Lo que sigue trata de uno de los apellidos más comunes a lo largo y ancho de la geografía ibérica e iberoamericana, el apellido Moreno, que, sin ser propiamente de origen castellano, tres de los más grandes autores de la literatura en lengua castellana -Cervantes, Quevedo y Galdós- adscriben a diversos personajes de una forma que podría calificarse de jocoseria1, en relación con la llamada “burla de los linajes” y la supuesta filiación de algunos de esos personajes, asociada a una presunta y controvertida etimología del apellido y a la compraventa de títulos y honores.
En un trabajo sobre el personaje cervantino don Antonio Moreno, “caballero rico y discreto” de Barcelona (Quijote, II, 62), Augustin Redondo (2001, pp. 503-504) intenta comprender a qué corresponde la utilización de este nombre y argumenta que ningún Moreno, “como era de suponer”, aparece entre la nobleza catalana y ningún título de los reinos hispánicos lleva tal patronímico en los siglos XVI y XVII, pero que sí aparece en Juan de Timoneda (El Truhanesco, 1573), donde el “honrado Diego Moreno” encarna el tipo del marido cornudo y ridículo2. Al final del Sueño de la muerte, añade Redondo, ese mismo personaje se enfada con Quevedo, el autor, y le dice:
¿No sabéis que todos los Morenos, aunque se llamen Juanes, en casándose se vuelven Diegos, y que el color de los más maridos es moreno? ¿Qué he hecho yo que no hayan hecho otros muchos más? ¿Acabóse en mí el cuerno? ¿Levantéme yo a mayores con la cornamenta?
Lo mismo pasa en el Entremés de Diego Moreno, también de Quevedo. Y el crítico añade que en una España corroída por los prejuicios de la limpieza de sangre,
donde los nobles “se hacen de los rubios godos (en contradicción con la realidad), ¿cómo puede ser un Moreno un auténtico caballero?”
Varios presupuestos y valoraciones merecen aquí ser discutidos, que afectan tanto al apellido como al uso literario del mismo. En lo que se refiere a la etimología, los diccionarios suelen derivar moreno de moro3, del latín maurus, y sucede que el término está documentado en textos catalanes mucho antes que en castellano. El Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico (Corominas y Pascual 1980, t. 4, pp. 151-152) dice que la palabra catalana moreno no es castellanismo, sino resultado regular, según la fonética catalana, con uso general desde los orígenes; que Moreno, como nombre propio de persona en Castilla no está documentado hasta 1203, y como apelativo, en Juan Ruiz y en varios textos aragoneses del siglo XIV; que tiene probable origen mozárabe, repartido como tal por toda la Península y que se mantiene intacto en todas las lenguas, procedente de un *maurinus -no documentado- del latín vulgar.
El Diccionari etimològic i complementari de la llengua catalana (1983, t. 5, p. 795) de Corominas dice que, en catalán, “Morena femina” (apellido) está documentado en 1002, y que ya en 989 aparece “mureno” aplicado a animales: “Vitello mureno”. En 1047 se encuentra “bove uno moreno”. Aclara Corominas: “El mot catalá és moreno: no sé que mai ningú hagi dit morè ”; y añade que alterna con bru en la Edad Media y es frecuente en el siglo XV como apellido4.
Corominas, pues, cree que tiene origen mozárabe y recomienda mantenerlo como vocablo propio del catalán: “mantenir el vigor y el llustre d’aquesta noble paraula” (p. 796), frente a los intentos de suprimir las palabras terminadas en o, por creerlas castellanismos, o las ultracorrecciones como morè. En portugués, añade, se dice también “moreno” y no evolucionó a un previsible “moureio”.
En resumen, moreno es vocablo románico presente como tal, sin variación gráfica, en las lenguas románicas peninsulares, es de probable origen “mozárabe” y está documentado primero en catalán. El portugués lo distingue de mouro, incluso como adjetivo de color equivalente a trigueiro, y por tanto no puede derivar de ese nombre, lo mismo que el vasco distingue entre mairu ‘moro’ y beltzaran o baltzaran ‘moreno’, de beltza ‘color negro’. Podría decirse, por tanto, que es, como apellido, común a toda la Península Ibérica y, por extensión, a Iberoamérica.
Por lo demás, los diccionarios latinos derivan maurus del griego maurós o amaurós (Diccionario de Liddell-Scott 1901: ‘color oscuro, o mate’); además, maúros, en griego moderno, es ‘negro’, con derivados que indican ‘ennegrecimiento’ o ‘bronceado’. De todo ello cabe deducir que el color se aplicaría a los bereberes y su hábitat (maurusía), por sinécdoque. Es decir, moreno no procedería de moro, sino de maurus o *maurinus, como designación de ‘color aplicada al pelo y a la tez’, que es lo que origina el apellido, en oposición a rubio, e igual que bruno, de origen germánico o franco, en catalán bru, y en francés, inglés y alemán, brun, brown, braun.
Marcos Marín (2015, pp. 213-214) argumenta que el latín se siguió usando en el norte de África hasta muy tarde y que no se debe emplear el término mozárabe aplicado a una lengua romance peninsular:
La tesis etnológica tradicional, de contingentes de árabes y una mayoría de bereberes más o menos arabizados, se puede complementar razonablemente con la hipótesis del contacto de las variantes afrorrománicas y las iberorrománicas, como medio de comunicación que facilitó la conquista. Las hablas afrorrománicas y el latín seguían en uso en África, no puede cabernos duda de ello… Cabe por ello preguntarse cuál es el papel de las hablas afrorrománicas, como lenguas en contacto, en el proceso de evolución de las hablas iberorrománicas y, especialmente, del romance andalusí, mal llamado mozárabe, puesto que no se trata de una lengua de un grupo religioso y cultural, sino de una amplia base de la población andalusí.
Moreno, pues, se ha podido originar en el latín norteafricano tardío o en el romance andalusí, aplicable al pelo o a la piel oscura o negra, como la de los bereberes que predominaban entre los invasores musulmanes de la Península y que podrían expresarse también en ese latín tardío, el cual se extendería luego por todo el territorio ibérico. Entre la nobleza de origen godo, o franco, no se encuentra, claro es, tal apellido ni otro que tenga que ver con el color, ni en Cataluña ni en el resto de la Península; tampoco entre los judeoconversos que cambiaron de nombre al ser bautizados, algunos emparentados con la nobleza. Sus apellidos más frecuentes ya fueron listados en el siglo XV por Lope de Barrientos y Fernán Díaz de Toledo, y ningún Moreno aparece allí, como es de esperar. Sí se encuentra, en cambio, entre los sefardíes, pero no por ser, propiamente, un apellido hebreo; no obstante, la Jewish encyclopedia dice que Moreno, o Morenu (מורנו) es un título o grado usado desde el siglo XIV (el primer testimonio aparece en Viena en 1360) como abreviatura antepuesta al nombre para designar a los rabbis o talmudistas, es decir a los maestros o doctores especialistas en la interpretación del Talmud y la Torah y ordenados como tales. Equivale, por ello, a maestro o profesor, según los diccionarios. Podría, por tanto, funcionar como nombre intermedio; además, el apellido Morenu está documentado en el ámbito catalán.
En cuanto a los moriscos, los pocos casos que aduce Redondo en Andalucía con apellido Moreno no pueden ser significativos cuando tal apellido debe de ser muy común y es tan fácil derivar moreno de moro. En todo caso, habría que indagar la presencia, y la frecuencia, del apellido entre los mozárabes, de cuya raigambre como cristianos no cabe duda5, pero que luego se irían convirtiendo al islam y cambiando de nombre, obligados o no, salvo los emigrados al norte cristiano, al revés de lo que ocurriría después con los moriscos, forzados a convertirse y luego expulsados6. Quizás, unos y otros, tuvieron mayoritariamente la misma base étnica peninsular, según las tesis continuistas de la población hispana defendidas por algunos historiadores, como Sánchez Albornoz, por ejemplo, el principal oponente de Américo Castro. Lo que Redondo menciona como “imaginario colectivo” no es sino la ideología “cristiano vieja” de los hispanogodos gestada por los historiadores oficiales desde el siglo XIII7, que es lo que produce una “España corroída” por los prejuicios de limpieza de sangre, “en que los nobles se hacen de los rubios godos” y se superponen a la inmensa mayoría de los morenos autóctonos no bereberes.
Así se explica que Diego Moreno, en el Sueño de la muerte, reproche al autor el haberle elegido a él como prototipo del cornudo, como si no hubiera “otros Morenos de los que echar mano”, y diga que todos los Morenos, “aunque se llamen Juanes, en casándose se vuelven Diegos, y que el color de los más maridos es moreno”.
Sin embargo, una cosa es que un “cristiano viejo” como Quevedo escriba el entremés burlesco de Diego Moreno, un pobre que vive de su deshonra, de la estirpe de Lazarillo8, ya casi parte del folklore9, y otra cosa es entrar en el tema de los marranos o falsos conversos y acusar de criptojudíos a todos los conversos, como hará, y untar sus obras con tocino contra Góngora, serio rival literario, y llamarle rabí de la lengua judía y acusarle de tener un beneficio eclesiástico comprado, cuando esto no era raro: “Poderoso caballero es don Dinero… / tiene quebrado el color… / tan cristiano como moro”, dirá en la famosa letrilla, lo que nos lleva al meollo de la cuestión10, pues la agudeza misma de Quevedo sabía bien de lo peligroso de indagar en títulos, como demuestra al servirse del mito de Faetón en el soneto recogido por Américo Castro (1972, p. 25)11, titulado “Aconseja a un amigo que estaba en buena posesión de nobleza, no trate de calificarse [de nobleza], porque no le descubran lo que no se sabe”, del que citamos el primer terceto: “No revuelvas los huesos sepultados; / que hallarás más gusanos que blasones, / en testigos de nuevo examinados”12.
En teoría, la relatividad de toda nobleza, y su subordinación a la virtud o mérito, había sido ya defendida en la antigüedad y en el humanismo, y utilizada en la Castilla del siglo XV para justificar la dinastía Trastámara reinante, de origen bastardo, y a su nobleza de nuevo cuño desde Enrique II y, en particular, con la rebelión abierta contra Enrique IV y su deposición en favor del príncipe Alfonso, junto con la sucesión impuesta al rey en favor de su hermana Isabel y el marido de ésta, Fernando. En un debate poético planteado en el círculo del Arzobispo de Toledo Alfonso Carrillo tras la boda de éstos en 1469 -que el propio Carrillo ofició-, el noble castellano Gómez Manrique, regidor de Toledo y tío de Jorge, dirige una pregunta a Francisco Vidal de Noya, preceptor de Fernando el Católico, a la que responden el destinatario, Pedro Guillén, administrador del arzobispo Carrillo, y Rodrigo Cota. Dice Manrique:
Y lo que preguntar quiero / o querría, si supiese, / si hubo reyes primero / que cavalleros hubiese. / Pues el rey tiene poder / en las tierras tan plenario, / decid si puede fazer, / de su poder ordinario, / noble de pura nobleza / de cualquier su natural, / que yo con poca sabieza / hago duda de lo tal.
Las tres respuestas tienen una argumentación parecida: hubo antes caballeros, pues a éstos los hace la nobleza, la cual se basa en la virtud; después el rey otorga el título o nombre y la riqueza. La respuesta de Guillén es quizás la más radical:
Y sabéis que el caballero, / sin tener quien le eligiese, / vino ante y postrimero / el rey que título diese. / Como no puede volver / un metal en su contrario / por que en su primero ser / quedará de necesario, / así no puede vileza / gozar de sangre real, / ni menos poca firmeza / cobrar nombre de leal (1989, pp. 53-54).
Es ésta una opinión que los conversos y sus descendientes, como Guillén o Cota, se cuidan de argumentar, por lo que les toca, o por lo que se les viene encima. Ya Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, había razonado en el mismo sentido a favor de los judeoconversos como su padre, nacido Salomón-ha-Leví y bautizado Pablo García de Santa María13. El principal motivo del odio de los cristianos viejos y lo que despertaba su envidia hacia los conversos, como antes hacia los judíos, era la protección que les brindaba la alta nobleza y, en general, su mayor nivel económico y educativo, con independencia de que algunos mantuvieran un criptojudaísmo más o menos formal. Algunos seguidores de Américo Castro, quien atribuye a Cervantes ascendencia hebrea, han hecho una lectura del Quijote en clave criptojudía (véase Kenneth Brown 2012), aunque la única alusión en el libro sea la frase de I, 9 sobre los conocedores de la “otra mejor y más antigua lengua” que pudieran quedar en Toledo, cuando el segundo autor encuentra allí los manuscritos árabes con la historia de don Quijote que un morisco le traduce; pero si el tema judío queda oculto, o velado, el tema morisco es tratado abiertamente, sobre todo en los episodios del morisco Ricote -quien detalla en II, 54 cómo los moriscos son saqueados durante su expulsión- y su hija Ana Félix (II, 63), narrados poco antes e inmediatamente después del encuentro con don Antonio Moreno, sin que esto presuponga que este personaje sea de origen morisco14.
En cuanto al asunto clave, el de la riqueza que todo lo puede, el estado de la cuestión sobre la compra de títulos de nobleza y de oficios que expone Jiménez (2013, pp. 270-271) indica que se produjo con regularidad desde mediados del siglo XVI a causa de las necesidades de la Corona para financiar las guerras y mantener la hegemonía en Europa, pero que todo se hacía con suma discreción:
Ahora sabemos con mayor certeza que oficios militares, pero también magistraturas de Audiencias y Chancillerías y Consejos de la Monarquía, corregimientos, hidalguías, hábitos de órdenes militares, títulos de nobleza y hasta grandezas, entraron en una almoneda pública con distintos ritmos e intensidades en su cronología, tanto en Indias como en suelo peninsular. Partiendo de la idea de que los compradores y la administración trataron de silenciar todo rastro del dinero en sus operaciones venales, por las implicaciones legales, morales y de “deshonor” que el uso del “vil metal” tenía en la adquisición de este tipo de cargos, la clave radica en la aplicación de una correcta metodología basada en un análisis mucho más profundo de las fuentes primarias, el cruce de las mismas y la correcta interpretación de los silencios que esconden, frecuentemente, transacciones venales que quedaron enmascaradas bajo la etiqueta de concesiones graciosas del rey.
Los silencios de las fuentes primarias sobre las transacciones venales apuntan incluso a que la compra especulativa de títulos y oficios en la corte de los Austrias podría haber sentado un precedente de las burbujas financieras posteriores, sobre todo durante el siglo XVII, cuando se alcanzaban precios desorbitados por obtener cargos y prebendas de escasa rentabilidad, pero que generaban prestigio o “limpiaban” la sangre. En este contexto, Don Antonio Moreno, de nobleza problemática en el “imaginario colectivo”, habría servido a Cervantes para mostrar, irónicamente, varios géneros de burla, incluida la de los linajes15. El caballero de Barcelona es discreto, según declara el texto al comienzo del capítulo 62, por ser “amigo de holgarse a lo honesto y afable” -en referencia a las burlas que prepara para don Quijote, “porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan si son con daño de tercero”. Según Joly (1990, p. 71) , don Antonio es un “burlador discreto”, por obrar en sus burlas según la virtud de la eutrapelia -la buena, o sana, diversión-, en contraste con las burlas a don Quijote en la casa de los duques o con los entremeses y otros textos asociados a Diego Moreno. A propósito de la eutrapelia en las Novelas ejemplares, indica Wardropper (1982, p. 167) que, en el Coloquio de los perros,
Berganza aplaude la ambición de los mercaderes sevillanos que ayudan a sus hijos a situarse bien en la vida comprándoles ejecutorias de hidalguía; dice el perro de su amo: “pretende mejorar su estado sin perjuicio de tercero”. Cipión, sin embargo, se opone a este juicio replicando que casi nunca se realiza una ambición “que no sea con daño de tercero”. Visto por los perros, el mundo de los seres humanos es complicado porque uno no puede nunca estar seguro de que sus acciones no redunden en perjuicio de otro16.
Don Antonio Moreno, dice Redondo, es un caballero paródico, dentro de un contexto burlesco; pero también lo es don Quijote, un hidalgo pobre. Por eso creemos que lo relevante en don Antonio sería su riqueza, que puede comprar títulos y noblezas discretamente, o sobornar en favor de Ana Félix17. Cervantes pudo elegir tal apellido precisamente para indicar, en un ambiente de celebración festiva donde cabe el disfraz morisco y toda clase de burla, que el caballero no es un Moreno cualquiera, aunque esa muy antigua y noble palabra, común a todas las lenguas románicas peninsulares, pueda llevarla cualquiera del común; es decir, Morenos somos todos, o casi, aunque algunos, como los mercaderes sevillanos, gracias a su riqueza y sin otros méritos, como quizás don Antonio, pueden comprar, con discreción, su ejecutoria de hidalguía y otras prebendas a los rubios Austrias en el poder, igual que hacen sus burlas, con perjuicio o no de terceros.
En fin, si pasamos de la burla, o del juego paródico, a la seriedad, o de las bromas a las veras, si pasamos del ejercicio literario al contexto histórico y político al que el otro remite, donde todo se compra y se vende más o menos solapadamente, incluso el nombre y la nobleza, lo que cuenta es ser Moreno rico o Moreno pobre, ésa es la cuestión de peso18 allí donde los Morenos son “un tronco remotísimo” de “infinitos y desparramados miembros”, según escribe Galdós en Fortunata y Jacinta (1886, I, 6, 2, p. 183), novela que nos presenta, aun después de dos siglos, más de lo mismo.
En efecto, si el apellido Moreno ha sido asociado antes, más bien, a la burla del linaje y a los moriscos a propósito del Quijote y otros textos áureos, en Pérez Galdós lo volvemos a encontrar relacionado, burla burlando, con el tema judío, que todavía colea. Pérez Díaz (1996), sin citar fuentes, se refiere al criptojudaísmo de los abuelos paternos del escritor canario, y Ortiz Armengol (2000, p. 19), en su biografía, menciona el secretismo sobre su infancia y repite lo dicho a Clarín por Galdós en 1887: lo que pudiera tener interés es “de carácter privado y reservado, al menos por ahora y en algún tiempo” (Alas, “Clarín”, 1889, p. 11) .
Personajes judíos se encuentran en Gloria19, Misericordia, Aitta Tettauen y Carlos VI en La Rápita. En estas novelas, dice Schyfter (1978, p. 7), los trata con simpatía, reivindicándolos, mientras que los camufla, dentro de un contexto de ironía y ambigüedad, en Fortunata y Jacinta -en referencia, únicamente, a Maxi Rubín- y en Torquemada, personaje éste que aspira a integrarse socialmente desde sus oscuros orígenes como usurero no creyente, o creyente sólo en la acumulación de riqueza, un fanático imitador de la nueva sociedad, en paralelo con el antiguo converso inquisidor y su exceso de celo.
En Fortunata y Jacinta (1886-1887, II, 1, 1) leemos, a propósito de la tienda de la familia Rubín, más antigua que los Borbones,
que desde inmemorial tiempo estuvo en los soportales de Platerías, entre las calles de la Caza y San Felipe Neri, desapareció, si no estoy equivocado, en los primeros días de la revolución del 68. En una misma fecha cayeron, pues, dos cosas seculares, el trono aquel y la tienda aquella, que si no era tan antigua como la Monarquía española, éralo más que los Borbones, pues su fundación databa de 1640, como lo decía un letrero muy mal pintado en la anaquelería. Dicho establecimiento sólo tenía una puerta, y encima de ella este breve rótulo: Rubín. Federico Ruiz, que tuvo años ha la manía de escribir artículos sobre los Oscuros pero indudables vestigios de la raza israelita en la moderna España (con los cuales artículos le hicieron un folletito los editores de la Revista que los publicó gratis), sostenía que el apellido de Rubín era judío y fue usado por algunos conversos que permanecieron aquí después de la expulsión. “En la calle de Milaneses, en la de Mesón de Paños y en Platerías se albergaban diferentes familias de ex-deicidas, cuyos últimos vástagos han llegado hasta nosotros, ya sin carácter fisonómico ni etnográfico”. Así lo decía el fecundo publicista, y dedicaba medio artículo a demostrar que el verdadero apellido de los Rubín era Rubén20. Como nadie le contradecía, dábase él a probar cuanto le daba la gana, con esa buena fe y ese honrado entusiasmo que ponen algunos sabios del día en ciertos trabajos de erudición que el público no lee y que los editores no pagan. Bastante hacen con publicarlos. No quisiera equivocarme; pero me parece que todo aquel judaísmo de mi amigo era pura fluxión de su acatarrado cerebro, el cual eliminaba aquellas enfadosas materias como otras muchas, según el tiempo y las circunstancias. Y me consta que D. Nicolás Rubín, último poseedor de la mencionada tienda, era cristiano viejo, y ni siquiera se le pasaba por la cabeza que sus antecesores hubieran sido fariseos con rabo o sayones narigudos de los que salen en los pasos de Semana Santa.
Caro Baroja (1986, t. 3, pp. 215-216) alude a Gloria y a Fortunata y Jacinta (II, 1, 1) a propósito de los judíos en Galdós, y cita (t. 3, pp. 36-37, nota) una carta de Leandro Fernández de Moratín, dirigida a su tía paterna desde Lille el 7 de diciembre de 1787, en la que se refiere a un capellán de Vallecas que usaba todavía, para descubrirlos, el Centinela contra judíos21 y a la opinión general de que los comerciantes de paños y lencería en torno a la plaza Mayor de Madrid descendían de judíos, o que los había incluso judaizantes (véase Fernández de Moratín 1821, pp. 87-88). Antes ya, Caro Baroja (t. 3, pp. 164 ss.) dedica varias páginas a la persistencia del criptojudaísmo y cita en su favor el libro de George Borrow, The Bible in Spain (1843), y la opinión de Juan Valera o Amador de los Ríos, así como la Historia de los judíos en España (1847) de Adolfo de Castro.
Adler (1984, pp. 34-36) , por su parte, se apoya en Américo Castro algo fuera de contexto, trasvasando al siglo XIX el viejo conflicto entre cristianos viejos y nuevos en paralelo con el desarrollo de la burguesía en esta centuria y adscribiendo a esta clase, frente a la aristocracia en declive, la orientación hacia el mundo terrenal y el distinto valor del dinero para unos y otros, lo que no impide que acaben confluyendo a través de la adquisición de propiedades, la compraventa de títulos y los enlaces matrimoniales. Estudia, además, la traducción de Larra -No más mostrador (1831)- del vodevil de Eugenio Scribe, Les adieux au comptoir (1823), para ilustrar la crítica de esos matrimonios de conveniencia, transfiriendo una mera crítica social en Francia a un problema de conciencia en España. Eso mismo le sirve para adscribir una mentalidad conversa -ser una cosa y aparentar otra, según Américo Castro- a las familias emparentadas de comerciantes y banqueros de Fortunata y Jacinta -con los Morenos entre ellas-, así como al usurero Torquemada en las novelas que llevan su nombre22.
En Fortunata y Jacinta, los Morenos, ricos y pobres, o arruinados, se reparten en diversas familias a la caza lícita o ilícita del dinero con que comprar títulos y honores unos, o lamentándose de su pérdida otros. Nada nuevo en principio, pues ya hemos visto que es algo constatable desde los Trastámaras y constatado por Galdós. Los títulos de nobleza y su compraventa son mencionados con detalle por el marqués de Fúcar en La familia de León Roch (1878, I, 3, pp. 29-30), en una nueva versión de la burla de los linajes a propósito del padre del protagonista, José Roch. Fúcar es un nuevo rico especulador (“tratante en blancos”), y el marqués de Tellería procede de más antigua nobleza, o nobleza terrateniente, arruinada. Hay también otra nueva nobleza de la Administración, representada por Onésimo, con quien Fúcar está dialogando:
-José Roch era un infeliz, un hombre bondadoso y simple en su trato social. Le conocí bien… Todo el orgullo y la vanidad del pobre Roch estaba en ser autor de su hijo. El año pasado nos encontramos… Casi con lágrimas en los ojos, me dijo: “Amigo Fúcar… Mi único deseo es que León tenga un título de Castilla. Es lo único que le falta”. Yo me eché a reír. ¡Apurarse por un rábano, es decir, por un título de Castilla!… Sr. D. José, si usted me dijera “quiero ser bonito, quiero ser joven…” -pero ¿qué desea usted?, ¿ser marqués?… A las coronas les pasará lo que a las cruces, que al fin la gente cifrará su orgullo en no tenerlas. Pronto llegaremos a un tiempo en que, cuando recibamos el diploma, tendremos vergüenza de dar un doblón de propina al portero que nos lo traiga… porque también él será marqués.
-Señores -dijo seguidamente y con cierto enfado la lumbrera de la administración, enojo que podría atribuirse a sus proyectos marquesiles-, por mucho que se hayan prodigado los títulos de nobleza, no creo que estén ahí para que los tomen los chocolateros. Pues no faltaba más...
-Amigo Onésimo -objetó el marqués con flemática ironía-, yo creo que están para el que quiera tomarlos. Si D. Pepe no tomó el título de marqués de Casa-Roch fue porque su hijo se opuso resueltamente a caer en esa ridiculez hoy tan en boga. Es hombre de principios.
Los Fugger-Fúcar tienen su origen como tejedores y comerciantes en paños en Ausburgo desde el siglo XIV. Eran cristianos, pero emparentaron con judíos por matrimonio, según parece. Fueron ennoblecidos por los Habsburgos, de los que eran banqueros desde principios del siglo XVI. Jacob Fugger II, en 1519, proporcionó los fondos necesarios para la compra de los votos de los electores que elevaron al trono imperial a Carlos V. Una rama de los Fugger se instaló en España, cambiando su apellido por el hispanizado Fúcar. Antonio Fúcar financió la guerra de Felipe II de España contra Francia y contra los turcos cuando los Fugger-Fúcar eran ya banqueros de la Santa Sede, también. El Decreto de Valladolid, en 1557, por el que Felipe II suspendía el pago de todas sus deudas y prohibía la exportación del oro español, provocó su ruina. En el siglo XIX, el Fúcar galdosiano se burla descaradamente del linaje frente al disimulo hipócrita o interesado de otros nuevos ricos y otros nuevos pobres arruinados, enredados en la cursilería23, la manía de aparentar linaje o distinción.
En Fortunata y Jacinta se ocupa el narrador de diversas familias emparentadas y sus negocios, entre ellas los Morenos, ricos y pobres, “tronco remotísimo”:
Pasemos ahora a los Morenos, procedentes del valle de Mena, una de las familias más dilatadas y que ofrecen más desigualdades y contrastes en sus infinitos y desparramados miembros. Arnaiz y Estupiñá disputan, sin llegar a entenderse, sobre si el tronco de los Morenos estuvo en una droguería o en una peletería. En esto reina cierta oscuridad, que no se disipará mientras no venga uno de estos averiguadores fanáticos que son capaces de contarle a Noé los pelos que tenía en la cabeza y el número de eses que hizo cuando cogió la primera pítima de que la historia tiene noticia. Lo que sí se sabe es que un Moreno casó con una Isla-Bonilla a principios del siglo, viniendo de aquí la Casa de giro que del 19 al 35 estuvo en la subida de Santa Cruz junto a la iglesia, y después en la plazuela de Pontejos. Por la misma época hallamos un Moreno en la Magistratura, otro en la Armada, otro en el Ejército y otro en la Iglesia. La Casa de banca no era ya Moreno en 1870, sino Ruiz-Ochoa y Compañía, aunque uno de sus principales socios era don Manuel Moreno-Isla. Tenemos diferentes estirpes del tronco remotísimo de los Morenos. Hay los Moreno-Isla, los Moreno-Vallejo y los MorenoRubio, o sea los Morenos ricos y los Morenos pobres, ya tan distantes unos de otros que muchos ni se tratan ni se consideran afines. Castita Moreno, aquella presumida amiga de Barbarita en la escuela de la calle Imperial, había nacido en los Morenos ricos y fue a parar, con los vaivenes de la vida, a los Morenos pobres. Se casó con un farmacéutico de la interminable familia de los Samaniegos, que también tienen su puesto aquí. Una joven perteneciente a los Morenos ricos casó con un Pacheco, aristócrata segundón, hermano del duque de Gravelinas, y de esta unión vino Guillermina Pacheco a quien conoceremos luego. Ved ahora cómo una rama de los Morenos se mete entre el follaje de los Gravelinas, donde ya se engancha también el ramojo de los Trujillos, el cual venía ya trabado con los Arnaiz de Madrid y con los Bonillas de Cádiz, formando una maraña cuyos hilos no es posible seguir con la vista (I, 6, 2, pp. 183-184).
Constata luego que la maraña puede rastrearse hasta los Trastámaras, con lo que volvemos a los orígenes, ya planteados antes a propósito de los debates sobre la nobleza durante el siglo XV:
La mente más segura no es capaz de seguir en su laberíntico enredo las direcciones de los vástagos de este colosal árbol de linajes matritenses. Los hilos se cruzan, se pierden y reaparecen donde menos se piensa. Al cabo de mil vueltas para arriba y otras tantas para abajo, se juntan, se separan, y de su empalme o bifurcación salen nuevos enlaces, madejas y marañas nuevas. Cómo se tocan los extremos del inmenso ramaje es curioso de ver; por ejemplo, cuando Pepito Trastamara, que lleva el nombre de los bastardos de D. Alfonso XI, va a pedir dinero a Cándido Samaniego, prestamista usurero, individuo de la Sociedad protectora de señoritos necesitados (p. 188).
En la parte tercera de la novela (1887) volvemos, con más detalles, a los Morenos ricos y los Morenos pobres:
Quedóse sola Fortunata con la chiquilla; pero no pudo vigilarla, porque toda la tarde estuvieron entrando visitas. Primero fue doña Casta Moreno, viuda de Samaniego, con sus hijas, dos jóvenes muy bien educadas o que se lo creían ellas. La mamá pertenecía a la familia de los Morenos, que en el primer tercio del siglo se dividieron en dos grandes ramas, los Morenos ricos y los Morenos pobres; pero habiendo nacido en la primera de estas ramas, vino a parar a la segunda. Casó con Samaniego, hombre de bien y muy entendido en Farmacia, pero que no supo hacerse rico. Por los Trujillos, tenía doña Casta parentesco remoto con Barbarita; pero habiendo sido muy amigas en la niñez, apenas se trataban ya, porque la fortuna y las vicisitudes de la vida las habían alejado considerablemente una de otra… Más cercano y claro era el parentesco de Casta con Moreno-Isla, el cual, a pesar de ser Moreno rico, mantenía cierta comunicación de familia con aquella Moreno pobre, visitándola alguna vez. Se tuteaban por resabio de la niñez; pero sus relaciones eran frías, lo absolutamente preciso para salvar el principio del linaje. La rama de los Moreno-Isla establecía además un enlace remoto entre doña Casta y Guillermina Pacheco; pero este parentesco era ya de los que no coge un galgo. Guillermina y la viuda de Samaniego no se habían tratado nunca (III, 6, 7, pp. 319-320).
Así pues, “el principio del linaje”, más o menos bastardo, se pierde en la noche de los tiempos y el parentesco ya no lo alcanza un galgo. No obstante, a los Morenos se les ubica originariamente, de manera irónica, en el valle de Mena, lo cual les dota de carta de hidalguía -de nuevo la burla de los linajes- y sus parientes, divididos en el siglo, lo ocupan todo, desde otro Don Antonio Moreno, abuelo de Moreno-Isla, “que usaba chorreras, corbatín de suela y casaca a todas las horas del día. Hasta en el almacén (droguería al por mayor), estaba de frac” (I, 2, 1, p. 131).
Entre los Morenos a los que se aplica el don, los Morenos ricos, tenemos, en Fortunata y Jacinta, al abuelo Antonio, a Manuel y a Patrocinio, su hermana; y en Misericordia (1897), a Carlos, un Trujillo por parte de madre, de quien dice Schyfter (1973, pp. 52-54) que es el beato hipócrita intentando abrirse camino en la misericordia divina con caridad medida y asistencia puntillosa a misa. En contraste, el humilde y desinteresado judío Almudena -presentado o aludido a menudo en la novela como moro, o ciego moro, de color moreno cetrino, a veces como árabe, procedente de Sus, más allá de Marrakech- no reza para invocar los favores de Dios, y Benina, su amiga, es ejemplo de verdadera cristiana. Para ellos, añade Shyfter, el dinero no tiene el mismo valor que para los otros personajes, pues no lo necesitan para sí mismos, para su propio prestigio o bienestar. Contentos con lo que tienen, toman el dinero para compartirlo, actitud totalmente diferente a la de Don Carlos, Juliana, Obdulia, Ponte o Doña Francisca. Además, a diferencia de Don Carlos o Juliana, que practican la caridad en una relación jerárquica, es decir, de ricos a pobres, de lo alto a lo bajo, Benina y Almudena dispensan la caridad a iguales. El dinero es el tema dominante, todos anhelan y están obsesionados por las comodidades y lujos que trae. Sólo Benina y Almudena, tipos raros, trascenderían esta preocupación.
La discreción de don Antonio Moreno en el Quijote se ha convertido en su homónimo, el droguero en ostentación, y en don Carlos Moreno Trujillo en hipocresía y avaricia, o corrupción sin tapujos, tal como cuenta su concuñada:
Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz doña Francisca Juárez de Zapata, conocida en los años de aquella su decadencia lastimosa por doña Paca, a secas, con lacónica y plebeya familiaridad. Ved aquí en qué paran las glorias y altezas de este mundo, y qué pendiente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años 59 y 60, hasta que la encontramos viviendo inconscientemente de limosna, entre agonías, dolores y vergüenzas mil (Misericordia, 7, pp. 59-60). -A buenas horas se acuerda de mí ese avaro, que me ha visto caer en la miseria, a mí, a la cuñada de su mujer… pues Purita y mi Antonio eran hermanos, ya sabes… y no ha sido para tenderme una mano… ¡Un hombre que tiene en Madrid treinta y cuatro casas, según dicen, tantas como la edad de Cristo y una más; un hombre que ha ganado dinerales haciendo contrabando de géneros, untando a los de la Aduana y engañando a medio mundo, venirse ahora con cariñitos! A buenas horas, mangas verdes… (10, p. 95). -Pero tú no recordarás lo que hicieron conmigo él y su mujer, que también era Alejandro en puño. Pues cuando empezaron mis desastres, se aprovechaban de mis apuros para hacer su negocio. En vez de ayudarme, tiraban de la cuerda para estrangularme más pronto. Me veían devorada por la usura, y no eran para ofrecerme un préstamo en buenas condiciones. Ellos pudieron salvarme y me dejaron perecer. Y cuando me veía yo obligada a vender mis muebles, ellos me compraban, por un pedazo de pan, la sillería dorada de la sala y los cortinones de seda… Estaban al acecho de las gangas, y al verme perdida, amenazada de un embargo, claro… se presentaban como salvadores… (11, p. 96).
Hay otros Morenos ricos más amables y generosos, con negocios más discretos, si no más oscuros. En Fortunata y Jacinta encontramos a don Manuel Moreno-Isla, un muy rico y anglófilo caballero, un gentleman24, que corteja a Jacinta Arnaiz, la fiel esposa del seductor Juanito Santa Cruz, a la que trata, a su vez, de seducir discretamente, sin éxito, y que le rompe el corazón, en sentido propio y figurado. MorenoIsla, como indica el apellido, es un ser aparte, vive en su “isla”, con su spleen, más tiempo que en España, y no es creyente, igual que León Roch, el cual, como el judío Daniel Morton de Gloria, acaba yéndose al extranjero. Jacinta le dice, en una de sus últimas visitas:
...“Es lástima que teniendo todos los medios de ser feliz no lo sea. ¿Qué le falta a usted?…” Moreno sentía que el corazón se le hacía pedazos. “¿Pues no dice que qué me falta?… Si me falta todo, absolutamente todo. ¡Ay, qué mujer!, si sigue en esta cuerda, creo que me pongo más en ridículo”.
-¿Qué le falta a usted? Nada. Si no se le pusieran en la cabeza cosas imposibles, estaría tan campante. Lo que tiene usted es mucho mimo. Es como los chiquillos. “¡Ya lo creo; soy como los chiquillos!” pensaba el infeliz caballero.
-Moreno Rubio25 lo ha dicho y tiene razón: usted tiene en su mano su salud y su vida. Si las pierde es porque quiere. Parece mentira que un hombre de su edad no sepa ponerse a las órdenes de la razón. “¡La razón! Buena tía indecente está” observó D. Manuel dentro de su pensamiento.
-Y sacudir las malas ideas y atemperar el espíritu; no desear lo que no se puede tener, y hacer vida ramplona, sin empeñarse en que todas las cosas se desquicien para acomodarse a su gusto y satisfacción. ¿Qué es el esplín más que soberbia? Sí, lo que usted tiene es soberbia, es usted satánico. Estos inglesotes se figuran que el mundo se ha hecho para ellos… No, señor mío, hay que ponerse en fila y ser como los demás… ¿Conque se cuidará usted, hará lo que le manda su primo y lo que le mande yo?… porque yo también soy médica… Otra cosa; aquí en España está usted siempre renegando y echando pestes. Esto no le gusta, ¿pues para qué vive aquí? ¿Por qué no se va a Inglaterra? (IV, 2, 2, pp. 118-119).
El golpe mortal viene a continuación, cuando le aconseja que se case en Inglaterra y que tenga Morenitos:
...Márchese a su Londres, estese allí quietecito, muy quietecito, y si se le presenta una inglesa fresca y de buen genio, cásese, apechugue con ella, aunque sea protestante… ¡Ay, Dios!, que no me oiga Guillermina; sí, cásese, y verá cómo se le pasan todas las murrias, tendrá niños… Me comprometo a ser madrina del primero… digo, si es que le bautizan. Y hasta madre me comprometo a ser si me le dan… le tomo, aunque esté sin cristianar. Yo le bautizaré. Pero no hay que hablar de esto. Me contento con ser madrina del primer Morenito que nazca, y le diré a mi marido que me lleve a Londres para el bautizo...
...Al retirarse, Moreno pudo hablarle un instante sin testigos. “Se hará lo que usted desea… Se ha de cumplir todo el programa… todo, hasta en lo que se refiere al nene. Tendrá usted su Morenito”.
Jacinta observó en su mirada una expresión tan tétrica, que no pudo menos de decirse: “Está ya completamente trastornado” (pp. 119-121).
Habrá un Morenito para Jacinta, aunque sólo en su corazón será de Moreno-Isla, quien toma poco después la decisión de marcharse: “Mañana mismo me voy -dijo-, sí, me voy para siempre. ¡Morirme yo aquí, para que me lleven en esos carros tan cursis!” (IV, 2, 3, p. 128)26. No lo logrará. Poco antes de morir de un ataque la víspera de su partida, Moreno piensa:
Vaya que este mundo es una cosa divertida. Yo desgraciado; ella desgraciada, porque su marido es un ciego y desconoce la joya que posee. De estas dos desgracias podríamos hacer una felicidad, si el mundo no fuera lo que es, esclavitud de esclavitudes y todo esclavitud… (p. 123).
...Pero yo digo: ¿no pasará por su mente alguna vez la idea de quererme a mí? Me contentaría con esto, con que la idea hubiera pasado una vez; vamos, dos veces. Bien puede haber dicho: “¡qué bueno es este Moreno!, si yo fuera su mujer, no me daría disgustos, y habríamos tenido un chiquillo, dos o más”. Quién sabe… ¿Habrá dicho esto alguna vez? No sé por qué me figuro que sí lo ha dicho. Qué sé yo… dentro de mí anida este convencimiento como un germen de esperanza, como una semilla que está dentro de la tierra y que no ha brotado pero que vive… (p. 129).
Y efectivamente, Galdós tenía prevista otra solución para este Moreno, con otro final para la novela, en el manuscrito primitivo. Willem (1992-93, p. 182), a propósito de la versión descartada y de la definitiva, hace notar que Moreno-Isla no muere en el manuscrito original (Alpha) y cita a Mercedes López-Baralt (1987, pp. 21-22) , quien había señalado que la yuxtaposición del comportamiento de Moreno-Isla y el embarazo de Jacinta que allí sucede implica que el padre es Moreno-Isla en lugar de Juanito. Luego indica Willem que, de hecho, ésta pudo haber sido la intención de Galdós, porque antes en el manuscrito Alpha se menciona que “Moreno ha tenido varios hijos naturales”. Es evidente que la posibilidad de un romance entre Jacinta y Moreno-Isla está totalmente en desacuerdo con la manera en que Galdós desarrolla y concluye su novela tanto en el manuscrito Beta como en el texto publicado, pero el autor conservaría la idea de unión entre estos dos personajes al permitirles convertirse en los padres simbólicos del bebé de Fortunata y de Juanito.
Así, al final, los pensamientos de Jacinta transforman al niño en una imagen de sí misma y de Moreno-Isla, a quien ella devuelve la vida pensando que “bien podría Moreno haber sido su marido… vivir todavía, no estar gastado ni enfermo” (IV, 6, 15, p. 428). Concluye Willem que en la larga ausencia tras su muerte, Moreno-Isla se convierte en un sueño que hiere el corazón de Jacinta, y al hacer de Juanín hijo de Jacinta y Moreno-Isla en la imaginación melancólica de Jacinta, y no en la realidad concreta, Galdós pudo preservar la virtud de Jacinta y permitirle reconocer y aceptar el amor de Moreno-Isla.
Fortunata, en fin, la pobre, no es a la postre sino el vientre de alquiler del Morenito que promete a Jacinta, la rica, don Manuel Moreno, caballero rico y discreto enamorado, nieto del droguero don Antonio Moreno.