martillazos en la cabeza. Haciendo un último esfuerzo, el oficial moribundo declaró que fue aporreado por tres individuos con uniformes de choferes. Además, agregó que sus atacantes no pretendían despojarlo de sus pertenencias, sino simplemente quitarle la vida. Ello seguramente debido a que en el pasado él había tenido roces con ellos debido a su trabajo como policía. Razonó que sus agresores conocían su rutina diaria y que lo interceptaron en el momento preciso en el cual no podía ni defenderse ni pedir ayuda.64
El ojo por ojo, diente por diente, era un principio muy recurrido cuando de enfrentamientos con la policía se trataba. Como se dijo anteriormente, los estudiantes solían ser acosados por la policía. En agosto de 1923 un altercado tuvo lugar a las afueras de la Escuela Nacional Preparatoria. En aquella ocasión los estudiantes protestaban por la aparente renuncia de Vicente Lombardo Toledano a la dirección de la preparatoria. Con el afán de evitar posibles escándalos, el comisario de la tercera demarcación acudió al lugar junto con uno de sus suboficiales. Este último, de nombre Juan Vélez Hernández, abofeteó a cuanto estudiante encontró. Los jóvenes, molestos, se fueron en contra del agente, mismo que desenfundó su pistola hiriendo gravemente a uno de ellos. Lo ánimos se calentaron y uno de los estudiantes desarmó al policía. Ya indefenso, lo sometieron entre varios y lo introdujeron a la escuela, cerrando las puertas para impedir el acceso de los gendarmes de refuerzo. Dentro, en el patio, Vélez Hernández recibió una brutal paliza que tomó las dimensiones de un linchamiento. Afortunadamente para el suboficial, el comisario de la primera demarcación logró negociar su liberación y calmar la situación.65
La ciudad presenció el intento de linchamiento de otro gendarme a finales de 1928. No obstante, en dicha ocasión las razones que llevaron a la violencia fueron completamente diferentes a las que motivaron a los estudiantes cinco años atrás. En este segundo caso los agresores fueron un grupo conformado por más de 15 choferes. El atentado tuvo lugar en los alrededores de un panteón. A él se dirigía una comitiva fúnebre que se disponía a enterrar a un chofer muerto por la imprudencia de un agente. Al pasar frente a un oficial de tránsito, un conjunto se separó del grupo principal y comenzó a injuriar y a golpear salvajemente al uniformado. Sólo la llegada de refuerzos pudo impedir el asesinato del policía.66
Al parecer, los crímenes de unos pesaban sobre los otros. La sociedad desprendió de su aspecto individual a los gendarmes y les asignó una personalidad de cuerpo. Dejando de lado los méritos personales, los policías eran valorados bajo un mismo parámetro. No existían los individuos, existía la corporación; no existían las personas, existía la institución. En ese sentido, el linchamiento del policía por los choferes no puede ser visto sencillamente como el resultado de un enfrentamiento personal. Éste representó, más bien, la ejecución de un acto consciente de rebeldía ante una autoridad percibida como dañina para el tejido social. La violencia, como han demostrado distintos autores, no puede ser reducida a una respuesta producida por instintos primarios.67
Consideraciones finales
La legitimidad de una institución surge de la aceptación que logren adquirir sus representantes dentro de un territorio determinado. Teóricamente, una de las misiones de la policía capitalina es la de ganarse la aprobación y el respeto de la ciudanía. En los años veinte, dicho objetivo estuvo muy lejos de alcanzarse. Las dinámicas que se presentaron entre la policía y la sociedad fueron más bien de recelo, generando con ello transgresiones de todo tipo.
La violencia emprendida por los agentes en contra de la población capitalina tomó una doble dimensión. La primera de ellas era permitida y auspiciada por las autoridades administrativas de la corporación, pues sus principales objetivos eran las manifestaciones políticas disidentes y los grupos criminales menores. La segunda dimensión era completamente imputable a los gendarmes que patrullaban la ciudad, pues su ejecución escapaba del control de la Inspección General. Demostraciones de prepotencia e imprudencia dominaban este rubro, apuntando con ello a la poca preparación que tenían los oficiales para el trabajo que les esperaba diariamente en las calles.
Por otra parte, la violencia manifestada por la sociedad en contra de los gendarmes se basaba en el poco o nulo respeto que sentían los habitantes por la institución encargada de mantener el orden. A ello se sumaba la apreciación de que muchos de los actos de los uniformados se correspondían más con las ideologías y los procedimientos de los gobiernos prerrevolucionarios (en particular con las administraciones de Porfirio Díaz y de Victoriano Huerta) que con los emanados de la Revolución. Como corporación, la policía se ganó el recelo de la ciudadanía como resul ta do del actuar clasista, ilegal, inescrupuloso e imprudente de sus agentes y directivos. Ser policía, por tanto, implicaba cargar con el peso de las acciones y la imagen pública de la organización. Al momento de portar el uniforme, los agentes se transformaban en blancos de represalias. La autoridad de la policía no era respetada. Muy por el contrario, era resistida e incluso enfrentada.
Este trabajo, como se ha visto, se interesó por el seguimiento de la violencia entre autoridades policíacas y ciudadanos durante un periodo de reconstrucción y experimentación. Quizá, para trabajos futuros, una de las vetas que quedan abiertas es la del estudio de las dinámicas sociales que se construyeron alrededor de la reformada Jefatura de Policía del Distrito Federal a partir de 1929. La centralización que dicha institución implicó seguramente volvió más férreas las represiones y disminuyó las resistencias de los habitantes del Distrito.68 Si bien el Estado no logró (ni ha logrado) ni la monopolización del uso de la violencia ni la construcción de una duradera legitimidad que cobijase sus instituciones policiales, sin duda nunca estuvo más cerca de alcanzar ambos objetivos que durante los años que van de 1930 a 1960.