En torno a las reescrituras gambarianas*
Desde sus primeras publicaciones en los años sesenta del siglo XX hasta sus más recientes obras, la producción narrativa y dramática de Griselda Gambaro (Buenos Aires, 1928) ha cautivado los más diversos intereses de la crítica: sea por su participación en el Instituto Di Tella y sus aportes a la neovanguardia teatral argentina -denominada, en su caso exclusivo, “absurdo gambariano”-
1; por su notoria afinidad con el grotesco criollo discepoliano; o por la conformación de una literatura que versa, entre otras cuestiones, sobre la perversión, las dinámicas de poder, la transgresión, la represión y la violencia. A dichos rasgos, estrechamente ligados entre sí, ha de sumarse un gesto reiterado de manera transversal en su obra, que es la reescritura: un sofisticado ejercicio de apropiación y reelaboración de otros textos que abre las puertas a un complejo entramado de referencias no sólo literarias y artísticas, sino también históricas y sociales2. No pocos han sido los intentos por comprender esta singular cualidad de su escritura. En su mayoría, tales empresas conducen sus acercamientos con una estricta perspectiva teórica de la textualidad, misma que, desde nuestra postura, conlleva a su vez ciertos límites metodológicos; límites que, en el peor de los escenarios, obligan a elaborar rizomas teóricos que se van alejando de aquello que realmente es, y siempre será, lo importante en la literatura gambariana: el diálogo que establece no sólo con otros textos, propios y ajenos, sino también con la realidad, el contexto.
Varias son las categorías acuñadas para la comprensión de este gesto creativo, la reescritura, cuya discusión ha sido ciertamente extensa3. Sin embargo, es posible advertir en este largo debate la prefiguración de dos posibles sesgos: enaltecer la reescritura como un fenómeno exclusivamente textual y obviar la versatilidad del término para nombrar e incorporar la pluralidad de sus acepciones. En El demonio de la teoría, publicado en 1998 después del fervor de que gozaron las teorías estructuralistas, el crítico francés Antoine Compagnon desglosa de manera puntual lo que teóricamente se había elaborado como una disyuntiva o, en sus propios términos, como una “alternativa intimidatoria”: “…o la literatura habla del mundo, o la literatura habla de la literatura” (2015, p. 115), dos posturas excluyentes que no admitían cruces. Y agregaría en este mismo libro, años después de su clásico estudio anterior sobre la “seconde main”, que, limitando la huella bajtiniana al principio de intertextualidad, “nos hemos ido a las alturas… donde la complejidad de las relaciones intertextuales ha servido para eliminar la preocupación por el mundo que contenía el dialogismo” (p. 133). Así, al sobreestimarse las relaciones entre los textos, la teoría tendió a subestimar los lazos referenciales. Por lo tanto, un acercamiento exclusivamente de corte intertextual -pues es de reconocerse y no descartarse su utilidad para señalar y diferenciar procedimientos escriturales peculiares-, habitual por cierto en los estudios críticos gambarianos, implica una lectura ensimismada en categorías que coarta con frecuencia un mayor y necesario alcance interpretativo más allá del reino de lo textual.
Michel Lafon, en su extenso análisis sobre la reescritura en Borges, reconoce por su parte el valor plural del término que empleamos en este estudio. Así, Lafon (1990, p. 10) explica que:
Au début de cette traversée analytique de l’ensemble de la production textuelle de Borges, le terme [réecriture] m’est dicté par un double constat: l’œuvre borgésienne pratique, abondamment et en toute clarté, la citation; elle pratique aussi, non moins abondamment mais d’une manière moins visible, la répétition.
D’une part, l’utilisation de textes d’autrui, l’érudition; d’autre part, la réutilisation de ses propres textes, leur reconduction. Ces deux pratiques “excessives”, non limitatives et non exclusives (la citation peut être citation de soi, la répétition peut être répétition d’un autre, bref la citation peut être répétition et la répétition citation), c’est d’abord cela que je propose d’appeler réécriture.
Se comparte, en este sentido, el doblete del término, puesto que en Gambaro encontramos un tipo de escritura en la que reescribir es también reescribirse a sí misma por medio de distintos géneros para explorar y agotar un mismo tema, un personaje, una anécdota. Al igual que el crítico francés, creemos que las prácticas de la reescritura, sus diferentes expresiones y modos, no se limitan ni se excluyen entre sí, pero también que implican un procesamiento referencial en el que la “citación” y la “repetición” se reconducen hacia una nueva textualidad. De tal modo, nuestro principal interés se centra en el fenómeno de la transformación textual, entendida en un amplio sentido, en sus diversas modalidades y funciones, así como en las prácticas habituales e irrefutables de este ejercicio. Al mismo tiempo, señalamos la estrecha relación de sus obras con el horizonte cultural, social y político argentino, y cómo las apropiaciones literarias desempeñan un papel decisivo en este diálogo.
Por ende, proponemos un acercamiento crítico en el que reintroducir la realidad, la historia y la sociedad, desde la pertinencia y complejidad de la obra misma, fuera imperativo. Bajo esta perspectiva, abrimos camino asimismo para revertir la “alternativa intimidatoria” aludida por Compagnon, y suplantarla por un estudio reivindicativo de la más auténtica motivación gambariana: dialogar con la literatura y con el mundo. Desde este posicionamiento crítico y teórico emprendemos el presente estudio con el fin de explorar in extenso una de las obras medulares de la dramaturgia gambariana, la pieza teatral Antígona furiosa: crisol de voces como la de Shakespeare, Yourcenar, Darío o incluso la de Juan Domingo Perón; heredera de un extendido linaje de Antígonas que resiste el diálogo franco con sus homólogas -la Antígona Vélez de Marechal-; punto de encuentro de ecos literarios, y abrevadero de las grandes discusiones de una época marcada por la dictadura y los crímenes de Estado en Argentina.
El furor de Antígona
George Steiner (2009) acierta en sostener que la universalidad de la tragedia sofoclea reside en su capacidad para reunir conflictos reiterados en el devenir humano, es decir, “la dialéctica de los sexos, de las generaciones, de la conciencia privada y del bien público, de la vida y de la muerte, de lo mortal y de lo divino” (p. 277). Más allá, podríamos agregar que el mito sobrevive por su capacidad para caminar indistintamente por los umbrales de la otredad desde la empatía, la fraternidad o la sororidad; reescribirlo es, por tanto, epítome de la memoria y antídoto contra el olvido. Pero a pesar del sesudo esfuerzo del crítico francés, el “olvido” del motivo clásico en la tradición iberoamericana ha sido no obstante una de las amonestaciones más extendidas acerca de su estudio: “En cualquier libro de Steiner -dice Griselda Gambaro-, un hombre tan erudito, las culturas de América del Sur no existen” (1999, pp. 81-82). Estos olvidos también son extensibles a las reescrituras de autoría femenina, inclusive dentro de la tradición occidental, al dejar fuera de sus consideraciones a Marguerite Yourcenar4.
Revisitar la materia clásica, abundante en temas como valores y personajes, es una exploración artística ya registrada en Gambaro5. Si bien algunas influencias mitológicas se retomaron con entrañable afán durante el Romanticismo -y algunas expresiones cada vez menos eufóricas durante los siglos subsecuentes-, ciertos topos de referencia despuntan en cuanto a su apropiación y propagación en distintas expresiones artísticas y discursos académicos. Tal es el caso del tópico referente a la princesa tebana, Antígona, relato arraigado genéticamente en la tragedia homónima de Sófocles, y en un encadenamiento de reescrituras y variaciones al que también se sumaría Griselda Gambaro con su Antígona furiosa6. Escrita en 1986, y estrenada en septiembre del mismo año en el Instituto Goethe en Buenos Aires, se trata de una poderosa pieza teatral concebida en un contexto hondamente conflictivo: un par de años después de terminada una de las dictaduras más feroces en Argentina, marcada por el genocidio y desaparición de aproximadamente treinta mil personas, la opresión mediática y la censura artística, así como por crímenes de lesa humanidad. Junto con su teatro de la década de 1960, AF ha sido una de las piezas más celebradas y estudiadas de Griselda Gambaro en su larga carrera como dramaturga, algo que se demuestra también por su vigencia en las tablas.
El valor del nombre, como dice Pimentel (2012, p. 259), tiene en sí mismo un valor de indicio. Así, decir “Antígona” es apelar a una “constante icónica del mito”, a procedimientos literarios, dramáticos o modos de enunciación específicos para la recreación inequívoca del personaje: la insumisión ante la ley, la heroína que dice “no”, la rebelde, la encarnación de la rebelión, aquella que desafía la ley, la sacrificada, la virgen inmolada (Capeloa, apud Sicot 2011, p. 818). A ello se suma la importancia que Gambaro concede a otros “temas-valor”7, presentes en Sófocles y otros autores, y que transitan sobre los mismos ejes: el rey loco, la mujer/ princesa loca, el vaticinio sobre la caída del tirano, la búsqueda de la justicia y la verdad. Además, en esta pieza prevalece un juego de relaciones textuales y discursivas -algunas de ellas implícitas, codificadas o sospechosas-, propio de la escritura gambariana, como veremos.
La lectura minuciosa y atenta del argumento clásico en la obra de Sófocles se hace evidente a lo largo de AF8. En lo que al argumento se refiere, las distintas unidades de sentido se conservan: a la muerte de los hermanos, Antígona transgrede la prohibición de los ritos funerarios, hecho que desata el careo entre el rey Creonte y la heroína, sentenciada a muerte según la disposición legal. De particular relevancia para estas reelaboraciones serán tres aspectos, a saber: la recuperación del corifeo griego, la compleja expresión de la locura en el personaje de Antígona y la furia como pasión trágica, condiciones todas estrechamente relacionadas entre sí.
Sobre las funciones y características del coro, primero algunos apuntes. Se presume que Sófocles habría escrito un breve tratado de carácter teórico-técnico en el que discutiría cuestiones sobre el coro y su número de integrantes. Aunque el testimonio no se conserva, se atribuyen al poeta trágico algunas innovaciones, como lo es un mayor número de coreutas: de doce, como usualmente se empleaba, a quince. La ejecución del verso dramático alternaba entre la recitación y el canto, reservado este último para el coro. Como unidad dramática colectiva, el coro poseía un adalid, un corifeo, quien acompañaba entre baile y canto composiciones poéticas de “lenguaje muy elevado y con una compleja y muy variada estructura métrico-musical” (Bergua 1982, p. xiv), a la vez que tocaba el aulós. En la comunión de estas características reside su complejidad, pues el coro, como unidad, debe conservar una voz comunitaria y al mismo tiempo virtuosamente singular, para así dialogar con los personajes trágicos. En estas confrontaciones constantes se entrevé su función dentro de la tragedia, que, según Kierkegaard (2003 [1843], p. 20) a propósito de la Antígona sofoclea, oscila entre la sustancia épica y el fervor lírico que no logran resolverse en la individualidad de los personajes principales.
En el coro de AF pueden reconocerse algunas de las condiciones del coro clásico con sus respectivas variantes. Su virtud más evidente es que no se trata de un colectivo numeroso, sino de un solo coreuta en escena, que es en sí mismo su propio “vocero” o corifeo. Su función, aun así, persiste, pues se asume como una entidad simultánea y complejamente plural que sintetiza en sí misma otras voces que no pertenecían de manera estricta al coro clásico. En otras palabras: el corifeo gambariano toma la palabra ya como corifeo y voz colectiva, ya como voz de Creonte y símbolo del poder, e incluso, como recurso esporádico, trae a la actualidad de la representación el discurso de Tiresias o de Hemón. Dicha cualidad proteica se simboliza espectacularmente desde la primera acotación, en la que se anuncia cómo “una carcasa representa a Creonte. Cuando el Corifeo se introduce en ella, asume obviamente el trono y el poder” (Gambaro 1989, p. 196). Creonte, como tal, no existe en el escenario, sino que se manifiesta sólo a partir de la dimensión desdoblada del corifeo al ocupar la carcasa. El uso de este artefacto adquiere un amplio sentido: la carcasa, de la voz francesa carcasse, hace referencia usualmente al esqueleto de un animal, aunque su uso es también familiar para aludir al esqueleto humano. Esto implica que, en el contexto de un mito donde “el tema de la sepultura hace vibrar elementales cuerdas del sentimiento público y privado” (Steiner 2009, p. 141), la figura de la carcasa establece estrechas relaciones entre el poder represivo y los muertos (víctimas y victimarios), pero también una analogía entre el poder y un “cuerpo caduco”.
Se advierte, con todo, que esta espesura dramática del corifeo contamina la materialización en escena de otros personajes. En AF, los diálogos entre las hermanas Antígona e Ismena no se enuncian durante el prólogo -al no haber más episodios, evidentemente-, según lo dispuso la estructura clásica, sino que se suman a la voz de la protagonista: del caudal de su discurso emerge por momentos el conflicto entre las hermanas, así como es Antígona quien también actualiza el relato de los hermanos. A Antígona y Corifeo, con sus respectivos desdoblamientos, habrá de sumarse la peculiar presencia de Antinoo, único personaje sin escisiones al que nos dedicaremos en otro momento. Esta dramatis personae tripartita (Antígona, Corifeo, Antinoo) puede deberse a la economía espectacular y escénica que caracteriza las propuestas teatrales gambarianas. Otra hipótesis, me parece, se alienta gracias a otra de las aportaciones que Bergua Cavero (1982) señala como propias del teatro sofocleo: desde Esquilo, dice el crítico, sólo dos actores podían aparecer en escena, mientras que a partir de Sófocles se introdujo a un tercer actor, con lo cual se produjeron “diálogos triangulares, de gran efecto y movimiento” (p. xvii). Esta relación dinámica y triangular entre los personajes, así como la construcción múltiple de sus discursos, promueven en gran medida la densidad dramática característica de AF; densidad que, asimismo, se intensificará por las dimensiones reescriturales que desglosaremos adelante.
Sobre la locura y la transgresión, unas palabras más. Frente a otras versiones literarias de Antígona que conservan íntegro el nombre, o aquellas que se regionalizan (“Vélez”, “Gónzález”, “Guaraní”)9, sobresale el provocador epíteto del personaje gambariano: furiosa. Rómulo Pianacci (2015, p. 98) sostiene que este adjetivo puede remitir al poema épico Orlando furioso (1532) y al travestismo que Virginia Woolf después desarrolló en su Orlando (1928). El travestismo al que alude el crítico -aleccionado por el artículo de Ana María Llurba que cita líneas adelante-10 haría referencia a la construcción de un personaje femenino que transgrede los valores de un sistema de poder androcéntrico. A esta lectura acerca del furor épico podría sumarse el propio furor trágico, entendido como
la consecuencia de un dolor inicial y que constituye el estado pasional o emocional necesario para cometer el nefas, el crimen nuclear de toda tragedia. Es cierto que el furor es sentido por casi todos los héroes de los dramas: se vuelven furiosi Hércules y Atreo, furiosae son Medea, Fedra y Clitemnestra (Pérez 2011, p. 154).
Según Leonor Pérez Gómez, el furor es una de las pasiones clásicas que caracteriza la locura trágica o locura pasajera, impulso que eventualmente conduce a la transgresión. Sin embargo, no por ello, continúa Pérez Gómez, el conflicto se reduce a la oposición entre el furor y la ratio, ni implica que quien actúe motivado por la furia lo haga sine ratione; asimismo, el producto de la íntima ligazón entre furia y locura no debe confundirse con la dementia, la amentia o la insania. Caso particular será el de las Furiae -o Erinias, en la tradición griega-, cuya función en la mitología romana consistía en atormentar a quienes perpetraran crímenes de diversa índole, para vengar así a las víctimas de sus actos. Esto marcará las pautas para comprender el sentido doblemente articulado de la furia en AF: como acto de transgresión ante la injusticia (pública, del Estado, de las leyes del hombre) y como instrumento de la memoria. De esta manera Gambaro, mediante ingeniosos procedimientos de apropiación e intervención, parece cancelar y superar aquello que Bertolt Brecht (1963[1954]) denominó la “intimidación por los clásicos”: una postura dramática “falsa”, decadente y superficial, una renovación formalista que impide una representación viva y humana de la tragedia griega11.
Del canto al silencio: la transformación
La Antígona furiosa de Griselda Gambaro prefigura la crónica de una pausa, un instante dramático que condensa en un acto único la escena del ahorcamiento y muerte de la heroína griega. La acción se inicia en el escenario con “Antígona ahorcada. Ciñe sus cabellos una corona de flores blancas, marchitas. Después de un momento, lentamente, afloja y quita el lazo de su cuello, se acomoda el vestido blanco y sucio. Se mueve, canturreando” (Gambaro 1989, p. 197). Retirar la soga del cuello y la corona marchita sobre el cabello representan aquí los dos signos inequívocos de la princesa que ha cometido ya el nefas y, voluntariosa, ha recibido el castigo impuesto por Creonte. Si en el texto clásico se alternan las intervenciones del coro (párodos y estásimos) y de los personajes (episodios) con los diálogos líricos, en AF esta dinámica se concentra en un acto y en pocos personajes. Este tercer tipo, los diálogos líricos, se intercalan “en un episodio o sustituyen a un estásimo…, en los que uno o varios personajes dialogan con el coro o el corifeo, pero lo hacen cantando, pues la tensión dramática así lo requiere” (Bergua 1982, p. xiv). Por lo tanto, la fuerza trágica del texto gambariano se potencia al tratarse enteramente de un diálogo lírico en el que se articula un debate sobre el poder y la locura, la justicia y la vejación.
En el diálogo lírico construido para representar la elongación de la muerte de Antígona, confluyen las voces de otros personajes clásicos en las que se percibe una curiosa sintonía de gran parte de los motivos medulares del Hamlet, de Shakespeare. Tales motivos se insertan manteniendo una estricta simetría, pues los primeros diálogos de la Antígona gambariana se corresponden con el canto de locura de Ofelia, mientras los últimos, previos a su muerte, reproducen las palabras de Hamlet. La primera intervención en la obra de Gambaro es del corifeo, en un tono irónico, con una referencia nada ingenua: “¿Quién es ésa [refiriéndose a Antígona]? ¿Ofelia?” (1989, p. 197). Este diálogo marca dramáticamente la primera aparición en escena de Antígona, al entonar un canto fúnebre, en una clara referencia a la locura del personaje shakesperiano, una vez muerto su padre. Así, en la versión inglesa se lee:
OPHELIA: [Sings] He is dead and gone, lady.
He is dead and gone.
At his head a grass-green turf,
At his heels a stone
Y en la versión de Gambaro se registra:
Antígona (canta): Se murió y se fue, señora;
Se murió y se fue;
El césped cubre su cuerpo,
Hay una piedra a sus pies (1989, p. 197).
El vínculo con el personaje de Hamlet se complementa con las palabras de una Antígona que, furiosa por desentrañar la verdad y desarticular las injusticias del poder, se refiere a su propia muerte transfigurando también los diálogos sofocleos: “Nací, para compartir el amor y no el odio. (Pausa larga) Pero el odio manda. (Furiosa) ¡El resto es silencio! (Se da muerte. Con furia)” (p. 217)12. Este diálogo debe todo sentido, de manera evidente, a las últimas palabras del personaje inglés, quien antes de morir profiere: “The rest is silence” (Shakespeare, V, 2; 2015 [1609], p. 672). El homenaje a estos personajes deja ver una atadura significativa, donde la locura de Ofelia y la venganza del príncipe de Dinamarca se conjugan ante un dolor común, es decir, la muerte del padre y, en un sentido más amplio, la búsqueda de justicia para los muertos. La locura conduce y da sustento a los argumentos dramáticos, pues condiciona y cataliza las acciones de Antígona y Hamlet, movidos a cometer el nefas “racional”. Lo mismo para Creonte y Ofelia, en quienes la locura se juzga por los demás personajes como “falta de razón”. Mientras la princesa tebana actúa motivada por la locura furiosa como una pasión trágica, el príncipe danés monta un personaje de sí mismo, un artificio discursivamente ingenioso.
Otros discursos presentes en la obra gambariana abonan a crear este amplio panorama sobre la locura, el crimen de Estado y la memoria del pueblo. Desde el inicio, los personajes se encargan de establecer y externar sus distancias o cercanías no sólo con los muertos, Eteocles y Polinices, sino -y a partir de lo anterior- con el poder. Creonte se asume como rey y dictador de las leyes de los hombres, mientras Antinoo y Corifeo se postran ante él en una caravana de alabanzas. Antígona, por su parte, no desatiende los fervores debidos a sus padres, Yocasta y Edipo, a sus difuntos hermanos, o a su hermana Ismena. El corifeo, entonces, decidido a amonestar a la angustiada Antígona y burlarse de su linaje, pronuncia: “Está triste, / ¿qué tendrá la princesa? / Los suspiros escapan de su boca de fresa” (Gambaro 1989, p. 204). Los versos citados en voz del corifeo son una innegable referencia a la “Sonatina” de Rubén Darío. Pero el estilo cuidado y lustroso del poeta modernista, con sus expresiones refinadas, sugerentes y evocadoras, encuentra cabida en la obra no con fines plásticos ni musicales, sino como medio para satirizar y burlar el lamento de la princesa, infantilizarla, negar legitimidad a su audiencia. A este uso parodiado de la poesía rubendariana se suma en consecuencia otro terceto, en palabras también del corifeo, pero esta vez invención de Gambaro: “Si se hubiera quedado quieta / sin enterrar a su hermano / con Hemón se hubiera casado” (id.). En voz de Antígona, la otredad textual se dignifica, recobra sentido; en la de Creonte, Antinoo o el corifeo, no obstante, el sentido se trastoca, se parodia hasta el absurdo.
En esto reside el principal contraste entre ambos personajes: Hamlet se viste de locura cuando lo que subyace es el amor por el padre muerto, en tanto que Antígona será siempre considerada la heroína trágica que amó como una loca a su hermano, por quien transgredió la ley. La reiterada insistencia en la locura de Antígona se redimensiona luego desde una lectura extratextual -que también sostiene Ángel Vilanova (1999, p. 144)-, debido al mote de “locas” con el que la dictadura militar de los años setenta buscó deslegitimar a las asociaciones civiles Madres de Plaza de Mayo y Abuelas de Plaza de Mayo, tras exigir el regreso con vida de sus familiares desaparecidos durante “El Proceso”. A esto se suman también los cerca de quinientos “apropiados”, es decir, hijos de las activistas secuestradas, y posteriormente asesinadas, que nacían dentro de los mismos centros de detención13.
Y mientras Antígona actúa pragmática e inmediatamente movida por la furia, Hamlet, loco ingenioso, maquina artificiosamente una trampa discursiva: la metaobra de teatro La muerte de Gonzago, que al presentarse frente al ahora rey Claudio tiene por intención transfigurar su rostro para develar así la verdad sobre el asesino del padre de Hamlet. “O, my offence is rank, it smells to heaven. / It hath the primal eldest curse upon’t, / a brother’s murder” (Shakespeare, III, 3; 2015 [1609], p. 414), pronuncia con remordimiento Claudio, en un recurso discursivo metaficcional y tematológico bien conocido: el hermano asesinado puede ser tanto Osiris como Remo o Absirto, tanto Abel como Polinices. La metateatralidad en Hamlet sostiene que la obra, y la obra incluida en la misma, descansa sobre la conciencia de su propia teatralidad, en el entendido de que los personajes comprenden también esta condición y que, por lo tanto, la “vida” dentro y fuera del diálogo dramático es igualmente vista como “teatralizada” (Abel 1969). En AF, Gambaro no recurre al metateatro en su acepción más común (la obra dentro de la obra), sino a partir de la referencialidad literaria (la reescritura como acto reflexivo)14, lo que le permite mostrar, desde ese punto, la materialidad del mecanismo teatral. Incluir Hamlet sería la prueba más evidente de ello, por no mencionar ya el drama sofocleo. Podría sugerirse entonces que, así como el teatro isabelino o el barroco español, el de los griegos o incluso el brechtiano, Gambaro comparte la noción del theatrum mundi: tópico literario que entiende el mundo como un gran escenario, y el teatro como un mundo en representación. Sobre estos encuentros y desencuentros de reescrituras debemos decir que, aunque rigurosamente no se prefigure en AF una obra dentro de otra, como en Hamlet, quizás en el fondo la obra de Gambaro represente en sí misma su propia versión de La muerte de Gonzago: es decir, un artilugio teatral para visibilizar verdades y conmover, con ellas, a sus espectadores.
El diálogo lírico entre el corifeo y los personajes, como se dijo, se caracterizó en la tragedia clásica por realizarse mediante el canto, para así sostener la tensión dramática. Ofelia canta una vez muerto su padre, como signo inequívoco de la locura que se desborda más allá de la razón, mientras Hamlet adopta estratégicamente el canto como signo inconfundible aun cuando su objetivo es el silencio que precede a la revelación de la verdad. El canto clásico se transfigura en la tragedia inglesa en un canto reservado para la legítima locura de Ofelia y para la locura fingida de Hamlet, y llega como un eco hasta AF. Amplio sentido tiene que la Antígona gambariana complete su periplo discursivo de la locura ofélica (una locura irracional y desmedida, en su primera aparición en escena) hacia la exclamación final hamletiana, donde el silencio marca la verdad final sobre Antígona, muerta/ desaparecida en vida, silenciada como los desaparecidos contemporáneos de la obra de Gambaro.
Antinoo o el muerto sublime
Invariablemente, todas las vías intertextuales conducen a Sófocles, y por lo que se analizó en apartados anteriores, la lectura de Gambaro ha demostrado ser atenta15. Las recuperaciones y el resurgimiento del mito pueden pensarse como una expresión del Zeitgeist del siglo XX, ya que, como lo explica Steiner, el texto sofocleo está íntimamente relacionado con períodos de agitación social y política -i.e. períodos de guerra y posguerra, represiones políticas, períodos dictatoriales y genocidios. Sin duda, estas condiciones en su conjunto forman parte de un horizonte cultural y artístico del que abreva AF en mayor o menor medida, que no deben excluirse al momento de pensar en los orígenes de esta singular apropiación. Aunque dentro de este inconmensurable horizonte es importante señalar una última apuesta posible, aún sin explorar, que es la relación textual entre la tragedia gambariana y la prosa de Marguerite Yourcenar.
En Fuegos (1936), conjunto de prosas breves, Yourcenar reelabora relatos de distintos personajes míticos. Allí aparece “Antígona o la elección”, escrito que versa sobre la gran aspiración de la heroína con “cabellos de loca” por hacer justicia, directiva que determina todos sus actos y empresas. En otros momentos de su escritura, Gambaro demostrará ya su simpatía hacia Yourcenar y su escritura16, pero el indicio que más nos interesa se forja gracias a la inclusión de este personaje particularmente inusual: Antinoo, joven bitinio y amante del emperador Publio Elio Adriano, muerto en las profundas aguas del Nilo. Su presencia en el arte y la cultura se encumbra gracias a los esfuerzos del emperador por preservar su memoria a través de la numismática, la arquitectura, la escultura, incluso la astronomía. En la cartografía literaria, referente insoslayable será la novela Mémoires d’Hadrien (1951), de Yourcenar, pródigamente difundida en el panorama hispanolector a partir de la primera traducción que Julio Cortázar hiciera en 1955 para la Editorial Sudamericana.
La novela se centra en las memorias epistolares del emperador Adriano, a la manera de una “méditation écrite d’un malade qui donne audience à ses souvenirs” sobre el arte, la guerra, la política, y su desmedido amor por el joven Antinoo. En voz, aunque ficticia, de un retirado monarca “qui n’a plus l’énergie nécessaire pour s’appliquer longuement aux affaires d’État” (Yourcenar 1974, p. 29), la muerte del amante esclavo se describirá minuciosa y dolorosamente por la exquisita prosa de Yourcenar:
La mort d’Antinoüs n’est un problème et une catastrophe que pour moi seul. Il se peut que ce désastre ait été inséparable d’un trop-plein de joie, d’un surcroît d’expérience, dont je n’aurais pas consenti à me priver moi-même ni à priver mon compagnon de danger. Mes remords même sont devenus peu à peu une forme amère de possession, une manière de m’assurer que j’ai été jusqu’au bout le triste maître de son destin. Mais je n’ignore pas qu’il faut compter avec les décisions de ce bel étranger que reste malgré tout chaque être qu’on aime (p. 189).
A causa de intrigas palaciegas o de un fatal accidente, la muerte del amante (que es todos los amantes a la vez) es sitiada por diversas hipótesis. La más ampliamente extendida -la más poética quizás-, adoptada en Memorias de Adriano, refiere a un posible sacrificio por amor: al ser Adriano desahuciado por el oráculo, un astrólogo aconseja a Antinoo que su muerte en el Nilo habrá de brindar años prósperos y larga vida al emperador, más allá del plazo vaticinado. El amor desmedido por el amante muerto y el despliegue de poder del doliente establecen parámetros textuales desde los cuales es posible interpretar la amplia recuperación de este personaje en el arte, y que ciertamente no forma parte del ciclo tebano o de cualquier otra reescritura sobre Antígona. En AF, Antinoo es el único personaje que no se desdobla en el escenario, como sí lo hacen Corifeo/ Creonte o Antígona/ Ismena. Y en este diálogo triangular, propio del estilo dramático sofocleo del que hablamos anteriormente, Antinoo cumple junto con el corifeo la función de amonestar al héroe trágico, posicionándose del lado de las voces públicas: detenta la opinión común y secunda la voz en el poder. En Gambaro, Antinoo, quien fuera digno de grandiosas honras fúnebres, es rebajado a “esclavo” del poder, una figura deleznable, un indigno frente a la heroína:
ANTÍGONA: Loco es quien me acusa de demencia.
CORIFEO: No vale el orgullo cuando se es esclavo del vecino.
ANTÍGONA (señalando a Antinoo, burlona): Este no lo es, ¿vecino? Ni vos.
ANTINOO (orgulloso): ¡No lo soy!
CORIFEO: ¡Sí!
ANTINOO: ¡Sí lo soy! (Se desconcierta) ¿Qué? ¿Vecino del esclavo o esclavo del vecino? (1989, p. 203).
Sublimado por los asedios amorosos del emperador, Antinoo no puede aproximarse a -o ser “vecino” de- las tragedias y desgracias del esclavo que, contrario a él, no goza de fortuna alguna. Su experiencia, en cuanto si es “vecino del esclavo” o “esclavo del vecino”, contrasta con los muertos nada sublimes de AF. En el texto clásico, la noción de los muertos que valen más que otros -Eteocles más que Polinices- es fundamental. El Antinoo de Memorias de Adriano, sublime y digno de todos los funerales, acentúa por contraste -y es una desproporción sobre todo ética- el trato indigno que reciben los muertos en AF: Polinices, el hermano de Antígona, a quien se le niega sepultura y, en un sentido más lato, los muertos y desaparecidos de la represión en Argentina.
De esta manera, a partir de la ausencia de certezas (el desaparecido sin cuerpo, sin tumba), los muertos de AF no tendrán un panteón ni mausoleos (como el Antinoeion en Tívoli en honor al joven bitinio), cielos estrellados en su honor (la constelación de Antinoo, como parte de la constelación de Aquila), o ciudades nombradas después de ellos (la Antinoópolis), como hará el emperador romano tras la muerte de su amante esclavo. De cierta manera, la configuración paródica e irónica de Antinoo -junto con el corifeo- manifiesta la voluntad de romper con la solemnidad de las representaciones de los clásicos, tal como advirtió Brecht, pues enfatiza justamente las relaciones problemáticas entre lo risible -aunque grotesco- y la seriedad. Así, la comunión del humor y de la dignidad -Antinoo y Antígona, respectivamente-17 no se excluyen del texto gambariano, lo que permite plantear nuevas variaciones del modelo clásico y recrear el conflicto humano de la tragedia con nuevos acentos, más allá de sus características puramente formales.
La afrenta del rey padre
Reunir en la literatura texto y contexto, sin ensimismarse exclusivamente en su propia especificidad estética, dirá Gambaro, evita la conformación de un arte gratuito, complaciente. Así, entiende que aun cuando “el arte nunca ha servido para atenuar los horrores del mundo” ayuda a reconocerlos y clarificarlos (cf. Roffé 1999, pp. 104-106). Y si en los años sesenta su obra fue erróneamente recibida como “escapista” o ajena al contexto argentino altamente politizado, hoy se comprende como una postura artística crítica ante los discursos políticos oficiales. Para mayores precisiones en este tenor, llama la atención que, además del horizonte político que suponen los años de “El Proceso” (1976-1983), la sombra del tercer período peronista acecha igualmente el crisol textual de la Antígona furiosa de manera codificada.
La locura de Antígona se diferencia de la locura por el poder, punto en que se centra la última reescritura rastreable en AF y que recae en la figura de Creonte. Como reconoce Mabel Parra de Ruiz (2001, p. 129), el Creonte gambariano fusiona en el diálogo dramático uno de los discursos más emblemáticos que Juan Domingo Perón profiriera desde los balcones de la Casa Rosada, el primero de mayo de 1974. Frente al grupo de Montoneros, que lo confrontan a la voz de “¿qué pasa, qué pasa, qué pasa, general, que está lleno de gorilas el gobierno popular?”, Perón inició su discurso de la siguiente manera:
Compañeros, hoy, hace veintiún años que en este mismo balcón, y con un día luminoso como el de hoy, hablé por última vez a los trabajadores argentinos. Fue entonces cuando les recomendé que ajustasen sus organizaciones, porque venían días difíciles. No me equivoqué, ni en la apreciación de los días que venían, ni en la calidad de la organización sindical, que a través de veinte años, pese a esos estúpidos que gritan… [Interrumpen con protestas] Decía que a través de estos veintiún años, las organizaciones sindicales se han mantenido inconmovibles, y hoy resulta que algunos imberbes pretenden tener más mérito que los que durante veinte años lucharon (apud Reato 2014, s.p.).
Esto se reproduce especularmente en el drama en voz del corifeo, en su función de voz pública, con el siguiente diálogo: “Y se insultaron. Creonte lo llamó estúpido, ¡y Hemón le dijo que hablaba como un imberbe!” (Gambaro 1989, p. 208). Ese día en la Plaza de Mayo marcó un punto de quiebre entre las organizaciones peronistas y sindicalistas, y aquel que no era ya el mismo líder popular de los años cuarenta -recordemos la figura de la carcasa-; de la misma manera, también supuso un momento histórico en la política argentina en cuanto que sería el último período peronista -con Perón aún presente- antes de instaurarse la próxima dictadura. La reacción de los militantes durante el mitin provocó enfrentamientos y su retirada de la plaza. Montoneros, como organización guerrillera afiliada a la izquierda peronista, habría recibido apoyo de Juan Domingo Perón desde 1970 hasta 1974. Eventualmente, la agrupación sería desmantelada durante el ascenso de la dictadura, ya en 1976. Lo que se aprecia en el texto de Gambaro es, así, la captura instantánea de un instante cardinal para Argentina. Perón, tal como Creonte a Hemón, el padre al hijo, había desacreditado a Montoneros en su propio movimiento, lo había abandonado: “Antinoo: ¡Habló muy bien Hemón! / Corifeo: ¡También Creonte! Dijo: Sólo confío en quienes obedecen. No quebrantarán la ley” (id.).
La transfiguración de la versión gambariana de Creonte, caracterizada por el paternalismo y engrosada con un tono irónico, se enraíza y codifica en la figura de Perón y los grupos filiales a su partido desde antes de su tercer período presidencial. Baste recordar, verbigracia, algunas de las máximas del justicialismo que dictó el general18, o la distribución de lecturas infantiles propagandísticas19 en la década de 1950. Un par de décadas más tarde, a su regreso a Argentina después de su exilio en España, Perón convocaría el 8 de septiembre de 1973 a las distintas facciones peronistas de izquierda y derecha que diariamente entraban en conflicto. En su papel de líder político, Perón expresó en dicha reunión: “Yo hago aquí de padre eterno. La misión mía es la de aglutinar el mayor número de gente posible… No soy juez ni estoy para dar la razón a nadie”20. La actitud de Perón durante la entrevista con los dirigentes, sostienen Lucrecia Teixidó y Sergio Bufano, fue de una “ironía subyacente en muchos de sus comentarios” (2015, p. 70); y durante ésta, entre otras ocasiones, se gestaría el gradual desapego del general hacia Montoneros -de ahí las “veinte advertencias”, subtítulo con que estos estudiosos orientan su investigación historiográfica. Sostienen, además, una hipótesis sin precedentes: que la Triple A no había sido ideada únicamente por José López Rega -apodado “el Brujo” por su afinidad al esoterismo-, sino que Perón se involucraría igualmente en la creación de esta célula parapolicial que perseguiría a la izquierda radical.
La acción de la pieza teatral transcurre entre el ahorcamiento y la muerte de la heroína, entre la princesa con su corona de flores marchitas, soga al cuello, y el silencio antes del arrebato final con furia. En medio, se hilvanan los debates y las referencias textuales que dan forma y refuerzan el tema clásico, lo actualizan según las condiciones del contexto argentino y su repetición en otros tiempos, otros espacios. La escritura se construye como un eterno presente que se prolonga en el espacio dramático, como ejercicio contra el olvido y la desaparición. “Escribimos para no desaparecer”, dice Elena Poniatowska (1991), con el afán de encontrar las consonancias de la palabra, más que las distancias: “Somos las Locas de la Plaza de Mayo en torno a quienes se hace el silencio todos los jueves” (p. 315). La composición dialógica y contrastante de AF reúne justo las grietas y la transición entre dos momentos políticos históricos en Argentina: la historia peronista enmarcada soterradamente por un mandatario que pronto tampoco estaría ya capacitado para los asuntos del Estado (como Adriano), y por el punto de quiebre que implicó la última dictadura militar. Y en esta consonancia de escrituras contra el olvido, la de Gambaro se suma, en una visión amplia y crítica, con una heroína furiosa: una que “a los ojos muertos de Edipo resplandece sobre millones de ciegos”; una, cuya “pasión por el hermano putrefacto calienta fuera del tiempo a miríadas de muertos”. Miríadas, como diestramente expresa Yourcenar (2016, p. 114) que finalmente se traslucen en el discurso de la princesa gambariana, quien “siempre” querrá enterrar a Polinices, “aunque nazca mil veces y él muera mil veces” (Gambaro 1989, p. 217).
Ascenso y caída: de Marechal a Gambaro
En el marco de las actividades para conmemorar el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, la vigencia del motivo clásico se patentiza notoriamente. Prueba de ello fue la presentación de Antígona en tres actos el 23 de marzo de 2017, en el Museo de la Memoria, en Buenos Aires. Se trató de una intervención teatral con la dramaturgia y dirección de Alejandra Gómez y el acompañamiento del Quinteto de Cuerdas de la Municipalidad de Rosario. La pieza se caracteriza por conjugar en un singular montaje tres Antígonas, es decir, la de Sófocles, entintada con la de Leopoldo Marechal y la de Griselda Gambaro. Esta performance, dice Ulises Moset (2017), podría inscribirse en la propuesta dramática del Teatro por la Identidad21. El sitio elegido para dicha intervención fue, asimismo, significativo: la antigua Escuela de Mecánica de la Armada, también conocida Escuela de Suboficiales de Mecánica de la Armada o ESMA, predio de 17 hectáreas que desde 2004 se resignifica y nombra “Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos”, y que fungió como el mayor centro clandestino de detención, tortura y exterminio una vez instaurada la presidencia de facto de Jorge Rafael Videla el 24 de marzo de 1976.
Por cuestiones obvias que tienen que ver con circunstancias y tiempos históricos distintos, la Antígona Vélez (1951) -en adelante, AV- de Marechal se rodea de otros intereses artísticos, sociales y culturales diferentes a los que asediaron el argumento y la representación de AF de Gambaro. Sin embargo, a pesar de las distancias, subyace en ambas una coyuntura temática -aunque muy subterránea-: la figura del peronismo, en su primera y tercera épocas. Si bien Gambaro no parece dialogar con la pieza marechaliana, llama la atención el tema comunicante entre los textos, y cómo, cada uno a su manera, constituye una ventana con miras a fases distintas de un movimiento político que marcó hondamente a la sociedad argentina desde mediados de la década de los cuarenta. Las condiciones más importantes en torno a la producción y representación de AF han sido ya esbozadas; asimismo, se sugirió en qué puntos del argumento dramático puede rastrearse el discurso político peronista. Sobre AV de Marechal se sabe que su estreno fue el 25 de mayo de 1951 en el Teatro Nacional Cervantes, con la escenografía de Gregorio López Naguilla, la actuación de Fanny Navarro como Antígona y la dirección en manos de la contraparte tanguera de los hermanos Discépolo, Enrique Santos, también compositor, músico, dramaturgo y cineasta. Un primer estreno se vio coartado ese mismo año, después de que Navarro perdiera el único manuscrito que Marechal tenía preparado. Una reescritura de la pieza le fue encomendada a Marechal a petición personal de Eva Perón, la “Antígona de los Toldos”, como la llamó el historiador y periodista argentino Fermín Chávez. La adhesión de Marechal al justicialismo peronista, impulsado por la simpatía hacia los sectores más populares de la Argentina, se lee en la transfiguración de una heroína preocupada por los desheredados o “descamisados”, como los nombraba Eva.
En la versión criolla de Marechal, el nombre de la heroína permanece explícito ante el lector o espectador, e incluso habla de sí misma en tercera persona como Antígona Vélez. A diferencia de AF, AV adopta una estructura más parecida a la sintaxis de la tragedia clásica, aunque, como reconoce Javier de Navascués (1998), la resolución no pueda presumirse como estrictamente trágica por carecer del “sentimiento de abandono metafísico” (p. 18) propio de este género dramático. Plagada de descripciones poéticas y símbolos de provechosa significación, la estructura de AV es copiosa en recursos y elementos apenas dibujados en el texto sofocleo, con intervenciones muy al estilo del Marechal poeta. La acción se desarrolla en “La Postrera”, en algún lugar de las pampas argentinas durante el siglo XIX. El padre de los Vélez (Edipo) ha muerto “sableando infieles” en la costa del Salado, mientras Lisandro (Hemón), enamorado de Antígona, encuentra mayor cabida e importancia en esta versión. La lectura atenta del mito clásico permite al autor intervenir y actualizar tres cuestiones fundamentales: la transposición de Tiresias en las brujas, la fuerte unión de los amantes y la conversión del suicidio de Antígona en homicidio. Su muerte no será ahora consecuencia de la transgresión a la ley de Creonte, sino que recaerá en manos de los indios pampas. Acaecida la muerte de los amantes, en el cuadro final, las brujas relatan:
BRUJA 2ª: (Descontenta) ¡Había en el campo dos muertos que sobraban!
BRUJA 3ª: ¿Sobraban dos muertos?
BRUJA 2ª: ¡Un hombre y una mujer! Y entre los dos formaban, contra el odio, un solo corazón partido (Marechal 1998, p. 71).
La idea del homicidio es el elemento de AV en que se observa el mayor desplazamiento de la carga temática y su transposición ideológica; en otros términos, si en la versión clásica preexiste la decisión expedita en Antígona de darse muerte, y en Hemón de morir en la cueva junto a ella, en AV la muerte de los amantes recae no obstante en la lanzada de los pampas. La cueva se sustituye por “una carrera con la muerte”, y los amantes son ahora atravesados por la misma lanza. Al desdibujarse el acto suicida, se restauran además la moral y la ética del discurso judeocristiano.
Para Marechal, los muertos “pesan” distinto que para Gambaro. La reconstrucción de un espacio y un tiempo anteriores -la Argentina de Juan Manuel de Rosas, de la civilización y la barbarie de Sarmiento- resignifica las muertes “sobradas” de Antígona y Lisandro sobre la llanura: en este regreso, Marechal siembra el germen de un nuevo mito fundacional argentino, en el que la muerte de una pareja primigenia y edénica promoverá una progenie renovada. Estos hombres y mujeres nuevos, dice el personaje Facundo Galván, “algún día cosecharán en esta pampa el fruto de tanta sangre” (1998, p. 74). La muerte de la otra Antígona, la furiosa, por el contrario, es colectiva: “No fue Dios quien la dictó ni la justicia. (Ríe) ¡Los vivos son la gran sepultura de los muertos! ¡Esto no lo sabe Creonte! ¡Ni su ley!” (Gambaro 1989, p. 202). Justo en el medio de la muerte de estas dos Antígonas se encuentra lo que Steiner señalaba como una característica del mito, que es la distinción entre lo público y lo privado, entre el individuo y la comunidad: la de Antígona Vélez, la mártir, se ordena como una muerte pública en favor de un proyecto de nación; la de la otra Antígona, la furiosa, se multiplica para abarcar en ella los casos íntimos e individuales de otras Antígonas, otros Polinices. Por ello, la certidumbre marechaleana no tiene cabida en Gambaro.
Precisamente en torno a los vaticinios parciales y sus expresiones sobre la muerte “sobrada” de los amantes, Javier de Navascués explica que “Marechal quiere dar algunas pistas para desentrañar un mensaje que nada tiene del fatalismo griego y sí mucho del optimismo histórico cristiano” (1998, p. 18). Esto podría explicar “el bárbaro sacrificio de los amantes”, y la muerte de la heroína como un concilio, una ofrenda: “porque Antígona debe morir para que se cubra de flores el desierto” (Marechal 1998, p. 68). Si en AV el sacrificio por amor es un reclamo de esperanza, AF debería situarse, más bien, entre el amor y el odio, como en un arrebato amoroso que se anuncia desde su epíteto. Abatida por la burla y la falsa misericordia de Creonte, Antígona se revela tal como la heroína sofoclea en uno de los diálogos más poderosos y emotivos de la obra de Gambaro, citados anteriormente: una heroína nacida para compartir el amor, a pesar del triunfo del odio y la ruptura de toda esperanza (el silencio).
Para Marechal, la sangre y las lágrimas que han de llenar de flores el desierto, tanto en el presente como en el futuro de la pampa, son las derramadas por y para los amantes. La locura de la heroína clásica se desdibuja, aunque no el nefas, que se transfigura en sacrificio de amor maternal. Así, no sólo se desvanece la genealogía incestuosa con el desplazamiento de Yocasta fuera del relato, sino que además se suprime con ello la noción de la hamartia que recae sobre todos los labdácidas. Sin la supresión del “error trágico” no podría comprenderse la reelaboración que Marechal hace del mito en función del proyecto de nación que propone en su Antígona, y que de alguna manera se alimenta del optimismo justicialista del peronismo. En AF, caso contrario, las únicas flores serán aquellas marchitas en la corona de Antígona: su sacrificio no será el humus de la pampa, ni de su sangre en el suelo crecerán flores, como sí ocurriría -según recuenta el poeta Páncrates de Alejandría- con el bitinio Antinoo (de antheo, ‘el que florece’), herido durante la caza de un león, y de cuyo humor derramado brotaría la flor que lleva su nombre (antinóeios).
Las intervenciones que llevan a cabo Marechal y Gambaro de la tragedia de Sófocles son múltiples como variadas. Encontrar distancias entre las obras responde, desde luego, al horizonte ético y estético desde el cual cada autor escribe, y las cercanías o continuidades, como se ha visto, son producto de la apropiación de un tema que ha logrado adaptarse a diferentes tradiciones y contextos sociopolíticos. La fuerte impronta de la pampa en la recreación del mito griego sirve al escritor argentino “con el firme propósito de «universalizar las esencias nacionales»” (Navascués 1998, p. 18); en cambio, en la obra de Gambaro, tal parece que el sentido es inverso: “Es y no es exactamente la Antígona de Sófocles, desde luego”, dice la autora porteña, “mis obras pueden transcurrir en la Grecia Antigua o en la Francia de 1700, pero la mirada es la mirada de una argentina, porque los datos de mi experiencia son los de la realidad de mi país. Cuando uno escribe teatro o ficción hace uso de su memoria y de la memoria colectiva de su propio entorno” (en Roffé 1999, p. 114). La suya es una propuesta sobre cómo entrever, en la universalidad atemporal del relato, la contemporaneidad del acontecer político y social.
Decir siempre lo importante
La persistencia del mito de Antígona en distintos imaginarios culturales demuestra su cualidad de topos de longue durée. Por un lado, la versatilidad del tema para adaptarse a distintos contextos conflictivos se debe principalmente, como indica George Steiner (2009), a cinco condiciones que son indisociables entre sí: el conflicto entre lo privado y lo público, la confrontación entre las leyes divinas y las humanas, las fricciones entre el Estado y la familia, la razón privada frente al bienestar público y el legalismo coercitivo frente al humanismo instintivo (pp. 55 y 100). El resurgimiento y auge del relato clásico, por otro lado, se debe a tres causas capitales: las adaptaciones y traducciones que se hacen del texto en 1530 más la difusión de Le Voyage du jeune Anarchasis (1788), del abate Jean-Jacques Barthélemy, novela en que se detalla el arrebato de su joven protagonista ante la pieza clásica; el interés simultáneo que el mito suscitó en Hegel, Hölderlin y Schelling durante el siglo XVIII; y la famosa representación del texto que Goethe organizó el 28 de octubre de 1841, bajo la dirección de Ludwig Tieck (Steiner 2009, pp. 21-23). Una cuarta razón se asoma en su ensayo, aunque, dice, probablemente sea menor: el entierro de personas aún con vida, tema que “sojuzga y domina las imaginaciones de fines del siglo XVIII y principios del XIX” (p. 33).
Esta última causa, como se constató en AF, forja una marca indeleble que efectivamente se asocia con la revivificación y reelaboración de la Antígona durante períodos de agitación social y política22. Griselda Gambaro también actualiza una Antígona ceñida, por obvias razones, a un fondo histórico y social que no se desglosa llana y directamente en el texto; sin embargo, provoca, por medio de las distintas pistas que siembra en la escritura, la sensación de continuidad y vigencia según temas contemporáneos y, al mismo tiempo, lejanos, insertos en una larga tradición:
Esta Antígona no es la adaptación ni la versión de la Antígona de Sófocles. Ciertas obras no lo permiten sin que el intento caiga en la pretensión. Antígona furiosa toma el tema de Antígona, entresaca textos de la obra original y de otras obras, arma una nueva Antígona fuera del tiempo para que paradójicamente nos cuente su historia en su tiempo y en el nuestro (Gambaro, apud Contreras 1994, p. 143)23.
Y ante la gran deuda de Steiner con la tradición latinoamericana, Rómulo Pianacci dedica por su parte un arrojado pero puntual estudio sobre el mito desde la dramaturgia con obras publicadas, o sólo representadas pero inéditas, entre 1951 y 2014. Según el crítico, en Argentina encontramos catorce Antígonas24, en México se registran cinco, en Cuba se escriben cuatro, en Uruguay, Venezuela, Chile, Perú y Colombia se tiene conocimiento de dos en cada caso, y finalmente están Nicaragua, Puerto Rico, Brasil y República Dominicana con una Antígona en cada país25. Pero a pesar del gran esfuerzo por crear un largo inventario sobre las Antígonas en América Latina, las conclusiones que Pianacci ofrece sobre las piezas de Marechal y Gambaro se antojan limitadas:
Marechal con un echeverriano romanticismo tardío o “neocriollismo” encaja dentro de los moldes de un costumbrismo de cartón-piedra, con gauchos ladinos y patrones benevolentes que bailan el pericón, descritos por el cine de Buenos Aires o el “melodrama norteño” de Juan Oscar Ponferrada con El Carnaval del Diablo. La Gambaro, treinta y siete años más tarde, maniobra de igual manera al estructurar una obra de acuerdo con operaciones transtextuales del teatro off o under, a esta altura ya canónico, que articulan al legendario Instituto Di Tella…, con Batato Barea, pasando por las obras de Emeterio Cerro, el dúo Urdapilleta / Tortonese y el Parakultural (2015, pp. 101-102)26.
Si bien es cierto que la temporalidad de AV sitúa la acción durante el período sarmientino y rosista, ello no implica un “echeverriano romanticismo tardío” o una propuesta estética desfasada, sino todo lo contrario: la actitud de Marechal, su relectura de la historia y de un proyecto de nación a partir del mito clásico podría asociarse más con las enseñanzas de uno de sus maestros, Alfonso Reyes, quien relee a los clásicos y los mitos antiguos en la historia nacional mexicana -de ahí el “universalizar las esencias nacionales”, que señalaba atinadamente Navascués. Hay que agregar que esto también acerca a Marechal a los distintos debates sobre el ser nacional de las décadas de 1940 y 1950, debates que se sostuvieron en toda Hispanoamérica.
Sobre el contexto que refiere Pianacci en torno a AF, algunos apuntes más. La dramaturgia de Gambaro nace y se nutre del Di Tella en los años sesenta, sí, pero la década de 1980 supuso constreñidas condiciones culturales tanto para la autora como para el Instituto, momento en que ella colaboró más bien con Teatro Abierto (1981-1983), al regreso de su exilio. Durante el tiempo de Teatro Abierto, movimiento “de clara connotación política” que para Gambaro “fue teatro y algo más que teatro” (en Arancibia y Mirkin 1992, p. 228), la escritora participó con la obra Decir sí (1981); en cambio, poco o nada se dice sobre su participación, si acaso la hubo, con Parakultural, centro multidisciplinario underground conocido también por su incursión artística a mediados de los años ochenta y hacia los noventa. Es decir, las circunstancias que rodean la propuesta gambariana y la de sus contemporáneos en los años setenta y ochenta configuran un tipo de teatro reactivo, y sólo en ese sentido “menos visible”, a causa de la censura y la persecución del Estado. Por último, lo que Pianacci entiende en Gambaro como una operación transtextual “tardía” (“treinta y siete años más tarde”, dice) es producto de ignorar los procedimientos reescriturales que la autora emplea a lo largo de toda su obra, y que no son sólo una expresión de los años ochenta.
En las palabras finales de Pianacci, especialmente en el fragmento citado sobre Gambaro, se perciben más bien los argumentos de otra voz: la del dramaturgo y actor porteño Rafael Spregelburd27. En un álgido debate que Gambaro y Spregelburd sostuvieron en 2007, la dramaturga lo criticó duramente después de que aquél afirmara que su “generación ha logrado recuperar una situación gozosa del teatro, liberado del imperativo de «decir lo importante»” (en Rodríguez Ballester 2007, s.p.), refiriéndose al teatro de los años ochenta. La respuesta abierta de Gambaro explica cómo concibió -y aún concibe en su producción actual- su teatro durante los años en que escribe AF:
El teatro es muchas cosas, entre ellas ideológico… También la ideología nos revela cuando rechazamos “decir lo importante”. Que se haga bien o mal es otro asunto. El teatro es una experiencia lúdica, pero el juego se banaliza si callamos lo importante como un valor que la sociedad no necesita (Gambaro 2015 [2007], pp. 1730-1735).
Esta noción de lo importante en los años ochenta es el resultado de una insignia que comienza a forjarse desde los años sesenta, en el marco de una violencia generalizada (la dictadura de Onganía, “El Cordobazo”, protestas sindicales y estudiantiles, represiones militares, guerrillas urbanas), momento en que la huella distintiva de la producción dramática argentina fue la politización del teatro: ya desde el realismo o la neovanguardia del teatro de recinto, ya desde los precursores del caféconcert, hasta los contingentes teatrales militantes que acercaban el arte escénico al conurbano bonaerense y otras provincias. Los subsecuentes años setenta, los llamados “años de plomo”, vieron al heredero teatro politizado madurar hacia propuestas estéticas más pujantes y reactivas, aún a pesar de las censuras, las “listas negras”, y a pesar incluso de los exilios o las desapariciones forzadas. Estas condiciones -los mecanismos represivos y la politización del teatro- fueron las grandes fuerzas de una dramaturgia que “se vio obligada a metaforizar en atención tanto a la posible censura exterior como a una previsora autocensura interna” (Fernández 1992, p. 49). Este enmascaramiento templó un tipo de “lenguaje elíptico”, sostiene Gerardo Fernández, pues efectivamente la realidad se envolvió ingeniosamente con símbolos y analogías, signos codificados y articulados de manera tal que su sentido no languideciera ante el ojo del público receptor.
La obra de Gambaro no fue la excepción durante los años en que tuvo mayor efecto este enmascaramiento del arte. De ahí, también, que las lecturas críticas tiendan siempre a la interpretación politizada y la exposición de analogías entre texto y contexto. Lectura innegable, por cierto, tanto como necesaria, pero básica; básica, porque evidentemente cimenta una plataforma sólida desde la cual el imperativo se vuelve, a su vez, otro: desvelar cuáles son las sintonías que subyacen, diacrónicamente, en esta constelación de textos puestos en diálogo. A partir de Sófocles y su Antígona, Gambaro reconoce también el largo alcance, a través del tiempo, de ese mito que conlleva algunos de los conflictos más hondamente humanos:
Pero esa responsabilidad [con el presente] abarca también ocuparse de aquellos temas que han acuciado a la humanidad desde el origen de los tiempos, los que preocuparon a Sófocles, Shakespeare, Brecht, Beckett. Los temas de Antígona, Rey Lear, Galileo Galilei, Esperando a Godot; la justicia y el desafío al poder, la ambición y el abandono, el conflicto con la verdad, el deseo que se consume en la espera (Gambaro 2015 [2007], p. 1721).
De la misma manera, Kierkegaard advirtió cómo el tema clásico desvanece las fronteras entre la vida y la muerte, y se pregunta: “¿No se siente uno poseído de cierta amargura cuando considera que, a pesar de que el mundo esté cambiando, la representación de lo trágico ha permanecido inmutable en su agenda, como inmutable se conserva ese don, natural en el hombre, de verter lágrimas?” (2003 [1843], pp. 10-11). La Antígona furiosa de Gambaro reúne en un solo caudal las voces de sus homólogas (la de Sófocles, la de Yourcenar), para configurar un personaje igualmente proteico, que asimila en sí otros relatos y personajes afines como Ofelia, Hamlet y Antinoo. Como lo demuestran sus reescrituras, el teatro de Gambaro busca “decir lo importante” dialogando con una larga tradición literaria, cultural, y a la vez, con su entorno inmediato en un reiterado asedio a lo más elemental y simultáneamente universal del ser social.
La escritura gambariana se fundamenta en el comentario crítico sobre otras obras, incluso la obra propia. Y quien se apropia citando enfrenta invariablemente la “contradicción entre escritura social y apropiación privada”, experimenta los cambios de función textual de lo que parodia (cambios atravesados “por el cruce entre la literatura y la sociedad”), para lo cual requiere “reconstruir en primer lugar las condiciones históricas, sociales e ideológicas que hacen posible el cambio que la parodia vendría a expresar” (Piglia 2014, pp. 42-43). Las reescrituras exigen siempre una voluntad de continuidad, pero también de transformación, invitan al reconocimiento de influencias y distanciamientos, porque el escritor debe imponerse ante todo como un lector voraz: “Yo siempre digo que empecé a escribir cuando empecé a leer” (Gambaro, en Durañona 1992, p. 408). La crítica no ha sido ajena a esta forma peculiar de escritura en sus obras, una propuesta artística que va más allá del simple desvelamiento de influencias o fuentes literarias. Entender estos entretejidos y estas imbricaciones discursivas como un tipo de “mestizaje cultural” nos resulta una figura iluminadora al momento de adentrarnos en los ceñidos procedimientos de identificación y distinción, de recreación transgresora en su poética. Esta peculiar noción (la de “mestizaje cultural”), precisamente la recobramos a partir de la concepción de la propia autora acerca de la pieza central que estudiamos aquí, su Antígona furiosa:
Sí, creo que en esta pieza es donde el mestizaje cultural se hace más evidente. De cualquier forma, Antígona es un personaje del que se han apropiado en todas partes. Los griegos dieron mucho de sí. Pero nuestra manera de apropiarnos es muy diferente a la de los creadores que producen en los grandes centros culturales… Los argentinos no nos podemos dar ese lujo, porque no tenemos el tiempo ni las condiciones económicas para dedicarnos a investigar. Entonces, tomamos un atajo; usamos, si se quiere, nuestra ignorancia y lo que sabemos. A partir de ahí, imaginamos e inventamos otra cosa para hablar de nuestra propia realidad… Es y no es exactamente la Antígona de Sófocles, desde luego (en Roffé 1999, pp. 113-114).
Su Antígona proviene del mestizaje, del conocimiento crítico de las condiciones sociales y culturales que motivan la apropiación y el “cambio” del texto reescrito, pero también proviene de la voluntad de que sea “otra cosa” para hablar de la realidad presente. Para Gambaro, y retomando sus propias palabras, este largo proceso de apropiación que recorre sus obras es un proceso en el que está en juego el “imaginar” e “inventar” “otra cosa para hablar de nuestra propia realidad”. Hay en ese gesto reiterado una clara voluntad de revaloración, transformación, adaptación e integración tanto textual como contextual. Y tal como la metáfora sociológica y política, incluso filosófica, lo demanda, no podríamos comprender este “mestizaje” sin antes verlo como un hecho complejo, sistémico, multifactorial, en ocasiones problemático, en cuya sinergia se templa una visión para afrontar y descifrar el acontecer del mundo.
Todo discurso escrito desde estos ingenios reescriturales se comporta como un atlas de viaje, donde el conjunto de sus elementos semejantes contribuye a la proyección de un destino. Pero visto en singular, su valor es mayor a la suma de todas sus partes, y mayor todavía a una simple larga lista de obras y autores apropiados. No es, por lo tanto, en Gambaro un mecanismo expropiador y acumulativo, sino la marca de una voluntad conciliadora. Como narradora, dramaturga, crítica y ensayista, la escritora busca desentrañar su presente desde los asedios de la palabra. Gambaro, lectora perspicaz, generosa escritora, nos hace entrega así de su lectura cartográfica del devenir humano: impulsada un tanto por la prístina guía del mundo, que es el arte, y otro tanto por la agudeza de su invención.