Esta reunión de ensayos tiene el propósito de analizar la gestión de los principales ministros y embajadores de Estados Unidos en México, aquellos a quienes correspondió desempeñarse en “coyunturas clave” y en “instancias de cambio y transformación” de las relaciones entre México y Estados Unidos (p. 15). Para esta empresa, los coordinadores del volumen eligieron a especialistas que han realizado trabajo importante en los periodos o personajes que fueron seleccionados para figurar en la compilación. La mayoría son historiadores, aunque también hay internacionalistas y profesionales del ejercicio diplomático.1
La calidad general de los ensayos es bastante alta, y algunos de ellos son notables por su capacidad de aportar, de manera sucinta, análisis incisivos y a la vez panorámicos del contexto político de ambos países, así como del papel de los ministros en las coyunturas que les correspondió gestionar. La variedad de temas, personalidades y contextos que se aprecia en los 14 ensayos, sin embargo, hace inviable reseñarlos de manera particular, por lo que en esta revisión me centraré en las aportaciones derivadas de la visión de conjunto. También, en la parte final, me referiré a algunos problemas que se desprenden de la estructura adoptada para el libro.
Como ya se dijo, el volumen está compuesto de una serie de estudios particulares y específicos, pero tiene la virtud de aportar también una visión amplia: al seguir a los distintos ministros y embajadores, así como los asuntos prominentes que les tocó atender, es posible apreciar el tenor general de la relación entre ambos países y sus cambios a lo largo del tiempo. De este modo, se observa que el problema del territorio constituyó el eje principal de la relación entre 1821 y 1865, desde las ofertas para la compra de Texas durante la gestión de Joel R. Poinsett (1825-1829) hasta las tentativas más tibias y ambivalentes de Thomas Corwin (1861-1864), vinculadas a las negociaciones de los tratados Corwin-Zamacona y Corwin-Doblado. En el lapso que media entre ellos, Nicholas Trist y James Gadsden habían consumado las dos cesiones territoriales que dieron forma a la línea fronteriza tal como la conocemos ahora. El territorio no fue el único tema; también hubo interés por el desarrollo y explotación de una vía transístmica en Tehuantepec, por cuestiones comerciales, así como por problemas fronterizos causados por incursiones de grupos indígenas. Sin embargo, todo ese periodo lleva el acento de la cuestión territorial.
La construcción del Estado postrevolucionario mexicano sería el generador de los principales temas de la agenda en la primera mitad del siglo XX, los cuales se harían presentes a partir de 1917, cuando se promulga la nueva Constitución y se avanza hacía una relativa normalización de las relaciones después de la solución de varias crisis importantes durante la gestión de Henry P. Fletcher, como el famoso telegrama Zimmermann y el retiro de la expedición punitiva. Los problemas derivados de la afectación de intereses empresariales estadounidenses causados por el nuevo marco institucional mexicano serían fundamentales para el desempeño de Dwight W. Morrow (1927-1930) y abarcarían hasta la gestión de Josephus Daniels en la segunda mitad de la década de 1930. Bajo el signo de la política del buen vecino, Daniels manejó los conflictos provocados por la expropiación petrolera de manera favorable al gobierno mexicano, y su gestión marcó el declive del potencial de los intereses privados para afectar el tono general de las relaciones.
La segunda guerra mundial inauguró otra etapa, caracterizada por una cooperación sin precedentes en varios niveles. Sin embargo, la subsecuente Guerra Fría traería nuevas fricciones durante la segunda mitad del siglo XX, derivadas de la postura mexicana hacia el derro camien to de Jacobo Árbenz en Guatemala y la revolución cubana. Pese a un marco de buen entendimiento general y colaboración durante los años cincuenta y sesenta, estas diferencias pusieron en el primer plano las dificultades que tendrían los gobiernos mexicanos para mantener cierto margen de maniobra en su conducta internacional frente a la superpotencia, así como la fragilidad de los equilibrios entre su política interna y la externa. En los años ochenta, el endurecimiento ideológico anticomunista promovido por Ronald Reagan y su impaciencia con la posición mexicana ante los conflictos centroamericanos se conjugó con otros factores para causar un deterioro general de las relaciones.
El fin de la Guerra Fría marca un giro en las relaciones hacia un proceso de creciente integración comercial y económica. Es en ese contexto que surgen las condiciones para la negociación y aprobación del Tratado de Libre Comercio, cuyo impacto en las últimas tres décadas de la relación es difícil de exagerar. De manera simultánea, sin embargo, la violencia relacionada con el crimen organizado fue convirtiéndose en fuente de tensiones en la relación. El enrarecimiento provocado por la violencia y por los temas de seguridad en las relaciones alcanzó un punto crítico con las dificultades de cooperación de la iniciativa Mérida y la filtración de opiniones comprometedoras del embajador Carlos Pascual (2009-2011) en WikiLeaks, las cuales causaron su salida.
En suma, el volumen ofrece una combinación muy acertada de perspectivas particulares sobre el desempeño de los diplomáticos en coyunturas específicas que, leídas una tras otra, proveen una visión general del desarrollo de la relación binacional a lo largo de prácticamente dos siglos. Ésta es la principal aportación del trabajo.
Otro acierto del volumen es que permite apreciar un fenómeno que parece obvio, pero que muchos de los que estudiamos la relación binacional pasamos por alto frecuentemente: los cambios a través del tiempo “en la infraestructura de comunicación dentro de la relación diplomática” y sus efectos (p. 17). Esto es, por la dificultad y tardanza de las comunicaciones durante la mayor parte del siglo XIX, los ministros estadounidenses inevitablemente gozaron de mayor independencia y margen de maniobra. Quizá el ejemplo más ilustrativo de ello lo encontramos en la conducta de Nicholas Trist, el enviado estadounidense para negociar la paz en la guerra de 1846-1848, quien en contra de las instrucciones de su gobierno se rehusó a retirarse del cargo y prosiguió las negociaciones de lo que se convertiría en el Tratado de Guadalupe-Hidalgo. Éste es el ejemplo más extremo de ministros que aprovecharon la distancia para seguir un curso bastante independiente, pero no es el único. John Forsyth, para mencionar sólo otro caso, suspendió las relaciones entre ambos países en 1858 sin seguir otra guía que su propio criterio. Esta medida culminó una gestión caracterizada por la falta de celo en la ejecución de las instrucciones de su gobierno, en las cuales Forsyth no tenía mucha fe. Este margen de discrecionalidad para los ministros fue disminuyendo al paso que las comunicaciones se hicieron más rápidas y directas, posibilitando mayor supervisión y control desde Washington.
Al margen de la creciente agilidad de las comunicaciones, el siglo XX también ofrece algunos ejemplos de independencia considerable con respecto a las pautas marcadas por el Departamento de Estado. Es el caso de Josephus Daniels, cuyo curso notablemente autónomo se debió al acceso directo y privilegiado que tenía al propio presidente Roosevelt, canal que aprovechó para no seguir la línea que le marcaban sus superiores directos. Asimismo, aunque con consecuencias mucho menos favorables para México, John Gavin también adoptó una conducta heterodoxa e independiente en los años ochenta, al asumir un “protagonismo público que no tenía precedentes” (p. 271). En este caso, empero, la heterodoxia se debió a la absoluta inexperiencia de Gavin, a su gusto por los reflectores -era actor, al fin y al cabo- y al espacio que le proveyó la confusión en las metas de la política exterior hacia México provocadas por diferencias burocráticas y de visión entre la Agencia Central de Inteligencia y el Departamento de Estado.
Las consideraciones anteriores ponen de relieve un aspecto de enorme importancia para entender el curso histórico de la relación y también para ponderar la aportación del volumen: el papel del individuo. ¿Qué capacidad tuvieron los ministros y embajadores de influir en el curso de las relaciones? ¿En qué medida fue decisivo el individuo para los resultados de cada una de las coyunturas clave que se abordan en el libro? ¿Otro ocupante en la legación/embajada hubiera producido un resultado distinto en cada una de las coyunturas analizadas? Éstas son preguntas difíciles, y cualquier intento de respuesta debe tomar en cuenta muchas circunstancias del contexto particular que sirvió de marco a cada gestión, así como las características individuales y las relaciones que cada ministro pudo tejer durante su misión diplomática. En mayor o menor medida, todos los autores del libro se ocupan de estas preguntas. Pese a que la forma en que el libro fue concebido necesariamente resalta a los individuos, en la mayor parte de los ensayos se observa un intento de equilibrar el peso del sujeto estudiado con la insoslayable importancia del marco circunstancial en el que actuó, aunque con diversos matices. Sólo en el ensayo dedicado a Nicholas Trist, a cargo de la historiadora estadounidense Amy Greenberg, se distingue un argumento de indispensabilidad. A saber: que de no haber sido por Trist y sus reservas morales, México seguramente hubiera perdido más territorios en 1848 (p. 49). Ésta es una declaración bastante fuerte, especialmente porque el proceso que condujo a la aprobación del Tratado de Guadalupe Hidalgo fue amplio y complejo, y porque no podemos saber lo que hubiera sucedido si Trist, en apego a sus instrucciones, se hubiese retirado sin concluir la negociación (son muchos los escenarios posibles).2 Sería injusto exigir a un libro de estas características un tratamiento más profundo de este problema, pero el hecho es que cuestionamientos de este tipo tendrían cabida en varios ensayos, y la lectura de corrido de 14 estudios centrados en gestiones individuales tiene una especie de efecto acumulativo y lleva el problema del individuo al primer plano, al menos para el que escribe.
Por último, si bien la estructura del libro es coherente con los propósitos y objetivos que los coordinadores plantean en la introducción, el abordaje a través de los ministros y coyunturas álgidas de la relación también tiene algunas desventajas. El volumen se centra en las coyunturas más relevantes y, aunque se incluyen también algunos momentos decisivos de colaboración, tales como los esquemas de cooperación durante la segunda guerra mundial o la negociación del Tratado de Libre Comercio, el enfoque inevitablemente da prioridad al conflicto. Debido a ello, el volumen deja fuera periodos amplios de la relación en los que hubo mayor estabilidad y entendimiento, pero que no por eso dejaron de ser importantes. Me refiero especialmente a los años que van de 1867 a 1917, segmento temporal de 50 años para el que el libro sólo incluye un ensayo. Asimismo, dicho ensayo, dedicado al problema del reconocimiento diplomático de Porfirio Díaz en 1876-1878, si bien es útil para acercarse a ese tema específico, en el conjunto del libro parece retratar una coyuntura sumamente aislada y carece de vínculos con el resto de los capítulos.
Este problema tiene origen en la concepción del volumen como guía y obra de consulta sobre los principales ministros estadounidenses en la relación binacional, y no disminuye el valor de los ensayos individuales ni la aportación del análisis de conjunto, el cual permite observar los principales temas, cambios y continuidades en el curso de una relación muy compleja de más de 200 años. La lectura de este libro será muy provechosa tanto para especialistas como para aquellos que busquen acercarse por primera vez a la intrincada historia del intercambio binacional.