¿Es posible identificar a un delincuente antes de que delinca? De ser así: ¿Qué criterios o métodos se emplearían para identificarlo? ¿El Estado adoptaría políticas de prevención o impondría medidas de seguridad? ¿Qué instancias se encargarían de la identificación y la aplicación de las medidas (autoridades políticas, policías o jueces)?
Estas preguntas se vinculan con la teoría de la peligrosidad. El concepto peligrosidad, entendido como la predisposición a delinquir por parte de sujetos que no lo han hecho o que no han reincidido, comenzó a utilizarse a finales del siglo XVIII. Su uso se generalizó en las postrimerías del XIX y la primera mitad del XX; para entonces, la teoría de la peligrosidad no sólo había retomado prejuicios y miedos a grupos considerados como antisociales o amorales, también bebía de estudios sobre la “mala vida” en las ciudades, el degeneracionismo (el cual consideró que enfermedad, amoralidad y criminalidad eran resultado de la herencia) y la escuela positivista de derecho penal, incluyendo su explicación determinista (la cual supone que los delincuentes actúan por anomalías orgánicas o factores sociales insuperables) y la premisa de defensa social (la cual considera que para preservarse, la sociedad debe imponer sanciones o medidas de seguridad a quienes la amenazan).
La identificación de los sujetos peligrosos o en “estado peligroso”, -quienes podrían ser delincuentes en potencia (peligrosidad sin delito o predelictual) o reincidentes en potencia (peligrosidad posdelictual)- se basó en criterios físico-psíquicos y formas de vida, ni siquiera en el caso de los reincidentes se tomaron en cuenta infracciones previas a la ley. Como explicó el penalista Mariano Ruiz-Funes, el concepto alude a un estado y una probabilidad.2 Bajo esta lógica, los listados incluyeron a reincidentes; vagos y mendigos; toxicómanos y ebrios consuetudinarios; explotadores de mendigos y prostitutas; vividores del juego, estafa y engaño; enfermos mentales, prostitutas y homosexuales. Los especialistas recomendaron que fueran internados en establecimientos especiales; algunos optaron por enviarlos a colonias penales o por esterilizarlos e impedir así la transmisión de la herencia morbosa.
En esta etapa, fines del siglo XIX y primera mitad del XX, en Iberoamérica y Europa la teoría de la peligrosidad se plasmó en numerosos trabajos y afectó a leyes y acciones policiales; su interpretación y aplicación alcanzó extremos preocupantes en los regímenes totalitarios (nazismo, fascismo y franquismo). Desde entonces la doctrina fue perdiendo peso, pero no ha desaparecido. Los grupos concebidos como peligrosos y las pautas para identificarlos se han actualizado, basta considerar el recelo hacia los sujetos que, por su religión u origen étnico, son vistos como terroristas potenciales. Además, la aspiración de localizar al delincuente potencial persiste en imaginarios y prácticas. Los ejemplos son numerosos, tomo dos de Estados Unidos: para los imaginarios, la novela Minority Report, escrita en 1956 por Philip Dick e inspiración de la película dirigida en 2002 por Steven Spielberg, en cuya trama la policía frustra homicidios que fueron vaticinados por un grupo de adolescentes; para las prácticas, la estrategia de la ciudad de Chicago, que a partir de inteligencia artificial o algoritmos que interpretan datos aportados por autoridades, servicios sociales y policía, detecta áreas “problemáticas” o personas potencialmente delictivas, y las sujeta a vigilancia preventiva.3
Por tanto, la teoría de la peligrosidad ha tenido largo aliento. En este artículo analizo su impacto en México, sobre todo en cuanto a la peligrosidad sin delito.
El tema ha sido poco estudiado. Pueden verse trabajos de Odette Rojas Sosa, tanto un artículo centrado en la emergencia del sujeto peligroso en los códigos de 1929 y 1931, como varios parajes de su libro La metrópoli viciosa.4 Para el concepto, puede consultarse el texto de Sergio Correa.5 Por otra parte, para el eco de la peligrosidad en la psiquiatría pueden verse los trabajos de Beatriz Urías y Andrés Ríos, mientras que para la sanción o persecución de grupos considerados como antisociales en el periodo estudiado resultan útiles los de Diego Pulido y Alejandro Ponce Hernández (sobre abusos policiales), Fabiola Bailón (sobre prostitución), Odette Rojas Sosa y Domingo Schievenini (sobre ebrios y toxicómanos) y Nathaly Rodríguez Sánchez (sobre homosexualidad).6 Por ende, si bien se han estudiado temas relacionados, la doctrina sobre la peligrosidad sin delito y sus repercusiones en la legislación y en la práctica en el México de la posrevolución no han sido abordados a profundidad; con este artículo pretendo cubrir parcialmente esta deuda, así como ahondar en aspectos del derecho y la justicia penales que hasta ahora han sido poco explorados. También me asomo al campo de la historia social y al control de grupos vistos como antisociales, las ideas propias de la criminología y la sociología, e incluso, aportaciones de los penalistas exiliados en el país tras la guerra civil española.
Inicio el estudio en la década de 1890 (cuando emergieron alusiones a la peligrosidad de los malvivientes) y concluyo en la de 1960 (pues los trabajos sobre el tema empezaron a escasear y la pugna por sancionar la peligrosidad sin delito se había debilitado años antes). Me interesan especialmente la legislación y la doctrina, aunque exploro experiencias judiciales o policiales. Por tanto, revisé artículos de juristas mexicanos o residentes en el país (sobre todo los publicados en la revista Criminalia), debates legislativos y legislación (principalmente del Distrito Federal) y experiencia judicial (a partir de jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia y juicios de amparo que derivaron en tesis alusivas a la peligrosidad). El trabajo se guía por las siguientes interrogantes: ¿qué respuestas se dieron a las preguntas formuladas al inicio de la presentación de este artículo y qué peculiaridades adquirió en el país la teoría de la peligrosidad? ¿Los listados de peligrosos y las medidas adoptadas se vinculaban con normas previas y prejuicios de clase y raza? ¿Cómo se justificó la sanción de acciones que podrían considerarse como antisociales o amorales, o cómo se resolvió, a nivel legislativo, la sanción de los peligrosos? ¿Las vías que se debatieron y adoptaron presentaron un acento preventivo, garantista y correctivo, o uno represivo, autoritario y sancionador? ¿El control de la malvivencia, holgado en la ley, tuvo mayor amplitud en prác ticas judiciales y policiales? Al responderlas tomé en cuenta los cambios registrados a lo largo del periodo estudiado, por ello el trabajo se divide en cuatro etapas: porfiriato, décadas de 1920 y1930, década de 1940 y el declive.
La malvivencia en el porfiriato
En Europa, hacia 1780, Paul Johann Anselm von Feuerbach empleó el concepto peligrosidad para referirse a “la cualidad de una persona que hace presumir fundadamente que violará el derecho”.7 En el siglo XIX lo retomaron representantes de la escuela positivista de derecho penal: Raffaele Garofalo lo definió como la perversidad constante y activa del delincuente, y Enrico Ferri marcó una diferencia entre peligrosidad social (predelictual) y criminal (posdelictual). Así, Garofalo sólo concibió como peligrosos a quienes ya habían delinquido, mientras que Von Feuerbach y Ferri sugieren que podrían identificarse antes de delinquir. De la controversia también dan cuenta las reuniones de la Unión Internacional de Derecho Penal (fundada en 1889), pues los participantes franceses sólo concebían la peligrosidad posdelictual y los germanos-belgas admitían además la predelictual.8
No sólo en estudios teóricos tuvo cabida la peligrosidad sin delito, también se reflejó en obras sobre malvivencia. El libro publicado en 1898 por Alfredo Niceforo y Scipio Sighele, La mala vida en Roma, inspiró trabajos sobre otras ciudades europeas y americanas. De acuerdo con el historiador Ricardo Campos, los autores opusieron “valores y conductas consideradas limpias, sanas y honestas” a las “inmorales, subversivas y peligrosas”, trazando una línea divisoria entre lo normal y lo patológico, lo social y lo antisocial.9 En palabras de Mariano Ruiz-Funes, los malvivientes eran sujetos que vivían de forma “antisocial, inmoral, parasitaria” y “fuera de las normas regulares de orden social y económico”.10 Como ejemplo, el estudio realizado para Madrid por Bernaldo de Quirós y Llanas Aguilaniedo, quienes concluyeron que habitaban zonas miserables, sucias y densamente pobladas, presentaban anomalías orgánicas, eran ignorantes y naturalmente propensos al vicio y la ociosidad, y lo más importante, estaban en equilibrio precario entre legalidad e ilegalidad o siempre al límite de infringir el código penal, por lo que era importante internarlos en instituciones especiales y, en general, buscar la profilaxis social (ofrecer mejores condiciones de vida, educación y trabajo).11 Por tanto, estos y otros teóricos sugirieron que, por sus características orgánicas, sociales y culturales, los malvivientes resultaban peligrosos.
En México no se escribieron trabajos sobre malvivencia, pero los recuerda un texto de Antonio de Medina y Ormachea publicado en 1890.12 El autor aseveró que, en la capital, dentro del contingente de vagos se contaban exreclusos, mendigos sanos que se rehusaban a trabajar, estafadores, tramposos que buscaban víctimas en puertos y mercados, muchachos abandonados, alcahuetes, corredores de mala ley y mujeres públicas no sometidas, en suma, una “población infecta bullendo en los ‘bas fonds’ de las ciudades” y que debía ser obligada a trabajar en establecimientos especiales.13
No era nuevo incluir en la categoría de vagos a diferentes grupos, algunos también integrados en listados de malvivientes.14 Tampoco lo era sancionar la vagancia: el código penal del Distrito Federal, promulgado en 1871, contemplaba arresto mayor para los vagos, más tres años de vigilancia si eran sorprendidos con disfraz o herramientas que permitieran suponer que preparaban un delito (arts. 855 y 862); por ende, al igual que otros inspirados en la escuela clásica o liberal de derecho penal, el ordenamiento criminalizó una conducta que podría interpretarse exclusivamente como antisocial o amoral. En cambio, cuatro puntos del trabajo sí fueron novedosos y se acercan a los estudios de malvivencia y a la idea de peligrosidad: Medina y Ormachea desdibuja la frontera entre grupos que no cometían ningún delito (exreclusos, muchachos abandonados, tramposos, alcahuetes, corredores de mala ley) y los que infringían la ley (prostitutas no reglamentadas, mendigos sanos y estafadores); recomendó su internamiento en casas especiales y no, como lo establecía el código penal, su reclusión en cárceles; asoció la vagancia con diferentes delitos, cuando solía vincularse sólo al robo;15 y, por lo mismo, justificó la sanción de la vagancia como prevención de la delincuencia, mientras que antes se reprochaba en sí misma, sea en términos morales (por contravenir el modelo de ciudadano y las bases de convivencia social) o económicos (por obstruir el progreso).16 Lo último es esencial: el autor sostuvo que la vagancia no debía sancionarse por lo que representaba, sino por lo que podría representar, es decir, por su peligrosidad. Aseveró que los vagos constituían un “peligro social de todos los días y a toda hora”, una “sociedad sui generis siempre en guerra con la otra, dispuesta a fomentar turbulencias, muy terrible en sus aspiraciones, sus costumbres, sus odios, y cuya vigilancia incesante es uno de los principales cuidados de toda policía bien organizada”. Exigió la intervención estatal en aras de la defensa social: “La vagancia constituye un peligro público, que se traduce casi inevitablemente en empresas culpables, contra las cuales es no solamente un derecho, sino aun un deber indisputable de la sociedad, el proteger a sus miembros”.17 En suma, estimó que los malvivientes debían ser sancionados para evitar que delinquieran. Dentro de las acciones que enlistó como malvivencias, sólo la vagancia o estafa eran consideradas como delito, por tanto, el resto de los grupos no había infringido la ley penal y, aun en esos dos casos, sancionarlos con fines preventivos equivale a pensar, por ejemplo, que al homicida no se le condena por el asesinato cometido sino para evitar que incurra en otro tipo de delito.
Es preciso enfatizar que, al igual que la pretensión de hablar de sujetos peligrosos sin delito previo, la posibilidad de restringir sus derechos e internarlos para frustrar su potencial delictivo se prestó a debate pues chocaba con la corriente liberal, aunque cabía en la positivista. Lo mismo puede decirse sobre la imposición, a peligrosos posdelictuales, de sanciones de naturaleza diferente que las impuestas a otros reincidentes.
Según la escuela clásica o liberal -que en el siglo XIX imperó en muchas naciones de Europa occidental e Hispanoamérica y orientó sus códigos penales- sólo pueden imponerse sanciones limitativas de derechos a personas que cometen un acto tipificado como delito en la legislación y lo hacen consciente, voluntaria e injustificadamente. De no existir delito, consciencia o discernimiento, no existe responsabilidad, culpabilidad o imputabilidad y tampoco sanción penal; los inimputables quedan sujetos a tratamiento en establecimientos específicos (por ejemplo, los enajenados mentales en instituciones psiquiátricas). Por otra parte, las penas se basan en el delito cometido y se gradan a partir de las circunstancias en que se efectuó y las características del delincuente. En suma, no puede sancionarse la peligrosidad sin delito; en dado caso, como ya se dijo, actos antisociales-malvivencias-estados peligrosos, podrían ser tipificados como delitos o criminalizarse.
En cambio, la escuela positivista -importante a fines de la centuria y con paulatina influencia en la legislación- cuestionó el libre albedrío y supuso que los delincuentes actúan determinados por factores exógenos o endógenos, por lo que en la lógica de la escuela liberal no pueden ser considerados como responsables ni merecer una pena (con tintes de venganza y expiación), pero sí pueden, en la lógica positivista y con fines de defensa social, quedar sujetos a una medida de seguridad (curativa y de duración indeterminada). Dicha escuela considera, además, que el tratamiento y su duración dependen de la personalidad o peligrosidad del delincuente. Así, los sujetos peligrosos podrían recibir una sanción de naturaleza diferente que el resto de delincuentes o reincidentes; asimismo, la defensa social justifica la intervención con fines preventivos para los peligrosos sin delito. Por ende, en la lógica del determinismo biológico podría haber cabido la tentación de identificar a los delincuentes antes que delinquieran, por sus anomalías (en el cerebro, órganos, cráneo, sistema endocrinológico, etc.) aunque no se llegó a ese extremo.
Algunas premisas de la escuela positivista fueron adoptadas por la corriente ecléctica, también importante a fines del siglo XIX y principios del XX, y que no desechó el principio de libre albedrío, pero concedió excesivo peso al causalismo; por otra parte, no pretendió individualizar la sanción con base exclusiva en el delincuente, pero pugnó por ampliar el arbitrio judicial para considerar sus rasgos de personalidad.
Retomando, la posibilidad de agravar la sanción impuesta a los reincidentes peligrosos no chocaba con ninguna de las escuelas, pues incluso la liberal y la ecléctica aceptaron que los jueces tomaran en cuenta la peligrosidad del condenado al gradar la sanción dentro de los límites fijados por el legislador. Ello explica que el primer eco de la teoría de la peligrosidad haya sido el alargamiento de la pena en prisión para reincidentes, como se nota en códigos penales mexicanos y extranjeros.18 No ocurre lo mismo con la imposición de sanciones de otra naturaleza para reincidentes peligrosos (no de mayor tiempo en prisión sino de una pena diferente) y menos con la imposición de sanciones a los peligrosos sin delito, pues ambas premisas contravienen principios de la corriente liberal, que considera que no puede existir un delito sin que la legislación lo tipifique como tal y que no puede existir pena sin delito, además de que al mismo delito debe aplicarse la misma sanción, con independencia de las características del delincuente.
Por lo anterior, resulta bastante original el proyecto mexicano de 1906 para el establecimiento de colonias penales. Lo redactó Querido Moheno, a quien se le solicitó una propuesta para el tratamiento de los rateros (ladrones habituales de poca monta y no violentos), pero la extendió a alcohólicos consuetudinarios, mendigos, vagos, prostitutas escandalosas, rufianes, encubridores de oficio y robachicos.19 Además del vínculo con estudios sobre malvivencia, el proyecto tiene claros nexos con la teoría de la peligrosidad. En la exposición de motivos, el autor sostuvo que las colonias librarían a la capital de “todo ese mundo de gentes de mal vivir”, “que engendra e incuba a los más temibles criminales, donde se conciertan los más atroces desafueros y ante el cual a menudo fracasan las más hábiles y empeñosas gestiones de las policías de todos los países en su lucha contra el vicio y el delito”. Aseveró que para abatir la delincuencia era necesario combatir a “las crías que se encuentran en el mundo de la mala vida”. Dos ejemplos ilustran su concepción de la relegación como medida preventiva: aseveró que los alcohólicos heredaban “degeneraciones anatómicas, funcionales y psíquicas” y su remisión eliminaría “un mal presente y una amenaza para el porvenir”; y que el envío de las prostitutas prevendría que delinquieran, pues “era universalmente aceptada” la alianza entre vicio y delito; además se evitaría que los relegados cayeran en las “peores abominaciones”.20
Propuso dos tipos de transportación: en calidad de pena e impuesta por tribunales para el caso de los rateros, y en calidad de medida preventiva, impuesta por autoridades políticas (gobernador del Distrito Federal y jefes políticos de los territorios federales), para vagos, mendigos sin licencia, explotadores de la prostitución femenina, prostitutas y ebrios consuetudinarios escandalosos, que hubieran cometido infracciones o faltas administrativas.21 Dado que la Constitución en su artículo 21 ordena que las penas sólo pueden ser aplicadas por autoridad judicial, propuso una reforma que anexara el texto siguiente: “una ley especial contemplará el establecimiento de los casos y condiciones en los cuales podría el Ejecutivo proceder preventivamente contra las personas cuya mala conducta pública favorezca directamente el incremento de los delitos del orden común”.22
El proyecto lo encargaron autoridades del Distrito Federal, en un régimen centralizado y autoritario, empeñado en lograr el orden y el progreso, así como en dotar a la capital del país de seguridad y una imagen civilizada. De ahí que, en lo general, se adoptara. En 1908, para reincidentes condenados por robo, vagos, mendigos, fabricantes o traficantes de moneda falsa, en sustitución de reclusión en establecimientos de corrección penal o prisión, se adoptó la relegación cuando se creía que su enmienda requería un cambio de “medio y género de vida”.23 No se trata de un alargamiento del tiempo en prisión, sino de una sanción de naturaleza diferente para los reincidentes asociados a la malvivencia, por ello es palpable su vínculo con la teoría de la peligrosidad, incluso en mayor grado que en leyes de otras naciones. No obstante, el nexo era más cercano en el proyecto de Moheno, pues los legisladores de 1908 aceptaron la relegación para reincidentes peligrosos o peligrosos posdelictuales, y no para malvivientes que hubieran cometido infracciones y cuya remisión podía ser ordenada por autoridades políticas, como lo había propuesto el jurista chiapaneco.
Cabe señalar, por último, que tanto en el Distrito Federal como en otras ciudades, gran parte de los relegados fueron aprehendidos como resultado de razias o redadas policiales y remitidos, según denuncias de los detenidos, sin fallo judicial previo y por resoluciones administrativas basadas en listados e informes elaborados por la policía y con procesos discrecionales, irregulares y no apegados a la ley.24 Como concluye Diego Pulido, la relegación, raramente plegada a procesos judiciales debidamente respetados, fue “resultado de la arbitrariedad policial y discrecionalidad política”.25
La peligrosidad en las primeras décadas de la posrevolución (1920 y 1930)
En los años que siguieron a la Revolución prácticamente dejaron de publicarse revistas y libros jurídicos.26 Las publicaciones teóricas se reavivaron, al igual que la tarea legislativa, en los últimos años de la década de 1920 y principios de la siguiente. En 1929 se promulgaron códigos en materia penal para el Distrito Federal; se derogaron al poco tiempo, pero los siguientes, de 1931, estuvieron vigentes durante casi todo el siglo y sirvieron como modelo para los ordenamientos de entidades federativas. Poco después, en 1933, se fundó la principal revista de ciencias penales de la centuria, Criminalia.
Para entonces, ordenamientos de varios países reflejaban la teoría de la peligrosidad, entre ellos los de Perú, Yugoslavia, Dinamarca e Italia.27 Resulta interesante el caso de Argentina, pues tres proyectos de códigos contemplaron tribunales y establecimientos especiales para los peligrosos sin delito, hecho que los redactores del tercero explicaron aludiendo al riesgo de que “desechos morales” que huían de la justicia europea ingresaran a un país abierto a la inmigración.28
Por tanto, para 1929, el debate sobre la sanción de la peligrosidad estaba presente en el panorama internacional y en el Distrito Federal encontró terreno fértil, pues los miembros de la comisión redactora del código penal conocían los ordenamientos extranjeros y se declararon simpatizantes de la escuela positivista. Explicaron al delito como resultado de la personalidad física y psíquica del delincuente, determinada por herencia y modificada por el ambiente; por ello, dejaron de concebir el delito como la infracción voluntaria de una ley penal (según la redacción del código de 1871) y lo definieron como la lesión de un derecho protegido legalmente por una sanción penal (art. 11). Se alejaron del principio de culpabilidad (vinculado a la voluntariedad) como condición para la aplicación de una pena y consideraron que los inimputables, a pesar de actuar en estado de inconsciencia, debían quedar sujetos a medidas de seguridad. Consideraron peligrosos tanto a imputables como a inimputables, e incluso a quienes habían actuado por culpa y no con dolo, dejando fuera, únicamente, a quienes delinquían con justificación (por ejemplo, en defensa legítima). Según explicó el presidente de la comisión, José Almaraz, la sociedad debía defenderse de sujetos amenazantes, entre ellos “locos, anormales, alcohólicos, toxicómanos y menores delincuentes”. Por ello ordenaron: “a todo individuo que se encuentre en estado peligroso, se le aplicará una de las sanciones establecidas en este Código para la defensa social” (art. 32).
Sin embargo, al igual que Enrico Ferri en su proyecto, determinaron que la temibilidad no dependía sólo del estado del infractor sino también de la comisión de un delito y desecharon la “temibilidad social” (sin delito), limitándose a sancionar la “peligrosidad criminal” (posdelictual). Con el fin de que los peligrosos recibieran una sanción agravada, ampliaron el margen de arbitrio dando oportunidad a los jueces de considerar la personalidad del delincuente y, sabedores de que la peligrosidad era un concepto nuevo, incluyeron factores indicativos en el listado de circunstancias agravantes y atenuantes. Por otro lado, con side ra ron a la reincidencia como “síntoma del estado peligroso” y la penalizaron de forma más severa que antes (art. 64). Manifestación más clara era, en su opinión, la habitualidad (comisión de nuevos delitos antes de que transcurrieran diez años desde la primera condena), pero ante la imposibilidad de aplicar una pena indeterminada a los habituales y violar preceptos constitucionales, triplicaron la sanción correspondiente al último delito, extensión tan amplia que permitía conseguir el fin deseado, es decir, moldear su duración para adecuarla a la peligrosidad y las posibilidades de corrección (arts. 65, 175 y 176).29
Siguieron considerando a la vagancia un delito, pero ahora económico-social y no, como en el código de 1871, un atentado contra el orden público. En realidad, se entendió como peligrosa. Según expuso Almaraz, los vagos podían dividirse en dos categorías: peligrosos predelictuales (amenazantes para la sociedad pues “a gritos claman” que ejecutarán un delito) y peligrosos posdelictuales.30 Contemplaron una pena de relegación de uno a tres años, adicionada con una especie de destierro, pues al compurgar la sentencia los vagos no podían regresar a su localidad (arts. 778-787). También criminalizaron a otros “malvivientes”: para rufianes o lenones contemplaron desde arresto hasta relegación, y para ebrios habituales escandalosos y toxicómanos, reclusión indefinida en manicomios especiales con régimen de trabajo (arts. 128, 523, 525 y 547-555).31 En suma, no sancionaron la peligrosidad sin delito, pero convirtieron en delitos más formas de malvivencia.
El código de 1929 fue sustituido, en 1931, por un ordenamiento ecléctico. Los miembros de la comisión redactora volvieron a debatir la inclusión de la peligrosidad sin delito. Según José Ángel Ceniceros, si bien a nivel teórico podían aceptar que el Estado procediera contra individuos probablemente cercanos a delinquir, concluyeron que sancionarlo era discutible, pues la Constitución sólo admitía el castigo de un acto delictivo existiendo certeza de su comisión, en sus palabras, “si la peligrosidad consiste en la probabilidad de que un individuo cometa o vuelva a cometer un delito, de un modo definitivo y a priori, ni los juristas, ni los psiquiatras, ni los pedagogos, nadie, en suma, es capaz de formular un juicio definitivo sobre la temibilidad de un hombre”.32 Por ello sólo contemplaron la peligrosidad posdelictual y la consideraron como factor para gradar la pena; además, conservaron las figuras de reincidencia y habitualidad. También siguieron considerando como delito al lenocinio (arts. 206-208) y la vagancia, pero con una diferencia importante respecto al ordenamiento anterior, pues no se refirieron a vagos y mendigos sino a vagos y malvivientes, y la penalización de los vagos (quienes no se dedicaban a un trabajo honesto sin causa justificada) exigía que también fueran malvivientes, es decir, sólo podían ser sancionados con relegación (tres meses a un año) los vagos que además tenían malos antecedentes, a saber, “ser identificado como delincuente habitual o peligroso contra la propiedad o explotador de prostitutas, o traficante de drogas prohibidas, toxicómano o ebrio habitual, tahúr o mendigo simulador y sin licencia” (art. 255). Dos puntos deben recalcarse. Primero, por medio de la vagancia se sancionaban estados peligrosos o malvivencias, pues los malvivientes no solían tener un “modo honesto de vivir” (los mendigos no tenían trabajo, los toxicómanos o ebrios habituales raramente lo tenían). Segundo, los malos antecedentes podían acreditarse con datos de oficinas policiacas y no sólo mediante sentencias judiciales, lo cual facilitaba lo anterior, es decir, la sanción de varios grupos de malvivientes (y no sólo de vagos-malvivientes).
En la década de 1930 la peligrosidad cobró fuerza en códigos penales extranjeros, por ejemplo, los de Polonia (1932), Uruguay (1933), Colombia (1936), Ecuador (1938), Costa Rica (1941) y Suiza (1942), así como el Código de Defensa Social cubano, que la definió como “cierta predisposición morbosa, congénita o adquirida mediante el hábito, que destruyendo o enervando los motivos de inhibición, favorezca la inclinación a delinquir”.33 De especial interés resulta la Ley de Vagos y Maleantes, expedida en España en 1933 durante la Segunda República, y redactada por Luis Jiménez de Asúa y Mariano Ruiz-Funes. Se dirigió a delincuentes declarados como peligrosos por el tribunal sentenciador (peligrosidad posdelictual) y a sujetos que observaban una conducta reveladora de delincuencia debido a su trato con criminales o los lugares que frecuentaban (peligrosidad sin delito). Entre los peligrosos predelictuales incluyó a quienes ante requerimiento legítimo ocultaban o falseaban identidad o domicilio, o no justificaban la posesión o entrega de dinero o efectos; extranjeros que quebrantaban una orden de expulsión; ebrios y toxicómanos habituales o personas que suministraban bebidas alcohólicas a menores o favorecían la embriaguez; empresarios de juegos prohibidos; vagos habituales; mendigos profesionales y explotadores de mendigos menores, enfermos mentales y lisiados; rufianes y proxenetas. Contempló “medidas de seguridad” por tiempo determinado o indeterminado, entre ellas, expulsión del país para extranjeros; establecimientos con régimen de trabajo o colonias agrícolas; casas curativas; incautación de bienes o multa; obligación de residir en un lugar determinado o vigilancia de la autoridad. Con una particularidad sumamente relevante: al igual que en el proyecto argentino, se encargó a tribunales especiales aplicar las medidas, especificando que debía tratarse de juicios respetuosos de garantías y sentencias con posibilidad de apelación.34 La identificación y sanción no recaía, por tanto, en autoridades gubernativas o policía.35
La ley fue comentada por José Almaraz, Luis Garrido y Emilio Pardo Aspe.36 Se opusieron a la inclusión de la peligrosidad sin delito en códigos mexicanos, argumentando que las medidas de seguridad conllevan una privación de derechos que la Constitución sólo admitía tras la comprobación de un acto que la ley calificara como delito. Además, supusieron que propiciaría abusos policiales; al respecto escribió Pardo Aspe: “La tranquilidad, la libertad, la honra de todo habitante de la República quedaría en manos de los gendarmes. La pesquisa general, inquisición libre, chantaje y las más abominables vejaciones confrontarían, antes que al vago y malviviente, a hombres -y mujeres- de bien”.37 Su argumento es importante si se considera que la policía tenía mala fama y se le acusaba, entre otras cosas, de corrupción y extorsión.38 Quizá por ello, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia amparó a un individuo que había sido sentenciado por vagancia y malvivencia sólo con base en registros policiacos.39
Sin embargo, no puede negarse que formas de peligrosidad sin delito eran sancionadas si se aunaban a la vagancia, pero en realidad eran sancionadas en sí mismas. Además, al sancionarse como delito merecían una pena y no un tratamiento especial. Refiriéndose a los toxicómanos, expuso Carlos Franco Sodi: “Perseguidos por la policía, señalados como enemigos por la sociedad, vistos con desprecio por unos, con lástima por otros y con desconfianza por todos, los viciosos arrastran su existencia miserable […] resignados a engrosar por disposición legislativa, las filas apretadas de nuestra criminalidad”. Agregó que, sin ser delincuentes, pues no representaban un daño público, eran catalogados como “enemigos de la colectividad” y enviados a colonias penales, donde convivían con verdaderos criminales, aumentando la posibilidad de que posteriormente sí delinquieran. Admitió que representaban “una amenaza delictiva, ya que su vicio, más su ocio, los ponen constantemente a un paso del delito”, pero sostuvo que “su peligro social” era diferente del de los criminales y debían corregirse en establecimientos curativos.40
En 1940 José Almaraz reiteró su postura: la peligrosidad sólo debería tomarse en cuenta al individualizar la sanción de los delincuentes.41 Por su parte, Carlos Franco Sodi agregó que no era garantía suficiente, como en la ley española, encargar la apreciación de la peligrosidad a tribunales, pues éstos podían convertirse en “serviles instrumentos del tirano”:
[…] con fórmula tan vaga, tan imprecisa, el Poder Público puede en cualquier momento privar a un individuo de su libertad conforme a su antojo, esgrimiendo como pretexto una muy discutida e incierta peligrosidad. Los déspotas, armados de esta suerte por los juristas ingenuos, repletarán las cárceles con todos los que presenten resistencia a su tiranía.42
Cabe señalar que se propusieron o adoptaron vías más drásticas para impedir que los peligrosos reincidieran. En Dinamarca se ordenó la castración para delincuentes “de instinto genital imperioso o tendencia desviada” y en Alemania para delincuentes sexuales.43 En México se propuso para todo tipo de delincuentes. Si bien se frustró una iniciativa formulada en 1921 para la asexualización de criminales y “otros degenerados” (no delincuentes), la propuesta se plasmó en una ley excepcional y al parecer no aplicada, pero significativa: la Ley de Eugenesia e Higiene Mental, expedida en Veracruz en 1933, y que abrió la posibilidad de evitar la procreación de “seres humanos de irresponsable inadaptabilidad social” y delincuentes reincidentes e incorregibles.44 En ese mismo año se celebró el Primer Congreso de Higiene Mental, en el cual se analizó la peligrosidad (pre y posdelictual) y la formulación de un Código de Prevención General para alcohólicos, toxicómanos, prostitutas, vagos y malvivientes.45 En general, en la posrevolución se manifestó una preocupación por la vinculación entre genética y salud pública o moral social.46 La medicina y la psiquiatría se pusieron al servicio de la prevención y la detección de la peligrosidad. Se propusieron medidas eugenésicas no extremas (basadas en políticas educativas, migración o mestizaje) para prevenir el nacimiento de individuos con inclinaciones a conductas antisociales (alcoholismo, drogadicción, enfermedad mental, desviación sexual o crimen).47 O bien, se insistió en la educación sobre las prácticas que degeneraban la raza y se crearon centros de higiene mental con fines de estudio y clínicas para sujetos cuyas conductas revelaban su desadaptación social y debían ser detectados para que no cayeran en el crimen o en la locura”.48 Tanto la psiquiatría como la criminología partían de una supuesta herencia morbosa y creían en la posibilidad de detección con fines preventivos.
En sentido contrario a estas leyes y políticas, en 1939, en el Distrito Federal se suprimió la pena de relegación y para la vagancia-malvivencia se contempló prisión de entre dos y cinco años. Por otra parte, una reforma al artículo 255 del código restringió la posibilidad de sancionar la peligrosidad sin delito a partir del tipo penal de vagancia y malvivencia. Gracias a un cambio en la redacción, no bastaba con que el inculpado careciera de trabajo y tuviera malos antecedentes acreditados con detenciones policiales, pues el artículo incluía la palabra delincuente y se eliminó la referencia a la aceptación de informes policiales como medio de prueba. Es decir, se especificaba que debía ser un sujeto previamente condenado por un delito y no bastaban las detenciones policiales para acreditar sus antecedentes.
Sin embargo, como advierte Aulo Gelio Lara Erosa, el uso del término delincuente y la eliminación de la posibilidad de emplear los informes policiales no eran concluyentes, menos lo segundo, pues dichos informes se incluían en el listado de pruebas que podía emplear el juez (código de procedimientos penales, art. 135).49 Con el segundo argumento, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia rechazó solicitudes de amparo presentadas por sentenciados cuyos malos antecedentes se habían comprobado exclusivamente con detenciones.50 Como ejemplo el caso de Carlos Cosío Vallados, quien fue condenado por vagancia y malvivencia por la Sexta Corte Penal a diez meses de relegación. Argumentó que tenía trabajo (vendía mercancías que le enviaban de su estado natal, Oaxaca, mientras obtenía un empleo como cartero) y que sus malos antecedentes se habían comprobado sólo con informes policiales. Se le negó la protección de la justicia federal pues los ministros no consideraron que vender artesanías fuera una verdadera ocupación y dieron validez a los informes como prueba de su malvivencia; sin embargo, en suplencia de la queja, la pena en las Islas Marías se sustituyó por diez meses de prisión, pues el amparo coincidió con la supresión de la relegación.51 La misma tendencia se nota en amparos promovidos por condenados a quienes se les negó el indulto a raíz de sus malos antecedentes policiales, pues la ley lo vetaba a quienes revelaban un “estado peligroso”.52
Cabe hacer notar que el artículo 255 también se empleó para sancionar malvivencias no enlistadas en el propio artículo. Se observa en el caso de una prostituta, Carmen López Ortiz, quien promovió un amparo indirecto contra el auto de formal prisión dictado por el juez y, tras habérsele negado la protección de la justicia federal, un recurso de revisión. Se le detuvo por robo, pero no se le condenó por ese delito, sino por malvivencia. Para sentenciarla se debían acreditar malos antecedentes (lo cual se hizo con detenciones policiales) y falta de trabajo. Ella sostuvo que se dedicaba a un oficio permitido y reglamentado por el poder público, pero los ministros estimaron:
[…] la mujer que dedica sus actividades a la prostitución, ejerce actos que la ley permite y reglamenta; pero no es la ley la única regla debida dentro de las actividades humanas, las cuales se rigen, también, por los preceptos y costumbres que se involucran en el concepto de la moral y dentro de las cuales entra la honestidad; y no porque la ley admita y reglamente la prostitución, puede deducirse que es honesto el trabajo a que se dedica la acusada, dado que el círculo de la actividad de la ley, es más restringido que el de la moral y, por consiguiente, no se superponen los actos que se rigen por una y otra.
La argumentación de la Primera Sala al rechazar el recurso resulta muy interesante en lo que toca a la distinción entre lo ilícito (delito) y lo amoral, y las coincidencias o diferencias entre derecho y ética, un terreno pantanoso en la figura de vagancia y malvivencia. La condenada fue remitida a las Islas Marías por vaga y malviviente.53
Es preciso preguntarse si el combate a la peligrosidad y la malvivencia tuvo mayor amplitud en políticas administrativas o prácticas policiales. A principios de la década de 1920, en nombre de la defensa social, la prensa volvió a demandar la realización de razias como medio para librar a la capital de la “lacra social tan desarrollada en los últimos tiempos” (periódico El Demócrata) y éstas volvieron a practicarse.54 Según el reglamento de 1922 y como parte de la tarea de prevención, los gendarmes debían remitir a la comisaría a aquellos de quienes “pudiera sospecharse” que cometerían un delito, entre ellos, vagos, escandalosos y consumidores de drogas o alcohol.55 Con el paso del tiempo y el creciente presidencialismo,
[…] en la capital del país se replicaban el autoritarismo y el centralismo. Gobierno federal y local promovieron campañas contra el vicio y el alcohol, acompañadas de una estricta reglamentación y, a partir de ello, clausura de lugares considerados como semilleros de amoralidad y delincuencia (cantinas, pulquerías o cabarets).56
Funcionarios y diversas policías (judicial, preventiva y un cuerpo irregular, la secreta), preservaron o negociaron el orden urbano y la seguridad pública.57 Los inspectores estaban encargados de la detección de sitios peligrosos y los policías de la aprehensión de malvivientes peligrosos (peligrosos sin delito). Abusos y corrup telas se multiplicaron. Basta mencionar las detenciones de hombres afeminados, travestidos o sorprendidos en “poses sexuales o románticas con otros varones”;58 o consumidores de drogas prohibidas y toxicómanos, a quienes se les vinculaba con actos delictivos y estados peligrosos (enajenación mental).59 Por ende, funcionarios y policías extorsionaban a grupos como homosexuales y personas dedicadas a la prostitución, que no estaban sancionados por la ley pero eran considerados como amorales o antisociales y figuraban en listados de malvivientes.
El auge (década de 1940)
Las contribuciones más relevantes a la teoría de la peligrosidad datan de la década de los cuarenta. También en países europeos y latinoamericanos, en esa década, se hicieron esfuerzos más serios por su inclusión en la legislación. En 1940, México prohibió la prostitución.60 Un año después se presentó en el estado de Veracruz-Llave un proyecto de código de defensa social que contemplaba medidas especiales para los condenados considerados como peligrosos: no podían obtener condenas condicionales (suspensión de la pena de prisión condicionada a la comisión de un nuevo delito), no prescribían las acciones que podían aplicarse en su contra ni tampoco las sanciones aplicadas; por ende, prácticamente quedaban sujetos a penas por tiempo indeterminado.61 Asimismo, en el contexto de la segunda guerra mundial, se realizó una refor ma al código penal del Distrito Federal: el artículo 255 regresó a su vieja redacción (con la admisión de informes policiales) y se readoptó la pena de relegación; adicionalmente, se suprimió el recurso de apelación en sentencias que habían sido dictadas por vagancia y malvivencia, en cuyo caso tampoco se admitía el recurso de revocación.62 La reforma, congruente con otras, como la creación del delito de disolución social, se justificó con base en el contexto de guerra, aludiendo al daño que generaba la improductividad “cuando México está entregado a la producción, para cumplir compromisos económicos contraídos con las naciones aliadas” y al recelo por los malvivientes que despertaban precisamente cuando “todo motivo de intranquilidad social debe ser enérgicamente reprimido”.63
Por la misma época, en 1942, Celestino Porte-Petit, quien siendo magistrado de Veracruz había intervenido en el proyecto de Código de Defensa Social, propuso lineamientos para la realización de un código nacional (pues pugnaba por la unificación de la legislación penal).64 Sugirió que la pena se basara en la peligrosidad y fuera indeterminada. Asimismo, creyó necesario sancionar la peligrosidad sin delito y preguntó: “¿por qué razón si al peligroso se le ha de internar, ha de esperarse para hacerlo a que sea rubricado el pronóstico con la sangre de la víctima, con el ataque al patrimonio, a la libertad sexual, o a cualquier otro bien jurídico?”. Aseguró que si la competencia sobre la peligrosidad predelictual se concediera a tribunales, no se contravendría ningún artículo constitucional, ni el 14 (que establece que nadie puede ser privado de su libertad sin juicio, ante tribunales establecidos, con las formalidades del procedimiento y conforme a leyes expedidas con anterioridad), ni el 21 (que restringe la capacidad de imponer penas a la autoridad judicial), ni el 16 (que impide al juez librar orden de aprehensión o detención sin la existencia de denuncia, acusación o querella).65
Mariano Ruiz-Funes coincidió con Porte-Petit y concluyó que, sin contravenir a la Constitución, resultaba posible incluir en la legislación la peligrosidad predelictual, ello mediante “la descripción de conductas peligrosas para las que se pronunciarían medidas de seguridad por la propia jurisdicción penal y con las mismas garantías procesales que en el juicio penal, aunque con trámites abreviados”.66 En cambio, José Almaraz, Rafael Matos Escobedo y Raúl Carrancá y Trujillo, consideraron que sancionar la peligrosidad predelictual necesariamente exigía una reforma constitucional.67
Por estos años y estando exiliado en México, Mariano Ruiz-Funes publicó varios trabajos sobre peligrosidad.68 Clara resulta su definición: “el peligro es, sobre todo, la situación de una persona, y los modos de ser y de actuar sucesivos que es verosímil deducir de ella”.69 Consideró que los peligrosos podían identificarse
[…] por la personalidad, por el pasado criminal que revela las vivencias criminógenas de esa personalidad, por los contactos del sujeto con un medio circundante concreto que de manera casi inminente puede desencadenar en él reacciones criminales, y por cualquier conducta de oposición social, que constituya en la vida del sujeto una manera de ser permanente y un modo de actuar constante.70
Sostuvo que en la peligrosidad se debilitan las diferencias entre lo ilícito civil y lo penal, que la peligrosidad es ajena a la imputabilidad (alienados o semialienados podían ser más amenazantes y menos propensos a la corrección), y que existen peligrosos no delincuentes y delitos sin peligro.71 Aseveró que para combatirla debían combinarse el camino indirecto (prevención mediante política social) y el directo (tratamiento curativo o eliminatorio en el caso de peligrosos agudos o crónicos), y que el combate permitiría tanto la defensa de la sociedad contra los peligrosos como la de ellos contra sí mismos. Recomendó además crear un registro de identificación, un patronato de asistencia y establecimientos que ofrecieran a los malvivientes la posibilidad de recobrar “un lugar honesto en la convivencia social, liberándolos de la tara de su actividad parasitaria”.72 Se opuso a medidas como la esterilización, “producto de la barbarie” y “afectada, en la lucha contra el peligro, de la misma cruel inutilidad que ha podido comprobarse al aplicarla en la lucha contra el delito”.73 Enfatizó que en la intervención contra el peligro podían cometerse atentados a derechos fundamentales y, en este sentido, habló de los “peligros de la peligrosidad”.74 Pugnó por un máximo de garantías jurisdiccionales (jueces y peritos especializados, derechos procesales, recursos de revisión) y rechazó la posibilidad de que la policía declarara la peligrosidad (como en la Italia fascista).75
Por los mismos años, Armando Hernández Quirós se refirió a la peligrosidad del menor abandonado, quien “no ha cometido todavía ningún delito, pero que está envuelto en la complicada trama que hace inminente su caída” y a quien había “que recoger del arroyo, en eficaz labor de profilaxis social”.76 Poco después, Alberto Vela consideró que los holgazanes malvivientes resultaban peligrosos y recomendó ampliar la lista a falsificadores, circuladores de moneda falsa, contrabandistas y no sólo explotadores de la prostitución femenina sino también masculina.77 Por su parte, Aulo Gelio Lara Erosa sostuvo que el fenómeno de la vagancia cobraba “quizá mayor auge en México, si se tienen presentes factores como la indolencia y pereza tradicional de algunas de nuestras razas aborígenes”, es decir, alimentó a la peligrosidad con prejuicios étnicos.78
En 1948, el artículo 255 volvió a la redacción que tuvo en 1938 (sin la aceptación de informes policiales) y para vagos-malvivientes se contempló pena de prisión de seis meses a tres años, la cual en 1951 se amplió de dos a cinco años.79 Más tarde, en 1949, se presentaron proyectos de código penal y procesal penal; menciono los puntos relativos a la peligrosidad que surgieron en los comentarios. Constancio Bernaldo de Quirós, para entonces también exiliado en México, aseveró que faltaba desarrollar la noción de peligrosidad y contemplar medidas de seguridad para estados peligrosos (reincidencia, deficiencia o alteración mental permanente, sordomudez o vagancia) o que debían diferenciarse delito y estado peligroso, así como pena (para el delincuente) y medida de seguridad (para el peligroso). Además, y en ello coincidió con Celestino Porte-Petit y Alberto Sánchez Cortés, se opuso a la supresión de la habitualidad, considerándola imprescindible para apreciar la peligrosidad.80 Otro penalista español exiliado en México, Fernando Arilla Bas, lamentó que en una segunda versión del borrador se hubiera suprimido el perdón judicial, que consideró apropiado para los no peligrosos, especialmente quienes delinquían por “móviles profundamente sociales o emotivos”.81 Por último, y aludiendo al proyecto de código procesal, un cuarto exiliado español, Niceto Alcalá-Zamora, sugirió crear juicios expeditos para peligrosos.82
En suma, preocupaban la peligrosidad, los “peligros” derivados de su persecución y la incompatibilidad de su sanción con preceptos constitucionales. Como ejemplo, demandas de amparo presentadas en 1947, 1948 y 1950, en las cuales el motivo de agravio fue la falta de constitucionalidad del ar tícu lo 255 y que fueron rechazadas con un argumento similar por la Primera Sala (mayoritariamente, pues disintieron los ministros Fernando de la Fuente y Teófilo Olea y Leyva): dado que en la Constitución no se enumeran los delitos, el legislador común puede erigir como tales hechos que considere dañinos al orden y convivencia social.83
Sirve también como ejemplo la cambiante postura de los juzgadores ante la admisión de informes policiales como acreditación de la malvivencia. No revisé expedientes de tribunales locales (primera o segunda instancia), pero consulté jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia y juicios de amparo de quejosos que solicitaban protección pues, en autos de formal prisión o sentencias, jueces o magistrados locales habían admitido informes de la Jefatura de Policía. La revisión permite observar que no existía uniformidad en los tribunales de primera instancia: cuando un individuo era sentenciado por vagancia-malvivencia se admitían como prueba detenciones o consignaciones policiales que no habían terminado en sentencia condenatoria, lo cual mostraba que los agentes del Ministerio Público no siempre recurrían al artículo 255 para lograr condenas, ni los jueces daban siempre crédito a acusaciones de la policía. También se observa un desacuerdo entre ministros: a lo largo de la década, De la Fuente y Olea y Leyva disintieron con otros miembros de la sala (Carlos Ángeles, José María Ortiz Tirado y José Rebolledo) y optaron por conceder la protección a quienes alegaban que sus antecedentes se habían acreditado con informes policiales.84 Es simbólico un amparo de 1942 promovido por Pedro Zavala Ávalos, condenado a tres años de prisión y quien argumentó que había tenido varios empleos pero que en ese momento en su domicilio realizaba trabajos de herrería; por otra parte, en su hoja de antecedentes policiacos figuraban tres incidentes de robo (dos por intento y uno por investigación de robo). De la Fuente presentó un proyecto de sentencia, que se convirtió en voto particular. Sostuvo que en México era imposible tomar los informes policiales “como pruebas indubitables e indiscriminables”, pues los archivos eran defectuosos y para ingresarlo a la comisaría bastaba que a los agentes se les metiera “entre ojos” un individuo, “sea porque no se presta a suministrar la mordida, o porque tiene una esposa bella o una hermana guapa”. Agregó:
Y si estas detenciones arbitrarias han de servir de base para conformar el delito de vagancia y malvivencia, se incurre en la iniquidad de dar por probada la delincuencia por medio de actos atentarios sufridos precisamente por la víctima, con la circunstancia de que cada detención arbitraria sirve de pie a otras detenciones, igualmente arbitrarias, que se originan en los atentados que las preceden.
Además, aseveró que las cárceles no cumplían con fines de defensa social ni servían para corregir: “si un individuo acusado de vago entra a purgar su pena a establecimientos faltos de todos aquellos medios necesarios para su regeneración, en vez de lograrla se obtiene el fin contrario” y “a las inclinaciones innatas se agregan los contagios físicos y morales”. El ministro presidente, Carlos Ángeles, votó en contra del proyecto, explicó que las leyes modernas no consideraban la vagancia como un delito propiamente dicho pues no atacaba un bien jurídico, pero sí como un delito de peligro, pues propiciaba la delincuencia; que no todas las consignaciones de la policía eran infundadas, y que durante su juicio el procesado podía justificar los posibles errores policiales. El amparo se negó por mayoría.85
Otros casos ejemplifican la postura de los ministros De la Fuente y Olea y Leyva. En 1946, Pablo Fentanes Mata sostuvo haber sido garrotero pero estar esperando ser admitido como bracero; al igual que en otras sentencias, al rechazarse la concesión del amparo se argumentó que en esa época la vagancia era “más reprochable y más punible que nunca, pues la sociedad y la Nación atravesaban momentos de crisis económica y de reajuste de los valores morales, necesitando que todos sus hombres desplegaran actividad, constancia, rendimiento y eficacia en el trabajo, en lugar de ocio, holgazanería y recreo pasivo”.86 En 1944 Alfredo Jáuregui González interpuso un amparo contra el auto de formal prisión. Se le había aprehendido en un edificio a la hora en que iba a cometerse un atraco; no pudo comprobarse su complicidad pero se le acusó por vagancia y malvivencia pues carecía de empleo y tenía otras consignaciones en la comisaría; en un voto particular, el ministro Olea y Leyva, tomando en cuenta los motivos de las consignaciones (“investigación del robo”, “sospechosos”, “pretender robar”, “negarse a pagar cinco pesos de tunas”), concluyó que el hecho de que hubiera sido puesto en libertad sugería que se había tratado de abusos policiales; agregó que los individuos en estado predelictual no eran delincuentes y que había instituciones que trabajan para evitar el crimen, pero ese trabajo no correspondía al juez penal.87
Los juicios de amparo también muestran que la policía seguía abusando de los transgresores.
El declive (década de 1950)
A mediados de la década de 1950 se escribieron sobre la peligrosidad trabajos nuevos, pero menos novedosos. Estudiantes de derecho (Guillermo Margadant, Raquel Trejo Romano y Roberto Palacios y Bermúdez de Castro) y Agustín Bravo González88 partieron de autores previos o estudiaron temas acotados; por ejemplo, Trejo Romano abordó la peligrosidad de enajenados delincuentes y Palacios y Bermúdez de Castro la de epilépticos, esquizofrénicos, alcohólicos, insanos morales, neuróticos y perversos sexuales; por tanto, aludieron a la peligrosidad de inimputables, quienes incluso para la escuela liberal ameritaban tratamiento.89 No fueron los últimos textos sobre el tema de la peligrosidad, pero a partir de entonces escasearon. Lo mismo ocurría con textos sobre higiene mental,90 degeneracionismo o determinismo orgánico, pues para explicar la criminalidad privó el causalismo social.
En esa década, la ciudad aumentaba en población y extensión y cada vez contaba con más grupos considerados como antisociales o amorales; por ello, resultaba difícil sancionarlos penalmente; a ello se suma el compromiso creciente, a partir de la segunda guerra mundial, con la defensa de los derechos fundamentales en la legislación internacional y en las instituciones nacionales, así como la sistemática denuncia de los abusos y la corrupción policial y judicial. El debilitamiento teórico estuvo acompañado por un decremento en la persecución de la malvivencia. No hubo un proyecto de reforma del código penal que apostara decididamente por la peligrosidad. El artículo 255 del Código Penal o el tipo penal de vagancia y malvivencia subsistió hasta 1991, pero fue aumentando el número de casos en que, por dicha causa, la justicia federal otorgaba la protección para efecto de que en la resolución no fueran tomados en consideración dichos informes. Como ejemplo, con un antecedente en 1947 y con una redacción similar en 1950 y 1951, se concedió la protección de la justicia federal a procesados cuyos malos antecedentes habían sido acreditados por informes policiales pues, se aseveró: “delito es lo que declara como tal el Poder Judicial, al tenor del mismo precepto legal. Un informe, pues, de la Policía Preventiva, no puede dar categoría de delincuente a un ciudadano, pues así se le privaría de sus derechos sin ser oído ni vencido en juicio”.91 Para entonces, ya no pertenecían a la Primera Sala dos de los ministros que sistemáticamente votaban en sentido contrario, Carlos L. Ángeles y José María Ortiz Tirado, y se había sumado Luis G. Corona quien, por el contrario, en este tipo de casos solía votar en el mismo sentido que Fernando de la Fuente y Teófilo Olea y Leyva.92 Se observa, en general, un menor número de ingresos a Lecumberri por el delito de vagancia y malvivencia: si en 1950 ingresaron 224 personas, en 1956 fueron 104, en 1960, 47, y en 1962, 9 (por tomar algunos años como ejemplo) y, aunque a partir de entonces en algunos años repuntaron, las consignaciones no volvieron a alcanzar la misma magnitud.93
Sin embargo, los abusos subsistieron; por ejemplo, a fines de la década de 1970, homosexuales seguían denunciando que la policía los detenía, golpeaba y extorsionaba.94
Ideas finales
En México, la teoría de la peligrosidad impactó en sus dos vertientes, predelictual y posdelictual, es decir, fueron concebidos como peligrosos o como delincuentes potenciales tanto reincidentes como sujetos que no habían delinquido. En términos más amplios, la identificación de grupos o sujetos vistos como peligrosos por su constitución orgánica o psíquica, origen étnico, entorno ambiental o medio social, estuvo presente en el país y de manera tan temprana como en otras naciones, como se observa en los estudios de Antonio Medina y Ormachea y en trabajos de representantes de la escuela positivista (Francisco Martínez Baca, Agustín Vergara, Carlos Roumagnac o Julio Guerrero).95
Los listados de peligrosos adquieren peculiaridades nacionales, por ejemplo, en Argentina sobresalen los extranjeros, mientras que la España franquista, en la Ley de Vagos y Maleantes, sumó a homosexuales y prostitutas. En México se nota un ingrediente racial, el indígena (que se interpretó como origen de conductas antisociales, entre ellas, vagancia o ebriedad) y no se incluyeron conductas como la homosexualidad, que sólo aparece en estudios propios del degeneracionismo y del determinismo orgánico. A lo largo de la etapa estudiada preocupaba la gente sin oficio u ocupación; en las primeras décadas también tahúres, mendigos, niños abandonados y prostitutas; tras la Revolución, lenones, ebrios consuetudinarios, toxicómanos; al final del periodo el acento se puso en enfermos mentales.
La posibilidad de hablar de peligrosidad en individuos que ya habían delinquido no chocaba con ninguna escuela penal y fue aceptada por teóricos y legisladores, sobre todo asociada con el alargamiento de la condena a reincidentes. En cambio, la sanción de los peligrosos sin delito fue debatida; en torno a ella se propusieron tres caminos:
Encargar la determinación de la peligrosidad a autoridades políticas, sin juicio y con pena de relegación, lo cual exigía una reforma constitucional (proyecto de Querido Moheno).
Criminalizar formas de malvivencia o estados peligrosos y encargar su determinación a tribunales penales. Con dos vertientes: contemplar normas especiales para vagos-malvivientes (como en la posguerra, con la negación del recurso de apelación a los sentenciados por dicho delito) y condenarlos a relegación; o segunda, brindarles las mismas garantías que a otros procesados, con reclusión en cárceles o colonias penales, pero bajo dos posibilidades, admitiendo informes de la Jefatura de Policía para acreditar la malvivencia (como lo ordenó en algunas etapas el código penal), o restringir la participación policial aceptando sólo sentencias de jueces (como lo contempló en otros años el mismo código y como lo propuso la mayoría de los penalistas).
Crear tribunales y establecimientos especiales (como lo pensó Medina y Ormachea), con una posible adición: empleo de políticas de prevención y juicios expeditos y garantistas (como anhelaron juristas españoles en coincidencia con mexicanos, entre otros, Carlos Franco Sodi).
En la etapa estudiada prevaleció el segundo camino. Formas de vida o sujetos sociales que entraban en catálogos de malvivencia o eran considerados peligrosos fueron sancionados en ordenamientos penales o se asociaron a la vagancia en el tipo penal vagancia-malvivencia. Lo anterior no resultaba ajeno a la tradición jurídica decimonónica (pues se penalizaban la mendicidad falsa y la vagancia, saco amplio en el que cabían diversas conductas), ni tampoco se oponía a las constituciones de 1857 y de 1917. Así, el código de 1871 sancionó a vagos y mendigos; el de 1929 a vagos, lenones, ebrios habituales escandalosos y toxicómanos; y el de 1931 a vagos asociados con otras formas de malvivencia (tráfico de drogas, toxicomanía o ebriedad habitual, juego o mendicidad sin licencia), permitiendo que fueran condenados sujetos considerados como peligrosos aun cuando no hubieran delinquido.
Por ende, ni siquiera en un México posrevolucionario, permeado por un discurso social, para controlar formas de vida consideradas como antisociales o peligrosas se optó por la prevención y la implementación de políticas públicas, por la creación de tribunales o instituciones especializadas o, al menos, por la existencia de un número suficiente de tribunales y de cárceles. Por el contrario, el control se le confió al derecho penal, que en estas décadas, de manera progresiva ensanchaba sus límites, endurecía sanciones y sobrepoblaba las prisiones. Además, el control se complementó con el espacio de acción -concedido o tolerado- de inspectores y policías, abierto a abusos y corruptelas, y que alcanzaba a sectores sociales estigmatizados, pero no sancionados por la ley.