Introducción
La Monarquía española procuró que varones vigorosos y sanos se incorporaran a sus fuerzas armadas. Como recuerda Rosa Vesta López Taylor, se esperaba que las tropas del mundo hispánico estuvieran compuestas por “un conjunto de personas adiestradas para hacer la guerra y con ciertas cualidades […] además de la edad y la salud, se consideraba su valor, aplicación, capacidad y conducta”.1 Sin embargo, las tropas de España y las de Nueva España, como las del México independiente, tuvieron entre sus filas a individuos viejos, enfermos y mutilados llamados inválidos.
Inválido no es un término anacrónico, de acuerdo con el Diccionario de Autoridades de 1734: “Inválido. Se llama comúnmente el soldado que ya no puede servir en la Campaña, o por achaques, o por vejez. […] Son torpes en andar, inválidos para pelear, inútiles para todo ejército”.2 A los inválidos del sector militar también se les llamó “estropeados”, “imposibilitados” e “inutilizados” (entendido y usado “inutilizado” como “dicho de una persona que no puede moverse o trabajar por impedimento físico” y no como “dicho de una persona no apta, no útil” o poco útil).3 En el Diccionario universal de historia y geografía de México de 1853, primer diccionario científico y obra de tipo enciclopédico, se definió inválido como el “benemérito militar que por sus heridas, achaques y edad avanzada no puede continuar en activo servicio”.4 Actualmente, una de las acepciones de inválido es: “Dicho especialmente de un militar: Que en acto de servicio o a consecuencia de él ha sufrido mutilación o pérdida de alguna facultad importante”.5
Es posible que el registro más antiguo de un inválido de guerra novohispano sea el que identifica Víctor Gayol. Este autor señala que en 1675, Diego de Aguilar, un natural noble tlaxcalteca, perdió una pierna en el Mediterráneo al combatir en las galeras del Duque de Florencia contra una flota turca. Por alguna razón Aguilar no pudo regresar a Nueva España después de su amputación, así que en 1678, de acuerdo con Gayol, el “yndio mexicano” solicitó asistencia al Consejo de Indias de Madrid para volver al Nuevo Mundo. En consonancia con el autor, Carlos II autorizó que lo socorrieran, pero no se sabe cuál fue el destino de Aguilar.6 Como Aguilar, numerosos individuos se dañaron física, emocional o mentalmente al prestar servicio militar en todo el periodo virreinal.
Los inválidos del sector militar integraron Cuerpos de Inválidos, es decir, unidades militares creadas en España y Nueva España (como probablemente en otros virreinatos) en el marco de las reformas borbónicas militares para “proporcionar una vejez digna al militar discapacitado”. En este contexto, también se fundó en la metrópoli el Monte Pío Militar y los colegios de cirugía de Cádiz y Barcelona. El Monte Pío Militar fue “la primera mutualidad española con garantía estatal” que aseguró una pensión mensual a las viudas y huérfanos de los oficiales del ejército profesional y de la armada. El Monte Pío de Nápoles y el del cuerpo de ingenieros, antecedieron su creación.7
Es importante mencionar que desde el siglo XIII hasta mediados del XVIII prevaleció en los reinos de la península Ibérica una “tendencia hospitalaria”, impulsada por la piedad real, para atender a los inválidos de guerra. Como indica Fernando Puell de la Villa, los reyes asistieron a los defensores del reino de forma personal y no como cabezas políticas. Hasta la segunda mitad de la centuria dieciochesca los reyes se fueron desprendiendo de ese “componente solidario y religioso-benéfico” y “con más dosis de regalismo que de despotismo […] dejaron de lado las anteriores concepciones de paternalismo caritativo y optaron por la fundación de instituciones que velaran por la recuperación de la salud” de sus súbditos. Este cambio se debió a la aspiración borbónica de controlar y centralizar la asistencia pública y las instituciones, entre ellas la militar y la eclesiástica.8 Para Martín Gabriel Barrón Cruz, la ideología de la modernidad perpetuó la marginación y disminución de los vagos y menesterosos con la apertura de presidios, hospicios para pobres y Cuerpos de Inválidos.9 La creación de los Cuerpos de Inválidos de España y Nueva España también respondió a los ideales de la Ilustración respecto a buscar “el progreso, el bienestar y la felicidad colectiva”, pero, en particular, a la urgencia de reorganizar el sistema militar para defender las posesiones de ultramar de las potencias europeas.10
Sobre los inválidos de guerra novohispanos y mexicanos se ha investigado poco. Circulan publicaciones en las que se han expuesto de manera puntual datos o situaciones específicas de estos sujetos o de la invalidez en los espacios mencionados. Para empezar, respecto al caso de Nueva España, Christon I. Archer, en su obra clásica El ejército en el México borbónico, 1760-1810, publicó un documento titulado “Estado que manifiesta los soldados que se hallan inútiles” del regimiento provincial de México, el cual, aunque no fue interpretado por el autor, permite conocer las características físicas del soldado inutilizado de finales del siglo XVIII.11 Casi 15 años después, Juan Ortiz Escamilla refiere en algunas líneas que en el marco de las llamadas reformas borbónicas militares se exentó a los imposibilitados físicos del servicio militar.12
Moisés Guzmán ha abordado la cuestión del daño y la violencia física que se propinaron integrantes del bando del rey y del insurgente durante la guerra de independencia; si bien Guzmán no se adentra en la materia aquí analizada su relevante investigación aproxima a varias causas que condujeron a la invalidez.13 Según la historiografía consultada, José Rojas Galván es el primer historiador en distinguir sin ambigüedad que en las fuerzas armadas novohispanas desfilaron dos tipos de varones: los sanos y los inválidos; no conforme con ello los define. Para él, los inválidos fueron los soldados “que por alguna enfermedad o incapacidad física no podían continuar activos”.14 Más adelante se matiza esta última afirmación. De forma sumaria, Mariana Terán Fuentes ha tratado ciertas políticas asistenciales que se dictaron en España para los mutilados de guerra durante las revoluciones independentistas de inicios del siglo XIX.15 Por su parte, Rodrigo Moreno considera el tema de la inutilidad corporal de los combatientes hispánicos en su libro La trigarancia. Fuerzas armadas en la consumación de la independencia. Nueva España, 1820-1821.16 Rosa Vesta López Taylor se suma a la lista de historiadores(as) que de algún modo han abonado a la comprensión de la historia de los inválidos del sector militar novohispano y mexicano y se ha interesado en los términos “útil” y sus derivados (“utilidad e inútil”), además recuerda que han sido mínimamente estudiados.17
En cuanto a los inválidos de las fuerzas armadas del México independiente, desde 1985 Armida de González reparó -en concretas líneas de su capítulo “Los ceros sociales”- en que los inválidos de guerra formaron parte de la sociedad mexicana decimonónica.18 María del Carmen Vázquez Mantecón apunta en su artículo “Las reliquias y sus héroes” determinadas honras que recibieron los mexicanos inutilizados en la guerra de Estados Unidos contra México.19 A diferencia de todas las y los autores previamente señalados que han atendido ciertos elementos relacionados con los inválidos y la invalidez, Claudia Ceja en su artículo “Amanecer paisano y dormir soldado […] Resistencias frente al reclutamiento y el servicio militar en la ciudad de México (1824-1858)” examina con detenimiento las prácticas autolesivas de algunos soldados inválidos antes de adquirir esta condición.20
No se pueden perder de vista los numerosos estudios sobre hospitales militares, médicos y cirujanos militares como los coordinados por María Luisa Rodríguez-Sala. Tampoco los estudios sobre montepíos militares y códigos de la época,21 entre otros, que han contribuido a crear un panorama más amplio de este trabajo.
La creación del cuerpo de inválidos novohispano
La invalidez de algunos miembros de las fuerzas armadas novohispanas se reconoció en 1765, cuando Juan de Villalba y Angulo, comandante general e inspector general del ejército de Nueva España, entregó las primeras gracias de invalidez a sargentos y soldados, diez en total, de la compañía del palacio real. A estos diez inválidos se les “señaló por cuartel el que ocupaba dicha compañía”, es decir, el palacio real. De acuerdo con un oficio que Villalba le envió al virrey Joaquín Juan de Montserrat y Cruillas el 11 de febrero de 1765, a los sargentos se les asistió con 10 pesos y a los soldados con 8. Con el virrey Carlos Francisco de Croix el número de soldados inválidos de la ciudad de México aumentó a 120, empero, todos “carecían de arreglo”. Cuando Antonio María de Bucareli y Ursúa ocupó el cargo de virrey también recibió solicitudes de sus subalternos para pasar al desorganizado Cuerpo de Inválidos. Luego de revisar si contaba con “las facultades de expedir estas cédulas”, Bucareli se percató de que Villalba únicamente dejó en Nueva España el oficio que dirigió al Marqués de Cruillas el 11 de febrero de 1765. Así, frente a nuevas demandas de gracia de invalidez y a una deficiente unidad militar para imposibilitados, el 24 de diciembre de 1771, Bucareli elaboró un “Plan de arreglo del Cuerpo de Inválidos”.22
Después de que Villalba regresó a España, el Marqués de la Torre ocupó el cargo de inspector general de infantería, y Francisco Douché el de inspector general de caballería y dragones. De la Torre examinó algunos regimientos de infantería provinciales y los calificó de ser tan “imaginarios como inútiles” porque no tenían uniformes, armas ni entrenamiento y porque algunos enlistados padecían “dislocaciones de huesos, fracturas mal curadas, hernias, hemorragias, enfermedades del pulmón y otros males”.23 Por los informes que llegaron a la metrópoli, en 1773 se aprobó el “Plan de arreglo para el Cuerpo de Inválidos de Bucareli”. Este plan o reglamento contempló a los inválidos que en 1765 recibieron de parte de Villalba las primeras cédulas de invalidez y a quienes después de ese año adquirieron la gracia “sin real aprobación y careciendo de reglamento para su gobierno”. De esta forma, en 1773, se creó el Cuerpo de Inválidos y se empezó a llevar a cabo el “manejo, cuidado, asistencia, gobierno y servicio” de los inválidos novohispanos. Al año siguiente se imprimieron 12 ejemplares del plan y se comisionó al inspector Pascual Cisneros para ponerlo en marcha.24
La primera disposición del plan o reglamento para inválidos fue formar un cuerpo (unidad militar) con 200 plazas, dividido en tres compañías: dos establecidas en la ciudad de México y otra en Veracruz. Una de las dos compañías de inválidos de la ciudad de México ofreció 67 plazas para soldados y oficiales “hábiles”, quienes a pesar de sus padecimientos físicos podían seguir sirviendo en la carrera de armas con actividades menores. La segunda compañía contó con 66 plazas para elementos “inhábiles”, o sea, para ciegos, cojos, mancos y varones de “muy crecida edad, [con] achaques y heridas que les imposibiliten enteramente hacer fatiga alguna”. Por sus achaques se procuró mantenerlos en reposo. La tercera compañía, la de Veracruz, ofertó 67 plazas para inválidos hábiles. Las tres compañías se fijaron “donde viven sus comandantes”, de modo que las de la capital novohispana a cargo del ayudante del real palacio, Jacinto de Sierra Nuño, se acuartelaron en una habitación del real palacio. La veracruzana, encomendada a un ayudante de San Juan de Ulúa, no pudo alojarse en dicha fortaleza debido a “los nortes”, por lo que se ubicó en el Cuartel de Dragones.25
Para 1774 el número de individuos imposibilitados terminó condicionando lo estipulado en el reglamento del Cuerpo de Inválidos de Bucareli. En la ciudad de México se registraron 34 sargentos y 80 soldados inválidos, y sólo 6 de los primeros y 23 de los segundos integraron la Compañía de Inhábiles; el resto formó la primera compañía de inválidos hábiles. En realidad no importó que aumentara o disminuyera el número de plazas pues se pensó en “irlos remplazando en las vacantes que ocurriesen”. En Veracruz sólo se registraron 4 sargentos y 12 soldados inválidos, de los cuales 8 procedían de la capital novohispana pero solicitaron pasar “voluntariamente” a la compañía veracruzana.26
Cisneros y Fernando Palacio, el encargado de pasar revista en Veracruz, elaboraron una lista con los nombres de todos los inválidos de Nueva España. En la lista, separaron a los soldados y oficiales hábiles de los inhábiles. La lista de los inválidos hábiles la encabezó Gerónimo Guardiola, “el sargento más antiguo de los inválidos”, quien murió en 1790, a los 106 años de edad (de los cuales sirvió 70 a la Corona) a causa “de una ligera enfermedad” que según se dijo fue la única que padeció en su prolongada vida.27 Sin duda, Guardiola ingresó al Cuerpo de Inválidos por vejez. En esta lista sólo se registró el nombre de los inválidos hábiles.
En la lista de los inhábiles se describió el cargo, el “achaque”, la procedencia y la edad de los inválidos. Algunos achaques registrados fueron: salud quebrantada, enfermedad y cansancio habitual, amputación de piernas, manos y brazos, sordera, ceguera y llagas incurables. Otros inválidos inhábiles estuvieron “baldados de una pierna, picados de cético, entumidos de nervios, tullidos, llenos de fístolas, quebrados del espinazo, casi ciegos, rotos de la pierna, decrépitos y heridos”. El inválido inhábil más joven fue Juan Antonio Villarena, de 28 años de edad, “falto de la mano derecha”. El más longevo fue Hermenegildo Rodríguez, un soldado ciego de 83 años. Respecto a la edad, vale mencionar que 2 inválidos inhábiles contaron con entre 30 y 40 años de vida; 8, con entre 40 y 50 años; 10, con entre 50 y 60 años de edad; 8 inválidos tenían entre 60 y 70 años; otros 8, entre 70 y 80 años de edad; y, 2 inválidos inhábiles más iniciaban su octava década de vida.28 Los inválidos inhábiles de Veracruz se encontraban “enteramente estropeados, unos por su avanzada edad, otros por quebrados y acostumbrados a sufrir enfermedades incurables que los hacen inútiles aun para la menor fatiga”. Por eso, entre ellos destacó Pedro Valencia, un soldado herido, de 52 años de edad, “que tiene inteligencia en encuadernar libros, cortar papel y recomponer aquellos”.29
Es importante decir que el Cuerpo de Inválidos no admitió a milicianos. Estos últimos, como menciona Christon I. Archer, después de prestar servicio militar “regresaban a sus casas lisiados por las enfermedades o las heridas” sin recibir asistencia de la Corona.30 El Cuerpo de Inválidos únicamente admitió a oficiales y soldados del ejército permanente, de las compañías de presidios internos y a veteranos de milicias. El virrey en turno se encargó de expedir las cédulas de invalidez para los veteranos de milicias y para los integrantes de las compañías de presidios. El inspector general expidió las cédulas del ejército permanente. La cédula se les negó a los individuos que venían de España porque su elaboración correspondía a las autoridades de la metrópoli; la excepción a la regla fueron quienes se inutilizaron con gravedad en el servicio.31
El procedimiento para recibir la cédula de invalidez fue la siguiente: los soldados u oficiales imposibilitados solicitaban al comandante de la tropa a la que pertenecían pasar al Cuerpo de Inválidos; luego, el comandante gestionaba la solicitud con el virrey o el inspector general. Identificados los imposibilitados, se hacía una relación de sus padecimientos, a manera de tabla, en la que se registraban su nombre, edad, servicios (años y número de campañas en las que habían participado), achaques y el destino o unidad militar a donde querían pasar; en ocasiones se agregaba el rango o la “clase” que ocupaban así como la compañía a la que en ese momento pertenecían. La relación o, en concreto, los achaques anotados debían ser certificados por el cirujano. Cabe señalar que no todos los individuos que recibieron la cédula de invalidez pasaron a las compañías de inválidos de la ciudad de México o de Veracruz. Algunos, como los imposibilitados de las provincias internas del norte, permanecieron agregados a la unidad donde servían bajo la condición de inválidos. Ellos se rigieron por el reglamento de presidios.
Una vez terminada la relación, el sargento mayor del regimiento en el que desfilaba el imposibilitado elaboraba una filiación o certificado de filiación, es decir, un documento manuscrito en el que se describían con detalle los años de servicio del solicitante, las campañas en las que había participado -ya fuera en Nueva España o en otro virreinato-, estatura, nombre, parentesco, lugar de origen, de vecindad, oficio, religión, rasgos y características físicas particulares como forma y color de cabello, forma y color de ojos, forma de cejas y nariz, color de piel, etc. El virrey (en caso de que lo solicitara un veterano de milicias o de presidios) o el inspector general (si el imposibilitado procedía del ejército permanente) hacían llegar al rey la documentación recopilada de los solicitantes. Si el rey aprobaba la solicitud se llenaba la cédula de invalidez, un formato impreso con el escudo real en el que se anotaba con puño y letra el nombre del inválido. Cuando el sargento calificó en las hojas de filiación negativamente la conducta del achacoso por insubordinación o deserción, se le negó la cédula.
Un caso de un imposibilitado al que se le negó la gracia de inválido por tener mala conducta o “incurrir en fealdad”32 fue el de Pedro Reyes, de la infantería fija de Acapulco, a quien “se le reventó un fusil en los ejercicios doctrinales y se mancó de la mano izquierda”. Aunque Reyes quedó “impedido de proporciones en función de servicio”, no fue acreedor a la gracia de inválido por reincidente en la deserción y por ese mismo delito le redujeron a tres todos los años que sirvió a la corona. En el certificado médico de Reyes se aclaró que en el accidente sólo perdió el dedo pólex o pulgar de la mano izquierda pero que a la amputación le siguió una úlcera cargada de “varios senos y largas supuraciones [pus consecutiva o infección] que le dejaron la mano estropeada”. Este caso lleva a pensar que con la cédula de invalidez se pretendió incentivar entre los miembros de las tropas la lealtad a la Corona más que asistirlos por piedad real. A Miguel Pintado, un soldado de la compañía de voluntarios de Cataluña, quien solicitó la cédula de invalidez por padecer “epiplosele [epiplocele: tumor o hernia] en la ingle izquierda y un efecto cardiaco” o “mal del corazón” se la negaron pese a sus 15 años de servicio en la carrera de armas.33
Se desconoce la causa por la que Pintado no obtuvo la gracia. En un primer momento todo indicó que se la negaron por no tener 18 años de servicio, otro importante requisito, pero de acuerdo con las fuentes el requisito de tener 18 años de servicio se pasó por alto regularmente. En realidad, se declararon “acreedores a obtener esta gracia todos los individuos que se imposibiliten en el servicio, aunque no sea en acción de guerra”. José Vallejo, del regimiento de infantería de la corona de Nueva España, por ejemplo, quedó “manco de una mano inutilizada” y con tan sólo 21 años de edad obtuvo la cédula de invalidez. Vallejo convivió con más individuos amputados de la mano. Incluso, en su mismo regimiento desfilaron José Arroyo y Vicente Verdejo con fístulas incurables; Antonio Seco con llagas en las piernas; un “quebrado de ambos lados” de nombre Nicolás Barajas y Miguel del Trijo, un individuo perlático [padecía perlesía o debilidad muscular].34
Como se ha podido observar, no sólo la enfermedad, el cansancio y la vejez fueron causas de invalidez. Numerosos motivos condujeron a soldados y oficiales a pasar al Cuerpo de Inválidos. Sin orden de importancia conviene recordar las razones por las que algunos miembros de las fuerzas armadas novohispanas obtuvieron la cédula de invalidez. Primero, por cansancio y vejez. Segundo, por enfermedad a raíz de infecciones virales (como la fiebre amarilla), de patologías genéticas (por ejemplo, la fibrosis quística) o propiciada por las condiciones en las que vivían. No pocos soldados sanos enfermaron por la falta de alimento, vestido, techo o por el mal clima. Bernabé Aranda, cabo del presidio de San Buenaventura, aseguró que sus dolores reumáticos se debían “a los frecuentes serenos, aguas, soles, e intemperies del tiempo que ha tolerado”. Hubo “enfermos habituales de achaques adquiridos en el servicio”.35 En este sentido no extraña la preocupación del coronel del regimiento de Nueva España, Vicente Nieto, respecto a que se derrumbara el lugar en el que se alojaban sus subalternos y se lesionaran o incluso perecieran.36
Según los reglamentos de la “honorable profesión de las armas” estaba prohibido reclutar a achacosos y a enfermos. Lo recomendado era aceptar para el servicio militar a individuos fuertes de entre 16 y 36 años de edad, con cinco pies de estatura -mínimo- y descendientes de blancos, criollos y mestizos. Sin embargo, los médicos encargados de examinar a los seleccionados para el reclutamiento aceptaron a enfermos, vagabundos, viciosos y delincuentes. Gracias a los exámenes de las revistas militares que se aplicaban periódicamente se descubrían elementos inválidos.
La tercera causa fue la mutilación y la automutilación. De acuerdo con Claudia Ceja, algunos seleccionados para el servicio militar, incluso reclutados, se autolesionaron para inhabilitarse. Esta autora refiere que el desertor Diego de San Juan se cortó cuatro dedos de la mano derecha con un machete para librarse de la carrera de armas. Diego de San Juan murió por las heridas, pero otros sobrevivieron y pasaron al Cuerpo de Inválidos.37 Una cuarta razón fue la violencia interna de algunos regimientos. Los golpes y maltratos que recibieron ciertos subalternos de parte de sus superiores, justificados en la corrección moral, les ocasionaron heridas, amputaciones e incluso la muerte. Las riñas personales entre los miembros de las tropas se enmarcan en este rubro. Los frecuentes altercados entre efectivos, muchas veces influenciados por el alcohol, desembocaron en heridos de gravedad.
La quinta causa por la que se obtuvo la cédula de invalidez fue por accidentes fuera del campo de batalla. Mariano Trejo, de 31 años de edad, solicitó la gracia de inválido por estar “quebrado” luego de que un caballo lo arrastró mientras hacía servicio en el regimiento de dragones de México. Se observó también el caso de individuos que quedaron “mancos de un balazo que se dio en la palma de la mano derecha con su propia arma”.38 En el mismo Cuerpo de Inválidos se presenciaron incidentes que agravaron los achaques de los imposibilitados cuando no los mataron. En 1784, Manuel Cruces, un soldado inválido de la compañía de la ciudad de México, sacó cartuchos de una petaca y cargó los cañones de artillería para hacer salvas al Divinísimo Señor Sacramentado. Al encenderlos, un espolín ardiendo cayó en la pólvora de su alrededor provocando una explosión que lo lanzó, aproximadamente, a diez varas de alto. Cruces se desplomó en el suelo “como una ascua de fuego” y, a pesar de que sus compañeros intentaron salvarlo desnudándolo a tirones, murió esa misma tarde.39
La sexta y última razón por la que se obtuvo la cédula de invalidez fue la guerra. Manuel Flores, por ejemplo, un soldado de la compañía del presidio de Bavia, “perdió los dedos de los pies en campaña”.40 Fue común que soldados y oficiales del norte terminaran “mancos y lastimados de un hombro por una caída en función de guerra, cojos de una pierna por heridas recibidas en acción de guerra, con dolores reumáticos y otros accidentes causados por la dureza del servicio”. Los inutilizados por las “fatigas duras de la guerra” que día a día se enfrentaron con “el enemigo” (los nativos de la frontera) en las provincias internas del norte fueron reconocidos. Las autoridades civiles y militares destacaron su valor; de hecho, los mismos imposibilitados, conscientes de su actuación, hicieron constante hincapié en su “mérito de haber recibido heridas”.41 Aquí se debe agregar que presenciar muertes, mutilaciones y otras atrocidades traumatizó a algunos combatientes. La condición de inválido adquirida súbitamente, en combate, y no de manera gradual por vejez o enfermedad, implicó por lo general daño psicológico y emocional.
Las seis causas antes expuestas no variaron en el México independiente, acaso sólo incrementaron los imposibilitados por la violencia de la guerra. Ya fuera por cansancio, vejez, enfermedad física o mental, amputación, autoagresión, accidentes o por las armas, los inválidos tuvieron la sensación de estar “menos vivos” y experimentaron en su persona el “atravesamiento” de otredades (dolor corporal o emocional). Para Gonzalo Pérez Marc, “el sujeto enfermo es un extraño respecto de sí mismo”. Las y los inválidos, civiles o militares, adquirieron una nueva identidad que no tuvo cabida en la errónea percepción de lo “normal”, que es el cuerpo sano, y se convirtieron en “sujeto moral frágil”42 porque: “[...] la exclusión es vivida como desocialización y la subjetivación del sufrimiento como des-realización. Este otro excluido es el otro del ‘no poder’, este otro que no posee poder de decir, poder de obrar ni de construir de manera coherente su propia historia de vida desde la enfermedad que lo aqueja”.43
A la doble identidad y limitaciones en el ámbito privado que enfrentaron los inválidos se sumó el desamparo de las autoridades virreinales (por lo menos hasta 1808) como se muestra en el siguiente apartado.
Los “residuos” -o inválidos- de las fuerzas armadas antes de la invasión francesa
El Cuerpo de Inválidos español y novohispano se creó en el marco de las reformas militares de Carlos III, en respuesta a la centralización del poder, a la racionalización de los problemas de salud y longevidad pero, en particular, a la reorganización de un sistema defensivo deficiente. El afianzamiento de estos mecanismos de control modernos fue lento. En Nueva España la prolongada organización del Cuerpo de Inválidos reflejó los problemas que aquejaban a todo el aparato militar. Durante el periodo virreinal, la estructura de las tropas fue ambigua; algunas de sus características fueron la falta de recursos y la indisciplina. Esa inestabilidad administrativa y económica también la experimentó el Cuerpo de Inválidos aunada a los padecimientos físicos de sus miembros.
Los soldados y oficiales inválidos vivieron en la miseria. Como sus camas, utensilios y uniformes se encontraban sumamente maltratados se les empezaron a descontar entre cuatro y cinco reales de su prest para renovarlos. Sus utensilios comprendieron “una cama compuesta de dos bancos, tres tablas, un jergón y un cabezal [colchón y almohada] llenos de paja larga o esparto, una sábana grande que pueda doblarse y una manta”. Las sábanas se debían cambiar en verano e invierno. A los casados les correspondió un juego de utensilios “compuesto de una mesa, dos bancos rasos y una tinaja, barril o cuarterola”. La compañía de inválidos de Veracruz no contó con camas, en su lugar tuvieron “catres de cuero que se acostumbra en aquel país cálido”. Una parte de lo descontado se destinó a la leña, al carbón y al aceite. Para evitar pérdidas de los utensilios, del uniforme (compuesto de sombrero, casaca, chupa, camisa y calzón azul, vuelta, collarín blanco, botón dorado, medias y zapatos, cuya renovación se estimó hacer cada 40 meses) y del armamento de las compañías de hábiles (contaban con 72 fusiles y 68 bayonetas recompuestas, así como con “cartucheras de las de desecho de las tropas que sirvieren en este sitio”), se pidió al capitán general de inválidos una relación mensual del estado y piezas de cada compañía.44
Los inválidos hábiles del sector militar estuvieron armados porque se les empleó de salvaguardias en la Casa de Moneda, la Real Aduana y otras oficinas de Hacienda. Los inválidos hábiles de Veracruz también sirvieron como salvaguardias de administraciones, tesorerías y almacenes de descargas de embarcaciones. En cuanto a los inhábiles, Bucareli determinó no armarlos y dejarlos “pacíficamente el goce de su quietud, a menos de que alguna ocurrencia extraordinaria obligue a valerse de su corto auxilio”. Ciertamente, se buscó que los imposibilitados lograran “el descanso de sus fatigas anteriores en el exército”, pero sus padecimientos no los eximieron de servir a la Corona. Por ser un cuerpo activo se promovió la disciplina entre sus miembros ofreciendo una gratificación a quien notificara la infracción de cualquier inválido. En los culpados cayó la obligación de pagar la recompensa del delator.45
Para 1785, la disciplina de los aquejados por la invalidez fue lo que menos urgió atender. Las carencias y desorganización del Cuerpo de Inválidos fueron más preocupantes. El 11 de julio de ese año, el inspector José Espeleta ordenó pasar revista a las dos compañías de la ciudad de México. El comisionado para realizarla fue el brigadier Juan Cambiazo, quien contó con la autorización del Conde de Gálvez para proponer “cuanto creyera oportuno al mejor gobierno, asistencia y trato de los inválidos”. Para llevar a cabo la revista, el regimiento de infantería de la Corona relevó a los soldados inválidos que estaban empleados en las guardias de oficina, en el cuartel y otros puestos. Una vez reunidos, Cambiazo observó que las compañías se habían disuelto y que los soldados hábiles e inhábiles estaban revueltos. Informó, que un centenar de inválidos carecía de buen gobierno debido a que el reglamento de Bucareli, elaborado 12 años atrás, no se cumplió. Cambiazo responsabilizó del incumplimiento del reglamento a la “impericia” de Jacinto Sierra Nuño, el comandante de los inválidos “cuya falta de instrucción militar, sus años y achaques le disculpan”.46
Cambiazo propuso aumentar el número de plazas a 300. Cada compañía del Cuerpo de Inválidos, las dos de la ciudad de México y la de Veracruz, contaría con 100 plazas, de las cuales 30 se reservaron para los inválidos inhábiles. El brigadier reconoció la dificultad de que los inválidos pagaran con sus haberes uniformes, utensilios, luz, fuego, barbero, lavandería, el fondo de retención y el alquiler de casas (cuando no cabían en el cuartel), por lo que pidió que se les aumentara el sueldo: al nuevo comandante, sustituto de Sierra Nuño, quien tendría que ser “activo e inteligente”; 25 pesos mensuales; a los capitanes, 12; y a los sargentos, cabos, soldados y tambores, 10.47
Tomando en cuenta la “enfermedad y achaques que es natural en esta tropa”, Cambiazo autorizó que los inválidos hábiles prestaran el servicio de centinela sentados con su arma al lado para que “logren el mayor descanso”. Además de los edificios mencionados anteriormente, los inválidos de la ciudad de México vigilaron la Real Casa de Moneda, las direcciones de Tabaco, Correo, Estanquillo y Real Aduana, así como el almacén del depósito de pólvora, la lotería y la fábrica de lino; los de Veracruz, el hospital de Montes Claros, la tesorería, proveeduría y la administración de correos y tabaco. En tanto, a los inválidos inhábiles se les empleó de cuarteleros. En ese sentido, considerando que a los inválidos se les debía “toda consideración y respeto, [por estar] su salud quebrantada, sin vista y en continuos dolores”, recomendó que únicamente hicieran honores al virrey o al inspector general y que un cirujano y un capellán se incorporaran al Cuerpo de Inválidos.48
Después de revistar las compañías de inválidos de la ciudad de México, Cambiazo las comparó con el Cuerpo de Inválidos español y concluyó que “su constitución se puede graduar como está demostrado de infeliz porque no logran como en España buenos cuarteles, pan, utensilio y franquicias”. Al leer el informe del brigadier, el inspector Espeleta hizo algunas modificaciones. Primero, pidió extinguir la compañía de Veracruz y dejar solamente dos de hábiles “y una de inútiles” en la ciudad de México. Segundo, tuvo a bien conceder la gracia de inválido si cumplidos los 35 años de servicio se “inutilizasen en alguna casual desgracia o por muy entrada edad y falta de robustez”. Por último, optó por que el nuevo comandante de inválidos (José de Alcaraz), el cirujano y el capellán estuvieran retirados.49
Sobre los efectivos retirados, Archer menciona que en el periodo virreinal no pocos varones con más de 35 años de servicio militar, candidatos al retiro, preferían permanecer con enfermedades crónicas y senilidad en las tropas para no caer en la pobreza puesto que la remuneración asignada era una miseria. Espeleta reportó que la seguridad de Nueva España dependía de algunos individuos que rondaban entre los 50 y los 90 años de edad, incapaces de desempeñar adecuadamente sus funciones bélicas. Para Archer, el descuido de los retiros y reemplazos propició la vejez de oficiales como el comandante de inválidos Jacinto Sierra Nuño. A la par, favoreció la indisciplina de los subalternos y el ascenso de los criollos a los altos mandos porque la Corona ocupó a sus elementos jóvenes y experimentados en la guerra contra Francia e Inglaterra.50
El tercer comandante del Cuerpo de Inválidos, Antonio Montero, capitán de infantería de los Austrias, sustituto de José de Alcaraz, ejemplifica cómo el aparato defensivo novohispano estuvo comandando en ocasiones por varones seniles o físicamente imposibilitados. A finales de la década de 1780, Montero recibió la orden de regresar a España para continuar allá su servicio militar, pero solicitó permanecer en Nueva España porque padecía la enfermedad de la gota (destrucción articular que en ocasiones conlleva a discapacidad). Según su certificado médico, los ataques de Montero llegaron a ser tan violentos que le paralizaron el brazo izquierdo y lo dejaron “impedido de andar sin el auxilio de muletas”. Desde que Montero conoció la disposición de volver a la península dirigió una serie de misivas a las autoridades solicitando una sargentía mayor novohispana. En un principio se rechazó su petición pese a que Martín Sessé, médico del Santo Oficio, del Hospital del Amor de Dios y director del Real Jardín Botánico, confirmó que Montero no podía exponerse a los altibajos de la navegación. Obstinado en no salir de Nueva España, Montero presentó una relación de sus servicios e inmediatamente después de la muerte de José de Alcaraz solicitó reemplazarlo. Ni su condición física ni la orden de volver a España impidieron que Montero ocupara el cargo de comandante del Cuerpo de Inválidos.51
Montero desempeñó un buen trabajo, aunque insuficiente para los requerimientos de sus subalternos. A inicios de 1788, los soldados Josef Salado y Manuel Fernández, dos inválidos que llegaron del regimiento permanente de La Habana a Nueva España, se quejaron ante el virrey de que se les quería pagar cuatro pesos mensuales, la mitad de lo estipulado en el reglamento, con los que les era imposible cubrir sus necesidades. El virrey reconoció que los precios de los productos básicos aumentaban día a día y que los imposibilitados vivían “en peor condición” que los soldados de otras unidades militares, por lo que autorizó que les pagaran los ocho pesos a los “vasallos que consumieron su juventud en el servicio del soberano”. Llama la atención el supuesto yerro de la hacienda real al darles el sueldo incompleto, así como la comunicación existente entre los miembros del Cuerpo de Inválidos, pues Salado y Fernández declararon que otros inválidos de La Habana al llegar a Nueva España sí recibieron los ocho pesos.52
Dos años después de esta denuncia, el inspector militar Pedro Gorostiza decidió aumentarles el sueldo a los inválidos novohispanos para mejorar su uniforme “a similitud de la compañía de inválidos de España”. Al comandante se le asignaron 70 pesos; al capitán, 50; a los soldados, 9; y al cirujano, 30. Con el fin de evitar cualquier otra irregularidad y de vigilar la disciplina de los subalternos, se incorporaron al Cuerpo de Inválidos tres oficiales “cansados y próximos a retirarse”: Santiago García, teniente del regimiento provincial de Toluca; José Rodríguez, teniente de infantería de la Corona, y el subteniente de las milicias de la capital novohispana.53 El nombramiento de Rodríguez se anunció en La Gaceta de México.54
Gorostiza, empeñado en mejorar la condición socioeconómica de los varones inutilizados en servicio del rey logró que en 1792 se alquilara una casa por 600 pesos anuales para alojar a 80 inválidos casados de la ciudad de México (en ese momento el Cuerpo de Inválidos ofreció 200 plazas sin distinguir entre hábiles e inhábiles, las cuales se dividieron en dos compañías, una en la ciudad de México y otra en Veracruz). La casa, perteneciente a los R. P. Bethlemitas, se ubicó en el barrio del Sapo. Antes de firmar la escritura de arrendamiento, los jefes del Cuerpo de Inválidos se comprometieron a devolverla en el mismo estado en que la recibieron: “con buenos pisos [y] blanqueadas sus viviendas”. Gorostiza emprendió la remodelación de la pila y el lavadero en desuso del patio interior de la casa y ordenó colocar un conducto de agua “para el mayor aseo y comodidad de los inválidos”.55
Al mismo tiempo se iniciaron “los reparos indispensables” del cuartel del real palacio para los soldados inválidos solteros. Gorostiza promovió la construcción de dos cocinas con hornillas, una para los subalternos y otra para sargentos y oficiales. Para el efecto, con 51 pesos y cuatro reales solventados del importe del fondo de arbitrios de milicias, se compraron: “cuarenta sillares de piedra blanda, una carretada de cal, cajones de arena, un millar de ladrillos, docenas de lozas, [y] vigas”. Esa cantidad también contempló el sueldo de los peones y albañiles.56
Las notas periodísticas de la época indican que los cuarteles de inválidos formaron parte del imaginario colectivo novohispano. Dichos lugares no pasaron desapercibidos, en ellos se llevaron a cabo variados actos públicos y ocasionalmente sirvieron como punto de encuentro. Algunos objetos personales perdidos fueron recuperados por sus propietarios(as) con los inválidos. Por ejemplo, tras el extravío de un tápalo (chal o mantón para cubrir la cara) blanco con orillas azules, envuelto en un pañito bordado de lentejuela y un listón amarillo, se solicitó por medio del Diario de México que la persona que lo encontrara lo entregara a doña Francisca Álvarez en el cuartel de inválidos de la ciudad de México. En el mismo Diario se publicó el hallazgo de unos documentos, pasaportes y certificaciones, los cuales se debieron reclamar con doña Manuela Salgado, en “la calle del sapo casa del cuartel de inválidos”.57 A los inválidos inhábiles se les comisionó en estos cuarteles concurrir a los ranchos y revistar las armas y el vestuario dos veces al mes.
El arreglo de los cuarteles, en general el gobierno económico de los inválidos ocupó, en teoría, la atención de los virreyes e inspectores militares en las últimas décadas del periodo virreinal. Los asuntos privados de los subalternos también se atendieron: en 1792, el nuevo comandante de inválidos, Gaspar Burgos, quien reemplazó a Antonio Montero, acordó revistarlos cada noche a la hora de oración, cuidar el aseso de los soldados y no permitir que se casaran sin la autorización del inspector. Con él, las plazas del Cuerpo de Inválidos se redujeron a 121.58
En este año, los inválidos hábiles empleados de salvaguardias denunciaron que sus superiores les estaban descontando la mitad de los cuatro pesos mensuales con que los directores de las aduanas y fábricas los recompensaban. Un inválido anónimo le suplicó al virrey que “secretamente […] se sirva, por amor de Dios, indagar y saber en qué se invierten los dos pesos mensuales que a cada inválido de los destacamentos se les quita por su comandante” con el pretexto de destinarlos al vestido. El descuento empezó cuatro años atrás y según el cálculo de los inválidos salvaguardas algunos dieron en total casi 100 pesos sin recibir prendas a cambio. Además, se les siguió reteniendo una parte de su sueldo para el mismo fin, el vestido. Ante las quejas, el comandante respondió que los recursos reunidos para el vestido en realidad se invirtieron en utensilios.59
El inválido anónimo aseguró que tampoco se les renovó el utensilio. Según él, su jergón de zacate y sábanas eran tan viejos que se caían a pedazos. De tal suerte, le rogó al virrey que pusiera “remedio a tanto infeliz que padece” y que se les dejara de descontar los dos pesos de gratificación porque siendo “unos miserables” preferían gastar esa cantidad en alimento (su puchero se componía de carne, garbanzos y verdura, y sopa de pan o de arroz).60 A pesar de estas anomalías, el Cuerpo de Inválidos se antojó a las autoridades virreinales como la mejor opción para que los miembros del sector militar sobrellevaran la senilidad. Para motivar a los jóvenes desertores a que se reincorporaran a sus tropas les ofrecieron el indulto (si era la primera vez que desertaban) con la garantía de que contarían el tiempo que sirvieron antes de desertar para que pudieran obtener la gracia de invalidez en caso de solicitarla.61
A partir del reclamo de los descuentos y de las nuevas solicitudes de invalidez, en 1796 Nemesio Salcedo ordenó hacer un inventario del vestuario de los inválidos. Al pasar revista al Cuerpo encontró a 125 de sus miembros mal alojados y sin agua en el cuartel del real palacio porque se dio prioridad al suministro de los funcionarios de ese sitio. Salcedo aprovechó el contexto para proponerle a los inválidos que se trasladaran “voluntariamente con sus familias en calidad de pobladores a la península de Baja California”, pero “siendo muy pocos los sanos o sin achaques propios para el caso”, rechazaron la oferta. De tal suerte, Salcedo terminó planteando la construcción de un cuartel fijo en la parte del real palacio que se les quitó para extender el jardín.62
Conforme con la revista de Salcedo, en 1797 el virrey Branciforte hizo ajustes significativos al Cuerpo. Para empezar, ordenó que se les diera a conocer a los inválidos el reglamento con el que se regían para que no ignoraran “los beneficios que su piedad soberana se digna dispensar a los que honrada y constantemente siguen sus reales banderas”. Luego, contempló encargar sus uniformes a Barcelona o a España, donde la experiencia de la fabricación ofrecía mejor calidad a menor costo. La disposición más significativa de Branciforte fue la contratación de un cirujano y un capellán para el Cuerpo de Inválidos. Las convocatorias se llevaron a cabo después de diez años desde la primera vez que se propuso y pese a que se cuestionó la utilidad de un cirujano particular porque el Cuerpo de Inválidos era fijo y sus integrantes se “ahorraban las fatigas” de la movilidad.63
La noticia de las vacantes se difundió con rapidez en la capital novohispana. El empleo de cirujano, con un sueldo de 20 pesos mensuales, lo obtuvo el cirujano José Rodríguez por sus 37 años de servicio en el Hospital Real de Naturales y sus dos décadas en el Regimiento de Infantería Provincial. Tras su muerte, Felipe de la Vega, catedrático de anatomía de la Real y Pontificia Universidad de México y cirujano del primer batallón del Regimiento Provincial de Infantería de la ciudad de Tlaxcala, solicitó sustituirlo.64 El puesto de capellán, con un sueldo de 20 pesos mensuales, atrajo a siete candidatos de los cuales se eligió al de mayor instrucción. Unas fuentes indican que en abril de 1799 el rey aprobó el nombramiento del capellán Blas Leyva,65 sin embargo, en enero de ese año se anunció en la Gaceta de México que el virrey se lo otorgó al capellán Anastasio Rodríguez de León, quien todavía en 1809 ocupaba ese cargo.66
Por este tipo de alcances el reglamento de Branciforte fue tan reconocido como el de Bucareli. Vale mencionar que no todos los virreyes se involucraron con los inválidos de la misma manera que éstos. Después de 1773, en Nueva España, cada sucesor de virrey (así como los inspectores militares) tuvo la obligación de leer el “Expediente sobre arreglo del Cuerpo de Inválidos de este reino”, un cuerpo documental que recopiló desde el plan de Bucareli hasta los reglamentos y reformas para inválidos de la década de 1790; así, empapados en información (complementada más tarde con las revistas del inspector), el virrey en turno propuso ajustes para el Cuerpo de Inválidos que no siempre les beneficiaron.
El virrey Miguel José de Azanza quiso evitar el incremento de soldados y oficiales imposibilitados. Coincidió con sus predecesores en que debía “conciliarse la decente y cómoda subsistencia de los últimos residuos de los defensores del Estado”, es decir, de los inválidos, pero creyó que brindándoles demasiado desahogo o asistencia, los efectivos sanos del sistema militar intentarían retirarse con pretextos y no por necesidad. Azanza recordó que en París y Londres se auxiliaba a los inválidos “con cuanto pueden necesitar, pero no por eso el número es excesivo”.67 La caución de Azanza se basó en la práctica de algunos oficiales de solicitar licencias por enfermedad o vejez, sin requerirla, para liberarse del servicio militar cuando no era atractivo o implicaba movilidad. Algunos subalternos, siguiendo o no a la oficialidad también se libraron de comisiones incómodas excusándose en su mala salud.
De acuerdo con Archer, en 1807, Antonio Lavín, investigador del virrey Iturrigaray, descubrió que los subdelegados de Mextitlán -actual estado de Hidalgo- exentaban a los vecinos del servicio militar a cambio de 80 pesos. Por esa cantidad les otorgaban certificados de “lisiado” o invalidez a los seleccionados para el reclutamiento. Regularmente, la esposa u otro(a) familiar del seleccionado compraba la incapacidad al médico de la localidad, quien la expedía en la casa del cura en presencia del comandante de la milicia de reserva. Otros párrocos, por su cuenta, vendieron certificados de impureza “racial”.68
Fue preferible fingir invalidez que terminar real y permanentemente con esa condición. Las medidas asistenciales que dictaron las autoridades españolas y novohispanas para los soldados y oficiales inválidos muchas veces quedaron en el papel. Si bien en Nueva España se les tomó en cuenta a la hora de las revistas militares, cuando algún virrey dispuso reformar su reglamento y en determinados actos públicos (como en las honras fúnebres de Carlos III, ocasión en la que se ordenó que sólo los oficiales de los cuerpos veteranos, provinciales, urbanos e inválidos usaran la banda de luto sobre sus uniformes),69 la mayor parte del tiempo su situación fue penosa. A continuación se expone que fue necesaria la invasión francesa a España para que los combatientes imposibilitados fueran revalorados.
De “miserables” a “distinguidos”. Revaloración del cuerpo humano dañado por las armas
Como es bien sabido, en 1808 Napoleón Bonaparte aprovechó las disputas internas de la familia real española para hacer que Fernando VII abdicara a favor de Carlos IV, quien terminó cediéndole la corona de España al hermano de Napoleón, José Bonaparte. Tras la aprehensión de los reyes españoles, el 2 de mayo los madrileños se levantaron en armas contra los franceses. Se formaron Juntas para asumir la soberanía en ausencia del rey legítimo, de las que sobresalió la Junta Central Gubernativa, la cual convocó a Cortes en la isla de León. Luego las Cortes se trasladaron a Cádiz.
Recién invadida la metrópoli, el capellán de los inválidos novohispanos, Rodríguez de León, manifestó su preocupación por los inéditos acontecimientos. Al invitar a la sociedad de la capital a festejar el día de san Juan Nepomuceno expresó:
[…] en su día celebra
de soldados pobres
la milicia entera,
inválidos todos
somos sin reserva,
según las actuales
tristes ocurrencias;
pues por ojeriza
de una saña fiera
que abortó en el mundo
la ambición más ciega;
con voz desmayada,
balbuciente, tierna,
envuelta en suspiros,
olmos se lamentan:
sin el santo padre
la Roma Iglesia,
sin rey las Españas70
antigua y moderna
¡Tiempo lastimoso!
¡época funesta
En que nos hallamos
Por las culpas nuestras!
Más con el designio
De que se contenga
El golpe que amaga
La divina diestra;
Vengan, vengan todos
Vengan a la fiesta
Que a JUAN se tributa
A honor de su lengua.
La capilla es de una
Situación estrecha
Pero se procura
La mayor decencia:
Vengan los señores
Virrey y virreina
Los ministros sabios
De la Real Audiencia:
los procuradores,
los letrados vengan,
y demás devotos
de adentro y afuera,
inválidos somos,
con que nos queda
para reforzarnos,
otra diligencia,
que postrados todos
de Juan en presencia
a Dios ocurramos
con voces como estas.71
François-Xavier Guerra identificó que después de 1808 parte del mundo hispánico fue consciente de vivir o transitar hacia un nuevo orden cultural, político y social. Las “voces” de Rodríguez de León son un buen ejemplo de ello. Al mencionar a “las Españas antigua y moderna” es posible que se refiera al viejo y nuevo mundo, pero también a la antigua y moderna forma de gobierno. Lo que queda claro es la germinación de un nuevo lenguaje político.72 Con la presencia de los franceses en España, el mundo hispánico experimentó una mutación en todos sus espacios. Una de las transiciones más significativas que se puede observar con la irrupción de la modernidad es la que recuerda Juan Marchena: “del privilegio se pasó a los derechos, del súbdito a la condición de vecino-ciudadano, del rey a la nación liberal e independiente”.73 Esto importa para la presente investigación porque ocurrió un desplazamiento o cambio en cuanto a la justificación de la asistencia a los soldados y oficiales inválidos: dejaron de ser amparados por misericordia o piedad real y empezaron a recibir garantías por derecho.
La Constitución de Cádiz, promulgada en 1812, otorgó a los súbditos de ambos hemisferios (excepto a las mujeres y afrodescendientes) la ciudadanía, una condición que reconoció obligaciones y derechos políticos. Los soldados y oficiales inválidos de la ciudad de México juraron la Carta gaditana el 15 de octubre de 1812 en la capilla de inválidos, la del Real Palacio. La sala se adornó con tapices y marcos de plata, las bancas se forraron con terciopelo carmesí y se colocó “un rico dosel con el retrato de nuestro rey”. En el exterior, se colgaron gallardetes, cortinas en los balcones y se instaló un tablado para la música.74
En consonancia con Guerra, es discutible la impronta que dejó la nueva cultura política, es decir, los cambios políticos no se asimilaron igual en todo el mundo hispánico pero, en general, propiciaron “mutaciones del imaginario y de la sociedad” dando lugar a percepciones y emociones inéditas. Para este autor, con la libertad de imprenta se difundió la idea de que las leyes se conservaron y enriquecieron gracias a la lucha armada; así, a partir de 1808 florecieron sentimientos patrióticos ligados a la victoria militar. Guerra reconoció “dos componentes esenciales de la clase política de esta época”: los militares y los abogados, porque “el ‘pueblo’ se expresa a través del pronunciamiento, ‘actúa’ a través del jefe sublevado y ‘habla’ a través de los intelectuales, autores de las proclamas que siempre lo acompañan”.75 Después de la invasión francesa a España se puso en auge el discurso histórico, la narración y las pinturas de las hazañas de la guerra de independencia española para reivindicar y atesorar la identidad en la memoria de las generaciones venideras. En la esfera política y social se valoró como no se había hecho antes a quienes lucharon y se sacrificaron por la patria, por la religión y por la sociedad.76
Siguiendo a Mariana Terán Fuentes, entre 1808 y 1809, en Valencia, se honraron en ceremonias cívicas los nombres de los mutilados en combate “para perpetuar su memoria y estimular a sus compañeros de armas”. En ese lugar se estableció una Beneficencia a favor de los nobles defensores de la patria.77 El 30 de octubre de 1811, los diputados temieron que el fondo del Monte Pío Militar resultara insuficiente para compensar a las familias de los finados en la “gloriosa lucha” contra Francia, de modo que determinaron usar el fondo del erario público. Ese día manifestaron el aprecio que sentían por todos los “ilustres defensores de la patria”, ya fueran militares o civiles.78 Cabe señalar que en tiempos convulsos los civiles y los milicianos que defendieron la causa del rey recibieron las mismas consideraciones que los inválidos del ejército permanente.
Ese mismo mes los diputados de las Cortes de Cádiz redactaron un reglamento para asistir a quienes quedaron “estropeados e inutilizados”, así como para pensionar a las viudas, huérfanos y padres de los fallecidos en manos de los franceses; en sí, para socorrer a todos los que se sacrificaron evidenciando patriotismo y heroica constancia. La pensión constó de un real y medio diario para las familias de los soldados, de dos para las de los cabos y tambores, y de tres para las de los oficiales y patriotas civiles. La pensión fue la misma para los heridos en prisión, en combate o en accidentes. A “los patriotas que por haber quedado inútiles y estropeados de resultas de heridas recibidas en función de guerra” se les atendió con los retiros para inválidos, siempre y cuando no poseyeran bienes.79
Los diputados de las Cortes se preocuparon tanto por los españoles inválidos (y fallecidos) que combatieron a los franceses en la península, como por los americanos y peninsulares que se enfrentaron a los insurrectos en el Nuevo Mundo. Cuando las noticias de la invasión francesa a España llegaron a Nueva España a través de diversos medios (relato verbal, pinturas, notas periodistícas, literatura, etc.) los novohispanos temieron que Napoleón los invadiera. Ante la delicada situación, el virrey Iturrigaray apoyó la propuesta de algunos criollos integrantes del ayuntamiento de México respecto a instalar una junta propia, es decir, independiente de la de la metrópoli. Las autoridades virreinales, los españoles y la Audiencia se opusieron al proyecto y emprendieron una persecución contra los promotores de la instalación de la junta. Los ánimos autonomistas no frenaron y en septiembre de 1810 se descubrió otra conjura llevada a cabo a manera de tertulia en casa de Miguel Domínguez en la que participaron Juan Aldama, Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, entre otros, pero el oportuno aviso de la esposa del corregidor al cura de Dolores evitó la aprehensión de todos. Sin otra alternativa, Hidalgo inició una insurrección en la madrugada del 16 de septiembre, y aunque el plan original consistía en que en este levantamiento sólo participarían los criollos, se adhirieron grupos populares, quienes afectados por las sequias de los últimos años no dudaron en incorporarse al movimiento de Hidalgo.
Cuando estalló la guerra de 1810 algunos miembros del sistema defensivo novohispano se propusieron combatir a muerte a favor de la causa monárquica. Y, como en la penín sula, las autoridades civiles y eclesiásticas los alentaron a defender los derechos del rey sin importar los estragos. En Nueva España, con la “nueva cultura política ligada al uso de las armas” (que prevaleció en casi todo el siglo XIX),80 se enalteció a los heridos en combate. Distintas piezas literarias constatan el valor que se le dio a quienes se sacrificaron el Nuevo Mundo por la buena causa. En 1813, Francisco Conejares compuso un himno A la victoria de Valladolid conseguida por los valientes del exercito del señor brigadier don Ciriaco de Llano, general de las armas nacionales de la provincia de Michoacán en Nueva España:
Mostrad las heridas
gloriosas cual son
de ilustres guerreros
el timbre mejor,
que al verlas cubiertas
de polvo y sudor,
os brinda la patria
guirnaldas de amor.
¡O guarda y defensa
del nombre español!
¡O LLANO, al rebelde
afrenta y terror!
Seguidle patricios,
marchad a su voz
vencer por la patria
¡qué gloria mayor!81
Desde el siglo XIII, Alfonso El Sabio empezó a enaltecer y a recompensar con erechas a quienes fueron dañados corporalmente combatiendo. La práctica de honrar a los inválidos de guerra en el mundo hispánico cobró fuerza en el reinado de Carlos III, pero se intensificó en el primer liberalismo español. En 1814, los diputados de las Cortes de Cádiz ofrecieron la protección del “Estado” a los inválidos “de ambos hemisferios […] para dar un testimonio irrefragable del aprecio que merecen a la nación española los ciudadanos que se inutilizaron en el servicio de mar y tierra por herida noblemente recibida en campaña o por seguir las duras fatigas de la guerra”. Para el efecto, ordenaron establecer en cada capital de provincia un depósito de inutilizados en el servicio militar y una junta protectora de soldados inválidos encargada de vigilar que “los soldados inutilizados sean efectivamente socorridos con lo que la Patria le señala” y “que se guarde a los inutilizados las honras y distinciones que la Nación les concede”. Estos dos sujetos, la patria y la nación, en determinados momentos retribuyeron el sacrificio de quienes defendieron sus componentes. La junta la integró el comandante general provincial, el arzobispo u obispo, el jefe político, el intendente, un vocal de la diputación provincial y un individuo del ayuntamiento. El comandante general quedó a cargo de la jefatura de los combatientes imposibilitados de su jurisdicción; además, se le comisionó elegir la casa más apta para el depósito.82
Según el decreto, en los depósitos se debía enseñar artes y oficios para que los inválidos incrementaran sus recursos con lo que produjeran. Quienes decidieran mudarse a estos sitios ocuparían lugares privilegiados en los Te Deum y en cualquier acto público. El ingreso a los depósitos no fue obligatorio; a los inválidos se les dio la libertad de entrar y salir cuando quisieran o de residir en el pueblo de su preferencia. Es de resaltar que en las disposiciones para el establecimiento de los depósitos se distinguió a los inválidos de alto grado militar. Los oficiales que eligieran vivir en pueblos tendrían que ser reconocidos como “ciudadanos distinguidos” y recibir un tratamiento digno. El ayuntamiento se encargó de trasladarlos desde las unidades militares en las que habían servido hasta la localidad de su elección poniendo a su disposición alojamiento, alimento y todo lo necesario para el trayecto.83
Los diputados de las Cortes de Cádiz determinaron que a los oficiales se les cosiera en la manga izquierda de su casaca un escudo “con jeroglíficos alusivos, [que] atestiguara la noble calidad” de estos. También, que en los baldíos ocupados por los oficiales se colocara la inscripción: “La patria a su defensor F.N.”. La Junta Protectora debía encargarse de lo anterior y de hacer acto de presencia en el depósito si algún oficial moría. En caso de que el jefe militar falleciera en un pueblo, se requirió la asistencia del alcalde o regidor.84 Otra disposición fue que sobre la sepultura de los oficiales inutilizados se colocara “una inscripción que perpetúe el nombre y apellido del defensor de la patria que yazca en ella”. Independientemente de la ubicación de su residencia, depósito o pueblo, todo combatiente inutilizado -civil o militar de cualquier grado- fue acreedor a vestuario, pan, prest y utensilio, excepto los empleados en Hacienda, ayuntamientos, tribunales o los dueños de baldíos. Mientras no recibieran la cédula de invalidez, los inutilizados ganarían el sueldo de un soldado activo. Con el fin de rememorar a todos los inválidos -civiles o militares sin distinción de grado- se mandó crear el Libro de los Defensores de la Patria, encuadernado “con la magnificencia” que merece, para que se registraran los datos personales y las hazañas de los combatientes imposibilitados. Aparecer en el Libro de los Defensores significó “título de nobleza personal”. Anualmente, en el día de San Fernando, el libro se leería para dar a conocer los nombres agregados en el transcurso del año.85
Como Fernando VII recuperó el trono poco tiempo después y derogó la Constitución de Cádiz, los depósitos de inutilizados no tuvieron el alcance esperado. Cabe decir que esta investigación, como otras, no termina aquí. Se debe reconocer que las fuentes consultadas no permiten conocer la repercusión total de algunas medidas asistenciales para inválidos dictadas en la metrópoli. Se pretende llenar este tipo de lagunas en otro momento. Lo que interesa destacar en este texto es que durante la primera monarquía constitucional se honró el cuerpo humano estropeado del combatiente español y novohispano. El rey, cumpliendo su pacto con la sociedad y correspondiendo el esfuerzo de sus tropas, también se preocupó por brindar auxilio a quienes se imposibilitaron combatiendo. El monarca y sus funcionarios mostraron interés por los soldados lesionados de su bando.
El 19 de septiembre de 1819, por ejemplo, el capitán del bando del rey, Juan José Cenón Fernández, reportó que los insurgentes que se unieron a las filas del padre Antonio Torres terminaron con la vida de 14 de sus subalternos y dejaron a 10 heridos de gravedad en Cañadahonda. Los heridos fueron trasladados en camillas improvisadas al campamento del rancho de Ojo de Agua, en donde se les atendió “con el mayor cuidado”. Las autoridades virreinales propusieron para inválidos a quienes quedaron inutilizados y ordenaron que se pensionara a las familias de los fallecidos. Para Cenón, sus subalternos combatieron “con el valor que es propio de todo militar que lleno de entusiasmo y de amor a su benigno rey desea morir en defensa de sus sagrados derechos”.86
Fernando VII fue consciente del “atraso que experimentan los individuos con achaques e inutilidad”, por lo que dispuso, junto con el Ministerio de Guerra, uniformar el sistema de premios y de cédulas de invalidez. En uno de los ocho artículos que dictaron para este efecto estipularon que los primeros días de marzo, junio, septiembre y diciembre de cada año los jefes militares propondrían a los inspectores los candidatos para inválidos. Una vez que los inspectores revisaran las relaciones y filiaciones que acreditaban la inutilidad del candidato enviarían al Ministerio de Guerra una relación resumida con los siguientes datos: nombre del solicitante, achaques, años de servicio y grados militares. Finalmente, al rey le correspondió conceder, o no, la gracia de invalidez.87
En consonancia con las autoridades peninsulares, el virrey Juan Ruiz de Apodaca buscó que en Nueva España “se cuide con el mayor esmero a los heridos”. El 4 de febrero de 1821, el virrey les otorgó distinciones y ascensos a algunos de los subalternos del teniente coronel Francisco Berdejo por enfrentar a los insurrectos en las inmediaciones de la Cueva del Diablo. El virrey conde de Venadito invitó a las viudas y progenitores de los fallecidos a que solicitaran sus respectivas pensiones; “lo mismo se hará con los que queden inútiles para señalarles las que les correspondan como inválidos”.88 Cuatro meses después, el virrey concedió grados inmediatos a los individuos que combatieron a los insurgentes en la hacienda de la Huerta, Toluca. En nombre de Fernando VII les mandó hacer un escudo con la inscripción “Por la integridad de las Españas, acción de la Huerta [19 de junio] año de 1821”. A los heridos les aumentó el sueldo y les dio la opción de pasar al Cuerpo de Inválidos en caso de haberse imposibilitado. También se otorgaron pensiones a las familias de los inválidos y a las de los fallecidos.89
En los once años de lucha el gobierno virreinal estuvo pendiente de los inválidos de guerra. El incumplimiento de las políticas asistenciales que se dictaron en esta década para los combatientes imposibilitados novohispanos responde, en parte, al abuso de poder de los comandantes contrainsurgentes. De acuerdo con Rodrigo Moreno, en 1821 se publicó un folleto en el que el autor se quejó de que los jefes militares de las tropas del rey, en vez de cumplir con sus obligaciones, fingían enfermedades y consumían el dinero tan solicitado por las viudas, los retirados e inválidos.90
Ya para 1821, desde antes, una parte de la sociedad novohispana, cansada de la guerra y su violencia, sabía que la causa monárquica se perdía, así que el comandante del bando del rey Agustín de Iturbide, junto con otras personas, comenzó a preparar el proyecto que tenía como finalidad consumar la inevitable independencia de Nueva España. Para esto, proclamó el Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821, el cual consolidó los diversos intereses sociales y ofreció tres garantías o tres valores esenciales: la separación política de España, es decir, independencia que permitía o abría la posibilidad a los criollos de ocupar cargos públicos que anteriormente veían inalcanzables; la conservación de la religión católica, sin tolerancia de alguna otra, y la unión de toda la sociedad.
Iniciado el movimiento trigarante, el virrey Apodaca llamó a cumplir los artículos 8° y 9° de la Constitución, “los cuales obligaban a todo ciudadano a tomar las armas y contribuir de cuantos modos pueda a la defensa del Estado”. El 1o de junio de 1821, el conde de Venadito le recordó a la ciudadanía el juramento que hizo a la carta gaditana, así como las obligaciones que tenían con la religión y con la monarquía. Al ver cómo se destruía y dividía la Nueva España, convocó a los americanos y a los españoles de la ciudad de México que tuvieran “aptitud necesaria” y entre 16 y 40 años de edad a tomar las armas. Los “voluntarios” contaron con 48 horas para enlistarse en la unidad de su interés (las opciones fueron: el cuerpo de veteranos, provinciales o urbanos de infantería y caballería o artillería). El virrey contempló formar una compañía por cada 80 enlistados y un batallón o escuadrón llamado Defensores de la integridad de las Españas con ocho compañías de infantería y tres de caballería.91
Desesperado por aumentar sus filas, Apodaca invitó a todos los inválidos del aparato defensivo virreinal a combatir al ejército de las tres garantías. El virrey también les dio dos días para presentarse con el comandante de partidas sueltas, el encargado de evaluar sus capacidades físicas para admitirlos, o no, en el campo de batalla. Apodaca amenazó con declarar desertores a los inválidos que no acudieran al llamado y con quitarles el sueldo y premios a los retirados.92 Demandar la incorporación de los soldados y oficiales inválidos respondió a la falta de elementos activos con los cuales hacer frente a las tropas trigarantes. Esta medida no fue tan desconcertante porque el reglamento de Bucareli, con el que los inválidos se regían en ese momento, determinó armarlos cuando alguna ocurrencia extraordinaria obligara a valerse de su corto auxilio.
Quince días después de que el conde de Venadito exhortó a los ciudadanos a armarse, concedió indultos a los desertores en nombre del rey. Con el mismo propósito de engrosar sus destacamentos, el 16 de junio de 1821, dio 21 días de plazo a los desertores primerizos y a los de segunda vez para que se reintegraran a la unidad militar que abandonaron a cambio de liberarlos del castigo y borrar el registro del delito de sus filiaciones. A los reincidentes que habían desertado más de tres veces les perdonó 10 años de presidio. Los indultados tuvieron la oportunidad de elegir la unidad militar en la que quisieran continuar y de recuperar el derecho a la gracia de invalidez y de premios. Apodaca eximió de todo juicio a los soldados y oficiales de las tropas del rey que cambiaron de bando porque según él lo hicieron seducidos, alucinados y engañados. Después de asegurar que premiaría su fidelidad les advirtió a quienes rechazaran el indulto que serían perseguidos e “irremisiblemente castigados con rigor”.93
Ni las amenazas ni los estímulos que las autoridades virreinales dirigieron a la sociedad impidieron que Iturbide continuara ganando adeptos. Del mismo modo que el gobierno virreinal, el jefe libertador otorgó reconocimientos y grados a los individuos que lo siguieron. El 31 de agosto, en Puebla, reconoció a quienes “dieron un día de gloria al imperio” en la batalla de Azcapotzalco. Iturbide ordenó que los oficiales más destacados portaran en el brazo izquierdo un escudo verde con el lema: “se distinguió en la brillante acción del 19 de agosto de 1821”; los heridos llevaron otro de color rojo con la inscripción “vertió su sangre por la libertad de México en 19 de agosto de 1821”; y el resto de la tropa portó uno blanco mencionando: “acción victoriosa por la felicidad de México, 19 de agosto de 1821”. Los escudos llevaron los colores trigarantes y la importancia que se le dio a este combate radica en que, a su decir, 500 independentistas abatieron a 2 000 soldados del rey.94 El avance del ejército trigarante y el cansancio social general, entre otros elementos, conllevaron a la independencia. Al firmarse los Tratados de Córdoba con Juan de O’Donojú, el último jefe superior enviado de España, finalizó la guerra.
El 19 de septiembre de 1821, antes de entrar a la capital mexicana, Iturbide dirigió una proclama a los “héroes” (de la trigarancia) que terminaron la revolución desnudos y en la miseria pues su indigencia reflejaba “las calamidades que [tuvieron que] vencer para conseguir la felicidad de la patria”. En ella enalteció a los “libertadores” que en siete meses consumaron la independencia “sin derramar la sangre”.95 En realidad, el proceso de la llamada consumación de la independencia de México no fue tan pacífico como el futuro emperador aseguró. Como en cualquier otro conflicto armado se vertió sangre. Posiblemente, el 27 de septiembre de ese año, los combatientes lesionados entraron a la ciudad de México montados en caballos o en burros en las últimas filas del ejército libertador.96 Moreno refiere que de marzo a septiembre de 1821 se registraron más de 1 000 heridos en las tropas trigarantes. El número de fallecidos también fue elevado, de modo que se contempló pensionar a las viudas.97
Llama la atención que los jefes libertadores procuraran asistir a las familias de quienes fallecieron por la independencia y que se premiaría a los combatientes vivos, mientras que se desatendió a la mayoría de los que quedaron en un estado intermedio, entre la vida y la muerte, es decir, a los inválidos. A pesar de que la enfermedad, las heridas y la amputación son una constante en las guerras, al consumarse la independencia de lo que hoy llamamos México no se registró un aumento considerable de inválidos. Esto quizá se debió a que los inutilizados pertenecieron a las milicias o al bando insurgente. Es preciso recordar que sólo los miembros del ejército permanente y los milicianos veteranos merecieron la categoría de inválidos.
Juan Ortiz Escamilla menciona que después de que Iturbide tomó la capital de México emprendió una especie de “depuración” del ejército trigarante en la que se marginó a los insurgentes y se les trató como “desechos” ubicándolos en compañías patrióticas. Todo apunta a que las medidas que tomaron dentro de la trigarancia para asistir a los imposibilitados, como licenciarlos, las restringieron a determinados individuos.98 Antes de que el “libertador” fuera coronado la principal preocupación de las autoridades provisionales fue formar un congreso. Iturbide en ocasiones se subordinó a un supremo gobierno en construcción. Aparentemente no se vio a sí mismo ni a los miembros de las tropas con la autoridad de promulgar leyes (para amparar a los estropeados en combate, por ejemplo); su postura fue más bien la de un ciudadano dispuesto a obedecer a las autoridades provisionales en tanto se constituía el país. Aun con facultades para dictar leyes veló primero por sus excompañeros de armas.99
Otra posible causa por la que al terminar la guerra de independencia no aumentó el número de combatientes inválidos fue porque a Iturbide no le convino admitir que el movimiento que encabezó dejó efectivos imposibilitados. Desde que promulgó el Plan de Iguala insistió en que su levantamiento sería pacífico, pero es poco probable que los lesionados no necesitaran pasar al Cuerpo de Inválidos por su pronta recuperación. La última posible razón es que los inutilizados no sobrevivieron.
Conclusiones
El cuerpo humano estropeado formó parte de la cotidianidad de la sociedad novohispana. Su presencia fue reconocida, sobre todo, en el sector militar, donde lo corporal tiene mayor vulnerabilidad por el impacto y uso de las armas. De acuerdo con Stéphane Audoin-Rouzeau, “toda experiencia de guerra, es sobre todo, experiencia del cuerpo”.100 En las tropas novohispanas desfilaron individuos enfermos, viejos o mutilados que integraron el Cuerpo de Inválidos, unidades militares que fueron resultado de una serie de políticas asistenciales impulsadas por la “piedad real” desde el siglo XIII. En Nueva España, el Cuerpo de Inválidos se creó dentro de un sistema militar deficiente, indisciplinado, empobrecido y poco adiestrado. Esto, entre otras cuestiones, dificultó poner en práctica las políticas asistenciales dictadas por la Corona española. Si bien las autoridades peninsulares y virreinales hicieron hincapié en el respeto que merecían los inutilizados de las fuerzas armadas y dictaron medidas asistenciales para socorrerlos muchas veces su interés por los inválidos quedó en el papel. Las fuentes consultadas no permiten determinar qué tanto entraron en vigor los reglamentos y las reformas del Cuerpo de Inválidos, pero los documentos dan cuenta de sus prácticas, de su cotidianidad, de su existencia, miedos y necesidades.
Los inválidos del sector militar vivieron con carencias y sumergidos en descontento. Fue hasta 1808 cuando la Iglesia y el gobierno civil y militar del mundo hispánico revaloraron a los combatientes imposibilitados. Durante la invasión francesa a España se glorificó el daño corporal causado por las armas. A quienes se estropearon física o mentalmente combatiendo a los franceses y a los insurrectos se les ofreció asistencia pública, ya no por piedad real sino por derecho gracias a la nueva cultura política. Los alcances de las garantías dictadas en el primer liberalismo español para los inválidos de guerra, así como su vigencia al retornar el absolutismo, son otro pendiente del texto. Lo cierto es que las amputaciones y heridas de guerra se enaltecieron en el viejo y nuevo continente. Las autoridades de Nueva España, en sintonía con las de la península, exaltaron los sacrificios de los defensores del rey. El lenguaje enaltecedor cobró fuerza en el virreinato más rico de América a partir de 1810. En la serie de medidas asistenciales impulsadas por la nueva cultura política se privilegió a los altos mandos militares. No a todos los imposibilitados de la carrera de armas se les honró igual; esto dependió del grado militar.
Al estallar la guerra en 1810 a algunos uniformados les preocuparon las secuelas de las armas en la piel, pero a otros no, debido al enaltecimiento del sacrificio en campaña y a las garantías que ofrecieron los diputados de las Cortes de Cádiz (también lo hicieron por el amor y la fidelidad al monarca y por intereses personales, entre otros motivos). Se desconoce si en los once años de lucha los jefes insurgentes promulgaron políticas asistenciales para sus hombres de armas imposibilitados. La guerra de guerrillas acompañada de las limitaciones económicas del bando rebelde, así como la ausencia de documentación, lleva a creer que no. También surge la duda de qué sucedió con los soldados españoles y expedicionarios inutilizados, pues como se recordará, en el reglamento de inválidos de 1773 se estableció que no podían recibir esta gracia en América.
Los inutilizados de guerra se movieron en el escenario político, militar y social, pero también en el científico. No hay que pasar por alto que los cuerpos humanos enfermos, fragmentados y seniles ocuparon la atención de médicos y cirujanos. Su estado físico motivó a la esfera científica a perfeccionar las técnicas quirúrgicas y de curación. El estallido de la revolución de 1810 permitió a los especialistas de la salud poner en práctica y mejorar sus conocimientos con los combatientes lesionados. Por poner un ejemplo, el criollo Miguel Muñoz, oftalmólogo, obstetra y estudiante del Real Colegio de Cirugía, en medio de la guerra de independencia fabricó “las piernas metálicas de movimiento, a imitación exacta de las naturales”, unas prótesis artificiales pensadas para los hombres de armas. Las piernas artificiales que elaboró Muñoz fueron tan ligeras y útiles que se podía “andar y bailar cómodamente sin el auxilio de la muleta”. Además, la textura de la “máquina”, de acuerdo con su declaración, igualó la piel humana para que los amputados se vistieran con calzón corto y media o con pantalón y bota sin que se distinguiera la prótesis. Muñoz se sintió complacido de ser el primero en América y en Europa en crearlas, por lo que en 1816 acudió con el comandante y virrey de la Nueva España, Félix María Calleja, con el fiscal civil Ambrosio Zagarzurrieta y su asesor José Isidro Yáñez, y con los médicos cirujanos Rafael Sagaz y Antonio Ceres a exponerles su invento. Las autoridades accedieron a la solicitud de Muñoz y le concedieron la exclusividad de fabricarlas y venderlas durante una década en toda Nueva España.101
Miguel Muñoz, como otros fabricantes de prótesis, garantizó su trabajo y la imitación más exacta de los órganos naturales porque en la época no fue bien visto “lo postizo”. Por el contrario, en la primera mitad del siglo XIX se criticó el rápido progreso de “las artes del engaño y la mentira”.102 Cabe señalar que Miguel Muñoz diseñó la pierna artificial de Antonio López de Santa Anna, la cual estuvo hecha de corcho, piel y plata.103 Después de la independencia de México, Muñoz se dedicó a estudiar anatomía, fisiología y dinámica para perfeccionar el funcio namiento, la comodidad y la imagen de sus prótesis y otros aparatos ortopédicos. Para 1839 había mejorado las piernas artificiales que fabricó en 1816: aumentó la dimensión de las rodillas hasta la cintura supliendo huesos, ligamentos, músculos y tendones. Satisfecho porque logró que las prótesis se engordaran o adelgazaran, según el gusto y la fisonomía del amputado, en mayo de 1842, Miguel Muñoz solicitó al Ministerio de Justicia del Estado mexicano que se le concediera el privilegio exclusivo de fabricar únicamente él, en toda la República, las piernas artificiales de su invención. A su juicio eran incomparables con las prótesis extranjeras que acababan de llegar al país; incluso declaró que sobresaldrían en la misma Francia, Estados Unidos e Inglaterra, donde se fabricaban de madera y acero. Muñoz aseguró que el mutilado encontraba en sus piernas “un apoyo firme y cómodo, una configuración armoniosa, un movimiento libre y una transpiración franca, sin que sufran presión molesta”.104
Después de la independencia se registraron pocos inválidos pese a que desde el inicio de la revolución, como refiere Jaime Olveda, Calleja reportó la disminución de sus elementos a causa de la deserción y de la invalidez por las fatigas de las prolongadas campañas.105 A partir de 1821 el tema del daño corporal se ausentó -momentáneamente- del discurso político, pero no del imaginario colectivo. Luis Mendizábal (Ludovico Lato-Monte) eligió como protagonista de su fábula “Los dos galgos” a un oficial inválido. En esta composición, editada en 1821, se pone al descubierto que algunos miembros de las fuerzas armadas temieron el impacto de las armas. La fábula enseña que no todos se sacrificaron sin titubear, existieron quienes pensaron en sí mismos antes que en la causa que defendían.106
La independencia de México se logró con “sacrificios” y esfuerzos. Estos sacrificios no sólo concernieron al ámbito económico, político y social. Lo primero que se sacrifica en los conflictos bélicos es el cuerpo (humano). En ese sentido, es importante destacar el estrago biológico o somático de la guerra. Cuando los jefes miliares -insurgentes o contrainsurgentes- declararon que ellos y sus tropas sacrificarían su existencia por la causa que defendían literalmente lo hicieron. La guerra dejó numerosas personas heridas, enfermas, mutiladas y traumatizadas. Posiblemente más del bando insurgente.
Sin duda, la historia de los inválidos novohispanos del sector militar, hasta el momento ausente de la historiografía mexicana, diversifica el paisaje social de Nueva España y nos adentra a la apreciación que se tuvo en la época del cuerpo humano inarmónico por mutilación o enfermedad. Las personas aquejadas por la invalidez, civiles o militares, fueron una tesela del mosaico social hispánico. Este tema también ayuda a comprender el proceso de edificación nacional. Los inválidos de guerra tuvieron una función sustancial en la conformación del Estado mexicano puesto que cada 16 de septiembre, por lo menos en las primeras décadas del siglo XIX, fueron invitados por las autoridades generales en turno a los festejos de la capital del país para que los espectadores constaran en vivo los sacrificios con los que se logró la emancipación. En otras palabras, jugaron un importante papel en “la formación de una memoria colectiva a partir de los trozos de los heridos y mutilados de guerra”.107