Introducción
El 3 de diciembre de 1974 y los días que lo siguieron no hubo medio de comunicación, impreso o audiovisual, que no mostrara aquellas tres fotografías distribuidas junto al boletín de las fuerzas armadas. En la primera se observaba un joven Lucio Cabañas retratado en sus años de estudiante en la Normal Superior de Ayotzinapa. Con ojos pequeños y mirada noble, el muchacho aparecía vestido con camisa blanca y peinado hacia atrás de acuerdo con las exigencias de los retratos realizados para documentos escolares. En la segunda imagen, la muy conocida fotografía que le fue tomada en mayo de 1974, Lucio aparece ante el público transfigurado en guerrillero. Vestido humildemente y sentado en una piedra, el joven mira desafiante a la cámara mientras descansa su fusil en el brazo izquierdo. Estas dos imágenes funcionaron en los diarios como punto de comparación para la fotografía protagónica que los medios más amarillistas no dudaron en reproducir en plana completa. En ella aparece, con la boca semiabierta y los ojos cerrados, el rostro muerto del guerrillero (véase la imagen 1). Era él, no había duda. Los encabezados afirmaban la noticia con enormes tipografías: “Murió Lucio”, “Acabó la guerrilla”, “Lucio Cabañas muerto”. La contundencia de las imágenes no hacía sino confirmar lo que las notas y las columnas de opinión repetían al unísono: aquellas fotos mostraban el previsible final de un joven maestro que había tomado el camino equivocado.
La abrumadora presencia de esta noticia en los medios de comunicación, pero sobre todo el incremento de la presencia de las acciones de la guerrilla guerrerense en la esfera pública durante los primeros años setenta, parecen indicar que este movimiento armado y la estrategia estatal para combatirlo formaron parte de un auténtico fenómeno mediático. No resulta descabellado afirmar que el día en que el ejército mexicano derrotó finalmente al Partido de los Pobres (PDLP), prácticamente todos los habitantes de las grandes urbes sabían, así fuera superficialmente, quién era Lucio Cabañas. En los últimos meses su rostro había aparecido constantemente en reportajes de televisión, en historietas populares, en publicaciones de nota roja, en revistas de debate político y en las portadas de no pocos libros dedicados a esclarecer ante los lectores quién era este guerrillero misterioso.
Esta evidencia invita a repensar el papel que jugaron los medios de comunicación durante los años más álgidos de las luchas armadas y de la represión estatal. Por ello, en este artículo, mediante el análisis de un amplio conjunto de materiales provenientes de distintos medios de comunicación, impresos y audiovisuales, pretendo mostrar que los fenómenos de violencia política desarrollados en México durante los años setenta no sólo no permanecían ocultos para la población (como suele plantearse), sino que ocuparon un importante y complejo espacio como mercancías de consumo para los sectores urbanos. Para mostrar esto, divido el presente texto en tres apartados. En primer lugar, realizo una revisión crítica de los escasos pero importantes estudios dedicados a analizar la presencia de la violencia política en los medios de comunicación y propongo (sirviéndome de estudios recientes sobre la transformación de los medios de comunicación durante la segunda mitad del siglo XX) que es necesario emprender un replanteamiento o, por lo menos, una flexibilización de los consensos alcanzados. En segundo lugar, realizo un seguimiento sintético de la trayectoria política de los dos principales grupos armados surgidos en el estado de Guerrero para mostrar cómo estos grupos participaron activamente en el espacio mediático. Finalmente, realizo la revisión de materiales que comúnmente han quedado fuera de los estudios sobre la presencia de la violencia política en los medios, como reportajes de televisión, películas o historietas, para mostrar que, una vez que abrimos el campo de observación para incluir fuentes poco revisadas, el consenso sobre el ocultamiento de la violencia política parece tambalearse.
Violencia política y medios de comunicación en el México de los setenta
En los aún pocos estudios históricos sobre la relación entre los medios de comunicación masiva y la violencia política en el México de los años sesenta y setenta, particularmente aquellos que se refieren a la lucha armada y a la estrategia de contrainsurgencia estatal, existen varios consensos. El primero de ellos sostiene que los medios de comunicación (generalmente se hace referencia sólo a los medios impresos) rara vez reconocieron la existencia de las guerrillas y, en su lugar, reprodujeron un discurso gubernamental según el cual la violencia armada se desplazó fuera del espacio político para colocarse en el terreno de lo delincuencial. Esta generalizada tesis sostiene que, descritos con términos como “robavacas”, “delincuentes”, “gavilleros”, “terroristas”, etc., los integrantes de los grupos armados rurales y urbanos fueron estigmatizados ante la opinión pública y sus acciones fueron presentadas como hechos delictivos merecedores de recibir la acción policiaca o militar del Estado.1 Esta historiografía reciente describe un proceso
[…] de representación-suplantación, en el ámbito público, del sujeto que fue constituido como eliminable. El guerrillero nunca lo fue, no se representó como tal, se lo suplantó por el gavillero; al joven rebelde como ladronzuelo, a los subversivos como frustrados e inconformes con su persona; a los grupos guerrilleros y a los movimientos sociales radicalizados como organizaciones gangsteriles, como ramificaciones no ya del comunismo internacional, sino como miembros del hampa internacional.2
Un segundo consenso sostiene que, como parte de esta estrategia mediática, el régimen no permitió que la prensa nacional publicara noticias que explicaran las causas que habían originado los levantamientos armados ni mucho menos que reprodujeran los programas políticos de las guerrillas.3 De acuerdo con esta afirmación, tanto las motivaciones políticas como las causas sociales de los grupos armados permanecieron ocultas en unos medios impresos que codificaron invariablemente las acciones de la guerrilla como actos delictivos.
Del mismo modo, estos acercamientos parecen haber demostrado con suficiente solidez que, durante aquellos años, los medios de comunicación llevaron adelante una estrategia mediática que consistió en invisibilizar la violencia de Estado ejercida contra los insurgentes y contra la población que los apoyaba.4 Este conjunto de consensos, por supuesto, tiene como condición de posibilidad la generalizada idea de que en el México de los setenta existía una sumisión total de los medios de comunicación frente al poder del régimen priista.
A la luz de la abrumadora evidencia documental, sería absurdo plantear que los consensos historiográficos que he descrito son falsos. La relación entre los organismos de control político y los medios de comunicación es un hecho absolutamente probado. Del mismo modo, la repetición de la retórica mediática que criminalizó la disidencia política (sobre todo la disidencia armada) y justificó el uso indiscriminado de la fuerza contra ellos deja poco lugar a dudas sobre la participación de los medios de comunicación en el establecimiento de la verdad de Estado que precedió y justificó la violencia represiva del régimen priista en aquellas décadas.5
Sin embargo, quizá como resultado de un alejamiento entre la historia política y la historia de los medios de comunicación, los consensos que he señalado parecen simplificar un fenómeno histórico más complejo en el que, como pretendo demostrar en este artículo, tanto las acciones de la guerrilla como los mecanismos de contrainsurgencia y terrorismo de Estado ocuparon un amplio y no siempre sencillo espacio en los medios de comunicación. Como veremos a lo largo de este texto, la percepción pública de este fenómeno se jugó en un complejo y cambiante ámbito mediático y se tradujo en representaciones de la violencia política menos esquemáticas de lo que suele pensarse.
La primera limitación de los estudios históricos sobre la relación entre el poder político y los medios de comunicación es que en ellos se establece una lectura binaria que muy pocas veces analiza dicha relación más allá de la dicotomía control-libertad.6 Aunque plural en las opiniones que van desde una sumisión/colusión prácticamente total hasta la apreciación de pequeños espacios y formas de independencia, en estos estudios generalmente no se advierte que los medios de comunicación mexicanos formaban parte de un complejo de relaciones en el que no sólo participaban los dueños de los principales medios y los burócratas de las oficinas políticas. Como han demostrado en los últimos años quienes se han acercado a la compleja historia de los medios de comunicación masiva en México, dichos medios, en su carácter de industrias culturales -vinculadas sí al poder político, pero también dependientes de las audiencias-, desde los años sesenta experimentaron importantes cambios que los llevaron en más de una ocasión a evadirse o incluso a confrontarse con el régimen al que estaban cómodamente asociados dos décadas atrás.7 La transformación de los públicos, la pérdida de credibilidad, la competencia y la necesidad de mantener o expandir las audiencias llevaron a distintos medios a presentar a sus lectores y espectadores noticias no siempre cómodas para el régimen y en ocasiones con formas retóricas alejadas del discurso oficial. Además, una revisión de los ámbitos regionales en estados como Sinaloa, Chihuahua o Oaxaca en la década de los setenta, donde las élites empresariales se valieron de los medios de comunicación de su propiedad para enfrentarse al poder central, nos obliga a detenernos antes de repetir la generalizada tesis de la sumisión de los medios de comunicación frente al régimen priista.8
Un segundo problema en los estudios sobre la cobertura mediática de la violencia política es que éstos tienden a presentar la parte por el todo. Si bien es cierto que la operación historiográfica consiste invariablemente en elaborar ficciones de totalidad a partir de fragmentos del pasado, el ejercicio se complica cuando se llega a conclusiones generalizadoras a partir de muestras limitadas. En ese sentido, las conclusiones a las que se llega suelen ser tautológicas y elaborarse a partir de la exclusión de aquellos materiales que contradicen las tesis de la criminalización o la invisibilización, las cuales, consecuentemente, quedan demostradas a partir de la inclusión de uno o varios ejemplos en los que los medios oficialistas repiten el enunciado probatorio.9 Esto, casi sobra decirlo, no invalida la idea central de la sumisión de los medios frente al poder político. Sin embargo, una ampliación de la muestra nos enseña casi de inmediato que la presencia de la violencia política en la esfera pública se presentó de forma más compleja y que, si bien es cierto que los discursos de ocultamiento existieron y que la retórica de la criminalización fue claramente mayoritaria, no fue la única. En un contexto histórico de constante transformación de los medios de comunicación, de diversificación de los públicos y de innegable aumento de la pluralidad de voces, suponer que el discurso criminalizante era el único implica también ignorar tanto las estrategias políticas y comerciales de nuevos medios de comunicación como las voces de periodistas, críticos, intelectuales, creadores y luchadores sociales que, en mayor o menor medida, se alejaron claramente del discurso oficial.
Finalmente, el problema de la mayoría de estos estudios es que en ellos se hace una sutil (pero determinante) asimilación entre los discursos oficiales y aquellos producidos por el conjunto de los medios. Al mostrar de manera acertada que la estrategia de contrainsurgencia estatal implicó también la inserción de retóricas criminalizantes en los medios masivos, suelen borrarse las fronteras entre comunicación oficial y discurso periodístico. Aunque parece irrefutable la existencia y amplia circulación de un discurso oficial que sirvió para socializar una verdad de Estado que a su vez generó prácticas sociales de exclusión y aniquilamiento del enemigo político, esto no debe llevarnos a asimilar automáticamente dicho discurso con el conjunto de la discursividad mediática en la cual, como mostraré más adelante, la figuración de la disidencia política se conformó a partir de la interacción compleja de discursos provenientes de distintos actores políticos.
Como han mostrado estudios recientes, el control oficial de los medios de comunicación estructurado a partir de los años cuarenta nunca fue total ni permaneció estático.10 El incremento acelerado de la población urbana y el aumento del índice de alfabetización ocurridos desde la década de los cuarenta, la masificación del espectáculo cinematográfico y la aparición de la televisión en los años cincuenta y la emergencia de amplios públicos juveniles en la década de los sesenta transformaron continuamente el mapa de los medios de comunicación.11 A estos cambios demográficos y tecnológicos se sumó una auténtica crisis de credibilidad hacia los medios tradicionales. Con el incremento de la disidencia política en la segunda mitad de los años sesenta, y a la luz de la evidente alineación de los medios masivos al lado del régimen, el nivel de credibilidad de la prensa mexicana llegó a niveles verdaderamente bajos.12
Esta situación se tradujo en dos fenómenos que es necesario tener en cuenta a la hora de analizar la forma en que se representó la violencia política durante los años setenta. Por un lado, desde finales de los sesenta se multiplicaron, ampliaron y sofisticaron las oficinas y agencias gubernamentales encargadas no ya solamente de vigilar la producción noticiosa de los medios privados, sino también de producir y distribuir las versiones oficiales en forma de boletines de prensa o de materiales textuales o audiovisuales para alimentar a los medios nacionales, lo que colocó al Estado como una fuente de información dentro de un mapa de medios cuyo control parecía cada vez más difícil.
En segundo lugar, la transformación del mapa de medios dio lugar a la aparición de nuevos espacios y nuevas voces en una esfera pública agotada por el discurso oficialista. Así, durante la década de los setenta, a la presencia habitual (aunque ciertamente marginal) de publicaciones de izquierda como El Machete, El Martillo o Punto Crítico, se sumó la aparición o transformación de exitosas publicaciones como ¿Por qué?, Siempre! o Sucesos para Todos, que en aquellos años alcanzaron grandes niveles de audiencia y que incluyeron en sus páginas a autores que echaban mano de la crítica política al régimen como su principal estrategia periodística. En el mismo sentido, por ejemplo, desde finales de los sesenta, pero sobre todo en la década de los setenta, los contenidos del cine mexicano experimentaron una inédita transformación que hizo de la crítica social y política una de las principales herramientas para atraer nuevamente al público joven. Aunque la implementación de esta renovación industrial fue obra de una política gubernamental impulsada en medio del proyecto de apertura democrática del echeverrismo, fue también el resultado de importantes esfuerzos llevados a cabo tanto por empresarios como por nuevos creadores que intentaron transformar las viejas narrativas para atraer nuevamente a las audiencias juveniles. Como veremos más adelante, en la nueva etapa del cine mexicano inaugurada a principios de los setenta, la violencia política y el terror de Estado estuvieron presentes no sólo en cintas marginales, sino también en éxitos taquilleros.13
La transformación del conjunto de medios que he mencionado tuvo sin duda orígenes y formas muy diversos cuyo análisis no es objeto de este trabajo.14 Los cambios demográficos, tecnológicos y políticos antes mencionados encontraron cause indudablemente en aquel proyecto oficial de fomento del debate público llamado popularmente apertura democrática. Sin embargo, también contribuyó a ella la emergencia de nuevos actores cuya visión empresarial, tesón político o vocación democrática reconfiguraron definitivamente el mapa de medios establecido a mediados de siglo: empresarios como Manuel Barbachano Ponce o Gustavo Alatriste, que intentaron captar con sus revistas y películas a un público joven desencantado con los discursos oficiales; escritores e intelectuales como Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska, que hicieron de la denuncia política uno de sus principales géneros; luchadores sociales como Heberto Castillo o José Revueltas, que mantuvieron una presencia permanente en los medios a pesar de constantes actos de censura; editores tan disímiles como José Pagés Llergo o Mario Menéndez, que, desde el periodismo de opinión uno y desde la nota roja política el otro, hicieron de la polémica el principal atractivo de sus medios; caricaturistas como Vadillo o Rius, que a través del dibujo ácido o la historieta popular contribuyeron a la politización visual de los nuevos públicos; reporteros como Manuel Buendía o Julio Scherer, que, forjados en el oficio, impulsaron la profesionalización y el surgimiento de un periodismo mucho más crítico. Fue, pues, en la articulación de estos nuevos actores, de emergencia de voces disidentes, de apertura del debate público, pero también de incremento de la competencia comercial y de surgimiento de nuevos públicos, que el mapa de medios en México se transformó y se convirtió en algo más que un espacio de repetición de discursos oficiales. Éstos, sin duda, continuaron teniendo un lugar preponderante (al menos en el volumen de producción), pero en la década de los setenta competían ya en una arena menos homogénea que la establecida décadas atrás.
Aunque indudablemente esta transformación tuvo como una de sus motivaciones la vocación democrática de quienes la impulsaron. Es importante no perder de vista que, como hemos señalado, éste fue un fenómeno tanto político como económico. La proliferación de nuevas revistas cuyas portadas mostraban asesinatos políticos o actos de corrupción, de historietas populares que trataban asuntos políticos, de columnas de opinión que denunciaban los abusos del poder o de películas que incluían escenas de represión estatal debe ser entendida como parte de un desplazamiento comercial en la búsqueda de nuevos sujetos consumidores desencantados de los medios tradicionales y de la repetición de los discursos oficiales. Sin embargo, como veremos a continuación al analizar el fenómeno de mediatización de la violencia política en el estado de Guerrero, esta reconfiguración de los medios no se tradujo solamente en la aparición en la esfera pública de la disidencia política, sino también en la inclusión de la violencia de Estado como un producto de consumo cotidiano de los sectores urbanos. La exposición mediática de la represión política posibilitó sin duda que los cada vez más amplios públicos supieran de la existencia de la disidencia armada, pero contribuyó también a generalizar un ambiente de normalización de la violencia estatal. En este contexto, la irrupción en la esfera pública de las guerrillas de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), comandada por Genaro Vázquez, y del Partido de los Pobres, liderado por Lucio Cabañas, fue sin duda uno de los fenómenos mediáticos más importantes de los años setenta. Como veremos más adelante, esta nueva configuración de los medios posibilitó tanto las acciones mediáticas de los grupos insurgentes como la espectacularización de su represión y la revictimización, por parte de los medios masivos, de sus militantes.
La mediatización de los movimientos armados y la represión estatal en Guerrero
Hoy quedan pocas dudas al respecto: el proceso de modernización económica y de ampliación urbana que experimentó México entre las décadas de 1940 y 1970 tuvo una contraparte dolorosa en la marginación económica y el control político del campo. Como parte de ese proceso de marginación llevado a cabo desde la década de los cuarenta y consolidada a partir de los años cincuenta, los habitantes del campo experimentaron las consecuencias de una clara contradicción entre los discursos oficiales revolucionarios de prosperidad y democracia con una realidad económica de explotación y un complejo sistema político de control que recurría constantemente a la violencia para contener las demandas populares.
Por ello, hoy es posible afirmar también sin titubeos que en amplias zonas de México la violencia de Estado ejercida en las zonas rurales representó uno de los pilares que sostuvieron por décadas al régimen posrevolucionario.15 Como han mostrado ya varios estudios,16 las manifestaciones de violencia política fueron recurrentes a lo largo del siglo. Para la década de los sesenta, la centralización del poder político, la generalización de la corrupción en los canales institucionales de distribución de recursos y la consolidación de cacicazgos regionales vinculados con autoridades estatales hicieron del campo mexicano uno de los espacios más claros del autoritarismo del régimen surgido de la revolución.
En este proceso, el estado de Guerrero no fue una excepción, sino uno de los ejemplos más radicales de este fenómeno. Como han mostrado las investigaciones de Alexander Aviña, Guerrero, estado fundamentalmente rural, fue una de las regiones más afectadas por una política económica que tenía como uno de sus ejes la transferencia de recursos del campo a las ciudades. Atrapados entre una política económica nacional que mantenía artificialmente suprimidos los precios de la producción local (fundamentalmente café y copra), una burguesía comercial rural que monopolizaba los mercados agrícolas, funcionarios oficiales subordinados o integrantes de los grupos dominantes y grupos represivos conformados por agentes tanto informales (pistoleros o paramilitares) como formales (policías locales o fuerzas militares), para la década de los sesenta los campesinos guerrerenses contaban con pocas posibilidades y escasos canales institucionales para mejorar sus cada vez más precarias condiciones de vida o para ejercer sus derechos políticos.17
Desde la década de los cuarenta, esta situación se tradujo en constantes brotes de descontento popular, como huelgas locales o levantamientos cívicos regionales. Sin embargo, fue hasta finales de los años cincuenta, cuando la caída de los precios de los principales productos de exportación y el cierre de los créditos oficiales dejaron a los empobrecidos campesinos guerrerenses completamente a expensas de las burguesías y los caciques locales, que se desarrolló un ciclo constante de agitaciones populares. Hacia 1959, como respuesta al descontento de múltiples sectores del estado de Guerrero contra el gobierno del exmilitar Raúl Caballero Aburto, surgió la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) liderada por Genaro Vázquez, un joven maestro rural proveniente de una familia campesina de San Luis Acatlán. En poco más de un año, esta organización aglutinó a distintos sectores (comerciantes, campesinos, clases medias e incluso miembros del Partido Revolucionario Institucional, PRI) y terminó por conseguir la renuncia de quien, ante la sociedad guerrerense, personificaba la traición a los principios de la Constitución de 1917 y de la soberanía municipal.18 En los siguientes años, la pérdida de legitimidad política del PRI en el estado, el hostigamiento contra la nueva fuerza política constituida por los “cívicos”, la imposición de Raymundo Abarca Alarcón como gobernador en las elecciones de 1962 y la represión armada se traducirían en la radicalización política de la ACG y el surgimiento de un movimiento armado que alcanzó repercusión mediática nacional: la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR).19
Aunque había surgido de un amplio movimiento social y aunque en sus inicios logró cierto arraigo popular, tras dos años de actividades político-militares, para 1971 el grupo de Vázquez carecía de una base social regional tanto rural como urbana significativa y pronto tuvo que pasar a una actitud casi permanentemente defensiva. Fue en ese contexto que la guerrilla de Vázquez decidió realizar una acción que tuviera un impacto efectivo en la esfera pública nacional. Antecedido por una estrategia mediática que analizaremos más adelante, el 26 de noviembre de 1971 la ACNR ejecutó el espectacular secuestro de Jaime Castrejón Díez, rector de la Universidad Autónoma de Guerrero, acto que desató de inmediato una frenética cobertura que incluyó la publicación en múltiples medios de comunicación de las denuncias y peticiones de la guerrilla.20
Como es sabido, tras la exposición mediática del secuestro de Castrejón Díez, tanto la familia del plagiado como el gobierno de Echeverría accedieron a las demandas de la guerrilla, generando con ello un obligado cambio de narrativa mediática en la que se reconocía la agencia política del grupo armado. Sin embargo, y a pesar de la ampliación de la presencia mediática de la ACNR, el secuestro pronto se tradujo en un recrudecimiento del cerco militar que, en las últimas semanas de 1971 y las primeras de 1972 tuvo a los integrantes de la guerrilla en permanente huida. Fue en ese contexto que el 2 de febrero Genaro Vázquez perdió la vida tras un accidente automovilístico ocurrido en la carretera México-Morelia.
Aunque de filiación abiertamente comunista, la trayectoria política de Lucio Cabañas antes de la fundación del PDLP no difiere sustancialmente de la de Genaro Vázquez. Formado como profesor en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, miembro de las juventudes comunistas y participante de la agitación política de la ACG, Cabañas sufrió como Vázquez la persecución policiaca que lo llevó a la clandestinidad en 1967. Desde entonces y hasta 1972, año en que salió a la luz pública, el PDLP liderado por Cabañas consolidó una importante base social en la costa de Guerrero que capitalizó el descontento popular producto tanto de la marginación social como de las acciones antidemocráticas del régimen.
Tras su aparición pública en 1972 y hasta mediados de 1974, el PDLP se convirtió en el fenómeno guerrillero con mayor presencia mediática en la historia de México. Durante esos dos años la estrategia ofensiva de “guerra de guerrillas” se tradujo en acciones militares y emboscadas con las que el PDLP, al menos durante este periodo, representó un importante reto militar para las fuerzas federales. Fue, sin embargo, también durante este tiempo que la presencia militar y la agresión estatal contra las comunidades de Guerrero alcanzaron sus máximos niveles históricos y cuando, temiendo que las bases regionales y los apoyos urbanos se multiplicaran, el Estado mexicano, según los expertos en el tema, implementó una de las más sofisticadas y letales estrategias de contrainsurgencia en la historia nacional.21
Para 1974 el terrorismo de Estado contra las bases de apoyo del PDLP se encontraba en su punto más crítico. Aunque el movimiento armado contaba con ayuda en la costa de Guerrero y en las ciudades de Acapulco, Chilpancingo y la ciudad de México, el terror militar producto de la estrategia de ahogar a los insurgentes atacando impunemente sus bases de apoyo debilitó inevitablemente a la guerrilla. En ese contexto, ante el temor de terminar aislado, el PDLP decidió realizar una acción mediática parecida a la que había ejecutado con éxito la ACNR en noviembre de 1971. En mayo de 1974 el PDLP decidió llevar a cabo el secuestro de uno de los personajes más activos política y mediáticamente en el estado de Guerrero, el senador priista, empresario y candidato a gobernador Rubén Figueroa.
El secuestro, en cuya exposición mediática participó el propio Figueroa (como parte de su propia estrategia política para alcanzar la gubernatura, el político había buscado el encuentro con el grupo guerrillero), consiguió su objetivo inicial y colocó al PDLP y a Lucio Cabañas bajo los reflectores de los medios. Sin embargo, la respuesta del gobierno de Echeverría resultó muy distinta a la adoptada frente al secuestro de Castrejón Díez. Renuente a negociar o siquiera a reconocer como interlocutor al grupo guerrillero, a partir del secuestro de Figueroa el Estado mexicano desató una ofensiva militar sin precedentes que concluyó en septiembre de 1974 con el espectacular rescate del candidato y el 2 de diciembre del mismo año con el asesinato de Cabañas y la aniquilación de su célula guerrillera.
La presencia mediática de la violencia política guerrerense
La estrategia de terrorismo de Estado con la que el régimen priista enfrentó la amenaza de las guerrillas de la ACNR y el PDLP tuvo, no hay duda de ello, una vertiente retórica difundida por los medios de comunicación. A través de ella, agentes de policía locales y autoridades municipales, funcionarios estatales y federales y cuerpos militares justificaron ante la opinión pública las acciones represivas emprendidas en el estado de Guerrero. En esta retórica, como apuntan todos los estudiosos del tema, no se reconocía la existencia de la guerrilla y se colocaba a las acciones de los adversarios políticos en el terreno de lo delincuencial. Esa estrategia mediática oficial existió y sin duda fue la hegemónica.22
Sin embargo, es importante destacar que el espacio mediático en el que se insertaba esta retórica no se limitaba únicamente a la reproducción de la narrativa del régimen. Como señalé al inicio de este trabajo, en los años setenta el universo de los medios de comunicación era una arena (ciertamente desigual) en la que los sujetos políticos (entre ellos los grupos armados) intentaron (y en ocasiones lograron) dar la batalla. La existencia de medios impresos que mantenían una relación de menor dependencia con el oficialismo (tiras cómicas populares, revistas políticas, películas filmadas fuera del patrocinio oficial, etc.) y la decisión en distintos momentos de los dos grupos guerrilleros de emprender acciones que tuvieran un amplio impacto mediático nos obliga a complejizar la lectura que hasta ahora se ha hecho de este fenómeno.
En este sentido, por ejemplo, Alexander Aviña ha documentado los esfuerzos de la ACNR por participar en el debate público mediante el envío, durante todo el año de 1970, de comunicados a distintos diarios regionales y nacionales.23 Sin embargo, fue sin duda a partir de 1971 que la ACNR decidió jugar el juego de los medios masivos. En la portada del número 160 de la revista ¿Por qué?, publicado el 22 de julio de aquel año, apareció una espectacular noticia titulada “Exclusiva sensacional. Las guerrillas de Guerrero”. La nota, firmada por Augusto Velardo, era en realidad la primera de tres partes de una crónica en primera persona con la que el periodista narraba al público su encuentro con la guerrilla de Genaro Vázquez. La crónica intenta transmitir el asombro del reportero en su encuentro con los luchadores sociales mientras hacía de ellos un retrato humano e íntimo. Las fotografías que acompañan el reportaje muestran al grupo de hombres humildes con los rostros sonrientes o en actitud de júbilo. En la segunda entrega, publicada el 29 de julio, Velardo acompaña la entrevista realizada al líder guerrillero con la fotografía que terminaría por inmortalizarlo. En la popular imagen, Vázquez, retratado en tres cuartos desde abajo mira fuera del cuadro mientras el sol ilumina su rostro (véase la imagen 2), una clara alusión a aquella famosa fotografía con la que Alberto Korda había inmortalizado a Ernesto Guevara once años atrás.
La intención de aquellos reportajes, expresada por el propio reportero, no podía ser más explícita:
En no pocas ocasiones -decía Velardo -, la Secretaría de la Defensa Nacional ha manifestado que en México no hay guerrillas. Y los adjetivos que emplea en los boletines oficiales para calificar a los hombres armados que operan en Guerrero son del tenor siguiente: gavilleros, bandoleros, robavacas, etc.
Ilustrada con material fotográfico excepcional, la presente entrevista […] demuestra con claridad meridiana que: A) Sí existe un movimiento guerrillero en la República mexicana; B) No se trata de delincuentes del orden común, sino de reformadores sociales.
Ciertamente el caso de esta revista fue excepcional y no es éste el lugar para referirlo a detalle.24 Baste apuntar aquí que esta controvertida publicación, tras alcanzar fama entre el público juvenil durante el movimiento estudiantil de 1968, logró impresionantes niveles de venta durante los seis años de su publicación, cuyo tiraje, según Benjamin Smith, llegó a los 200 000 ejemplares semanales. Además, su diseño visual, que priorizaba las imágenes contundentes y los títulos breves y llamativos, la volvieron fácilmente reconocible entre el amplio público habituado al consumo de los tabloides y las revistas de nota roja.25 Envuelta permanentemente en la polémica y recibiendo fuego tanto desde la derecha (que la criticaba de pasquín subversivo) como desde la izquierda (que acusó en más de una ocasión a su director de ser un agente infiltrado), ¿Por qué? acompañó, difundió y defendió las luchas populares y, entre ellas, la insurgencia armada guerrerense.26 No sólo eso, durante 1972, la revista decidió incluir en sus páginas la historieta Juan Montes el Guerrillero, obra gráfica del cubano Ubaldo Ceballos López que se usaba en la isla para difundir entre el público empatía hacia la lucha armada (véase la imagen 3). Durante los años de su existencia, en más de una ocasión la revista defendió públicamente no sólo su posición política, sino también su estilo periodístico y denunció la hipocresía de otros medios que se servían del sensacionalismo para denigrar moralmente a los líderes guerrilleros.
Aunque la estrategia de exposición mediática de la ACNR se centró en la revista ¿Por qué?, no se limitó a ésta. Desde su aparición pública y hasta el día de su muerte, Genaro Vázquez mantuvo una presencia constante en distintos medios impresos como, por ejemplo, la revista Siempre!, en la que entabló una conocida polémica con Víctor Rico Galán y Heberto Castillo. En aquel debate, frente a la posición y los duros ataques de los intelectuales de izquierda, Genaro Vázquez defendió abiertamente la estrategia guerrillera como opción revolucionaria válida.
La exposición mediática de Genaro Vázquez al final de su vida sin duda impactó en una opinión pública que, si bien nunca pareció inclinarse hacia su postura, llamó en más de una ocasión a atender las causas que habían llevado al revolucionario a optar por las armas como una última opción desesperada.
Nadie con un mínimo de humanidad entre la sangre -señalaba Alberto Domingo en Siempre! el 16 de febrero de 1972- podrá alegrarse de su muerte […]. Podrá y deberá discutirse hoy y mañana su condición política, la efectividad de sus tácticas, la corrección de sus planteamientos guerrilleros, pero no la generosidad de sus metas ni la limpieza de sus manos.
Como adelanté al inicio de este trabajo, la presencia mediática del PDLP y de Lucio Cabañas representó un auténtico fenómeno en la prensa. El 2 de marzo de 1972, apenas un mes después de la muerte de Genaro Vázquez, la revista ¿Por qué? repitió la exitosa estrategia empleada por la ACNR y publicó una extensa entrevista a Lucio Cabañas. Acompañada de una impactante serie fotográfica, aquel número no sólo exponía las demandas políticas del PDLP, también retrataba a sus combatientes como campesinos nobles y valientes orillados por el régimen a tomar las armas (véase la figura 4). A partir de ese momento y hasta 1975, la fama mediática de Cabañas creció a una velocidad meteórica. En los meses transcurridos entre su aparición pública y su muerte, las imágenes de Cabañas (peligroso gavillero, terrorista equivocado, guerrillero enigmático o luchador heroico) fueron reproducidas en diarios, revistas, historietas y libros (publicados tanto por editoriales independientes como por agencias gubernamentales), y seguramente también en noticieros de radio y televisión (véanse las imágenes 4, 5 y 6).
Aunque las noticias sobre la presencia de un segundo grupo guerrillero en Guerrero aparecieron desde finales de los sesenta, fue hasta 1972, tras las emboscadas contra el ejército mexicano, que su presencia se generalizó. La publicación de estas exitosas acciones militares en los principales medios de comunicación obligaron a funcionarios locales y federales y a los altos mandos del ejército a reconocer que esta vez se enfrentaban a una organización guerrillera bien armada, versada en tácticas de guerra de guerrillas y que poseía una fuerte base de apoyo campesino en la región.27 Como muestra de ello, el 18 de junio de 1973 la revista Sucesos para Todos publicó una editorial en la que señalaba el cambio de retórica oficial sobre la insurgencia armada en Guerrero. Bajo el título “Los tiempos están cambiando”, el texto señalaba que
[…] hasta hace unos años era imposible hablar en México de la existencia de focos guerrilleros en algunos estados. No es que no existieran, sino que la sola mención de levantamientos armados ponía los pelos de punta a más de cuatro altos funcionarios. La situación que ha dado origen a dichos levantamientos no ha cambiado de manera radical. Sin embargo, hay que reconocer que la actitud gubernamental sí ha variado considerablemente en lo que se refiere al reconocimiento abierto de las acciones guerrilleras en nuestro país. Entre los estados que se consideran, y que de hecho son, más conflictivos en este sentido, Guerrero ocupa el primer sitio.
Durante estos meses, el PDLP publicó constantemente pronunciamientos firmados por Lucio Cabañas en los que desarrolló un poderoso discurso que vinculaba sus acciones con luchas guerrilleras que para entonces tenían ya un lugar importante en la memoria colectiva, como las de Emiliano Zapata o Rubén Jaramillo.28 Para inicios de 1974 la fama del joven guerrillero alcanzó niveles inéditos. El 2 de enero de aquel año, la revista Impacto, de tendencia claramente derechista, incluyó a Cabañas como uno de los personajes más destacados de 1973, al lado de figuras como Richard Nixon, Salvador Allende, Luis Echeverría o José Alfredo Jiménez. Haciendo referencia a la fama del guerrerense, la editorial justificaba esta inclusión asegurando que, “dígase lo que se diga, el profesor Lucio Cabañas es inmortal”.
En este tiempo, como era de esperarse, la imagen mediática del líder del PDLP se debatió entre la permanente criminalización de los grandes medios y la justificación de sus acciones en la prensa marginal de izquierda. Sin embargo, en otros medios de comunicación alejados de estos extremos políticos29 la imagen del guerrillero y del PDLP fue menos consistente, aunque siguió una trayectoria bien definida que puede dividirse en dos etapas. En la primera de éstas, que iría desde su aparición pública en marzo de 1972 hasta el secuestro de Rubén Figueroa en mayo de 1974, la figura de Cabañas se configuró fundamentalmente a partir de una mezcla entre el halo de misterio con que se le presentaba en las publicaciones populares (historietas o tabloides) y el debate sobre la efectividad y legitimidad de su estrategia revolucionaria que parecía intrigar a los intelectuales de izquierda. En estas publicaciones constantemente se hablaba de la marginación económica y política que había dado origen a la guerrilla guerrerense. Las historietas y los libros prometían en sus portadas explicar a sus lectores si Lucio Cabañas era un bandido o un guerrillero. Las columnas de opinión llamaron en más de una ocasión a atender la desigualdad del campo mexicano como única vía para solucionar la violencia en aquel estado.
Sin embargo, el secuestro de Figueroa representó claramente un punto de inflexión no sólo en la historia militar del PDLP, sino también en su historia mediática, pues a partir de ese momento la opinión pública claramente le dio la espalda a Cabañas, que pronto fue configurado en la narrativa de los medios como un sujeto sin salvación posible. Aunque lejos del discurso de criminalización oficial (pues se reconocían los fines políticos de sus acciones), la opinión pública tachó a Cabañas de traidor por haber secuestrado a un hombre a quien había prometido respetar como interlocutor. Sin duda a ello ayudó el propio manejo de los medios realizado por el candidato priista que desde el secuestro de Castrejón Díez ocupó un lugar cada vez más protagónico en los medios locales y nacionales.
De esta forma, Cabañas pronto quedó atrapado en medio de una compleja maraña retórica configurada en primer lugar por la predecible negatividad discursiva con que el régimen acompañó la ofensiva militar final al PDLP. En los últimos meses de 1974, a esa discursividad se sumó una opinión pública que hizo del guerrerense el enemigo público por excelencia, lo configuró como un sujeto eliminable y presentó su muerte como un hecho lógico e inevitable.30 Como había ocurrido en los días y semanas previas a la represión militar del 2 de octubre de 1968, la última ofensiva estatal contra Cabañas estuvo precedida por un momento de generalizada complicidad en la opinión pública.31 El linchamiento mediático provino de todos lados. Las columnas fatalistas de personajes como Blanco Moheno, Luis Suárez o Alberto Domingo repetían ya sin pudor la tesis oficial de que el PDLP buscaba el establecimiento de un gobierno dictatorial y llamaban a pacificar el estado de Guerrero y a liberar al senador Figueroa como muestra mínima de gobernabilidad. Los medios reproducían cartas de los lectores donde se exigía “mano dura” o “castigo ejemplar” contra Cabañas. Las opiniones enviadas a los medios incluían reclamos al régimen por su excesiva tolerancia. El 12 de junio de 1974, por ejemplo, el columnista Gustavo de Anda utilizó su tribuna en el diario Impacto para exigir abiertamente la aniquilación del guerrillero.
Se impone preguntar -señalaba- ¿qué, todo el ejército nacional mexicano no ha podido, en ocho años, librar al país de la guerrilla de Lucio Cabañas? ¿Qué, no les ha dado permiso a nuestros soldados para combatir, hasta acabar, con este grupo guerrillero comunista? Este caso, como todos los anteriores, coloca al presidente Echeverría en la obligación de demostrar al país que en México hay un gobierno y existen leyes […]. La política de excesiva tolerancia con el terrorismo sólo conduce a la anarquía y a que los comunistas sólo la entiendan como una invitación a seguir adelante en su ofensiva contra el orden constitucional. Hay que entender que el gobierno tiene la obligación de garantizar la paz, la tranquilidad y la seguridad de los ciudadanos de México. Para que exista el orden legal y el respeto a la vida, la libertad legítimamente adquirida de los ciudadanos, es para lo que pagamos impuestos, y si el gobierno no nos proporciona esa seguridad, simplemente nos está defraudando.
Tras la liberación de Figueroa, la campaña mediática fue atizada por el candidato, que describió una y otra vez a Cabañas como un ser sin valores con el que sería inútil dialogar. Comenzó así una etapa final dominada por una retórica de muerte inevitable. Los diarios ofrecían detalles sobre los avances de lo que se presentaba ya como una auténtica cacería: entrevistaban mandos militares, especulaban sobre el paradero del guerrillero e incluso anunciaron su muerte en más de una ocasión. Las declaraciones de Figueroa dieron a la persecución un tono de venganza entre machos que llevó a algunos periodistas, como Luis Suárez, a incluir aquel momento de violencia política en la retórica fantasiosa del western.32 El 2 de diciembre de 1974 el círculo militar y mediático trazado alrededor de Cabañas finalmente se cerró. El ejército mexicano acabó con la vida del maestro-guerrillero en la comunidad del Otatal, y los medios de comunicación obtuvieron la anhelada exclusiva.
La espectacularización de la violencia política
El archivo cinematográfico de Notimex, la agencia de noticias creada por el Estado mexicano en 1968, depositado en la Filmoteca de la UNAM, resguarda los registros de un reportaje escalofriante. Filmados por esta agencia los días 2 y 3 de diciembre de 1974 en el cuartel de la XXVII zona militar y en el cementerio de Atoyac de Álvarez, los materiales debieron servir para elaborar la cápsula televisiva con la que se anunció el asesinato de Lucio Cabañas. No se trata del corte final, sino de un conjunto de registros que dan cuenta del proceso de elaboración de la noticia. En las imágenes a color se muestra a los reporteros accediendo a la enfermería del cuartel donde, tendido sobre una camilla, descansa el cadáver del guerrillero. Ante las preguntas del reportero, el médico militar Rodolfo Guillén del Valle explica una y otra vez los resultados del análisis realizado al cuerpo: el hombre murió por una herida producida por proyectil de arma de fuego que penetró por el maxilar derecho y destrozó la arteria carótida. En las primeras tomas el médico muestra cierto pudor ante la presencia de las cámaras, pero el reportero insiste en que continúe y decide repetir la toma. Entonces, médico y enfermero comienzan a manipular el cuerpo con una frialdad impresionante, lo giran para mostrar las heridas. La cámara se acerca a centímetros del cuerpo para registrar a detalle los orificios por donde entraron las balas mientras el médico señala la carne viva. Se cuida muy poco la higiene o el pudor de los potenciales espectadores: el cuerpo mantiene unas pinzas incrustadas y la sangre chorrea todavía en la camilla. Después del parte médico y tras registrar el supuesto arsenal decomisado, aparece ante la cámara el gobernador Israel Nogueda Otero certificando que el cadáver es efectivamente el de Lucio Cabañas, pues, asegura, su padre acudió a identificarlo. Como ocurrió con el médico, el reportero pide a Nogueda que repita las respuestas en varias ocasiones para tener varias tomas. Antes de concluir, el funcionario asegura que con la muerte de Cabañas se terminaba el problema de las guerrillas en Guerrero porque, dice, su gobierno está atendiendo los problemas sociales y otorgando garantías de participación política (véase la imagen 7).
Filmar o fotografiar al disidente abatido era una vieja práctica de terror gubernamental latinoamericano. La misma exhibición se había hecho con los cuerpos de Emiliano Zapata, Rubén Jaramillo, Ernesto Guevara y Camilo Torres. La misma estrategia, aunque con menor potencia, se había desarrollado dos años antes con el cuerpo de Genaro Vázquez. Antes de ocultar el cadáver del enemigo político debía obtenerse el registro probatorio que inundaría el mercado de imágenes. Por ello las facilidades otorgadas a los reporteros de la agencia oficial que, según se muestra, llegan en helicóptero hasta la alejada zona y piden a altos funcionarios y a militares que repitan sus respuestas hasta obtener la toma perfecta. La obsesión del reportero por asegurar la identificación del guerrillero y por mostrar las mortales heridas responde obviamente a un mandato oficial, pero también a una lógica mediática.33 Los testimonios del médico y del gobernador cierran el paso a cualquier desviación hermenéutica. Las sentencias son contundentes: Lucio ha muerto; ahí se terminó la guerrilla. Las imágenes fílmicas y fotográficas de la aniquilación son prueba, pero también advertencia y, por supuesto, mercancía.
Fotogramas del reportaje de Notimex sobre la muerte de Lucio Cabañas. Acervo de la Filmoteca de la UNAM.
No sabemos cuáles fueron las tomas elegidas para elaborar el corte final de aquel reportaje, cuál fue su duración, entre qué medios se distribuyó o si se mantuvo el nivel de violencia visual registrada en aquel cuartel. Lo que sí sabemos es que este reportaje formó parte de la avalancha mediática que se originó alrededor de la muerte de Lucio Cabañas y que nutrió una esfera pública habituada al consumo de violencia política. En el México de los años setenta, imágenes como las que he descrito formaron parte de un conjunto mayor que, lejos de invisibilizar la violencia de Estado, hicieron de ésta una mercancía de consumo permanente para los públicos de las grandes urbes.
En esta exposición mediática de la violencia política participaron, aunque con intencionalidades muy distintas, prácticamente todos los actores del nuevo mapa de medios que he descrito en este texto. La potencialidad dramática de las imágenes represivas fue utilizada lo mismo en las portadas de ¿Por qué? que clamaban justicia que en las del semanario Alarma! que aplaudía las acciones gubernamentales. Aunque este fenómeno mediático ocurrió preponderantemente en la prensa impresa, su presencia no se limitó a las portadas de diarios y revistas. El material fílmico de Notimex evidencia la inclusión de estas imágenes en la televisión. Además, las imágenes de la violencia estatal (frecuentemente militar) contra los disidentes políticos de las zonas rurales fue un auténtico lugar común en el cine mexicano de los años setenta. Importantes superproducciones oficiales, como Actas de Marusia (Miguel Littín, 1975), Longitud de guerra (Gonzalo Martínez, 1975) o La casa del sur (Sergio Olhovich, 1975), fueron criticadas por enfrentar a los espectadores a historias que invariablemente concluían con la aniquilación de las disidencias políticas surgidas en regiones alejadas de la capital.34
Si las producciones industriales se cuidaban de ambientar estas representaciones de la violencia política en temporalidades remotas, varias cintas del cine independiente de aquellos años no tuvieron este cuidado. Aunque la trama central de El cambio (Alfredo Joskowicz, 1971) no es la insurrección armada, sino el enfrentamiento de dos jóvenes urbanos (Sergio Jiménez y Héctor Bonilla) con un México rural lacerado por la colusión entre caciques locales, empresas transnacionales y fuerzas armadas, el asesinato final de los protagonistas a manos de las fuerzas militares dejaba poco espacio a la interpretación sobre la violencia política que dominaba en el campo mexicano (véase la imagen 8). En 1974, con Meridiano 100, Joskowicz volvió al tema de la violencia política rural con una cinta dedicada por completo al aniquilamiento de la guerrilla de Guerrero. Si bien es verdad que Joskowicz, hombre de izquierda pero férreo crítico de la opción armada, traza una historia esquemática y fatalista en cuyo centro está la incomprensión política por parte de los guerrilleros sobre las condiciones sociales y culturales de las bases campesinas,35 el director no titubeó al mostrar en la pantalla referencias directas a la estrategia de terror político implementada contra los poblados guerrerenses, como la desaparición forzada o el hostigamiento militar contra las comunidades campesinas (véase la imagen 9).
Podría argumentarse que las cintas de Joskowicz, producciones universitarias que lograban permanecer sólo un par de semanas en las carteleras de algunos cines de la capital, eran insignificantes en un amplio universo cinematográfico dominado por producciones industriales que poco o nada mostraron sobre la violencia política del campo mexicano. Sin embargo, un atípico éxito taquillero echa por tierra tal argumento: México, México, ra ra ra (Gustavo Alatriste, 1976), cinta que incluyó dentro de su rocambolesca trama una secuencia entera sobre la represión sufrida por los campesinos de Guerrero. En ella, un par de paramilitares contratados por un funcionario son enviados a la sierra de Guerrero para asesinar a dos líderes políticos que organizan una lucha contra los acaparadores regionales. Esta cinta se convirtió, gracias al poderío económico de su director y productor (dueño también de la revista Sucesos para Todos), en la película mexicana más vista de 1976 (véase la imagen 10).36
Este conjunto de representaciones fílmicas vino a alimentar una cultura visual en la que la insurgencia guerrillera y la violencia de Estado no sólo no estaban invisibilizadas, sino que eran parte del consumo cotidiano. Sin embargo, como ocurrió con la cinta de Alatriste, muchas de las producciones que visibilizaban la violencia política que se vivía en el campo mexicano se insertaban en lógicas del consumo frenético en las que la politicidad de las imágenes se combinaba con los temas de moda representados regularmente mediante la estética pop que dominaba ya los medios masivos en la década de los setenta. Estas imágenes, que no reproducían el discurso oficial de criminalización de los medios oficialistas, elaboraron representaciones románticas o cómicas, heroicas o denigrantes, con las que los consumidores urbanos configuraron una seguramente caricaturesca imagen de lo que ocurría en las montañas de Guerrero. Entre 1972 y 1974, es decir, durante los años más intensos de la acción guerrillera en el estado de Guerrero, revistas como Sucesos para Todos o Contenido ofrecieron a sus lectores números especiales sobre este tema ilustrados con diseños vanguardistas o incluso con fotografías de atractivas guerrilleras adoradoras de los famosos líderes guerrerenses (véase la imagen 11).
Finalmente, es importante señalar que estas representaciones esquemáticas o caricaturescas, si bien no reprodujeron el discurso criminalizante de los medios oficialistas, sí compartieron con ellos la mitología generalizada con la que los consumidores urbanos configuraban su idea del llamado “Guerrero bronco”. En las publicaciones dirigidas a las clases medias urbanas imbuidas constantemente en un discurso de modernidad y paz, estas representaciones reprodujeron frecuentemente estereotipos racistas que oponían la civilidad urbana a la barbarie de la guerrilla campesina, o repitieron el estigma del pueblo guerrerense como una comunidad ingobernable y violenta.37 Términos como “pendencieros”, “belicosos”, “conflictivos”, “primitivos” o “atrasados” aparecieron constantemente incluso en aquellas columnas aparentemente más comprensivas dedicadas a explicar las condiciones sociales que originaron las guerrillas. El 15 de marzo de 1972, por ejemplo, en una carta enviada a Siempre!, un lector aseguraba que “los graves problemas de ese estado eran, en su mayoría, culpa de su propia gente por su vocación desmedida a la pistola y la sangre”. Hacia finales de 1974, en los momentos de mayor descrédito público de la guerrilla guerrerense, estas retóricas de exclusión, de separación entre un nosotros cargado de urbanidad civilizada y un ellos que remitía a sujetos primitivos y violentos, terminaron por articularse en un generalizado discurso en el que los grupos armados de Guerrero fueron configurados como sujetos eliminables. En julio de 1974, una nota aparecida en el diario Impacto no dudaba en pedir que el Estado impusiera su ley frente a un Lucio Cabañas al que se describía como un “desorbitado totonaca”. De esta forma, la imagen del guerrillero rural vino a sumarse a la larga tradición de consumo urbano de representaciones mediáticas negativas sobre los sujetos disidentes, en la que comunistas, hippies o extranjeros ocuparon el lugar de la otredad que sirvió a los consumidores de noticias en las urbes para ordenar su cosmovisión política y normalizar y justificar la acción estatal frente a lo diferente, lo periférico, lo marginal o lo radical.38
Conclusiones
De acuerdo con el Informe de la Comisión de la Verdad para la Investigación de las Violaciones a los Derechos Humanos durante la Guerra Sucia de los años sesenta y setenta en el estado de Guerrero, durante aquellos años las comunidades campesinas de ese estado fueron víctimas de una estrategia de represión masiva y sistemática que implicó la suspensión de facto y de manera indefinida de sus garantías constitucionales. Como resultado de esa situación, la población guerrerense fue víctima de una estrategia de terrorismo de Estado que incluyó hostigamiento y aislamiento de comunidades, detenciones extrajudiciales, torturas, ejecuciones y desapariciones de ciudadanas y ciudadanos.39 De acuerdo con las investigaciones de Jorge Luis Sierra Guzmán, Verónica Oikión y Alexander Aviña, la implementación de esta política de terror a partir de 1971 requirió la articulación de una compleja estrategia antisubversiva en la que participaron autoridades civiles y militares de todos los niveles de gobierno. Durante estos años, soldados, policías estatales, espías del gobierno y caciques aterrorizaron impunemente a todo aquel que pretendiera levantar la voz en reclamo de justicia social o libertades democráticas.40
En los estudios sobre la representación de la violencia política (insurgente o estatal) en los medios de comunicación se sostiene que dicha representación se configuró básicamente como un fenómeno de criminalización de la disidencia política y de invisibilización de la represión estatal. Estos consensos historiográficos, sin ser falsos, han limitado el entendimiento de un complejo fenómeno mediático. Encasillados en lecturas esquemáticas que muestran a un conjunto de medios sometidos o coludidos con el poder, encargados y repetidores de la retórica oficialista, estos estudios tienden a presentar un rígido panorama organizado a partir de la dicotomía control-libertad entre el Estado y los medios y verdad-ocultamiento en torno a la aparición mediática de la violencia política.
Lo que he intentado mostrar en este texto es que la percepción pública de este fenómeno se jugó en un complejo y cambiante mapa mediático que posibilitó la aparición de la violencia política en la esfera pública en espacios y formas menos esquemáticos de lo que suele pensarse. El desplazamiento tanto político como, fundamentalmente, comercial de los medios de comunicación en la búsqueda de los nuevos sujetos consumidores dio lugar a una exposición mucho más abierta de temas que antes estaban completamente excluidos de los medios, como los fenómenos de disidencia armada y de represión estatal.
En este contexto, la aparición pública de la disidencia armada en el estado de Guerrero se configuró como un fenómeno mediático con alcances inéditos en la historia nacional. Durante la primera mitad de los años setenta, las imágenes públicas tanto de la disidencia guerrerense como del régimen que se decidió a eliminarla pasando por encima de todos los marcos legales se jugó en un mapa de medios mucho más abierto y en el que resulta difícil pensar en la posibilidad de la invisibilización de la disidencia política. Como he mostrado en este texto, si bien este fenómeno de espectacularización de la violencia política sirvió, por un lado, para que públicos cada vez más amplios supieran de la existencia de la disidencia armada, por otro, configuró a estos públicos como consumidores pasivos (y en ocasiones activos) de discursos e imágenes con los que se justificó la violencia política.
Como resulta previsible, desplazar la tesis del ocultamiento de la violencia estatal contra la guerrilla rural, y colocar en su lugar otra que sostiene que los públicos urbanos conocieron, consumieron y asimilaron las prácticas sistemáticas de violaciones a los derechos humanos puede abrir nuevas rutas de explicación sobre las condiciones sociales que posibilitaron el terrorismo de Estado en el México de los años setenta.