Introducción
La primera vez que se usó el apelativo “peligro amarillo” (yellow peril) fue en 1895, tras la victoria nipona en la primera guerra sino-japonesa (1894-1895). En la escena internacional, fue una de las llamadas de atención de Japón, país que engrosaría el se-lecto grupo de las potencias mundiales y que, luego de un arduo periodo de intensa modernización iniciado en 1868, mostró a finales de siglo que su poderío militar era suficiente como para derrotar a China, padre cultural y político de aquella región de Asia durante siglos.
A pesar de que desde hacía décadas el acoso constante de las naciones occidentales había debilitado a China, el triunfo japonés fue tomado con sorpresa en el panorama mundial y como una verdadera muestra del músculo industrial y militar del archipiélago asiático. En aquel contexto, el káiser Guillermo II fue uno de los primeros en reflexionar sobre lo que el auge del Imperio japonés podía suponer para las naciones europeas. De este modo, en 1895 encargó al artista Hermann Knackfuss la realización de la litografía Pueblos de Europa, defended vuestras posesiones más sagradas, la cual fue enviada al zar Nicolás II con el fin de advertirle de la amenaza que se cernía sobre Occidente. La obra fue explícita a este respecto al mostrar en primer plano a un ángel que avisaba a la Europa cristiana sobre un enemigo que se alzaba a lo lejos, en el lejano Oriente, representado por la imagen de un buda en llamas (figura 1). Cabe mencionar que esta retórica obedecía a los principios del orientalismo que, años más tarde, Said recogería en su conocida obra de 1978. En su texto, el autor situó a Oriente como un constructo occidental, ultimado en torno al siglo XVIII, del que Occidente se valía para mirarse a sí mismo como si de un espejo se tratara, y para confirmar y potenciar la idea de que existía un “otro” imperfecto, salvaje, irracional e incivilizado al que había que doblegar, someter e instruir (Said 2010, 21-27; Goberna 1999, 41-45). Aquella masa amarilla del grabado de Knackfuss era ese “otro”, Oriente, que venía a amenazar la salvaguarda de Occidente.
Aquellos temores reflejados en la litografía empezaron a materializarse tan sólo 10 años después, en 1905, con la guerra que enfrentó a Rusia y a Japón debido a sus ambiciones imperialistas sobre Manchuria y Corea. La contienda concluyó con la derrota del Imperio ruso, y fue la primera vez en la historia moderna que una nación asiática salió victoriosa frente a una potencia europea (Mishra 2019, 19).2 El resultado de la guerra ruso-japonesa terminó de sentar las bases de los temores en Europa respecto al peligro amarillo. En este contexto, cabe decir que si bien en aquellos años el peligro amarillo parecía ser abanderado por Japón, el archipiélago se presentaba en el imaginario occidental como representante de la conjunción de una Asia unida que podría alzarse y poner en serios aprietos a Occidente.
La retórica sobre el peligro amarillo se fue consolidando y ganó fuerza hasta alcanzar su punto culminante en la guerra del Pacífico. Florentino Rodao, en su obra La soledad del país vulnerable, planteó una reflexión interesante en torno a la decisión final de Estados Unidos de lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945:
Es preciso recordar el desprecio racial. Las abundantes representaciones de […] la “raza amarilla” ponían en duda que fueran humanos. Las noticias de dos bombas causando un número ingente de muertos podían ser soslayadas si no eran miembros de la “raza blanca”. La solidaridad y preocupación se limitó a casos específicos (como el Vaticano, el primer ministro británico laborista o uno de los diarios de la neutral Suecia). Los mensajes del presidente Truman durante la conferencia de Potsdam sobre el impacto de esa nueva bomba muestran que su preocupación no eran las vidas humanas sino cómo doblegar las reivindicaciones del aliado-enemigo Stalin (Rodao 2019, 315).
Por desgracia, Rodao no se detuvo a ampliar y profundizar en dicho punto; aun así, su propuesta resulta de lo más sugerente y entronca con las teorías de otros investigadores, como Marisa Peiró, que han señalado cómo el trasunto racial “hizo que la propaganda antijaponesa fuera ferozmente más denigrante que la relativa al resto de las Potencias del Eje” (Peiró 2013, 353). Es decir, la caricaturización que se hizo de los enemigos en la prensa, el cómic y la propaganda presentó una animalización más exacerbada del enemigo japonés que de los alemanes. La propia Junta de Escritores de Guerra lo corroboró en las intervenciones, los consejos y las revisiones que hicieron de prensa, novelas y cómics, pues tuvo que invertir notables esfuerzos en convencer a los ciudadanos norteamericanos de la equivalencia entre Alemania y nazismo, ya que, al principio, muchos estadounidenses asumieron el relato de que el pueblo alemán había sido engañado por los nazis, los cuales finalmente consiguieron llegar al poder. Conforme la contienda avanzó, y ante el objetivo de una guerra total que terminara con una victoria contundente sobre Alemania, se llevó a cabo una reorientación y endurecimiento de la propaganda. Esta estrategia no fue necesaria en el caso de los japoneses, pues, tras Pearl Harbor, ya orbitaba en Estados Unidos un odio exacerbado que se imbricó con el racismo en torno al peligro amarillo, el cual fue arraigando a lo largo de la primera mitad del siglo XX (Howell 1997, 803-804).3 En este contexto, resulta esclarecedora una encuesta realizada por Gallup Poll entre el 10 y el 15 de agosto de 1945, según la cual, 85% de los consultados aprobaba que las bombas atómicas hubieran sido lanzadas sobre el archipiélago nipón. A pesar de esto, 69% consideraba negativo el desarrollo de la bomba atómica (Iglesias 2019, 290-291). Es decir, hubo quienes estuvieron en desacuerdo con el desarrollo de las bombas atómicas, pero pensaban que era aceptable usarlas contra los japoneses o, si se prefiere, contra aquel terror amarillo que se había consolidado en el imaginario occidental desde finales del siglo XIX. De este modo, cabe afirmar que la influencia del discurso racial en torno al peligro amarillo tuvo un peso fundamental cuando se decidió bombardear nuclearmente a Japón.
Este artículo tiene como objetivo abordar, precisamente, el contexto previo a la guerra del Pacífico, es decir, aquel en el que se conformó el discurso racial moderno respecto al peligro amarillo. Así pues, el análisis se sitúa a lo largo de la primera mitad del siglo XX, cuando dicho discurso arraigó en Estados Unidos, sobre todo en la costa oeste. En aquellos años de consolidación del concepto, destacó el misionero y activista Sidney Lewis Gulick (1860-1945), defensor del entendimiento internacional entre Estados Unidos y Japón en un momento de la historia en que dicha relación empezaba a romperse. Hay una cuantiosa bibliografía sobre las derivas militaristas y racistas en que el mundo se embarcó a principios del siglo XX, pero los estudios sobre aquellos que trataron de revertir las actitudes de hostilidad y discriminación parecen menos habituales. Este texto sitúa históricamente algunas de las claves del pensamiento de un autor que, en unos años en que el panorama internacional empezaba a resquebrajarse en el Pacífico, trató de fomentar la solidaridad y, sobre todo, el entendimiento entre las naciones.
La relación entre el peligro amarillo y el peligro blanco
Gulick fue enviado en 1887 a Japón por la Junta Americana de Comisionados para las Misiones Extranjeras en Japón. Tras dedicarse a aprender el idioma y a manejarlo con soltura, además de imbuirse de las tradiciones y la cotidianidad de los japoneses, el norteamericano desarrolló un profundo amor y respeto por el archipiélago nipón y su gente. Tanta fue su implicación que, en 1906, fue nombrado profesor de Teología Sistemática en la Universidad de Doshisha, en Kioto y, un año después, invitado como lector a la Universidad Imperial de Kioto (Robinson 2021). Fue durante aquel periodo de inmersión en la cultura del país cuando redactó su obra Evolution of the Japanese: A Study of Their Characteristics in Relation to the Principles of Social and Psychic Development, en 1903. Aunque en ciertos momentos de su escrito Gulick (1903, 117) realiza comentarios esencialistas y reduccionistas sobre los nipones -que hoy serían tildados de racistas-, resulta loable su esfuerzo por tratar de comprender ciertos aspectos de esferas tan amplias como la psicología, la historia, la estética, la política y el carácter de los japoneses. En un contexto en el que el imaginario del peligro amarillo había empezado a arraigar en los corazones de Occidente tras la primera guerra sino-japonesa, figuras como las de Lafcadio Hearn o el propio Gulick resultan de gran importancia. Estos escritores occidentales, inmersos en el mundo nipón, empezaron a desarrollar una literatura destinada al entendimiento y la difusión de la cultura japonesa entre europeos y norteamericanos.4
En la introducción del citado Evolution of the Japanese se aprecia que la retórica imperialista propia del Occidente colonialista se encuentra aún vigente en el pensamiento de Gulick, aunque él la usa para hablar y enaltecer a Japón y su definitiva entrada en el selecto grupo de las potencias mundiales. En palabras del escritor:
La tragedia ocurrida en China durante el último año del siglo XIX marca una época fundamental en su historia y la del mundo. Dos visiones del mundo, dos tipos de civilización se enfrentaron en un conflicto mortal y pusieron de manifiesto la debilidad inherente al paganismo aislado, tardío, supersticioso y corrupto. Además, durante esta crisis de China, Japón entró por primera vez en el escenario mundial de la actividad política y militar. Fue reconocida como una nación civilizada, digna de compartir con las grandes naciones de la tierra la responsabilidad de gobernar a las razas atrasadas y sin ley (Gulick 1903, 13).5
En este sentido, se observa cómo este autor también señala algunos de los miedos sobre los que se fundamentó la idea del peligro amarillo: una nación asiática que encabeza a Oriente frente a Occidente (Bharucha 2014, 16-33).6 Sin embargo, el tratamiento del norteamericano es diametralmente opuesto al que en Occidente empieza a tomar preeminencia en aquellos años. Para Gulick, la retórica sobre el peligro amarillo no es más que la representación del miedo de Occidente a perder sus posesiones coloniales en Asia y a imaginar que aquellas naciones sometidas se pudieran alzar y llegar a posicionarse al mismo nivel económico, militar, tecnológico, etc. El miedo, en definitiva, a que Asia, pero sobre todo China, con más de cuatrocientos millones de habitantes en aquel entonces, pudiera ser instruida y dirigida por Japón, la primera nación no occidental en imponerse a una potencia europea como Rusia, en 1905.
Precisamente en aquel año, con el trasfondo de la guerra ruso-japonesa, Gulick desarrolló algunas de estas cuestiones en su obra The White Peril in the Far East. El texto abría con la siguiente reflexión:
El 8 de febrero de 1904, Japón cruzó espadas con un pueblo europeo. Y desde la destrucción del Variag en ese día hasta la caída de Port Arthur el 1 de enero de 1905, nada más que el fracaso ha sido el destino de Rusia, mientras que el éxito y la fortuna lo han sido de Japón. Por primera vez en la historia un pueblo asiático se ha enfrentado con éxito a un enemigo blanco. La guerra ruso-japonesa marca una época, por tanto, en la historia del Extremo Oriente y del mundo entero, pues a partir de ahora comienza un reajuste del equilibrio de poder entre las naciones, un reajuste que promete detener la expansión territorial de las razas blancas y frenar su orgullo racial (Gulick 1905, 5).
Ese reajuste del panorama internacional no fue visto por el autor desde la perspectiva del peligro amarillo, sino desde la crítica al peligro blanco en Asia Oriental. Es más, Gulick (1905, 168) llegó a plantear que el primero, el peligro amarillo, no era otra cosa que un producto del segundo, una respuesta natural al colonialismo occidental. Tras poner ejemplos del trato que él mismo había visto que los colonos europeos dispensaban a los asiáticos, recurre al caso concreto de China y de las guerras del Opio que acontecieron en la primera y la segunda mitad del siglo XIX. En su opinión, una actitud de agresión constante en estos términos sólo podía culminar en levantamientos verdaderamente terroríficos para los blancos, como el de los bóxers entre 1898 y 1901:
La manera insolente que es ahora común para el hombre blanco en el Oriente, despreciando al culí, obligándolo por la fuerza bruta a hacer su voluntad, considerándolo como una herramienta, una bestia, despreciando sus intereses y sus derechos como hombre; es lo que hará surgir un peligro amarillo en verdad. El trato del hombre blanco hacia el hombre amarillo generará con el tiempo tales sentimientos de indignación y odio hacia todos los hombres blancos que, cuando llegue una gran crisis económica, como debe llegar, el hombre amarillo se alzará. Destruirá los bancos, los ferrocarriles, las fábricas y todas las empresas del hombre blanco y lo expulsará de su tierra con maldiciones y derramamiento de sangre. El intento de la raza blanca de reducir a la raza amarilla a una posición de subordinación política y de esclavitud económica engendrará males económicos más allá del control del hombre blanco (Gulick 1905, 168-169).
Es importante tener en cuenta esta postura crítica sobre las prácticas occidentales hecha por un occidental afincado en Japón. En ese contexto, el escritor hace un alegato a favor del cese de estas actividades coloniales en Asia para que termine la rueda de miedo y odio que representa el peligro amarillo como contrapartida del peligro blanco:
Debemos creer realmente en la hermandad del hombre. Debemos practicar las mismas normas de conducta elevadas en nuestras relaciones con japoneses y chinos que aquellas que practicamos en nuestras relaciones con ingleses, alemanes y franceses. Europa debe dejar de considerar a Asia como un campo legítimo de expansión militar y comercial, independientemente de los deseos y el desarrollo de los pueblos de esas tierras. En otras palabras, la raza blanca debe abandonar la convicción de su superioridad racial y de su derecho inherente a dominar la tierra y subordinar a todas las razas de color a sus propios intereses económicos (Gulick 1905, 173).
Es muy significativo que Gulick incida también en el temor de Occidente a que Japón sea capaz de reorganizar el poder militar y económico de China y de elevarla al nivel de sus propios logros modernizadores. Esto haría prácticamente invencible a una nación con un alto capital humano, lo que en combinación con el poderío nipón pondría en serios apuros la hegemonía occidental.
Esta posibilidad fue también imaginada por otro escritor norteamericano, Jack London, quien fue enviado como corresponsal de la agencia de periódicos dirigida por William Randolph Hearst a cubrir la guerra ruso-japonesa en 1904. Más adelante se hablará sobre ello, pero cabe aventurar que Hearst, magnate del periodismo, fue un virulento difusor del peligro amarillo que impregnó, sobre todo, la costa oeste de Estados Unidos a principios del siglo XX (Iglesias 2019, 261). London, nacido y criado en California, estuvo imbuido por este temor a la raza amarilla que, a principios del siglo XX, contribuyó a consolidar con su ensayo The Yellow Peril (1904) y su posterior relato de ficción Una invasión sin precedentes, publicado en 1910 (Berkove 1992, 39).7 En su ensayo, el norteamericano expuso que, a pesar de la victoria nipona sobre Rusia por el control de Manchuria y Corea, en el futuro el verdadero peligro para Occidente no sería el archipiélago nipón sino China. Según London (1970, 280), una vez que Japón abriera el camino de China a la modernización, aquel imperio dormido finalmente despertaría. Ese despertar fue imaginado y narrado en su conocido relato de corte distópico Una invasión sin precedentes, en el cual el escritor anticipó la posibilidad de una guerra bacteriológica. Uno de los factores interesantes del texto de London es que la expansión de China no se produce por la vía dura, mediante una invasión militar de las naciones colindantes, lo cual parece premonitorio respecto a las maneras de obrar que China presenta hoy día, en pleno siglo XXI. Según London:
Contrariamente a lo esperado, China no se mostró guerrera. No albergaba sueños napoleónicos y se contentaba con dedicarse al arte de la paz. Tras un periodo de inquietud, se aceptó la idea de que si China había de ser temida, no sería en la guerra sino en el comercio. Su tecnología continuó perfeccionándose. En lugar de un gran ejército permanente, desarrolló una milicia espléndida, eficiente y mucho más numerosa. Su marina, en cambio, de puro pequeña, era el hazmerreír del mundo; pero tampoco intentó fortalecerla. Los puertos comerciales del mundo nunca llegaron a recibir las visitas de sus navíos de guerra (London 2003, 145).
En el relato, una vez iniciada la modernización del país gracias a la dirección nipona, la calidad y esperanza de vida de la prolífica población china hace que ésta vaya emigrando a los países cercanos. Finalmente, el número de emigrantes acaba igualando y sobrepasando a la población autóctona, por lo que resulta natural la incorporación a China de territorios como Indochina, Bután, Birmania, etc. Las naciones europeas, al ver amenazados sus dominios, en varias ocasiones se levantan en armas contra China, pero lo hacen inocuamente ante la colosal población amarilla, la cual sólo necesita replegarse sobre sí misma y aguantar pacientemente los envites hasta que aquellas campañas militares se vuelvan insostenibles económicamente para la potencia extranjera en cuestión. Debido a esto, las fuerzas occidentales deciden llevar a cabo una movilización militar conjunta sin precedentes: cercan por tierra y mar a esa “masa amarilla” que, al parecer, lo engulliría todo. Como de costumbre, ante la amenaza, el monstruo se repliega, como si de un animal se tratara, y espera el empujón al que ya está acostumbrado. Una vez que el ataque cese, continuará su camino. Pero -narra London- en aquella ocasión el ataque fue diferente y sobre aquella masa amarilla fueron lanzados miles de pequeños tubos de frágil vidrio “que se hacían mil añicos al estrellarse contra calles y tejados”. Sin embargo, aparentemente, no tenían nada de mortíferos aquellos tubos. “No ocurría nada. No había explosiones” (London 2003, 155). Aquellos tubos no contenían ni una ni dos plagas, sino más de una veintena, elaboradas y encapsuladas en laboratorios europeos. Así fue como, finalmente, se logró erradicar el mal asiático.
Cabe mencionar que esta elaboración y uso de una solución final para el problema del terror amarillo ya había sido imaginada en otras novelas de ficción de la época, como la obra The Yellow Danger, de Matthew Phipps Shiel (1898, 338), donde también se recurre a una enfermedad creada en los laboratorios europeos y que es inoculada en ciertos prisioneros a los que se devuelve a Asia. En este sentido, cabe subrayar que, antes de Hiroshima y Nagasaki, Europa y América ya habían imaginado desde sus ficciones una solución final frente a la amenaza amarilla.
A pesar de todo, las obras que Gulick escribió durante su estancia en Japón y con las cuales trató de defender a Asia Oriental, poco pudieron hacer frente a la discriminación que no dejaba de fomentarse sobre todo en la costa oeste de Estados Unidos.8 Relatos y ficciones como los de London y Shiel ganaron peso conforme el siglo XX avanzaba y el racismo contra chinos y japoneses se asentaba y consolidaba en Estados Unidos. En 1913, Gulick regresó a su país, lo que le permitió fomentar las relaciones de amistad con Japón desde el mismo corazón en que el odio y el miedo de los estadounidenses se fraguaba: California.
El retorno de Sidney L. Gulick a Estados Unidos
En 1913, debido a problemas de salud, Gulick tuvo que abandonar definitivamente Japón y retornar a su país. Sin embargo, su labor en defensa de las buenas relaciones entre Estados Unidos y Japón no decayó. A su regreso fue nombrado secretario del Departamento de Justicia Internacional y Buena Voluntad del Concilio Federal de las Iglesias de Cristo en América. A través de esta posición buscó mejorar el entendimiento internacional y erradicar las ideas de guerra que se fraguaban tanto en Europa como en el Pacífico. Su labor en Estados Unidos fue muy activa en aquellos años. En 1916 fue designado secretario de la rama estadounidense de la Alianza Mundial para la Promoción de la Amistad Internacional. Además, como delegado del Consejo Federal de Iglesias, estuvo presente en la Conferencia de Paz de París en 1919, donde se pronunció a favor de los planes de Woodrow Wilson para la conformación de la Sociedad de Naciones (Robinson 2021).
Durante aquel tiempo, los escritos de Gulick dejaron de centrarse en problemas de índole más amplia, como la idiosincrasia nipona o las críticas al peligro blanco en Asia Oriental, para enfocarse en algunas derivas racistas que empezaban a consolidarse en Estados Unidos, sobre todo en la costa oeste. Así, en 1914 publicó The American Japanese Problem, donde criticó férreamente la legislación antijaponesa que había empezado a conformarse en el estado de California. Según Gulick, poco antes de comenzar a escribir su libro, se habían propuesto 51 proyectos de ley de corte antijaponés. Entre éstos estaba, por ejemplo, aumentar la tasa de las licencias para los pescadores, que pasarían de 10 dólares la estándar a 100 dólares para los asiáticos; la prohibición a los japoneses de usar o poseer motores eléctricos y de contratar a chicas blancas en sus establecimientos, y la exigencia a los que poseían tierras de venderlas en el plazo de un año (lo que prácticamente planteaba la confiscación de la propiedad privada), entre otras (Gulick 1914, 188). En opinión del escritor, esa agitación antijaponesa era humillante para Japón, pero también vergonzosa para Estados Unidos.
En la tabla que Gulick muestra en su escrito, se aprecia un aumento pronunciado de la inmigración japonesa a California a partir de 1900. En efecto, fue a partir de entonces cuando Estados Unidos empezó a recibir un número elevado de inmigrantes nipones cada año, los cuales se concentraron en la costa oeste del país.
1861-1870 | 218 |
1871-1880 | 149 |
1881-1890 | 2270 |
1891-1900 | 20826 |
1901-1910 | 62432 |
Total | 85895 |
Fuente: Gulick 1914, 10. Traducción del autor.
A pesar de que en 1907 se llegó a un “acuerdo de caballeros”, la legislación en oposición a la entrada y la permanencia de inmigrantes japoneses en Estados Unidos siguió endureciéndose con el paso de los años (Niiya 1993, 303-304).9 Gulick lamentó profundamente este rechazo a los asiáticos y lo denunció en numerosas ocasiones:
A pesar de su amistad y lealtad mutua y del trato generoso, California ha desarrollado una agitación antijaponesa humillante para Japón y vergonzosa para América. Ignorando que Japón desea sinceramente estar en términos de amistad cordial con Estados Unidos y que está administrando eficientemente los postulados acordados en el “acuerdo de caballeros”, California asume que hay un peligro inminente de una inmigración desbordante y de las enormes compras de sus mejores tierras agrícolas por parte de estos extranjeros “indeseables”. Todos los argumentos y actividades antijaponesas se basan en esta suposición como premisa principal. Mientras que los trabajadores manuales, los pequeños comerciantes y los agricultores pueden ser excusados por encontrarse bajo esta ilusión, es ciertamente sorprendente que los legisladores estatales, los profesores universitarios, los ministros del evangelio y los editores de periódicos estén tan completamente obsesionados por la misma ilusión. Los privilegios de estos profesionales se basan en conocer los hechos y, a través de ellos, guiar a los ciudadanos. Los líderes deberían asegurar a las bases que no hay peligro alguno de que la inmigración les afectará; que Japón, en sus relaciones de amistad y gratitud hacia Estados Unidos, está más que dispuesto a cooperar en cualquier medida que pueda ser necesaria para liberar a Estados Unidos de las dificultades económicas y de cualquier otro tipo que puedan surgir de la inmigración japonesa, y que las afirmaciones de algunos sobre un inminente ataque naval japonés y una invasión militar de California son absurdas y descabelladas. Sin embargo, en lugar de guiar a la opinión pública, de insistir en la justicia y el trato justo, el espíritu y los métodos de los líderes de la opinión pública parecen haber ido por el lado opuesto (Gulick 1914, 187-188).
De la cita resultan especialmente significativas las últimas líneas, en las que Gulick critica de manera directa a aquellos líderes de opinión que, en lugar de calmar los ánimos y las actitudes antijaponesas, acrecentaban el odio y la discriminación hacia los nipones. Entre éstos, sin duda, mención especial merece William Randolph Hearst (1863-1951), una de las figuras más poderosas de la escena política y empresarial del Estados Unidos de aquellos años. Desde sus periódicos, Hearst promulgó y potenció los discursos sobre el peligro amarillo, aunque para ello incurriera en exageraciones, descontextualizaciones y, en algunos casos, incluso en invención de hechos y “pruebas” que demostraban cómo, supuestamente, el Imperio japonés se preparaba para una inminente invasión de California. Como puede imaginarse, esta retórica también llamó la atención sobre lo que en años posteriores se denominaría la quinta columna, es decir, la población de residentes en el estado atacado que se mantendría leal a los atacantes y dinamitaría las defensas del estado en cuestión desde dentro. De este modo, en medios como los periódicos de Hearst se aludió a que los japoneses afincados en California rápidamente se pondrían del lado de sus compatriotas cuando llegara el inminente ataque que esos periódicos no dejaban de promulgar (Weik 2016; Laguna 2019).10
Así pues, a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, en periódicos como el Evening Journal o The New York American, ambos propiedad de Hearst, se pudieron leer titulares y comentarios como:
“El peligro amarillo no puede evitarse simplemente cerrando los ojos ante él” / “Los japoneses son absolutamente inmorales y extraordinariamente astutos” / “El peligro amarillo, la única gran amenaza que nos depara el futuro” / “Japón continúa con sus preparativos para la guerra contra nosotros” / “Nuestra debilidad y nuestras riquezas tientan la codicia y la soberbia de Japón, los dos poderosos resortes principales de toda acción japonesa” / “¡Japón está listo ahora! El país nipón tiene dos millones de hombres entrenados para luchar, y armas suficientes con las que rearmarse en una hora” (Gulick 1917, 51-52).
Como parte de la campaña antijaponesa, una de las revistas de Hearst publicó en el verano de 1916 la partitura y la letra de una canción de Edith Maida Lessing titulada Lookout! California Beware! La imagen que acompañaba a la canción mostraba a un japonés gigantesco, de rostro monstruoso y ataviado con armadura, que se alzaba desde Japón sobre la costa oeste americana. La letra rezaba así:
¡Acechan en tus costas, California!
Vigilan detrás de tus puertas, California.
Son cien mil.
Y no se esconderán mucho tiempo.
¡No hay nada a lo que no se atrevan esos canallas!
Son soldados de un solo hombre.
¡Con los esquemas del viejo Japón!
¡Cuidado! ¡California! ¡Cuidado!
Pero algo va a suceder
que sacudirá las cosas probablemente
¡si no empezamos a limpiar esto de japoneses!
Hay un murmullo que afirma
que son hermanos de los gusanos
que nos sirven de manera mansa y humilde.
Pero mientras observan y esperan…
¡Están dentro del Golden Gate!
Tienen acorazados, dicen,
¡en la Bahía de la Magdalena!
Tío Sam, ¿no escuchas cuando te advertimos?
¡Están esperando para robar nuestra California!
Así que no pierdas de vista a Togo,
con su bolsillo lleno de mapas.
¡Porque hemos descubierto
que no podemos confiar en los japoneses! (Gulick 1917, 49).
Gulick no dudó en comparar la canción con el Himno del odio que Ernst Lissauer hizo contra Inglaterra en la Primera Guerra Mundial.
Por otro lado, los dibujos y las tiras cómicas que comenzaron a incluirse en estos periódicos representaban a los japoneses de manera animalizada, ridiculizándolos y deshumanizándolos, y sirvieron de antesala a los diseños que la propaganda estadounidense antijaponesa utilizaría en los años de la guerra del Pacífico. Gulick criticó a este respecto:
Los periódicos de Hearst han publicado una serie de caricaturas insultantes que no han dejado de infundir veneno en las mentes de todos los lectores desprevenidos, ya que una caricatura revela de un vistazo más desprecio y animosidad de lo que se puede expresar con palabras. El New York Evening Journal, por ejemplo, publicó el 26 de abril de 1916 una gran caricatura realista que mostraba la flota de combate japonesa de catorce buques a vapor distinguibles a través del Pacífico con la cabeza y los hombros de un soldado japonés gigante detrás de la flota sonriendo viciosamente (Gulick 1917, 50 ).
En 1905, el New York American Sunday, otro periódico de Hearst, declaró que tenía en su poder los planes de Japón para invadir Estados Unidos. Como Iglesias ha recogido respecto a este caso, el cónsul japonés en Nueva York negó inmediatamente aquellas rocambolescas acusaciones. Poco después, Gilbert Bowles empezó a investigar de dónde podía haber salido aquel libro que el New York American Sunday presentó como los planes de conquista nipones. Gilbert Bowles fue un misionero, como Gulick, preocupado por las relaciones de amistad entre Estados Unidos y Japón. Tanto fue así que creó la Sociedad Japonesa por la Paz en Estados Unidos y una Sociedad Americana por la paz en Japón. Bowles advirtió que la Asociación Militar, de donde el periódico decía haber extraído el documento, no existía, y que el texto original se trataba, en gran medida, de una vieja novela japonesa de la que apenas quedaban copias (Iglesias 2019, 264).
Todos estos episodios fueron recogidos por Gulick en Anti-Japanese War-Scare Stories, publicado en 1917. El objetivo, tal como el escritor recoge en la introducción, era tratar de refutar las mentiras y las exageraciones que en aquellos años circulaban entre los periódicos norteamericanos, sobre todo de aquellos que pertenecían a Hearst (Gulick 1917, 5-6).
Los últimos años de activismo projaponés de Sidney L. Gulick
A pesar de los esfuerzos de personalidades como Gulick, finalmente, en 1924, fue aprobada el Acta de inmigración, mediante la cual se prohibió la llegada de asiáticos a Estados Unidos. Decepcionado con el rumbo que había tomado el país, Gulick trató de llevar a cabo gestos particulares y concretos que ayudaran a seguir fomentando una amistad que ya parecía del todo quebrada. Así, creó el Comité de Amistad Internacional entre Niños, animado por la idea de que las tensiones entre Japón y Estados Unidos podrían apaciguarse si ambos llegaban a una comprensión y una apreciación más profundas de la cultura del otro. El proyecto más conocido que llevó a cabo el Comité fue el intercambio de muñecas entre escolares norteamericanos y japoneses. Así, se alentó a niños y niñas estadounidenses a crear y vestir muñecas con el fin de regalarlas a sus homólogos en Japón. El objetivo era utilizar a la infancia como símbolo de acercamiento entre las culturas. Más de 12 700 muñecas fueron enviadas a Tokio en enero de 1927, y fueron recibidas con entusiasmo y repartidas a las casas de algunos escolares nipones. A cambio, los japoneses respondieron con su propio proyecto de muñecas y enviaron 58 “muñecas de gratitud” a los escolares estadounidenses. Estas muñecas, de más de un metro de altura, venían acompañadas de todo lo necesario para organizar una pequeña ceremonia del té (Robinson 2021). Las muñecas estadounidenses fueron consideradas un símbolo del enemigo una vez que estalló la guerra del Pacífico, y muchos japoneses se deshicieron de ellas cuando el gobierno ordenó destruirlas. Sin embargo, hubo quienes decidieron conservarlas y las ocultaron de los inspectores. Hoy se calcula que quedan 300 de estas muñecas, las cuales son consideradas un símbolo de aquellos esfuerzos por la paz y la convivencia entre naciones.
En 1941, con el fallecimiento de su esposa, Gulick se retiró de la vida pública, probablemente abatido ante la idea de que un enfrentamiento armado entre Japón y Estados Unidos finalmente se hiciera real. Quizá pueda parecer que 300 muñecas sean una recompensa escasa para quien dedicó su vida a intentar evitar aquel conflicto mediante sus escritos. A pesar de ello, hoy, vista con perspectiva, su obra representa un legado importante: el atrevimiento de propagar en su propio país el amor por la cultura que lo cautivó cuando vivió en Japón. Quizá sea este amor profesado por las culturas extranjeras, a través de las experiencias y el estudio, uno de los pilares básicos sobre el que deben apoyarse las relaciones internacionales.