En el Homenaje a Antonio Alatorre que publicó la Nueva Revista de Filología Hispánica (t. 40, 1992, pp. 623-636), Juan M. Lope Blanch dio a conocer sus argumentos acerca de si varios vocablos terminados en -che, -i(n)che, como pedinche, lloriche, metiche, etc., comunes en Jalisco, podrían ser -como le había comentado Antonio Alatorre oralmente-, híbridos formados por una raíz española y un sufijo -che, -i(n)che, derivado del reverencial o afectivo nahua -tzin o -tzintli. Nueve años más tarde, en “Sobre americanismos en general y mexicanismos en especial”, del tomo 49, 1 (2001, pp. 1-51) de la misma revista, Antonio Alatorre dio a conocer su hipótesis de que
lloriche y compañía constituyen un grupo coherente, así en lo semántico (designación de “vicios” infantiles) como en lo morfológico: radical español (llor-, etc.) y sufijo náhuatl (-tzin), con un -i- que sirve de enlace. A lo cual hay que agregar que, según toda verosimilitud, su lugar de origen no fue México Tenochtitlán, sino el Occidente, en especial Jalisco, la zona en que se hablaba lo que Dávila Garibi llama “idioma coca” (p. 7)1.
La explicación de Alatorre consiste en atribuir la formación de esos supuestos híbridos o construcciones mestizas de español y náhuatl a que
en casa de los españoles (y criollos) había una india destinada a la crianza de los niños… Estas mujeres hablan ya español, pero “piensan” aún en náhuatl y, como se encariñan con el condenado güerito, aceptan de buena gana la lata que da y le dicen que es un lloritzin, un caguitzin, etc., empleando el sufijo náhuatl -tzin, denotador no sólo de respeto (Malintzin, huehuetzin ‘venerable anciano’), sino también de cariño y ternura (p. 6).
La hipótesis de Alatorre es muy atractiva, tanto por su claridad: raíz española y sufijo reverencial o afectivo nahua, como por la manera, tan suya, tan plástica, con que la expone. La réplica adelantada de Lope Blanch parece “españolista”: revisa un grupo de vocablos con esas dos terminaciones y lo contrasta con la información etimológica disponible en el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas y José Antonio Pascual (1991), junto con información procedente, sobre todo del Diccionario de mejicanismos de Francisco J. Santamaría (1959), que lo llevan a poner en cuestión la hipótesis de Alatorre. Lope Blanch señala:
Nos hallamos… ante dos interpretaciones diferentes de la terminación -che. Según la primera, esa terminación -che (¿o -i(n)che?) tiene origen indoamericano, ya sea que proceda del sufijo nahua -tzin [ŝin], ya se trate de una desinencia propia de la lengua coca. Según la segunda, dicha terminación sería una desinencia caprichosa independiente de todo morfema amerindio (p. 624).
Para poder sostener el argumento central de Alatorre son necesarios: a) datos de la variedad nahua que puede haberse hablado en el Occidente de México, especialmente en el actual Estado de Jalisco, o de Nayarit -como se verá en seguida- o, en todo caso, de la lengua coca; b) documentos que demuestren los procesos de formación morfológica de vocablos híbridos de español y náhuatl, particularmente en la formación de adjetivos atributivos.
Las obras de que puede uno disponer actualmente no permiten reconocer, en el náhuatl registrado de Jalisco, la formación de adjetivos nahuas de esa clase con la terminación reverencial o afectiva -tzin para los nombres propios o poseídos, y -tzintli para los sustantivos no poseídos2. Tratándose de sustantivos, el caso más evidente de formación de un híbrido español/nahua es el de Malintzin3, nombre que daban los nahuas a Hernán Cortés debido al papel de su mujer y traductora, Marina4 -cuyo nombre originario se desconoce-, pero llamada Malía o Malina por los nahuas. La inexistencia de una distinción fonológica nahua entre /l/: /r/5 llevó a la formación de Marina > Malina, y de allí al reverencial Malintzin, en español mexicano, Malinche. En náhuatl, muchos sustantivos reciben el sufijo -tzin, por ejemplo, huehuenche < huehue ‘anciano’ + n-tzin ‘anciano venerable’, como señala Alatorre basándose en Molina (2013 [1555]); nanche6 < nantli ‘madre’ + tzin reverencial; cacahuananche7 < cacáhuatl ‘cacao’ + nantli ‘madre’ + tzin reverencial; tencuache ‘labio leporino’ < tencua ‘labio comido’ < tentli ‘labio’ + cualo ‘comido’ + tzin8; teopiscachi o teopizcache < teopixqui ‘guardián de Dios’, ‘sacerdote católico’ < téotl ‘dios’ + pixqui ‘guardián’ + tzin reverencial; tlalcocolchi < tlalcocoltzin (cierto arbusto) < tlalli ‘tierra’ + cocóltic ‘retorcido’ + tzintli9; toloache10 < toloa ‘inclinar la cabeza o cabecear por efecto del sueño11’ López Austin piensa que toloa se refiere a la posición de las flores hacia abajo. + tzin reverencial o diminutivo. Salvo en casos como huehuenche o teopiscachi, en los que el valor reverencial de -tzin parece claro, le asalta a uno la duda de si, cuando se trata de nombres de plantas, interviene el mismo morfema constructor de voces reverenciales o si éste no tenía o tiene en náhuatl otro valor semántico. Los siguientes nahuatlismos terminados en -che o -chi no son casos de raíz + tzin: cuatatachi < cuáhuitl ‘árbol’ + tlatlatzini ‘que truena’ (Cabrera 1974 y Molina 2013 [1555]); cuiche ¿o cuichtli ‘hollín’ (Cabrera y Molina)?; cuitlacoche o huitlacoche12 < cuítlatl ‘mierda’ + cochi ‘dormir’13; chiche o chichi14; huisache o huizache15 < huixachi ‘árbol espinoso’ < huitztli ‘espinas’ + ixachi ‘en cantidad’; huistlacuachi ‘puerco espín’ < huitztli ‘espina’ + tlacuatzin ‘tlacuache’; mapache16 < mapachoa ‘apretar algo con la mano’ < maitl ‘mano’ + pachoa ‘apretar la barriga’17; pachiche18 < patzactic ‘trigo o maíz añublado’ (Cabrera, basado en Molina)19 -y también bachiche o bachicha ‘colilla de un cigarrillo’, de la misma etimología, según Cabrera20-; tepache21 < tepachoa ‘machacar algo con una piedra’; tlacuache22 ‘bocadillo sabroso’ < tlacua ‘comer’23; tololoche24 < tololóntic, reduplicativo de tolóntic ‘cosa redonda’, otro adjetivo con sufijo -tic; totatiche < totatlichan ‘casa paterna’ < to ‘nuestro’ + tali ‘padre’ + chantli ‘casa’. Respecto a macuache ‘pobre’, al que Robelo (1940), Dávila Garibi (1935) y Santamaría (1959) le atribuyen como etimología el nahua macehua ‘sufrir, ser despreciable’, es todavía más difícil adjudicarle un origen nahua.
En náhuatl, según Swadesh (1966), los “sustantivos descriptivos (nuestros adjetivos), son generalmente derivados de nombres concretos y tienen principalmente las terminaciones -c, -ti-c, -to-c parecido a” (p. 30). Los vocablos que dieron lugar a la hipótesis de Alatorre son todos adjetivos: caguiche, habliche, lloriche, lambiche, metiche, cantaliche, peguiche, trampiche; además pedi(n)che, güerinche. Parece descartar jolinche ‘rabón, rabicorto’ y barbinche ‘lampiño’, “que naturalmente no se dicen de los niños chiquitos”, así como las variantes jolincho y rabincho; pero quizá se podría agregar pepenche ‘consentido, chiqueado, dependiente’, por su significado y por su uso en las mismas regiones25. Puede uno preguntarse, en consecuencia, si las pilmamas nahuas de los niños españoles y criollos al llamarlos así los significaban adhiriendo a la raíz española -tic, de valor adjetivo, a los que después se añadiera la partícula afectiva, mediante algún proceso morfofonológico característico del náhuatl. También puede uno preguntarse cuáles podrían haber sido los radicales españoles de los deverbales sobre los que se formaron los híbridos, pues llorón y cagón son diferentes de hablador, cantador (?), pegón o pegador, etc. Igualmente puede uno preguntarse si la morfología nahua introduce automáticamente, no en ocasiones, esa -i- de enlace. Quedan, por lo tanto, muchas preguntas sin respuesta.
No forman parte de los vocablos considerados por Alatorre cuatache y cuatacho ‘gemelo’26; joronche ‘jorobado’; timboroche ‘timbón, barrigón’; culimiche ‘mísero, cicatero, de poco valor’; culichi o culiche, el gentilicio de los habitantes de Culiacán; pelangoche ‘pelado, persona de mala educación’. Se podrían agregar piniche y jurifiche ‘diablo’, que Lope Blanch dice haber escuchado en alguna parte, y taniche ‘tienducha’, registrado por Peter Boyd-Bowman en su Habla de Guanajuato (1960), además de “chilinche, conchiche, sagabiche, coliche, copiche27, cortinchi…, droguiche (quizá de droga ‘deuda’)…, sopiche…, zumbiche”, que Alatorre encuentra registrados en el Índice de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua (p. 7, n. 12)28. Huarache/guarache, tambache ‘bulto grande’ y tagüinchi ‘luciérnaga’, según el Diccionario de colimotismos, se atribuyen al purépecha.
José Ignacio Dávila Garibi, en cambio, había propuesto desde 1935 la existencia de una lengua llamada coca en Jalisco, basado en documentos históricos que, aun cuando la mencionan, ni la describen ni ofrecen pruebas de ella; entre otros, la Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México de Manuel Orozco y Berra. Según don José Ignacio (1945), esa lengua se habrá hablado hasta “las postrimerías del siglo XIX” (p. 24) en Tonalá y en Cocula, Jalisco. Dávila Garibi (1945, pp. 57-64) insiste en que se recogieron varios vocablos de coca en documentos del siglo XVI y que hay cierto parentesco entre esta lengua y la cahita, por lo que propone que el coca forma parte de un grupo genealógico taracahita29. A la vez, no deja de señalar, con insistencia (passim), la profunda “nahuatlización” de la región desde el siglo XVI para eludir la multitud de lenguas regionales que dificultaban la conquista y la evangelización. Alatorre (p. 5, n. 5) supone al pasar que la lengua coca no sería otra cosa que un náhuatl jalisciense. En tanto no se puedan verificar las afirmaciones de Dávila Garibi, tampoco es posible suponer que haya habido un sufijo coca estimativo, afectivo o diminutivo, que hubiera dado lugar al -che o -i(n)che30. ¿Podría tratarse de otra lengua, como el cora?
El Diccionario inverso de la lengua española, de Ignacio Bosque, acumula 185 vocablos con terminación -che. Entre ellos aparecen los siguientes nahuatlismos: mapache, tepache, tlacuache; además, huarache o guarache, de origen purépecha. No se pueden considerar nahuatlismos ni híbridos español-náhuatl aguanchi, aguachinarse y aguachinoso ‘aguado’, registrados por Santamaría (1959) y Malaret (1946); tampoco cubiche, forma despectiva para hablar de un cubano, usado en las Antillas, y culichiche ‘mequetrefe’, también despectivo en Cuba según Malaret. El resto del vocabulario con terminación -che en este diccionario tiene diferentes procedencias: a) por evolución regular del latín al español (noche, leche, alache, etc.); b) del árabe (azabache, azache, zafariche, palmiche, etc.); c) de lenguas romance (pistache, romanche, birloche, fetiche, etc.); d) de otras lenguas (derviche, ceviche, tehuelche, soroche, etcétera).
Llaman la atención algunos vocablos que, como en los casos de cubiche y culichiche, significan objetos dignos de burla, desprecio, etc., como caldibache ‘calducho’, cachivache, tiliche, bochinche, pichiruche ‘persona insignificante’ en Bolivia y Chile, según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia.
Si bien es posible la hipótesis de Alatorre acerca de una hibridación español-náhuatl en la formación de esos diez adjetivos que significan “vicios infantiles”, su falta de registros antiguos; la imposibilidad de saber si durante los dos siglos en que el náhuatl se manifestaba constantemente en el hablar de mestizos y criollos, había la probabilidad de construir adjetivos híbridos como los que imaginaba Alatorre; la dificultad para discernir cuál habría podido ser el radical español al que se añadiría -tzin, así como el automatismo de la “-i- de enlace” permiten ponerla en cuestión31 y considerar por el contrario que, como decía Lope Blanch, “no resultaría demasiado arriesgado suponer que la -ch- pueda tener, en la terminación de ciertas palabras, una fuerza (vis litterarum) -o vis sonorum, como precisó Alatorre la hipótesis de Lope Blanch (n. 13)- o resonancia claramente despectiva” (p. 633). Según las conclusiones a las que llega Lope Blanch, por su parte, un sufijo -i(n)che “no es de raigambre castiza”, lo que supongo quiere decir que no se documenta en la evolución regular del español, aunque haya dado lugar a la formación de varios vocablos dispersos por el mundo hispánico, en donde el náhuatl no habrá podido tener influencia. Dice Lope Blanch: “La presencia de palabras terminadas en -i(n)che en otros países hispanohablantes libres de toda posible influencia nahua -palabras en que el contenido despectivo es evidente- no abona precisamente la idea de un origen azteca para esa terminación” (p. 633), lo que lo lleva a afirmar que los vocablos considerados por Alatorre serán mexicanismos, pero no híbridos español-náhuatl, aunque podría haber influencia indirecta del náhuatl, debido a la cantidad de voces que tienen esa terminación.
Los adjetivos considerados por Alatorre son afectivos, pero tienen un matiz despectivo, así como también los diminutivos tienen matices afectivos y despectivos. En español de México a los niños se les llama cariñosamente escuincles < itzcuintli, nombre del perro aborigen mexicano y chilpayates32. Quizá chamaco y chamagoso tengan origen amerindio, aunque no se pueda encontrar33. En muchas lenguas, los diminutivos construyen vocablos reverenciales, afectivos y despectivos, así como ciertos sonidos, particularmente [i], dan lugar a la significación diminutiva y afectiva, como en español chiquito, bonito, finito, tontito; en inglés tiny, slim, bit, slip; en italiano piccolo, piccino, ragazzino, finestrino, etc. También construyen hipocorísticos en español (generalmente con ortografía anglicizada) y en inglés: Mari, Leti, Pati, Lilly, Jimmy, Charly, Johnny, etc. El sonido [č] desempeña la misma función en español: Meche, Chucho, Nacho, Güicho, Lucha, Pancho, Licha, Chole y, como señala Lope Blanch, se presta a formaciones afectivas y juguetonas como pechocho ‘precioso’, cochita ‘cosita’, bechito ‘besito’, panchita ‘pancita’, especialmente en la materlalia o manera de hablar a los niños, así como en de tocho morocho ‘de todo’ o ¡qué chabocha la chevecha que che chube a la cabecha!34.
Esos valores expresivos de fonemas como /i/ y /ĉ/ -que no son “caprichosos”, como los juzga Santamaría y lo relata Lope Blanch, sino que valen vis sonorum- revelan, por el contrario, la existencia de un mecanismo que se manifiesta en todas las lenguas: el fonosimbolismo, un fenómeno notado desde mucho tiempo atrás por la estilística, como en el caso más citado de Luis de Góngora: “infame turba de nocturnas aves”, en la Fábula de Polifemo y Galatea, en donde es, sobre todo, el fonema /u/ el que resalta la oscuridad de la caverna de Polifemo, poblada de murciélagos. Recientemente, el neurólogo V.S. Ramachandran (2012) ha venido señalando que ese fenómeno, ya reconocido mucho tiempo atrás, corresponde a una serie de conexiones neuronales que tiene efectos sinestésicos, es decir, que la organización cerebral, sobre todo en los lóbulos temporales inferiores, permite el “cruce” de percepciones provenientes de diferentes órganos, como los de la vista y el oído. Esas íes o esas ches serían casos de relación entre lo pequeño y el sonido [u] con lo oscuro. Lo que permite tales fenómenos sinestésicos, propone Ramachandran, es la existencia de “células espejo”, en realidad circuitos neuronales especiales -descubiertos por un equipo de neurofisiólogos italianos, presidido por Giacomo Rizzolatti-, propios del ser humano, aunque con presencia más limitada en otros animales, como los orangutanes, que llevan al ser humano a la imitación de lo que percibe: movimientos, sonidos, figuras, colores. Así, el sonido de [ĉ], africado y sordo, se prestaría a la expresión sonora de lo que se dice en la intimidad y murmurando: muy adecuado para el apapacho y el chiqueo infantiles, mediante esas versiones, también universales, del hablar a los niños llamadas materlalia, Lallwörter o motherese.
Yakov Malkiel (1990), quien fue un decidido propugnador del papel del fonosimbolismo en la formación y la evolución de las palabras, sabía a qué se enfrentaba cuando aducía explicaciones fonosimbólicas a algunos de los vocablos que caían bajo su observación. Según afirmaba, el predominio del positivismo característico de la lingüística heredera de los Junggrammatiker, empeñada en el descubrimiento de procesos regulares de evolución de los signos lingüísticos, logró marginar el papel del fonosimbolismo en la historia de las palabras. “In that climate of opinion, onomatopoeia and such fragments of children’s language as lent themselves to eventual transfer to the language of adults, the celebrated Lallwörter, came last, sometimes relegated to apologetic footnotes, by way of marginal afterthought” (p. 10). Entre los muchos casos que ofrece Malkiel, se pueden citar chinche < esp. ant. çimze < lat. cimex y chiflar y chillar < lat. sīfilāre, en donde el fonema /ĉ/ sustituye “caprichosamente” a /θ/ o a /s/ respectivamente. Para todos los casos examinados, tanto los supuestos híbridos español-náhuatl, como los que se registran en otras regiones del mundo hispánico, se puede proponer la hipótesis alternativa de que se trata de casos de fonosimbolismo del fonema /ĉ/ en español. A diferencia de la hipótesis de Alatorre, ad hoc para los diez adjetivos del español jalisciense, todos los casos señalados35, con excepción de los que revelan evolución regular del español, así como de los provenientes de otras lenguas (árabe, italiano, quechua, etc.) se pueden explicar como resultado del fenómeno del fonosimbolismo. Como efecto de ese mismo fenómeno, pero paradójicamente, voces como tencuache, pachiche, tololoche y cuatache o cuatacho serán híbridos, sí, pero de raíz nahua y sufijo fonosimbólico español, lo que corresponde a la adopción común de raíces nahuas en español de México.