Introducción
A lo largo de su historia, las relaciones entre Estados Unidos y Pakistán se han regido por una clara disimetría en la percepción de las necesidades estratégicas. Desde su surgimiento como Estado, la debilidad frente a India fue el eje central de la política de defensa de Pakistán (Sarwar, 2006, p. 234). Su acercamiento a Estados Unidos estuvo determinado por una concepción de seguridad que necesitaba del respaldo de una alianza estratégica para encarar la amenaza india y asegurar la modernización de sus fuerzas armadas. En cambio, las administraciones estadounidenses han manejado sus relaciones con Pakistán desde una visión realista de sus necesidades estratégicas como potencia hegemónica (Akbar, 2009, p. 193) y, por eso, su actitud hacia los gobiernos de Islamabad ha variado dependiendo de su encuadre con los objetivos en juego.
La visión geopolítica de cada parte, por ende, se sostiene en intereses de alcance diferente; los de la primera se circunscriben al ámbito regional/local; los de la segunda están determinados por su dimensión global. La temporalidad también difiere, toda vez que los objetivos de la geopolítica pakistaní parecen ser, y de hecho han sido, más duraderos o permanentes que las necesidades coyunturales de la estrategia global de Estados Unidos. En consecuencia, los escenarios relacionales han seguido una tendencia dual de acuerdo con la forma en que convergen o chocan los macrointereses estadounidenses y los microintereses pakistaníes, provocando interacciones que oscilan recurrentemente entre la cooperación y el conflicto e impiden la consolidación de una alianza estratégica erigida sobre la base de una identidad común o de intereses compartidos a largo plazo (Adam, 2010, p. 5).
Desde su inicio, las relaciones bilaterales estuvieron dominadas por las necesidades de la Guerra Fría, premisa que constituyó un incómodo límite a las aspiraciones pakistaníes de utilizar esa alianza en su diferendo con India. Hasta 1979, la asistencia militar y económica obtenida por Pakistán estuvo lejos de representar los beneficios esperados por su alineamiento con Washington. Fue la intervención soviética en Afganistán el suceso que revalorizó estratégicamente el régimen de Islamabad y coadyuvó a redimensionar sus relaciones con Estados Unidos. La prioridad de contener el comunismo y combatir a la Unión Soviética relegó cualquier tema controversial de las relaciones bilaterales, como el incipiente programa nuclear, la naturaleza dictatorial del régimen o la política de islamización del general Zia ul-Haq.
Gracias a la yihad antisoviética, los militares pakistaníes consiguieron finalmente los beneficios de una alianza especial con Estados Unidos, pero su sustrato descansó en la confluencia de proyecciones estratégicas de naturaleza diferente. Estados Unidos convirtió a Afganistán en un escenario primordial de la confrontación bipolar de la Guerra Fría, y su injerencia en el conflicto buscaba contener el avance comunista y desgastar a la Unión Soviética en un enfrentamiento asimétrico con la resistencia afgana (Baltar, 2003, pp. 42-60). Para el régimen pakistaní, en cambio, la cuestión afgana constituía un tema vital en su agenda de seguridad nacional, tanto por el contencioso fronterizo con el gobierno de Kabul en torno al Pastunistán1 como por la percepción geopolítica de considerar el territorio afgano como reserva de su profundidad estratégica en caso de una confrontación con India. La alianza fructificó, sin embargo, porque esos intereses particulares encontraron un atractivo cobijo dentro de la estrategia global de Estados Unidos.
La causa de la yihad antisoviética quedó integrada a un proyecto mayor de islamización que el régimen militar impulsó desde el Estado para reforzar la unidad “nacional” ante el peligro secesionista de los nacionalismos étnicos.2 Las madrasas, con su labor de propagación de la solidaridad islámica, sobre todo de la yihad en Afganistán, se convirtieron en la bisagra articuladora de las vertientes interna y externa de ese proceso de islamización. Paradójicamente, fue en los años de su más estrecha alianza con Estados Unidos cuando los islamistas comenzaron a penetrar las estructuras administrativas del Estado pakistaní y se conformó la dinámica yihad-radicalismo interno, así como el triángulo relacional entre islamismo, ejército y servicios de inteligencia.
La retirada soviética de Afganistán ocasionó la devaluación estratégica de Pakistán y un cambio drástico en la actitud de Estados Unidos. Durante la mayor parte de la década de 1990, la relación mantuvo un perfil bajo, aunque con implicaciones ambivalentes. Por un lado, la necesidad de una ventajosa relación con Estados Unidos no desapareció del imaginario geopolítico pakistaní, y tanto los gobiernos civiles como el mando militar no cesaron en sus esfuerzos de seguir negociando un mejor trato por parte de Washington. Por otro lado, aprovecharon el nuevo desinterés de Estados Unidos por la región y la vasta infraestructura logística heredada de la yihad antisoviética para seguir utilizando el islamismo como instrumento de influencia en Cachemira y Afganistán (Fair, 2011, p. 571). En el primer caso, apoyaron a los grupos insurgentes que operaban desde Pakistán; en el segundo, mantuvieron una fuerte injerencia en la guerra civil y se volvieron los principales patrocinadores del movimiento talibán que irrumpió en el escenario político-militar afgano en 1994 (Rashid, 2001). La debilidad de los gobiernos civiles permitió a los militares mantener el control de facto sobre la agenda de seguridad nacional (en particular respecto a India y Afganistán), hasta que el golpe de Estado del general Pervez Musharraf los trajo de vuelta al poder en octubre de 1999.
En la década de 1990, a diferencia de la anterior, esa orientación geopolítica se fue haciendo doblemente contradictoria en relación con los intereses globales de Estados Unidos. Por una parte, porque implicó el respaldo a un islamismo radical que si bien era heredero de la yihad antisoviética, se enfiló contra la potencia hegemónica en el contexto posterior a la Guerra del Golfo de 1991. Esto se hizo más peligroso con la asociación entre el mullah Omar y Osama bin Laden, relación que hacia 1996 transformó Afganistán en el centro de operaciones de Al Qaeda y vinculó al talibán, de carácter más localista, con el torrente de la yihad internacional. Por otra parte, porque se violaron los acuerdos de no proliferación de armas nucleares y porque los militares pakistaníes insistieron en proseguir con el programa nuclear, a contrapelo de las presiones estadounidenses.
Los atentados del 9/11 colocaron nuevamente a Pakistán en la mira estratégica de la política de Washington, pero, a diferencia de los tiempos de la intervención soviética, su alineamiento forzoso en la guerra contra el terrorismo vino a reforzar la disimetría del escenario relacional, ya que puso al gobierno de Islamabad ante el dilema de entrar en conflicto con sus propios intereses geopolíticos promovidos durante los 20 años anteriores. Como trataré de demostrar, esa disyuntiva se convirtió en fuente de tensión que determinó la compleja naturaleza de la asociación bilateral en el nuevo contexto de la guerra contra el terrorismo. Para sustentar ese presupuesto, procederé a examinar el escenario relacional durante el periodo 2001-2014, centrando la atención en tres momentos esenciales: el alineamiento con la administración Bush, los cambios con la política de Obama y el proceso de retirada de Afganistán en diciembre de 2014.
La guerra contra el terrorismo: alineamiento y desconfianza
Los atentados del 9/11 constituyeron un momento crucial en las relaciones entre Estados Unidos y Pakistán. El entonces presidente Pervez Musharraf describe así el suceso en sus memorias: “Fue una tragedia y un gran golpe para el ego de la superpotencia. Era seguro que América reaccionaría violentamente, como un oso herido. Si el perpetrador resultaba ser Al Qaeda, entonces ese oso herido embestiría derecho contra nosotros. Al Qaeda tenía sus bases en el vecino Afganistán bajo la protección de los parias internacionales, los talibanes”. Y a continuación apuntaba la cuestión central del problema: “No sólo eso: éramos el único país que mantenía relaciones diplomáticas con los talibanes y su líder, el mullah Omar. El 11 de septiembre marcó un giro irrevocable del pasado hacia un futuro desconocido” (Musharraf, 2006, p. 200).
La disimetría de las relaciones se hizo evidente como nunca antes. El gobierno de Islamabad tuvo que abjurar de sus lazos con el talibán para integrarse a la coalición internacional organizada por la administración Bush, proporcionándole apoyo de inteligencia, uso del espacio aéreo y respaldo logístico para las operaciones de su campaña militar en Afganistán. No fue una elección fácil ni voluntaria. Las amenazas estadounidenses y el temor a que India sacara ventaja de la asociación de Pakistán con el terrorismo dejaron sin alternativas viables a la cúpula militar,3 excepto la opción de solicitar a Washington contrapesos suficientes para demostrar a la opinión pública nacional que el país saldría beneficiado de esa decisión (Rashid, 2009, p. 38). Hacia el 2000, según estimaciones del Banco Mundial, la economía pakistaní estaba en “posición de extrema vulnerabilidad”, con una baja tasa de crecimiento económico, una fuerte deuda externa y la presión de las sanciones impuestas en 1998 (Hilali, 2012-2013, p. 166). El alineamiento debía asegurar una sustanciosa asistencia económica y militar, así como apoyo político para legitimar el origen golpista y anticonstitucional del régimen.
Estados Unidos no escatimó en proporcionarle al gobierno de Musharraf los beneficios requeridos. A finales de 2001, la administración Bush levantó las sanciones impuestas en 1998 y de nuevo se abrió la llave de la ayuda financiera. De 2002 a 2008, el monto de los recursos proporcionados por el gobierno norteamericano alcanzó los 13 697 millones de dólares. De ellos, unos 9 493 millones se destinaron a asistencia militar y 4 204 millones a asistencia económica (“Sixty years of U.S. aid to Pakistan: Get the data”, 2011); 77.6% de esa ayuda militar correspondió al Fondo de Apoyo a la Coalición, creado en 2002 para asegurar los operativos antiterroristas en la frontera afgano-pakistaní.
En el nuevo contexto, sin embargo, la disimetría de intereses no sólo determinó que las interacciones cooperativas fueran acompañadas de expresiones abiertamente conflictivas, sino también que estas últimas acabaran afectando gravemente la confianza y la efectividad de las primeras. Como Musharraf explica en sus memorias: “Estados Unidos haría lo que tenía que hacer en su interés nacional, y nosotros haríamos lo que teníamos que hacer en el nuestro. El interés propio y la autopreservación fueron la base de esta decisión” (Musharraf, 2006, p. 204).
El presidente pakistaní no podía desafiar a Estados Unidos, pero el costo de sacrificar intereses nacionales de amplio consenso interno era demasiado alto, sobre todo en el caso de Cachemira. Dentro del alto mando militar, varios de sus generales más cercanos eran partidarios radicales del apoyo al talibán y a la yihad en Cachemira. Debido a su compromiso con ambas causas, las organizaciones religiosas más influyentes habían respaldado sus manejos políticos para legitimar el golpe de Estado de 1999. Musharraf trató de maniobrar para evitar rupturas en el bloque de poder y no verse envuelto en un enfrentamiento abierto con el islamismo radical. Siguiendo la estrategia de decir primero “sí” y después “pero”, el mandatario pakistaní recurrió a un peligroso doble juego (Rashid, 2009, p. 36). Por una parte, ofreció las facilidades exigidas por Estados Unidos y emprendió acciones antiterroristas dentro de su territorio; y, por otra, siguió respaldando tras bambalinas los intereses históricos en Cachemira y Afganistán o se mostró muy permisivo respecto a las acciones de apoyo provenientes de los círculos del ejército y los servicios de inteligencia tradicionalmente vinculados a los grupos islamistas.
La ineficacia de las medidas y los operativos antiterroristas del régimen de Islamabad, unida a las evidencias de que muchos efectivos del talibán y Al Qaeda habían buscado refugio del otro lado de la frontera, empezaron a mellar la confianza de Washington. A su vez, el aumento de las presiones externas fue reduciendo la capacidad del gobierno pakistaní para contemporizar con un islamismo radical que tildaba de traición su orientación pronorteamericana. Desde el principio, Musharraf declaró que en la situación crítica que vivía el país era necesario garantizar cuatro intereses vitales: la soberanía, la economía, los activos estratégicos (programa nuclear y misiles) y la causa de Cachemira (Hilali, 2012-2013, p. 164). La cuestión afgana era un acto de política exterior adaptable a la coyuntura, pero la posición hacia Cachemira era inquebrantable por tratarse de un interés nacional. Esa distinción, que pretendía marcar los límites del alineamiento pakistaní, resultó poco efectiva para acallar las protestas de la corriente islamista, en parte porque la lucha en Afganistán era vista como una nueva yihad y su apoyo constituía un deber religioso; y, en parte, porque la distinción resultó retórica en la medida en que la causa de Cachemira fue también visiblemente afectada.
El riesgo de una confrontación militar entre India y Pakistán, derivado de la crisis creada por el ataque terrorista al Parlamento indio en diciembre de 2001, acrecentó las presiones de la Casa Blanca sobre Musharraf para que impidiera las infiltraciones de los grupos armados a través de la frontera, lo que respaldó la percepción india de que la violencia en Cachemira era un fenómeno importado y patrocinado desde Pakistán. Las dos principales agrupaciones antiindias, con bases en Pakistán y Cachemira -la Harakat ul-Mujahidin y la Jaish-e-Mohammed-, quedaron incluidas en la lista de organizaciones terroristas publicada por el Departamento de Estado de Estados Unidos en mayo de 2002. Aunque el gobierno pakistaní se abstuvo de emprender acciones serias contra ellas, y de hecho siguieron operando en el país, tuvo que comprometerse a incrementar la vigilancia en la Línea de Control. El doble juego de Musharraf se hizo cada vez más controversial y criticado desde dentro, porque muchos reprobaban la alianza con un país que calificaba la insurgencia en Cachemira como terrorismo importado y negaba al pueblo kashmir el derecho a luchar por su libertad.
La situación se tornó más compleja a medida que la talibanización -efecto combinado de interacciones históricas, proximidad geográfica y complicidad de las autoridades de Islamabad- transformó el propio territorio pakistaní en un escenario activo de la guerra contra el terrorismo. La reactivación de la guerrilla talibán a partir de 2003 incrementó la presión de la administración Bush sobre Musharraf para que intensificara los operativos militares en el territorio de las Áreas Tribales Federalmente Administradas (FATA, por sus siglas en inglés), sobre todo en las zonas sur y norte de Waziristán, donde estaba ubicado el principal bastión de la insurgencia.4 Dos atentados fallidos contra el mandatario pakistaní en diciembre de ese año, supuestamente organizados desde esa zona, ayudaron a la decisión de emprender acciones antiterroristas más enérgicas. La intervención militar en las zonas tribales autónomas y las presiones sobre la población local para que entregara a los militantes islamistas provenientes de Afganistán, generaron una fuerte hostilidad en las tribus waziris, que percibieron esas acciones como una injerencia controladora del poder central.
En marzo de 2004, la beligerancia desembocó en un conflicto armado no declarado contra el ejército pakistaní. La llamada guerra de Waziristán cristalizó la simbiosis entre el localismo etnocultural y el yihadismo global, al alinear en un solo bando antigubernamental a los grupos tribales (waziris) protalibán con los militantes del talibán, Al Qaeda y el Movimiento Islámico de Uzbekistán, que lograron salir de Afganistán a finales de 2001 (Nawaz, 2009). El fracaso de los operativos militares y el recrudecimiento de los enfrentamientos en 2004, 2005 y, sobre todo, en la primavera de 2006, complicaron más las relaciones de Pakistán con Estados Unidos y Afganistán, que culparon a Musharraf de no controlar la frontera y de ser el responsable de los avances del talibán en las provincias sureñas del vecino país, a pesar de la cuantiosa ayuda recibida. En Washington creció la sospecha de que, debido a la deficiente verificación del Coalition Support Funds (CSF), Pakistán estuviera desviando gran parte de los recursos entregados para combatir el terroris mo hacia otros fines, y el Departamento de Estado reclamó que se reforzaran los procedimientos de aprobación y control de los requerimientos solicitados por el gobierno de Islamabad al CSF (Eptein y Kronstadt, 2013, p. 18).
La desconfianza estaba bien fundada. La lucha contra la insurgencia afgana no era la prioridad del presidente pakistaní. Surepunte, por el contrario, constituía de alguna forma una peligrosa moneda de cambio para seguir negociando con Estados Unidos su apoyo a la guerra contra el terrorismo. Lo más preocupante para ese entonces, desde el punto de vista de Islamabad, era el avance de la talibanización en algunas partes del país y la manera en que la expansión de la yihad y la sharia habían trascendido los límites de las fata para adentrarse en áreas de la Provincia de la Frontera Noroeste y la provincia de Beluchistán en franco desafío al poder central (Bokhari, 2006). El régimen enfrentó la amenaza interna con una estrategia combinada de represión y negociación, que finalmente redituó en un acuerdo de paz con la insurgencia en septiembre de 2006 con el compromiso de no emprender más acciones violentas contra las autoridades pakistaníes (Abbas, 2010, pp. 7-17). La actitud conciliadora buscaba evitar un mayor involucramiento del ejército en operaciones militares en su propio territorio. Dentro del país, muchos percibían que la guerra contra el terrorismo se peleaba sólo en interés de Estados Unidos y que su intervencionismo en Afganistán había sido el factor determinante en la intensificación de la militancia islamista (Malik, 2009, p. 142). Los operativos internos eran una prolongación indeseable que contribuía al deterioro de la imagen gubernamental y a la desmoralización del ejército.
El gobierno de Kabul criticó con fuerza el acuerdo. Desde su perspectiva, la tregua implicaba redirigir las acciones violentas hacia territorio afgano y constituía una evidencia más de la deslealtad de la política pakistaní en el combate al terrorismo a lo largo de la frontera común. Estados Unidos también se mostró muy preocupado por el proceder del gobierno de Islamabad. Las diferencias entre Hamid Karzai y Pervez Musharraf se hicieron más profundas y se reforzó la desconfianza dentro del triángulo relacional Estados Unidos-Afganistán-Pakistán.5
Sin embargo, el éxito de la estrategia pakistaní fue efímero. El operativo de seguridad contra la Lal Masjid (mezquita Roja) de Islamabad, a principios de julio de 2007, tiró abajo la tregua en Waziristán y marcó un punto de ruptura definitivo con el islamismo radical, que volcó su furia contra el régimen por todo el país (Abbas, 2009, pp. 18-29). La insurgencia no sólo se extendió a las otras agencias de las FATA, sino que se adentró también en el valle de Swat, en la Provincia de la Frontera Noroeste. En diciembre de 2007, muchos de los grupos rebeldes locales, de origen predominantemente pastún, se agruparon en el Tehrik-e-Taliban Pakistan (TTP), más conocido como talibán pakistaní, para coordinar las operaciones contra Estados Unidos y la OTAN en Afganistán y contra el ejército pakistaní en su propio territorio.6
El deterioro de la situación en la frontera y la posibilidad de que el Paso de Khyber, principal ruta de aprovisionamiento de las fuerzas de la OTAN en Afganistán, pudiera caer en manos del talibán, intensificaron las presiones de Estados Unidos sobre el gobierno de Musharraf y lo compelieron a lanzar grandes operativos militares en las FATA y el valle de Swat, en la Provincia de la Frontera Noroeste.7 Por su parte, la administración Bush recurrió con más frecuencia a la utilización de drones para combatir el terrorismo en las zonas tribales de Pakistán. Los bombardeos con aviones no tripulados se iniciaron en 2004, y hasta 2007 habían sido empleados de manera muy selectiva en 10 ocasiones, pero en 2008 alcanzaron la cifra de 33 ataques con un saldo de 290 personas muertas en comparación con las aproximadamente 166 durante los cuatro años anteriores (Plaw y Fricker, 2012, p. 344). Los operativos con drones en territorio pakistaní coadyuvaron a reforzar la resistencia pública a una guerra que muchos percibían como una cruzada antiislámica de Estados Unidos y un atentado a la soberanía nacional.
La escalada militar del ejército pakistaní en las FATA y el valle de Swat contribuyó a fortalecer esa visión. Por la naturaleza islámica de Pakistán, la guerra en el pasado siempre había funcionado como un efectivo instrumento integrador por el carácter no musulmán de sus enemigos (India, URSS), pero en la coyuntura de la guerra contra el terrorismo, el ejército pakistaní, conminado por Estados Unidos, era quien conducía la lucha contra los propios musulmanes y conciudadanos (Malik, 2008 p. 119,). La percepción social de estar librando una guerra ajena acrecentó el desprestigio del gobierno y melló la moral de un ejército adoctrinado en el espíritu yihadista y en los principios de la defensa de la nación islámica y de la gloria del islam. El recrudecimiento del conflicto armado también favoreció la exacerbación de las tensiones étnicas debido al enfrentamiento entre un ejército mayoritariamente punjabi (75%) y una insurgencia talibán preponderantemente pastún (95%), en zonas de alta concentración de población pastún (Malik, 2008, p. 117).
Al no satisfacer a ninguna de las partes, el doble juego terminó por desgastar la posición del presidente pakistaní. Con la confianza de Washington muy resquebrajada y en franca confrontación con el islamismo radical, en agosto de 2008, Musharraf se vio forzado a dejar el poder bajo la presión de la oposición democrática y las repercusiones del asesinato de Benazir Bhuto. El nuevo gobierno civil, encabezado por Ali Zardari, tuvo que encarar el triple desafío de la amenaza islamista, la autonomía de los militares y su tradicional monopolio de la agenda de seguridad nacional, y las relaciones con Estados Unidos en un momento de cambio de administración en la Casa Blanca.
La política de Obama y la intensificación del dualismo
La llegada a la Presidencia de Barack Obama vino acompañada de una revaluación estratégica del escenario de la frontera afgano-pakistaní (Rafique, 2011 b, p. 129). Desde la contienda electoral, el candidato demócrata había insistido en que la verdadera amenaza a la seguridad seguía estando en Afganistán y no en Iraq, país que absorbió el interés y los recursos de Estados Unidos en una guerra de elección innecesaria para los fines originales de la lucha contra el terrorismo. Para corregir el curso, resultaba indispensable acelerar la retirada militar de Iraq y reforzar la capacidad combativa en Afganistán, donde la situación estaba en franco deterioro desde finales de 2007 y la frontera operaba como santuario del islamismo violento patrocinado por Al Qaeda, artífice de los atentados del 9/11 y de múltiples acciones contra los intereses estadounidenses en diversas partes del mundo. En consecuencia, una de las primeras decisiones del nuevo presidente fue reforzar la presencia militar en Afganistán con el envío de 17 000 soldados, aun cuando su administración no contaba con una estrategia definida para la región. Ésta finalmente fue anunciada en un discurso presidencial pronunciado en la Academia Militar de West Point en diciembre de 2009 (Obama, 2009).
La alianza con Pakistán se proclamó como uno de los tres pilares de la estrategia global que debía neutralizar al talibán ya Al Qaeda, consolidar el gobierno afgano y preparar el camino para la salida de las tropas norteamericanas de Afganistán: “Éstos son los tres elementos centrales de nuestra estrategia: un esfuerzo militar para crear las condiciones para una transición; un impulso civil que refuerce la acción positiva; y una asociación efectiva con Pakistán” (Obama, 2009). En sintonía con esa política, dos meses antes había sido aprobada la Enhanced Patnership with Pakistan 2009, también conocida como Ley Kerry-Lugar-Berman, la cual autorizó un generoso paquete de ayuda económica a Pakistán por 7 500 millones de dólares en cinco años (Congreso de Estados Unidos de América, 2009).
Sin embargo, la intención de abrir un nuevo capítulo en las relaciones bilaterales tuvo que lidiar con tres grandes desafíos: la desconfianza recíproca acumulada en años previos, el fuerte sentimiento antinorteamericano prevaleciente entre la sociedad pakistaní, y el precario equilibrio de las relaciones civiles-militares. Entre los tres problemas había una estrecha asociación. Aunque Estados Unidos no podía prescindir del papel de Pakistán, tenía muy poca confianza en la sinceridad de su aliado, sobre todo de los círculos militares. Pakistán, por su parte, tampoco creía en una relación que desacreditaba sus esfuerzos y ejercía presiones de forma unilateral sin considerar los costos para su contraparte. Esa desconfianza se vio claramente reflejada en los condicionamientos para el otorgamiento de la ayuda financiera establecidos por la Ley Kerry-Lugar-Berman (Rafique, 2011 a, pp. 261-278), los cuales no sólo buscaron garantizar que Pakistán asumiera sus compromisos sobre la no proliferación nuclear y la lucha antiterrorista, sino que también trataron de promover la consolidación del gobierno civil. Los legisladores esperaban modificar el antiamericanismo en Pakistán cambiando el énfasis de Washington del tradicional apoyo a los militares al desarrollo de la economía y las instituciones democráticas del país (Rafique, 2011b, p. 124). Con el cambio de énfasis, sin embargo, la relación con Estados Unidos se vio inmersa en la disputa política interna entre los poderes civil y militar.
La Ley Kerry-Lugar-Berman generó fuertes críticas en diversos sectores del espectro político pakistaní. Algunos de sus condicionamientos fueron calificados de intromisiones ofensivas a la soberanía nacional. En una entrevista de prensa durante su visita a Pakistán, la secretaria de Estado Hilary Clinton resumió el desconcierto de Estados Unidos de la siguiente forma: “Que el Congreso de los Estados Unidos apruebe un proyecto de ley por unanimidad diciendo que queremos darle 7 500 millones a Pakistán en un momento de recesión mundial cuando tenemos una tasa de desempleo de 10%, y luego que la prensa pakistaní y otros digan que no queremos eso, es insultante, quiero decir, fue impactante para nosotros” (U.S. Department of State, 2009).
Las críticas más fuertes provinieron del sector militar. El propio general Kayani, sucesor de Musharraf como jefe del Estado Mayor del Ejército (COAS), repudió públicamente la ley en un comunicado de prensa por considerar que sus condiciones otorgaban a Washington la prerrogativa de manejar las instituciones civiles y militares (Fair, 2011, p. 582). La mayoría de esas condiciones afectaba de alguna forma los intereses del ejército, pero, en particular la exigencia de que las fuerzas de seguridad no subvirtieran ni material ni sustancialmente los procesos políticos y judiciales del país constituía un serio intento de conjurar el papel desempeñado por las fuerzas armadas durante los últimos cincuenta años, lo que en la coyuntura interna del momento cobraba un especial significado.
La coalición que sacó del poder a Musharraf en agosto de 2008 se desintegró un mes después para dar paso a otro episodio de enfrentamientos entre las dos principales agrupaciones políticas del país: el gobernante Partido Popular de Pakistán, con el presidente Zardari a la cabeza, y el opositor partido de la Liga Musulmana de Pakistán-N, liderado por el ex primer ministro Nawaz Sharif. A principios de 2009, la confrontación había desembocado en una peligrosa crisis política. En varias reuniones con la embajadora Anne Patterson, el general Kayani insinuó la posibilidad de tener que instar al presidente a renunciar si la situación continuaba deteriorándose (U.S. Embassy Islamabad, 2009a). Los militares creían que Zardari era un corrupto que no prestaba suficiente atención a los desafíos económicos y de seguridad del país, y que usaba sus amplias atribuciones presidenciales heredadas de la era Musharraf pa ra combatir a sus enemigos políticos (incluido el intento de poner bajo su tutela los servicios de inteligencia).8 Cuando se promulgó la Ley Kerry-Lugar-Berman, de acuerdo con muchos analistas pakistaníes, los militares ya habían concluido que el presidente Ali Zardari representaba una amenaza para la seguridad nacional (Fair, 2011, p. 582), en contraste con la percepción de la embajada en Islamabad de que, a pesar de todo, lo consideraba el mejor aliado de Washington en Pakistán (U.S. Embassy Islamabad, 2009b). La compleja disimetría bilateral de los tiempos de Musharraf se transformó en un tenso triángulo relacional entre la administración Obama, el gobierno civil del Partido Popular de Pakistán y los militares, en el que Zardari parecía ser el lado más débil.9
Un conjunto de acontecimientos se combinaron para llevar a la crisis lo que debió haber sido una nueva etapa en la asociación estratégica. Después de las campañas de primavera/verano 2008 y 2009 en las FATA y, sobre todo, en el valle de Swat, la política pakistaní comenzó a inclinarse nuevamente por la negociación con el TTP (Ali, 2011-2012, pp. 129-146). Los compromisos de la guerra contra el terrorismo habían mellado profundamente la moral del ejército y, para revertir esa herencia de los tiempos de Musharraf, el general Kayani emprendió una estrategia de reposicionamiento de la institución castrense cuyo éxito requería tanto de una disminución significativa de la violencia interna como de mostrar independencia de acción para convencer a la opinión pública de que los operativos del ejército estaban determinados por consideraciones de seguridad nacional y no por los intereses de Estados Unidos.
Las iniciativas de paz generaron fuertes preocupaciones en Washington y Kabul, empeñados en que su socio mantuviera el combate frontal contra los grupos yihadistas en la frontera. Las contradicciones crecieron con la puesta en marcha de la estrategia militar de la administración Obama en Afganistán.10 Debido a la interacción de los escenarios, la efectividad de la ofensiva militar en las provincias sureñas del país dependía en mucho de la acción complementaria del ejército pakistaní del otro lado de la frontera, donde la insurgencia talibán tenía asegurada la retaguardia y contaba con el apoyo de aliados locales (Khan, 2010b). En cambio, con sus intentos negociadores, la política de Islamabad buscaba justamente evitar que la resonancia de la ofensiva militar en Afganistán provocara una indeseable intensificación del conflicto armado dentro de su propio territorio.
La campaña en Afganistán fue acompañada de un notable incremento de los ataques con drones en la región de las FATA.11 La administración Obama justificó la expansión por la necesidad de neutralizar los santuarios de la insurgencia en Pakistán para conseguir rápidos resultados en Afganistán. A su juicio, los drones habían mostrado gran efectividad en la lucha contra Al Qaeda y el talibán, a la vez que servían como medio de presión para obtener mayor colaboración del gobierno de Islamabad (Plaw y Fricker, 2012, pp. 355-356). Sin embargo, el mito de la efectividad empezó a quedar en entredicho a medida que se ampliaron los criterios para la determinación de los blancos potenciales. La autorización de ataques siguiendo “patrones de comportamiento”, y no sólo la presencia confirmada de altos jefes terroristas, disparó la cifra de personas muertas cuya vinculación con la insurgencia no estaba demostrada (Boyle, 2013, p. 8). Los golpes aéreos indiscriminados y el aumento de los llamados “daños colaterales” tuvieron un costo estratégico para la política de Estados Unidos. La cuestión de los drones enardeció a gran parte de la opinión pública pakistaní, situación que presionó al gobierno a tener que pronunciarse con más frecuencia en contra de una práctica considerada por la mayoría como ilegal y violatoria de la soberanía nacional y de los derechos humanos de la población de las FATA.12 Según datos del 2010 Pew Global Attitudes, tanto los sectores pakistaníes más comprometidos con los valores de la democracia como los que defendían el papel central del islam y no veían una amenaza en Al Qaeda, y los que sencillamente consideraban a Estados Unidos un enemigo de Pakistán, comulgaron en criticar con crudeza, por razones diferentes, los ataques aéreos en territorio de las FATA (Fair, Kaltenthaler y Miller, 2014, pp. 15-19).
En 2010 iniciaron los llamados Diálogos Estratégicos entre representantes de alto nivel de los dos países. Mientras que Washington tenía puesta la mira en la viabilidad de su estrategia en Afganistán, la posición de Pakistán desde el primer encuentro se centró, con poco éxito, en cuatro puntos focales de su interés nacional: conseguir un acuerdo en materia nuclear parecido al suscrito por Estados Unidos con India, asegurar la transferencia de tecnología de drones y de lanzamiento de misiles, así como el suministro de aviones de combate F-16, recibir oportunamente los pagos del Coalition Support Funds y minimizar el papel de India en Afganistán (Khan, 2010a, p. 13). Las agendas reflejaron una vez más las grandes brechas en la apreciación de las prioridades estratégicas y las diferencias de expectativas en cuanto al valor de la colaboración pakistaní.
En febrero de 2011, las relaciones bilaterales nuevamente fueron blanco de las críticas de la opinión pública debido al escándalo provocado por el caso del agente de la CIA (Central Intelligence Agency) Raymond Davis, apresado en Lahore por dispararle a dos pakistaníes y liberado posteriormente tras intensas presiones del gobierno de Washington. Apenas bajaba la marea causada por ese incidente, cuando ocurrió la acción del comando especial estadounidense contra el refugio de Osama bin Laden, ubicado en las afueras de la ciudad de Abbottabad, a poco más de un kilómetro de Bilal Town, lugar de residencia de muchos militares retirados y sede de la Academia Militar de Pakistán.13
El operativo unilateral exacerbó las tensiones del triángulo relacional. Desde la perspectiva de la Casa Blanca, el hecho representó una prueba irrefutable de la tolerancia y la incapacidad del gobierno de Islamabad y, sobre todo, de la complicidad del ejército y los servicios de inteligencia pakistaníes, lo cual justificaba su desconfianza y la presunta violación de la soberanía nacional del supuesto aliado. El sector militar mostró su resentimiento con el proceder de Washington y del gobierno civil, al quedar expuesto a una doble humillación: por las acusaciones de Estados Unidos y por la crítica de la opinión pública interna, asombrada ante la manifiesta vulnerabilidad del espacio aéreo nacional. Para el presidente Zardari, obligado a reconocer que había sido previamente avisado de la acción, la situación desató una tormenta que lo convirtió en el centro de la ira popular y de los embates de la oposición política y los militares.
La relación bilateral se vio duramente afectada. La debilidad mostrada contribuyó a deteriorar mucho más la imagen del gobierno civil y a hacer más pronunciados los sentimientos antinorteamericanos en la sociedad pakistaní. La tensión estuvo al borde de romper el precario equilibrio de las relaciones civiles-militares, como posteriormente dejó entrever el escándalo en torno al llamado Memogate. La crisis estalló en noviembre de 2011, cuando se hizo público un memorándum fechado el 5 de mayo (tres días después del operativo de Abbottabad), en el que, supuestamente, el embajador pakistaní en Washington, Hussein Haqqani, por instrucciones del presidente Zardari, solicitó el apoyo del almirante Mike Mullen, entonces presidente del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, para prevenir un posible golpe de Estado de los militares que, de consumarse, haría de Pakistán un santuario de las actividades de Al Qaeda y sus partidarios (Supreme Court of Pakistan, 2011, p. 3). A cambio del respaldo, el documento no sólo ofrecía la colaboración incondicional en el combate al terrorismo y en la no proliferación de armamento nuclear, sino que también se comprometía a investigar y entregar a los sectores del ejército y los servicios de inteligencia implicados en el apoyo al talibán y a Al Qaeda (2011, pp. 4-5).
Mientras tomaba fuerzas el Memogate, la tragedia ocurrida el 26 de noviembre en Salala llevó la confrontación relacional a su punto más alto. Un ataque teledirigido destruyó, aparentemente por error, una guarnición militar en las FATA, con un saldo de 24 soldados pakistaníes muertos y otros 14 heridos. Las pasiones nacionales se desbordaron y el cuestionado gobierno de Zardari aprovechó la oportunidad para mostrar un poco de firmeza frente a Estados Unidos y tender un puente con los militares y la opinión pública. El general Kayani calificó el incidente como un acto de agresión inaceptable y no provocado. Dentro del ejército creció rápidamente la sospecha de que Estados Unidos había actuado con premeditación. Muchos consideraron el ataque como una lección calculada para enseñar a los militares pakistaníes las consecuencias de seguir una agenda propia en la nueva fase del proceso afgano, marcado por el inicio de la retirada de las tropas de Estados Unidos y la OTAN (Rashid, 2012-2013, p. 47).
La administración Obama reconoció el error y expresó sus condolencias, pero se negó a satisfacer la exigencia pakistaní de una disculpa oficial. Tanto la Casa Blanca como el Congreso habían desaprobado las negociaciones con el TTP emprendidas por el gobierno de Islamabad ese año. A pesar de la masacre de Salala, Estados Unidos evitó hacer declaraciones que pudieran descalificar su política de eliminar la amenaza talibán aun a costa de la soberanía pakistaní si su gobierno no emprendía las acciones correspondientes (Rafique, 2011b, p. 129). El diferendo desató una cadena de acciones y reacciones. Luego del incidente, Pakistán anunció su decisión de cerrar la vía de suministros de la OTAN a través del Paso de Khyber. Con la medida, Islamabad no sólo se libraba de un riesgo impuesto a su seguridad nacional dado que la vía de aprovisionamiento representaba un blanco permanente de la insurgencia, sino que también propinaba un duro golpe a la estrategia de Estados Unidos en Afganistán, que se vio obligado a instrumentar rutas de abastecimiento alternas más complicadas, largas y costosas (Aslam, 2011, pp. 153-169). La Casa Blanca respondió inmediatamente con el congelamiento de la asistencia militar a Pakistán; la ayuda civil disminuyó considerablemente, pero no se interrumpió, aunque en virtud de su enorme desproporción, el tratamiento diferenciado carecía de mayor importancia, ya que la asistencia con fines de seguridad representaba las dos terceras partes del monto total de la ayuda proporcionada desde 2002 (Epstein y Kronstadt, 2013, pp. 10-11).14
El gobierno pakistaní conminó a Estados Unidos a desalojar la base aérea de Shamsi, ubicada en Beluchistán, exigencia que también implicó un costo político interno. La base había estado a su servicio desde octubre de 2001 y era utilizada por la CIA para lanzar ataques con drones en las FATA.15 Las autori dades pakistaníes mantuvieron en secreto que la instalación estaba fuera de su control hasta mayo de 2011, cuando el jefe de la Fuerza Aérea lo reconoció públicamente, pero sin mencionar que la base, en realidad, era administrada por Estados Unidos y no por los Emiratos Árabes Unidos. El desalojo finalmente sacó a la luz el doble juego del gobierno y su presunta complicidad en los ataques con drones perpetrados desde 2004, y puso en entredicho la creencia pública de que fueran parte de una guerra secreta de Estados Unidos contra Pakistán (Rashid, 2012-2013, pp. 52-53).
Con la intención de demostrar la preeminencia de su soberanía sobre las prioridades de la seguridad regional, el gobierno pakistaní decidió no asistir a la Conferencia de Bonn, celebra da en diciembre de ese año, para tratar temas importantes relacionados con el futuro de Afganistán. Bajo la presión de la opinión pública y los militares, la Comisión de Seguridad Nacional del Parlamento se comprometió a revisar los acuerdos y los tratados firmados con Estados Unidos durante los años de guerra contra el terrorismo, y a emitir las recomendaciones necesarias para la conducción de las relaciones bilaterales, con lo que alimentó una expectativa de cambio y redefinición de los términos en la asociación con Estados Unidos (Rashid, 2012-2013, p. 54).
Sin embargo, después de varios meses de tensiones y forcejeos diplomáticos, incluido un corto encuentro entre Obama y Zardari en la Conferencia de Chicago (mayo de 2012), ambas partes llegaron a un entendimiento basado en el tradicional pragmatismo del escenario relacional. La Casa Blanca no tuvo que emitir una disculpa formal, bastó con que la secretaria de Estado Hilary Clinton, en conversación telefónica, le expresara al ministro del Exterior Hina Rabani: “Sentimos las pérdidas sufridas por los militares pakistaníes” (Clinton, 2012). Luego de la comunicación, Pakistán procedió a reabrir la ruta de suministros de la OTAN, y Washington, en un gesto recíproco, reanudó la asistencia militar y autorizó la transferencia inmediata de 1 180 millones de dólares al Coalition Support Funds, de los que la mayor parte (1 080 millones) estaba destinada a gastos del ejército pakistaní (Epstein y Kronstadt, 2013, p. 8). De esa forma, el incidente de Salala dejó de ser un nudo gordiano y las relaciones volvieron a encausarse gradualmente hacia una fase de recuperación.
La retirada de Estados Unidos y la seguridad regional
Las señales de reactivación de las relaciones fueron más evidentes después del cambio de gobierno en Pakistán, en mayo de 2013.16 El secretario de Estado John Kerry visitó Islamabad en agosto, y dos meses después el primer ministro Nawaz Sharif realizó su primer viaje oficial a Estados Unidos. Tras tres años de interrupción, en enero de 2014 se reanudaron los encuentros anuales de alto nivel para la coordinación estratégica (U.S. Department of State, s.f.), a través de los cuales las partes reflejaron su intención de fortalecer los lazos bilaterales y colaborar estrechamente para garantizar la estabilidad y la seguridad regionales. El factor que determinó ese proceso de recuperación no fue la desaparición de las viejas fricciones en la agenda bilateral o que Nawaz Sharif resultara un mejor interlocutor para los intereses de Washington,17 sino la presión ejercida por la proximidad de la retirada militar de Afganistán y la conveniencia mutua de evitar las impredecibles consecuencias de un descarrilamiento del proceso. Varios factores contribuyeron a marcar el curso en esa dirección.
El primero fue la notoria persistencia de la amenaza islamista a ambos lados de la Línea Durand. La insurgencia fue la mayor beneficiaria de las tensiones que afectaron el escenario relacional en el periodo 2010-2012, en la medida en que éstas comprometieron seriamente la coordinación y la efectividad de la estrategia antiterrorista en la frontera afgano-pakistaní. En Afganistán, Estados Unidos y la OTAN llevaron a cabo el proceso de traspaso progresivo de las responsabilidades de seguridad a las autoridades afganas sin haber obtenido una clara victoria militar sobre la insurgencia talibán.18 En consecuencia, la espiral de violencia fue en aumento desde que las Fuerzas de Seguridad Afganas asumieron el control y las tropas de la OTAN fueron reduciendo su participación en las misiones combativas. El incremento de víctimas civiles durante 2013 y 2014, principalmente a causa de los enfrentamientos directos entre las partes (UNAMA-OHCHR, 2016, pp. 6 y 25), constituyó un dramático testimonio de la intensificación de la beligerancia del talibán y de la incapacidad de las Fuerzas de Seguridad Afganas para asegurar por sí solas la estabilidad en el escenario post-2014.19 En Pakistán, el orden interno también sufrió un progresivo deterioro a causa de la beligerancia antigubernamental del TTP y de la violencia generada por el sectarismo religioso (Musthtaq, 2013, pp. 33-68). Hacia finales de 2013, tanto en la opinión pública como dentro del ejército, había un fuerte consenso en considerar al TTP como un peligro para la seguridad nacional, percepción que se reforzó después del asalto terrorista al aeropuerto internacional de Karachi (junio/2014) y de la brutal masacre en una escuela para hijos de militares, perpetrada en diciembre de ese año en Peshawar.
El fracaso de las iniciativas negociadoras constituyó otro problema preocupante, ya que demostraba la imposibilidad de integrar al proceso político de sus respectivos países a los principales actores de la insurgencia islamista. A pesar de su temprana política de reconciliación, el gobierno afgano no consiguió avanzar en un diálogo con la alta dirección del talibán, la cual descartaba, públicamente al menos, la posibilidad de algún compromiso mientras las fuerzas extranjeras siguieran ocupando el país. El asesinato del presidente del Alto Consejo para la Paz, Burhanuddin Rabbani, en septiembre de 2011, demostró la fragilidad del proceso y obstruyó cualquier alternativa de negociación entre las partes (Sheikh y Greenwood, 2013, pp. 16-17). A su vez, la relación entre los gobiernos de Kabul e Islamabad se volvió más tensa, porque Hamid Karzai culpó a Pakistán de proteger y utilizar a la Red Haqqani como instrumento de desestabilización en Afganistán.
Por su parte, la administración Obama modificó la tradicional política de no negociar con terroristas y, a partir de 2010, emprendió también algunos acercamientos con el talibán, los cuales aumentaron luego de que el asesinato de Rabbani cerrara la puerta de comunicación con el gobierno afgano (Grossman, 2013). El cambio de actitud fue un reconocimiento tácito del fracaso de la opción militar y de la necesidad de evitar que la beligerancia del talibán pudiera estropear la narrativa triunfal del plan de salida de Estados Unidos. Sin embargo, el intento concluyó con un doble revés de la Casa Blanca. Las conversaciones no condujeron a ningún acuerdo y se interrumpieron en marzo de 2013, pero el intento enturbió las relaciones con Hamid Karzai, quien mostró su desaprobación a que Washington negociara con el talibán en su nombre y a sus espaldas.
Los gobiernos de Musharraf, Zardari y Nawaz Sharif también fallaron en el propósito de concertar acuerdos duraderos con los grupos extremistas dentro de Pakistán (Khanyari, 2014). La estrategia de tolerancia y negociación no abonó a la seguridad interna ni logró reorientar las actividades violentas del TTP hacia Afganistán. Por el contrario, la intensificación de la violencia del lado afgano contribuyó a la virulencia en el escenario pakistaní. La fragilidad de los acuerdos evidenció que, para el TTP, la negociación era más un recurso táctico para recuperarse de los operativos del ejército que la expresión de un compromiso serio de renunciar a las acciones violentas. También demostró su creciente autonomía y que ya habían pasado los tiempos en que el aparato de inteligencia podía controlar a los grupos islamistas dentro de su frontera (Grare, 2013, p. 999). Al mismo tiempo que se vio obligado a combatir con firmeza al TTP en su territorio, el gobierno pakistaní empezó a mostrar más interés en usar sus vínculos con el talibán afgano para erigirse en un intermediario clave del proceso de reconciliación en Afganistán, no sólo como una manera de fortalecer su posición geopolítica en el nuevo contexto, sino también con la intención de propiciar un efecto inverso que abonara a su propia estabilidad interna.
Otro factor influyente fue el problemático curso del Acuerdo Bilateral de Seguridad (ABS), en el que quedarían estipulados los compromisos de Estados Unidos con la seguridad afgana en el escenario post-2014. El ABS constituía una pieza clave para darle certeza al plan de salida de Afganistán y garantizar la estabilidad del país en los 10 años siguientes (Sutika, 2013a y 2013b). Las negociaciones del acuerdo se iniciaron en 2012 y se esperaba que los gobiernos de Estados Unidos y Afganistán pudieran firmarlo a más tardar hacia finales de 2013. Sin embargo, la suerte del ABS se vio seriamente afectada por las crecientes diferencias entre Hamid Karzai y la administración Obama,20 las cuales llegaron a su clímax cuando el mandatario afgano se negó a firmar el acuerdo y anunció su intención de dejarle esa responsabilidad al próximo presidente que saldría de las elecciones programadas para abril de 2014.
La Casa Blanca amenazó con recurrir a la “opción cero” (retirada total) si el ABS no se firmaba con el tiempo necesario para asegurar las condiciones de su aplicación en enero de 2015.21 Aunque los principales candidatos a la Presidencia manifestaron su disposición a suscribir inmediatamente el acuerdo, la incertidumbre se prolongó durante casi todo el año 2014 porque las elecciones de abril no arrojaron un ganador y la segunda vuelta de junio, sumida en graves acusaciones de fraude, provocó una fuerte crisis política que paralizó al gobierno durante los tres meses siguientes, hasta que la mediación del secretario de Estado John Kerry consiguió un entendimiento entre los dos rivales, Ashraf Ghani y Abdullah Abdullah, para formar un gobierno de unidad y dividirse el poder entre ambos. El ABS se firmó finalmente en los últimos días de septiembre, a escasos tres meses de la fecha de su entrada en vigor. La accidentada historia del ABS, en un contexto de repunte de la violencia islamista a los dos lados de la Línea Durand, reforzó la percepción pakistaní de que una retirada total de las tropas estadounidenses representaba un riesgo no sólo para la estabilidad de Afganistán, sino también para la seguridad interna de su propio país (Mousavipour, 2014, pp. 507-511).
La cuestión económica y la nuclear también pesaron mucho en la actitud de Pakistán. Para una economía dependiente y con graves problemas estructurales, era indispensable mantener el acceso a la asistencia financiera internacional, especialmente la de Estados Unidos, sobre todo en el contexto de la asfixiante crisis energética nacional, que amenazaba con derrumbar la economía y también al gobierno de Nawaz Sharif (Aftab, 2014). Respecto a la no proliferación, Pakistán mantenía su aspiración de conseguir un tratamiento en materia nuclear parecido al de India, pero resultaba improbable avanzar en ese camino sin reconstruir una buena relación con Estados Unidos. La reanudación de los Diálogos Estratégicos en 2014 ofreció la posibilidad de volver a discutir el tema, aunque las posiciones de las partes en ese punto siguieron pareciendo monólogos separados.
Finalmente, también contó la contribución del factor geopolítico regional. El creciente diferendo afgano-pakistaní, originado por las relaciones de Islamabad con el talibán y las diferencias en la conducción del combate al terrorismo en la frontera común, propició un creciente acercamiento de Hamid Karzai a India, considerada un mejor interlocutor económico y una contraparte más confiable en materia de seguridad. La amenaza de una alianza afgano-india en su retaguardia estratégica contribuyó al reforzamiento del apoyo pakistaní a las acciones desestabilizadoras del talibán. Sin embargo, el efecto contraproducente de esa política y la posibilidad de una posición india consolidada en el escenario afgano post-2014 (Agarwal, 2014) hicieron que Pakistán buscara con más empeño recuperar el terreno perdido, reduciendo las fricciones con el gobierno de Kabul y ofreciendo su mediación en las negociaciones con el talibán.
El cambio de gobierno en Afganistán facilitó de momento ese rumbo. El nuevo presidente Ashraf Ghani se mostró en principio más dispuesto que su antecesor a buscar un entendimiento con Pakistán, con la clara intención de usar su gestión mediadora para conseguir la distención con el talibán y sumarlo al proceso político nacional. En mayo de 2015, el primer ministro Nawaz Sharif visitó Kabul acompañado del jefe del ejército y del director del servicio de inteligencia, un hecho sin precedentes que parecía indicar que la política hacia Afganistán contaba con un importante consenso de los poderes civil y militar de Islamabad. Asimismo, el compromiso anunciado de respaldar el proceso de reconciliación y de combatir con firmeza a los grupos que pretendían la desestabilización de Afganistán (Nawaz, 2015) entrañaba también un supuesto mensaje al talibán de que la apuesta deseable de sus viejos aliados ahora se inclinaba firmemente hacia la negociación.
De modo que, al concluir 2014, la perspectiva de la retirada militar de Estados Unidos de Afganistán consiguió modificar favorablemente el triángulo relacional, al menos coyunturalmente. La administración Obama logró concluir el itinerario de su plan de salida en diciembre de 2014, el Acuerdo Bilateral de Seguridad entró en vigor a partir de enero de 2015 y Pakistán se mostró más dispuesto a colaborar con Estados Unidos y Afganistán para preservar la seguridad y la estabilidad regional. Ese contexto relacional descansaba, sin embargo, en tres premisas falsas y potencialmente erosivas. La primera, que la insurgencia talibán no intensificaría sus acciones contra el débil gobierno afgano, cuando en realidad la administración Obama consumó su estrategia de salida a pesar de no haber derrotado militarmente al talibán o, por lo menos, sin haberlo debilitado al grado de obligarlo a negociar con el gobierno afgano. La segunda, que la influencia de Pakistán en el talibán bastaría para llevarlos a la mesa de negociaciones sin considerar el grado de autonomía y los intereses particulares del movimiento. Y la tercera, que el nuevo entendimiento afgano-pakistaní podía consolidarse sin resolver los problemas de su compleja convivencia fronteriza. La evolución posterior del escenario afgano demuestra cómo el efecto combinado de esas tres premisas ha seguido teniendo hasta el presente una incidencia perturbadora sobre la seguridad regional.
Consideraciones finales
El análisis de la relación Estados Unidos-Pakistán durante la guerra contra el terrorismo aporta un interesante estudio de caso para comprender cómo se expresa la disimetría en la percepción de los objetivos geopolíticos de una superpotencia y un actor regional. Con frecuencia se tiende a centrar la atención en los intereses hegemónicos de la primera y en el papel subordinado del segundo, pero esa subordinación, como quedó demostrado en el caso de Pakistán, no significa incondicionalidad o ausencia de objetivos particulares propios que, en determinadas circunstancias, pueden acomodarse o chocar de manera abierta o furtiva con la estrategia global del centro de poder.
Los vínculos bilaterales entre Estados Unidos y Pakistán estuvieron dominados desde sus inicios por el contraste entre las necesidades globales del liderazgo hegemónico del primero y las prioridades particulares de la visión geopolítica y de seguridad nacional del segundo. Las complejas interacciones derivadas de ese dualismo no abonaron a la consolidación de una alianza estratégica a largo plazo, sino a la conformación de un escenario relacional reactivo a las coyunturas y, por tanto, oscilante entre la asociación, el retraimiento y el conflicto. Durante los principales periodos de acercamiento en las décadas de 1950, 1960 y, sobre todo, en la de 1980, los macrointereses de Estados Unidos proporcionaron un atractivo cobijo para el fortalecimiento de las aspiraciones particulares de Pakistán.
Con el apoyo de Washington, el régimen de Islamabad consiguió un fuerte posicionamiento geopolítico regional al patrocinar la yihad y el islamismo radical durante los años de la intervención soviética en Afganistán. Luego, en la década de 1990, siguió fortaleciendo esa asociación por cuenta propia gracias al vacío de poder que dejaron las superpotencias en la zona tras el fin de la Guerra Fría. Sin embargo, después de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, el retorno hegemónico de Estados Unidos presupuso un cambio drástico en el escenario regional. El alineamiento impuesto por la administración Bush al gobierno de Islamabad planteó un nuevo tipo de asociación forzosa basada en la subordinación punitiva y no en la conveniencia recíproca. La nueva guerra contra el terrorismo vino a profundizar la disimetría en las percepciones estratégicas al colocar a Pakistán en la disyuntiva de deslindarse de intereses geopolíticos muy sensibles en Afganistán y Cachemira, considerados vitales para su seguridad nacional. Ante ese dilema, Pakistán optó por asumir una postura ambivalente que, a la larga, reforzó el contrapunteo colaboración-conflicto y provocó fuertes tensiones en el contexto relacional, así como repercusiones negativas para la propia estabilidad interna del país, ya que a la postre el doble juego del presidente Musharraf no le granjeó la confianza de Estados Unidos ni sirvió para evitar la progresiva ruptura de su gobierno con el extremismo islámico interno.
El intento de la administración Obama de relanzar las relaciones sobre nuevas bases, fortaleciendo la economía y el rumbo democrático de Pakistán, tampoco contribuyó a reducir la brecha en la disimetría de los intereses estratégicos y se vio afectada por tres problemas esenciales de la realidad pakistaní: la de un gobierno civil débil, sin vocación democrática ni respaldo ciudadano, corrupto e incapaz de subordinar y controlar a sus fuerzas armadas; la de un sector militar políticamente poderoso, que sigue monopolizando la agenda de seguridad nacional y utiliza los vínculos con grupos islamistas como instrumento de sus intereses geopolíticos; y la de una percepción social fuertemente antinorteamericana, que considera la guerra contra el terrorismo un fruto de la injerencia de Estados Unidos y una amenaza contra el islam y la soberanía nacional de Pakistán. Contrariamente a lo esperado, esa política mostró muy pronto su lado contradictorio al potenciar viejos resquemores y generar nuevas tensiones que llevaron a una fuerte crisis relacional en 2011, catalizada por el operativo lanzado contra Osama bin Laden en Abbottabad, acción que para muchos sectores militares y políticos pakistaníes, pero sobre todo para un amplio espectro de la opinión pública del país, significó una inadmisible violación de la soberanía nacional.
Sin embargo, la tendencia hacia la recuperación de las relaciones a partir de 2013 constituyó también un claro reflejo de la aceptación pragmática de una interdependencia tan contradictoria y coyuntural como necesaria. Los riegos del proceso de retirada militar de Afganistán contribuyeron a revalorizar la relación por ambas partes. Estados Unidos requería asegurar su estrategia de salida y Pakistán temía las complicaciones para su seguridad interna debido al repunte de las acciones violentas del TTP y a la disminución de la capacidad de su aparato de inteligencia para controlar la actividad de los grupos islamistas dentro de su territorio. Esa mutua conveniencia coadyuvó a visualizar el activo de la colaboración bilateral como un factor importante para la estabilidad en la coyuntura geopolítica regional post-2014, debido a que la insurgencia islamista seguía representando una amenaza real a ambos lados de la frontera y a que la administración Obama requería que los gobiernos de Kabul e Islamabad trabajaran juntos para combatirla con efectividad, impidiendo un retroceso estilo Iraq que obligara a un indeseable reenganche militar de Estados Unidos. Aunque las causas profundas de la disimetría estratégica no desaparecieron, los requerimientos y las implicaciones del plan de retirada militar de Estados Unidos empujaron de nueva cuenta hacia el acercamiento sobre la base de cierto interés compartido por preservar la estabilidad y la seguridad en la frontera afgano-pakistaní.