Un campo problemático
Un dossier sobre la Guerra Sucia en México exige ciertas precauciones. Guerra sucia como categoría historiográfica debe estar sujeta a una suerte de vigilancia metodológica para que no acabe oscureciendo aquello que se propone iluminar. El apotegma guerra sucia ha destacado en los medios de comunicación y en la literatura testimonial y de denuncia, sobre todo a partir de la restauración de la democracia política en países de América Latina, empezando por Argentina en 1983. Es probable que esa noción tenga su origen “técnico” en algunos de los procedimientos utilizados por el ejército francés durante la guerra de liberación de Argelia en la década de 1950.1
Como han advertido algunos autores, el calificativo que acompaña al sustantivo guerra implicaría la existencia de una guerra limpia, esto es, transparente y sujeta a ciertas reglas. Nadie medianamente informado aceptaría que tal adjetivo acompañe al sustantivo, y menos aún en el canallesco siglo XX. Sin embargo, es verdad que los intentos globales por normar el comportamiento de los contendientes en guerra entre estados constituidos e incluso entre contendientes en conflictos internos han tenido un éxito relativo, no desdeñable. Más allá de sus limitaciones jurídicas y geopolíticas, las convenciones de Ginebra han sido punto de referencia para una taxonomía de comportamientos prohibidos de los contendientes en una guerra. La violación de estas convenciones internacionales, con sus repercusiones mesurables en el derecho humanitario, no es un criterio sistemático en la definición de guerra sucia, pero sin duda es una referencia y no se puede obviar su pertinencia. Así entonces, y en términos laxos y no exhaustivos, guerra sucia es una guerra al margen de la normatividad internacional sobre los derechos humanos de combatientes y no combatientes en una guerra entre Estados o en un conflicto interno, tal como se han ido definiendo estos derechos en tratados, convenciones, conferencias y tribunales en la segunda posguerra mundial.
No es posible dejar de lado una aproximación normativa a una guerra sucia. Pero una caracterización operativa exige un mayor esclarecimiento. En primer lugar, la guerra sucia forma parte, sin agotarla, de una voluntad gubernamental energúmena dirigida contra ciudadanos cuyo estatus de disidentes (ideológicos, políticos o propiamente militares) suprime sus derechos básicos; esos disidentes usualmente ocupan, justificada o injustificadamente, el campo de la preocupación gubernamental por la seguridad del Estado, la identidad de la nación y el statu quo sociopolítico. Usualmente una guerra sucia es una guerra no declarada en términos convencionales y cuyo objetivo más evidente es la destrucción de las redes societales sospechosas de apoyar a los grupos considerados como enemigos. Por tanto, en segundo plano, la guerra sucia es la violación consciente y sistemática por agentes gubernamentales de la Constitución, de sus leyes y de los procedimientos formales y consuetudinarios que protegen los derechos básicos de personas y grupos. La guerra sucia condensa una lógica de destrucción del adversario que se mueve a discreción entre la proscripción y la eliminación física.
Una tercera clave: en el despliegue de la guerra sucia las fuerzas militares, policiales y paramilitares suelen estar orgánicamente vinculadas a concepciones e interpretaciones de los servicios de inteligencia e información del Estado; éstos han funcionado en América Latina bajo un cobijo doctrinal que establece prioridades y nombra enemigos y acechanzas. En casi toda guerra sucia hay un maridaje, una inextricable red de afinidades y complicidades entre cuadros de inteligencia e información, de un lado, y las ramas operativas (incluso paramilitares) de la represión, la tortura, la desaparición y el homicidio, del otro. En cuarto lugar, la guerra sucia se desarrolla en el dominio de los mensajes públicos gubernamentales, algo que se olvida con frecuencia. Estos discursos no ofrecen nombres, número ni detalles de sus crímenes, pero insinúan, aluden, sugieren, bocetan, advierten lo que pasa y pasará. La guerra sucia es opaca y oculta hechos, nombres y momentos, pero en absoluto es un fenómeno silencioso.2
Los elementos anteriores están pensados a la manera de un tipo ideal y no en aras de una conceptualización propiamente dicha; no se trata tampoco de una descripción exhaustiva. Faltan actores, detalles, ritmos, vocabularios específicos. Hay pues otros elementos por considerar. Si asumimos la guerra sucia como un constructo sociopolítico y epocal, usualmente instrumentado por los gobiernos y característico de la segunda posguerra mundial, se delinea entonces un mosaico de elementos concatenados y en tensión, sobredeterminado de manera trágica por la Guerra Fría. Una guerra sucia no es una tecnología política aislada o emancipada de unos sustratos sociales, culturales y geopolíticos; no siempre esos sustratos son de cuño reciente, sino que pueden ser reactualizaciones de viejos fantasmas. Como ha planteado Federico Finchelstein, los residuos eficaces de un fascismo de entreguerras contribuirían a definir actitudes de los sectores de las fuerzas armadas y la extrema derecha argentina en su guerra contra la guerrilla peronista y trotskista en la década de 1970.3 Esta dinámica es menos reconocible en México, donde el complejo represivo obedeció más a una lógica policiaca y militar de connotaciones burocrático-autoritarias y menos a una ideación ideológica de precedentes añejos y con algún nivel de elaboración.
Las operaciones de la memoria y los afanes de los historiadores
Uno de los escollos más importantes en un acercamiento historiográfico, jurídico y político a la experiencia de la guerra sucia en México (pero también en América Latina) es que en el último medio siglo hubo una mutación en el régimen de memoria. El asunto es delicadísimo si tomamos en cuenta nuestra plataforma de observación y sus limitaciones: utilizar los vocabularios e imaginarios de hace 50 años sin considerar sus fortísimas determinaciones de coyuntura y sus desgastes semánticos. A mi juicio no basta afirmar una contemporaneidad, un presente compartido con base en una teoría de las tres o cuatro generaciones, de esa confluencia de actores, testigos, cronistas y herederos vivos. Hay más, una fractura en esa continuidad atribuida a la contemporaneidad, a ese largo presente. Nuestro mundo (en los 2020) es otro al de la década de 1970, al menos en aquellos aspectos que fijan los órdenes de precedencia en nuestro imaginario político. Pensemos tan sólo en los universos axiológicos de los derechos humanos y de la democracia política; la conjunción de ambos, siempre problemática, define en buena medida el horizonte valorativo de las sociedades latinoamericanas hoy por hoy. Pensemos, por contraste, en el lugar que ocupa en nuestra sensibilidad la violencia política como instigadora o catalizadora del cambio político y la justicia social.4 No sugiero que la violencia no siga jugando un papel “objetivo”, incluso fundamental, en esos u otros procesos políticos, pero esa violencia y las sensibilidades colectivas se han desfasado.
Un ejemplo del mundo clásico tardío, del paleocristianismo en realidad. En una operación de plasticidad y didáctica ejemplares, la historiadora Paula Fredriksen ha explicado la enorme ruptura epocal entre las cartas de Pablo y los evangelios canónicos (Marcos, Mateo, Lucas y Juan). En tanto Pablo escribió alrededor del año 60 (unos 25 o 30 años después de la crucifixión), los evangelistas escribieron entre mediados de los setenta y la década 90-100. Mediando entre la muerte de Jesús y las cartas de Pablo, de un lado, y los evangelios, del otro, un hecho absolutamente fundamental para el futuro del cristianismo: la destrucción por los romanos del segundo templo de Jerusalén en el año 70. Así, los evangelios sinópticos (Marco, Mateo y Lucas) y el muy helenizado de Juan son ininteligibles sin la imagen apocalíptica de la devastación del templo. Las consecuencias de ese tajo en el tiempo serían inconmensurables, a tal grado que, para Fredriksen, estaríamos más cerca de los evangelistas que éstos de la generación anterior, aquella que fue contemporánea de la vida de Jesús y su pasión.5 Se cumplen las premisas de las generaciones en convivencia o en vecindad, pero mutaron las expectativas y el mundo.
Desde el corte de Fredriksen -y su interpretación es por supuesto polémica- quizá sea más sencillo presentar esas disyuntivas gnoseológicas, metódicas y políticas entre memoria e historia que atraviesen hoy casi cualquier abordaje de las guerras sucias. Memoria o historia no es una disyuntiva insalvable, pero menos aún es una elección sin consecuencias. Vale reiterar en un dossier con esta temática que una preocupación extendida y discutida a fondo entre historiadores es el peligro de un desplazamiento de la historia por la memoria.6 Toda proporción guardada -o como se quiera decir-, la destrucción del templo de Jerusalén y la caída del Muro de Berlín ilustran cómo las piedras derruidas arrastran consigo un mundo material, de expectativas y de hábitos mentales. Nuestra mirada de la Guerra Sucia no puede obviar que el universo axiológico y el sentido de toda concreción histórica de los disidentes armados se había fijado en la Unión Soviética, China, Cuba; y aunque no todos celebraban aquellos experimentos, eran la realidad disponible. Y lo mismo se puede decir para el gobierno mexicano (o cualquier otro de América Latina).
Pero el corte epocal también opera en otra dimensión del pasado, desdibujándolo a nuestros ojos: el campo de los razonamientos estratégicos de los disidentes armados, que obliga a valorar objetivamente sus capacidades operacionales sobre el terreno y con las armas en las manos. En otras palabras, los disidentes ¿podrían socavar ejércitos y policías de tal manera que el Estado burgués fuera destruido?; ¿tendrían la capacidad de persuasión y las habilidades políticas para inducir y conducir una huelga política general y una insurrección en las ciudades?; o de manera más modesta: ¿estaban en posibilidades de lograr condiciones políticas que cambiasen la correlación de fuerzas para avanzar en una alianza popular contra el orden socioeconómico establecido? Desmesuradas o no en nuestra lectura del presente, las preguntas estaban vigentes desde mediados de la década de 1960; y vigentes significaba que se podían enunciar políticamente entre los afines ideológicos, pero también por el enemigo. Es una conseja de la historia militar que toda guerra se pelea como la última guerra, al menos de inicio; y lo mismo ocurre con las revoluciones: se conciben y se tratan de ejecutar como la última revolución, aunque el guion se desconfigure más pronto que tarde. La Revolución cubana, más que ejemplar, fue performativa: encauzó las energías de cambio hacia el foco guerrillero para que éste fuese la chispa, el catalizador desencadenante de una revuelta histórica. Imaginería trágica dadas las muertes y dolores que produjo en México y el resto de América Latina, pero evidencia irrecusable de lo posible en las dos o tres generaciones que militaron entre los años sesenta y los ochenta.
Memoria e historia, si fuesen dos operaciones discretas, tensionan la comprensión de la sensibilidad y los valores en acto de los disidentes armados y las estrategias represivas, con frecuencia abiertamente homicidas, de los gobiernos de los setenta. De un análisis objetivo de la situación política y de la certeza de que se vive en un régimen de explotación del hombre por el hombre no se desprende automáticamente una convicción y una justificación para declarar la guerra al Estado, habitar la clandestinidad y convivir día con día en la inminencia de la tortura, la prisión y la muerte. Como he mostrado para el caso mexicano, se perfila una omisión: la de decenas de miles de personas que actuaron de manera abierta y amparados en la ley contra el orden político autoritario, la represión y el modelo económico.7 Aunque atendible y de valor heurístico indudable, el mantra que ha justificado la disidencia armada clandestina, “no había otro camino”, es empíricamente indemostrable: hubo rutas que otros transitaron.
Surge un nuevo problema, y otra vez la destrucción del templo ayuda al desnudamiento de una premisa que se ha esclerotizado: ¿cuáles eran los veneros que alimentaron la decisión de las armas, del clandestinaje y de la guerra, esto es, la disposición para matar y morir? Éste es un tema un tanto fantasmagórico en los estudios sobre la Guerra Sucia y las formas de violencia política de la segunda posguerra. O puede olvidarse, en primer lugar, que las izquierdas del siglo XX, al menos alrededor del estallido de la primera Guerra Mundial, eran pacifistas, no belicistas; y habría que agregar que el antifascismo de las izquierdas de entreguerras señaló una y otra vez el carácter bárbaro del paramilitarismo de las camisas negras, camisas pardas y de los falangistas. Y la historia de los partidos comunistas latinoamericanos de la segunda posguerra tiene que ver con un esfuerzo por mantenerse dentro de cierta normalidad parlamentaria y electoral, lo hayan logrado o no. Quizá haya otras sendas por recorrer, y en absoluto privativas de las izquierdas. Paul W. Kahn ha hecho un señalamiento crucial: en el origen del Estado moderno no está el contrato social sino el pacto del sacrificio; cuando la soberanía desciende del cuerpo del rey al pueblo una parte de éste debe estar dispuesta a sacrificarse para que la soberanía permanezca donde debe estar. En los estados republicanos más reputados, Estados Unidos y Francia (aunque de ninguna manera los únicos), la demanda originaria al ciudadano es su compromiso con el sacrificio (esto es, ofrendar su vida por el nuevo lugar de la soberanía).8 Tal fenómeno lo ilustra el reclutamiento en masa y La Marsellesa (y muchos himnos nacionales, belicosos casi siempre). No es improbable un desplazamiento del compromiso sacrificial desde la soberanía y el Estado nación hacia nociones más abstractas o difusas, pero igualmente persuasivas en una sociedad de clases, como la justicia social y la revolución. En los años sesenta y setenta, nadie que empuñara las armas contra el gobierno mexicano, su ejército y sus policías podía obviar el hecho de que estaba haciendo un compromiso sacrificial, un juramento -implícito, explícito, no importa- en lo que tiene éste de performativo.9
La destrucción del templo reposiciona la memoria, señala nuevos derroteros y redefine sus interacciones con la historia, aunque no la facilita. La memoria mexicana de la guerra sucia está ahora mismo embarcada en cinco restauraciones que esclarecerán no tanto el pasado como el presente y el futuro; es útil reconocer sin embargo que una memoria sin voluntad tendría enormes limitaciones para superar el acting-out, ese círculo doloroso que no puede alejarse de la pérdida.10 Sea como sea, parecen definirse cinco campos para una restauración necesaria en la memoria de la guerra sucia mexicana:
Una restauración legal que permita entender el entramado jurídico y las omisiones (voluntarias e involuntarias) de jueces, ministerios públicos, y la naturaleza de los delitos de autoridades y disidentes en la década de 1970.
Una restauración política que identifique las voluntades que concurrieron en la violación de leyes, en el inmovilismo del sistema político, en el encubrimiento y las complicidades ante la violación de derechos y la comisión de delitos.
Una restauración ética que defina los dilemas valorativos que trataron del bien, la justicia, la democracia y los costos de hacer o no hacer.
Una restauración emocional que abra la puerta al duelo, al reconocimiento y a la crítica y autocrítica.
Una restauración narrativa que permita recuperar el valor de las palabras, trascender los clichés en los vocabularios y en los estilos de narrar historias, aceptar otras voces y juicios, y conectar la guerra sucia mexicana con otras experiencias de pérdida y catástrofe personal y colectiva.
El dossier
Se presentan cuatro artículos solicitados expresamente para este dossier. No se determinó previamente una cobertura específica del número, sino que se apeló a los campos de especialización de los autores, todos comprometidos en distintos proyectos sobre la historia reciente. En este sentido no se buscó una panorámica sino una profundización en ciertos problemas, algunos ya tratados por la historiografía y otros que están emergiendo como asuntos dignos de atención. En términos generales, diría que la compilación abre caminos y no concluye nada. Tal era el sentido del ejercicio: mostrar que la noción misma de historia de la Guerra Sucia es una obra negra, en construcción, y hay menos agarres teóricos, documentales y narrativos de lo que con frecuencia se supone. Dada la eclosión de documentos y la relativa accesibilidad de fuentes no es improbable que ese campo de conocimiento de convierta, o ya se convirtió, en la fuente en la cual abrevará más de una generación de historiadores de tema mexicano. El tiempo dirá.
Adela Cedillo, en “Perspectiva comparativa de las llamadas guerras sucias en América Latina y México”, emprende un estudio comparativo de las llamadas guerras sucias de México con Brasil, Chile y Argentina. Si bien en estos tres países los golpes de Estado, el establecimiento de dictaduras militares, insurgencia armada y terror estatal imprimieron cierta dinámica y pergeñaron ciertos lenguajes represivos, la pregunta que subyace es en qué medida, y por qué, en el México de los sesenta y setenta, se suscitaron fenómenos similares a pesar de que una estabilidad política (sin duda autoritaria) había eliminado de la escena los golpes militares. En su análisis, Cedillo destaca la naturaleza de los sistemas políticos, las organizaciones armadas clandestinas, las modalidades de la contrainsurgencia y sus saldos, y las lucha por los derechos humanos y la memoria. Se incluye en el artículo un esclarecimiento de la Operación Cóndor mexicana -operación policiaco-militar enfocada a la eliminación de cultivos de droga-, que comparte la denominación con la alianza militar sudamericana, con la que no hubo sin embargo conexión orgánica. Al examinarse la yuxtaposición de los contextos local, transnacional y global la perspectiva comparativa ofrece ángulos ignorados de la violencia política. El artículo se basa en investigación de archivo y hemerográfica, entrevistas, informes oficiales y fuentes secundarias.
“Caridad eficaz: la justificación de la violencia en el catolicismo liberacionista”, de Saúl Espino Armendáriz, estudia la ideación de la violencia política en el pensamiento católico liberacionista de la década de 1960, que fue uno de los elementos ideológicos con cierto impacto en la creación de grupos armados clandestinos. Ciertamente, en el papel y en los hechos, la conjunción de la tradición católica de la guerra justa y de unas versiones del marxismo-leninismo conformaron actores políticos inéditos. Como se observará, Espino Armendáriz se centra en actores y publicaciones mexicanos, pero con un enfoque transnacional que recupera las dinámicas regionales del liberacionismo católico. El estudio usa como fuentes primarias libros, revistas y boletines publicados en aquellos momentos por grupos o intelectuales católicos, así como gacetas, discursos y documentos oficiales del magisterio.
“La violencia política como espectáculo. Los medios masivos frente al conflicto armado guerrerense de los años setenta”, de Israel Rodríguez, reinterpreta el papel de los medios de comunicación durante los años más álgidos de las luchas armadas y de la represión gubernamental. Analiza un conjunto de materiales provenientes de distintos medios de comunicación impresos y audiovisuales para mostrar que los fenómenos de violencia política en los años setenta no permanecieron ocultos para el público; en realidad, sostiene el autor, ocuparon un espacio para el consumo de sectores urbanos. El artículo hace un seguimiento de la trayectoria política de los dos principales grupos armados surgidos en el estado de Guerrero para mostrar cómo participaron activamente en el espacio mediático.
“Mujeres en la clandestinidad armada. Hechos y tendencias en la década de 1970”, de mi autoría, aborda la participación de mujeres en los movimientos armados clandestinos mexicanos en la década de 1970. El estudio muestra tendencias en la participación de mujeres en organizaciones armadas, que se infieren de una base de datos general de los grupos clandestinos. Se calcula número y proporción de mujeres en organizaciones clandestinas y se ofrecen puntos de comparación con otras experiencias nacionales en Europa y América Latina; se identifican asimismo los orígenes geográficos y las trayectorias escolares de las mujeres involucradas. En todos los niveles se introducen historias personales y la manera como engarzan con las tendencias en la base de datos que sustenta esta investigación. Todo el estudio está atravesado por una discusión que ha permanecido implícita en los enfoques de género en la violencia política: ¿tiene sentido la pregunta de si las mujeres son más o menos proclives a la violencia política que los hombres?