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Más de dos siglos después de su condena pública en el auto de fe de 1795, Rafael Gil Rodríguez deja de ser una leyenda borrosa para convertirse en sujeto de reflexión y estudio. Al bien documentado artículo de Christophe Belaubre, publicado hace unos años, se suman los libros que hoy reseñamos.2 Se trata de dos investigaciones paralelas realizadas sobre copias distintas de largo expediente contra el “último judaizante” juzgado por la Inquisición de México. La primera, a cargo de Teresa Farfán, Jazmín Hernández y Javier Meza, se basa principalmente en el mismo documento consultado por Belaubre, es decir, la copia excepcionalmente completa del proceso que se envió al Consejo de la Suprema Inquisición de España para que éste aprobara o modificara la sentencia. El segundo, de Silvia Hamui Sutton, se basa en el expediente original, que se creía perdido y que apareció hace unos años al realizarse la clasificación de las cajas del ramo Inquisición del Archivo General de la Nación.
Los dos libros son fruto de una lectura paciente y cuidadosa de la extensa causa, y cumplen a cabalidad el cometido de recuperar el carácter de un reo que no era “legítimo descendiente” de conversos portugueses, sino un hereje singular que defendió la originalidad de su pensamiento ante sus jueces. Gracias al trabajo de estos historiadores hoy podemos confirmar, entre muchas otras cosas, que el arrepentimiento de Gil Rodríguez sólo pudo ser falso, como bien dijeron algunos en su tiempo.
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El libro de Farfán, Hernández y Meza sigue el orden de la causa, a veces con demasiado apego; con buena redacción y paciente cuidado, resume las distintas piezas y consigue ordenar la información, de modo que clarifica las audiencias y los escritos reiterativos y a veces confusos de los actores del proceso. Esa reconstrucción probablemente debe mucho a la experiencia de Javier Meza, quien hace varios años publicó un excelente relato del también complicado proceso contra Guillén de Lampart.3 El libro de Hamui tiene una organización más libre que le permite dar saltos en el tiempo y hacer reflexiones sobre distintas partes del expediente. Pero ambos procuran, en la medida de lo posible, evitar que el lector pierda el hilo de la causa; de uno u otro modo, ambos tejen su narrativa sobre el personaje, al que consiguen dotar de dimensión histórica.
Gracias a ello podemos entender la historia de ese hacendado guatemalteco nacido en la mitad del siglo XVIII, clérigo de menores órdenes y estudiante en el Seminario, que dejó trunca una carrera eclesiástica por su mala conducta. Con algunos matices, ambos libros reconstruyen las redes de Rafael Gil en la región del Sonsonate, en el actual El Salvador, donde el sujeto ya había librado juicios y conflictos con autoridades civiles y eclesiásticas. En este aspecto, Hamui sigue algunas pistas apuntadas por Belaubre, pero a diferencia de él, no considera verosímil su vínculo con ancestros conversos. El judaísmo de Gil Rodríguez parece ser fruto de su propia rebeldía, de su libre erudición y también de un carácter libre y soberbio. Tal vez sus desplantes contra la Iglesia y su afición por estudiar directamente la Biblia procedían únicamente de su contacto con el inglés que le había enseñado a leer y a escribir un protestante llamado José Gordon, avecindado en Guatemala, que varios años antes que él fue remitido también a México para ser juzgado por la Inquisición.4
Con este par de estudios, los lectores podrán elucubrar el tipo de judaísmo que seguía Gil Rodríguez, las posibles razones de su auto circuncisión y otros rasgos de su vida no explicables del todo, como su afición al poder, sus prejuicios sociales, su trato violento con mujeres y su posible inclinación homosexual, todo ello enmarcado en la vida de la Nueva Guatemala. El libro de Hamui presta especial atención a la identidad del individuo y a su individual construcción religiosa: un judaísmo sin conocimientos de hebreo, construido a fuerza de releer, en latín, el Antiguo Testamento, en cuya voluntad detecta, curiosamente, un espíritu moderno al que no duda de clasificar como “ilustrado”. Farfán, Hernández y Meza, en contraste, exploran más otros rasgos que parecen arcaicos, entre ellos, su vertiente mesiánica, que sacó a relucir más tarde, en las cárceles de la Inquisición, para demostrar que era posible hacer coincidir las dos religiones, judaísmo y cristianismo, para después trascenderlas. A estos autores Rafael Gil no les evoca el espíritu ilustrado, sino el pensamiento místico y heterodoxo de Sabbatai Zevi o del padre Antonio Vieira.
El problema de la “modernidad” del reo ya había sido planteado en la propia Inquisición. Nada tiene de los nuevos filósofos, concluyó un calificador, y sin embargo, es necesario reconocer que, una vez preso, defendió su libertad de pensamiento con la audacia de los “espíritus fuertes” de la época. Sus críticas a la Inquisición, al estado eclesiástico, a las exigencias de la Iglesia y al exceso de devociones lo acercaron a la vertiente más rebelde y contestataria de la Ilustración, pero pienso que la singularidad de su pensamiento desmerece cuando se le intenta colocar el mote de “ilustrado”. Su eclecticismo y libre razonamiento, a veces violento, parecían arrebatos de locura; pero jueces, médicos y calificadores, admirados de su razonamiento, se aferraron a juzgarlo como cuerdo.5 El libro de Hamui recupera algunos escritos carcelarios que los inquisidores conservaron como prueba de delito, y reproduce algunos de sus pasajes más sobresalientes. En ellos, la autora reconoce el talento literario y el estilo quijotesco del reo. “Mejor quisiera tomar un garrote en la mano que la pluma”, escribía con mordacidad inaudita para descalificar a cada uno de los inquisidores, “pecadores” e “indignos”, cuyo principal delito era, precisamente, “ser inquisidores” y cumplir con su vil obligación.6 Aparecen también atisbos de ciencia y elucubraciones cabalísticas, así como un humor propio del Siglo de Oro. Además de una semejanza de estilo, sorprende encontrar en sus escritos citas y evocaciones de Quevedo y Melchor Cano, acérrimos enemigos de judíos y conversos.
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Los dos libros prestan singular atención a la transformación de Rafael Gil durante su encarcelamiento. El “prisionero número once”, que durante varios años hizo la vida imposible a los inquisidores con sus afrentas y críticas, adquiere más protagonismo que el hereje en Guatemala. Esta conducta irreverente tuvo mucho que ver con el momento peculiar por el que atravesaba la Inquisición, cuestionada dentro y fuera de la monarquía española. La política de Carlos III logró limitar la autonomía de la Inquisición y su jurisdicción en algunos aspectos. Precisamente una prohibición de 1783 restringía la actuación de los tribunales inquisitoriales en posibles casos de judaísmo, pues les ordenaba limitarse a formar sumarias y enviarlas al Consejo para que éste tomara las resoluciones. Sin embargo, en 1788, cuando los inquisidores de México manifestaron al Consejo de la Suprema su deseo de enjuiciar a Gil, así como los peligros de enviar un expediente tan grande o el retraso que padecería la causa si se sacaba una copia, el inquisidor general respondió que los tiempos habían cambiado y que el tribunal podía continuar la causa hasta su conclusión.7 La orden era clara. En el reinado recién estrenado de Carlos IV se quería reactivar la maquinaria inquisitorial, inhibida en tiempos del reinado anterior. El tribunal de México debió recibir con gusto el permiso para proceder libremente contra un reo importante y contra sus bienes, que no eran pocos.
¿Pero significaba esto que la Inquisición de México pensaba relajar al reo, es decir, conducirlo a una espectacular quema en la hoguera? Todo lo contrario. La actitud de los inquisidores demuestra que su verdadero interés era conseguir la reconciliación pública y sincera de un hereje plenamente probado. Ése, sin embargo, era el verdadero problema. Para los años del juicio de Rafael Gil no era tan difícil probar los delitos de un reo, como conseguir su arrepentimiento y conducta ejemplar en el acto público de su sentencia. Ahí estaba el reciente caso de Muñoz Delgado, acusado de ateísmo y defensor de la filosofía moderna, quien al ser presentado en el auto, hizo muecas, giró la cabeza y manifestó claramente su desprecio a la sentencia y al tribunal. A pesar de ello, había aceptado la reconciliación y cumplió con la penitencia que se le impuso. Pero Gil Rodríguez no tenía la menor intención de arrepentirse y parecía decidido a forzar al tribunal a llevarlo hasta el suplicio. El empeño del reo por defender su causa y burlarse del tribunal puede entenderse como una demencial defensa del orgullo; pero en un mundo de símbolos, esa defensa era la única salida para alguien que tenía en tan alto precio el honor.
El arrepentimiento le aseguraba una pena moderada; pero a costa de la humillación y del sometimiento, que resultaban insufribles para el honor de Gil. Así, en vez de buscar el perdón, injurió a sus jueces, se burló de ellos, los amenazó e insultó de voz y por escrito, aterrorizó al alcaide, agitó a los presos, rechazó al abogado que terminó por odiarlo, maldijo una y otra vez al tribunal, rechazó sus ofertas, exigió que se le quemara… Parecería una locura, pero era también una forma de colocar a la Inquisición en un callejón sin salida; de obligarla a reconocer que lo amenazaban con una pena que ellos no podrían cumplir. Es evidente que en algún momento Gil entendió que los inquisidores, a pesar de sus amenazas, evitarían a toda costa condenarlo a la hoguera, de modo que estiró la liga todo lo que pudo, hasta que los inquisidores perdieron la paciencia y lo sentenciaron a la pena máxima. En ese juego, se puede decir que Rafael Gil ganó la primera partida, pues aunque el Consejo de la Suprema autorizó la sentencia de relajación, no hubo manera de ponerla en práctica. Es probable que el virrey Revillagigedo le hiciera saber a los inquisidores, por medio de su cercano oidor Ramón Posada, que el brazo seglar no se prestaría a una ejecución de ese tipo.
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La resistencia de Gil fue inaudita en su momento; pero no fue única. Todavía se hallaba en las cárceles secretas a mediados de 1794 cuando éstas se ocuparon por reos acusados de producir opiniones sobre la revolución de Francia o de sospechas de una conspiración. De golpe, el terrible judaizante dejó de ser el centro de atención. El que había sido hasta ese momento el reo más problemático para la Inquisición era ahora vecino de otros presos igualmente altivos y convencidos de la injusticia cometida en su contra. El capitán Jean Murgier, con más audacia que Gil, pero con pretensiones equiparables de honor y superioridad racional, logró secuestrar al médico del tribunal, puso en jaque a los inquisidores durante varias horas y terminó suicidándose. Unos meses más tarde, el doctor Esteban Morel se cortó el cuello en su celda. Desde una perspectiva simbólica, la sangre de esos dos reos logró hacer mayor daño que los insultos de Gil. El auto de fe de 1795 en el que se declaró su supuesto arrepentimiento y su conmutación por cadena perpetua no fue exactamente un triunfo de la Inquisición, sino una demostración parcial de su fuerza para tratar de vengar el ultraje cometido por los franceses y, sólo en segundo lugar, las injurias de Gil. Así pues, la Inquisición logró prender una última hoguera, pero sólo para quemar la estatua del capitán Murgier.
Para los historiadores que estudian expedientes judiciales siempre es un reto trascender la mirada del juez y recuperar la pluralidad de voces contenidas en los procesos. En este caso, los inquisidores que juzgaron a Gil reunieron suficiente evidencia para probar lo que ellos consideraban delito, pero no les interesó comprender a quien consideraban un hombre dominado por la soberbia. Después del juicio y a falta de cárcel perpetua, el reo fue enviado al convento hospital de dementes de San Hipólito, a pesar de que los inquisidores nunca lo consideraron loco. Simplemente quisieron desembarazarse de un problema que no pudieron resolver.
Los libros que aquí reseñamos no pregonan haber alcanzado esa comprensión, pero ofrecen diversas pistas para entender a Rafael Gil en su dimensión histórica. Cada uno ha sabido exponer y aprovechar la riqueza del expediente y ofrecer su interpretación sin pretender que sea definitiva. Muchas preguntas quedan sin resolver, entre ellas la de su razón o locura, ¿pero habrían tenido mejor suerte estos historiadores si hubieran logrado entrevistar al reo y preguntarle, sin cadenas ni prisiones, ¿quién era? Me temo que habrían recibido la misma respuesta que obtuvieron los inquisidores: “¿Esperáis que yo os responda la tramposa pregunta de quién sea yo? ¡Pícaros! Si yo no ignoro que por faltos de conocimiento que os tenga vuestra iniquidad, tenéis suficientes indicios para colegirlo, cuando no documentos para saberlo, ¿por qué queréis, con mi respuesta, tiranizarme más el honor, que pretendéis quitarme y nunca podréis?”.8