En ocasiones, los giros copernicanos de las distintas disciplinas llegan hasta nosotros sin mucho aparato ni embalajes ostentosos. Es el caso de este libro, brillante por la perspectiva que adopta, pero también por su economía. Con una prosa nutrida por ideas claras, el estilo limpio y ágil de la argumentación anima a seguir página tras página. No se trata de un libro especulativo, donde se duda, se va y se viene hasta llegar a una verdad, sino de uno donde se impone una síntesis histórica de varias décadas de trabajos propios y ajenos, basada en certezas que se respaldan en una abundante y siempre pertinente bibliografía crítica ubicada en el cintillo de las notas a pie de página; uno donde importa más explicar y relacionar los fenómenos que propiamente citar o describir. La tensión entre economía e información que hay a lo largo del trabajo es, en este sentido, impecable, porque cada afirmación simple se sostiene en una bibliografía que puede resultar, en ocasiones, apabullante; da cuenta del rigor pasmoso de la investigación el número de páginas dedicadas al registro bibliográfico, casi una cuarta parte del total del libro (pp. 155-191).
El trayecto que se anuncia desde el mismo título es arduo: de la oralidad al canon, donde canon ha de traducirse por canon literario, con lo que hablamos más bien del variopinto proceso de inserción de una forma métrica que supo remontarse desde sus orígenes orales y populares hasta una sociedad, cortesana primero y urbana después, para consolidarse como un género exitosísimo en la imprenta de la segunda mitad del siglo XVI. El libro se organiza conforme a estas etapas de incorporación al canon literario: en “De la oralidad a la literatura. La protohistoria del romancero” (pp. 5-48), se estudia minuciosamente el contexto de producción y circulación de los primeros romances conservados en el cauce de los manuscritos del siglo XV; en “Romance viejo, romance trovadoresco” (pp. 49-78), se revisa el contexto de su circulación dentro de las cortes, parte conocida de su vida activa, pero pocas veces considerada en su conjunto como una forma normal de inserción dentro de los juegos cortesanos, que mucho debe agradecer al apetito de novedad dentro de las capillas musicales (y no como una deformación de la cultura popular, perspectiva adoptada a menudo por los estudios con una orientación folclorista). En los siguientes dos capítulos, se traza la historia del género en sus soportes materiales, tan distintos en principio, pero complementarios cuando se perciben desde el horizonte de las nacientes culturas urbanas del Renacimiento: el pliego suelto (pp. 79-116) y el libro (pp. 125-134). Entre ambos capítulos, se inserta un minucioso estudio (significativamente titulado “Romancero y propaganda”, pp. 117-124) donde Beltran demuestra los vínculos entre la política nobiliaria e imperial y el romancero histórico, principalmente aquel conocido gracias a su ejecución musical. En estos tres capítulos en su conjunto, el autor demuestra, por medio de un análisis muy fino de los contextos de producción y recepción de algunos romances seleccionados, la trama social que impregnaba cada composición y sus estrechas relaciones con la realidad cotidiana de una clase nobiliaria que se beneficiaba con las ideas transmitidas aquí. Todo este trayecto se une en unas consideraciones finales (pp. 135-153) que funcionan como conclusión del libro, pero también como una síntesis de las distintas etapas cumplidas por el romancero hasta su consolidación.
Así, en una apretada Introducción (pp. 1-4), Vicenç Beltran ilustra el conflicto epistemológico entre las perspectivas oralistas del romancero y la tradición filológica: tanto oralistas como filólogos han trillado sobre un corpus sin definición precisa, pues para el oralista el fenómeno sólo puede concebirse a través de los anómalos caminos de su conservación manuscrita o impresa, siempre imperfectos y siempre abiertos a la imaginación crítica, mientras que el filólogo termina perseguido por la sombra de una oralidad que poco y mal se relaciona con el estudio de los testimonios. Como “una especialidad prácticamente autónoma en la tradición de la filología española” (p. 1), los estudios sobre el romancero se encuentran frente a textos que no pueden estudiarse como manifestaciones estrictamente orales, toda vez que han llegado hasta nosotros como productos acomodados a la cultura escrita, pero tampoco como literatura, de tomo y lomo, conservados siempre en un segundo plano dentro de los cancioneros cortesanos, primero, y bajo el gobierno del mercado de los primeros impresos, después. Vicenç Beltran resuelve este nudo gordiano con la restitución de su naturaleza eminentemente literaria y textual, lo que permite alumbrar su desarrollo con una perspectiva filológica que se desentiende, al menos en cierta medida, del valor acrónico de la literatura folclórica y tradicional, para estudiar estos romances en sus soportes de transmisión dentro de su contexto histórico de producción.
Este paso, sencillo en apariencia, requiere volver sobre el romancero no como fenómeno cultural, perspectiva generalmente adoptada, sino como fenómeno literario en un sentido estrecho, con una datación concreta basada en la cronología de los testimonios (desde ca. 1430, que corresponde a “la plasmación de los primeros romances en la página escrita”, hasta 1570, “antes de que comiencen a aparecer las primeras series del romancero nuevo”, p. 3). Ya se ve que un libro como éste sería impensable sin los estudios bibliográficos de Ramón Menéndez Pidal, Antonio Rodríguez-Moñino, Arthur L.-F. Askins o Diego Catalán (cuyas obras se mencionan abundantemente al hilo de la argumentación principal), aunque las deudas más profundas se han contraído con los trabajos más recientes de Giuseppe Di Stefano o Víctor Infantes, quienes paulatinamente han abierto las puertas de la investigación hacia el significado que tuvieron los pliegos sueltos y los primeros romanceros en la conformación del corpus conservado.
Pese al interés de este enfoque, el libro no es un libro teórico. No se teoriza sobre las tensiones entre lo que se cantaba y lo que se leía, por ejemplo, sino que directamente se pasa a las consecuencias de estas distintas prácticas de transmisión. Como afirma Beltran, “para mi objetivo, consideraré que el romancero asoma a la literatura en el momento en que los romances comienzan a ser puestos sobre el papel, copiados o impresos… independientemente del momento en que pudieron haber sido compuestos o haberse incorporado a la tradición oral” (p. 5). Con este propósito, revisa en el primer capítulo (pp. 5-48) la documentación manuscrita temprana. Varias cosas quedan claras del análisis de estos primeros testimonios: coinciden en ser parte de las notas marginales en romance que se incorpora a cuadernos no literarios, misceláneas de obras escritas en latín o libros de protocolos de notarios en funciones, sin intención alguna de incorporar estas composiciones al canon literario. Ya fijándose en los contenidos, se advierte cierta predilección por los temas noticieros o, como apunta Beltran, “por decirlo con una terminología a la altura de las actuales corrientes historiográficas, por su capacidad publicitaria” (p. 11). La revisión de estos primeros documentos manuscritos permite afirmar su composición en torno a la corte de Alfonso el Magnánimo durante las fiestas por la conquista de Nápoles en 1443, donde fácilmente la dimensión noticiera de los textos deriva en propaganda política. Frente a este auge relativo en la corte aragonesa, la corte castellana parece refractaria por completo al género, como se nota por la nula conservación y algunas noticias indirectas sobre el romancero donde a menudo se le recuerda para denostarlo. Pese a todo, el romancero debió tener alguna preeminencia fuera del círculo literario de la corte, a juzgar por los romances conservados en el siglo XVI, cuyos temas remontan a los sucesos de la frontera durante el reinado de Juan II, protagonizados por los nobles locales, lo que permite volver a pensar en los fines propagandísticos, pero con una circulación prioritariamente a través de sus versiones musicalizadas que no dejó huella escrita. Los primeros romances castellanos conservados por escrito tendrían un autor, Pedro de Escavias, y circunstancias históricas concretas, entre los reinados de Enrique IV y los Reyes Católicos.
En “Romance viejo, romance trovadoresco” (pp. 49-78), la situación en Castilla cambia radicalmente con el auge del romancero en ambientes cortesanos (principalmente, el carolingio y el novelesco) y del romancero de tema religioso y elegiaco. Sobre el romancero épico, que tanta atención tuvo dentro de la hipótesis neotradicionalista, no hay rastros de su emergencia hasta el romancero erudito; de los noticieros, nada se conservó en los cancioneros manuscritos de este periodo, en obvia desventaja frente a los de contenido erótico y estilo cortés que venían más a cuento con el canon en formación. El influjo del romancero tradicional se advierte nada más a través de sus contrafacturas amorosas por medio de la glosa, la continuación o la reescritura cortesana, donde los textos tradicionales sirvieron como mero punto de partida para nuevos poemas cortesanos. A la luz del análisis de los testimonios manuscritos, puede afirmarse que el canon literario dejó de coincidir con el repertorio del canon musical, menos restringido y más receptivo frente a las novedades; y con el paso del tiempo, suficientemente prestigioso como para animar la apropiación de las manifestaciones populares que paulatinamente se hicieron de una reputación entre el público en la misma medida en que “la capilla desarrollaba una función más valorada, sus medios y su influencia crecían y su repertorio se ampliaba continuamente” (p. 67). En este contexto musical debió reforzarse la función publicitaria de los romances, pero sin alcanzar los cancioneros manuscritos, con lo que estas manifestaciones se vuelven efímeras y ocasionales por estar subordinadas a la propaganda bélica. Lo anterior permite a Beltran concluir que “la corte sostiene por tanto dos tradiciones diferenciadas, una de base esencialmente literaria-escrita, otra de base esencialmente oral-musical” (p. 71). Los romances de tema histórico y épico debieron continuar su vida fuera del ambiente musical y literario de las cortes, para surgir con ímpetu gracias a la formación de una cultura impresa de masas en el xvi, a través de los pliegos sueltos y los romanceros.
Pese a todo, los temas de estos romances reflejan los intereses de la monarquía, por lo que no puede descartarse que en su origen hayan sido compuestos por juglares profesionales y que hayan llegado a las capillas musicales (donde no abundaron los letristas brillantes) para emanar de ahí a otros ámbitos. Esta hipótesis, comprobable a través de evidencia indirecta muy distinta, permite tener en cuenta procesos de tradicionalización muy diversificados, tanto por lo que toca a los temas como a los ámbitos de consumo, con resultados más cercanos a la evidencia documental conservada.
En “El romancero viejo y el pliego suelto” (pp. 79-116), Beltran centra su atención en las características de este nuevo canal de difusión entre grupos urbanos y profesionales de la escritura que buscarían replicar las experiencias cortesanas a través del pliego suelto. Contra el perfil popular que se le ha supuesto, los contenidos de los pliegos sueltos se elaborarían en el seno de una cultura oficial, religiosa y cortesana, y de ahí se irradiarían hacia los reducidos grupos letrados de los centros urbanos. Este principio se comprueba con el análisis minucioso de los contextos de producción y circulación de varios pliegos, donde afloran constantes como la subordinación de las noticias a los propósitos publicitarios (intereses políticos, genealógicos, religiosos), bien ejemplificada con la reutilización de romances conocidos por la tradición, pero aplicados a los acontecimientos políticos del momento, como se ejemplifica con el romancero morisco y fronterizo que emerge hasta los impresos. Este capítulo, de por sí extenso, se complementa con el inmediato, “Romancero y propaganda” (pp. 117-124), donde se propone una síntesis de las complejas relaciones entre el romancero y una concepción de la literatura profundamente propagandística, en muchas ocasiones a la zaga de las ideas de Menéndez Pidal.
En “El romance y el libro” (pp. 125-134), Beltran analiza el conjunto de circunstancias que permite alcanzar al romancero el prestigioso formato de libro: el contexto de un auge editorial fuera de España, tan habituada al pliego suelto que sus editores nunca se plantearon la posibilidad de reunir varios de ellos en un volumen; el paso de Felipe II y de su nutrida corte por Amberes como una contribución al fortalecimiento de los hábitos lectores en lengua española y, consecuentemente, del negocio de la imprenta; la formación de bibliotecas itinerantes entre los nobles, lo que explicaría el valor de los ejemplares en dozavo dentro del taller de Nucio; el uso momentáneo del marbete Cancionero, de raigambre cortesana, que comprobaría la prosapia nobiliaria del romancero manuscrito e impreso; y, en suma, la consolidación canónica del romancero. Se trata de un capítulo más bien breve que funciona como desembocadura de los temas tratados previamente, de modo que antes de presentar el Cancionero de romances como modelo para los romanceros impresos de la segunda mitad del siglo XVI, Beltran se concentra más bien en mostrar cómo la llegada del nuevo formato ilustra sus hipótesis precedentes. Así, el Cancionero de romances es visto como una continuación de la compleja circulación de bienes simbólicos que irradia de la corte hacia un público lector urbano.
El verdadero cierre del libro son unas ricas “Consideraciones finales” (pp. 135-153) en las que Beltran explora los cambios en la evolución de la vida social, cultural y literaria dentro de las cortes para explicar los cambios que vendrán en las décadas siguientes. La llegada a estos soportes, caracterizados por ser bienes de consumo y no formas de apropiación del género, prepararon a un público pasivo que cada vez estuvo menos dispuesto a memorizar y, en casos extremos, incluso a recrear. En cierto sentido, la imprenta transformó el proceso de tradicionalización que había sido connatural al género, hasta volverlo patrimonio exclusivo de los grandes poetas profesionales del romancero nuevo.
En El romancero: de la oralidad al canon, Vicenç Beltran propone una síntesis del fenómeno de apropiación que vivió el romancero por la cultura escrita a través de varias etapas, desde su paso por las capillas musicales, más abiertas a la innovación, hasta refugiarse en los pliegos sueltos y romanceros como parte del fasto cortesano unas veces, y otras, como propaganda política, religiosa o genealógica. El avance por este apresurado viaje tiene muchas paradas, algunas muy minuciosas, donde cada manuscrito, cada pliego suelto y, en ocasiones, cada romance, son vistos y explicados en su contexto, de manera que la visión panorámica, lejos de acelerar el paso, se subordina al análisis de las singularidades. Con maestría, Vicenç Beltran mira cada uno de los árboles, pero sabe volver al bosque para darnos una idea muy precisa de la extensión de sus cambios.