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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.74 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2024  Epub 23-Ago-2024

https://doi.org/10.24201/hm.v74i1.4552 

Reseñas

Sobre Leticia Mayer Celis y Pilar Galarza Barrios, Shogunes y navegantes. Dos documentos novohispanos del siglo XVII

Paulina Machuca1 

1El Colegio de Michoacán

Mayer Celis, Leticia; Galarza Barrios, Pilar. Shogunes y navegantes. Dos documentos novohispanos del siglo XVII. Ciudad de Méxi co: El Colegio de México, 2021. 218p. ISBN: 978-607-564-304-5.


El 30 de septiembre de 1609, en su travesía de Filipinas hacia la Nueva España, el galeón en que iba don Rodrigo de Vivero y Aberruza naufragó frente a las costas de Japón, tras el embate de un fuerte huracán. Al salvarse de milagro, convirtió la tragedia en una oportunidad y, en su calidad de exgobernador de Filipinas, don Rodrigo se presentó ante la corte del shogunato de los Tokugawa como representante del rey Felipe III para ofrecer un acuerdo comercial y diplomático entre la Monarquía Hispana y Japón. Dos años después de aquel acontecimiento, precisamente en mayo de 1611, arribó Sebastián Vizcaíno al puerto nipón de Urangava, pues había sido enviado por el virrey de la Nueva España al mando de una prometedora embajada que tenía el objetivo de sellar las relaciones diplomáticas iniciadas por Vivero, aunque el viaje terminó en un lamentable fracaso para los españoles. Es sobre esos dos sucesos que Leticia Mayer Celis y Pilar Galarza Barrios elaboraron este ameno libro que forma parte de la colección editorial La Aventura de la Vida Cotidiana, lanzada hace unos años por El Colegio de México.

Tanto el relato de Rodrigo de Vivero como el de Sebastián Vizcaíno permanecieron inéditos hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando finalmente fueron publicados por caminos distintos. En la primera parte del libro, las autoras ponen especial énfasis en los detalles de cómo fue esta larga espera y cuáles han sido las diversas ediciones de ambos manuscritos. Para su fortuna, en plena época de confinamiento por la pandemia de Covid-19 les fue posible acceder digitalmente a las relaciones de Vivero y de Vizcaíno. Con ello, nos queda claro que hacer historia hoy en día no es lo mismo que hace apenas una década, y que si bien la pandemia obligó al cierre de archivos y bibliotecas, muchos historiadores tuvimos que sortear las vicisitudes de un confinamiento estricto y con mínimas posibilidades de desplazamiento en busca de materiales de trabajo. Así, como muchos otros libros publicados entre 2021 y 2022, esta obra es fruto del teletrabajo obligado por la reciente crisis sanitaria que no parece tener fin.

Para contextualizar la época de don Rodrigo y Sebastián las autoras explican, en la segunda parte del libro, cuál era el ambiente político y social que se vivía en los tres espacios por los que circularon estos dos personajes: España, Nueva España y Japón. No se trata de un estudio en profundidad, sino de la puesta en común de ciertos elementos clave que nos muestran cómo, a pesar de las distancias culturales entre esos universos de Oriente y Occidente, existían similitudes en la importancia que se otorgaba al honor, la diplomacia, las reglas cortesanas, la estratificación y jerarquización social. Estamos, además, frente a sociedades guerreras que, hacia finales del siglo XVI y principios del XVII entraron en contacto y se influenciaron mutuamente: los japoneses, por ejemplo, se aprovisionaron de las armas de fuego europeas -para copiarlas más tarde-, lo que cambió significativamente el arte de hacer la guerra en el archipiélago del sol naciente.

La parte más sustanciosa del libro es, sin duda, la tercera. Está consagrada a los pormenores de los viajes de don Rodrigo y de Sebastián, personajes cercanos pero disímiles en espíritu y en carácter. Ambos llegaron al shogunato de los Tokugawa, recién inaugurado en 1603, cuya casa gobernante dirigió los destinos de la nación durante dos siglos y medio. Los shogunes, como sabemos, eran las figuras políticas que dirigían las islas en nombre del emperador, quien había sido relegado a un cargo meramente simbólico.

Un elemento recurrente en las narraciones de Vivero y Vizcaíno es la alusión al “otro”. La alteridad se convierte en un punto clave para entender, en palabras de François Hartog, ese espejo de Herodoto en que uno se mira a través del otro. Los japoneses tienen incluso una palabra para referirse a esos “bárbaros del sur”: namban, mientras que para los españoles, los japoneses también son “el otro”, pero un “otro” superior a los filipinos y otras naciones del Sudeste de Asia; son “los españoles de Asia”, según Baltasar Gracián, o los “blancos de honor”, en palabras de Thomas Calvo. Baste evocar la fascinación que tuvo Rodrigo de Vivero al entrar a la corte del “príncipe” Hidetada, hijo del shogún Ieyasu, donde dijo haber encontrado hasta 20 000 personas entre la primera puerta del palacio y los aposentos. Las salas estaban exquisitamente decoradas desde el piso hasta el techo, con ornamentos de oro y plata, mientras que, afuera, las calles estaban limpísimas y en la ciudad se respiraba orden.

Esa seducción por lo exótico no sólo se presentó entre las élites: al llegar a la ciudad de Edo (Tokio), una multitud se aglutinó a las afueras de una posada para observar de cerca a aquellos extraños españoles al mando de Rodrigo de Vivero. “Fue tanta la gente que los seguía que no hubo más remedio que detenerlos por la fuerza”, refieren Mayer y Galarza, de manera que fue necesario poner guardias a la entrada para impedir el paso de la gente que quería, a toda costa, ser testigo de aquella inusual visita a la ciudad sede del “príncipe” Hidetada. Curiosamente, apenas unos meses después tendremos el mismo espectáculo, pero esta vez de japoneses desfilando por las calles de la ciudad de México, tras el retorno de Rodrigo de Vivero a la Nueva España. Es entonces cuando, según Chimalpáhin, aquel 16 de diciembre de 1610 se dieron cita los habitantes capitalinos para atestiguar a aquellos personajes de trenzas largas y cabello rasurado hasta la mitad de la cabeza, con katana ceñida a la cintura y sandalias de gamuza; “No traían barbas, y sus rostros eran como de mujer, porque estaban lisos y descoloridos”, si bien su actitud destellaba cierto desafío, según el propio Chimalpáhin.

Las autoras nos dicen que para los japoneses “el conocimiento estaba en el centro de sus preocupaciones”. Y en efecto: sorprende cómo estaban al tanto de los avances tecnológicos de los europeos, pues entre las solicitudes que realizaron a Rodrigo de Vivero estaba el envío a la nación nipona de mineros para enseñar las técnicas de extracción de los minerales, a la vez que las técnicas de la navegación europea fueron uno de los intereses de los shogunes. Por lo demás, hay circunstancias extraordinarias que los japoneses supieron aprovechar. El catalejo se inventó en las Provincias Unidas en 1608, y en 1616 una expedición holandesa capturó a dos japoneses en la entrada de la bahía de Manila. Según nos cuenta el propio Calvo en un texto reciente, fueron ellos los primeros asiáticos que pudieron manipular esos instrumentos, entendiendo que detrás no había magia, sólo tecnología.

Finalmente, el lugar que ocupa la religión en estas historias es, sin duda, crucial. No es fortuito que Vivero haya solicitado al shogún Ieyasu, como primer punto, permitir la libre evangelización a los misioneros de todas las órdenes que se encontraban en el archipiélago nipón; para entonces, diversos religiosos portugueses y españoles ya se encontraban en aquel territorio, y para muestra tenemos al franciscano Luis de Sotelo fungiendo como intermediario entre el shogún y don Rodrigo. Sotelo había llegado a Japón justo antes del naufragio de Vivero, y se convertiría en una figura clave en las relaciones entre Japón y la Monarquía Hispánica: en 1617 acompañó a la embajada de Hasekura hasta Roma, y luego regresó a tierras japonesas, donde sufrió el martirio en 1624.

El libro cierra con un epílogo en que nos informan qué fue de los dos protagonistas de esta aventura: don Rodrigo tuvo una carrera fructífera, al recibir cargos importantes, grados militares y títulos nobiliarios; murió en su ingenio de Orizaba en 1636. Por su parte, Sebastián Vizcaíno tuvo una trayectoria más modesta; anduvo por las costas de la Mar del Sur, peleando en Colima contra el holandés Joris van Speilbergen en 1615, para luego encontrarse como alcalde mayor de Acapulco. La última parte de su vida la pasó en la ciudad de México, donde murió en 1627.

La aventura de Rodrigo de Vivero y Sebastián Vizcaíno transcurrió en una época en que las barreras físicas y culturales entre Occidente y el imperio nipón se iban acortando. Pero la creciente cristianización en Japón causó temor entre la clase dirigente, que vio este proceso como una amenaza política y un peligro para la unificación de aquella nación. Así, el Japón de los shogunes se cerró al exterior en 1639, permitiendo sólo el comercio con los holandeses a través del puerto de Nagasaki. La política de aislamiento perduró hasta la década de 1860, cuando en la era Meiji el país del sol naciente volvió a abrir sus puertas al mundo. Leticia Mayer y Pilar Galarza han sabido transmitir a un público más amplio la importancia de ambos viajes, cumpliendo con los objetivos de la colección La Aventura de la Vida Cotidiana, cuyo espíritu es el de divulgar historias de la gente común o de aquellas anécdotas que, como refiere la propia editorial, “han contribuido a formar nuestras costumbres, nuestra cultura y nuestro mundo”. Don Rodrigo de Vivero y Sebastián Vizcaíno son un buen ejemplo de ello.

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