Quiero agradecer el que se me haya invitado a participar en este homenaje a Enrique Florescano, admirado colega y amigo querido, con quien estoy -y seguiré estando- en deuda.
Me toca hablar de su obra como historiador de “lo moderno”. Por tratarse del ave rara que es Enrique Florescano -dentro de un gremio con tanto “especialista”, al que mucho le cuesta salir de la década que bien conoce- ésta abarca (nada más) cinco siglos y toca los temas más diversos: la historia económica y agraria, la intelectual (y la de algún intelectual), la del patrimonio, la de los mitos y otras historias que nos hemos contado acerca de nosotros mismos, la de la construcción de la nación y de sus encarnaciones simbólicas. Y eso que dejaré fuera, su papel como constructor de instituciones, como difusor del conocimiento, como agitador de ideas, como provocador en el mejor sentido de la palabra. Así que me siento tremendamente honrada, pero también totalmente rebasada.
Asomarse, a través de un catálogo bibliográfico, a los trabajos de Enrique Florescano, produce una sensación entre el vértigo y la fascinación. Rastrear los textos que ha publicado desde 1963 arroja luz sobre dos procesos: nos permiten por un lado, seguir la evolución de un historiador maduro y ecléctico cuyo trabajo es, en varios campos, una referencia central y que ha incursionado en periodos y temáticas muy distintas. Por el otro, y aunados a otras actividades que realizó, arroja luz sobre la profesionalización e institucionalización de la historia en nuestro país. Licenciado en Derecho e Historia por la Universidad Veracruzana, Maestro por El Colegio de México (1965), Doctor por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en París (1967), Florescano, repatriado, introduce a la conversación historiográfica un enfoque fincado en el análisis, dentro de la larga duración, de estadísticas -económicas, demográficas, meteorológicas-, atento a las aportaciones de las ciencias “vecinas”: geografía, economía, sociología, antropología, psicología.2 Se trata de una historia armada de un sofisticadísimo arsenal metodológico, que exige paciencia, empeño y sólidos saberes técnicos, para revelar continuidades más que cambios, fenómenos colectivos y estructuras profundas que son las que encauzan las vivencias de las sociedades en el tiempo.
Así, la crónica de las variaciones meteorológicas, la reseña de las sequías y las irregulares curvas que describen la evolución de los precios del maíz que trazó Florescano, sobre todo para la Nueva España en las postrimerías del periodo virreinal, revelaron las vulnerabilidades de una sociedad que, por su economía “antigua”, estaba sujeta al ciclo agrícola “en toda su terrible dimensión”.3 De ahí que el profesor Florescano defendiera este tipo de acercamiento al pasado como “explicativo”. Como escribió, en 1966, junto con Alejandra Moreno Toscano, al aquilatar las aportaciones de la historia social y económica a nuestra comprensión de pasado, el desarrollo histórico de México aparecía ahora como “más acompasado y constante, y, a la vez, más apegado a la realidad, más evolutivo que zigzagueante y a saltos, distinto en fin a la impresión que arrojaba la lectura de la historia política”.4
Distanciándose de las oposiciones tipo máscara contra cabellera que a veces caraterizan nuestras “polémicas sobre la historia” -arte vs ciencia, materialismo vs espiritualismo, documento vs imaginación, historia de verdad (la que hago yo) vs la que no sirve para nada (la que hacen los demás)- no parece que Florescano haya concebido esta novedosa forma de hacer historia como una vía superior para acceder al pasado, sino como un complemento para las otras formas de mirar hacia atrás. Como afirmara en la revista Diálogos, buscaba promover una historia “abierta y experimental”; abierta
[…] hacia nosotros y hacia el exterior, comercio activo con los problemas e ideas de otras ciencias lejanas o próximas a la nuestra, práctica de nuevos enfoques y métodos […] Abierta tanto a los aires que vienen de la tradición, como a los nuevos que soplan por el mundo. Y experimental, porque ésta ha sido siempre la tradición de la ciencia, la única manera de renovarse sin cesar.5
Este “laboratorio de la historia” no podía ser la cueva del historiador ermitaño -por más que, como gremio, anímicamente tendamos a ello-; tenía que ser un lugar de trabajo y reflexión colectiva. Así, a principios de la década de 1970, como director de la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, fundó una serie de seminarios de investigación, que se erigieron en espacios eclécticos y dinámicos para la discusión y la innovación historiográfica, articulados en torno a temas diversos: la historia de la cultura, de la formación de grupos y clases sociales, de cambios socioeconómicos, de la agricultura y de las mentalidades, animados por estudiosos de distinto origen, intereses y formación.
Buscó, además, compartir los hallazgos de la nueva historia con el público amplio, no especialista. Con Isabel Gil Sáncez tradujo a un lenguaje accesible su innovadora visión de la “época de las reformas” del siglo XVIII para que se incluyera en la Historia general publicada por El Colegio de México, y, en la década de 1990 encabezó un esfuerzo -polémico, malhadado- por modernizar el contenido de los libros de texto. Por otra parte, la apertura que propugnaba Florescano no se limitaba a la disciplina: buscaba vincu lar los estudios del pasado con la problemática del presente y las posibilidades del futuro. A estos esfuerzos por vincular a la ciencia, la literatura y el arte con la vida pública nació el grupo Nexos.
Volviendo a su trabajo de historiador, vemos a Florescano pasar de la historia del clima, de los ciclos agrícolas y de la carestía a explorar las formas en que se construye la nación, indagación enmarcada -a diferencia de la mayoría de los acercamientos a estos temas, que han insistido en lo reciente de la invención nacional- en el largo plazo. Esta exploración se ha nutrido de las reflexiones del profesor Florescano sobre el sentido del quehacer del historiador, o más bien, de los constructores de memoria, entendida como “producto social”, “lenguaje” y “creación colectiva”,6 así como de sus reflexiones sobre los distintos grupos -étnicos, sociales, políticos- que, mal que bien, han constituído una sólida y dinámica comunidad nacional.
Esta labor ha generado una serie de textos esenciales para comprender el proceso de construcción nacional en nuestro país, y el papel que dentro de éste han desempeñado el Estado y la historia: sus análisis nos han invitado a repensar las lógicas de las memorias indígenas y mexicana, a ponderar la influencia y el sentido de las distintas formas de contar la historia: en un caso particularmente interesante, revisa la historia de la época colonial relatada como “conquista”, “misión providencial” e “inventario de la patria”.7 Estos trabajos nos han llevado también a reflexionar sobre el significado de los “artefactos nemotécnicos” que nos remiten a la nación -monumentos, el nombre de las calles, y, de manera destacada, la bandera y las “imágenes de la nación”, objetos de estudio que generaron dos libros preciosos y provocadores.
Un aspecto que llama fuertemente la atención dentro del trabajo de Florescano, notable, hemos insitido, por su eclecticismo, es que a menudo menciona, al pasar, asuntos que, como dicen los franceses “lo tienen agarrado del corazón” y que atraviesan, imprimiéndole cierta unidad, sus heterogéneas indagaciones. Reflexiona sobre el papel público del hombre de ciencia, apunta lagunas en el conocimiento, revela nudos problemáticos -en el mejor sentido de la palabra- que bien valdría la pena desenredar. Así, por ejemplo, ya en el primer artículo publicado en Historia Mexicana, desbarata -por engañosa- la imagen del intelectual refugiado en la torre de marfil, y defenderá la posibilidad de combatir los aspectos negativos de la realidad nacional desde la “metafísica”.8 Cuando indaga sobre la trama que urdió a la nación, se detiene brevemente sobre lo que ha estado ausente: las representaciones que se pretendían científicas y cuantitativas, y exigían una capacidad de acción que el Estado mexicano tardó mucho en adquirir, como los censos; y las visiones y propuestas de quienes en el siglo XIX fueron derrotados políticamente: los conservadores y la Iglesia.
Florescano retomará después muchos de los temas que deja apuntados. Otros, con enorme generosidad, los ha ido dejando encargados. Y aquí solo aludo a la otra gran faceta de su vida, que es la de gran emprendedor cultural que ha impulsado la reflexión seria sobre temas estratégicos, desde la ciencia pero dirigida a un público al que estas problemáticas deberían preocupar y ocupar. Permitáseme aquí, para concluir, mi anécdota personal sobre Enrique Florescano, que creo ilustra a un tiempo su entusiasmo por que en México se trabaje cada vez más y mejor desde la academia, y que este trabajo sirva de algo, aunado a la generosa disposición que sean otros los que lo realicen.
Hace años ya, en una reunión académica (Monterrey, 2004, XI reunión historiadores mexicanos, estadounidenses y canadienses), el profesor Florescano se me acercó (yo obviamente sabía quién era, y suponía que él no tendría la menor idea de quién era yo). Me dijo que había leído mi libro sobre el segundo imperio y que era importante escribir algo que abarcara las distintas manifestaciones del conservadurismo mexicano… Y que por qué no lo organizaba yo. Cuando me recuperé del infarto, caí en cuenta que habíamos acordado las líneas generales del proyecto y yo me había comprometido a editar un libro. A lo largo del desarrollo del proyecto -que resultó más azaroso de lo que hubiéramos querido--, el doctor Florescano se portó menos como director de colección y editor que como anfitrión genial y paciente hombre sabio de la montaña, que habla sólo cuando es necesario, y dice entonces lo justo. Pocas veces está mejor dicha esa frase cursi que tanto nos gusta incluir en nuestros prólogos, de que los errores son todos míos, y que lo que hay de bueno en el libro se debe al trabajo de mis colegas y a las intervenciones del doctor Florescano.
Me parece que la importancia del trabajo de un historiador se mide por la forma en que obliga a replantear los términos de la conversación historiográfica. Enrique Florescano, no sólo ha transformado esta conversación, varias veces, sino que ha lanzado las preguntas y abierto los espacios institucionales para que ésta se vuelva más amplia, rica y relevante. No queda más que darle las gracias… y esperar a ver qué más nos tiene preparado.