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Estudios de Asia y África

versión On-line ISSN 2448-654Xversión impresa ISSN 0185-0164

Estud. Asia Áfr. vol.59 no.2 Ciudad de México may./ago. 2024  Epub 16-Ago-2024

https://doi.org/10.24201/eaa.v59i2.2902 

Artículos

¿Qué pasó con los chinos en el México revolucionario? La construcción de una historiografía contra el olvido

What Happened with the Chinese During the Mexican Revolution? The Making of Historiography against the Oblivion

Nicolás Cárdenas García1 
http://orcid.org/0000-0002-2466-8692

1Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, Departamento de Política y Cultura (Ciudad de México, México) ncardenasgarcia@gmail.com


Resumen:

La producción historiográfica sobre los inmigrantes chinos en México durante la época revolucionaria, marginal y pequeña por décadas, experimentó un auge durante los últimos veinte años. La persecución de que fueron objeto, inicialmente interpretada como un efecto secundario de la guerra y una peculiaridad norteña, hoy se considera un episodio racista constitutivo de la identidad nacional. Lo notable es que, a pesar de los grandes avances en este campo de investigación, sigue sin formar parte de las principales interpretaciones nacionales del periodo.

Palabras clave: racismo en México; chinos en México; inmigrantes en México; historiografía de la Revolución mexicana; nacionalismo mexicano

Abstract:

In the last twenty years, the number of historiographical studies on Chinese immigrants during the Mexican Revolution has increased after decades of relative neglect. The persecution of the Chinese, initially interpreted as a side effect of war and confined to northern areas, is now considered a racist aspect of Mexican national identity. Despite significant progress in this area, the subject remains marginalized from the main national interpretations of this historical period.

Keywords: racism in Mexico; Chinese in Mexico; immigrants in Mexico; historiography about the Mexican Revolution; Mexican Nationalism

Introducción1

Hace más de veinte años, en el archivo histórico del estado de Sonora, tropecé con numerosos documentos relativos a los inmigrantes chinos, un grupo del que normalmente no se hablaba en los libros de historia de la Revolución mexicana ni del periodo siguiente, en el que fueron reconstruidos el Estado y el sistema político. En los pocos casos en que recibieron atención, como en el volumen 11 de la Historia de la Revolución mexicana que Jean Meyer coordinó, su presencia mereció pocas páginas. Meyer, sumamente crítico de los relatos dominantes, los incluyó, no sin antes señalar que se trataba de una “rara cuestión muy difícil de encajar en cualquier plan libresco” (Meyer, Krauze y Reyes 1977, 202). Luego hizo un resumen del racismo antichino norteño y señaló su semejanza con el norteamericano y, en general, con todos los racismos, pero que en el caso de México condujo a atentados contra sus vidas y sus propiedades, a leyes destinadas a impedir su progreso y su integración social, y finalmente a su violenta expulsión del país. El nexo entre esta parte y el resto del libro no quedó claro, aunque tal vez haya un indicio en su conclusión de que, en ese momento, se impuso un proyecto de “despotismo democrático” en el que “la grandeza de la nación y el poder del Estado” se colocaron por encima de la sociedad y sus diferencias. Anular la diversidad fue visto como condición de esa grandeza (329).

Años después, al investigar sobre el movimiento que finalmente logró expulsar a los inmigrantes chinos de Sonora, me sorprendió que en pleno auge del revisionismo, cuando la interpretación convencional de la Revolución mexicana era sometida a un profundo examen crítico, el caso siguiera siendo marginal. La única excepción fue Alan Knight, quien dedicó un comentario a la matanza de chinos en Torreón perpetrada por tropas maderistas en mayo de 1911. Tal suceso habría sido la forma extrema de una xenofobia popular urbana contra los extranjeros, a los que juzgaba culpables de sus males. Las continuas agresiones a individuos chinos y de otras nacionalidades se conectaban finalmente, en su interpretación, con el nacionalismo económico de la nueva élite en el poder, que abanderó un proyecto desarrollista dirigido por el Estado (Knight 1996, 248, 1056, 1058).

En este ensayo se analiza una selección de obras historiográficas relevantes sobre la presencia de los chinos en México desde finales del siglo XIX hasta su expulsión en la década de 1930. Aunque estará centrado en productos de la investigación académica, es inevitable hacer referencia a textos testimoniales, pues la historia académica no se elabora desconectada de las memorias de los actores y sus descendientes. Como cualquier tema, sus avatares discurren entre la búsqueda de conocimiento de una comunidad de profesionales, con sus reglas, instituciones y debates, y las “exigencias existenciales de las comunidades para las que la presencia del pasado en el presente es un elemento esencial de la construcción de su ser colectivo” (Chartier 2007, 39).

Testimonios de participantes y testigos

De modo paralelo a la producción de textos sobre la Revolución mexicana, el estudio de la comunidad china en México comenzó con algunos libros de participantes o testigos cuyo propósito era mantener el recuerdo de quienes se opusieron a la presencia china en el país. Se trataría, en palabras de Álvaro Matute (2010, 17-18), de una historia recordada y de talante polémico.

Durante la campaña con la que finalmente se les echó del país, José Ángel Espinoza, quien fue regidor en Cananea, diputado local en Sonora (1925-1927) y líder antichino, publicó dos libros claramente apologéticos. El primero salió en 1931 y se titula El problema chino en México. Su objetivo era contribuir a la solución del “urgente” dilema nacional representado por el inmigrante chino, pero señalaba que se requería conocerlo a fondo, evaluar su fuerza, estudiar sus medios, sus recursos, su psicología y sus puntos débiles, de modo que las organizaciones nacionalistas se organizaran y eligieran medios de lucha adecuados. Sólo así tales organizaciones se volverían serias, fuertes, irresistibles (Espinoza 1931, 39-44).

Aunque Espinoza recurre a autoridades como Confucio y Lombroso, su texto no hace más que reproducir el estereotipo negativo de los chinos configurado en Europa y Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX. Se trataba de un “racialismo vulgar” fundado en una jerarquía racial supuestamente establecida de manera científica, en la que se arrojaba a las razas inferiores a una especie de “subhumanidad” (Todorov 2013a, 131, 135). La sociedad china, según Espinoza, era una sociedad estancada, con una escritura pobre y gran diversidad de lenguas, sumida bajo el poder de una autocracia “abominable” y, por tanto, refractaria a la “emancipación” occidental. Entre sus costumbres milenarias destacaban los castigos basados en la tortura, la poligamia y el uso del opio. Incluso con el triunfo de los nacionalistas esto no había cambiado, pues en su lugar había aparecido un “caudillaje bárbaro y sanguinario” que condujo, entre otros episodios, a la matanza de extranjeros perpetrada por los rebeldes boxer en 1900. De todo ello concluye que “los chinos tienen un instinto de crueldad muy desarrollado y superior al de cualquier otra raza” (Espinoza 1931, 55). Peor aún, esos instintos “feroces” estaban ocultos bajo un disfraz manso y bondadoso que escondía su carencia de ética comercial, pues eran “magos” en las artes de robar, falsificar y sobornar.

A diferencia de otros extranjeros que traían a México el “árbol del progreso”, entre otras cosas dando ocupación y oficios a los obreros nativos, los chinos no habían aportado “nada útil” al país. Como sobrevivían con una “miserable ración de arroz y un poco de té”, habían hecho una injusta competencia laboral al mexicano, y con sus ahorros se habían adueñado finalmente del comercio. En el camino, al ocupar trabajos desempeñados por las mujeres pobres, habían arrojado a muchas a la prostitución o a los brazos de los chinos, ya fuera como esposas o como “mancebas”.

Finalmente, exagerando mucho las cifras de su población y sus capitales, termina alertando contra el crecimiento de los chinos criollos y mestizos en el país, algunos de los cuales ya eran “maestros de escuela y empleados públicos que cobran sueldos al gobierno”. Era alarmante, pues nunca dejarían de ser chinos, como lo mostraba que ninguno se había alistado en la defensa del país en casos de intervención, en la defensa de las instituciones o en “beneficio de la revolución liberadora”. Los chinos naturalizados simplemente mentían al jurar lealtad a la bandera; eran doblemente peligrosos, cual “serpiente de dos cabe- zas que se disfraza de ave para meterse a los nidos de los pájaros y devorarlos” (Espinoza 1931, 19, 134, 144).

El segundo texto, publicado al año siguiente, tiene un tono distinto. Ya no se trataba de promover un proyecto, sino de propalar su éxito. Lo escribió inmediatamente después de que los gobernadores Francisco S. Elías y Rodolfo Elías Calles expulsaran, entre 1930 y 1932, a los chinos de Sonora, y dedicó la mayor parte a narrar las decisiones con las que lograron tal objetivo. Incluye una extensa galería de semblanzas y fotografías de los colaboradores de Francisco S. Elías y de los actores políticos que favorecieron su causa a nivel nacional, estatal e incluso local; en especial, reconoce la labor de los “soldados rasos del movimiento”, quienes “batallaban noche y día, se esforzaban sin experimentar cansancio, ni pena, ni miedo hasta que les fue posible conseguir en beneficio de todos el más legítimo triunfo”. Esas “infanterías” fueron las que formaron las “guardias verdes”, que hicieron efectivo el boicot en los comercios chinos, “usando de la persuasión y en algunos casos de la fuerza” (Espinoza 1932, 95, 122). Finalmente, otra novedad importante fue la incorporación de numerosas caricaturas que ilustraban y escarnecían el modo de vida de esos inmigrantes.

Aunque circularon entre algunos revolucionarios, su virulencia racista los volvió textos incómodos a partir del declive de los callistas y el movimiento antichino a mediados de los años treinta, por lo que nunca se reeditaron. Sin embargo, contienen datos y documentos que han sido muy valiosos para los distintos investigadores del tema.

En todo caso, es útil ubicarlos en un contexto más amplio, a través de dos textos testimoniales que documentan la intensa campaña nacionalista que el gobernante Partido Nacional Revolucionario (PNR), recién creado por la élite política para afianzar su unidad y su hegemonía, emprendió a partir de media- dos de 1931. La dirigió el general oaxaqueño Rafael E. Melgar, entonces presidente del bloque de diputados del PNR, como un medio para fortalecer la economía mexicana dentro del renovado impulso nacionalista que se daba en el mundo. Su actividad central fue promover el consumo de productos nacionales con el apoyo de las cámaras de comerciantes e industriales, en particular a través de “semanas nacionalistas” en todo el país, una especie de desfiles, ferias y concursos donde las empresas exponían sus productos al púbico y premiaban sus logros. Además, en las manifestaciones que organizaban, los líderes del movimiento aparecían montados a caballo y en traje de charro.

Los libros de Sánchez Lira (Iluminación nacionalista, 1956) y López Victoria (La campaña nacionalista, 1965) ayudan a entender que se trató de dos campañas diferentes que se entrecruzaron en distintos momentos, aunque hubo personajes, como Juan de Dios Bátiz, José María Dávila y Walterio Pesqueira, que participaron en ambas. Sánchez Lira, por ejemplo, documenta las acciones hostiles que “comerciantes de mala fe” emprendieron en distintas partes del país contra los extranjeros, y cómo Melgar y sus socios tuvieron que deslindarse de tales actos xenofóbicos: los extranjeros que trabajaban honestamente debían recibir las “garantías” que otorgaban las leyes mexicanas (Sánchez 1956, 111; López 1965, 143-148). Peor todavía, se suscitó una escena incómoda en octubre de 1931 cuando en un banquete nacionalista efectuado en Puebla, el diputado José María Dávila alabó a Mussolini como “campeón nacionalista”. Ello dio lugar a réplicas furiosas de varios asistentes, como la del propio gobernador Leonides Andreu Almazán (Sánchez 1956, 234).

Este par de libros permite pensar que ambos nacionalismos, el que triunfó en Sonora y el que se promovía desde el poder central, no eran exactamente los mismos. Por otro lado, vale la pena señalar que hay información valiosa y más comprensiva sobre los chinos en algunos libros de memorias de personajes de la época, aunque no constituya su tema central (Iberri 1952; Filio 1946; Leyson 1969).

Los chinos son descubiertos por la academia

En la década de 1960, los historiadores voltearon a ver a los chinos. El pionero fue Charles Cumberland, un importante investigador norteamericano de la Revolución mexicana, a quien le impactó la “profunda animosidad” de los revolucionarios del noroeste contra los chinos. Para explicarla, en 1960 publicó “The Sonora Chinese and the Mexican Revolution”, y señaló que su estudio permitía ver la Revolución desde una perspectiva distinta (Cumberland 1960, 191).

El artículo, que utilizó como fuente principal los despachos consulares norteamericanos, relata cómo, a partir del estallido de la Revolución, se pasó de una hostilidad latente a una activa contra los chinos. En Torreón, cuando los maderistas la tomaron en mayo de 1911, hubo una “orgía de increíble brutalidad” (Cumberland 1960, 192) en la que fueron asesinados 303 chinos en dos días. A partir de ahí, hasta finales de la década revolucionaria, menudearon las agresiones, los robos, los saqueos e incluso los asesinatos contra miembros de la colonia en distintas partes de Sonora, Sinaloa, Chihuahua y Baja California. También indica que, con el triunfo constitucionalista, la campaña antichina había cambiado de carácter. En adelante fue más organizada y contó con el apoyo de los nuevos dirigentes estatales, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta, quienes promovieron cambios legislativos que buscaban encerrar a los chinos en barrios especiales, obligarlos a emplear a 80% de mexicanos en sus negocios y prohibirles el matrimonio o el concubinato con mexicanas. Tal legislación, sin embargo, no se puso en práctica de manera general, aunque no se explica por qué.

En todo caso, con el ascenso al poder de Plutarco Elías Calles hubo novedades. El gobierno mexicano comunicó al de China que el Tratado de Amistad firmado en 1899 expiraría en 1927, y llegó al gobierno de Sonora Francisco S. Elías, quien, ante el desempleo provocado por la crisis de 1929, decidió aliviarlo a expensas de los chinos. Así, puso en práctica las leyes mencionadas y nuevas prohibiciones, a la vez que aumentó los impuestos para presionarlos a cerrar sus negocios. Sobre todo, trató de que cumplieran con la ley del 80%, aun cuando los chinos alegaron que no tenían trabajadores, sino socios en sus comercios. Al final, algunos dejaron de abrirlos, pero Elías los obligó entonces a vender sus existencias y evacuar sus instalaciones. Finalmente, comunicó a los presidentes municipales que el gobierno había cancelado todas las licencias de los chinos, de modo que no podían dedicarse a ninguna actividad. Para octubre de 1931, el nuevo gobernador, Rodolfo Elías Calles, pudo anunciar que virtualmente todos los “chales” habían salido del estado y que se había terminado con el “problema chino” (Cumberland 1960, 203).

La última parte del trabajo se dedica a analizar las causas de la “profundidad” de estos sentimientos antichinos. Ofrece una respuesta multicausal, en la que enlista las quejas respecto a la competencia económica, el enriquecimiento de los chinos a expensas de los mexicanos, el uso de tácticas fraudulentas en sus comercios, así como las violentas fluctuaciones económicas derivadas de la Revolución, la devaluación de la moneda y el alza de precios. Como los chinos tenían alimentos en tiempos de escasez, se les vio como culpables. Pero aparte de las causas económicas, explica Cumberland (1960, 208) que “los prejuicios políticos jugaron una parte importante”. El revolucionario “promedio” no podía concebir a alguien como neutral, de modo que vio a los chinos como simpatizantes del enemigo, gente que podía usar su “enorme influencia política” para mantener sus privilegios. Además, influyó también el estereotipo relativo a sus hábitos personales y de salud más que sus comportamientos reales. “Los sonorenses, cuyos trabajos el presidente Calles había avalado como una ‘cruzada patriótica’, determinaron acabar con lo que consideraban una pestilencia, social, económica y política”. Finalmente, añade que, ante la erupción xenofóbica contra los chinos, los nuevos gobernantes podían dejarla correr, pues el gobierno chino se encontraba impotente para hacer efectivas sus protestas. Así, “los infortunados chinos se volvieron víctimas vicarias”, “objetivos convenientes” para liberar sobre ellos las “pasiones generadas” durante la Revolución (209-210).

El artículo concluye con una nota inquietante. La persecución de los chinos fue un “fenómeno peculiarmente norteño”, pero estuvo fuertemente vinculado, al menos por algún tiempo, a la tensión y las frustraciones que acompañaban las acciones militares, algo así como una válvula de escape. Lo perturbador era que los sonorenses habrían llevado sus prejuicios y el afán persecutorio a todas partes (Cumberland 1960, 210-211).

Por su parte, Moisés González Navarro había mostrado, desde 1957, que la política porfirista de promover la inmigración como remedio a la necesidad de fuerza de trabajo había generado una tensión entre lo que llamó la xenofilia oficial y el rechazo popular hacia los pocos que atendieron la invitación a migrar a México: chinos, negros y mormones (González 1957, 153 y ss.). Al proseguir su investigación sobre el tema, publicó en 1969 un importante artículo titulado “Xenofobia y xenofilia en la Revolución mexicana”, en el que dedica buena parte al caso chino usando fuentes mexicanas. Ahí plantea la correlación entre las inversiones extranjeras y la emergencia de un “nacionalismo popular” que se expresó en violencia xenofóbica con las frías cifras de asesinados entre 1910 y 1919: 550 estadounidenses, 471 chinos y 209 españoles (González 1969, 575). Encontró que, con el triunfo revolucionario, mientras la violencia dirigida contra norteamericanos y españoles se contuvo, la ejercida contra los chinos se volvió más organizada y, a la postre, llevó a su salida del país, al menos en Sonora. En su narración subraya la diferencia entre la política del gobierno federal, que deseaba limitar el ingreso de más trabajadores, y los objetivos de los antichinos, que buscaban expulsarlos porque se trataba, como dijo un periódico capitalino, de una raza “grotesca, miserable, sucia y antihigiénica” (596, 598). Sin embargo, al relatar el desarrollo de esa campaña, parece claro que tal expulsión no podía haberse dado sin algún apoyo de los nuevos gobernantes revolucionarios, tanto en el Congreso como en los distintos niveles del Poder Ejecutivo.

El estudio de los chinos en la era revisionista

La siguiente generación de investigadores trabajó en un contexto muy diferente. El campo de los académicos dedicados al estudio de la Revolución mexicana se vio sacudido por las críticas y las movilizaciones sociales contra el régimen emanado de ella, pero también por los cambios institucionales ocurridos en las universidades mexicanas, así como por los que se dieron en la práctica y la escritura de la historia. El movimiento, al que se llamó “revisionismo”, rompió con la ilusión de una Revolución “monolítica y popular”, discutió intensamente qué tan profundos habían sido los cambios que trajo consigo y sometió a examen la supuesta ruptura con el antiguo régimen. Para lograrlo, recurrió a nuevas fuentes de archivo, a diferentes enfoques teóricos, a cambios en la escala de la investigación y, sobre todo, al “rescate” de los actores sociales (Matute 2010, 21; Barrón 2004, 37). El resultado fue una enorme ampliación del conocimiento de lo ocurrido en esos años, pero sin que llegara a configurarse una nueva versión dominante. El nuevo escenario era el de la diversidad, y tal vez por ello fue propicio para una oleada de estudios sobre los chinos.

El mérito de dar un nuevo impulso al tema fue de Leo M. Dambourges Jacques, quien en su tesis doctoral sobre el caso de Sonora hace una detallada narración del arribo y el establecimiento de los chinos hasta que dominaron el comercio de comestibles, así como de la manera en que, durante la Revolución, el sentimiento antichino hasta entonces latente estalló en actos de violencia física. También explica que fueron tres campañas sucesivas y distintas las que se requirieron para expulsarlos del estado, lo que según él denotaba la fuerza económica que tuvieron hasta 1931 (Jacques 1974a, 108, 261). Finalmente, confirma que en el contexto de la crisis de 1929 y con la simpatía de los líderes nacionales encabezados por Plutarco Elías Calles, los antichinos lograron su propósito, que estaba estrechamente vinculado a la búsqueda de una identidad nacional. Aunque habían llegado a ser parte de la sociedad mexicana, los chinos “no eran parte de la cultura mexicana”; se trataba de un legado “inasimilable” de Díaz y sus cómplices. En su búsqueda de autonomía cultural y económica, los mexicanos atacaron a los chinos -concluye- “en mayor medida e intensidad porque eran chinos. Su poder en la economía local, junto con su posición vulnerable al carecer de un protector poderoso, los marcó para la extinción entre todos los extranjeros” (Jacques 1974a, 262-263; 1976, 216).

En resumen, la causa más importante de la persecución fue su “prosperidad” económica, pero el significado de la persecución era más profundo, pues tenía que ver con la identidad nacional mexicana. Aunque Jacques no publicó su tesis como libro, sintetizó su argumento en un artículo y publicó otro que, por primera vez, narraba los trágicos acontecimientos de Torreón de mayo de 1911 (Jacques 1976; 1974b). Vale la pena señalar que esa tesis ha sido un texto de referencia en el campo.

Poco después se publicó el primer trabajo de Evelyn Hu-DeHart (1984), quien se convirtió en la figura principal del periodo, ya que escribió exten- samente sobre el tema e introdujo una perspectiva comparada que colocaba el caso mexicano en perspectiva latinoamericana. Además, lo hizo con un profundo conocimiento del norte mexicano, pues previamente había publicado libros y artículos dedicados a la región y en particular a los indígenas yaqui en la época colonial y el siglo XIX.

En su artículo “Immigrants to a Developing Society”, cuenta la historia “olvidada” de unos inmigrantes que lograron cierta prosperidad en el norte mexicano, al grado de que se habían vuelto dominantes en un sector social al que llamó “nueva pequeña burguesía” (Hu-DeHart 1980, 276). Tal logro había sido posible gracias a la ayuda mutua, el trabajo esforzado, el ahorro de salarios extremadamente bajos y una vida frugal que incluía vivir hacinados en sus comercios. Si para muchos mexicanos eso era competencia desleal, injusta, a los consumidores les generaba beneficios reales. En todo caso, argumenta convincentemente que los chinos no desplazaron a nadie del pequeño comercio, sino que aprovecharon oportunidades creadas por el rápido crecimiento económico, la urbanización y la expansión del mercado interno (299-300).

También confirma que la Revolución no detuvo su crecimiento, pero sí cambió la manera en que eran percibidos por las clases medias y los sectores populares. En el norte se dio un odio generalizado a los extranjeros, pero en particular hacia los chinos, quienes eran visibles, numerosos y vulnerables debido al caos interno en su país y su debilidad internacional. Según Hu-DeHart (1980, 283-285), se juntaron dos procesos: el resentimiento por su relativa prosperidad y una especie de “culpa por asociación”, ya que se les veía estrechamente vinculados a los norteamericanos. Por ello, fueron objeto de toda suerte de robos, saqueos, extorsiones y asesinatos. En todo caso, lo distintivo de Sonora fue el surgimiento de un movimiento político que organizó a las comunidades loca- les para acosar a los chinos a través de medios legales: aumentos de impuestos, distintas prohibiciones comerciales y ocupacionales, obligación de que 80% de sus empleados fueran mexicanos y la segregación en barrios chinos. Además, tales campañas apelaron a emociones básicas para intensificar el racismo antichino. Si las primeras no tuvieron éxito, fue por la falta de unidad entre el movimiento y el gobierno nacional, la intervención del gobierno norteamericano en defensa de los chinos y la respuesta de la propia comunidad china, que protestó de manera enérgica y posiblemente recurrió al soborno de funcionarios (290-295). Pero en los años de la crisis, las condiciones cambiaron. El movimiento contó con el decidido apoyo del gobernador Francisco S. Elías y su sucesor, Rodolfo Elías Calles, con una gran movilización social, y al mismo tiempo los chinos ya no tuvieron el apoyo del gobierno norteamericano ni de funcionarios federales ni estatales. Los chinos debieron admitir la derrota, pero muchos no pudieron vender sus propiedades y salir del estado. Incluso los que lograron hacerlo tuvieron grandes pérdidas; otros partieron sin nada (301-305).

Para Hu-DeHart, el motivo de fondo de la persecución fue de clase, aunque mezclado con un fuerte sentimiento racista que llegó a ser parte integral del nacionalismo revolucionario mexicano. Tales emociones -de manera “comprensible”- dieron salida a las frustraciones del pueblo común en una sociedad que cambiaba rápidamente. Los chinos fueron “sacrificados” por la causa del nacionalismo mexicano: “la suya fue una historia de un pequeño éxito con un final trágico” (Hu-DeHart 1980, 307). Pero, a pesar de lo ocurrido, Hu-DeHart (1982, 24-25) termina su siguiente artículo señalando que tal racismo no era comparable en “alcance, intensidad y duración” con otros tipos de racismo, como el que se daba contra los negros en Estados Unidos.

En el periodo ocurrieron otros avances. Humberto Monteón y José Luis Trueba publicaron una cuidadosa antología documental en 1988 que muestra el papel de un periódico -El Tráfico, de Guaymas- y de la legislación de Sonora en el movimiento antichino, así como el enfrentamiento violento de dos organizaciones rivales chinas, asunto que ya habían abordado tanto Jacques como Hu-DeHart (Monteón y Trueba 1988; Trueba 1990).

Por su parte, José Gómez Izquierdo, basado en los fondos resguardados por el Archivo General de la Nación y la Secretaría de Relaciones Exteriores, analiza el papel que la nueva élite política tuvo en la campaña contra los chinos y propone que se trató de un proceso en el que se mezcló la búsqueda de mayor poder económico y político de la clase media nacionalista emergente, con la “utilización demagógica de los odios raciales” por las nuevas élites políticas para construir y promover el consenso alrededor de una integración nacionalista, de una identidad que sería definida desde el Estado. Por eso, a diferencia de Cumberland, cree que la campaña fue “verdaderamente nacional”, no sólo porque se extendió a todos los lugares en los que había chinos, sino también porque se concretó en una legislación federal, particularmente en lo relativo a la migración y la salud pública (Gómez 1991, 88-89, 131-133, 161). Eso lo condujo a una paradoja que aparece al final del libro. Si el Estado había logrado imponer su proyecto de nación a través del apoyo a acciones y leyes discriminatorias, tal identidad nacional era excluyente y tal vez inviable, “pues se incluían en el nacionalismo elementos xenofóbicos y racistas para fortalecerla” (162).

Casi al mismo tiempo, Juan Puig descubrió en el Archivo de Relaciones Exteriores una mina documental sobre la matanza de Torreón y la reconstruyó con un detalle admirable. Un capítulo en particular muestra la complejidad que enfrentaron las comisiones formadas por el gobierno mexicano y la Embajada china para investigar y explicar los hechos sobre el terreno. Por supuesto, era fácil descartar las versiones más parciales e infundadas, como la que atribuyó a los propios chinos parte de la culpa de los hechos (al disparar sobre los maderistas), pero al final se complicaba elegir entre la versión china (los culpables fueron los revolucionarios maderistas) y la versión del comisionado mexicano, Antonio Ramos Pedrueza (fue la violencia del populacho). El gobierno mexicano eligió la segunda, pues le permitió no asumir la responsabilidad de los hechos al mismo tiempo que ofrecía una indemnización voluntaria y graciosa por las vidas de los 303 chinos (Puig 1992, 241-157). Finalmente, no se castigó a nadie y la indemnización no se pagó. Puig concluye con una reflexión melancólica. Los chinos desaparecieron de Torreón, y el “pueblo menesteroso” que participó salvajemente en los asesinatos “había ganado apenas la ventaja de no disputar con extraños la pobreza de siempre”; la matanza, con los años, cayó en el olvido (313-314).

Estos descubrimientos también permitieron apreciar las diferencias de enfoques e interpretaciones del problema. Tal vez las más importantes tenían que ver con el vínculo entre los movimientos antichinos y el proyecto nacional que estaban formulando los nuevos dirigentes estatales, así como con la tesis de la peculiaridad norteña.

En ese sentido, fue muy importante la publicación de trabajos que desplazaron el foco del caso sonorense para indagar en el de Baja California, donde también hubo una numerosa colonia china. Robert H. Duncan señala que la correlación observada por Jacques y Hu-DeHart entre éxito económico y persecución no ocurrió ahí. Un desarrollo económico diferente, centrado en el cultivo a gran escala de algodón en tierras de riego, permitió que los chinos ocuparan roles más diversos, tanto rurales como urbanos. De ese modo, se integraron económica y socialmente más que en otros sitios, y ello “silenció las tensiones étnicas a la vez que facilitó su adaptación” (Duncan 1994, 616). En una época en que el paso de los mexicanos a Estados Unidos, donde podían obtener mejores salarios, era sencillo, los pocos que había en la región no estaban interesados en trabajar en las tierras del valle de Mexicali, así que los chinos resultaron la mejor opción para el desmonte, la siembra y la pizca de algodón. Sin embargo, con el tiempo empezaron a ocuparse del comercio y otros negocios, así como de la propia producción de algodón en tierras rentadas a los inversionistas norteamericanos. “La diversidad de inversiones chinas -escribe Duncan- disminuyó la posibilidad de volverse un objetivo fácil del resentimiento, y de ese modo se suavizaron las tensiones étnicas” (630). También, a diferencia de Sonora, el gobernante del territorio, coronel Esteban Cantú, estaba menos comprometido con los nuevos aires revolucionarios y más bien privilegió el desarrollo económico, el flujo de impuestos e incluso el cohecho que provenía del negocio de las drogas (Werne 1980).

A mediados de la década de 1920, a pesar de los esfuerzos del nuevo gobernante, el sonorense Abelardo L. Rodríguez, por disminuir el influjo de los chinos, éstos ya eran una colonia próspera, con fuertes inversiones en grandes empresas y con un predominio en el comercio local. Además, contaban con un banco, dos teatros, una iglesia y un hospital. Ciertamente enviaban dinero a sus familias en China, pero reinvertían parte de sus ganancias en la economía local. Al mismo tiempo, dice Duncan, no era una colonia separada, sino que “los chinos estaban integrados en la sociedad más amplia”. Por eso, fuera de un tardío movimiento nacionalista en Ensenada, donde había una pequeña colonia china, no enfrentaron el rechazo de grupos racistas. En realidad, lo que terminó con ese auge fue la crisis económica de 1929, a raíz de la cual muchos chinos decidieron buscar otros destinos. Para Duncan (1994, 635-640, 641, 647), la “difusión” social y económica de los chinos podría explicar por qué tuvieron mejores relaciones étnicas en Baja California que en Sonora: “Aunque los chinos nunca fueron asimilados, sí fueron aceptados”.

Esta excepcionalidad de Baja California fue confirmada por los trabajos de Rosario Cardiel (1997)) y Catalina Velázquez (2001, 297-310), quienes ofrecen un retrato detallado de los inmigrantes chinos y muestran que el movimiento contra ellos emergió ahí hasta mediados de la década de 1930, promovido sobre todo por organizaciones gremiales. Sin embargo, sin el respaldo del gobierno local, no tuvo la fuerza necesaria para expulsarlos del estado.

El otro asunto polémico pendiente era la conexión entre esta emergencia del racismo antichino y el proyecto nacionalista en curso. En lo que se refiere a la historiografía, se manifestó como una resistencia a criticar la interpretación convencional de la Revolución mexicana, que había enfatizado tanto su carácter nacionalista como su naturaleza popular, en otras palabras, su carácter progresista. Su fuerza, como sugirió Turner (1971, 153, 220) desde 1968, residía en parte en la conversión de los líderes personalistas revolucionarios en “héroes nacionales” intocables. Por ejemplo, para Cumberland (1960, 196), caracterizar a Calles por su hostilidad y su desprecio hacia los chinos era “sumamente injustificado”. Y Hu-DeHart (1982, 25) señala que luego de la prosperidad de la posguerra, el virulento antagonismo contra ellos había disminuido, a tal grado que en la década de 1980 apenas había rastros del antiguo rencor. Más aún, los descendientes mestizos estaban completamente integrados a la sociedad. Por su parte, Trueba (1990, 20) tacha de contrarrevolucionarios a los chinos que “se ofrecieron servilmente de colaboracionistas” a las tropas de Pershing cuando persiguieron a Villa en territorio mexicano, sin considerar que probablemente era una manera de escapar de las manos de Villa, quien a esas alturas ya había demostrado su particular odio contra los chinos (Briscoe 1959).

En el extremo, muchas historias locales omitían de plano el tema o convertían a los chinos en culpables de la persecución. Villarelo (1970, 205), en su trabajo sobre la Revolución en Coahuila, escribe que el maderista Benjamín Argumedo “fue recibido a tiros por los habitantes de la colonia china” durante el ataque a Torreón de 1911. Y el historiador de Sinaloa, Héctor R. Olea (2002), en su artículo “El éxodo asiático”, enfatiza que los chinos (“bagaje de vicios”) introdujeron en Sinaloa el cultivo de la amapola, y que sus mafias se dedicaron al tráfico del opio. Al final, habrían salido del territorio “en forma legal”. La única excepción a esa tendencia fue la inclusión en la Historia general de Sonora de un capítulo escrito por Hu-DeHart (1985) dedicado a la comunidad china. Cabe destacar, también, la publicación de dos importantes textos literarios que ofrecen estampas melancólicas de los chinos que lograron quedarse en México: El complot mongol (Bernal 1969) y “Las palabras silenciosas” (Arredondo 2011).

La ruptura transnacional y el auge de la investigación sobre los chinos

Este relativo desdén académico cambió en los últimos veinte años, en los que se produjo un verdadero auge del estudio de los chinos en México debido al renovado interés multiculturalista en el estudio de las minorías, al desarrollo del campo de estudios sobre Asia en Estados Unidos y en México, y al impacto de enfoques como el orientalismo y el transnacionalismo en el estudio de las migraciones. Por una parte, los nuevos autores han intentado recuperar la perspectiva de quienes sufrieron la persecución y la expulsión; por la otra, han tratado de mostrar que la explicación de tales acontecimientos no se agota en el escenario nacional, sino que implica el estudio de los vínculos que los migrantes mantienen con su nación de origen e incluso con actores situados en otros países, en este caso Estados Unidos de América. Una oleada de artículos y libros ha ampliado nuestra perspectiva del problema al incorporar el estudio de otras regiones donde hubo importantes asentamientos: Yucatán (Cervera 2007), Chiapas (Lisbona 2014), Chihuahua (Gamboa 2021) y Baja California (Chang 2017); al reexaminar episodios ya conocidos: la expulsión en Sonora (Renique 2003; Botton 2008) y la matanza de Torreón (Herbert 2015); al rescatar a actores como Francisco Yuen (Velázquez 2005) o los matrimonios interraciales (Augustine-Adams 2012), pero, sobre todo, al proponer nuevas interpretaciones desde la visión del transnacionalismo, enfoque utilizado por los principales autores de este periodo (López-Calvo 2013).

Esta oleada comenzó con Robert Chao Romero (2010), quien busca rescatar y contar la “historia olvidada” de los miles de chinos que vivieron en México, apoyado en evidencia sobre varios estados norteños: Sonora, Sinaloa, Baja California, Chihuahua y Coahuila. En primer lugar, muestra cómo los comerciantes chinos de San Francisco crearon una órbita comercial transnacional para resistir y adaptarse a las leyes de exclusión de Estados Unidos, la cual les permitió manejar redes de contrabando de migrantes en la frontera entre México y aquel país, el reclutamiento de fuerza de trabajo, así como grandes inversiones de capital que hicieron posible su éxito posterior en el comercio mexicano. También analiza la composición de los inmigrantes y destaca que muchos comerciantes y artesanos calificados fueron “más aculturados que sus contrapartes de clase obrera”. Además, aporta evidencia suficiente de que no fueron “víctimas pasivas de las campañas sinofóbicas”, pues contaban con organizaciones comunitarias transnacionales y no dudaron en recurrir a los tribunales para defenderse. Un punto central de ese argumento es el de las “altas tasas” de matrimonios interraciales y de naturalizaciones, que se debilita porque no se aclaran sus parámetros y porque se documentan sólo unas decenas de casos. Finalmente, Romero sugiere que una implicación de esta historia era la necesidad de revisar la idea tradicional del mestizaje mexicano, a efecto de incorporar las contribuciones de los chinos en esas décadas y romper el exilio, incluso académico, al que fueron orillados por mucho tiempo (Romero 2010, 5, 68, 76, 142, 194).

Por su parte, Grace Peña (2012) se enfoca en el estudio de la frontera entre Sonora y Arizona, con el objetivo de “explicar la ausencia de los chinos en nuestra imaginería fronteriza”. Su historia, por tanto, no está centrada en la nación, sino en las “comunidades transnacionales” que se constituyeron ahí durante la segunda mitad del siglo XIX. Durante décadas, el “mundo de los chinos fronterizos fue conformado por la convergencia de redes transpacíficas y arreglos locales, mostrando que, a menudo de manera indirecta, un amplio rango de prácticas colectivas profundizó las interacciones culturales entre fronterizos, solidificó redes de migración regional y hemisférica para los que cruzaban, y preservó un sentido de fluidez social en la región” (6).

Sin embargo, en los años veinte tales vínculos “comenzaron a erosionarse y fueron remplazados por nacionalismos excluyentes que resultaron en un endurecimiento de las identidades raciales y en una frontera más claramente definida”. Mientras en Estados Unidos eso les permitió a los chinos cierta movilidad social, del lado sonorense los convirtió en “extranjeros perpetuos”, mediante una agresiva propaganda que los presentaba como “repugnantes y racialmente impropios para la nueva nación”. La misión de los revolucionarios mexicanos, una vez en el poder, se centraba en una “regeneración” nacional que no los podía incluir, asunto en el que coincidían con las élites del porfiriato (Peña 2012, 7, 159, 164, 188).

Como se ve, la hipótesis de una “interdependencia funcional del nacionalismo indigenista y la sinofobia”, propuesta originalmente por Alan Knight (2013, 93), fue ganando terreno en estos trabajos. Julia Schiavone también la utiliza en su novedoso estudio del destino de las familias formadas por chinos y sus esposas mexicanas luego de su expulsión. Ahí, muchas mexicanas descubrieron que sus esposos ya tenían una esposa china, de modo que fueron relegadas al papel de concubinas o de plano abandonadas, sin esperanza de protección o apoyo local. Además, de acuerdo con las leyes mexicanas, habían perdido la nacionalidad al casarse con un extranjero. Por ello, en China

las mujeres mexicanas recrearon su identidad y desafiaron las nociones de ciudadanía mexicana […] Para sobrevivir, crearon redes y se congregaron en ciudades. Al encontrarse con otras familias de diferentes partes de México e intentar regresar a casa, las mujeres mexicanas llegaron a afirmarse cada vez más en la identidad nacional mexicana. México, por su parte, eventualmente tendría que redefinir la ciudadanía de las mujeres que se casaban con extranjeros (Schiavone 2012, 106).

Jason Oliver Chang prosigue ese enfoque de manera radical, y sugiere que el antichinismo fue parte del proceso de construcción de una “mitología racial” que absolvía al Estado de un “particularismo racista” mientras mantenía en la práctica una “jerarquía racial”. Ese antichinismo “ayudó a construir la ideología mestiza del Estado a la vez que instaló al campesinado previamente marginado bajo el cuidado y la disciplina del Estado” (Chang 2017, 22, 24). La violencia antichina no habría sido ni arbitraria ni incidental; a través de ella el pueblo mexicano experimentó una “nueva subjetividad” que apoyaría a las élites en su búsqueda de “legitimidad y expansión de la autoridad estatal” (108, 193, 214).

Conclusiones

Esta revisión historiográfica deja varias discusiones abiertas. La primera tiene que ver con el tránsito de un análisis centrado en lo nacional a uno con escenario transnacional. Éste permite ver nuevas cosas y valorar mejor la difícil gestión y elección de los vínculos en los que se movían los migrantes, por ejemplo, en las relaciones afectivas y matrimoniales, pero no está claro el alcance de tales lazos, sobre todo en la vida cotidiana, en una época en la que las comunicaciones y los transportes eran mucho más lentos que en la actualidad. Lo cierto es que ya no se puede hablar de una comunidad homogénea, sino que las diferentes condiciones de clase, cultura o estatus contribuían a configurar las opciones disponibles. Como señala Fredy González (2017, 5), incluso habría llegado el momento de considerar que los vínculos transnacionales pudieron, en algunos casos, facilitar la integración en la sociedad de acogida. En otras palabras, que la integración, como descubre Lim (2017, 4) en su estudio sobre la “porosa frontera” entre El Paso y Ciudad Juárez, no era una posibilidad, sino una realidad en la que chinos, mexicanos y negros vivían, trabajaban y se casaban; en suma, se mezclaban de múltiples maneras, de modo que construían nuevas identidades y desafiaban “las ideas dominantes acerca de la moral y el orden racial”. Pero aun si esa integración estaba en curso en la frontera, habría que investigar su alcance en los principales asentamientos de chinos a lo largo del país. González encuentra, por ejemplo, que ante la expulsión y el cierre de las fronteras de los años cuarenta, los que se quedaron y formaron familias tuvieron que “apostar” por cierta mexicanidad, pero quienes no lograron tener una familia, envejecieron y murieron solos (González 2017, 136, 143).

Por otro lado, acentuar los vínculos transnacionales en detrimento de lo nacional, en el caso de México, ha resultado difícil de mantener en la práctica, pues el destino de la comunidad estuvo fuertemente vinculado a las vicisitudes de la Revolución, la posterior reconstrucción del Estado y la misma identidad nacional. De hecho, la discusión ha terminado por centrarse en el cruce de significados del racismo antichino con la ideología nacionalista que se proclamaba mestiza e indigenista. A medida que se conocen mejor distintas experiencias locales, queda claro que la fuerza de ese antichinismo no fue la misma en todos los casos y, más aún, que posiblemente no se esté hablando de un solo nacionalismo. Por lo demás, hasta la Guerra Fría, las fronteras y las políticas nacionales no se debilitaron para los que se quedaron en México ni para los que querían regresar desde China.2

El reto de conectar la historia de estos migrantes con las otras historias de este periodo no es sencillo, ya que requiere un conocimiento a profundidad de sucesos, personajes, lugares y discusiones acerca de la historia mexicana. Algunos descuidos y confusiones en la literatura revisada, que probablemente no invaliden su interpretación, generan dudas acerca de ese vínculo. Por ejemplo, Romero (2010) maneja con cierta imprecisión las cifras de población y la clasificación geográfica de los estados mexicanos, Grace Peña (2012, 160) dice que Obregón ocupó el cargo de gobernador de Sonora y Chang (2017, 25) confunde a Juan Puig con José Manuel Puig Casauranc. Más importante aún, Jason Chang llega prácticamente a invertir el papel que originalmente se había dado al antichinismo; para él se convirtió en “ideología del Estado” y, como tal, hizo posible la “hegemonía mestiza” (167).

Por último, habría que señalar que los avances y las discusiones en curso, en buena parte, se han dado en medios académicos norteamericanos (Reejhsinghani 2014; Kang 2018; Renique 2017). Acaso se deba a la dificultad de encajar esta historia tanto en la historiografía como en la memoria mexicana; cada una tiene su propia lógica y objetivos diferentes. El trabajo de Julián Herbert ejemplifica bien esas tensiones. Al investigar sobre la matanza de Torreón, descubrió con sorpresa que tanto los pocos chinos que había en la ciudad como los torreonenses no recordaban, ni querían recordar, los hechos de mayo de 1911. Y cuando a cada paso la gente le decía que Villa había asesinado chinos en Torreón, simplemente se negó a creerlo. Si hubiera investigado un poco, habría encontrado que no lo hizo en 1911, sino en 1916 (Herbert 2015, 36, 66 y 253; Botton 2008, 484). El problema es que Villa ha sido sacralizado en la historia nacional, igual que otros perpetradores de la expulsión.

Además, el Estado sigue siendo actor central en la gestión de la memoria y el olvido, como se ve en la inesperada disculpa pública del presidente López Obrador a la comunidad china por la matanza de Torreón. Como acto desde el poder, tuvo distintos destinatarios y varios propósitos, entre ellos el de ser un gesto diplomático hacia un poderoso y potencial aliado. Sin embargo, tal admisión de culpa, empujada por movimientos que buscan un “ajuste de cuentas racial” (DeHart 2021), ocurrió al mismo tiempo que se produjo una nueva ola de sentimiento antichino en México, lo que sugiere una internalización de ideas eugenésicas que operan como “principios organizadores” de la identidad en diversos sectores sociales y, como tal, es un legado de las prácticas racistas de exclusión de hace un siglo (Sánchez-Rivera 2020). Ello resalta aún más la importancia del trabajo de los historiadores aquí revisados, quienes han hecho el trabajo de mantener en los libros lo que a la gente “le hubiera gustado olvidar” (Burke 2000, 85). Es evidente que hay un campo historiográfico sobre el tema, lo que significa que las vidas y las experiencias de los chinos mexicanos no pueden ya ser olvidadas. Como dice Todorov (2013b, 50), tal vez ello ayude a entender que “no siempre fuimos la encarnación del bien”.

Finalmente, es alentador que estas preguntas y estos hechos encuentren eco en la novela y el cine (Rivas 2017; Springall 2018).

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1Para la elaboración de este artículo, el autor contó con una beca del Sistema Nacional de Investigadores (México).

2En este aspecto recupero una crítica que ha sido recurrente a quienes usan este enfoque (Cloquell y Lacomba 2016, 234).

Recibido: 23 de Junio de 2022; Aprobado: 12 de Enero de 2023

Nicolás Cárdenas García es doctor en historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor-investigador en el Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, donde imparte cursos en la licenciatura de política y gestión social y el posgrado en desarrollo rural. Su labor de investigación se ha enfocado en el análisis de los problemas asociados a la reconstrucción del Estado mexicano después de la Revolución, particularmente en lo que toca a la relación con algunas minorías, como los yaquis y los chinos. Entre sus publicaciones recientes están: “Inmigrantes chinos en tierra de revolucionarios. El caso de Sinaloa” (Historia Mexicana 73 [289], 2023: 111-166), y “Las formas de la violencia contra los chinos en México 1900-1935” (en Las violencias en el México contemporáneo. Perspectivas históricas, coordinado por Enrique Guerra y Saydi Núñez, 29-67. México: Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco).

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