Recuerdo que mi querido maestro y amigo, el profesor Jorge Silva Castillo, director en ese entonces del Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México, presentó en 1988 una ponencia (Silva Castillo 1990) para un simposio en torno a la historia de América y la historia universal. En ese trabajo, el profesor Silva reflexionaba sobre las dificultades que muchos investigadores mexicanos -o extranjeros avecindados en México- encontrábamos para “salirnos del huacal patrio” y realizar, desde nuestro país, un estudio serio y profesional de la historia y la cultura asiáticas y africanas. Tales abrojos en el camino iban desde las “leyes del mercado” (¿cuál sería la necesidad de formar especialistas en aspectos tan “exóticos”? ¿Tiene algo que ver la historia de Asia y África con la de América Latina en general y la de México en particular?) hasta la carencia de fuentes primarias al respecto, testimonios que no abundan en los países sin un pasado colonialista, como el nuestro. Evidentemente, también están las dificultades para conseguir financiamientos que permitan al investigador acceder a tales materiales básicos para su trabajo, apoyos que no son, hasta hoy, de ninguna manera abundantes. A pesar de ello, el profesor Silva analizaba la obra de muchos investigadores que, desde diversas perspectivas, con distintas posibilidades y objetivos, de una u otra manera, habían logrado infringir las “veladas prohibiciones”1 y producir trabajos valiosos sobre la temática de lo “no mexicano”, o como señalaba el profesor Silva, habían logrado dar “el fruto de su investigación a nuestras instituciones académicas al escribir historia sobre Asia y África”.
El libro que comento, de Manuel Enrique López Brenes y Roberto Marín Guzmán (2021), Muerte y ritos funerarios en el islam. Estudio sobre las creencias religiosas y las prácticas sociales, fue escrito por dos investigadores latinoamericanos y es el ejemplo claro de lo que escribía Jorge Silva: su calidad académica es comparable con cualquier obra escrita fuera del “huacal patrio” latinoamericano, y tiene un alcance temático mayor si pensamos en notables estudios aparecidos en el siglo XXI, desde el de Jane Smith e Yvonne Haddad (2002), The Islamic Understanding of Death and Resurrection, el más próximo por su temática al libro que nos ocupa; el de Leor Halevi (2007), Rites for the Dead: Funerals and the Afterlife in Early Islam, reeditado luego en 2011 con un título diferente (Muhammad’s Grave: Death Rites and the Making of Islamic Society). O el reciente artículo de Nilou Davoudi (2022), “Remember Death: An Examination of Death, Mourning, and Death Anxiety within Islam”. Cabe mencionar también el libro, más bien divulgativo, de Yaratullah Monturiol (2018), La muerte y el más allá en la cultura islámica.
Ninguno de estos estudios parece fruto de una investigación tan completa como la que presenta la obra que comento. Libro voluminoso (388 páginas de texto, 478 en total), desde el prefacio y la introducción, y luego a lo largo de sus cuatro capítulos,2 nos guía entre reflexiones teóricas sobre el significado de la muerte para la humanidad y su concepción en el seno del pensamiento islámico, que se sintetiza en la noción clave que los autores explican: el tawakkul Allah, la confianza total en su dios (López Brenes y Marín Guzmán 2021, XLII-XLIII), que lleva al musulmán -no sólo al sufí- a estar preparado siempre para aceptar la “voluntad de Allah”3 y someterse al final de su vida en la Tierra y reunirse con la divinidad.
Los autores pasan revista, entonces, a la significación de la muerte desde las fuentes del islam ortodoxo -el Sagrado Corán, la sunna del Profeta- hasta las del “islam semioficial”,4 en el que se pueden incluir el sufismo y, desde luego, las creencias populares sobre el tema. Las referencias al texto sagrado del islam y a los ahadith del Profeta y de otros miembros distinguidos de la comunidad musulmana son fundamentales para la comprensión del significado de la muerte en ambas esferas, la oficial y la mística, parte también del islam popular o “semioficial”, en mi concepto.
Desde luego, el pensamiento de Abu Hamid al-Ghazali (m. en 1111), esencial para el tema, es citado ampliamente por los autores del estudio a partir de la gran documentación que analizan. Hay que decir que el método que siguen es muy rico, pues además de presentar los preceptos coránicos, de la sunna o de otras fuentes ortodoxas, citan diversos ejemplos históricos para ilustrar su aserto, lo cual contribuye a enriquecer la perspectiva que ofrecen al lector atraído por su obra.
No sólo eso. La hacen doblemente interesante y hasta amena para los que incursionen en sus páginas al retomar las creencias populares sobre el destino del hombre: sus obras, buenas o malvadas, lo llevarán a ser cuestionado por un ángel o por dos, estos últimos severos al pedirle cuentas al pecador. Al-Ghazali explica y concluye de tal situación que el castigo al hombre pecaminoso es una condena de dos tipos: espiritual y física. La espiritual es suprema, pues implica castigar el apego a la vida material, sus bienes y sus placeres, que hacen que la humanidad se aleje y se olvide de Dios, lo cual tendrá consecuencias eternas para el que muestre tal comportamiento negativo. En cambio, el que antepuso la divinidad a sus apetitos materiales y a su apego a la vida mundana estará tranquilo, pues “su estancia en la tumba no será un suplicio, sino que encontrará ahí a su Amado (Allah)”.
El Sagrado Corán (XVI, 106) confirma las creencias populares y místicas: “Eso porque ellos ciertamente prefirieron la vida mundana a la vida en el más allá, porque Allah no guía a los infieles” (López Brenes y Marín Guzmán 2021, 65-67).
Y así continúa, por ejemplo, con la prohibición de las lamentaciones excesivas por el muerto, explicadas y ejemplificadas de manera muy amplia. Cabe recordar que Muḥammad, como indican los autores, compartía la idea de honrar a los difuntos, pero sin las manifestaciones exageradas comunes en la época de la Ŷȃhiliyya: a la muerte de su único hijo varón, Ibrâhim, nacido de la esclava copta Mâriya en el año 630 y fallecido a inicios de 632, sus ojos se llenaron de lágrimas. Uno de los testigos de su dolor se sorprendió ante esta actitud, pues el Profeta les había prohibido llorar en este difícil trance, y aquél contestó:
Soy un hombre de piedad y de clemencia y quien no tiene piedad no la tendrá de nadie. Yo he prohibido los lamentos groseros y el oficio de las plañideras [de la época preislámica] que proclaman con sus quejidos lastimeros e hipócritas, virtudes de que el muerto carece [...] [y luego, dirigiéndose al pequeño, dijo:] ¡Oh, Ibrahim, tengo melancolía por haberme separado de ti! (Kashmiri 2002, 94).
Mención aparte merece el capítulo 2, en el que se analizan muertes especialmente relevantes en el mundo islámico clásico por su trascendencia histórica, como las del propio Muḥammad, la del cuarto califa “Ortodoxo”, ﻋAli, y la de los hijos de este último y de Fátima, la hija de Mahoma, los nietos del Profeta, al-Hasan y al-Husayn. También se dan tiempo para explicar la importancia de otro episodio más particular en la historia de los shi’itas, la muerte del octavo imam, al-Rida (en 814). Ello da pauta para el estudio de los ritos funerarios y los entierros, entre otros aspectos muy notables. La versión de los autores sobre la muerte del Rasul Allah resulta muy completa y resalta su importancia para la historia posterior del islam, su impacto futuro, quizás hasta nuestros días, por la muerte del personaje sin haber nombrado a un heredero al frente de la comunidad islámica naciente. De ahí el relato largo y detallado que los autores dedican a este episodio (López Brenes y Marín Guzmán 2021, 105-142), fundamental en la historia del islam.
Luego de este paréntesis histórico, el estudio de las prácticas funerarias, muy acabado también, cubre el resto del capítulo. Aquí, destaca cómo, en pocas palabras y de manera precisa, se explica el carácter antiislámico del califato (Estado) islámico, definido muy justamente en la obra como “grupo terrorista”, violador de los derechos humanos y contrario completamente a los principios del islam, lo que ha contribuido a consolidar la mala imagen que el “gran público”, poco informado, tiene de esta religión y de sus seguidores verdaderos. Celebro que este importante tema haya tenido lugar en el libro. A decir de Mahmoud Hussein (2016, 41 y 46), seudónimo de Bahgat El Nadi y Adel Rifaat, el proyecto ideológico del Daech
no se limita a fijar la ciudad musulmana en un tiempo cero. Él contribuye, por una selección sistemáticamente tendenciosa de referencias coránicas y proféticas, a dar al islam una faz antihumanista, apocalíptica y terrorista [...] Es por esta desviación que [el Estado Islámico] consagra la sumisión de la mujer y la práctica de la esclavitud. Es por esta desviación también que se estigmatiza a todos los judíos y a todos los cristianos, a partir de juicios sustentados sobre ciertos judíos y ciertos cristianos, en circunstancias conflictivas.
El capítulo cierra con la caracterización de los mártires en el islam y su definición a partir de la ortodoxia, sobre todo la sunna del Profeta. Es mártir el que muere fi sabil Allah, “en la lucha, en la senda de Allah” (López Brenes y Marín Guzmán 2021, 189). La categoría abarcará también a los que mueren por epidemias, por ahogamiento y por enfermedades como la pleuresía o la disentería, o los que mueren quemados o en algún accidente, o las mujeres que mueren en el parto (233).
Habría que mencionar también, entre los shuhada’, a los mártires muertos en la rebelión abierta y decidida en contra de un régimen represor y corrupto, como el que el valiente pueblo egipcio derribó entre 2011 y 2014. En efecto, fueron también mártires las víctimas de la represión en las dos thawra de aquellos años. Durante la primera, las madres de muchos de los shuhada’, “Mártires de la Revolución”, se negaron a recibir condolencias y a realizar las ceremonias fúnebres hasta que Mubarak cayera. Muchas se unieron personalmente a las protestas, como la misma madre de Jaled Said, asesinado en Alejandría por las fuerzas del régimen a mediados de 2010 (Mekay 2011).
Y luego de la caída de Mubarak, el gobierno militar que surgió también se enfrentó a las protestas populares, entre otras causas por la falta de justicia a los shuhada’: Desde el 28 de junio de 2011, las manifestaciones al respecto se desarrollaron en Tahrir, en Alejandría, en Suez, en Mansoura, en contra de la protección que el régimen militar daba a Mubarak, por la falta de logros concretos del proceso insurreccional y por el retraso en las elecciones parlamentarias y presidenciales a las que se había comprometido el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, y también por la falta de justicia para los “Mártires de la Revolución”, los muertos de la primera thawra… Los plantones en Tahrir, las manifestaciones y la represión del cuerpo policiaco, que había reaparecido en las calles egipcias, duraron al menos hasta mediados de julio, en escenas que a todos recordaron los 18 días de la “República de los Sueños”, la primera rebelión, y que trajeron más muertos y heridos.5
Como se ve, es otra vez el “islam semioficial”, en este caso la rebelión popular, el que complementa la ortodoxia islámica.
Debe decirse que el capítulo 3 de la obra ya había sido publicado por los autores en forma de libro independiente, lo que no demerita de ninguna manera su pertinente inclusión en esta nueva edición. No lo comento aquí y prefiero remitir al artículo, ya publicado también, donde se trata de manera particular lo que es ahora este capítulo del libro (Castañeda Reyes 2018, 237-50).
El capítulo final es igualmente de gran interés académico. Lo que destaca, además del tema central de “cortejos, tumbas y cementerios”, son otra vez las creencias populares en torno a estos aspectos, sobre todo el de la baraka en las tumbas de los santones musulmanes, “efluvio de santidad” cuya importancia queda explicada por Felipe Maíllo Salgado (1987, 37): “La baraka, que no tiene origen coránico, favoreció el ‘culto de los santos’. La búsqueda de baraka propiciaría las visitas de las gentes a tumbas y cenotafios de santos o de hombres reputados en vida por su piedad, esperando, mediante esa especie de magia simpática teñida de religiosidad islámica, tanto el beneficio espiritual como el material”.
Tales aspectos se retoman en el libro de López Brenes y Marín Guzmán (2021, 335-351), y se cita la historia de los personajes, sus concurridos funerales por los fieles y su impacto hasta nuestros días en la fe popular de los países del islam. Buen ejemplo es el caso del místico sufí ‘Izz al-Din al-Sulami, muerto en 1261, sepultado en El Cairo (308-314), fuente de baraka hasta nuestros días.
Amén de la información sobre las tumbas y los cementerios, destaca el análisis de casos particulares de profanaciones de tumbas y cadáveres, y otros ejemplos de necrofilia y antropofagia, temas poco conocidos y que son tratados con perspicacia y erudición por los autores, no sólo de modo descriptivo, sino interpretativo, y son ejemplo de la necesidad de explicar tales prácticas en su contexto histórico.
Termino con una reflexión sobre las “Ciudades de muertos, ciudades de vivos: los cementerios de El Cairo” (López Brenes y Marín Guzmán 2021, 375-377), antigua práctica que data al menos del siglo XIX, y que ha llevado a muchos egipcios a refugiarse en las llamadas “tumbas de los mamelucos” o de “los califas” (observación personal), sobre todo en el cementerio meridional de al-Qarafa. La práctica se explica, como hacen los autores, por las difíciles condiciones de vida de la población en el Egipto de nuestros días. Vale decir también que, en esta nación, la interrelación entre vivos y muertos es práctica cotidiana desde la época antigua del País del Nilo. Y no sólo por las prácticas funerarias, sino, en general, por el tan bien conocido culto a los muertos.
En cambio, pienso en el género literario de las “cartas a los muertos”6 que los egipcios antiguos les dirigían en busca de socorro, ya que se encontraban en un plano superior, más próximos a los dioses que los vivos, y con la capacidad que les daba su ba para moverse entre el plano profano y el espacio sagrado adonde ya habían llegado. Por ello los antiguos egipcios desarrollaron una “especial” relación con sus bienamados muertos, que aún podían velar por los vivos desde el Amenti, el más allá. Quizá por ello las peculiares misivas a los difuntos. Una que corresponde al Reino Antiguo7 (papiro Cairo lino CG 25975) es una carta al esposo muerto para pedirle asistencia en contra de los parientes que quieren arrebatar las propiedades de su hijo. La mujer dice:
Ahora, de hecho, la mujer Wabut vino junto con Izezi, y ambos han devastado tu hogar. Fue para enriquecer a Izezi que ella removió todo lo que estaba ahí, ambos deseando empobrecer a tu hijo mientras enriquecen al hijo de Izezi. Ella se ha llevado a Iazet, Iti y Anankhi, y se ha llevado todos tus efectos personales después de tomar todo lo que estaba en tu casa. ¿Permanecerás tranquilo ante esto? Preferiría que me llevaras contigo para que más bien pudiera yo estar a tu lado antes que ver a tu hijo dependiente del hijo de Izezi (Wente y Meltzer 1990, 211, núm. 340).
Podría citar más ejemplos de interés respecto de este tópico,8 pero no es mi objetivo profundizar en los paralelismos que se observan entre las fuentes egipcias antiguas y los documentos del islam clásico, sino tan sólo mostrar la riqueza de los temas que estudian los autores de la obra reseñada, que abre perspectivas de investigación muy amplias para los interesados. Hay otro documento que por su emotividad bien se relaciona con el contenido de la obra que aquí comento. Es, quizá, la más conmovedora del género, por reflejar el amor que trasciende la muerte de la mujer amada:
¡Al Espíritu Excelente, ﻋAnjere! ¿Qué mala cosa te hice, para que yo deba estar en este maltrecho estado en el que estoy? ¿Qué te he hecho? [...] Desde que viví contigo como esposo hasta este día, ¿qué te he hecho que deba esconder? [...] Yo te hice una mujer (casada) cuando fui joven. Yo estuve contigo cuando estuve haciendo toda clase de oficios. Yo estuve contigo, y no te alejé de mí. Yo no causé que tu corazón tuviese penas [...] y cuando te enfermaste de la enfermedad que tuviste, [hice traer] a un maestro-médico y él te trató, y él hizo todo lo que entonces tú le dijiste ‘Hazlo [...]’. Y yo lloré muchísimo junto con mi gente [cuando moriste.] Y te di ropas de lino para envolverte, y mandé hacer muchas prendas, y no dejé de hacer ninguna cosa buena que debía hacerse por ti. Y ahora, he aquí, yo he pasado viviendo [solo] tres años [...] Pero he aquí que, ahora, tú no dejas que mi corazón encuentre descanso [por el amor que aún siento por ti].9
En fin, esta vertiente más “popular” sobre el fenómeno inevitable de la vida, la muerte, es la que quizá faltó desarrollar con mayor amplitud en el libro del que hablo. Desde luego, tal tópico no está ausente, pero hubiera sido deseable un capítulo, tal vez final, sobre las manifestaciones populares sobre el tema, riquísimo en las creencias de los musulmanes sobre el profeta y su destino más allá de la muerte, en tópicos asociados con la muerte en la literatura popular, o en las manifestaciones gráficas sobre la muerte, procedentes del “islam semioficial [...]”. En suma, la escatología islámica sobre la muerte y su más allá. Es de esperar que los autores retomen este deseable “capítulo final” de su estudio en algún trabajo futuro.
Como se ve, este nuevo libro de López Brenes y Marín Guzmán suscita pensamientos diversos, para los especialistas y para cualquiera que desee aproximarse a esta temática que, como mencionan los autores, mueve a reflexionar: “¿Qué somos en este mundo? Quizá no más que sombras pasajeras, como las nubes. Nada queda, nada permanece” (López Brenes y Marín Guzmán 2021, XXXI).
Porque la muerte llega. No en balde el temor a su presencia ineludible ha motivado el desarrollo mismo del pensamiento religioso, como señala uno de los grandes especialistas sobre este fenómeno histórico-cultural, la religión, James George Frazer,10 idea que parece complementar Mircea Eliade.11
Sea lo que se guste, el libro de López Brenes y Marín Guzmán gira en torno a un tópico universal que los hombres y las mujeres del mundo islámico abordan desde su peculiar perspectiva, que tan bien se muestra en esta obra. Y quizá, al final, queda también la melancolía que la poesía islámica transmite: vida, amor, muerte... Trilogía eterna, infinita, presencias y ausencias, conscientes o no, que marcan nuestro paso por la tierra y también, para los que lo esperan, lo que habrán de conocer más allá de la muerte. Ante el hecho inevitable, finalizo con el recuerdo de la poesía del gran pensador racionalista sirio Abȗ al-ﻋAlȃﻋ al-Maﻋrrȋ (973-1058), obra de la que me atrevo a tomar un fragmento que cito, sin referencia, como título de este artículo. El lector sabrá disculpar al leer o releer esta hermosa oda:
Amigo mío, éstas son nuestras tumbas
que llenan la tierra.
¿Podrás decirme cuáles son las del tiempo de Ad?
Camina despacio, porque creo que la capa terráquea no es más que estos cuerpos.
Indigno sería, entonces, hollar y profanar
los cuerpos de nuestros padres y abuelos,
por remoto que sea el tiempo que nos separe de ellos.
Flota en el aire, si te fuere posible,
y no andes ufano
sobre el polvo de los restos de los antepasados.
Hay sepulcros que muchas veces
fueron fosas de muchos otros,
riendo de la competencia de los rivales.
Y cuántos difuntos fueron sepultados
sobre los restos de otros que, desde siglos,
allí fueron enterrados.
Pena y vicisitudes es la vida,
ignoro, pues, por qué los hombres
viven codiciándola tanto.
Acostarse en la muerte es un sueño,
donde descansa el cuerpo.
Y la vida no es más que una vigilia (Guraieb 1949, 444-445).