Caminos para la difusión del Quijote en América
Extensa es la bibliografía existente sobre la presencia americana de la obra de Cervantes, no sólo de su Quijote, de cuya primera edición Rodríguez Marín sospechó que casi toda fue enviada a Indias1, ni únicamente para el lector culto y adulto, pues por ejemplo a principios del siglo XIX, según un cura de Chamacuero, los niños de Michoacán leían “los cuentos de Pedro de Urdimalas, El Príncipe Lagarto y otras innumerables fruslerías”2. No en vano, aunque quizá con alguna exageración, a Cervantes y a Lope de Vega se les ha tenido por pilares en la fundación ideológica del Imperio3. Sobre la recepción del Quijote en América, información amplia y primordial ofrece la citada obra de Rodríguez Marín; y de no poco interés, sobre todo en referencia al mundo andino, es la de Valero Juan4. Importantes y curiosas son las noticias, en buena parte recogidas en pesquisa archivística, que Egido ofrece sobre el uso literario y festivo que desde principios del siglo XVII hasta finales del XVIII tuvo esta obra en Lima y en México, muestra de que “el diálogo entre España y América se dio a todos los niveles”, y esto tanto en vejámenes universitarios de grado como en mascaradas carnavalescas y fiestas oficiales, o en escenas de teatro callejero5.
Por supuesto, en esta particular historia cultural son de inevitable referencia el inicial arribo de un ejemplar de la gran novela a Veracruz y el hito de la llegada de otros 262 en la Flota de Nueva España, entre los últimos días de septiembre y primeros de octubre del mismo 1605, junto a otras noticias quijotescas aportadas por Valero Juan y estudiosos de los dos lados del Atlántico. De gran importancia para la difusión del Quijote en América fue el jalón que supuso su primera edición mexicana de 18336. Muy bien vendrá saber de los envíos de sus sucesivas impresiones y de su número en las bibliotecas ultramarinas, así como en el comercio librero del Virreinato, aunque ese conocimiento nunca pasará de ser aproximado, no sólo por las dificultades documentales y pérdidas de fuentes históricas, sino porque desde 1605 hasta la independencia americana, muchos volúmenes pudieron hacer la Carrera de Indias en manos de particulares, sin registro alguno.
Es lo que sin duda ocurrió con el que para su disfrute había llevado a México el comerciante navarro Ramón de Iribarren, socio en Nueva España de la poderosa casa de negocios dirigida en Cádiz por su hermano Miguel. Al fallecimiento de Ramón, el 28 de diciembre de 1776, José Ignacio de Inciarte escribe a Miguel, dándole cuenta de cómo se estaban cumpliendo las cláusulas testamentarias del fallecido, y entre otras cosas le dice:
Los encargos para don Pedro Cadrecha, Garde y de don Mariano Montero que se hallaron en los baúles del difunto quedan repartidos a sus respectivos dueños, y solamente falta que entregar al primero de estos sujetos un corte de galón y botones que no se hallaron en ellos, ni tengo conocimiento de su paradero. La Gran consulta del Consejo a Phelipe 3º , que en paz descanse, los dos tomos de Don Quixote y los paños de barba que V.m. me expresa, se los llevaré a V.m. Dios mediante a mi regreso; y lo demás, para no andar en particiones, pasaré al amigo don Cayetano Dufresne Tomás, que executará todas las órdenes7.
A América, pues, llegaron volúmenes del Quijote de difícil recuento en el bagaje de pasajeros españoles y de criollos de regreso a su tierra, provistos de la lectura preferida, y no todos se dedicarían al ejercicio literario o a la docencia. Más amplia y profunda de lo que los cómputos documentales indican, sin duda fue su presencia en los dominios indianos, y a su popularización no poco hubieron de ayudar las criollas, no obstante haber accedido al uso del libro en menor medida que los hombres. Después de la Independencia se recomendaba a las mujeres el ideal cervantino de lectura e incluso que se leyese en familia8, recomendación que al público lector femenino ya se había hecho en época colonial9.
Como en otras partes de América sucedía, por diversas vías se produce en Nueva España un gradual conocimiento del Quijote, con especial y creciente impulso social no sólo por su intensa y fluida relación con la metrópoli, sino sobre todo por el tejido cultural de sus centros urbanos. Familiares, sin duda, eran sus principales personajes en el ámbito conventual de las monjas jerónimas de la capital, el tema quijotesco también era conocido por entonces entre las carmelitas del Potosí altoperuano10, a tenor de lo que significan estos versos de una jocosa representación teatral que ofrecieron en honor del marqués de las Amarillas, nuevo virrey novohispano11:
En esta aventura soy
de las monjas Don Quixote.
Mas por lo mismo me animo,
dejo el miedo, mis señores,
y entre estas hijas de Paula,
y su Sancho en sus funciones,
fuerza es que haga mi papel
con esa letra conforme.
Otros indicios hay de la creciente influencia que el Quijote fue alcanzando en la cultura americana, llegando incluso a su popularización en ciertos aspectos. La fantástica Barataria sería recurso dialéctico y hasta de fijación toponímica, y Servantes nombre de un paseo habanero, como Sancho Panza el de plaza, calle y callejón de la ciudad de México, y de pulquería sita en la misma manzana, todo ello en el último tercio del XVIII12. Pero en lo que sigue, mi atención principalmente recae en el dieciochesco manuscrito mexicano del Baratillo y en la obra de Fernández de Lizardi.
De la pauta del Quijote a la primicia lingüística
Poco antes las satíricas Ordenanzas del baratillo de México traen el eco de la novela de Cervantes, cuando se fustiga el arribo a México de “la plaga de gachupines, peor que la de la langosta”:
Cada día va en aumento con tanto borrico vizcayno, barquillero montañés, cargador gallego, chorizo extremeño, pelayre rojiano [sic], quixote manchego, baladrón andaluz, y tantos otros géneros de bestias y de tantas y tan distintas castas y lenguas, que ay más confusión en este Reyno que en la torre de Babel13,
y ya en la misma carta prologal el conocimiento del Quijote de que este autor hace gala le permite trasladar a su relato el ocultamiento toponímico de aquel “de cuyo nombre no quiero acordarme”, para así tapar su identidad, de la que sólo desvela ser “perulero” y “su patria el Perú”:
Confiesso lo arriesgado que es salga este papel sin saberse de qual pueblo, villa o ciudad de las muchas de que se compone aquel opulento Reyno es el autor, pues es exponerlas a que compitan sobre qual es su patria. Como los de Grecia de qual era Omero y las de la Mancha sobre qual era su don Quixote, y más siéndolo como lo pareze el autor que sí es su ánimo el referido de lograr enmienda, enderezar tuertos y alzar cosecha de ubas de los espinos y abrojos14.
No sólo eso, sino que poco después el episodio de “Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo” y del traductor “morisco aljamiado”, o del hallazgo del manuscrito (Quijote, I, 9), el autor del Baratillo mexicano lo traspone a las páginas prologales de su obra:
Venía todo el papel en acento o estilo berberisco, esto es, la j por h, dos ii por ll, s por c. Y he contribuido a que se mudase en el de la pronunciación castellana valiéndome de un Jamete que la entendía como si fuesse su lengua propia. Y aunque si viene a las manos de algún otro menos inteligente [que] lo traduzga a su lengua, no por esso me dejéis de agradecer el trabajo, y que si supiereis romanze, lo enmendéis (f. 27r).
El cultísimo autor de este corpus satírico acomoda el símil del argumento cervantino a la “traducción” ortográfica, a la par que fonética, de un imaginario texto “berberisco”, de ahí que ponga Jamete por el Hamete del Quijote, según la “pronunciación” castellana, que en puridad ha de entenderse la de tipo peninsular norteño. La meridional y canaria, y la que por su impronta arraigó en América, condujo a desajustes en una escritura que básicamente continuaba siendo la medieval, no obstante los cambios fonológicos ya consolidados en torno al Descubrimiento. Los acaecidos en el castellano meridional concluyeron en una /h/ resultante de la antigua aspiración castellana, procedente de /f-/ latina y de aspirada o constrictiva árabe, y de la evolución de las prepalatales que más al norte darían la velar /x/, de igual modo que en el castellano viejo las dentoalveolares africadas evolucionarían al fonema interdental /q/ y las dos apicoalveolares a la moderna /s/, mientras en la Novísima Castilla, o Andalucía, las cuatro unidades fonemáticas antiguas se fundirían en un único resultado, el del seseo o el del ceceo.
La consecuencia escrituraria tras la solución evolutiva del orden posterior o velar hizo que los hablantes del tipo norteño dispusieran de tres letras (x, g, j) para representar el nuevo velar fricativo sordo /x/, mientras que los andaluces, con extremeños y buena parte de castellanos nuevos, a los que se añadirían los canarios y no mucho después los americanos, para una única realización fónica de la escritura tradicional tenían h, x, g, j, de ahí los frecuentes trueques entre la primera letra y las otras tres (hiho ‘hijo’, mohada ‘mojada’, jasta ‘hasta’, geder ‘heder’). Los usuarios norteños del resultado doble en el orden anterior fácilmente podían mantener la distinción grafémica c-z y s, en tanto que los tres signos gráficos correspondían a un único sonido en la pronunciación del seseoso, de ahí las confusiones grafémicas, más frecuentes cuanto menor era la formación escolar del individuo. Por lo que al yeísmo se refiere, en los siglos XVI-XVIII se hallaba muy extendido por Andalucía occidental y tierras de Castilla la Nueva -en la Mancha conquense en manuscrito original de 1518 atestiguo un aller ‘ayer’15-, y de la misma manera que el distinguidor de la mediopalatal fricativa y de la palatal lateral hasta hoy no ha tenido dificultad, una vez superado el aprendizaje de la escritura, en usar la y y la ll según los cánones tradicionales, el yeísta siempre ha corrido el riesgo de poner una letra por otra, lo que en América, Andalucía y otros dominios yeístas profusamente sucedía, sobre todo en escritos de carácter más popular, y desde luego en México con notable incidencia16.
El autor del Baratillo es en América adelantado en el rechazo de las faltas ortográficas en que los criollos con mayor frecuencia podían caer, a diferencia de los que en la Península tenían “la pronunciación castellana” -obviamente no contemplaba a los usuarios del dialecto andaluz y de otras zonas meridionales-, por las diferencias fonéticas que principalmente caracterizaban al español americano, siempre teniendo en cuenta que entonces en el yeísmo recaía una nota de variación diatópica en el español común que hoy no tiene, al menos no en semejante medida. Y si su obra es un continuo repudio de los gachupines, es natural que la “traducción” de su texto a una buena ortografía -no lo consigue del todo, pues ocasionalmente puede poner plasa con s corregida en z, o escribir lus (f. 13v) y regosija (ff. 25v,26r)-, pretendiera evitar a los criollos el menosprecio que por tales errores pudieran sufrir. Esto y el deseo de aliviar a niños y jóvenes americanos el aprendizaje de la escritura, añadidos motivos nacionalistas, es lo que empujaría a Bello, a Sarmiento y a otros innovadores, también del México recién independizado, a proponer una ortografía propia, que no triunfaría, la chilena atenuada sería la más duradera, por causas varias; la más decisiva quizá porque ese acervo cultural era mucho más que de la Academia Española. Era herencia durante mucho tiempo compartida por las comunidades que a uno y otro lado del Atlántico hablaron y escribieron español, que mantuvieron viejos usos y fueron cambiando otros, y que luego fueron aquilatando con pausa las novedades de cuño académico17.
En los años de la guerra por la independencia
El Pensador Mexicano, literato, periodista y polemista, padre que fue de la novelística mexicana18, en su nutrida obra, numerosas veces por diversos motivos y fines, tiene en cuenta el Quijote, mostrándose haber sido “un apasionado del asunto” cervantino, seguramente como el también autor novohispano del Diálogo de don Quijote y Sancho “en las riberas de México”19. Entre los burlones colegiales que visitaban a Pomposa, el que la “tituló” de Quijotita, nombre con las “cualidades de ridículo, significativo, gracioso y conveniente”, puesto con el fin de “ridiculizar su carácter”, fue “un payo alto, obeso, chato, carirredondo, de ojos alegres y saltones a quien llamaban en el colegio Sansón Carrasco”, quien a la muerte de la así apodada “ya era eclesiástico y cura de T…”20. A continuación el autor establece una serie de paralelismos entre don Quijote y Pomposa, con alusión a Dulcinea, a la fantasía desbordada del caballero andante y sus “lúcidos intervalos en los que se explicaba bellamente”, al acometimiento contra el rebaño de carneros y ovejas “como si fuesen caballeros armados”, etc. (p. 167), sin que falten los registros de fazañas (p. 239) y quijotada, “¡Ay, niña!, ¡qué soberbia ha amanecido usted ahora! La verdad que esas son muchas quijotadas” (p. 182). La propia Pomposa en su encolerizado rechazo del mote con que en adelante sería conocida enhebra aspectos y temas del Quijote:
¿Qué me ven esos malditos de Quijota? ¿Soy yo acaso loca, flaca ni trigueña como don Quijote? ¿Soy hombre, tengo Rocinante, tengo escudero? ¿Acometo molinos de viento, ni hago ninguna fechoría como dizque hacía ese buen señor, que en paz descanse? ¿Pues por qué me han de llamar Quijotita? (p. 172).
En la “Lista de los muebles y alhajas de que hago cesión a don Pánfilo Pantoja por el arrendamiento de siete meses que debo de este cuarto”, con ácido humor Fernández de Lizardi, junto a los míseros objetos caseros que la componían, además de “como veinte Diarios, Gacetas y otros papeles”, menciona dos obras que no deberían faltar en cualquier biblioteca familiar, a saber, el libro de contenido religioso, “un Lavalle viejito y sin forro”, y la obra cumbre de Cervantes, “un tomo trunco del Quijote sin estampas”21. Del de Alcalá en el mismo Periquillo escribiría:
El célebre Cervantes fue un grande ingenio, pero desgraciado poeta; sus escritos en prosa le granjearon una fama inmortal (aunque en esto de pesetas, murió pidiendo limosna; al fin fue de nuestros escritores), pero de sus versos, especialmente de sus comedias, no hay quien se acuerde. Su grande obra del Quijote no le sirvió de parco para que no lo acribillaran por mal poeta (pp. 217-218).
En boca de Aguilucho, el preso con escuela, pone esta referencia quijotesca: “En verdad, hombre, que está la caja más vacía que el yelmo de Mambrino” (p. 458), y Periquillo en otra discusión con este hampón le replica: “no hay un cobarde, siquiera con la boca: todos se vuelven Scipiones y Anníbales, nadie tiene miedo a otro y cada uno se cree capaz de tenérselas con el mismo Fierabrás” (p. 838)22, con esta mención del Quijote de sentido ponderativo: “Pudiera coger un púlpito en las manos y andarme por esos mundos de Dios predicando lindezas, como decía Sancho a don Quijote” (p. 805)23. Embarcado en Manila de regreso a Acapulco y envanecido por su nueva situación económica, el pícaro enhebra quiméricas ensoñaciones, “la cabeza llena de delirios”, sobre el porvenir que creía esperarle, y a punto de ocurrir el naufragio, “así continuaba el nuevo Quijote en sus locuras caballerescas, que iban tan en aumento de día en día y de instante a instante, que a no permitir Dios que se revolvieran los vientos…” (p. 747). Y en sus últimas consideraciones y consejos a sus hijos, hecho ya hombre de bien y próximo a la muerte, ante los sucesos de la lucha por la Independencia piensa que “solo en este caso se debe desempuñar la espada y embrazar el broquel, por más lisonjeros que sean los fines que se propongan los comuneros” (p. 919), donde resuenan los embrazó su adarga y embrazando su adarga del Quijote (I, 2, 3), quizá también el broquel del Rinconete y de la Gitanilla24. Como el capítulo de los pícaros mendigos del barrio de Necatitlán (pp. 653-661) parece rememorar en sus estampas criollas el patio de Monipodio del Rinconete.
Fernández de Lizardi desde luego fue minucioso conocedor del Quijote, con cuyo protagonista llegó a identificarse, como la crítica ha puesto de relieve. Así, Ozuna Castañeda, quien nota que su quijotesco soneto lo escribe “en el primer tropiezo de su carrera literaria”25. El manuscrito de la Biblioteca Nacional de España, aquí en facsímil, reza así:
Aquí, pluma, te cuelgo de esta estaca,
a mi triste candil apago el moco,
derramo mi tintero poco a poco
y la arenilla vierto en la cloaca.
Trueco mis quatro libros por chamcaca,
pues de nada le sirven a un motroco,
que si a un Quixote hicieron volver loco,
a un pobre Pensador harán matraca.
No soy demente, no, cargue otro el saco,
mientras a sacristán yo me dedico,
ya probé de mi espíritu lo flaco.
Y no quiero preciarme de borrico,
y pues para escritor no balgo tlaco,
sacristán he de ser y callo el pico26.
El texto editado por Fernández de Lizardi presenta variantes respecto de esta versión manuscrita, sobre cuya originalidad por ahora no puedo pronunciarme ni afirmar que fuera la que entregó al impresor, pero que de todos modos probaría la difusión que este soneto tuvo. De la imprenta el verso segundo salió “apago a mi candil el triste moco”, el cuarto “y la arenilla viértola en la cloaca”, el sexto “porque de nada sirven a un motroco”, el séptimo “que si a un Quijote saben volver loco”, y a mi parecer lo manuscrito mejora lo publicado. El autor, como en otras partes de su obra, recurre al coloquialismo en las locuciones cargar el saco, ésta similar a la americana cargar con el arpa o con el petate‘ responsabilizarse de algo’ 27, hacer matraca, callar el pico y la patrimonial no valer tlaco, ‘valer poco o nada’, así como al empleo de mexicanismos léxicos, además del náhuatl tlaco, el regionalismo motroco ‘caballo quebrantado’, ‘muchachillo, mocoso’28. Incluso su “te cuelgo de esta estaca” probablemente recuerda humorísticamente el mobiliario de las viviendas más humildes de hace siglos, pues como notaba Covarrubias “en las aldeas hincan en las paredes unas estacas de las quales cuelgan algunas cosas”, y el canónigo conquense añade el “proverbio vulgar”, dicho cuando se llevan todo de la casa “sin dexar cosa, por menuda que sea, y dezimos no aver dexado estaca en pared”29.
Buen lector del Quijote sin duda había sido igualmente el anónimo autor del Baratillo, y quizá en mayor grado lo fue Fernández de Lizardi, quien lo hace materia literaria y de reflexión vital. Pero la novela cervantina estuvo en manos de otros muchos novohispanos y españoles residentes en México, de acuerdo con Gómez Álvarez, eclesiásticos, comerciantes -recuérdese el caso de Ramón de Iribarren-, funcionarios, militares, profesionistas, artesanos, dependientes y labradores, esto en el periodo 1750-1819, cuando la obra se hallaba en el 15% de las bibliotecas que esta investigadora analiza de la Audiencia de México, 22 de peninsulares y 16 de criollos, lo cual “no es un dato que deba menospreciarse”30.
Efectivamente era así, de manera que no puede extrañar que la valiosa investigación de Van Young sobre la Independencia mexicana descubra que “las referencias al Quijote” fueron “características de la escritura en español de la época” y numerosas en los escritos del cura insurgente José Manuel Correa. Éste “veía la congruencia entre su persona y el Caballero de la Triste Figura”, y de tales menciones cervantinas anota éstas: “mis reclutas alanceaban a los chaquetas con más denuedo y coraje que Don Quijote las mesnadas de carneros”, “mi amo estaba más confuso que Don Quijote cuando Dulcinea se transformó en aldeana”. De sentido peyorativo era el adjetivo quijotesco en la declaración a las autoridades realistas de otro eclesiástico, el doctor Matías Monteagudo, sobre la fuga de Correa de la casa profesa en que estaba preso: “jamás presentaba síntoma alguno de arrepentimiento…, y mucho menos se le oían las abominaciones con que debiera haber detestado sus extravíos quijotescos”31.
Coda lingüística
En su Periquillo, Fernández de Lizardi con frecuencia recurre al refranero castellano; en alguna ocasión también al de factura mexicana y a las locuciones de sentido figurado, igual que a la onomástica personal de resonancia cervantina, pues si Sancho con asombro descubrió “¿que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada con otro nombre Aldonza Lorenzo?” (I, 25), el payo de San Pedro Escapozaltongo relataría que “allí vive una muchacha que se llama Lorenza, la hija de Diego Terrones, jerrador y curador de caballos” (pp. 468-469); y si la mujer del escudero afirma que “Cascajo se llamó mi padre” y “a buena razón me habían de llamar Teresa Cascajo” (II, 5), Andrés Cascajo, “maestro barbero”, sirvió de mozo a Perico, convertido en “el señor doctor don Pedro Sarmiento” cuando se hizo pasar por médico (p. 535).
La serie de reproches de don Quijote a Sancho por la prevaricación lingüística encuentra su paralelismo en la novela de Fernández de Lizardi, cuando el mentado payo a Perico le dice: “Pues ha de saber, señor, que me llamo Cemeterio Coscojales… -Eleuterio, dirá usted, le interrumpí, o Emeterio, porque Cemeterio no es nombre de santo. -Axcán, dijo el payo, una cosa ansí me llamo”; a continuación: “y luego me puse hecho un bacinito de coraje. -Un basilisco querrá usted decir, le repliqué, porque los bacinitos no se enojan. -Eso será, señor, sino que yo concibo, pero no puedo parir, prosiguió el payo” (pp. 458-459). Antes, también con tono de jocosidad, en el diálogo mantenido por el padre vicario con el hacendado, éste en su lenguaje rural continuamente emplea eclís, eclise, eclises, formas a las que el eclesiástico contrapone las cultas eclipse, eclipses (pp. 193-199). Este episodio trae a la memoria el del encuentro de don Quijote con Pedro el cabrero, en el que éste habla de lo que “puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna” y aquél le replica: “Eclipse se llama, amigo, que no cris” (I, 12). Apenas el maguer tonto (y maguera tonto) atribuido a Sancho y a su mujer (II, 5, 33, 49), reaparece en el pensamiento de los escolares del Periquillo ante la despedida del dómine de pocas luces y pésima ortografía: “como que, maguer tontos, conocíamos que no podíamos encontrar maestro más suave si lo mandábamos hacer de mantequilla o mazapán” (p. 127). Y en el manuscrito del Diálogo mexicano entre don Quijote y Sancho, su autor sólo en intervenciones del escudero introduce un par de rasgos del habla vulgar y campesina, de México y de España.
Pero al filólogo en su pesquisa le ocurre como al cazador, que donde menos piensa le salta la liebre, y en el texto del Baratillo, usado para este estudio, entre otras cuestiones de no poco interés histórico, aparece alguna tardía pervivencia del sintagma Art + Pos + N: “A los nuestros protectores, directores, prefectos de quartel o barrio, pulqueros zánganos… A los demás de nuestra extendida archicofradía, mulatos y mulatas…, deseamos y hazemos saber…”32. La burla del abusivo empleo cultista del sufijo superlativo, “Y la cartilla de los epítetos, de profundíssimo, sapientíssimo y demás superlativíssimos que ha de dar y recebir de sus compañeros los graduados con los mismos requisitíssimos” (f. 63r), recuerda la que Sancho Panza hizo a la dueña Dolorida (Quijote, II, 38), y con ella su autor también puede indicar que el -ísimo aún no se había popularizado en el español novohispano, lo que quizá reflejan los versos de 1756 “Heroeísimo Ahumada, / ante quien toda voz suena cortada”33.
De sumo interés lingüístico es el pasaje del mismo corpus manuscrito referente a los trueques entre h y j, ii (i, y) por ll y s por c , documentación anterior a la de Murillo Velarde y de mayor exactitud lingüística que la observación del jesuita español, quien sí relaciona los correspondientes rasgos del fonetismo americano con los del andaluz34. La referencia de Murillo Velarde es de 1752 y de 1734 la del corpus mexicano, y el extraordinario pasaje arriba comentado por ahora es el primer testimonio de la toma de conciencia, por parte de un americano, de su identidad lingüística, manifestada en las pronunciaciones consonánticas que mejor caracterizaban su modalidad indiana frente a la peninsular de tipo norteño y de la Corte. El extenso escrito satírico de Chreslos Jache seguramente deparará más sorpresas al filólogo, pero el fragmento citado ya enmarca la diversidad diatópica del español americano y del entonces metropolitano en su marco sociolingüístico: el “acento o estilo berberisco” simbolizaba el de quien escribe como poco culto, y el de “la pronunciación castellana”, la escritura tradicional de los cultos, de donde la advertencia del autor para que si “otro menos inteligente” corrompiera en la copia su trabajo, los que “supiereis romanze, lo enmendéis”.
En cuanto a Fernández de Lizardi, se reveló despierto observador del lenguaje, y del agudo sentido lingüístico que indudablemente tuvo haría gala en su Periquillo , lo que no deja de manifestar la riqueza y propiedad del léxico que emplea, a veces con advertencia de la peculiaridad mexicana, así en “nodriza o chichigua, como acá decimos” (p. 108), “tercianas que llaman fríos” (p. 223), “ordinariamente estos mozos bailadores, o como les dicen, útiles, son unos pícaros de buen tamaño; no llevan a un baile más que dos objetos: divertirse y chonguear (es su voz); este chongueo no es más que sus seducciones o llanezas” (pp. 298-299), etc. Y ese notable dominio del idioma le permite caracterizar clases y grupos sociales, e incluso identificar la distorsión ortográfica por el peculiarismo fonético y la incultura con los ejemplos que tomó “en los papeles de las esquinas y aun el cartel del Coliseo”; entre ellos Rial estanquiyo de puros y cigaros y El Barbero de Cebilla, con expresión del antihiatismo (rial ‘real’), del yeísmo (estanquiyo) y de la confusión de s y c (Cebilla); en consecuencia, El Pensador Mexicano reprochará los “mil groseros barbarismos” que se cometían en la escritura, “que contribuyen no poco a desacreditarnos”35.
La misma condición de fino observador del lenguaje y su variación descubre Fernández de Lizardi en La Quijotita, cuando el supersticioso soldado gallego en la licenciosa reunión de la accesoria así se expresa: “¿Doncella? Sábelo Dios y ella…, como ser Santiajo de Jalicia, que he visto entrar en esta casa unos reverendos más rollizos que los jatos y comadrejas de un convento”, y luego en palabras del narrador: “A su vista volvieron a turbarse los sentidos del gallego, y jurando por Santiajo que era la misma que se le había aparecido en el foso, se cayó privado” (pp. 239-240). Con estos Santiajo, Jalicia y jato ‘gato’ desde la Nueva España en 1818-1819, con seguridad se testimonia el fenómeno de la geada del español de zonas de Galicia, mientras que la primera, “y aun no muy segura noticia de existencia de la geada en gallego”, con mención bibliográfica, es de 1794 y de 1833 la atestiguación incuestionable36.
Así, pues, desde América se confirma que esta particularidad dialectal de la Península sin duda tiene que ser más antigua de lo que se suponía, o de lo que documentalmente sobre dicho fenómeno constaba. En conclusión, una prueba más, junto a las demás aquí referidas y a tantas otras ya conocidas, de que si no es posible hacer historia suficientemente segura del español americano prescindiendo de la del europeo, tampoco en la de éste resulta procedente prescindir de las fuentes atingentes al español de América, requisito científico que por desgracia aún no se ha asumido por todos en la dimensión metodológica que realmente comporta, y esto, mutatis mutandis, vale para no pocos estudios sincrónicos de la lengua común en sus vertientes europea y americana, con sus respectivas variedades internas.