A la hora de estudiar la recepción y el influjo de la literatura francesa en el modernismo hispánico, deben tenerse en cuenta aquellas corrientes poéticas principales que confluyeron en su seno, sobre todo el parnasianismo y el simbolismo. Dichas corrientes, con sus divergencias y convergencias, marcaron el nacimiento y el desarrollo de la modernidad literaria en todo el ámbito de las literaturas hispánicas, anticipándose o rezagándose según el estado cultural del país receptor. En este sentido, México no sería una excepción, más bien al contrario, pues aquí se observa, desde el punto de vista cronológico-estilístico, el proceso de implantación de un canon marcado al principio por los dogmas de la escuela parnasiana que con el paso del tiempo, y fundamentalmente desde el año 1898, hubo de dar paso a otro canon diferente, aquél que regían los presupuestos del simbolismo. Prácticamente desatendido hasta ahora por la crítica, es de este proceso de diacronía estética y discernimiento de las posibilidades expresivas a la luz de la literatura francesa de la que viene a encargarse el presente estudio.
La organización del trabajo partirá de un análisis de la presencia de los temas y formas del parnasianismo en los principales autores mexicanos del período finisecular, desde la obra fundacional de Justo Sierra hasta los últimos representantes del movimiento -Efrén Rebolledo y Enrique González Martínez-, sin obliterar los grandes nombres como Díaz Mirón o Gutiérrez Nájera ni a todos aquellos autores de calibre desigual que escribieron en el contexto de la Revista Moderna. Sin embargo, y para no ceñirse exclusivamente a un recuento de temas, motivos y probables fuentes parnasianas rastreables en un abanico fluctuante de poetas, una parte importante de este trabajo orbita alrededor de aquellas prácticas discursivas paralelas, tal como reseñas y artículos, anónimos o firmados, aparecidos en revistas, diarios y antologías. El siglo XIX fue la época dorada de la difusión de la literatura en prensa, y en lo que respecta a los textos poéticos, las revistas y diarios constituyeron un canal divulgati vo de mayor impacto que el libro. Por su parte, en la propagación del modernismo, y dado su carácter extranjerizante, las traducciones desempeñaron un papel fundamental, de ahí que se preste especial atención a aquellas publicaciones promotoras de la nueva estética que fomentaron desde un principio la traducción de los poetas parnasianos, justo en el momento de máximo apogeo de la revista literaria.
Justo Sierra y la temprana recepción del Parnaso en México
El que México fuera uno de los primeros países de habla his pana en los que pudo constatarse la recepción de la poesía parnasiana francesa responde a una serie de hechos coyunturales resumidos por Boyd G. Carter de “la Intervención francesa y el Imperio de Maximiliano”1. En tal contexto, no es de extrañar la presencia abrumadora de la literatura francesa en la cultura mexicana entre 1863 y 1867, período que abarca la dominación extranjera en el país, y cuyo influjo no desapareció con el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, sino que habría de perdurar durante las décadas posteriores.
Algunas publicaciones literarias de los años subsiguientes a la invasión francesa, como El Renacimiento (1869), El Domingo (1871-1873), El Federalista (1872-1877) o El Artista (1874-1875) recogen dicha predilección por las letras francesas, en especial por el romanticismo progresista de Víctor Hugo, por el primer Théophile Gautier y por François Coppée, pero no sería hasta la década de los años ochenta cuando comenzó a generalizarse la traducción de poetas parnasianos en México, concretamente en el periódico literario El Nacional (1880-1884)2. Fundado por Gustavo G. Gostowski y dirigido por Gonzalo A. Esteva, El Nacional, en cuyas páginas se prestó singular atención a todas las corrientes literarias que llegaban de ultramar, significó un antecedente directo del primer modernismo mexicano. Pese a privilegiar aún la traducción de los románticos -Hugo, Lamartine, Byron…-, allí se contabilizan algunos poemas y prosas parnasianas de Gautier, de Coppée, de Théodore de Banville y de Catulle Mendès, pero del decadentismo y del simbolismo aún no hay noticia alguna. En cuanto a la poesía hispánica en sí, El Nacional acogió las firmas tanto de los poetas consagrados -A. Bello, Roa Bárcena, Núñez de Arce, Campoamor o Zorrilla- como de aquella juventud que comenzaba a mostrar en sus versos rasgos más novedosos: Manuel Reina y Salvador Rueda de España, Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón y Justo Sierra del propio México. En este punto resulta obligatorio examinar la importancia capital de Justo Sierra (1848-1912) en lo que respecta a las primeras noticias del parnasianismo francés en el país. Pedagogo, jurista, historiador, periodista, político, figura augusta de la cultura mexicana decimonónica, el nombre de Sierra figura en la problemática nómina de los precursores de la literatura moderna en Hispanoamérica3. Romántico a la francesa en su juventud, Sierra comenzó escribiendo ensayos sobre Hugo y Lamartine para El Renacimiento (1869), en cuyas páginas citó además, y acaso era la primera vez que sucedía en su país, el nombre de Théophile Gautier4. Sus primeros poemas, de hechura romántica, aparecieron en El Domingo (1871-1873), aunque ya por entonces demostraba Sierra una comprensión cabal del arte parnasiano del poeta de Émaux et camées: en 1874, a lo largo de un ensayo sobre el folletinista Julio Janin, alaba “el estilo argentino de Théophile Gautier, que sólo es dado a copiar a un buril como el de Froment Meurice o a un pincel como el de Corot…”5.
Durante los primeros años de la década de los años ochenta, en el seno del periódico La Libertad, Sierra abre el abanico de referencias parnasianas mostrando su admiración por Leconte de Lisle. En su recensión sobre “Literatura francesa. Las conferencias de M. Lejeune” -22 de agosto y 12 de septiembre de 1882-, y a propósito de las últimas corrientes novelísticas, advierte una “tendencia exclusivamente objetivista que domina en la literatura contemporánea, en los poetas lo mismo que en los novelistas, en Leconte de Lisle lo mismo que en Flaubert… los dos nombres más grandes del período postromántico”. Al año siguiente, y esta vez reseñando el drama de Echegaray “Un milagro en Egipto” -27, 28 y 29 de julio de 1883-, volvía Sierra a exhibir sus conocimientos sobre poética parnasiana:
las tragedias y novelas arqueológicas…, las civilizaciones que decoraron con su intenso colorido y sus misteriosos ritos la juventud de la humanidad… en el poema hallarían, quizá, expresión más adecuada: Leconte de Lisle, en Francia, lo ha mostrado a maravilla.
Es por estas fechas, hacia 1885, cuando comienza a notarse en su poesía un relativo giro desde el romanticismo cívico hacia posiciones más acordes con las de sus admirados Gautier y Leconte de Lisle6. La serie de sonetos de tema helenístico, Funeral bucólico (1885), o el extenso poema en cuartetos alejandrinos Matinal (1886) bien lo confirman. Baste leer alguna estrofa de este último: “Su lecho vaporoso de gualda y de zafiro / deja, vestida apenas de tenue luz de aurora, / y pone el pie, que un beso del sol oriente dora, / sobre un tapiz espléndido de púrpura de Tyro…”.
En 1889 Sierra fundó y dirigió la Revista Nacional de Letras y Ciencias (1889-1890). Orientada a los sectores intelectuales más elitistas, esta revista privilegiaba la crítica literaria y la divulgación científica por encima de la poesía y la traducción, de ahí que fueran los versos de Horacio y Lucrecio, en versiones del propio Sierra, junto a los de poetas menores mexicanos de trasnochado neoclasicismo y posromanticismo, los que allí se publicaron mayoritariamente. Pese a contar con la colaboración de varios autores renovadores como Manuel Gutiérrez Nájera y Jesús E. Valenzuela, y pese a los sonetos parnasianos que con el título de “Márgenes de la historia” -“Leónidas”, “Espartaco” y “Jesús”- presentó el propio Sierra, la Revista Nacional de Letras y Ciencias tuvo escasa relevancia en el desarrollo del modernismo mexicano.
Con el paso de los años, Justo Sierra fue alternando en sus escritos una posición antinómica respecto a su concepción de la poesía y del rol del poeta en la sociedad, reclamando indistintamente una labor humanitaria, un Arte por el arte o una expresión que atendiese exclusivamente a la introspección del yo lírico, en consonancia con el becquerianismo que asolaba las letras americanas durante el período premodernista. Si nos centramos exclusivamente en su parcial filiación al Parnaso, cabe destacar su prólogo a los Versos de Luis G. Urbina (1890), donde, apoyándose en algunos apotegmas de procedencia gauteriana, considera que “un poeta es aquel que por medio de la palabra, musicalmente dispuesta, sabe comunicar el placer de lo bello”. Pero sin duda fueron sus contribuciones a la Revista Azul de M. Gutiérrez Nájera las que revelan con mayor precisión el papel de divulgador del parnasianismo que Sierra encarnó en su país. Allí publicó sus traducciones de cinco sonetos de Les trophées de José María de Heredia -muy elogiadas por el propio G. Nájera, como en seguida se verá-, junto con un medallón dedicado “A Leconte de Lisle (en la última página de los Poèmes barbares)” -núm. 15, 12 de agosto de 1894.
Finalmente, sus traducciones de Heredia, acompañadas de algunos sonetos propios -“Márgenes de la historia”, “La agonía de Cleopatra”, “Juana d’Arc” o “Hannibal”- ocuparon un lugar relevante en la célebre Revista Moderna (1898-1903), lo cual viene a certificar no sólo el prestigio de Sierra entre la juventud literaria, sino la vigencia de su parnasianismo en el cenit del modernismo mexicano. Su autoridad se hace patente en uno de sus últimos textos literarios, el prólogo a Peregrinaciones (1901) de Rubén Darío, que el propio nicaragüense le solicitara. Al hilo de Prosas profanas, Sierra dejaba unas atractivas apreciaciones sobre la poesía moderna: para él, Leconte de Lisle y los parnasianos fueron herederos directos de Hugo, los grandes forjadores de la palabra musical y plástica, cuyos “venturosos hallazgos”, los “últimos” de indiscutible valor en el decurso de la poesía francesa, han “dotado a la lírica y la épica francesas de una maravillosa colección de medallas y bajorrelieves imperecederos”. Desde entonces, y con la venida de los decadentes y simbolistas, a los que tilda de “postparnasianos”, la poesía francesa no ha hecho sino malograrse, “esotérica, sólo inteligible para los iniciados. Esto la sentenciaba a muerte; perdido el contacto con el medio social, se desoxigenó y murió entre Verlaine y Mallarmé…”.
Manuel Gutiérrez Nájera. La Revista Azul
Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), primer modernista mexicano sensu stricto, ha merecido por parte de la crítica, contrariamente a lo que sucede con Justo Sierra, un amplio espacio en los estudios sobre esta controvertida época de nuestras letras. Concretando más, los ecos parnasianos en la obra de Gutiérrez Nájera no sólo no han sido olvidados, sino que incluso suponen uno de los aspectos con mayor presencia en la bibliografía a él dedicada. Tan sólo un año había pasado desde la prematura muerte del poeta, cuando ya precisamente Justo Sierra apuntaba unas líneas en esta dirección: “todos los poetas franceses… desde Hugo, Lamartine y Musset hasta Richepin, Rollinat y Verlaine, pasando por Gautier, Baudelaire y Coppée, todos han ido marcando como constelaciones el trazo de la órbita del astro”7. Apenas unos meses después de los juicios de Sierra, el argentino
Luis Berisso definía a Nájera como “un insigne banvillista”8. Así, desde bien temprano se asoció el nombre de Gutiérrez Nájera a la poesía parnasiana, una tendencia que continuó a lo largo de todo el siglo XX, si bien en los últimos tiempos la crítica ha venido relativizando este hecho9.
El primer problema presente a la hora de abordar la huella del Parnaso en G. Nájera parte de la propia circunstancia editorial de su obra. En vida, tan sólo publicó el volumen de Cuentos frágiles (1883), ya que el resto de su obra apareció disperso en periódicos, revistas o diarios personales, y casi siempre firmado con múltiples pseudónimos: “El Duque Job”, “Puck”, “Recamier”… Ha sido, pues, póstumamente como se ha recopilado y editado el grueso de sus textos, en un cúmulo de ediciones no siempre de fiar10. Sí es seguro que Manuel Gutiérrez Nájera nació y vivió en la capital mexicana, ciudad de la cual apenas saldría nunca, que procedía de una familia burguesa y que tuvo una educación esmerada, y aprendió francés desde niño en un colegio regentado por maestros nativos. A los 16 años, en 1875, comenzó a emborronar sus primeras cuartillas con una serie de versos de temática religiosa y hogareña y tono clásico, mas la lectura febril de todo cuanto caía en su mano le fue llevando pronto por otros caminos, desde el neoclasicismo hasta el realismo pasando por el romanticismo más exaltado. En plena adolescencia, tuvo la fortuna de asistir a las clases de Justo Sierra, quien lo puso por vez primera en contacto con los grandes escritores contemporáneos españoles y franceses, entre ellos los Gautier, Banville, Coppée o Mendès, a los que muy pronto se dio a imitar. Apenas cumplidos los 17 años, la huella de estas lecturas comienza a dejarse notar en una serie de textos como el ensayo “El arte y el materialismo”, publicado en El Correo Germánico entre agosto y septiembre de 1876. En la estela de Gautier y su célebre “Préface” a Mademoiselle de Maupin, el joven poeta se declara partidario del arte por el arte, del “santo, el sublime principio de la libertad” y en pugna con el “asqueroso y repugnante positivismo”. Allí mismo se muestra familiarizado ya con Las flores del mal de Baudelaire, obra que cita en auxilio de su ideal absoluto: “el arte tiene por objeto la consecución de lo bello”11. También por aquella misma época comienzan a aparecer rasgos estilísticos propios del Parnaso en sus cuentos. Una muestra de ello se percibe en “Mi inglés”, fechado en 1877:
Figuraos un vestíbulo amplio y bien dispuesto, con pavimento de exquisitos mármoles, y en cuyo centro derramaba perlas cristalinas un grifo colocado en una fuentecilla de alabastro. Pasad por alto los frescos y pinturas que adornan las paredes… Nada hay, ni el más pequeño detalle, que no revele la opulencia y el gusto de Pembroke. En aquel jardín se han reunido, por un esfuerzo poderoso del dinero, los árboles y plantas de más extraños climas… El floripondio de alabastro y el nenúfar de flexible tallo crecen al lado de la camelia aristocrática y del plebeyo nardo…
La lectura de Théophile Gautier salta a la vista en seguida, dados los materiales y recursos de los que el joven mexicano se sirve en éstas sus primeras prosas, de una plasticidad y musicalidad ostentosas. Una anécdota, relatada por un sastre llamado “Señor Candás”, remite a este período de aprendizaje gauteriano: cuenta el susodicho sastre que pasando una y otra vez por la tienda de ropas, “El puerto de Veracruz”, había observado cómo el mozo de la misma, nuestro Gutiérrez Nájera, “leía siempre, siempre, libros de un señor Gautier, y una vez díjome que ese señor Gautier era un autor muy recomendado en contabilidad y que por eso él lo leía tanto…”12. Son constantes, por aquellos días, las referencias al poeta de Émaux et camées en sus escritos. El 16 de junio de 1878 se publicaba en La Libertad el cuento “Pia de Tolomei”, en el que abundan de nuevo las descripciones de tinte parnasiano y las referencias a “aquel arte, aquella filigrana, aquella palabra colorida y pletórica de Théo”. El poeta mexicano se sueña un verdadero parnasiano, al menos en prosa, una prosa confeccionada con retazos de Salammbô de Flaubert y de Italia y Le Roman de la momie de Gautier: “He visitado con Gautier la Italia… con Flaubert he vivido entre las opulencias de Cartago; con Gautier entre los esplendores del Egipto; el universo todo ha pasado como visión kaleidoscópica a mi vista…”.
En contraste con su prosa, las primeras huellas del Parnaso en la poesía de Gutiérrez Nájera son en un punto posteriores; y en todo caso, no se trata de un parnasianismo forjado en los yunques de Leconte de Lisle: los rasgos de la Escuela que pueden constatarse en los versos del poeta mexicano apuntan a la gracia colorista y a la sensualidad de Gautier, Banville o Mendès, cuando no al sentimentalismo, rayano a veces en cursilería, de Coppée. De entre las escasas traducciones que Nájera concluyó, se pueden espigar, precisamente, tres poemas de Coppée, “La primera” (1880), “A ella” (1880) y “Versos de oro” (1882)13, a los que debe sumarse otro poema de Catulle Mendès, “París, 14 de julio” (1884), si bien en 1881 ya había traducido un cuento de este autor, “La sospecha”14. Es, por lo tanto, el Coppée de Les intimités (1869), Les humbles (1872) o Le cahier rouge (1874), con sus versos de amor a media voz, sus escenas urbanas y sus personajes humildes, el primer parnasiano al que Gutiérrez Nájera trata de emular en muchos de sus poemas de la época, y así se deduce de la lectura de piezas como “Cuadro de hogar” (1879), “Lápida” (1880), “Crisálida” (1881), “Pobre y enferma” (1881), “Carta abierta” (1882), “Efímeras” (1882), o “Prólogo” (1883). El boudoir galante, apropiado para ambientar un encuentro erótico, tan presente en las poesías de Catulle Mendès, está igualmente en el fondo de “Mimí” (1880), “Invitación al amor” (1882), “El primer capítulo” (1883), “Para el álbum de una hermosa” (1884) o “En su alcoba” (1884).
Mayor categoría e influjo en el naciente modernismo tienen aquellas piezas donde asoma la frivolité de Banville, su frescura y hedonismo bienfaisante, una premeditada ingenuidad que se avenía muy bien con el espíritu del poeta mexicano. De 1884 data el célebre poema “La duquesa Job”, escrito a la luz diurna de las Odelettes del parnasiano francés: “En dulce charla de sobremesa, / mientras devoro fresa tras fresa, / y abajo ronca tu perro Bob, / te haré el retrato de la duquesa / que adora a veces al duque Job…”. No menos banvillescos son aquellos poemas breves que desarrollan la temática de las flores -“Para el corpiño” (1887), “Mar que en urnas de corales” (1892) o “La misa de las flores” (1892)-, que bien pudieran haber merecido aquella parodia de Rimbaud, “Ce qu’on dit au poëte à propos de fleurs”, dedicada precisamente “À Monsieur Théodore de Banville”. En esta poesía floral de extensión reducida y manifiesto origen parnasiano veía por entonces Manuel Gutiérrez Nájera uno de los rasgos arquetípicos de la modernidad lírica:
breves deben ser los tomos de poesías; así son los que dan a la estampa Sully-Prudhomme, Coppée y casi todos los poetas modernos. Catulle Mendès los publica aún más pequeños: sus colecciones de versos son preciosos ramitos para el ojal15.
Junto a los precitados, otro de los poetas parnasianos a la cabecera de Gutiérrez Nájera fue Louis Bouilhet, cuyos Festons et astragales (1859) se transparentan en composiciones como “Para un menú” (1888). En concreto, los dos últimos versos -“Dejemos las copas… si queda una gota, / ¡que beba el lacayo las heces de amor!”- mantienen una deuda más que evidente con aquellos que cierran “Vers à une femme” de Bouilhet: “Le banquet est fini quand j’ai vidé ma tasse; / s’il reste encore du vin les lacquais boiront”.
Entre las concesiones más obvias al catálogo parnasiano que salpican la poesía de Gutiérrez Nájera merece mencionarse obviamente el poema “De blanco” (1888), recreación de la “Symphonie en blanc majeur” de Gautier basada en el mismo despliegue monocromo: “¿Qué cosa más blanca que cándido lirio? / ¿Qué cosa más pura que místico cirio? / ¿Qué cosa más casta que tierno azahar? / ¿Qué cosa más virgen que leve neblina? / ¿Qué cosa más santa que el ara divina / de gótico altar?”16. Tanto comulgaba Nájera en los altares franceses que él mismo fue uno de los primeros en alertar de los posibles perjuicios que ello podría estar causando a la lírica hispánica de la época. Estamos en 1888, año de sus remedos de Gautier y Bouilhet, año del Azul… de Darío, y en un texto como el citado “Tristissima nox” el mexicano, toda vez celebrados los nombres de Gautier, Mendès, Rollinat o Richepin, alecciona en estos términos:
El excesivo amor a la frase, a los matices de la palabra, ha dado en Francia esa poesía de los “decadentes” que es como un burbujeo de pantanos. Bebamos una copa de Borgoña con Teodoro de Banville, pero conversemos luego… con los griegos y latinos.
Preconizar un retorno al clasicismo grecolatino y español a despecho de lo francés podría sonar reaccionario en boca de otro que no fuese Gutiérrez Nájera. Porque las “Odas breves”, materialización poética de dicha propuesta, mantienen la frescura y el charme modernistas, por más griegos que fueran sus motivos y pese a ciertos resabios retóricos de corte académico. Así, piezas como “Bacante”, “A Dionisos” o “A Lidia” poco tienen en común con los versos cerebrales de los clasicistas hispánicos del tiempo -Menéndez Pelayo y Valera en España, Ipandro Acaico en México-, mas enlazan directamente con el helenismo sensual de Gautier -“Odelette anacréontique”, “Apollonie”, “Bûchers et tombeaux”, “Les Néréides”…-, de Banville -“La déesse”, “Idolâtrie”…-, o del Leconte de Lisle de gesto menos adusto -“Chant alterné”, “Les Bucoliastes…”17. En este sentido, bien pudiera haber suscripto Nájera aquel célebre dictamen de Darío: “Amo más que la Grecia de los griegos / la Grecia de la Francia…”. Inútil resulta pretender rastrear aquella impasibilidad del parnasianismo más ortodoxo en la obra de un poeta tan subjetivo, tan romántico en esencia como él. Podría decirse que una composición como “Pax animae. (Después de leer a dos poetas)”, fechada en 1890 y casi una reelaboración de “Les montreurs” de Leconte de Lisle, supone la excepción que confirma la regla: “¡Ni una palabra de dolor blasfemo! / Sé altivo, sé gallardo en la caída / ¡y ve, poeta, con desdén supremo / todas las injusticias de la vida!”. Es éste el Gutiérrez Nájera más cercano al Parnasse arquetípico, a Leconte de Lisle y a José María de Heredia. Ya D.M. Kress18 señaló el posible influjo de “Dies irae” o “La maya” de Leconte de Lisle, epítomes de su filosofía pesimista, en algunos escritos del mexicano como “To be” o “Después”, si bien éste se deshace del fárrago culturalista parnasiano y presenta además un trasfondo cristiano opuesto al budismo del poeta francés. En este último rasgo, la postura de Gutiérrez Nájera confluye más bien con la del Théodore de Banville de libros como La sang de la coupe, donde asistimos a una cándida reconciliación de la mitología pagana con la noesis cristiana.
Por lo que respecta a la recepción de Les trophées de Heredia en México, cabe señalar que Gutiérrez Nájera fue uno de sus primeros devotos. Apenas se había publicado la obra en Francia cuando ya el mexicano, en una reseña a Flores de iris de M. Larrañaga Portugal (El Partido Liberal, 26 de noviembre de 1893), confesaba haberla “leído y releído”, mostrando además su fervor incondicional para con el arte sonetístico del poeta cubano-francés: “Ningún poeta francés de la época presente, ni Leconte de Lisle, le supera en pulcritud, en limpieza, en atavío imperial: ha escudriñado todos los secretos de la forma; ha vencido todas las dificultades y todas las asperezas del idioma”. Al día de cuanto se venía publicando sobre Heredia, Nájera recoge allí algunas notas encomiásticas de Lemaître, Verlaine o el cubano Manuel de la Cruz, para en seguida enjuiciar las traducciones de Les trophées que Manuel Larrañaga había incluido en sus Flores de iris:
¿Traducir a Heredia en verso castellano…? ¡Qué locura! ¿Hacer sonetos después de Heredia…? ¡Qué temeridad!… Proceden de Heredia esos sonetos -qué mayor elogio- por la forma policromática y cincelada: son rigurosamente parnasianos. ¡Qué collar tan rico!
Pese a todo, el artículo se cierra con un serio aviso sobre los peligros de ceñirse a la impasibilidad parnasiana, uno de los dogmas de la Escuela de los que Nájera receló siempre: “Yo me permito aconsejar a usted que a veces guarde una lágrima dentro de irisada gota de rocío”19.
Apenas nueve meses antes de su muerte, Manuel Gutiérrez Nájera, mano a mano con el periodista C. Díaz Dufoo, levantó uno de los hitos mayores del modernismo hispánico, la Revista Azul (1894-1896), en la que se dio cabida, junto a autores de la vieja escuela -Núñez de Arce, Balart, Campoamor…-, a lo más granado de la nueva literatura escrita en español: S. Rueda, Darío, Martí, Julián del Casal, J.A. Silva, Díaz Mirón, Chocano, L. Díaz o M. Reina. Nacida en un período de efervescencia y transición, la Revista Azul encarna todas las dudas del propio Gutiérrez Nájera sobre el devenir literario de la modernidad, oscilante aún entre la expresividad obsoleta del romanticismo y del realismo y las inciertas conquistas del parnasianismo y el decadentismo. Su artículo “La vida artificial” -núm. 12, 22 de julio de 1894- condensa certeramente dicha indecisión:
Leo los versos de Verlaine, y me pregunto, ¿qué he leído? No son versos, unos no tienen rima, otros no tienen metro… Leo deleitosamente las poesías de Catulle Mendès. ¡Qué encajes de aire! ¡Qué filigranas de sonidos! ¡Qué sinfonías de color! Pero ¿qué dicen?
Pese a todo, su sitio estaba entre los modernos, y a aquellos críticos conservadores, españoles en su mayoría, que acusaban a la Revista Azul de “afrancesamiento” y de “menospreciar la literatura española”, Gutiérrez Nájera plantaba cara alegando la importancia radical de “El cruzamiento en literatura”, según rotula un ensayo publicado en el número 19, el 9 de septiembre de 1894. Sin prejuicio alguno, el director de la revista defendía que la poesía francesa era “la más sugestiva, la más abundante, la más de hoy”, y resaltaba, dada la “innegable decadencia de la poesía lírica española”, que también seguían los modelos franceses autores peninsulares como Salvador Rueda, “genialidad poética de mucho brillo”. Las causas de aquella decadencia las achacaba Nájera a una “falta de cruzamiento” y “aversión a lo extranjero”:
En España perdería su tiempo el que anduviera buscando, con linterna o sin ella, poetas en quienes aliente el alma de Musset, o que rindan culto al ideal de Leconte de Lisle, al de Gautier, al de Sully-Prudhomme; o que revelen haber leído a Leopardi…
Romántico o parnasiano, la lectura de cualquier poeta extranjero significaba para Gutiérrez Nájera un enriquecimiento primordial, sin el cual todo poeta en lengua española veríase pronto condenado a la parálisis y a la zafiedad. De ahí el lugar preeminente que ocuparon las traducciones de poetas extranjeros en la Revista Azul, desde Horacio o Lucrecio hasta Carducci, pasando por los Goethe, Heine, Shelley o Víctor Hugo. Y por encima de todos, los parnasianos, cuya presencia es abrumadora en la revista, en claro contraste con la ausencia de poetas afines al decadentismo y al simbolismo: apenas un par de poemas de Richepin y sólo “Mística” de Verlaine vieron allí la luz20.
Resulta, pues, indudable la importancia para la recepción del parnasianismo en México de una figura como la de Manuel Gutiérrez Nájera, un poeta que, sin embargo, se mantuvo en la mayor parte de su obra fiel siempre al lirismo subjetivo de tradición romántica. Como buen modernista, tuvo la capacidad de vislumbrar cuán valioso era el aporte parnasiano a la ineludible diacronía de la poesía moderna, y no dudó en asimilar en sus versos aquello que consideró oportuno en este sentido. Tampoco dudó Nájera de quiénes habían sido, para él, los grandes creadores de la poesía decimonónica, aquéllos que aún marcaban el rumbo de la misma, los románticos:
¿No agoniza aquí y allá, como una pobre tísica, la poesía? ¿Qué gran poeta nuevo ha surgido en Francia? Diríase que todos los poetas franceses están pobres, porque Víctor Hugo gastó mucha poesía. Leconte de Lisle pone en verso francés la poesía helénica. Coppée versifica admirablemente la vida moderna. Pero, ¿el quejido tierno de Musset? ¿la serenata de Lamartine?, ¿la regocijada canción de Béranger? ¡No hay Béranger, ni hay Musset, ni hay Lamartine! ¡Cada día hay más poetas que hacen versos bonitos y atildados y pulcros, pero hay menos poetas21.
Salvador Díaz Mirón, entre Hugo y Leconte de Lisle
Controvertido en sus facetas de poeta, periodista y político, Salvador Díaz Mirón (1853-1928) legó al modernismo una obra lírica grandilocuente como su propia persona, forjada con los elementos más ostentosos del romanticismo cívico de Víctor Hugo y, en menor medida, del parnasianismo solemne de Leconte de Lisle. El entusiasmo de una voz tan particular como la suya, a veces desmesurada, impresionó en gran medida a no pocos poetas del modernismo americano, y no precisamente a los menores: J. Santos Chocano, los argentinos L. Díaz y L. Lugones, o el mismísimo Rubén Darío, que le dedicó un medallón a su medida en la segunda edición de Azul… (1890): “Tu cuarteto es cuadriga de águilas bravas / que aman las tempestades, los Oceanos; / las pesadas tizonas, las férreas clavas, / son las armas forjadas para tus manos…”.
Poesía de transición entre el romanticismo y el modernismo la suya, y pese a la peculiaridad del fuerte trazo que imprimió a todo cuanto salió de su pluma, no puede decirse sin embargo que Díaz Mirón fuese un poeta monolítico, encadenado a una sola manera, pues su concepción de la lírica fue evolucionando, si bien livianamente, a lo largo del tiempo. De ahí los debates que ha suscitado entre la crítica, dividida entre quienes ven en él a un anunciador de la poesía nueva en su vertiente parnasiana y quienes lo señalan como un continuador brillante, algo anacrónico, del más puro romanticismo22.
La obra de Díaz Mirón se divide en tres etapas relativamente bien delimitadas. La primera consta de cuanto escribió entre 1874, fecha de sus primeras composiciones, y 1892, cuando el poeta fue encarcelado por asesinato. Inmerso en el alto romanticismo, humanitario y atronador, Díaz Mirón fragua por entonces su poesía en la forja de sus idolatrados Víctor Hugo, Lord Byron o Núñez de Arce. Sin embargo, es menester resaltar en las últimas piezas escritas en esta primera época un voluntarioso ceñimiento a la concisión expresiva y a la orfebrería léxica parnasianas, así como cierta indagación en los motivos privilegiados por la escuela. El poema de tema helenístico “Boedromion” (1888), inspirado, según nos indicaba ya A. Méndez Plancarte23, en la traducción francesa de Hésiode de Leconte de Lisle, o su brillante retrato de “Cleopatra” (1889), delatan claramente la lectura de los poetas del Parnasse contemporain: “En un brazo se torcía / como cinta de centellas, / un áspid de filigrana / salpicado de turquesas, / con dos carbunclos por ojos / y un dardo de oro en la lengua…”.
Cuatro años pasó el poeta en la cárcel, entre 1892 y 1896, durante los cuales columbra la nueva dirección que había de seguir desde allí su poesía, y que quedará plasmada definitivamente en su obra maestra, el poemario Lascas (1901). Ya en el prólogo se apresuró a renegar de toda su producción anterior: “Esta colección de versos constituye, por hoy, mi único libro auténtico”, un libro cimentado en un anhelo casi enfermizo de severidad formal y plasticidad pura. Pareciera que el mexicano hubiese proyectado sobre su poesía aquella experiencia de contención emocional y estrechez espacial experimentada en prisión, y que la única lectura de la que hubiera dispuesto allí fuese el Petit traité de poésie française de Banville. A propósito de la rima, por ejemplo, Díaz Mirón defiende una riqueza y versatilidad en que deben adecuarse siempre “voces semejantes como sonido y diferentes como sentido”, eludiendo cualquier dupla de palabras de la misma categoría gramatical, secundando así, a rajatabla, aquellos preceptos que Banville preconizase en su tratado: “Votre rime sera riche et elle sera variée! C’est-à-dire que vous ferez rimer ensemble, autant qu’il se pourra, des mots très-semblables entre eux comme SON, et très-différents entre eux comme SENS…”24. Llevando más lejos aún la severidad del maestro parnasiano, el mexicano escribió algunos poemas, como “Los peregrinos”, en los que ensaya una disposición acentual radicalmente innovadora, según la cual las vocales tónicas de un mismo verso no podían repetirse nunca25.
Desde la primera página del libro, “A mis versos”, la obsesión formal asoma en toda una serie de piezas metapoéticas centradas en su mayoría en la labor versificadora, en la factura ideal de una expresión cuyo sonido ha de asemejarse a “lascas de piedras de simas”. En plena consonancia con las aspiraciones parnasianas, presenciamos allí una revalorización plena de la servidumbre plástica del verso. Canta el poeta en la “Epístola joco-seria al editor de Lascas”: “Forma es fondo; y el fausto seduce / si no agranda y tampoco reduce. / Que un estilo no huelgue ni falte, / ¡por hincar en un yerro un esmalte! / que la veste resulte ceñida / al rigor de la estrecha medida, / aunque muestre, por gala o decoro, / opulencias de raso y de oro”.
Otros rasgos que acercan Lascas al parnasianismo se coligen de aquellas pinturas objetivas de un fragmento de la realidad -“Pinceladas”, “Entre dos lentes. (En un establecimiento fotográfico)”-, del madrigal galante y sensual -“Pepilla”, “Vigilia y sueño”, “La canción del paje”, “Canción medieval”, “A la señorita Sofía Martínez”-, o de la recreación de la historia fundada según el modelo de Les trophées de Heredia -“El predestinado”. Pese a todo, no se trata de un libro que pudiera ser adscrito íntegramente a la ortodoxia parnasiana. El yo lírico retumba de forma constante a lo largo y ancho del poemario, iniciando prácticamente cada poema en una suerte de umbral ególatra que condiciona todo el desarrollo posterior. A ello hay que añadir algunos otros resabios románticos, como la excesiva propensión a lo luctuoso -“Cintas de sol”, “El muerto”, “Ejemplo”, “Lance”-, una trasnochada moralina al abordar lo femenino -“A ti”, “A ella”, “Avernus”-, y sobre todo la pervivencia del humanitarismo hugoniano -“Excélsior”, “Duelo”, “Ecce homo”, “La oración del preso”, “Audacia”.
La última etapa lírica de Salvador Díaz Mirón se compone de aquellos poemas sueltos escritos desde la publicación de Lascas hasta su muerte, en 1928, donde el mexicano, por lo demás, retoma una concepción del poeta y de la poesía puramente romántica en su misión prometeica. Con algunas excepciones -Hugo, Byron, Carducci…-, Díaz Mirón fue parco en citas, alusiones y epígrafes, y en ningún momento salió de su pluma el nombre de parnasiano alguno. Ello no significa, en cualquier caso, que no tuviera entre sus referentes principales a los poetas de la escuela, pues según aporta Méndez Plancarte26, el mexicano dejó a su muerte una considerable biblioteca en la cual se hallaban ejemplares anotados de su puño y letra de Poèmes barbares de Leconte de Lisle, entre otras muestras de literatura gala. En cualquier caso, y más allá de la esgrima parnasiana en la que Díaz Mirón gustó a veces de ejercitarse, su obra se cerra-ba tal como se había abierto, retumbando en bronce grabado con las palabras románticas por antonomasia: “libertad”, “hombre”, “yo”.
Un romántico rezagado: Luis Gonzaga Urbina
Si Salvador Díaz Mirón prolonga en la poesía mexicana modernista la tradición romántica de signo humanitario, Luis Gonzaga Urbina (1864-1934) hizo lo propio con el romanticismo más intimista, tras la estela de los Lamartine y Musset en Francia y de Bécquer en España. Periodista y pedagogo, como Justo Sierra, de quien fuera secretario y alumno predilecto, Urbina se consideró en todo momento un poeta en tierra de nadie, más allá del romanticismo y más acá del modernismo: “Los modernistas no me reputan como suyo porque me consideran romántico; los románticos no me tienen como suyo, porque me encuentran modernista…”27. Ya su primer poemario, Versos (1890), librito juvenil de corte becqueriano, anticipa, en este sentido, cuanto será toda su obra futura.
Urbina, sin embargo, no pudo substraerse a las poéticas partícipes del naciente modernismo hispanoamericano y, aunque aislados, asoman en sus libros ejercicios varios de evidente ascendencia parnasiana. Su estrecha relación con autores como Sierra y Nájera -en cuya Revista Azul colaboró- lo puso pronto en contacto con cuanta novedad francesa arribaba a las costas del país, y en concreto, con la poesía del Parnasse contemporain. De otra parte, dirigió por aquellos años El Mundo (1894-1914), semanario ilustrado fundado por Rafael Reyes Spíndola, donde colaboraron las grandes firmas tanto de la generación realista como modernista -desde Campoamor y Núñez de Arce a Darío y Nervo, pasando por Justo Sierra o Gutiérrez Nájera-; una revista que además cedió su espacio a la traducción de los más célebres poetas europeos del siglo, desde el romanticismo a Baudelaire, sin olvidar a algún parnasiano menor como Coppée.
Pese a todo, se trata de un poeta que no se prodigó en exceso durante los años fundacionales del modernismo mexicano, de ahí que el conjunto de sus libros sea de publicación tardía. Ingenuas (1902), colección de “Viejos romanticismos”, según reza el grueso de su sección principal, acumula una serie de valses íntimos, trazados al compás del piano de Chopin, de las golondrinas de Bécquer y, a rachas, del organillo callejero del Coppée de Les humbles, cuyo eco resuena en piezas como “En memoria de mi perro Baudelaire”, que nada debe al poeta de Las flores del mal. Puestas de sol (1910) presenta el mismo tono crepuscular, renovado ahora con la huella de la joven poesía española -Juan Ramón Jiménez sobre todo- y con alguna que otra tentativa parnasiana, incrustada en las secciones “El poema del lago” y “Trípticos”. Un soneto como “El baño del Centauro” viene a confirmar que ni siquiera Luis G. Urbina pudo escapar a esa atracción por Les trophées de Heredia tan común a la mayoría de los modernistas americanos: “Chasquea el agua y salta el cristal hecho astillas, / y él se hunde; y sólo flotan, del potro encabritado / la escultural cabeza de crines amarillas / y el torso del jinete, moreno y musculado…”.
Análogos guiños al Parnaso pueden reseñarse en algunos de los libros que irá editando sucesivamente, ya avanzado el siglo. En 1914 publica Urbina una Antología romántica (1887-1914) de su obra y un nuevo poemario, Lámparas en agonía, cuyo “Pórtico antiguo” recrea las doctrinas de “L’Art” de Gautier: “Labra, Fantasía, tu verso divino / Con una paciencia de benedictino. / Acero es el arte; oro, la palabra. / Labra, Fantasía, labra, labra, labra…”. Otras influencias gauterianas recoge, por su parte, El glosario de la vida vulgar (1916): entre hojas caídas del árbol romántico, postales y acuarelas marinas, Urbina presenta una “Alborada en blanco menor” cuyas deudas con la célebre “Symphonie en blanc majeur” de Émaux et camées son innegables. Cualquier eco proveniente del Parnasse ha desaparecido, finalmente, de El corazón juglar (1920), Los últimos pájaros (1924) y los póstumos El cancionero de la noche serena (1941) y Retratos líricos (1946), todos ellos de un romanticismo desfasado y carente ya del menor interés.
La eclosión modernista en México. La Revista Moderna
Tras la muerte de Manuel Gutiérrez Nájera en 1895 y el cese definitivo de la Revista Azul al año siguiente, otra publicación recogería el testigo modernista en México, la Revista Moderna (1898-1903), símbolo del triunfo absoluto del nuevo movimiento literario en la República una vez superadas las vacilaciones de ensayos anteriores28. Dadas su divulgación a nivel continental y su enorme labor en la propagación de la estética modernista, la Revista Moderna merece ocupar, en este sentido, un lugar de preferencia paralelo al de la Revista de América de Darío y Jaimes Freyre o al de El Mercurio de América de E. Díaz Romero. Subtitulada “Arte y Ciencia”, fundada y dirigida por Jesús E. Valenzuela, contó desde su inicio con redactores fijos plenamente adscritos al modernismo como José Juan Tablada, Balbino Dávalos o Amado Nervo. Allí se divulgó la obra de la plana mayor del movimiento a uno y otro lado del Atlántico, y contó con traducciones de los poetas franceses del romanticismo -Hugo y Lamartine-, de todos y cada uno de los parnasianos -Gautier, Leconte de Lisle, Banville, Baudelaire, Heredia, Mendès, Sully-Prudhomme, Coppée, Henry Cazalis, A. France, L. Dierx-, así como de los decadentes y simbolistas que por entonces representaban las más novedosas apuestas líricas -Villiers de L’Isle-Adam, Mallarmé, Huysmans, Maeterlinck, Richepin, Verlaine, Stuart Merrill, Rollinat, Samain… Vivió una segunda etapa con el rótulo de Revista Moderna de México (1903-1911), de nuevo dirigida por Valenzuela, si bien presentaba escasas disonancias respecto a la primera: acaso la inclusión de los principales nombres del más joven modernismo español y la ausencia de traducciones de los poetas románticos y algunos parnasianos como Coppée y Banville, sustituidos ahora por varios decadentes y simbolistas.
En torno a la Revista Moderna (I). Los grandes nombres: Nervo y Tablada
De los redactores y colaboradores principales de la Revista Moderna hay que comenzar separando, por su trascendencia, a Amado Nervo (1870-1919) y a José Juan Tablada (1871-1945). Nervo fue, en el seno de la nueva poesía mexicana, el más célebre y notable dentro de su vertiente simbolista-decadente, aunque no por ello rehusó ejercitarse alguna vez en un estilo parnasiano que ya por entonces comenzaba a dar síntomas de agotamiento. En el ámbito de la Revista Azul, en la que el joven jalisciense colaboró activamente, tomó sus primeras lecciones de poesía francesa moderna, y son de aquella época temprana las primeras referencias al Parnaso que pueden rastrearse en su obra. Así, el 23 de mayo de 1895, publicaba una crónica sobre el Severo Torelli de F. Coppée, en la cual confesaba su admiración por ese parnasiano
que da a sus cuadros leves matices de raso, suavísimas tonalidades de aurora, ese poeta de los débiles, de los apasionados, de los tristes…, ese artista que acaricia con su pincel finísimo las fisonomías de mujer…29.
A continuación, en 1898, Nervo auxilió a Valenzuela en la fundación y dirección de la Revista Moderna y dio a la imprenta sus dos primeros poemarios, Perlas negras y Místicas, libros en los que no se recoge ninguna de las piezas de corte parnasiano que, aunque escasas, venía escribiendo y publicando en la precitada revista: todo en ellos rezuma ya un verlainianismo de numen renovador.
En 1900 el poeta marcha a París como corresponsal de El Imparcial, y en la capital pronto comienza a relacionarse con personalidades literarias de la talla de Catulle Mendès, Jean Moréas, Rubén Darío o Guillermo Valencia. Allí se decidió a agrupar, bajo el título genérico de Poemas (1901), todas las composiciones escritas durante su primera etapa mexicana (1894-1900), entre las que por fin tienen cabida los poemas parnasianos que había dejado fuera de Perlas negras y Místicas30. La mayoría de las secciones que configuran el volumen de Poemas engarza con el más puro parnasianismo, al que Nervo rinde ya explícito tributo en uno de los primeros poemas del libro, el medallón dedicado “A José María de Heredia”: “Tu gloria llena todos los confines / Con la cruz de su roja llamarada, / Tu libro es una cátedra sagrada, / Digna sólo de olímpicos festines…”. Y en seguida quedará de manifiesto que efectivamente fueron Les trophées el patrón fundamental al que Nervo se ciñe tanto en la composición de sus sonetos como en su división en bloques temáticos: “Policromías” corresponde a “L’Orient et les tropiques” -“Manchón”, “Eventail”, “El muecín”, “Las cigüeñas”…-; “De aquellos tiempos” se inspira, por su parte, en “Le Moyen Âge et la Renaissance” -“Guerrero y fraile”, “Doña Guiomar”, “El pacto”, “Galardón”, “Dixit Rex”, “El héroe”…-; “La raza muerta” recrea algunos de los motivos de “Les conquérants de l’or”; mientras que, por último, “La tristeza del converso” contiene numerosas piezas dignas de la primera parte de Les trophées, “La Grèce et la Sicile” -“El viejo sátiro”, “Las sirenas”, “El nuevo rito” o “La flauta de Pan”31.
Tras este paréntesis parnasiano, y con alguna que otra excepción destacable -un “Sonetino” banvillesco, el célebre “El metro de doce” o la japonería gauteriana “Aino Ackté”-, el resto de la obra poética de Amado Nervo no volverá a abandonar nunca más su hondo cauce simbolista: El éxodo y las flores del camino (1902), Los jardines interiores (1905) o En voz baja (1909) son libros que abordan la tragedia interior del hombre desde una óptica y una expresividad alejadas totalmente del arte de la escuela. En sus últimos poemarios -Serenidad (1914), Elevación (1917) o El estanque de los lotos (1919)- el misticismo simbolista de Nervo devino en una filosofía marcada por el hinduismo y el budismo, si bien comprendida desde unos pilares completamente diferentes a aquéllos sobre los que Leconte de Lisle compusiera la obertura de sus Poèmes antiques32.
Por su parte, y más allá de cualquier otra causa, el nombre de José Juan Tablada permanece indeleble en los manuales de historia de la literatura española por haber sido el introductor en nuestra lengua de una forma que habrá de gozar de gran prestigio en la poesía occidental durante gran parte del siglo XX, el haiku de origen japonés. Insaciable indagador y pregonero de toda novedad, Tablada fue un poeta de su tiempo y en su tiempo, autor de una poesía poliédrica en la que confluye todo el ciclo modernista, desde los últimos resabios postrománticos hasta enlazar finalmente con la vanguardia. Su obra puede dividirse en dos períodos bien diferenciados: el primero, entre 1888 y 1904, abarca toda su producción modernista, dominada por cierto carácter libresco de signo decadente-simbolista, y en menor medida, parnasiano. Las huellas de Baudelaire, Banville, Heredia, Rollinat, Richepin, Moréas, Huysmans, Verlaine, los Goncourt o Loti son tan perceptibles en los textos de esta época que a veces cuesta deslindar sus poemas propios de sus traducciones. En este campo, Tablada destacó en los años del cambio de siglo por sus versiones de dichos autores, entre las que destacan algunas de poetas parnasianos como Henry Cazalis, Sully-Prudhome, Théodore de Banville o José María de Heredia, publicadas casi siempre en la Revista Moderna33.
En 1898 publicó Tablada su primer poemario, El florilegio, una mezcolanza de remedos y traducciones de sus poetas predilectos, sobre todo de los decadentes. Cabe subrayar, en cuanto al Parnaso, la pervivencia de José María de Heredia, de quien se incluyeron las traducciones de “El daimio” y “El samurai”, así como un considerable número de sonetos escritos en la estela de Les trophées: “De Atlántida”, “Tríptico”, “Soneto morisco”, “Los reyes”, “Nox” o “Venus china”. Y aunque no tuvieron cabida en esta ópera prima, ha de ser subrayada toda una serie de “Medallones” parnasianos, escritos en esta época y publicados en la Revista Moderna, entre los que destacan las traducciones de tres sonetos de Les Princesses de Banville -“Cleopatra”, “Medea” y “Mesalina”- y sus correspondientes imitaciones. Es el caso, por ejemplo, del retrato que el mexicano dedicase a “Lorenza” siguiendo el modelo banvillesco: “Tu rostro blanco y terso como un mármol de Paros / Se nimba con el oro de tus blondas guedejas / Y bajo las sutiles arcadas de tus cejas, / Empapados de ensueño brillan tus ojos claros…”34.
Tras viajar al Japón en 1900, la etapa modernista de Tablada se cerraría con una segunda edición, muy aumentada, de El florilegio (1904), en la que se recogen sus primeros intentos de adaptación del haiku al español. Desde entonces, y paulatinamente, su poesía va despojándose de los joyeles del parnasiano y de los tremendismos y delicuescencias del decadente para dar paso a un tono emocional contenido y a una expresividad más depurada, prefigurando ese lirismo posmodernista que tan exquisitos frutos daría en México en la figura de Ramón López Velarde. En este sentido, la asimilación de la técnica concisa y sugerente del haiku y el influjo irónico y desmitificador del Lugones de Lunario sentimental (1909) o del Manuel Machado de El mal poema (1909) fueron de gran utilidad al poeta que viraba su rumbo hacia el siglo XX.
En torno a la Revista Moderna (II). Poetas menores: Dávalos, Campos, López, Casasús
Profesor, académico y diplomático, Balbino Dávalos (1866-1951), uno de los principales redactores de la Revista Moderna, despuntó bien pronto como promotor cultural y traductor por excelencia del modernismo mexicano. Desde 1888, y a través de diversas publicaciones periódicas, fue dando a conocer su poesía, apegada en principio a un realismo de sesgo campoamoriano y con el paso de los años inscrita plenamente en las corrientes modernistas. Versado como pocos en literatura francesa del siglo XIX, Dávalos tradujo a simbolistas, decadentes y a varios parnasianos para la Revista Azul de Gutiérrez Nájera -Gautier, Leconte de Lisle, Coppée, Henry Cazalis-, cuyas versiones luego reintegraría en la propia Revista Moderna. Hacia el Fin de Siglo, el influjo del Parnaso era ya patente en su propia lírica, según se deriva de la serie de “Himnos órficos” presentados en la Revista Moderna en agosto de 1898. Sus tareas diplomáticas y sus continuos viajes le impidieron, sin embargo, centrarse en su carrera literaria, y apenas volvió a prodigarse en el campo de la poesía. No fue hasta 1909 cuando, incitado por Amado Nervo, se decidió a recopilar sus versos en un volumen, Las ofrendas. Si a priori su título y ordenación en bloques temáticos remitían directamente al modelo de Les trophées de Heredia, a quien Dávalos veneraba pero al que nunca tradujo, el conjunto del libro apenas guarda filiación alguna con el parnasianismo. Las ofrendas exhibe un revoltijo expresivo, tonal y temático sin el menor criterio estructural, y ello se debe fundamentalmente a la diversa diacronía de los poemas, fechados desde 1880. Las dos primeras partes del libro brindan en su conjunto composiciones de amor y amistad de una cursilería aburguesada que delatan al lector aplicado de Campoamor, a quien Dávalos homenajea sin pudor alguno, mientras que en la tercera, bruscamente, el poeta se persona primero decadente y simbolista después, acumulando sintagmas tales como “mi espíritu decadente”, “palidez clorótica”, “neurótica hermana” o “venenosas adelfas”, citando a los Mallarmé o Verlaine y versificando toscamente las teorías simbolistas en piezas como “Símbolo” o “Sfumato”. Todo ello tras haber colocado una “Invocación” parnasiana a guisa de preludio: “¡Oh soberana musa / de la intuición artística!, / difunde tu eucarística / irradiación en mí; / niégales raptos líricos / a mis fugaces versos; / mas púlelos cual tersos / tallados de un rubí…”35. La mayor aportación de Balbino Dávalos al modernismo hispánico radica, pues, en sus traducciones de poesía francesa, compiladas definitivamente, ya bien entrado el siglo XX, en Musas de Francia: versiones, interpretaciones y paráfrasis (1913). La obra se divide en dos partes, una centrada en Verlaine y los simbolistas y otra en los parnasianos -Sully-Prudhomme, Henry Cazalis, Gautier, Leconte de Lisle, Baudelaire y Coppée.
Otro de los autores que deben destacarse del círculo de la Revista Moderna es el folclorista, antropólogo musical y novelista Rubén M. Campos (1871-1945), cuya poesía sólo fue publicada de manera dispersa en semanarios y periódicos, por más que la crítica haya pretendido documentar la edición, hacia 1900, de un poemario suyo titulado La flauta de Pan36. Oriundo del estado de Guanajuato, Campos se trasladó a la capital en 1890, donde comenzó a labrarse un nombre en el periodismo y a frecuentar los círculos literarios de estímulo modernista, codeándose con los Nervo, Tablada, Urbina, Dávalos o Valenzuela, a cuya sombra entró en contacto con la poesía francesa moderna. Sus primeros versos modernistas los dio a la Revista Azul, entre ellos una oda en hexámetros dedicada “A Manuel Gutiérrez Nájera” -núm. 15, 9 de febrero de 1896. Anteriormente, y desde 1888, había venido publicando poemas sentimentales de corte posromántico en diarios como Plectro, El Partido Liberal o El Demócrata. En 1898 entró a formar parte de la redacción de la Revista Moderna, permaneciendo en la misma hasta su escisión definitiva en 1911, y en este contexto apareció el grueso de su obra: artículos, cuentos, teatro y, sobre todo, poesía modernista fundamentalmente parnasiana. A diferencia de tantos poetas, sin embargo, el parnasianismo de Rubén Campos no se limitaba a recrear el arte sonetístico de Les trophées de Heredia. Extensas tiradas de alejandrinos geminados como “Sátiros y ninfas”, “Balada de Betheleem”, “Ninfas y centauros”, “El collar de Venus”, “Canto de primavera” o “Combate de centauros y lapitas” -Revista Moderna, septiembre de 1898- recuperan el carácter discursivo y las formas predilectas de Leconte de Lisle, lo que convierte a Campos en uno de los modernistas hispánicos más próximos a la ortodoxia parnasiana: “De Pirotóo en las bodas truena el tropel equino / De los centauros, ebrios de lascivia y de vino. // Héroes y lapitas, próceres de Tesalia / Cantan el himeneo en medio de la faunalia…”. Amén de la marca de Leconte de Lisle, otros muchos poemas de Campos sí recorren, por su parte, caminos parnasianos más trillados en la poesía mexicana como el del José María de Heredia de “L’orient et les tropiques” -“Moraima”, “Los camichines”, “De oriente”-, o el de Les Princesses de Théodore de Banville -“Desnudos”, “Ruth”, “Eva”, “Leda”… Gran parte de estas piezas continuaron viendo la luz en publicaciones posteriores a La Revista Moderna de México, pues Campos, con el paso de los años y hasta el fin de sus días, siguió prestigiando siempre las enseñanzas del Parnasse contemporain: en fecha tan tardía como 1928, aún publicaría en El Universal Ilustrado un extenso “Himno a Baco”, digno y propio del más alto modernismo de finales del siglo XIX.
Desde la Revista Moderna, Rubén Campos llamaría a filas a otro joven poeta de Guanajuato, Rafael López (1873-1943), instándole a venir a la capital para iniciarse inmediatamente en los secretos de los grandes maestros modernos y, en particular, en los dogmas del Parnaso: “Sorprende la hexamétrica música de Virgilio / Hecha para la geórgica y el pastoral idilio, / Y de Gautier el magnífico en la regia paleta / Borda tu albornoz árabe con Mimí o con Museta…”37. La llamada no tarda en surtir efecto, y ya en 1901 tenemos a López en México D.F., relacionándose con la plana mayor del modernismo que para entonces aún permanece en la capital de la República: el propio Campos, Valenzuela, Tablada y Luis G. Urbina, quien le habrá de conseguir un destacado puesto en la secretaría de Justo Sierra. Abiertas las puertas de la Revista Moderna de México, Rafael López publica allí, entre 1905 y 1908, sus primeras traducciones de poetas parnasianos -Heredia, Cazalis, Mérat-, así como aquellas piezas propias regidas por los principios de la escuela: “Gobelino”, “Salomé”, “El rapto de Europa”, “Las afroditas”… Son éstos los años de iniciación poética que el propio López, en un tono agridulce, recordaría años más tarde como su “bautismo parnasiano”:
Teníamos entonces la serenidad de la literatura parnasiana que había suprimido el dolor de la corteza terrestre como un limo infecundo y de mal gusto… Escribíamos como Leconte de Lisle y soneteábamos como Heredia…38.
La poesía de López, sin embargo, se abrió en seguida a otras muchas tendencias, sobre todo a la decadente y, a partir del Centenario de la Independencia, también a la cívica y patriótica. Su primer poemario, Con los ojos abiertos (1912), ilustra perfectamente esta extraña simbiosis, embarullando secciones como “Medallones” o “Vitrales patrios”, compuestas de declamaciones y epinicios mexicanistas y algún que otro soneto herediano -“Águila real” o “El rapto de Europa”-, y otras como “El pecado romántico” o “El jardín de las ofrendas”, ambas una ristra de decadentismos místico-sexuales, cuyo provocativo encanto no provocaba ni encantaba ya a nadie a la altura de 1912. Habrían de pasar casi tres décadas para que un anciano R. López volviera a dar a la estampa otro libro de versos, Poemas (1941), que repite la fórmula del primer poemario con el añadido de algunas composiciones de tono posmodernista, muy cercano al de un López Velarde.
La nómina de traductores de poesía francesa en la Revista Moderna se cierra, por último, con Joaquín Diego Casasús (1858-1916), personaje célebre en el organigrama cultural de su tiempo por haber sido, aparte de economista, jurista, político e historiador, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1904 y director a partir de 1912. Su producción lírica se resume en varias traducciones de clásicos grecolatinos y poetas del Parnasse y a un único sonetario, Musa antigua (1904), una de las muestras más rotundas de parnasianismo que haya dado la poesía escrita en español. Si en el título Casasús evoca los Poèmes antiques de Leconte de Lisle, el empleo exclusivo del soneto y la estructura interna de la obra se ciñen, impecablemente, al esquema de Les trophées de Heredia. Así, por ejemplo, en “Luxor”, pieza digna de formar parte de “L’orient et les tropiques”: “El Nilo hacia el mar lento desciende, / Una sierpe de plata, en la verdura / Del campo, herido por la luz, fulgura; / Una columna de humo al cielo asciende…”. Si Heredia, en “La Grèce et la Sicile” y “Rome et les barbares”, había alternado sus propios sonetos con algunas glosas y versiones de los poetas de la Antigüedad -“Épigrammes et bucoliques”, “Hortorum deus”, “Sonnets épigraphiques”-, Casasús, a quien le sobraban condiciones para ello, hizo lo propio en sus secciones “Grecia” y “Roma”, traduciendo a Anacreonte, Teócrito, Catulo, Ovidio o Tibulo, a la par que se inspiraba directamente en Les trophées para solazarse en el paganismo sensual de “Ariadna”, “Eros”, “Las ninfas y el sátiro” o “La siesta de Pan”. Por su parte, “Jerusalem” y “España” desarrollan algunos motivos religiosos y del pasado español ya presentes en “Le Moyen Âge et la Renaissance” y “Romancero”, mientras que la sección agrupada bajo el título de “Paisajes” corresponde en el libro de Heredia a “La nature et le rêve”. Hasta este punto, todo en Musa antigua remeda punto por punto el original de Les trophées. Sólo en los dos últimos bloques del libro Casasús se separa finalmente de su modelo, pues “Hojas de álbum” entronca con la tradición posromántica y realista de poesía para señoritas, mientras que las “Traducciones” de Lamartine, Coppée, Heredia y Leconte de Lisle, con las que el poeta mexicano rinde un último tributo a sus maestros, no tendrían sentido, por razones obvias, en la obra herediana.
Paralelamente a la segunda época de la Revista Moderna, otras publicaciones de menor calado, pero de naturaleza análoga, contribuyeron a clavar en el país azteca los triunfantes pendones del modernismo. Merece resaltarse, en este sentido, la revista mensual Arte y Letras (1904-1912), dirigida por Ernesto Chavero. Orientada exclusivamente a la literatura, contó con colaboradores de renombre en el ámbito de todo el modernismo hispánico -Azorín, Rueda, Darío, los Machado, Nervo, Unamuno…-, y cedió una parte considerable de su espacio a la traducción de poesía francesa, tanto del romanticismo -Hugo, Merimée- como del simbolismo -Rémy de Gourmont, P. Louys, Rodenbach, Verlaine…-, sin olvidar, aunque ya en un segundo plano, a la nómina del Parnasse contemporain -Gautier, Leconte de Lisle, Coppée o Mendès.
La coda parnasiana de Efrén Rebolledo
La hornada última del modernismo mexicano nos reveló a algunos poetas de alta consideración, entre ellos el actopense Efrén Rebolledo (1877-1929), en cuya obra subsisten aún candentes las marcas del parnasianismo39. Cuarzos (1902), que inaugura su trayectoria lírica, manifiesta abiertamente esta raigambre parnasiana desde el mismo título y desde el mismo epígrafe introductorio, una de las estrofas de “L’Art” de Gautier -“Sculpte, lime, cisèle, / Que ton rêve flottant / Se scelle / Dans le bloc résistant…”. El “Prólogo” en tercetos monorrimos con el que Rebolledo preludia el conjunto no es otra cosa que una paráfrasis del arte poético de Émaux et camées: “En las sortijas y diademas / Rimé sonetos y poemas / Con las estrofas de las gemas, / Puliendo joyas de oro fino / Para que ardiera mi divino / Sueño de esmalte peregrino…”. Si se exceptúan algunas piezas aisladas de signo decadente -“Tibi, Regina”, “Hacia el ideal”, “Cansancio”, “Melancolía”-, Cuarzos participa en su conjunto de todos y cada uno de los temas y motivos dilectos de la Escuela, desde el madrigal galante -“Ofrenda”, “Los besos”, “Las manos”, “Voto”- hasta la recreación plástica de escenas mitológicas e históricas -“La vejez del Sátiro”, “Santa Teresa”, “Poema cíclico”-, sin olvidar aquellas piezas que, haciendo justicia al título del poemario, presumen de un arte suntuario ejecutado con labor y paciencia de orfebre: “Camafeo”, “Panoplia”, “El soneto”, “Cuño”, “Faunalia”…
Por el contrario, la balanza se inclina del lado decadente y simbolista en el segundo libro de Rebolledo, Hilo de corales (1904), en el que se privilegian los asuntos erótico-amatorios y su tratamiento filtrado por la subjetividad del yo lírico. Pese a todo, la obra contiene todavía refulgentes esmaltes y camafeos, y no es de extrañar por ello que el poeta mexicano, considerando estos dos primeros libros alumbrados bajo un mismo criterio, los agrupara en 1907 en un único volumen de título parnasiano, Joyeles. 1907 fue un año fértil en la vida literaria de Rebolledo, pues, además de Joyeles, otros dos poemarios se imprimen en esa fecha, Estela y Rimas japonesas. Estela, que alterna poemas en prosa y verso, continúa el tono mayoritariamente simbolista y decadente de Hilo de corales, más influenciado por Baudelaire y Verlaine que por Gautier o Heredia, por más que el patrón de Les trophées impere todavía en algún que otro soneto -“El águila” o “El quetzal”. Empero, es precisamente este patrón al que se ciñen las Rimas japonesas. Al igual que su admirado José Juan Tablada -que había prologado Joyeles y a quien se le dedica el “Prólogo” parnasiano de Cuarzos-, Efrén Rebolledo sintió amplia fascinación por la cultura del país del sol naciente, donde tuvo la oportunidad de pasar algunas temporadas. El reflejo de este contacto cultural en su poesía fue, sin embargo, bien diferente al que proyectó Tablada en la lírica hispánica cuando trataba de adecuarse a la forma y al espíritu del haiku, en aras de una poesía breve y sugerente, opuesta al arte parnasiano. Puede decirse que Rebolledo, simplemente, se limitó a recrear algunos aspectos de la cultura japonesa desde una expresividad algo anticuada ya, centrada en el desarrollo plástico de escenas exóticas. No al haiku, sino a “Le samouraï” de José María de Heredia, debe equipararse el “Samurai” de sus Rimas japonesas: “Se ciñe el doble sable y su apostura / Revela la arrogancia sin medida / Del soldado de sangre que su vida / Consagra a la lealtad y a la bravura…”40.
Por fin en 1916 publica el que será su último poemario, Caro victrix, una colección de doce sonetos de refinada temática erótica donde las sanguinolencias y bravuconadas decadentes alternan con el medallón parnasiano, en una suerte de conjunción de los Doce gozos de Lugones y Les princesses de Banville -“El beso de Safo”, “Tristán e Isolda”, “Salomé”, “El vampiro”… Desde aquí y hasta su muerte, Rebolledo se dedicó exclusivamente a recopilar su poesía, añadiendo algunas composiciones inéditas, en antologías personales como Libro de loco amor (1916 y 1918) y Joyelero (1922), en cuya portada volvería a lucir el epígrafe gauteriano que encabezara su primer libro, aquella estrofa programática de “L’Art”. Su obra finaliza, así, tal como empezó, en la órbita del parnasianismo.
Enrique González Martínez y la muerte del cisne
Ha quedado para la historia de la poesía hispánica contemporánea el poeta Enrique González Martínez (1871-1952) por haber firmado el célebre soneto “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje…”, en el cual se cifra la defunción definitiva del modernismo en su traza más ornamental y preciosista. El propio poeta tituló su biografía El hombre del búho (1944), en referencia al símbolo de introspección y sabiduría que encarna el ave nocturna, substituto de la pura belleza plástica del cisne a la cabeza del bestiario modernista. Se trata, a grandes rasgos, de lo parnasiano que deja definitivamente su espacio a lo simbolista en la idiosincrasia de la poesía moderna, en un viraje por lo demás lógico y común a su desarrollo en todo el contexto hispánico.
En efecto, la obra de Enrique González Martínez expresa como ninguna otra el proceso de interiorización y depuración del lirismo modernista rumbo al posmodernismo. Como certeramente señalaba Pedro Henríquez Ureña,
la autobiografía lírica de Enrique González Martínez es la historia de una ascensión perpetua. Hacia mayor serenidad; pero, a la vez, hacia mayor sinceridad; hacia más severo y hondo concepto de la vida41.
En el punto de partida, sus dos primeros poemarios -Preludios (1903) y Lirismo (1907)- sitúan la obra de González Martínez en los márgenes de una poesía parnasiana que a rachas exhibe cierta subjetividad neorromántica, cuando no un acentuado rasgo alegórico, aunque sin demarcarse del todo de las directrices fundamentales trazadas por el Parnasse. Así, la mayor influencia destacable en Preludios no es otra que la de los Émaux et camées de Gautier, uno de cuyos poemas, “Le monde est méchant” -“Maldad del mundo”- traduce e incluye González Martínez. Las galanterías eróticas y madrigalescas -“El baño”-, los lienzos paisajísticos -“El vado”-, la técnica cromática de la “Symphonie en blanc majeur” -“Nívea”-, o la transposición artística de trasfondo simbólico -“El retrato”, imitación de aquel “Pastel” de La comédie de la mort-, todo en el libro trasluce la veneración del joven autor por la obra de Théophile Gautier, combinada a veces con la inevitable huella de Les trophées, presente sobre todo en la última sección, “Rústica”, cuya inspiración geórgica enlaza con el “Hortorum deus” de Heredia. Versos como los de “Mármol”, una adaptación bastante fiel del “Hymne a la Beauté” de Baudelaire, le sirven al poeta primerizo para canalizar su ideal parnasiano sin salirse un ápice de la ortodoxia: “En tus formas purísimas ostentas / La belleza impecable de la estatua… / Tú encarnas la belleza de la forma, / Como ella fría, triunfadora, impávida…”. Lirismos, por su parte, y pese a concluir con un medallón consagrado a Paul Verlaine, acumula exclusivamente sonetos de corte herediano, en cada uno de los cuales asoma su correspondiente antecedente de Les trophées: en “El rústico indolente”, el cuarto soneto de la serie “Hortorum deus”; en “La fuga del centauro”, “Fuite de centaures”; en “Fuente oculta”, “La source”; en “Dioses caídos”, “L’Oubli”; en “El secreto del fraile”, “Le vieil orfèvre”; y en la serie de “Marinas”, “La mer de Bretagne”.
En seguida la obra de Enrique González Martínez se adentrará en los caminos interiores del mejor simbolismo, tras la huella de los Régnier, Rodenbach o Verlaine, convirtiéndose en uno de los más preclaros ejemplos de lirismo sugestivo, meditativo y personal de cuantos el modernismo diera en nuestra lengua. Ello no significa, empero, que cortara bruscamente con su trayectoria anterior, y aún en poemarios subsiguientes se hallan bastantes piezas parnasianas. En Silénter (1909), un libro donde ya el simbolismo es la tendencia absolutamente dominante, perviven las imitaciones de algunos poemas de Les trophées, como “La centauresse” -“La centauresa”- o “L’Estoc” -“El estoque”. Incluso la composición metapoética que da título al libro, “Silénter”, lejos de especular con los principios del simbolismo, engarza claramente con las doctrinas más elementales de la escuela: “En mármoles pentélicos, en bloques de obsidiana / o en bronces de Corinto esculpe tu presea, / el orto de Afrodita, el triunfo de Frinea / o un lance cinegético de las ninfas de Diana…”42. Todavía en Los senderos ocultos (1911), libro que contiene el iniciático “Tuércele el cuello al cisne…”, Enrique González Martínez había de integrar algunos sonetos de corte herediano: “Musa”, “El rastro divino”, “El fauno anacoreta” o “Al viajero”, éste último calcado de “Épigramme funéraire”. Esta lealtad inmarcesible para con José María de Heredia, el único cisne del Parnasse que pareció haber sobrevivido al estrangulamiento, aparece con suma precisión en la serie de traducciones de poetas franceses que el mexicano agrupó en el volumen Jardines de Francia (1919), donde se rinde homenaje a varios simbolistas y a un único parnasiano, el venerado autor de Les trophées, de quien se incluyen las versiones de “La siesta”, “El joyero anciano”, “El arrecife de coral” y “El prisionero”.
Ni tan siquiera José María de Heredia habrá de estar presente ya en una de las últimas recopilaciones que rendía cuentas con los iconos foráneos del modernismo desde sus propios márgenes: hablamos de la Antología de poetas extranjeros antiguos y contemporáneos que en 1920 publicase en Madrid el poeta y traductor mexicano José Pablo Rivas -padre del vanguardista Humberto Rivas Panedas. Todos los poetas que allí representan la lírica francesa pertenecían al simbolismo: Mallarmé, Verhaeren, Maeterlinck, Rodenbach y Verlaine. Ignorado, relegado al más absoluto olvido, el Parnaso venía definitivamente a caer en ese limbo de los meros conceptos literarios: apenas un preconcepto del que, a modo de caprichoso comodín, la historiografía literaria se sirve la mayoría de las veces para clasificar ese modernismo poético que burla los rótulos de lo decadente o lo simbolista.
Conclusiones
Desde una perspectiva comparatista, y abarcando tanto la nómina de autores fundamentales como las publicaciones periódicas de mayor interés, el presente estudio no pretende otra cosa que, partiendo de un aspecto concreto como el del influjo parnasiano en la poesía modernista mexicana, arrojar una serie de datos que contribuyan a replantearse el propio modernismo en su totalidad. La parnasiana ha sido hasta ahora la gran olvidada de las prácticas poéticas del siglo XIX, un hecho absolutamente incomprensible en tanto que conforma uno de los fundamentos de la modernidad. Como puede observarse en el análisis de los distintos autores, desde un precursor como Justo Sierra hasta aquéllos como González Martínez que escribieron en el ocaso del movimiento, la influencia del parnasianismo francés supuso uno de los pasos esenciales en la formación de la estética modernista, y esta influencia no llegó sincrónicamente ni con la misma fuerza a todo el sistema literario. Esclarecer, por tanto, el cuándo y el dónde de la recepción e implantación de la poética parnasiana en una literatura como la mexicana presupone una revisión del cuándo y el dónde de la génesis de la nueva estética en dicho contexto.
Más allá de una revalorización de la poesía parnasiana, debe hacerse hincapié en su contribución capital al nacimiento de un nuevo orden estético y expresivo. Para ello, hay que subrayar sus valores intrínsecos, independientes de otras manifestaciones de signo ajeno. Delimitar lo parnasiano en el seno del modernismo hispánico ofrece la posibilidad no sólo de despejar muchas dudas sobre sus orígenes y su evolución, sino también, y esto es lo más importante, sirve para arrojar luz sobre algunas zonas oscuras del nacimiento de la expresión poética contemporánea. Así, resulta fundamental estudiar la recepción del Parnasse teniendo presente, en todo momento, otras corrientes como el decadentismo y el simbolismo, de ahí que se precise claramente la distinción entre un primer o alto modernismo y un segundo o bajo modernismo, ambos delimitados por la Revista Moderna de 1898. Si la poesía hispánica de influencia francesa estuvo marcada hasta ese año fundamentalmente por los cánones de la poética parnasiana, a partir de tal fecha la crítica oficial comienza a plantearse teórica y cabalmente qué cosa fuera el simbolismo, mientras la juventud literaria comenzaba masivamente a venerar a sus poetas y a imitarlos.
Las conclusiones fundamentales que el presente estudio arroja a la luz son las siguientes: la sucesión, más que fusión, de distintas expresiones poéticas en la literatura mexicana finisecular. Una variedad estética y expresiva que viene motivada funda mentalmente por la recepción de distintas influencias francesas. Por todo ello, es de rigor afirmar que el modernismo, más que una simbiosis de estilos parnasianos, decadentes o simbolistas, consiste en una contingencia de distintas soluciones poéticas antagónicas en muchos sentidos, si bien no del todo excluyentes.