Introducción
El régimen de las Siete Leyes iniciaba la década de 1840 en un horizonte de incertidumbre. El gobierno de Anastasio Bustamante enfrentaba la división de la coalición dirigente y el desafío del segmento federalista. El Supremo Poder Conservador había sido incapaz de erigirse en salvaguarda tanto de estabilidad como de constitucionalidad para el sistema unitario. Los jefes militares locales, como Luis G. Cortázar en Guanajuato, apoyaban a la administración central pero dentro de una dinámica de negociación y una lógica de autonomía. Así, la nueva década simbolizaba un enorme desafío para el régimen central con un escaso lustro de existencia. Para agosto de 1841, el general Mariano Paredes y Arrillaga inició en Jalisco una revuelta contra el presidente. En contubernio con algunos grupos mercantiles y en alianza con Gabriel Valencia y Antonio López de Santa Anna, la rebelión condujo a la renuncia de Bustamante. El Código de 1835-1837, sin quedar explícitamente abrogado, quedaba implícitamente suspendido. Aunque las posteriores Bases Orgánicas de 1843 mantuvieron el sistema central, con algunas adecuaciones administrativas, la asonada de los tres generales provocó el fin de las Siete Leyes.
En septiembre de 1841 se firmaron las Bases de Tacubaya. Entre otras determinaciones, la coalición triunfante convocaría a un nuevo congreso constituyente. Después de una campaña electoral donde los grupos filo-federalistas mostraron una enorme eficiencia en la movilización ciudadana, destacaron figuras políticas de variadas tonalidades y diferentes regiones, como Mariano Otero, José Fernando Ramírez y José María Lafragua. Se trata, de acuerdo con Cecilia Noriega Elío, de un grupo de jóvenes ilustrados provenientes del interior del país, de clase media y con aspiraciones de cambio. A diferencia de los autores de las Siete Leyes, los hombres de 1842 habían nacido en las postrimerías del virreinato español pero se habían educado en un país independiente. Habían presenciado no tanto la guerra de emancipación y su pacto trigarante como la embarazosa construcción del Estado nacional. En diciembre de 1842 el constituyente fue disuelto por Santa Anna, presuntamente por buscar, entre otros aspectos, la tolerancia religiosa y realmente por perseguir una redistribución de poderes en favor de las regiones. Aunque no logró promulgar una carta política, es un valioso indicador de significativas transformaciones sociopolíticas y ético-religiosas.
El Constituyente ha sido objeto de distintos abordajes, sobre todo en las últimas décadas. En la esfera historiográfica destacan las investigaciones de Cecilia Noriega Elío, Alfonso Noriega y Andrés Lira. En el aspecto jurídico son relevantes los trabajos de Emilio Rabasa, Jesús Reyes Heroles y Felipe Tena Ramírez, entre otros. En un horizonte que incluye la opinión pública y el discurso político, Marcello Carmagnani y Alicia Hernández Chávez han explorado algunos aspectos del comienzo de la década. De la visión histórica integral de Noriega Elío a los diversos análisis de índole jurídica, el Congreso de 1842 conforma un espacio de investigación relativamente poco explorado, sobre todo en cuanto a temáticas específicas.
Como había indicado Rafael Altamira hace décadas, el análisis jurídico es indistinguible del contexto histórico. El estudio normativo es indisociable del conocimiento sobre el momento en que un corpus legal es elaborado y está vigente. De tal forma, el estudio constitucional debe partir de la realidad socio-política a la que un código político responde y con el cual interactúa.1 Pablo Mijangos y González indica que el derecho recoge una “multiplicidad de experiencias” de muy distinto cuño.2 Ignacio Fernández Sarasola concluye que la constitución es un “entramado de normas formales, relaciones políticas y funcionamiento efectivo de las fuerzas socio-políticas”.3 De tal forma, el significado de los textos legales no es autorreferencial sino histórico. El factor temporal condiciona y a su vez es condicionado por la construcción jurídica. Tal visión ha sido visible en las resignificaciones del constitucionalismo efectuadas por Catherine Andrews, David Pantoja Morán y Fernando Serrano Migallón.
El presente artículo estudia la controversia moral en el Constituyente de 1842 y su articulación con la prensa periódica al inicio de la década de 1840. Cabe añadir, como ha enfatizado Elías José Palti, que la prensa no es sólo un discurso sino una acción, y que, como ha dicho Paola Alonso, es un elemento constitutivo y constituyente del ámbito político.4 No es sólo un emisor de significados sino un protagonista de los procesos, ya que en ocasiones los redactores de un diario eran a la vez integrantes de una legislatura. La prensa “trascendía la lectura íntima e individual, interactuando en un proceso complejo de creación de mentalidades colectivas”.5 Así, la opinión pública no es la suma de “opiniones variables” sino el resultado presuntamente racional “del uso público de la razón”.6
La temática de una moral civil ha sido subestimada por la historiografía nacional, pero fue muy discutida en el contexto decimonónico. Existen valiosas referencias en distintas investigaciones, pero se carece de estudios centrados en la perspectiva ética como integradora del decurso político. La disputa giraba en torno de una posible desvinculación, más discursiva que fáctica, entre una ética católica de rectoría episcopal con aspiración salvífica, y una ética civil con dirección estatal y pretensión exclusivamente profana.7 Más que de una sustitución se trataba de una yuxtaposición entre dos visiones muy semejantes en cuanto a los valores a impartir, pero diferenciada en cuanto al origen que los explica, la autoridad que los sanciona y los fines que persiguen. Cabe añadir que la moral es definida casi unánimemente hasta entonces como el conjunto de obligaciones del hombre para con Dios, la sociedad y uno mismo.
El estudio resulta pertinente porque es la primera ocasión en que la disputa ética está presente en un constituyente nacional. Si bien ya había habido algunas referencias,8 la problemática se vuelve determinante tanto en la arquitectura política de la república como en el diseño de las garantías individuales. El texto integra el quehacer parlamentario y la prensa periódica con el fin de mostrar que la temática no era exclusiva del ámbito legislativo, sino que formaba parte de un horizonte mayor de la sociedad mexicana. En consecuencia, se divide en tres partes, además de la presente introducción y los comentarios finales. La primera es una exploración en diarios y folletos. La segunda presenta un análisis de la cuestión en los proyectos constitucionales. La tercera efectúa un esbozo del planteo legislativo, así como de algunas repercusiones en el clero y la prensa. Así, comienza y concluye con una pesquisa en medios escritos, dimensión a partir de la cual se comprende y horizonte donde se prolonga la inquietud ética. Las fuentes empleadas son básicamente de tres tipos: las actas del constituyente, los textos de los periódicos y los folletos ocasionales. En su conjunto, tanto la prensa como la actividad parlamentaria conforman un sugerente devenir en torno de significativas metamorfosis al acercarse el medio siglo. En suma, el artículo es el estudio de un instante de un proceso histórico de largo aliento: la desvinculación entre fe y virtud.
Variaciones éticas en medios escritos
El nacimiento de la década de 1840 simboliza la formación de una cierta sensibilidad no contraria pero sí un tanto distinta a la prevaleciente. El discurso en torno de la regeneración de México a partir de la moralización del ciudadano era no sólo relevante sino generalizado.9 No obstante, presenta algunos matices provenientes no de una ruptura conceptual, sino de la incursión de nuevos saberes en los ámbitos editoriales. Una revista publicada en 1840 y editada por Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera vinculaba la virtud con la psicología, enfatizando el papel de la ciencia en el estudio de la conducta: “La moral no es más que la dirección de nuestras afecciones, y cabalmente el capítulo de las afecciones es uno de los más importantes y fecundos de la Psicología”, la cual era “el auxiliar más poderoso de la moral y la antorcha que guía sus pasos con seguridad; por último el principio que sirve de base a la moral, el sentido moral, es una facultad muy real e irreductible del espíritu humano, y como tal entra en la exclusiva jurisdicción de la Psicología”.10 El texto no polemiza sobre los orígenes trascendentes de la ética, pero sí ofrece una explicación menos religiosa y presuntamente más científica del comportamiento. Juzga que el “sentido moral” no es una derivación terrena del alma absoluta, sino que se encuentra en el espíritu humano. El interés por una explicación teóricamente científica se vuelve el indicio de una velada transformación.
Desde otra perspectiva, el imperativo de la industrialización se vertebraba con la exigencia de una mejora de la moralidad. Un análisis buscaba abordar la temática a partir de algunos de sus beneficios prácticos: la laboriosidad humana y el progreso económico. El Mosaico Mexicano elogiaba la mecanización, la cual proveería al hombre no sólo de los satisfactores básicos para vivir, sino también de otros elementos como el placer y la comodidad. El crecimiento económico, aunado al ejercicio de la virtud, apenas tendría necesidad de una administración.11 La moralidad, en conjunción con la manufactura, rozaba la utopía. Un pueblo honrado y un hombre trabajador no requerirían de una autoridad pública que organizara la convivencia social. Asegurada la supervivencia e interiorizada la rectitud, el hombre casi formaría una agrupación ajena a categorías civiles y dioses demandantes. En ambas aproximaciones al concepto moral, tanto el elemento trascendente como la autoridad religiosa disminuyen en relevancia ante la ciencia de la psicología, por un lado, y frente al imperativo de la industrialización, por el otro. Las explicaciones teóricas y las exigencias materiales se integran en los decursos decimonónicos.
Otras explicaciones seguían insistiendo en el acento religioso, pero de manera difuminada. El Semanario de las Señoritas Mexicanas defendía la interiorización de la virtud al servicio del acatamiento:
La moral es la ley que gobierna a los seres inteligentes y libres […] es a la vez la ley natural independiente de todo, institución humana y la ley religiosa que emana del legislador supremo; ley obligatoria por sí misma, ley en la que manda no la fuerza sino la autoridad; y que domina, no por la violencia a la servidumbre, sino por el convencimiento a la obediencia.12
El texto no alude a un Dios personal ni a una religión específica. La virtud es inflexible y conduce al acatamiento, pero no por medio de la fuerza, sino del convencimiento sobre la bondad de una legislación inalterable elaborada por una sabiduría superior.
Algunos testimonios contienen alusiones a la resistencia, entre los grupos populares, al papel de los sacerdotes como vigías de las costumbres.13 En este sentido el cura Manuel Espinosa de los Monteros se quejaba de una extendida reticencia ante su mensaje ético.14 Por otra parte, algunos estudios de archivo han mostrado la constante acusación de algunos feligreses contra muchos párrocos por no ser “espejos de virtudes”.15 Cabe añadir que, conforme a los estudios de William B. Taylor, el retroceso en la relevancia ética del cura proviene al menos de las reformas borbónicas de mediados del siglo XVIII, además del impacto de la economía política. La molestia popular ante el celo eclesiástico deja entrever una reticencia civil al papel del clero como garante conductual. Asimismo, facilita la creciente participación gubernativa en querellas habituales, como es visible en la problemática de los vagos. Es decir, hacia 1840 confluye tanto el agotamiento de las Siete Leyes como el fortalecimiento de las tendencias federalistas, el nacimiento político de una nueva generación dispuesta a irrumpir en los debates públicos, así como la creciente resistencia de grupos populares a la salvaguarda de los pastores católicos.
Para el autor del folleto México comprendido, las causas predominantes de la situación nacional eran el escaso desarrollo económico y “el mal estado moral”.16 La rebelión castrense de 1841 había tenido un fuerte apoyo por parte de grupos mercantiles inconformes con los impuestos decretados por Bustamante.17 En el aspecto conductual se advertía una tendencia no a ejecutar rupturas o consumar disensos, sino a examinar una alternativa tendiente al mejoramiento cívico dentro de la cosmovisión católica. El autor del folleto Espíritu de la Biblia, si bien contraponía la ética de los antiguos con la de los modernos, expresaba que quería contribuir con sus humildes páginas a la reforma general de las costumbres.18 La construcción del futuro no sería una negación del presente, sino un desarrollo creativo del pasado.
El inicio de una nueva década y la integración del flamante congreso dieron lugar a nuevas publicaciones, como El Siglo Diez y Nueve. En medio de la efervescencia electoral, la prensa publicó algunos artículos en torno de las imbricaciones entre virtud y constitución. Al entrar en el debate, un editorial de El Siglo Diez y Nueve definía a la moral como “el amor bien ordenado a la sociedad”.19 A partir de lo anterior, podía decir que “la moral era tan necesaria en un país que sin ella no puede haber espíritu público y sin éste ningún apoyo tiene el pueblo”. El escrito describía una ética religiosa contraria al egoísmo, el cual destruía “la caridad cristiana, hablando el lenguaje de la religión, o el amor a su semejante, hablando el idioma de la filosofía”. La virtud apuntalaba la libertad establecida por la constitución, entendida ésta como el pacto de la sociedad para obtener su felicidad.20 Es de advertir la distinción entre el “lenguaje de la religión” y el “idioma de la filosofía”. No se trata de una oposición contundente, sino de una distinción sutil en torno de valores colectivos. El texto defiende la “caridad cristiana” ante el egoísmo secular, ese monstruo narcisista de un único ojo e imperfecta mirada, aunque introduce un doble abordaje: el fideísta y el filosófico. Sin embargo, tal distinción no cuestionaba la unidad entre virtud y política. Pero el desconocido autor sí escribía que la moral no era dominio único de los religiosos, sino que era “la ciencia de todos los hombres”.21 La ética dejaba de ser, cautelosamente, un patrimonio episcopal para volverse tópico de reflexión ciudadana. También en El Siglo Diez y Nueve Juan Bautista Morales (G. B. M) comenzaría la publicación de El Gallo Pitagórico a comienzos de 1842. Crítico de las costumbres populares, perseguía la depuración de los hábitos políticos. Sus textos eran coherentes con las ideas postuladas en su Disertación contra la tolerancia religiosa en su edición de 1833,22 donde cuestionaba la ética tanto de ingleses como de estadounidenses, teóricos modelos de conductas. En contraste, concebía a la virtud católica como el molde propicio para un comportamiento ideal. Pero también postulaba que el sacerdote debía apartarse de asuntos impropios de su ministerio. La vindicación de la moral católica no implicaba la aceptación acrítica de la conducta eclesiástica.
Las metamorfosis eran advertidas por algunos periódicos. Un diario llamado El Español, que como su nombre indica expresaba los intereses ibéricos, afirmaba que la religión estaba a examen bajo los principios de la razón y la justicia.23 En sus editoriales el periódico se mostraba de acuerdo con algunos cambios y solicitaba “que la filosofía venga en fin a fraguar la emancipación” del pueblo. En suma, deseaba la victoria de “los santos principios del liberalismo”.24 Pero las transformaciones políticas, insinuaba, no deberían amenazar las esencias religiosas. El Español simboliza algunos intentos de avenencia entre el credo establecido y el afán de una transformación comedida, muy probablemente en concordancia con el liberalismo católico. Celebraba la fe como el “inmenso hecho social” “que parece abarcarlo todo”. No obstante, diagnosticaba que existía confusión en la sociedad debido a la pugna entre el poder civil y el religioso. Pedía la colaboración entre ambos, pero sin que ninguno sobrepasara al otro. Sería una coadyuvancia en la igualdad. Cada uno debía cumplir con su tarea: el cura cuidando a la grey y el gobierno protegiendo a la religión. Porque, finalmente, la comunidad requería tanto de la ética como de la fe, la cual no estaba reñida con la racionalidad. En suma, “las cuestiones que tocan a la religión son también cuestiones humanas”.25
Las clasificaciones políticas a partir de elementos morales resultan bastante complejas. Mientras un diario de raigambre ibérica anhelaba una solución tranquila, algunos editoriales de El Siglo Diez y Nueve elogiaban la visión católica, pensando que la virtud “desciende del cielo, y desde la tierra vuelve hacia arriba y se remonta hasta encontrarse con su fuente, con su origen, con su principio que es la misma Divinidad. La virtud que no reconoce a Dios por su principio, fuente y origen, no es virtud”.26 La ética religiosa impactaba en múltiples aspectos de la vida social porque “sin virtud verdadera” “no hay seguridad, no hay libertad, no hay paz”. Para finalizar, el artículo inquiría con previsible respuesta: “¿Qué hay sin ella?”, y respondía con pomposo vigor: “padres desnaturalizados, hijos ingratos, cónyuges infieles, amigos falsos, ciudadanos revoltosos, gobernantes opresores”.27 No obstante, entre todos los beneficios terrenos de las verdades divinas, el escrito destacaba el acatamiento. Discurría que la virtud subordinaba todo, incluidas razones y pasiones, al cumplimiento de los deberes. Se trata de un liberalismo anhelante del orden y en búsqueda de la sujeción.
La reivindicación del origen trascendente de la virtud estaba acompañada de una réplica sin destinatario sobre la formación de una moralidad independiente de la fe. Para un editorial de El Siglo Diez y Nueve la virtud que se ejercía “únicamente por el placer de obrar bien” no merecía tal nombre.28 Así, invalidaba una ética autosuficiente, cuya justificación se encontraba en la práctica misma de la bondad. Asimismo, disputaba con quienes defendían que “las leyes civiles bastan para hacer a los hombres virtuosos”, lo cual era un “falaz engaño”.29 Se necesitaba una mirada trascendente de castigos terribles y premios celestiales para propiciar en el hombre la rectitud. La ley secular se asentaba en la ética divina. Por tanto, era imposible tanto una axiología independiente de la fe como la interiorización de la virtud sin la creencia. Es de advertir alguna ambigüedad en el escrito: abre la puerta a la discusión civil de la moral y, simultáneamente, subraya el origen religioso de la ética. La aparente indefinición es, quizá, un signo de las tensiones del momento.
Al tiempo que en El Siglo Diez y Nueve se defendía la cosmovisión religiosa y su utilidad práctica, desde otros frentes se planificaba un gobierno capaz de someter a la Iglesia. Mariano Paredes y Arrillaga, en una carta dirigida a José María Tornel, bosquejaba un plan de gobierno en el que: “El Clero deberá llenar sus funciones con sujeción al mismo y a las autoridades dependientes de él en todo lo que tenga roce con la magistratura o pueda tener trascendencia con la tranquilidad pública”.30 El sacerdote no sería un empleado público, pero sí estaría sujeto a la jurisdicción civil, debido al impacto de su labor en la sociedad. No se trataba de diferenciar potestades, sino de subordinar los ministros tanto a los funcionarios civiles como a las exigencias estatales. La colaboración desde la supremacía era más conveniente que la separación. Así, muy probablemente la virtud no sólo era un refuerzo de la obediencia, sino una herramienta a emplear en el mantenimiento del orden.
En aquel momento de reflujos políticos, los deberes para con los semejantes primaban sobre las libertades de los individuos. Un artículo de El Siglo Diez y Nueve, retomado por el Diario Oficial, sostenía que la moral señalaba ante todo obligaciones para con la sociedad, preferibles sobre los derechos personales.31 En este horizonte, los imperativos de las mujeres eran, se juzgaba, más rigurosos que los de los varones. El Panorama de las Señoritas enlistaba los deberes del sexo femenino y los distinguía del ritualismo religioso: “Las obligaciones de las mujeres son muchas, fastidiosas y continuas”, razón por la cual “deben, pues, ser más severos los principios de moral que se les enseñen”.32 La fémina insigne no sólo era vigilante de sí misma y de su entorno, sino que también permanecía atenta a los mandatos celestes y los principios éticos, siempre bajo la mirada omnisciente del único Dios: “La virtud religiosa no consiste en las prácticas de la devoción, sino en el cumplimiento de los deberes y en el ejercicio de las virtudes morales, combinando con la idea de la presencia del Ser Supremo que las manda y las premia”.33 Dentro de un contexto netamente católico, la religiosidad de una mujer se verificaba no por medio de rituales sino de acciones. Salvaguarda de sí misma ante las tentaciones de los placeres y los engaños de los hombres, estaría siempre bajo el doble escrutinio de su intimidad acechante y de un Dios todopoderoso.
La instrucción formal también era un referente básico para el logro de la purificación. En El Siglo Diez y Nueve se elogiaba la enseñanza que “no se limita a la igualdad ante la ley, principio fundamental de su pacto, sino que trata de proporcionar a los individuos que forman las masas la más noble de las igualdades, la igualdad intelectual, hasta donde ésta pueda caber en la raza humana”.34 La ética era la herramienta que desbrozaba el camino hacia la plenitud de la igualdad no sólo jurídica sino cognoscitiva. Todos serían efectivamente iguales ante las leyes porque eran semejantes en el campo de los valores. Una educación semejante conduciría, retóricamente, tanto al desinterés por la riqueza como al deseo de servir a la comunidad. No es fortuito, por tanto, que un folleto favorable al exgobernador de Chihuahua, general Francisco García Conde, hiciera saber que dicho personaje sólo deseaba retornar a los “brazos de los ciudadanos”, lo único digno “de la ambición republicana”.35 El norteño deseaba mantener su honorabilidad frente a presuntas infamias y numerosas calumnias en un interesado atisbo de desinterés republicano.
El horizonte discursivo en que se estaba formando el constituyente contenía un claro interés axiológico. El Cosmopolita publicó en abril de 1842 un largo artículo titulado “Deberes de los soberanos”. El texto cristalizaba algunas preocupaciones en torno de la virtud como garante del orden y generadora de obediencia, sobre todo desde la óptica del gobernante. El argumentario consistía en que los deberes morales estaban contenidos en el pacto social. Lo ético era parte de lo político. La publicación iniciaba definiendo que “Gobernar a los hombres, es tener derecho de usar y emplear las fuerzas que la sociedad ha puesto en las manos de una o muchas personas para obligar a todos sus miembros a que se conformen con los deberes de la moral”.36 Por orden de la ley o por mandato de la autoridad, el súbdito debía abstenerse de “todos los delitos o vicios que son, como hemos visto, violaciones más o menos patentes de este contrato, que comprende y liga a todos los miembros de la sociedad”. La constitución, que incluía el aspecto moral, implicaba un disciplinamiento ciudadano para obtener la obediencia comunitaria. El mayor peligro para la sujeción no era la ilegitimidad del gobernante, sino la conducta viciosa del hombre generada por los impulsos que le hacían “perder de vista sus obligaciones y promesas”. La moral y el sometimiento conformaban una vertebración de axiomas e imperativos.
El texto concebía a la moralidad como una herramienta para el logro del acatamiento. Había dos tipos de virtud para alcanzar la subordinación. Por un lado, se encontraba una visión religiosa que, “amenazará a los mortales con la cólera del cielo para retraerlos de su perversidad; con poco fruto les prometerá las recompensas infalibles de la vida futura para estimularlos a la virtud”. En cambio, “la voz poderosa de los reyes, las recompensas y los castigos de la vida presente, serán siempre los medios más eficaces” pare obtener el convencimiento. En suma, la “moral bien demostrada” podía convencer a “los espíritus de un pequeño número de gentes que piensan”. Sin embargo, dicha situación no impactaría “sobre las acciones de todo un pueblo, sino cuando haya recibido la sanción de la autoridad superior”.37 El artículo carecía de autor y al final explicaba que era un artículo copiado, sin mencionar fuente alguna. En realidad, se trata de un fragmento del volumen Moral universal o Deberes del hombre fundados en su naturaleza del Barón de Holbach. La publicación del autor franco-alemán muestra no sólo las lecturas teóricas de los liberales tenidos por moderados, sino el diálogo de estos con filósofos de la Ilustración europea famosos por su anticlericalismo. Por esta razón, es factible reparar con más cuidado no tanto en el influjo unidireccional como en el diálogo creativo y la naturaleza selectiva de los liberales moderados con autores juzgados antirreligiosos.38
Además de la explicación de la virtud como acatamiento, el artículo explicitaba una diferencia entre la visión centrada en los beneficios mundanos de la bondad y la sujeción, y una ética fundamentada en las penas absolutas y las recompensas trascendentes. La que priorizaba la perspectiva terrenal era poderosa, pero sólo aplicable a un pequeño grupo. En contraste, la enfocada en el horizonte celestial era indefectible para la mayoría de la población. La diferencia resulta evidente: la necesidad de la sanción divina para el cumplimiento de la ley. Más que una disyuntiva determinante, era una descripción comunitaria. Había ciudadanos capaces de obrar según los estímulos de la vida terrena. Pero la mayoría necesitaba de la incitación trascendente para tener un comportamiento adecuado. El periódico no llama a la sustitución de una por otra, aunque tenga una obvia preferencia por la vía secular. Los dos tipos de virtud no son excluyentes, sino complementarios en el logro del mismo fin: la obediencia a la autoridad y la sumisión ante la ley. Lo terreno no se opone a lo divino ni viceversa, siempre que ambos ámbitos contribuyan al orden social. El Cosmopolita no propone explícitamente una moral ajena a la fe, pero sí distingue entre una virtud religiosa para la gente común y una ética secular para el uso de una minoría ilustrada de clase media, quizá como se concebían precisamente los moderados de Manuel Gómez Pedraza.
La opinión publicada expresó no sólo inquietudes sino también propuestas en torno de una escala de valores de raigambre cristiana, pero con un disminuido nexo orgánico con el clero católico. Se trataba de una mutación perceptible tanto en revistas enfocadas a diferentes públicos como en periódicos de distintas tendencias. En El Siglo Diez y Nueve se expresaban bien algunas ambigüedades: la vindicación de la unidad entre fe y virtud, así como la discusión pública del factor ético en la constitución y la sociedad. Este panorama alcanzaría nuevos horizontes tanto en los proyectos constitucionales como en las controversias parlamentarias.
Ajustes morales y proyectos legislativos
El clima electoral y las maniobras políticas en vista de la formación del congreso han sido descritas por Noriega Elío. En medio de la cíclica esperanza y de un cierto estupor por parte del gobierno nacional ante las tendencias federalistas de los flamantes legisladores, iniciaba un nuevo constituyente en la historia nacional. El confederalismo de 1824 y el centralismo de 1835-1837 parecían conducir a la pretensión de un justo medio. En este sentido, los hombres de 1842 eran parte de algunos cambios en el horizonte nacional como los descritos en el ámbito ético dentro de la prensa escrita. De acuerdo con Hernández Chávez, durante la década de 1840 los actores sociales “demandaban un cambio de normas capaces de no entorpecer la acción individual, así como la relación entre ellos y la sociedad”.39 Por su parte, Carmagnani ha identificado un liberalismo iusnaturalista más definido que el de lustros anteriores. Los protagonistas del momento eran medianos hacendados y rancheros exitosos, profesionistas liberales y destacados literatos, arrendatarios relativamente autónomos y manufactureros bien relacionados. Se trataba, en general, de una clase media deseosa de esperanzas pero dispuesta a los consensos. En el aspecto axiológico se estaba en presencia de una paulatina “conformación de nuevos valores”.40 Una nueva sensibilidad afrontaría el problema de la moralización.
Algunos de los protagonistas del congreso se habían expresado en torno del origen de los valores. José Fernando Ramírez se había mostrado partidario de la tolerancia religiosa pero también de la ética cristiana. En su texto De la libertad de cultos y de su influencia en la moral y en la política de 1834 combatía toda virtud “extraña al sentimiento religioso”41 y elogiaba la “sublime moral que respira el evangelio.”42 Sin embargo, agregaba que la ética vigente en la nación debía ser la del cristianismo originario y no la práctica corrupta de papas y políticos.43 Por su parte Mariano Otero, cuya obra ha sido estudiada con fortuna por autores como Brian Connaughton, esbozó en su Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social de 1842 algunas reflexiones al respecto. Si bien criticaba el “monopolio del pensamiento” por parte de la Iglesia católica,44 puntualizaba que las sociedades requerían del “poderoso auxilio de las creencias religiosas”.45 Invo ca ba la virtud católica pero exigía que la religión no se confundiera con la arbitrariedad.46 Sostenía que a los sacerdotes, débiles en su economía y subordinados en sus alianzas, sólo les quedaba “la influencia moral de una religión sublime”.47 No obstante, en una intervención ante el congreso también reconocía que la base de la moral se hallaba en amar la virtud y aborrecer el vicio, principios generales sin alusiones trascendentes.48 En tal sentido, mencionaba una moral pública que se yuxtaponía con la visión católica. El balance, no exento de una censura explícita y de algún desliz secular, era patente. Otero enfatizaba que en medio de los desastres del país brillaban “las virtudes heroicas y evangélicas de la sociedad mexicana”.49 Es decir, los ciudadanos poseían referentes religiosos, presumiblemente interiorizados gracias a los buenos sacerdotes. Así, algunos legisladores habían sido partidarios de una estructuración católica para la nación mexicana, aunque escindida de abusos clericales. Tanto Ramírez como Otero, si bien no conciben una ética escindida de la fe, sí distancian la moral religiosa de la práctica común tanto de pastores como de creyentes. La regeneración de la sociedad mexicana exigía la depuración de la virtud religiosa. El duranguense fue coautor tanto del proyecto de la mayoría como del de consenso; a su vez, el jalisciense lo fue tanto del “voto particular” como del texto consensuado. Tales precedentes ayudan a comprender algunos sesgos de las tentativas parlamentarias.
En un horizonte de ajustes culturales, las sesiones iniciaron en junio de 1842. El anhelo de una ética pura tanto en el hombre público como en el ciudadano común era constante. Según El Siglo Diez y Nueve, un periódico de Durango ansiaba que el nuevo órgano estuviera formado por “ciudadanos virtuosos, instruidos, despreocupados y propios del siglo”.50 La distinción conductual en los representantes del pueblo antecedería a la elevación ética de la ciudadanía. No obstante, también había reservas explícitas ante las orientaciones ideológicas de los nuevos diputados. Otro editorial del mismo periódico se preguntaba por qué si todos los políticos se decían liberales no había libertad en el país. La respuesta, nuevamente, pasaba por la virtud. El texto sostenía que los verdaderos distintivos de los liberales eran la justicia y la moral.51 Las diferencias políticas eran, ante todo, contrastes éticos. Todos podían decirse liberales, pero sólo el apego a los valores definiría las posturas. Independientemente de las prendas personales de los legisladores, el congreso se fragmentó en al menos dos porciones significativas. Ambas se reclamaban liberales, como era de esperar. La mayoría era federalista, pero de forma templada, mientras que la minoría resultaba más contundente en cuanto a la reivindicación del federalismo.
La comisión redactora del proyecto constitucional no logró acordar un texto único. La mayoría presentó un documento; a su vez, la minoría elaboró un voto particular. Tal divergencia condujo a la redacción de un segundo proyecto consensuado. Es decir, el constituyente de 1842 generó tres opciones de código político. A continuación se analizan algunas implicaciones morales de los proyectos a partir de tres elementos: los exordios constitucionales, la delimitación de ciertas garantías individuales y su articulación con los deberes de los mexicanos. El artículo se detiene, sobre todo, en el proyecto final, por ser el que contiene mayores novedades y matices.
El primer proyecto prescindía de una introducción evocatoria de un ser superior. Cabe precisar que los preámbulos constitucionales son signos del lugar simbólico desde donde se conceptualizan los problemas nacionales. A diferencia de los códigos anteriores, el proyecto de la mayoría entraba directamente al contenido sin una declaratoria previa de índole trascendental. Este cambio, consistente en una omisión, era un asomo de las discretas novedades del proyecto constitucional. Por su parte, el voto particular tampoco incluía algún exordio referente a una autoridad divina. Finalmente, el proyecto de consenso sustituyó a los preámbulos religiosos de 1824 y 1835 por un breve texto intitulado “Bases en que descansa la Constitución”, el cual subsume los tres principios básicos de la futura carta magna: la forma de gobierno, la organización política y los efectos de la constitución, tales como las garantías individuales. Inmediatamente después de las Bases, se decía que: “Los representantes de la Nación Mexicana, reunidos en congreso extraordinario, la constituyen en una república representativa popular”.52 Son hombres distinguidos, presuntamente legitimados por los votos, quienes establecen los fundamentos de la constitución y las características de la república.
La definición de las garantías individuales en los tres proyectos ofrece un horizonte en torno de los valores como limitante de derechos. Dentro de la tornadiza regulación de la imprenta, un elemento permanente fue la protección de la moral y las buenas costumbres.53 Dicha fiscalización se vinculaba con la cohesión del país, pero sólo era una concesión sin “real apoyo administrativo”.54 En tal contexto, es posible advertir las continuidades y modulaciones sobre la temática. El proyecto de la mayoría normaba que sólo se abusaría de la libertad de imprenta cuando se atacasen la religión y la moral. Por su parte, el voto particular limitaba dicha libertad a partir del respeto a la vida privada y la moral. Finalmente, el proyecto de consenso sólo prohibía un ataque directo al dogma religioso y la moral pública. Los cambios parecen sutiles, pero son significativos. La religión quedaba finalmente circunscrita al dogma, omitiendo la amplia significación del hecho devocional, tal como el respeto a los pastores y los jerarcas, sus consejos y determinaciones, funcionamientos institucionales y prerrogativas eclesiásticas. El ultraje, además, debía ser directo, muy posiblemente para ampliar el alcance de la libertad de prensa, eliminando elucubraciones sobre presuntos agravios a la fe. Por otra parte, el significado del adjetivo “pública”, añadido al concepto de moral, no es fácil de medir, debido a que en ocasiones en los discursos ambos términos eran manejados como sinónimos. No obstante, dado el intento de precisión y delimitación del bien jurídico a resguardar expresado en el cambio de “religión” a “dogma religioso”, es factible que el término de “pública” introdujese un matiz de alejamiento, aunque no de ruptura, entre la moral religiosa y una virtud de aplicación civil. La ética, dado el Estado confesional, era la católica. Pero el adjetivo añade un sesgo de distancia. El bien a preservar por los gobiernos es la moral “pública” de la sociedad, no la privada del individuo ni la específica de una corporación, aunque siga siendo de índole trascendente, no obstante aunque vinculada a la jurisdicción secular.
El documento consensuado, además, instituía la libertad de educación sólo limitada tanto por el respeto a la moral como por la divulgación de máximas contrarias a las leyes. Es decir, el marco de valores ya no se limita a la “moral”, que dentro de un Estado con religión oficial sería la católica. Ahora incluye en un mismo nivel jerárquico las “máximas”, que por definición contienen principios, adversas a las normas jurídicas. El bien a tutelar ya no es exclusivamente la axiología trascendente en su dimensión pública, sino también un conjunto de proposiciones emitidas exclusivamente por el Estado mediante la ley para la regulación de la sociedad. El Estado abroga el monopolio sobre la enseñanza y adquiere una nueva atribución: la salvaguarda de la virtud. Así, impedir la divulgación de axiomas contrarios a las leyes se convierte en una facultad civil. La nueva prerrogativa estatal resultaba evidente para algunos medios. Para un editorial de El Siglo Diez y Nueve, con el artículo 13 sobre libertad de enseñanza “la autoridad pública quedaba, por la Constitución, autorizada para velar sobre las costumbres y las doctrinas, con toda libertad”.55 La vigilancia conductual se va desplazando hacia la esfera estatal.
Por último, en cuanto a las obligaciones del mexicano, hay una tendencia a modificarlas y suprimirlas. Tanto el proyecto de la mayoría como el de la minoría coincidían en términos generales. En contraste con las Siete Leyes, para ambos documentos ya no era un deber la profesión del catolicismo, cooperar con los gastos del Estado, la observancia de las leyes, así como la obediencia a las autoridades; tampoco, la defensa de la patria y el restablecimiento del orden público.56 Es decir, el imperativo de la cohesión ciudadana y la sujeción al gobierno decrece de forma notable. En cambio, los deberes son básicamente de índole cívica: alistarse en la Guardia Nacional (no en el ejército), adscribirse al padrón municipal, votar en las elecciones y desempeñar los cargos públicos no renunciables.57 De tal forma, las obligaciones a nivel constitucional perviven, pero redirigidas del ámbito de la fe, el Estado y la patria, a la defensa y formación del régimen político. Los deberes se conciben dentro de un credo oficial, pero se reconfiguran a partir de una cierta disminución del elemento religioso. Se relacionan más con valores cívicos que con requerimientos estatales. Por su parte, la minoría eliminó totalmente el rubro de obligaciones. En su conjunto, los tres proyectos suprimieron la articulación centralista entre la fe católica y los deberes del mexicano. Así, parece delinearse una tendencia protectora de libertades sin contraprestaciones, pero enmarcada en la salvaguarda de la moral, aunque ya no de la religión.
Una lectura integral del entramado ético en la arquitectura constitucional permite sugerir algunos desplazamientos y precisiones. La intolerancia religiosa del proyecto consensuado fue aprobada por 48 votos contra 11. El congreso mostró su avenencia en que la fe católica siguiera prevaleciendo en el país, y por tanto que su visión ética estructurara la sociedad. Sin embargo, ya no es obligatoria y se permite la tolerancia pasiva.58 De igual manera, mientras las Siete Leyes limitan la libertad de imprenta a las ideas políticas, el último proyecto del constituyente ensancha los alcances de la libertad de prensa y educación, sólo circunscritas por el respeto a la moral pública y el dogma religioso, elementos salvaguardados por la autoridad civil. En suma, a lo largo de los tres proyectos, la religión es salvaguardada, luego eliminada y finalmente precisada en términos de “dogma religioso”. A su vez, se explicita la protección a la moral, pero en el proyecto consensuado queda delimitada a la “moral pública”. Así, se produce una ampliación de la libertad de prensa sólo circunscrita por el respeto a los valores compartidos bajo la modulación civil.
Discurso parlamentario y respuesta eclesiástica
Uno de los mayores críticos de los entramados éticos provino no de un religioso sino de un civil: José N. Rodríguez de San Miguel. Político congruente de convicciones unitarias, así como jurista poco reconocido y escasamente estudiado,59 es una excepción de congruencia en una época líquida.60 A partir de su eminente formación, hizo una lectura sistémica del diseño constitucional en materia de virtud del proyecto de consenso. A finales de noviembre de 1842, presentó al pleno unas Observaciones.61 En primer lugar, reprobaba la ausencia de un capítulo sobre las obligaciones de los mexicanos. Censuraba el artículo sobre intolerancia religiosa debido al lugar secundario que tenía en el proyecto y que, en su opinión, permitía el ejercicio privado de otros cultos, es decir, de una tolerancia pasiva. En síntesis, deseaba un lugar más digno para la fe en la constitución62 y que el texto enalteciese la independencia del país respecto a otros poderes terrenales, así como “su dependencia del que está sobre los cielos”. En juego estaba, decía, la cohesión del país, el valor de la verdad e incluso la salvación del espíritu. Rodríguez advertía que, en comparación con las constituciones precedentes, el proyecto consensuado relegaba el sitio de la fe como rectora del país y el lugar de la Iglesia como reguladora de la vida.
En el debate en lo particular, el poblano criticó los artículos sobre libertad de imprenta y enseñanza. Fustigaba que la educación impartida por privados fuera limitada exclusivamente por los ataques a la moral, que además no era definida como católica. Formulaba que era preciso distinguir entre moral, dogma y disciplina, pero decía que una ofensa contra cualquiera de dichos aspectos significaba un ataque al catolicismo en su conjunto. En su opinión, el texto sólo velaba por una parte de la fe: la moral, omitiendo las restantes, lo cual era totalmente reprensible. Asentaba que “hombres de una misma moral pueden profesar distintas creencias”, como el jansenista o el luterano.63 En las aulas particulares los no católicos pero cristianos podrían enseñar sus creencias. La salvaguarda de la virtud equivalía a una desprotección del catolicismo. Al amparo de la ética cristiana, se podía introducir la diversidad religiosa. Asimismo, el legislador discurría que la virtud verdadera dimanaba del catolicismo. Por tanto, conclusivamente reclamaba sustituir el término de moral por el de religión (subrayado original). El legislador divisaba el proceso conceptual tendiente a reducir la fe religiosa al elemento ético, sustrato común de distintas congregaciones.
El jurista también manifestaba una reserva sobre la restricción de la libertad de imprenta por ataques directos al dogma religioso o la moral pública, y se enfocaba en el jurado como cuerpo calificador de un supuesto ataque a los valores. Cabe añadir que siempre hubo jurados “ciudadanos” para calificar posibles delitos de imprenta. Por tanto, la impugnación se inscribía dentro de una polémica anterior y más amplia, pero en este caso se acentúa la arista ética. Opinaba que un cuerpo formado por civiles era improcedente para juzgar aspectos axiológicos, porque “a los legos no toca conocer de semejantes materias ni dar la regla, sino recibirla de aquellos a quienes se encomendó el régimen de la iglesia”. Como alternativa reclamaba la participación de un sacerdote en el proceso. Así, vindicaba no sólo la hegemonía del catolicismo, sino el monopolio del episcopado en la salvaguarda de la virtud. Indicaba, reveladoramente, que la fe era reducida a ética, al tiempo que la moral pasaba a ser esfera de acción del Estado. Tanto algunos segmentos de la prensa periódica como el gobierno nacional coincidían con tales objeciones. Un texto anónimo publicado originalmente por El Globo Federal y reproducido en el Diario del Gobierno de la República Mexicana era muy hostil con el jurado, ya que estaría compuesto por hombres “cuya religión y moral, Dios sabe cuál será”.64 La virtud era, definitivamente, campo de interpretación eclesiástica.
El entramado construido por la propuesta de consenso también fue objetado por el Cabildo de Guadalajara. Dicho cuerpo discurría que el congreso garantizaba la “libre enseñanza del error”.65 A su vez, la libertad de educación dividiría las “opiniones religiosas” y permitiría los ataques al catolicismo.66 En su opinión, el constituyente había generado un andamiaje constitucional por medio de los artículos sobre intolerancia religiosa, libertad de imprenta y educación, que ponía en riesgo la fe. En los periódicos circularían opiniones contrarias a los valores prevalecientes, en los hogares se celebrarían liturgias no canónicas, y en las escuelas se popularizarían dogmas cristianos pero ajenos a los mandamientos papales. Dicha conjunción facilitaría el cuestionamiento de la virtud católica. Además, el Cabildo argüía que el documento prefiguraba la libertad de culto, constreñida a la moral cristiana. Algunas interpretaciones eclesiásticas coincidirían años después con los planteamientos contrastantes de dos figuras contrapuestas. Luis de la Rosa, también constituyente en 1842, propondría como ministro en 1847 una tolerancia circunscrita a los cultos que compartieran la ética cristiana. Es decir, retomaría, en sentido inverso, la inquietud catedralicia para transformarla en una propuesta novedosa. A su vez, Clemente de Jesús Munguía cuestionaría la Constitución de 1857 a partir de los mismos supuestos jaliscienses, en relación con una arquitectura jurídica supuestamente instigadora de la diversidad ética.
Resulta difícil medir el impacto de las impugnaciones civiles y eclesiásticas, pero el apartado VI del artículo 13 del proyecto de consenso, sobre libertad de enseñanza, no fue aprobado. El artículo fue dividido en dos partes. La primera, sobre libertad de enseñanza, no fue votada y volvió a la comisión. La segunda, relativa a la restricción de la moral y la difusión de máximas contrarias a las leyes, fue retirada. En su conjunto, los indicadores de una cierta aproximación a la moral civil no fueron aprobados. En consecuencia, más que la historia de un supuesto avance hacia una virtud secular, el instante de 1842 es el indicio de una tensión ética, advertible no sólo en los textos de la prensa periódica, sino también en las propuestas del constituyente nacional.
A raíz de la disolución del congreso, ya no hay más elementos para la exploración moral. No obstante, fue palpable una lógica que reducía la fe a su componente ético, cuya salvaguarda sería del Estado nacional, sobre todo en relación con la libertad de prensa y la libre enseñanza. Asimismo, destaca la ausencia de los redactores de los proyectos en las discusiones. Hasta donde las actas indican y las intervenciones publicadas apuntan, fuentes básicas debido a la pérdida del Diario de Debates no explicitaron argumentarios favorables a un desacoplamiento entre conductas y creencias. Tal elusión es muy significativa si se pondera la relevancia del asunto en revistas y periódicos. Una omisión retórica, que quizá eludía el escándalo público, sería una herramienta táctica en pos de un conjunto de resignificaciones axiológicas.
Comentarios finales: fe y virtud
Hacia comienzos de la década de 1840, el clima editorial experimentaba no un cambio súbito, pero sí una patente mutación. No obstante, el horizonte parlamentario propició una mayor visibilidad de dichas transformaciones, ahora expresadas no sólo en folletos y artículos, sino también en propuestas legislativas. El congreso de 1842 representa un momento determinante en el devenir ético porque significa un impulso legitimador de la creciente injerencia secular en materia de virtud. Tal dinámica es más comprensible si se ponderan las críticas a la moral y la conducta de los sacerdotes. Asimismo, los editoriales de El Siglo Diez y Nueve formularon variadas inquietudes éticas, en general favorables a las visiones religiosas, pero con acentos civiles. El hecho no es menor si se valora que algunos redactores del diario eran a la vez constituyentes, como en el caso de Mariano Otero, sugiriendo alguna articulación entre ciertos periódicos, sobre todo de impronta moderada, y la actividad legislativa. La convergencia ayuda a comprender tanto la preservación de la moral católica como la exploración de una modulación secu lar en los proyectos constitucionales. De igual forma, cierta confianza en la bondad del hombre, expresada por El Cosmopolita del también constituyente Gómez Pedraza,67 facilitaba desvanecer la exigencia de una sujeción formulada a partir de una visión negativa del ser humano. En su lugar, se lograría un acatamiento basado en la conveniencia de subordinarse al orden político mediante la práctica de las virtudes, aspiración en nada exclusiva de México y sí presente en otras latitudes.68 Un cierto optimismo sustituía a una manifiesta desconfianza. Asimismo, la intermediación social del eclesiástico era matizada tanto por el alejamiento de los civiles respecto de los pastores como por la creciente labor estatal en los ámbitos éticos.
En el constituyente hay signos de tensión entre la pretensión moralizadora de la autoridad civil y la gestión de la virtud en manos de la jerarquía eclesiástica. Este ajuste ético no es una cuestión abstracta: repercute en puntos significativos como las definiciones en torno de la libertad de prensa y enseñanza, las atribuciones de los jurados, así como los alcances de la libertad de cultos. Aunque disuelto, el constituyente ofrece un mirador legislativo hacia las metamorfosis éticas. En su conjunto, las mutaciones describen algún alejamiento entre la estricta moralidad de las Siete Leyes y el menor énfasis en la protección de la fe en los proyectos constitucionales. Asimismo, apuntan hacia un distanciamiento sin deslinde entre una virtud absolutamente religiosa y una ética igualmente católica, pero con crecientes elementos seculares. Este devenir es parte de un proceso histórico de largo aliento que está presente en diversas regiones del mundo atlántico. De igual forma, es visible una tendencia a extender el rol del gobierno en la ordenación de la sociedad. Así, se vigorizaba la participación pública en la formación cívica del futuro ciudadano. La virtud era tan relevante para la gobernanza que no podía ser un asunto exclusivo del episcopado.