Introducción
El cine de Yasujirô Ozu, primero, y el de Yôji Yamada después, han sido profusamente estudiados desde el punto de vista estilístico, artístico, semántico y discursivo. Sin embargo, todavía no se ha realizado un análisis exhaustivo del modo en que ambos cineastas reflejan los cambios sociales y ontológicos que, desde mediados del siglo XX, ha experimentado la sociedad japonesa. Ambas filmografías han abordado de manera concreta las profundas transformaciones sociales y estructurales. Cambios de orden político, social, legislativo y familiar han configurado una sociedad que poco a poco ha ido matizando (que no eliminando) la importancia de lo colectivo y alejándose pausada y parcialmente de un orden social en cuyo seno la verdadera relevancia recae en “la suma de individuos, el conjunto, el grupo, la colectividad” (Castillo, 1971, p. 11).
Si bien no se puede afirmar que la sociedad japonesa haya sufrido una transformación estructural que la empuje a adoptar “un patrón cultural donde los individuos están escasamente relacionados […] y están motivados por sus propias metas, preferencias, derechos, y necesidades” (Rojas-Méndez, Coutiño-Hill, Bhagatc y South Moustafa, 2008, p. 37), lo que sí es cierto es que la ética colectivista ha cedido parte de su papel protagónico al individualismo en aras de un estado de cosas menos colectivo y más autónomo; un proceso que comenzó tras la Segunda Guerra Mundial y que se ha ido ramificando e imponiendo a lo largo de medio siglo. Cuando en 1953 Ozu presentó Tôkyô monogatari (Cuentos de Tokio) (Yamamoto y Ozu, 1953), la sociedad comenzaba a verse inmersa en un proceso de transmutación, ocho años después de que el Código Civil Meiji hubiese sido abolido. En 2013, la sociedad japonesa que retrata Yôji Yamada en Una familia de Tokio (Akimoto, Fukazawa, Yajima y Yamada, 2013) poco recuerda a la de la posguerra de Ozu, a pesar de que algunos elementos familiares, como la piedad filial, el patriarcado, el respeto a la vejez y la primacía del primogénito, siguen, de alguna forma, rigiendo las normas sociales e intrafamiliares.
Objetivos y metodología
El objetivo de esta investigación radica en analizar la evolución del retrato de la familia tradicional japonesa desde la perspectiva cinematográfica, así como en entender aquellos principios sociales que se han mantenido a lo largo de las décadas y su grado de influencia en los hogares japoneses.
Para llevar a cabo esta investigación, se realizó un estudio historiográfico de la legislación y la literatura social japonesas y se examinó el contenido de los distintos textos. Con esto se compuso un extenso cuerpo teórico para obtener postulados que permitan analizar la filmografía propuesta. Con arreglo a los datos obtenidos se establecieron cinco indicadores generales que derivaron en 50 ítems considerados mediante la escala de Likert. Los indicadores emanados de la investigación y que vertebran nuestro estudio son:
Kôreika shakai, vejez y tradicionalismo.
Estatuto de la mujer en la familia.
Patriarcado.
Ética colectivista, familia y tipología de relaciones.
Confucianismo y revisión de Nishida.
Mediante la asignación de números a los distintos ítems analizados se representaron las propiedades y las relaciones de los 50 aspectos (Barbero, 2006), para crear un modelo métrico escalado de siete puntos que miden la presencia de los indicadores según el posterior gradiente: 0 nunca, 1 raramente, 2 ocasionalmente, 3 a veces, 4 a menudo, 5 casi siempre, 6 siempre. De este modo, los 50 ítems sirven de base para un análisis cuantitativo de los temas clave de las cintas propuestas: Cuentos de Tokio (Yamamoto y Ozu, 1953), dirigida por Yasujirô Ozu, y Una familia de Tokio (Akimoto et al., 2013), Maravillosa familia de Tokio (Fukazawa y Yamada, 2016), Verano de una familia de Tokio (Fukazawa y Yamada, 2017) y Tsuma yo bara no yô ni: Kazoku wa tsuraiyo III [Maravillosa familia de Tokio 3] (Fukazawa y Yamada, 2018), dirigidas por Yôji Yamada.
La concepción sociocultural y jurídica de la sociedad japonesa
La comprensión de la familia japonesa implica la clarificación de su contexto legislativo, cultural y filosófico, un entorno marcado por la importancia de la familia como ente regulador de la vida social, y su estructuración basada en la autoridad patriarcal. Veamos con detenimiento cada uno de estos ámbitos.
El Código Civil Meiji
El concepto de familia ie (家) supuso, a lo largo de las décadas, el basamento sobre el que se sustentaban las relaciones sociales; no sólo estaba institucionalizado por el código civil de la Restauración Meiji (1868), sino que fue refrendado por un poder que lo configuró como eje de la vida nacional. Esto no siempre fue así. De hecho, diversos estudios hablan de la ie como una creación artificiosa del gobierno Meiji, la cual soslaya la historia para aportar la creencia de un tradicionalismo centrado en un único modelo de unidad familiar (Villaseñor, 2011, p. 106).
En lo concerniente al ámbito legislativo, desde 1870 Japón comenzó a adoptar ciertos principios legales y jurídicos de corte europeo con la intención de “desarrollar un sistema ético revisado basado en los modelos de modernidad occidentales” (Ido, 2016, p. 16). Esta influencia derivó en la aprobación del código civil del 16 de julio de 1898, en el que aparecía recogido el estatuto particular del hogar, donde se regulan conceptos como matrimonio y herencia. La familia:
Se caracterizaba por organizarse en torno a una “casa” (Ie), que estaba a su vez gobernada por un jefe de familia. Esta casa estaba integrada por la esposa, los parientes consanguíneos hasta el sexto grado y los afines hasta el tercero […] Entre las obligaciones del jefe se encontraba la manutención de todos los miembros de la casa (art. 746 del Código Civil japonés). A modo de contrapartida éstos no podían cambiar su residencia sin su autorización (art. 749 del Código japonés) y necesitaban contar igualmente con la autorización del mismo para contraer matrimonio o reconocer un hijo (art. 750 del Código japonés) […] A su muerte o retiro le sucedía el pariente de sangre de grado más próximo que fuera varón y, entre éstos, el de más edad (Hierrezuelo, 2002, pp. 437-438).
En este texto cobran relevancia términos como el poder del patriarca en el núcleo familiar, del que dependen la manutención y el futuro de los miembros de la familia, en especial en lo referente a la residencia, el matrimonio o el reconocimiento filial. Otro de los aspectos clave es el estatuto masculino-femenino, en que la mujer está supeditada al hombre en su papel social y familiar. Este sistema legal se mantuvo vigente hasta 1945, con la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial (Walker, 2017), al ser revocado por la ocupación norteamericana hasta 1951:
Durante este periodo, las fuerzas de ocupación, principalmente estadounidenses, llevan a cabo una profunda reforma de Japón para evitar que el país vuelva a suponer una amenaza. En estos años se disuelve el ejército japonés, se escribe una nueva constitución y se reforma el sistema político, estableciendo un estado de derecho gobernado por un sistema parlamentario (CIDOB, 2013, p. 394).
A pesar de ello, ninguna medida ejerció tanto influjo como la modificación del modelo de familia, el cual vio alterado su estatuto jurídico y legal por la promulgación de la Constitución de 1946:
[Ésta] conllevaba la supresión de la institución de la Casa, y la tradicional concepción del matrimonio. Con la nueva regulación del 47 se eliminó la autorización paterna como requisito de validez del consentimiento matrimonial del esposo menor de 30 años y la mujer menor de 25 años; se protegía al mismo tiempo la separación de patrimonios entre los esposos que así lo desearan (art. 762 del Código japonés), y se dejaba libertad a los cónyuges en la elección de apellido (art. 750). La supresión de los privilegios sucesorios del primogénito fue otro paso importante en materia de sucesiones (Hierrezuelo, 2002, p. 438).
Con el tratado de Potsdam (1945) y la entrada en vigor de la nueva Constitución (1947), la sociedad japonesa entendió que parte de su modelo cultural también había sido derrocado. Aun cuando el cambio legislativo no supuso la transformación social inmediata, la fractura entre pasado y presente era manifiesta. Aunque la legislación previa a la guerra sólo llevara 50 años vigente, era considerada como acervo cultural japonés, una tradición soslayada por la ocupación estadounidense.
La dimensión filosófica de la ética colectivista: confucianismo
Confucio (551-479 a.e.c.) fue un pensador chino cuya filosofía moral se extendió por algunas zonas de Oriente, en especial por Corea, Vietnam y Japón. En este último penetró entre el siglo VI y el IX, para consolidarse durante el periodo Edo (1600-1868). Su doctrina se basaba, esencialmente, en el perfeccionamiento moral. Por ello enfocó su estudio en “el problema de la condición humana” y, más concretamente, en “la acción en las relaciones sociales” (Simpkins y Simpkins, 2007, p. 47). Entre su extensa obra destacan las Analectas, un texto de 500 pasajes y 20 libros que ofrece un registro de la imagen y las ideas de Confucio (Eno, 2015, p. i). Dos de las claves de su pensamiento son los conceptos de ren (仁) y li (礼) (Zhenjiang, 2014, p. 169). En términos generales, ren significa “amor a los demás”, un amor que encuentra su base en el afecto a los progenitores: “la ‘piedad filial y los deberes fraternales’ son la esencia de ren” (Zhenjiang, 2014, p. 169). Esta vinculación de la moral individual con la sociedad es lo que le “servirá para extender su doctrina al terreno de la ética social” (Del Saz Orozco, 1967, p. 69). La noción de sociedad también entronca con el segundo concepto, li, relacionado con “los ritos, las tradiciones y las normas de la vida social” (Zhenjiang, 2014, p. 170). Para Confucio, la pertenencia a un grupo, en particular a una familia, da sentido a la existencia, de ahí que inste a ofrecer la máxima lealtad a los padres, elemento medular de la estructuración social. Así, la piedad filial, el respeto a la tradición y a las costumbres, y la vigilancia de la comunidad se convierten en el centro del pensamiento confuciano, encarnado en siete preceptos básicos:
I. Fidelidad, tanto a uno mismo como a los demás. II. Altruismo, generosidad respecto al prójimo. III. Sentimiento de la propia pertenencia al género humano. IV. Equilibrio emocional respecto a las relaciones humanas. v. Respeto a los ritos y a las costumbres sociales y culturales. VI. Inteligencia y prudencia. VII. Amar y respetar a los padres (Mas y Puigdomènech, 2015).
La piedad filial será un pilar básico de la sociedad japonesa, “raíz de todas las virtudes y el tronco del que parte toda enseñanza moral” (según el Xiaojing, en Botton, 2012, p. 220). Esta lealtad a los progenitores no se equipara con la atención o el acompañamiento, sino que supone todo un sistema de valores morales: “Al servir a sus padres un hijo filial les manifiesta la mayor reverencia, al nutrirlos se esfuerza en hacerles felices, se preocupa y los cuida cuando se enferman, muestran una gran tristeza cuando mueren y conducen sacrificios con solemnidad” (según el Xiaojing, en Botton, 2012, p. 220). Aunque el confucianismo promulga el amor a los padres, la generosidad, la fidelidad y el respeto a las costumbres, nunca transfirió esa devo ción hacia el poder político, ya que opinaba “que el Estado debía servir al pueblo” (Castelló, 2018). Pese a ello, algunos de sus preceptos fueron desnaturalizados durante la Restauración del Imperio, cuando se transfirió “el valor confuciano de piedad filial al de lealtad al emperador” (Villaseñor, 2011, pp. 111). En el siglo XIX, el neoconfucianismo del filósofo Kitaro Nishida reformuló los preceptos originales con arreglo a cinco aspectos que matizaban el ideario inicial:
El afecto padre-hijo. Los padres y los hijos deben amarse.
El deber señor-súbdito. Ambos deben ser leales.
El orden mayor-joven. Autoridad del mayor.
Distinción esposo-esposa. El primero está por encima.
Confianza entre amigos. No mentirse (Vicente, 2015, p. 21).
De esta manera, se institucionalizaba la subordinación de la población al poder del emperador; del menor a la autoridad del mayor, y, muy especialmente, de la mujer al hombre, aspectos que, como veremos, cobraron una relevancia tangencial.
Colectivismo y familia desde la perspectiva social
La idiosincrasia japonesa se estructura en torno a la ordenación colectivista y se aprecia “una dependencia emocional hacia los grupos u organizaciones a las que se pertenece, y la aceptación tácita de menor privacidad” (Rojas-Méndez et al., 2008, p. 37). Sin embargo, la idea de un colectivismo fundamentado en una familia patrilineal es un fenómeno relativamente nuevo. Previo a la Restauración Meiji había en las islas distintos tipos de estructuras familiares, relacionadas con dos zonas geográficas: las regiones de Kinai y de Tôhoku. El sistema de la primera se basaba en lazos menos rígidos de herencia y se centraba en “la fuerza de trabajo”, lo que “permitía que el más apto (esto podía significar un segundo o tercer hijo varón o incluso una mujer) fuese quien estuviera al mando” (Villaseñor, 2011, p. 107). El de la segunda, por el contrario, se basaba en grupos agromilitarizados:
De un alto grado de autosuficiencia e independencia [que] generó costumbres exclusivistas de herencia y organización, para evitar la intrusión de individuos externos al grupo central. Debido a ello comenzaron a fomentarse las costumbres de patrilinealidad, preferencia por el primogénito varón, adopción de herederos, creación de familias “ramales” (siempre subordinadas a la familia originaria) y una serie de facultades extraordinarias para el jefe de la familia (Villaseñor, 2011, p. 107).
El patriarcado tampoco era la única forma de estructuración social, ya que tanto comerciantes como campesinos de alto nivel adquisitivo proveían a su hija de un marido propicio en lugar de dotar de poder al primogénito sin cualidades para el mando. Antes de la Restauración Meiji, la mujer podía ejercer “una posición importante en la estructura de la sociedad, [lo cual] ejemplifica que la mujer no ha estado sometida ni subordinada en todos los continentes ni en todas las épocas, y evidencia que la subordinación femenina no es innata ni es un hecho universal” (Martín-Cano, 2005). Asimismo, el patriarcado provenía casi en exclusiva del sistema familiar samurái, algo que fue trasladado a la sociedad en su conjunto como idea ejemplificadora de la familia japonesa (Ueno, 2008, p. 64). La adopción de este modelo implicó que todo núcleo familiar estuviera constituido por un matrimonio que cohabita con los abuelos paternos y los hijos concebidos juntos.
Reformulación del planteamiento social: la era del kôreika shakai
El statu quo basado en esta estructura social colectivista se mantuvo en Japón durante décadas, hasta que a partir de 1970 se planteó un escenario marcado por un grueso de población mayor inaudito: el kôreika shakai [sociedad de viejos]. En la actualidad, Japón es el país más envejecido del mundo, con 26.7% de la población mayor de 65 años (World Population Review, 2018), y el de menor proporción de población joven, 13.6% (The New York Times, 2006). Al ser un sector tan abundante, las empresas han visto en la vejez un factor estratégico con el cual aumentar su volumen de negocio. Es indicativo, pese a lo anecdótico, que desde 2012 se vendan más pañales para adultos que para niños (Andrade, 2014). Los factores que han facilitado el kôreika shakai son diversos, pero es significativa la mayor conciencia respecto a la sobrepoblación, la alta esperanza de vida, la planificación familiar, el matrimonio tardío y la incorporación de la mujer al mercado laboral. Este aspecto concreto no sólo ha invertido el índice de natalidad, sino que ha propiciado la alteración de la base del trabajo doméstico, lo que ha repercutido en el cuidado de los mayores: “Los roles de sexo se están deshaciendo en la medida que las mujeres japonesas han avanzado en los negocios y en la política, mientras los hombres cuidan cada vez más a los hijos y realizan las tareas domésticas” (Taub, 2011). La transformación del modelo tradicional ha desvinculado a las mujeres de los papeles propios de la ética colectivista “a favor de la independencia y la autosuficiencia” (Kelsky, 2001, p. 90). No en vano, desde 1945 “las mujeres han servido de amortiguador financiero, de fuerza de trabajo maleable y no cualificada que podía ser controlada según los cambios de las condiciones del mercado” (p. 91).
La presencia de la mujer fuera del entorno doméstico ha supuesto un cambio en el reparto de tareas. Abandonada la labor de atención de los suegros por parte de la nuera, la demanda de cuidadores para personas dependientes ha aumentado exponencialmente (Parra, 2017). No obstante, lo costoso del servicio impide que se popularice, por lo que sus propios hijos deben encargarse del cuidado de los ancianos. La presencia del hijo varón como cuidador de sus padres es novedosa, pues hasta hace pocas décadas la mujer del primogénito era quien se encargaba de su cuidado.
En 2015, el Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar de Japón preparó un plan para aumentar el número de cuidadores extranjeros para la tercera edad, y en 2016 se descubrió que un gran número de ancianos con rentas bajas buscaba ir a prisión para no quedarse en soledad, lo que provocó que casi 40% de los hurtos fueran cometidos por personas de más de 60 años (Abadi, 2018). Finalmente, debido a la carencia de personal de enfermería, se ha lanzado un plan para que, en 2020, 80% de los ancianos sean cuidados por robots (Parra, 2017).
Evolución de la representación cinematográfica de la familia japonesa
En la historia cinematográfica japonesa existe la querencia por retratar las relaciones paterno-filiales con la contundencia y la integralidad que les han posibilitado los distintos géneros y etapas históricas. Tanto a través de los gendaigeki, dramas cuya acción se sitúa en la actualidad, como de los jidaigeki (situados en el pasado), el cine japonés siempre ha mostrado las relaciones intrafamiliares y la muerte como tema central. Lo que resulta menos habitual es que un cineasta como Yasujirô Ozu realice Cuentos de Tokio en los años cincuenta y uno de sus discípulos, Yôji Yamada, remoce la película medio siglo después, elaborando a partir de ella una tetralogía con los mismos personajes (aunque con variaciones en los nombres), deconstruyendo la idea original, incorporando contingencias propias del paso del tiempo y virando la historia del drama costumbrista a la comedia cercana al slapstick. Esto es lo que sucede con Una familia de Tokio y, especialmente, con sus continuaciones: Maravillosa familia de Tokio, Verano de una familia de Tokio y Tsuma yo bara no yô ni: Kazoku wa tsuraiyo III.
Aunque hablar en términos de saga empuja a creer que hay intencionalidad, cuando Yasujirô Ozu (1903-1963) decidió acometer Cuentos de Tokio era impensable que, en pleno siglo XXI, sus personajes siguieran creciendo y transformándose de la mano de Yôji Yamada. Basada parcialmente en el drama Dejad paso al mañana de Leo McCarey (1937), resulta paradójico que Cuentos de Tokio, una película en la que se muestra la lucha de la sociedad japonesa por evitar el deterioro de su acervo cultural, sea una adaptación libre de una película estadounidense.
Lírica testimonial: Yasujirô Ozu
El trabajo de Yasujirô Ozu está vinculado, casi en su totalidad, a los estudios Shochiku, compañía a la que perteneció durante su vida profesional. Aunque parezca inconcebible desde la perspectiva actual, el avanzado sistema cinematográfico japonés consiguió “consolidar los medios para asegurarse beneficios estables” (Richie, 2004, p. 29), por lo que directores como Ozu eran contratados de forma fija por grandes estudios como Nikkatsu, Shochiku, Toho, Daiei y Toei (Kitaura, 2017). El estilo cinematográfico de Ozu fue, desde el comienzo, poco convencional. Pese a haberse iniciado en la comedia, fue en el drama donde explotó todo su potencial con un cine marcadamente lírico. En su obra se resalta la preeminencia de los silencios, las elipsis y las evocaciones para mostrar la psicología de los personajes y, al mismo tiempo, la transformación de la sociedad. Su obra, en la que destacan cintas como Primavera tardía (Yamamoto y Ozu, 1949), Las hermanas Munekata (Higo, Koe, Koi y Ozu, 1950) y Cuentos de Tokio, destila inquietud por el deterioro de la cultura japonesa al mostrar temas recurrentes como el individualismo y las crisis económica y social como factores determinantes para el quebranto de los lazos familiares tradicionales.
Ruptura y continuismo: Yôji Yamada
Yôji Yamada (Osaka, 1931) es uno de los directores más notorios del cine actual. Licenciado por la Universidad de Tokio, trabajó en los estudios Shochiku como guionista y ayudante de dirección de Yasujirô Ozu. Fue allí donde aprendió del maestro su técnica y sus rasgos autorales. Célebre por la serie de películas Tora-san, de las que realizó una cincuentena a lo largo de 25 años, también se le conoce por la trilogía El ocaso del samurái (Fukazaway Yamada, 2002), The Hidden Blade: la espada oculta (Fukazaway Yamada, 2004) y El catador de venenos (Fukazawa, Sakomoto, Yamamoto y Yamada, 2006). A sus 86 años, y pese al tono pesimista de su cine, Yamada se ha decantado por reflejar el cambio generacional y social en Japón en tono de comedia familiar. Justifica su elección de un enfoque doméstico así:
El lugar donde aprendí todo sobre cine, el estudio Shochiku en Ofuna [...] era donde tradicionalmente se llevaban a cabo dramas domésticos y familiares por directores como Mikio Naruse y el maestro Yasujiro (sic) Ozu. Yo estudié allí, allí es donde crecí. Supongo que ésa es la razón (Blair, 2014).
Durante la última década, Yamada se ha centrado en recuperar el espíritu cinematográfico de Cuentos de Tokio de Ozu, vigorizando una fórmula que el cineasta puso en práctica en la década de 1950; una revisión que, convertida en Una familia de Tokio, le granjeó la Espiga de Oro en la 58 Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci), y cuyo éxito lo motivó a realizar Una maravillosa familia de Tokio, Verano de una familia de Tokio y Tsuma yo bara no yô ni: Kazoku wa tsuraiyo III.
El retrato de la familia Hirayama en Cuentos de Tokio
Cuentos de Tokio es la obra cumbre de la filmografía de Ozu, en la que reflejó un Japón de posguerra convulso, inmerso en una ocupación “que les llevó a un estado de derrota sociológica más fuerte que la propia militar” (García, 2018). Tomiko (Chieko Higashiyama) y su marido Shûkichi Hirayama (Chishu Ryu) son dos ancianos que viven en la ciudad portuaria de Onomichi. Alejados del núcleo urbano, cuentan con el apoyo de amigos y vecinos, y especialmente de su hija Kyôko (Kyoko Kagawa). Las costumbres retratadas, la disposición de la cámara y hasta la puesta en escena muestran el tradicionalismo del hogar.
Un verano parten a Osaka primero -donde vive su hijo Keizô (Shiro Osaka)-, y a Tokio después, para visitar a su primogénito Koichi (So Yamamura) y a su hija Shige (Haruko Sugimura). También en Tokio vive Noriko (Setsuko Hara), viuda de su hijo. En la gran ciudad el matrimonio se siente desplazado. La vorágine urbana impide que sus hijos puedan atenderlos. Con todo, asumen la situación con resignación, comprendiendo las demandas de la vida moderna. Es Noriko quien termina hiciéndose cargo de los Hirayama, lo que redunda en la idea de que la familia paterna es la verdadera familia de una mujer casada. Cuando Tomiko fallezca, Noriko se ocupará del padre, que, en agradecimiento (“Tú sin ser de nuestra sangre has hecho más por nosotros que ellos”), la instará a rehacer al fin su vida.
En lo referente al tradicionalismo, aunque Tomiko vive subordinada a Shûkichi, se ilustran unas idílicas relaciones de apoyo mutuo, sin la autoridad férrea del padre. Respecto al estatuto de la vejez y la conceptualización social, la bondad de los ancianos los hace más permeables a la falta de responsabilidad de sus hijos, con quienes establecen un tratamiento formal y poco íntimo a la vez que evidencian predilección por su primogénito. Shige los respeta, pero no se compromete más allá de lo meramente formal; Kyôko carece de importancia narrativa y Keizô ni siquiera se presenta sino hasta el entierro. Respecto al patriarcado, ante la muerte de Tomiko los hijos no dudan en señalar: “Habría preferido que se muriera él antes. Si Kyôko se casa, el pobre se quedará solo”, con lo que hacen referencia a la tradición de que sea la nuera quien se encargue de los suegros, y no la hija. Cuando Shûkichi regresa a casa, Kyôko cuida de él, pero lo hará sólo hasta que contraiga matrimonio. La resignación del patriarca no deja lugar a la duda: “Los días se hacen terriblemente largos viviendo solo”. Así las cosas, Ozu muestra una vejez pasiva y retirada que, pese al respeto por los hijos, mantiene la jerarquía de los vástagos y el orden tradicional.
Reconceptualización del espíritu original: Una familia de Tokio
Con casi la totalidad de los nombres, encuadres y diálogos originales, Yamada presentó en 2013 Tôkyô kazoku, la historia del matrimonio Hirayama, que vive en la isla de Ôsakikamijima, una zona alejada de los núcleos urbanos y marcadamente tradicional. El carácter de la pareja es disímil: Shûkichi (Isao Hashizume) es un hombre eternamente enfadado y Tomiko (Kazuko Yoshiyuki) una madre vivaz, poseedora de una gran templanza. Todos sus hijos viven en Tokio: el primogénito, Koichi (Masahiko Nishimura), su única hija, Shigeko (Tomoko Nakajima), y el hijo menor, Shôji (Satoshi Tsumabuki). Los padres viajan para visitarlos, pero se sienten desplazados, pues sus hijos no quieren ni pueden atenderlos. Con todo, los padres no se muestran sumisos; Shûkichi incluso expresa extrema rigidez respecto a su prole: se dirige al primogénito con grandes requerimientos, a su hija con escaso afecto y al menor con desapego. Aunque éstos intentan agradarles y respetan su jerarquía, su trabajo y el nuevo orden social desgajan las expectativas de los padres, especialmente las de Shûkichi. Con el trasfondo de la crisis económica, el tsunami de 2011 y el desastre de Fukushima, Una familia de Tokio muestra una realidad crítica y pesimista. Cuando Tomiko fallece, son el hijo menor y su novia Noriko (Yû Aoi) los que cuidan al padre, quien los insta a dejarlo aduciendo que es autónomo. Yamada muestra una familia que, contrario a lo que se pueda pensar, en muchos aspectos es más tradicionalista y patriarcal que la primera. En ella se ahonda en la relevancia del primogénito y en la total desconexión de la hija y del menor de los varones. Aunque las relaciones paterno-filiales son más íntimas, con conversaciones hondas y de mayor implicación emocional, hay una estricta superioridad del padre. El patriarcado se hace patente tras la muerte de Tomiko, cuando Shôji llora desconsolado por haber perdido a la única figura que defendía su matrimonio con Noriko, algo que no cree que su padre sea capaz de aprobar. Esta autoridad patriarcal que elige la pareja de sus vástagos remite a la ley Meiji de 1898.
Asimismo, la figura masculina está por encima de la de la mujer, cuyo papel es claramente doméstico: las mujeres limpian, cuidan e incluso solicitan al primogénito permiso para cocinar, y es él quien tiene la potestad de elegir el menú. A las mujeres no se les saluda ni tienen prioridad; incluso las camareras sirven antes a los varones, y los hijos ni siquiera saludan o se despiden de su madre. El machismo también evidencia la falta de conciencia respecto a la sobrecarga femenina; aunque parece haber un cambio generacional con el hijo menor que se hace cargo de sus padres, su cuidado recaerá en Noriko, la futura nuera.
Respecto a los vínculos sociales de la ética colectivista, se percibe más en esta versión la era del kôreika shakai no sólo en la abundancia de ancianos -todo el vecindario comparte la edad de los Hirayama-, sino también en la mayor solidaridad entre ellos. Todos los vecinos hacen una comitiva fúnebre para recibir a la familia en el ferri, y cuando Shûkichi regresa no duda en señalar: “No iré a Tokio nunca más. En esta isla tengo familiares y muchos amigos. Y hay servicios sociales. Solucionaré los problemas que vayan surgiendo, saldré adelante”. Una muestra de que, en territorios alejados del núcleo urbano, persiste la ayuda intervecinal.
En relación con el confucianismo y la piedad filial, los padres son apartados por el ritmo frenético de la vida actual y no por dejadez o maledicencia, a pesar de que se muestre una paulatina pérdida del sentido de la jerarquía por parte de los nietos. Ante la llegada de los ancianos, el hijo de Fumie le inquiere: “¿Por qué no se van a dormir a un hotel?”, a lo que ésta responde: “¿Cómo te atreves a hablar así? Hijo, los abuelos han hecho un viaje muy largo para pasar unos días con sus nietos”.
Respecto al tono, Yamada es claramente pesimista: hace patente el inexorable paso del tiempo que aleja a la gente y destruye el mundo tradicional.
Relectura de la crisis familiar en clave cómica: Una maravillosa familia de Tokio
Los mismos personajes se reúnen en este título que respeta los roles de la primera entrega, en una reinterpretación en tono cómico que actualiza su discurso. La comedia, que roza la hilaridad, es instrumentalizada para elaborar una crítica social con “un diseño de personajes más allá del arquetipo” (Trashorras, 2017).
Yamada presenta a la familia tokiota de los Hirata. Tomiko, una septuagenaria llena de proyectos, decide, ante su recién encontrada vocación literaria y el carácter furibundo de su marido, Shûzô, solicitarle el divorcio. Sin inmutarse, él accede y traslada la crisis matrimonial a unos hijos que no saben a qué atenerse. La libertad de la madre y la abulia del padre hacen que los vástagos y sus parejas (especialmente la nuera Fumie, encargada del cuidado de la familia) se replanteen sus relaciones interpersonales y las exigencias reclamadas a Tomiko. Cuando Shûzô enferma y los hijos se dan cuenta del papel primordial de la mujer como motor del hogar, trazan una estrategia para reconstruir a su familia, aunque implique contratar a un detective privado o convencer a toda costa a Shûzô de que cambie de actitud.
Si en cintas anteriores la madre se presentaba como apéndice del marido, en ésta decide romper el sometimiento, aunque resulta significativo que le solicite el divorcio a Shûzô mientras le quita los calcetines. Ni Noriko (novia del hijo menor), ni Fumie (mujer del primogénito), ni su hija Shigeko (“una mujer quejicosa, ruidosa, que habla como un altavoz averiado”, según Shûzô) tienen estatuto de autoridad todavía, y Tomiko lo ha adquirido por el peso que le otorga la edad. Así, se enamora de su profesor de literatura, con quien empieza su tardía práctica de escritura, mientras que Shûzô intenta seducir a una camarera (Jun Fubuki) como señal de mayor libertad. En este sentido, la vejez como etapa de independencia es exclusiva de la era del kôreika shakai; los ancianos exhiben un alto grado de autonomía pese a que conviven distintas generaciones en el mismo hogar. Así, son claros el colectivismo y los lazos de dependencia intergeneracional, con un libre albedrío limitado por la compartición de la vivienda.
Crítica social en clave histriónica: Verano de una familia de Tokio
Si en la reducción al absurdo se “defiende una tesis mostrando que rechazarla tiene implicaciones absurdas” (Rodríguez-Toubes, 2012, p. 91), lo que Yamada propone en esta cinta es precisamente lo contrario: mostrar las reacciones familiares llevadas al absurdo para que establezcamos empatía con ellas.
Tomiko es una mujer mucho más autónoma e independiente. Aunque sigue casada con Shûzô y viven con Konosuke (Masahiko Nishimura) y su nuera Fumie, han establecido un pacto de cierta libertad. Este espíritu empuja a Tomiko a viajar con su grupo de literatura en busca de auroras boreales, luego de la negativa de Shûzô a acompañarla. Cuando el mejor amigo de éste fallece y Shûzô tiene un accidente de tráfico, sus hijos deciden que es hora de retirarle el carnet de conducir, algo que el pater familias no admite fácilmente. Obligado a realizar un curso de reeducación vial, ningún hijo se atreve a enfrentarse a Shûzô para que deje de manejar. Aunque Konosuke lo propone, nadie quiere decírselo (porque es “irreflexivo e intolerante”), y es Fumie quien debe persuadirlo. Si bien su nuera sólo lo sugiere: “El padre de una amiga, que tiene 75 años, decidió renunciar al carnet cuando tuvo que hacer el curso éste”, la autoridad del suegro consigue hacer que se retracte (“¿Sugieres que yo también debería desistir?”) y asuma un papel servil ante la figura patriarcal. Incluso el primogénito urde un plan para persuadir al padre, ante el miedo de que sus salidas de tono quiebren la estabilidad familiar.
Desde Una familia de Tokio, ésta es la película que más ahonda en las implicaciones de la vejez. Shûzô no sólo pierde la libertad de conducir, sino que, con el fallecimiento de su amigo, experimenta los alcances de la edad y la paulatina falta de independencia, el mayor reto del kôreika shakai. Al contrario de lo que sucede en el resto de las comedias de la saga, en ésta la trama se orienta al proceso de adaptación a la vejez. No obstante, la película también reincide en el tema del patriarcado de las anteriores cintas. Aunque Tomiko haya abandonado parcialmente su papel sumiso y su nuera Fumie tenga que mantenerlo, las muestras de machismo ante la anciana no desaparecen completamente. Durante una conversación telefónica con su yerno Taizô (Shôzô Hayashiya), él le dice a Shûzô que está hablando con Tomiko: “Su esposa está al teléfono, dice que allí es de noche y que ha visto una aurora boreal preciosa, que ahora ya puede morirse tranquila”. En lugar de mostrar respeto o empatía, Shûzô espeta: “Pues que se muera”. Prueba, sin duda, de que, aunque haya habido algunos cambios, la prepotencia masculina sigue vigente.
La revolución de segunda generación: Tsuma yo barano yô ni: Kazoku wa tsuraiyo III
Si en las cintas predecesoras la acción pivotaba en torno a la importancia de la familia y del patriarca como eje, e incluso de una sociedad inmersa en pleno proceso de envejecimiento, la última entrega de los Hirata se enfoca en la segunda generación adulta, la encargada del cuidado de la familia (hijos, suegros y padres). En esta ocasión, Yamada enfoca la realidad desde la perspectiva del cuidador, y lo hace evidenciando dos aspectos concretos: por un lado, el estatuto de privilegio que supone ser hombre, primogénito y, además, médico en el Japón actual; por otro, la desventaja que entraña ser mujer, casarse con un primogénito y cuidar a la familia política. Por ello, la película se centra en el personaje de Fumie (Yui Natsukawa), la nuera de los Hirata. A su cargo no sólo está la casa, la manutención, la limpieza y los adolescentes que tiene con Konosuke, sino también sus suegros, a quienes trata con un respeto deudor del Japón imperial. Suya es la tarea de “mantener a todos alimentados, vestidos y en camino de sus respectivas vidas a tiempo y con buena salud” (Kerr, 2018).
Un día, Fumie se queda dormida y, al despertar, descubre a un ladrón robando. Se enfrenta a él para salvar sus ahorros. Cuando se lo cuenta a su marido, éste le inquiere: “¿Cómo que has ahorrado dinero de mi sueldo?”. Fumie se da cuenta de que su “fácil trabajo diario” no es respetado. Así pues, abandona su hogar y deja a tres generaciones de la familia Hirata enfrentadas entre sí.
Esta cuarta entrega es una película cuyo subtítulo es de por sí elocuente respecto a lo que muestra: “Mi mujer, mi vida”. Así se ilustra la situación de uno de los personajes más olvidados y sobrecargados de la saga, máximo exponente del altruismo y el sometimiento femenino a la familia política. Su decisión de romper con su vida acaba con un estatuto casi institucionalizado de sirvienta familiar. La acusación de “robar el sueldo” de su marido por haber ahorrado una porción de los bienes comunes sobrepasa a Fumie, quien se va de casa con el propósito de no regresar. Es entonces cuando el colectivo Hirata descubre el valor del trabajo de Fumie y obliga al primogénito a tomar una decisión: rescatar su matrimonio para salvar a su familia.
Es ésta la cinta que con mayor contundencia muestra las consecuencias del volumen de responsabilidad y trabajo acrecentados por el advenimiento de la era del kôreika shakai, así como cierta apertura hacia la disolución del patriarcado.
Discusión de resultados
Tras presentar el análisis cualitativo de las películas, se muestra ahora el estudio cuantitativo de los cinco puntos vertebrales que orientaron la investigación; a saber: kôreika shakai, mujer, patriarcado, ética colectivista y confucianismo.
Kôreika shakai, vejez y tradicionalismo
Desde la perspectiva cuantitativa, la sociedad del kôreika shakai ha incluido nuevos rasgos que se traslucen en las últimas películas. Esto se relaciona con el grado de autonomía, independencia económica, mejoras en la condición física y establecimiento de amistad y vinculación con vecinos y amigos. Así, los ancianos mantienen amistades o crean nuevas de un modo más patente en la actualidad, aunque eso también estuviera presente en las primeras cintas. La autonomía de los ancianos sí muestra gran diferencia al pasar de una circunstancia ocasional en Cuentos de Tokio, a una constante en las tres últimas cintas. También la independencia económica ha dado un salto cuantitativo sin parangón. Si en la cinta de Ozu los padres quedaban al arbitrio de los hijos, en la versión de Yamada se hace evidente que cuentan con recursos al solicitar un taxi con su teléfono móvil. Lo mismo sucede con la vida y la salud de los mayores. Si en las dos primeras películas Tomiko fallece, en la saga de los Hirata no sólo no está enferma, sino que goza de excelente salud; asimismo, Shûzô, quien, pese a un leve achaque en Maravillosa familia de Tokio, o la merma de facultades en Verano de una familia de Tokio, no padece enfermedad alguna (gráfica 1).
Pese a ello, en todas las cintas se hace referencia a la vejez y al kôreika shakai. De manera constante se subraya que la ciudad (Cuentos de Tokio), el trazado de las calles (Una familia de Tokio), y actividades como conducir o la intimidad de los mayores (Verano de una familia de Tokio) pueden conllevar riesgos para la salud. Así, el planteamiento de la edad y la muerte es invariable: en tres de las cinco películas muere un anciano.
Respecto a la jerarquía tradicional, aunque los personajes son más contestatarios con ciertos aspectos establecidos, se muestra un respeto férreo a la autoridad, a los ritos y a las costumbres sociales. Estos últimos son más patentes en las dos primeras cintas, algo paradójico si se tiene en cuenta que en ellas los nietos muestran un escaso respeto a sus abuelos.
Representación de la mujer en la familia
Éste es uno de los aspectos más firmemente consolidados a lo largo de toda la filmografía, ya que la representación del papel de la mujer, eminentemente doméstico y subordinado, apenas ha cambiado a lo largo de las cintas (gráfica 2).
Los matices provienen de la tercera y de la última entregas, cuya conceptualización de la ruptura parte de la suegra en el primer caso, y en el segundo, de la nuera. No obstante, el papel doméstico de la mujer está presente en todos los personajes femeninos, así como la sobrecarga de trabajo con el máximo valor en todas las cintas. También el reconocimiento social a la mansedumbre, así como la función de cuidadora, salvo en la última película, en la que se rompe el “destino manifiesto” del ama de casa. La dependencia y la subordinación femeninas disminuyen a “a menudo” en las comedias, igual que la “resignación maternal”, que pasa de “siempre” a “nunca” en las tres últimas cintas. El sueldo propio es algo que, si bien aparecía ya en las primeras películas, se consolida en las posteriores, aunque la figura del ama de casa esté en todas ellas. La responsabilidad de la hija respecto a los padres aumenta conforme la saga muestra menor apego a la tradición, pasando de un “raramente” a un “a menudo” en los últimos filmes. Por último, la ruptura de los papeles aparece “siempre” en las comedias, a pesar de que el respeto al criterio de la mujer en la toma de decisiones apenas sea perceptible, con un “de vez en cuando” en las tres últimas cintas.
Representación de la vigencia del patriarcado
La autoridad patriarcal se mantiene a lo largo de la saga, si bien con matices. Si en las dos primeras cintas figura “siempre”, en las intermedias baja a “casi siempre” y se reduce a “con frecuencia” en la última. Otros criterios, como la consanguinidad de los miembros o la primacía del primogénito han continuado “siempre” (gráfica 3).
Resulta paradójico que, pese a la antigüedad de la cinta, sólo en la primera los hijos no muestran excesivo respeto o temor al padre ni a éste se le presenta como un hombre autoritario, aspecto que se observa “siempre” en el resto. Otro rasgo en el que el patriarcado se ha reforzado es el de la falta de respeto del marido hacia su mujer, algo que se agudiza en las últimas cintas. El patriarcado pierde su rigidez en el aprecio a los hijos varones no primogénitos, aspecto que figura “siempre” en los últimos filmes. De igual forma, hay mayor intimidad en las relaciones con los hijos, que pasa de “rara vez” a “con frecuencia” en las cintas finales. Otros indicadores, como el permiso paterno para el matrimonio o el cambio de residencia, muestran una evolución desigual, con valores muy bajos en la primera película, adquieren notoriedad máxima en la segunda, y son apenas perceptibles en el resto. Lo mismo sucede con la manutención de la familia, un rasgo que pasa del “rara vez” inicial a un “en ocasiones” y “con frecuencia” en el resto de las cintas. Finalmente, el reconocimiento social a la primacía del varón sobre la mujer se da de manera homogénea y amplia, con cotas de “siempre” o “casi siempre” en todos los casos.
Ética colectivista en la familia y tipología de relaciones interpersonales
La ética colectivista se observa en todas las relaciones interpersonales y familiares de la saga. Erigidos en auténtico clan, los Hirayama y los Hirata actúan como un solo organismo. Esto es patente en la vivienda, compartida por abuelos y la familia del primogénito en las cintas de Yamada. Todos viven en el domicilio familiar en el que nacieron y se criaron, que ahora es propiedad del primogénito.
Los padres conviven en un cuarto y, hasta una edad avanzada (casi la treintena), también el hermano menor ocupa la habitación de su infancia. Sólo en Cuentos de Tokio y en la versión de 2013 los padres residen en su vivienda y cada hijo en la suya. Precisamente esta falta de vínculos familiares en el mismo domicilio se compensa con una presencia de ayuda vecinal muy fuerte, algo que no se vuelve a ver, salvo ocasionalmente, en las tres últimas.
La dependencia económica de los hijos se observa de manera discontinua: aparece “rara vez” en las dos primeras, está muy presente en la tercera, y es frecuente en las dos últimas. Quizás esa capacidad adquisitiva inferior sea la que justifique, junto con el cambio de contexto y las tendencias reproductivas, el descenso en el número de integrantes de la familia, que es elevado en la primera cinta (cinco) y reducido en las siguientes (tres); y si atendemos a los nietos, tan solo hay dos.
En lo referente a intimidad y a la rendición de cuentas ante la familia, es un valor presente “casi siempre” en todas las cintas, y alcanza el “siempre” en las dos primeras. Donde no hay homogeneidad es en las relaciones extramatrimoniales, aspecto que aparece en Maravillosa familia de Tokio y parcialmente en las dos últimas; estos datos guardan correlación lógica con la “separación o divorcio”, muy penados en las sociedades colectivistas y que, en este caso, sólo figuran en la tercera y en la última películas.
Finalmente, se hace manifiesto el descenso del formalismo en las relaciones y la falta de emotividad. Si en la primera cinta el vínculo paterno-filial es ortodoxo y serio, en las distintas cintas adquiere un tinte ocasional; este dato, de nuevo, se correlaciona con el grado de compromiso y cuidado masculino de los padres, elemento que ha aumentado con los años y pasado de “ocasionalmente” a “casi siempre”.
Confucianismo y revisión de Nishida
El cumplimiento de los preceptos de Confucio tiene un desarrollo disímil en la saga. Cabe señalar que, de ellos, se han descartado el “respeto a los ritos y a las costumbres sociales y culturales”, por haber sido analizado en el punto primero, y “el deber señor-súbdito”, ya que no se observa en ningún caso.
La “fidelidad a uno mismo y a los demás” alcanza sus máximas cotas en las dos primeras cintas, y se reduce a “a menudo” en las dos últimas. Lo mismo sucede con la piedad filial, la inteligencia y la prudencia, las cuales descienden hasta la ocasionalidad, y parten de los máximos puestos de frecuencia. Descendentes serán también “equilibrio emocional respecto a las relaciones humanas” y “sentimiento de pertenencia al género humano”, que se reducen de “siempre” a “a veces”. El precepto de “altruismo, generosidad y respeto al prójimo” aparece “casi siempre” a lo largo de las cintas.
Respecto a la revisión de Nishida, el afecto paterno-filial es un aspecto variable que alcanza su máxima expresión en Cuentos de Tokio, se reduce a “a veces” en Una familia de Tokio y aumenta a “casi siempre” en las tres últimas cintas. Orden descendente tienen “autoridad del mayor”, que se sitúa en “a menudo” desde la posición de “siempre”. La confianza entre amigos es un precepto que baja de “siempre” a “ocasionalmente” en la cuarta entrega, para remontar en la última. Finalmente, en las primeras cintas la “distinción esposo-esposa” es una realidad apenas perceptible; se hace más patente la superioridad masculina en el resto de las cintas, lo que deriva en una revolución en el seno de la familia Hirata.
Conclusiones
Es evidente que la sociedad japonesa ha visto variar su estructura y su organización sociales debido a los distintos cambios políticos, legislativos, coyunturales y culturales. Esto ha afectado de manera notable a la familia, cuyo orden y jerarquía se han visto alterados. El cine ha plasmado las transformaciones que han sufrido los núcleos familiares en los últimos años y es posible rastrear los cambios desde 1953, cuando Yasujirô Ozu creó a los Hirayama, cuyo retrato ha completado Yôji Yamada con la familia Hirata.
A través de las cintas, rasgos como la ética colectivista, el kôreika shakai, el confucianismo -especialmente en los conceptos de ren (afecto a los progenitores) y li (ritos, tradiciones y normas de la vida social)- y la autoridad masculina se han visto retratados. Con todo, algunos elementos tradicionales se han ido desliendo (permiso paterno, piedad filial, autoridad del primogénito), mientras otros cobraban mayor relevancia. De hecho, aspectos como el patriarcado, la primacía del hombre, la dependencia económica de los hijos o la cohabitación son actualmente más frecuentes que en versiones pasadas. Rasgos del pensamiento confuciano como el respeto de los hijos hacia los padres, la tradición y las costumbres, y la vigilancia de la comunidad, se mantienen prácticamente intactos, al igual que el papel femenino de cuidadora familiar.
En cuanto a la representación de la vejez, destaca que, al contrario de lo ocurrido en décadas pasadas, en el contexto del kôreika shakai se realiza un retrato positivo de los mayores, dado que se les atribuye mayor autonomía, salud y libertad, lo que propicia la realización personal, el cumplimiento de vocaciones o la búsqueda de segundas oportunidades. Habremos de esperar a que Yamada prosiga con nuevas entregas para analizar cómo se reflejan los cambios de la sociedad japonesa en el cine, pues el retrato de la familia, sin dejar de estar imbuido de un profundo respeto a la tradición, se ha visto fuertemente transformado en la era del kôreika shakai.