Sum felix… Felix sum… Sum felix… Felix sum… Sum felix… Ego animo felix sum. Así repite una y otra vez Gaudium -la personificación del Gozo- a Ratio -la Razón- en el De remediis utriusque fortunae de Petrarca. En vano la voz de la Razón intenta persuadirlo de que la felicidad que experimenta y parece dar sentido a su vida no es posible en este “miserarium valle” (I, 108, “De felicitate”; 1955, p. 638). Gaudium porfía, defiende tenazmente y con gran convicción su sentir, mas Ratio procura explicarle que esa felicidad que cree sentir es falsa y está basada en un error: “Falleris”, ‘Te engañas’ (p. 636). Y el error puede ser letal. Nadie ha sido, es, ni puede ser feliz mientras viva en este valle de miserias. “Falsa ergo felicitas tua est, et ea ipsa perbrevis” (p. 642). Falsa y brevísima, así como también son ilusorios todos los gozos (“falsaque gaudia”), que muy pronto acabarán por desvanecerse sin remedio como si intentara abrazar el humo o las sombras. Acabarán en el oscuro abismo del olvido. Acaso en un pozo. Pero Gaudium no puede verlo. Su juicio está nublado por la idea de que es feliz, la cual, para Ratio, está fundamentada en una falsa opinio1.
La obnubilación aumenta cuando lo asedian los gozos del amor, ese nudo que tanto peligro encierra en sí. Pero Gaudium permanece obstinado, sordo a los avisos de la Razón, y recreándose en sus amores: “Amo ego cum gaudio”; “Apud me, fateor, delectabile est amare”; “Iuvat ita vivere, nec intelligo quidnam vetet” (I, 69, “De gratis amoribus”; 1955, pp. 620 y 624). No está dispuesto a escuchar consejos, pues el amor supone un gozo y un deleite que engrandecen su vida y que nadie podría vetar. La voz de la Razón no lo tiene tan fácil: todo amante es ciego y crédulo. La lujuria no le permite escuchar razones2. El amor, revela Ratio, conduce a error, a un desgarramiento del enamorado, que no es ya capaz de juzgar rectamente y, como resultado de su ofuscación, fundamenta su vida en engaños. De ahí que los remedios consistan en eliminar esas falsas opiniones: “proderit [contra el amor], excusationibus ac falsis opinionibus reiectis, veras inducere” (p. 630). La batalla entre ratio y sensus, esa guerra tan intensa que se libra en el interior del hombre, ha de ser vencida por la Razón. Los remedios propuestos por el Petrarca filósofo -en este caso una reproducción genérica de los remedia amoris ovidianos- tienen por fin concederle la victoria a la Razón. De lo contrario, las consecuencias podrían ser nefastas e incluso mortales.
Es muy plausible leer la Tragicomedia de Calisto y Melibea a la luz de esta perspectiva: las pasiones arrolladoras -como el gozo excesivo, tan propio del amor- acaban por ofuscar el juicio de los protagonistas, que acaban irremediablemente perdidos. Melibea confiesa su ceguera a su padre: “Cuando el corazón está embargado de pasión, están cerrados los oídos al consejo” (XX, p. 332)3. “Voluptatis id quidem non consilii est”. Es la pasión, la lujuria, quien habla por ella -es decir, Gaudium-, no el entendimiento. La Razón -curiosamente silente en estas escenas finales de la Tragicomedia- podría afirmar junto con el Agustín del Secretum: “Que una quidem ad mortem pronior fuit via” (Petrarca 2011 [ca. 1347-1353], p. 308). El gozo en que Melibea fundamenta su vida se desvanece de súbito, cual humo, y acaba en el fondo oscuro de un pozo: “Nuestro gozo en el pozo”, sentencia el doliente padre. Es curioso que Covarrubias defina la expresión como la consecuencia de un engaño: “Díxose quando tomando alegría de alguna cosa que esperamos, o pensamos tener, sale falsa” (2006 [1611], s.v.; cursivas añadidas).
Alejándonos del estoicismo de Petrarca, podríamos argumentar con los teólogos que el amor, ese apetito desordenado y peligroso que tiene por sede el alma racional, conduce a la locura y desvía a los amantes de la virtud. Al no someter su pasión bajo el yugo de la razón -puesto que es esta pasión un acto voluntario sujeto a la razón-, la concupiscencia les corrompe el alma. También los moralistas aristotélico-tomistas insisten en la necesidad de dominar las pasiones afirmando la supremacía del libre albedrío4. El “mal fin que hobieron”, pues, se seguiría de la ceguera y locura causada por la enfermiza pasión erótica. Más aún: Melibea y Calisto son cautivos de aquel mal que tanto preocupaba a los médicos de la época, el amor hereos, que, al decir de Bernardo de Gordonio, corrompe “el juizio e la razón” (1991 [1495], p. 107) y, si no se trata a tiempo, conduce a la locura o incluso a la muerte. También los médicos insisten en que tal “afflictio cogitationum” -así en el Viaticum traducido por Constantino Africano (Wack 1990, p. 186)-, o aflicción de los pensamientos, se basa en falsas opiniones: la opinión de que el objeto amado es el mejor, el más hermoso y más deseable; la opinión de que es posible alcanzarlo y obtener todo el deleite que éste entraña; la opinión de que sólo ello constituye su felicidad y su bienaventuranza. De ahí que la cura dependa -como aseguraba Ratio en el De remediis- de erradicar a como dé lugar “aquella falsa opinión” (Gordonio 1991 [1495], p. 108) que trastorna el correcto funcionamiento de la virtud estimativa5.
Leídos los trágicos amores de Calisto y Melibea desde estas perspectivas, no es fácil dudar de la intención moral que recoge la obra: poner de manifiesto las consecuencias nefastas a las que puede conducir el dejarse arrastrar por las pasiones. Así lo han visto estudiosos como Marcel Bataillon (1961 y 1963-64), José Luis Canet (1997, 1999, 2000 y 2011), Eukene Lacarra Lanz (1990, 2001, 2001a, 2003 y 2007), Bienvenido Morros (1996), entre otros muchos. Todos parten de la premisa de que los personajes, haciendo uso del libre albedrío, se labran su futuro y eligen el camino de la perdición. Vendrían a darle la razón al autor que se dirige a un su amigo cuando presenta la obra como una “defensiva arma” para resistir los fuegos del amor (p. 5) y para liberarse de su cautiverio (p. 10).
Pero el mismo autor que escribe en los versos acrósticos que el “motivo” de la obra es reprobar el amor, acaba: “A todo correr debéis huir, / No os lance Cupido sus tiros dorados” (p. 14). Parecería que el mayor esfuerzo que puede hacer el hombre para evitar la tragedia que entraña el amor es huir de él mientras no lo conoce, puesto que una vez clavado el tiro dorado de Cupido, según la tradición, lo cierto es que no hay escapatoria posible. Sólo puede haber guerra: “Omnia secundum litem fiunt”. Y nadie puede escapar de ella: ni peces, ni fieras, ni aves, ni serpientes (p. 16). Celestina, en el primer auto, tras defender la ineluctabilidad de la pasión amorosa, añadirá que ni el hombre ni ninguna de esas especies puede escapar del amor: ni los peces, ni las bestias, ni las aves, ni las reptilias (p. 68). La misma enumeratio aparece en boca de Amor en el Diálogo entre el Amor y un viejo de Rodrigo Cota:
En el aire mis espuelas
fieren a todas las aves
y en los muy hondos concaves
las reptilias pequeñuelas.
Toda bestia de la tierra
y pescado de la mar
so mi gran poder se encierra,
sin poderse de mi guerra
con sus fuerças amparar6.
El amor es una “natural contienda” que el amante por necesitad ha de perder. Es como ese “pequeño pez”, la rémora, que puede más que “un gran navío con toda la fuerza de los vientos” (“Prólogo”, p. 18). Tampoco el hombre, ni siquiera viejo ya, puede ganar esa batalla natural, ni aun con las “defensivas armas” que supuestamente ofrece la obra, una vez que ha sido víctima de las áureas saetas del Amor.
Es por eso que, sin descartar las lecturas moralizantes de la obra -las cuales me atrevería a defender con enorme convicción-, me propongo explorar la plausibilidad de la lectura contraria: que ante la ineluctabilidad del amor, que necesariamente abroga la voluntad -a saber, el libre albedrío- y que por fuerza ofusca la razón, se privilegien el deleite y el gozo propios de esta pasión7, eso que tanto le recrimina Ratio a Gaudium por basarse en falsas opiniones. No puedo dejar de pensar en la oportuna coincidencia entre el “lachrymarum vallis” en que dice vivir Pleberio y el “miserarium vallis” en que, según Ratio, vive necesariamente el hombre. Una diferencia los salva: si Ratio dice que no es posible ser feliz en este valle de miserias es porque sólo podría vislumbrarse la felicidad más allá de esta vida terrena: “Nemo igitur felix, priusquam ex hac miserarium valle migraverit” (1955, p. 638). Para conocer la felicidad, es preciso migrar de este valle, es decir, de esta vida, a la vida eterna, puesto que la felicidad depende únicamente del Sumo Bien o Dios y no de los bienes temporales8. Pleberio, sin embargo, no contempla esa esperanza -acaso también basada en una falsa opinio-: “¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrimarum valle?” (XXI, p. 347). Así termina la obra, con un ominoso signo de interrogación que ha llevado a las más diversas lecturas pesimistas. Pleberio no encuentra el consuelo que sostiene a Ratio9, ni tampoco el que pronunciaría el piadoso feligrés que clama esperanzado a María en el Salve Regina10. Si no queda consuelo, si queda fuera del mundo plebérico tal coda consolatoria y, consigo, la posibilidad de un ultramundo feliz -distinto al imaginado por Melibea- que justifique la pena que empequeñece la vida del cristiano que cree vivir en un valle de lágrimas, entonces podríamos considerar que la vitalidad que momentos antes exhibía la hija de Pleberio no es tan vana, que su gozo no es tan “erróneo” como pensaría el que sigue a la voz de la Razón. Es cierto: el moralista puede argüir fácilmente que el gozo termina en el pozo, que su falsa opinio la lleva irremediablemente a la perdición11. Y aún más: que lo que queda es su contrapartida, el dolor. Pero la fuerza vital de Melibea también nos invita a prestar atención, aunque sea por un instante, a ese gozo que media entre el mundo litigioso descrito en las primeras páginas y el valle de lágrimas con que cierra: “Omnia secundum litem fiunt… in hac lacrimarum valle”. El gozo -es decir, la obra entera- queda atrapado entre las dos frases latinas que sirven de marco textual12, justo entre el nacer y el morir. Y “¿Cómo no gocé más del gozo?” es la mayor contrición de la joven que ve esfumarse delante de sí lo que suponía su felicidad y bienaventuranza (XIX, p. 325).
El carácter dialógico de la obra permite que el lector pueda dar fe, si así lo desea, a la voz de Melibea, pues no hay ninguna voz de autoridad que lo impida, más allá de los protocolares paratextos que enmarcan la obra. La realidad es que no a pocos lectores u oyentes quedaría el gozo grabado para siempre en su memoria, por encima de cualquier lección que intente denunciar su vacuidad. De ahí, por supuesto, las frecuentes denuncias de los moralistas, como Juan Luis Vives, que equipara La Celestina a los “libros pestíferos”, o fray Antonio de Guevara, que la maldice. El polímata Enrique Cornelio Agripa la sitúa entre los libros que inducen y habitúan a las doncellas al fornicio y al adulterio13. Y para fray Juan Pineda, la “lección de Celestina” es “muy peor” que la de cualquier libro de caballerías -condenados implacablemente como libros de Satanás-, puesto que se deleita en “la práctica carnal” (apud Glaser 1966, p. 402), cuyo deleite, no debemos olvidar, alarga alguno de los autores precisamente para complacer a su público14.
¿Cómo podría justificarse la “validez” de ese gozo -propio del amor, pasión que para muchos poetas es imposible eludir- que se encierra en el litigioso valle de lágrimas? Preguntémoslo de otro modo: ¿contamos con alguna ideología de la época o corpus textual que haga plausible esta lectura que tan atractiva resulta hoy, sobre todo al lector joven? Puede ser que sí.
Hoy casi nadie pone en duda que la Tragicomedia de Calisto y Melibea haya nacido y se haya desarrollado en el ambiente universitario salmantino. Lo que a veces se pierde de vista, sin embargo, es la relación que pueda guardar nuestra obra con la proliferación de tratados de amore, imbuidos de naturalismo amoroso, en este mismo espacio a finales del siglo XV, ese ambiente de “erotología naturalista universitaria” reconstruido admirablemente por Pedro M. Cátedra (1989, 2001 y 2001a). Bienvenido Morros (1996, p. xl), por ejemplo, descarta que el autor acepte los postulados esgrimidos en estos textos, adoptados por los personajes de la obra, y sugiere que más bien los condena, puesto que conducen al desenlace trágico. Al igual que Lacarra Lanz (2001, entre otros) y José Luis Canet (1997, 1999 y 2000), la lección moral está relacionada, pues, con el libre albedrío de los personajes, que justifica que sea un exemplum ex contrario. Con todo, es oportuno volver a Cátedra (2001), repensar y llevar aún más lejos sus conclusiones:
No doy menos relieve a la sexualidad natural que implica a todos los personajes y a sus comportamientos eróticos, que a las declaraciones de Rojas cuando quiere hacernos creer que su obra es una reprobación de amores escrita con fines educativos. La afirmación de Rojas es, sencillamente, una afirmación poética, no desde luego ética; escribiendo lo que escribe, se sitúa en la misma línea de la tratadística amorosa. En realidad una y otra cosa se traduce en palabras, en tejido textual, y si el primer aspecto, el sexual comunitario, es una cuestión de estilo y de ambiente, el otro es una cuestión de invención retórica, un modo de situarse en un marco literario compartido por otros escritos que, precisamente por ello, considero homólogos (p. 309).
Es preciso recordar, con Cátedra, que, en estos escritos homólogos, muchas veces importa más “la manipulación de las formas que la propia doctrina” (p. 274), y que en éstos “siempre hay un marco literario y, por medio de él, [la] relativización de la doctrina por medio del tratamiento ambiguo” de ésta (p. 275). Si Canet (1997 y 1999) insiste en la relación de la Tragicomedia con los estudios de filosofía moral, no podemos olvidar que estos mismos tratados “se imbrican” -al decir de Cátedra (2001, p. 279)- en el ámbito de los estudios de filosofía moral -que hoy llamaríamos ética. Todos giran en torno al tema de las pasiones. Frente a la perspectiva aristotélico-tomista enseñada en las aulas, considerada por estudiosos como Canet y Lacarra, la noción de pecado queda desleída de estos tratados en cuanto que la pasión amorosa es natural y es imposible escapar de ella. Por tanto, hay que insistir -de la mano de Cátedra- en que el naturalismo amoroso es “el vector esencial de la tratadística amorosa del siglo XV” (p. 282), tratadística a la que, por su profunda ambigüedad y por las grandes cuotas de humor que exhibe, no es fácil atribuirle una finalidad moral, ni siquiera -como tendremos ocasión de ver- a textos más serios en apariencia, como el Breviloquio de amor e amiçiçia del Tostado. ¿Qué decir, pues, de refundiciones más librescas y paródicas como el Tratado de cómo al hombre es necesario amar, cuyas conclusiones se ponen en boca de Sempronio y de Celestina en el primer auto?
Es evidente que las doctrinas de la escuela naturalista salmanticense, trasvasadas a odres formales nuevos y desparramadas sin el control de las aulas, se convierten en magma literario romance, incluso en algo peligroso y risible que sí permitiría mantener que “hablar de amor más es lasciva cosa que moral” (Cátedra 2001, pp. 295-296; la última frase pertenece al Tratado de amor, atribuido a Juan de Mena).
¿Seguirían los autores de la Tragicomedia la “tendencia a la transgresión ideológica” (p. 307) que tanto atrajera a los universitarios salmantinos o simplemente la condenan, como propone Morros (1996, p. xl)? No es el objetivo de este trabajo decantarse por una de las opciones; más bien, me propongo determinar la plausibilidad de la primera.
Antes de adentrarnos en algunos tratados, conviene detenernos en el que considero el antecedente más cercano de nuestra obra: me refiero a la Historia de duobus amantibus (1444) de Eneas Silvio Piccolomini (cf. Matos 2018). Este best seller europeo se tradujo al castellano en Salamanca hacia 1496 y sigue el “común denominador” que, para Cátedra (2001, p. 310), caracteriza a este grupo de textos impresos en Salamanca: “el de construirse con una poética del arte de amores, pero con clara tendencia a alinearse con el tipo de reprobationes amoris”15. El autor italiano, consciente del notable contenido erótico de su obra, se excusa y presenta la historia como una reprobatio amoris, pero, al mismo tiempo, asegura que ofrece tal historia a su amigo Mariano Sozzini a fin de que éste sienta calor en su ingle16. ¿Cómo dar fe a la finalidad moral, cuando el propio autor confiesa que lo que lo ha movido a contar esa “historia verdadera” es excitar sexualmente a su amigo ya viejo? Acosado por sus detractores, el autor, ya vuelto papa Pío II, hubo de hacer una renuncia pública de lo escrito en la que aseguraba que los lectores se vieron tan seducidos por la provocativa historia de amor que olvidaron la moral que le sigue17. ¡Oportuno culpar a los “malos lectores”, hermanados con el propio Sozzini!18
Es por eso por lo que difiero de Lacarra (2001 y 2003) cuando acepta por buena la intención reprobatoria de Piccolomini, así como la de los autores de la Tragicomedia, por ser común en este tipo de textos de amore presentarse como tales19. Ya hemos apuntado lo tópico que puede llegar a ser este marco literario. El propio narrador, el mismo que amonesta sobre los peligros de gustar la dulzura del amor, asevera: “Ningún remedio ay mayor, después que el fuego de amor en los huessos entra, que dar rienda al furor” (2001 [1496], p. 204). Acaso la única solución posible para evitar los efectos del amor sea huir de la saeta dorada de Cupido, pues, luego, parecería que sólo queda sucumbir a él.
Si el argumento principal de los defensores de la moralidad de la Tragicomedia es el libre albedrío, tal como planteaban Aristóteles y Tomás de Aquino, para quienes la felicidad o la virtud dependía de que la razón pudiera gobernar las pasiones, los “naturalistas” salmantinos proponen que el amor no puede ser racional. Todo lo contrario: el amor, por necesidad, anula la razón. Y es que, para un naturalista, el amor no reside en el alma racional, sino en el alma sensitiva: “non razionale - ma chi sente”, en palabras de Guido Cavalcanti (“Donna me prega”, v. 31; 2012) 20. De ahí que quede totalmente fuera del gobierno de la razón.
Celestina se encarga de pronunciar las dos conclusiones que resumen el naturalismo amoroso salmantino:
La primera, que es forzoso el hombre amar a la mujer y la mujer al hombre. La segunda, que el que verdaderamente ama es necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite, que por el Hacedor de las cosas fue puesto, por que el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo cual perecería. Y no sólo en la humana especie, mas en los peces, en las bestias, en las aves, en las reptilias… (I, p. 68).
Como es sabido, tales ideas provienen del famoso opúsculo, tal vez espuriamente atribuido al Tostado, Tratado de cómo al hombre es necesario amar. La voz autorial se sirve de estas conclusiones para explicar a su amigo por qué “amor de muger” lo “turbó, o poco menos desterró de los términos de la razón” (2001 [ca. 1475], p. 55)21. Desea “apartar de [sí] la culpa” de que lo acusa, pues no puede ser reprehensible que haya amado y, menos, que al amar, se haya turbado:
E por que creas que en amar fize cosa devida e, amando, no erré en me turbar, pongo e fundarte he dos conclusiones: primera, que es nesçesario al omne amar; segunda, que es nesçesario al que propia e verdaderamente ama que algunas vezes se turbe.
El amor es necesario, comienza la argumentación naturalista, “para sustentaçión del humanal linaje… E por eso puso Dios en el omne coraçón cobdiçioso e quiso que deste amor salliese delectaçión” (p. 58). La turbación que se sigue no supone un “error” -tal cual argüiría la voz de la Razón en Petrarca-, sino una consecuencia necesaria del amor y, además, una prueba de verdadero amor. El amor “non consiente en el arbitrio umano” (id.), “non dexa saber nin pensar al amante lo que se puede seguir de lo que faze” (p. 66). El autor aduce ejemplos bíblicos y literarios, tanto de hombres como de mujeres, que demuestran “quánta premia [les] puso amor”, a fin de probar que “el que ama non puede el amor nin los açidentes dél resistir”. “Por çierto tan grande es la fuerça del amor, que non ovo para la templar quien fallase sufiçiente remedio” (p. 70). Enumera unos pocos remedia amoris de Ovidio, Séneca y Petrarca, mas concluye que no hay arma alguna que pueda vencer la fuerza del amor. Cualquiera de las “defensivas armas” sería, en el fondo, ineficaz. Tras justificar las dos conclusiones verdaderas, el autor da un pequeño giro y propone una solución moral: el matrimonio. Sin embargo, es preciso aclarar que se trata de un matrimonio posterior a la consumación de los amores22.
También Sempronio se hace eco de estas ideas al darse cuenta del mal que aflige a su amo: “¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto, éstas son sus congojas? Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros. ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánta premia pusiste en el amor, que es necesaria turbación en el amante!” (I, p. 35). Sus palabras parecen preludiar, a su vez, las de Pleberio: “¡Oh amor, amor, que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus sujetos!… ¿Quién te dio tanto poder?… Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que te siguen. Enemigo de toda razón…” (XXI, pp. 343-345). Tanto la risueña exclamación de Sempronio como la amarga denuncia de Pleberio refieren a una realidad que, según vamos viendo, preocupó por igual a poetas y a filósofos: la fuerza del amor, que es “enemigo de toda razón”. La supremacía del amor sobre la voluntad humana, para bien o para mal, coacciona a los enamorados a perseguir y a anteponer por encima de todo la satisfacción de su deseo. Tragedia para quien sufre las consecuencias nefastas que ello supone, o ventura para quien sabe hallar soluciones prácticas a tal turbación, Pleberio y Sempronio representan dos caras de una misma preocupación en torno a la naturaleza del amor.
Es amor fuerça tan fuerte
que fuerça toda razón,
una fuerça de tal suerte
que todo el seso convierte
en su fuerça y afición;
una porfía forçosa
que no se puede vencer,
cuya fuerça porfiosa
hazemos más poderosa
queriéndonos defender.
Así poetiza Jorge Manrique la omnipotencia del amor (“Diziendo qué cosa es amor”, vv. 1-10)23. Mientras más se le resiste, más se atiza. Es invencible, por lo que, en este caso, tampoco servirían las “defensivas armas” que promete la Tragicomedia. Es “batalla nunca vencida”, al decir de Cartagena (Cancionero general, t. 2, 154, v. 5). El amor es una fuerza que anula la razón y la voluntad, de modo que abroga toda libertad humana: “Es una catividad / … / un robo de libertad / un forçar de voluntad / donde no valen razones” (Manrique, vv. 21-24). Es la cárcel en la que finalmente perece Leriano. Añade Cartagena que el amor quita “con su poderío / el poder a la razón, / la virtud al alvedrío” (vv. 14-16). El enamorado, para bien o para mal, es privado de la razón sin que pueda hacer nada para remediarlo. La razón, pues, no puede gobernar, ni aunque quisiera, las pasiones, tal cual prescribía la filosofía moral aristotélico-tomista. “Quod homo agens ex passione coacte agit”, leía una de las proposiciones averroístas condenadas en 1277 por el obispo de París Étienne Tempier24. Este determinismo absoluto, la falta de libre albedrío del amante, es justamente el argumento principal del Juan Ruiz personaje en el Libro de buen amor25.
Si esto pudo suponer una consecuencia trágica para Leriano, que murió a causa de no poder “remediar” su pena (cf. Matos 2018a), o para Pleberio, que ve morir a su hija sin poder hacer nada para evitarlo, otros amadores vieron la puerta abierta para vivir el gozo del amor. Manrique cierra su definitio amoris no con una condena moral del amor, sino con una exaltación de su poder. Melibea muere con la esperanza de retomar su gozo desde otras laderas, como si se tratara de un salto de gozo infinito (Martí Caloca 2017). Por más que su suicidio pueda leerse como la consecuencia última de su ceguera y error, el júbilo que se desprende de su concepción del erotismo -le demos fe o no- nos invita a pensar en textos como el Breviloquio de amor e amiçiçia, de Alfonso Fernández de Madrigal, el Tostado26.
Partiendo de la idea de que el amor carnal es simplemente un forzoso decreto de Natura, vicaria del Hacedor, para garantizar la continuidad de toda especie animal27, todo intento de oponerse al amor resulta inútil. Este movimiento natural no se puede regir por la razón porque es inherente a todos los animales y “porque los desseos que son solamente segúnd la naturaleza son sin razón” (2001 [ca. 14361437], p. 15)28. Pronto comienza, como bien ha sabido advertir Carlos Heusch (1993), la gran manipulación del discurso o, a su decir, la “érotisation du discours sur l’amour”29: el principio activo que provoca esa “impetuosa” inclinación natural, tanto a hombres como animales, es nada menos que el “amor”:
Para causar esta sucçessión multiplicativa…, la naturaleza muy avisada o, por dezir más claro et más verdaderamente, el Fazedor de la naturaleza fizo aver comixtión carnal entre los animales. Et porque nunca puede aver movimiento alguno sin prinçipio moviente, fue necçessario que para la comixtión carnal, la qual era en los animales ansí como camino para engendrar, oviesse algúnd prinçipio ençendiente o inclinante. Este pinçipio es el amor, por que qual todas animalias perfectas con grande impetuosidad se muevan a comixtión carnal (2001 [ca. 14361437], p. 16).
He aquí cuando el autor, amparado en su argumentación aristotélica -como otrora Juan Ruiz-, justifica nada menos que esa fuerza que excede y sobrepasa al individuo, y lo convierte en “tributaire des affaires de Vénus” (Heusch 1993, p. 510)30. Ni Aristóteles, ni sus comentadores, ni los médicos llamaron ese deseo libidinal natural, ese instinto biológico presente en todos los animales, “amor”, sino vis generativa, passio venereorum, etc. Para los científicos, el amor sólo puede ser humano y puede llegar a constituir una aegritudo. Para Tomás de Aquino, es la primera y la más fuerte de las pasiones concupiscibles y, en cuanto pasión del alma, es materia de la filosofía moral, desde donde carece de todo fundamento fisiológico. Para uno y para otro: “Seul lorsque, chez l’homme -et uniquement chez l’homme-, le désir sexuel produit une perturbation des facultés perceptives et judicatives de l’âme que se transforme en obsession” (Heusch 1993, pp. 454-455). Para un autor tan erudito como el Tostado, con tan buena formación escolástica, esta asimilación del deseo sexual, que asegura la conservación de la especie, con la pasión amorosa no puede ser producto de un descuido ni tampoco inocente (p. 455)31. El Tostado apunta:
Et quanto a esto non entendemos aver alguna differençia entre nós e todas las otras animalias, ca ansí como la loca et sin razón impetuosidad del amor mueve a nos quasi por fuerça a carnal comixtión, esso mismo las bestias que non pueden seer retenidas por alguna rienda de razón aun más fuertemente et con mayor ímpetu serán movidas (2001 [ca. 1436-1437], p. 17).
El naturalismo sexual de inspiración aristotélica se convierte así, en este pequeño tratado, en la justificación científica de las historias libidinosas de Ovidio y Virgilio. El comentario de Heusch es oportuno: “On imagine l’hilarité d’un auditoire composé de «mancebos»” (1993, p. 456). No podemos descartar, pues, que este espíritu lúdico que tanto caracteriza a este y a los otros tratados del mundo universitario salmantino también forme parte integral de la composición de la Tragicomedia de Calisto y Melibea. Frente a la teoría aristotélicotomista enseñada en los cursos de filosofía moral -y a la luz de la cual algunos estudiosos deciden leer la Tragicomedia-, estos juegos literarios “escolares” llevan hasta las últimas consecuencias las doctrinas naturalistas del amor. Y, en este sentido, el Breviloquio es el alegato ideal para quien desee dar fe al erotismo de un personaje como Melibea, pues su atrevido tratado sobre el amor carnal no es otra cosa que “une théorie de l’amour directement axée sur la force du plaisir” (p. 458). Si el “aguijón de delectaçión” -el “soberano deleite”, en palabras de Celestina- fue puesto por el Hacedor en todas las animalias para que perpetuasen el linaje, el placer puede ser para el hombre la causa final del amor. Lo advirtió el médico Bernardo de Gordonio en su Lilio de medicina: “E dize Constantino que pocos fazen coitu por causa de la generación, e los más lo fazen por la sanidad, pero los muchos más lo fazen por la delectación” (1991 [1495], p. 304). Si para Tomás de Aquino el amor consiste en un deseo de Bien, para el Tostado, que, siguiendo al teólogo, describe el amor como la pasión más vehemente e impetuosa de todas, el placer es ese Bien, de manera que la fuerza del amor no es otra que el placer mismo (Heusch 1993, p. 460)32. Al decir de Jean de Meun en el Roman de la Rose: “Así nos gobierna Naturaleza, atizando nuestros corazones hacia el placer, y por eso Venus no merece desprecio al haber amado a Marte” (2003, pp. 246-247).
Así pues, si todo está sometido al amor carnal, si peces, fieras, aves y reptilias participan todos de esta “natural contienda”, también es imposible para el hombre escapar del amor, o sea, del deseo de “aver comixtión carnal”, y de experimentar, de paso, el “soberano deleite” que ésta entraña. Omnia vincit amor, et nos cedamus amori, repetiría cualquier amante al unísono con las Bucólicas virgilianas (X, v. 69; 2007). En efecto, a esta conclusión llega Euríalo, en la Historia de duobus amantibus, antes de dar rienda suelta a su furor: “Natural es esta passión aun a los brutos animales: aves y toda cosa biviente la sienten. ¿Para qué, pues, me pongo a resistir a las leyes de natura? Todas las cosas vence el amor. Yo, aparejado estó de le obedecer” (Piccolomini 2001 [1496], p. 179). En boca de Celestina: “Mucha fuerza tiene el amor: no sólo la tierra, mas aun las mares traspasa, según su poder. Igual mando tiene en todo género de hombres” (IX, p. 210); “El amor impervio todas las cosas vence” (I, p. 68). Al fin y al cabo, “sin lid ni ofensión ninguna cosa engendró la natura, madre de todo”. “Sine lite atque offensione nil genuit natura parens”33 (“Prólogo”, p. 15).
La propuesta del Tostado no termina ahí. Hemos dicho que su teoría sobre el amor se fundamenta en el placer. Heusch ha demostrado inteligentemente cómo este buen conocedor del escolasticismo y de la teoría tomista de las pasiones descarta todas las pasiones negativas asociadas con el amor y defiende una concepción puramente hedonista y gozosa: “En el amor, tiradas todas las otras passiones, paresçe non auer alguna tristura” (apud Heusch 1993, p. 498). Al fin y al cabo, el amor “mueue a folgar en la delectaçión” y “en todos los mouimientos non [ha] alguno más perffecto nin más amigo de la naturaleza que el mouimiento de folgar en la cosa delectable. como todas las cosas se mueuan por folgar en el deleyte. Pues maniffiesto es el amor ser mouimiento mucho conueniente a la naturaleza” (id.). El amante que ve correspondido su amor y puede vivirlo a plenitud “deléytasse & está en aquel deleyte”. El apetito concupiscible, que incluye pasiones como el amor y el odio, el deseo y la aversión, el placer y el dolor, queda despojado de las pasiones tristes, es decir, del odio, de la aversión y del dolor, de modo que resulta un amor que es delectación absoluta (Heusch 1993, pp. 499-500). ¡Cuán lejos de santo Tomás! Parecería tratarse del mismo amor que, lejos de la destructiva pasión descrita por los médicos que teorizaban sobre el amor hereos, definían las cuestiones salernitanas como “delectatio cum gaudio”: “Amor nichil aliud sit quam delectatio cum gaudio” (Lawn 1979, p. 10). Nos vamos acercando, queramos o no, al amor gozoso de Melibea, tan singular en la literatura hispánica de su tiempo34.
Esta concepción gozosa y sensualista del amor, fundamentada en el deseo, privilegia por encima de todo el gozo y el placer, de modo que no existe otra pasión más deleitable y conforme a la Natura que ésta35. Así, para el Tostado, el objetivo natural del amor no es otro que el puro deleite y el gozo36. El gozo, además, constituye uno de los indicadores de que el amor, ese “fuego sin luz escondido en las entrañas”, es real:
Et para que cognosca alguno si es amador, doss cosas ha en si de fallar. La primera es que en presençia de la forma conçebida resçebir delectaçion non pequeña, lo qual faga un gozo exçessiuo, el qual por si mismo es amado. Lo segundo es que non puede sin grande trabajo sofrir la absençia de la cosa amada et que desee muchas vezes delante sus ojos presente seer. El que estas cosas tiene, cria llaga de amor & arde con fuego sin luz (apud Juste 2015, p. 104; cursivas añadidas).
No es difícil, por cierto, reconocer en Melibea ese “gozo exçessiuo” que caracteriza a los verdaderos amadores. El amor, esa fuerza todopoderosa de la que es imposible huir y contra la que no hay lucha que valga, una vez vivido, no es otra cosa que delectación y gozo. Incluso esa peligrosa amenaza que suponía para el enamorado el llamado amor hereos, que podía conducir a la locura o a la muerte, se convierte para el Tostado en el grado más alto del amor, “el más alto linaje de amor que hay en todos los amores” (2001 [ca. 14361437], pp. 18-19).
Con esta inusitada transvaloración, el Tostado, consciente o no, funda una nueva fenomenología amorosa, basada en la filosofía escolástica, la ciencia y la literatura clásica, “une identification de l’amour aux désirs vénériens qui rend le monde, ironiquement ou non, entièrement tributaire des affaires de Vénus” (Heusch 1993, pp. 509-510). Nadie, a no ser por la gracia divina37, puede escapar de la necesidad de poner su voluntad al servicio del amor38.
Si damos fe a las propuestas del Tostado, así como a aquellos poetas que daban por perdida toda guerra o batalla librada contra el amor, de nada serviría, pues, luchar contra su fuerza y su poder. De nada servirían las “defensivas armas” que propone ofrecer la Tragicomedia. ¿Por qué no entregarse, pues, al deleite y al gozo que de éste derivan? Sin embargo, es preciso señalar que también el Tostado acompaña su atrevido tratado erótico de un capítulo de “remedios contra el libidinoso amor” (2001 [ca. 1436-1437], pp. 29-30). Como había señalado Pedro M.Cátedra (1989, pp. 60-61), el ahora moralista no contempla el remedio más eficaz para curar la aegritudo amoris: la terapia sexual39. Pero, podemos preguntarnos con Mélanie Juste (2015), ¿no es acaso la noción de remedium amoris incompatible con la omnipresencia y omnipotencia del amor, expuesta páginas antes? Sans doute pas. No lo es, pues, si se leen bien los remedios, éstos conciernen a un amor ya realizado40: “La nécessité du désir amoureux reste, elle, irreductible” (p. 107). Contra el deseo, contra ese movimiento del alma hacia el objeto amado, no hay remedio alguno que pueda ser eficaz. Juste advierte el cierre abrupto de este brevísimo capítulo -que se nos antoja flojo-, así como la ausencia del amor dei, al que recurren otros autores como Petrarca. El formalismo moral, para Juste, puede ser una estrategia discursiva de prudencia, al igual que el “vocabulaire moralisateur” que parece adoptar en varios momentos, “qui semble jouer le rôle de bouclier mais qui ne parvient pas à occulter l’audace du propos” (p. 115)41. Cabría preguntarnos lo mismo de la Tragicomedia, en la cual un personaje tan rebelde como Melibea no sólo desafía las rígidas convenciones sociales a las que se ve sometida, sino que defiende sin más su “gozo” hasta el último aliento42.
¿Sería plausible leer la Tragicomedia como una “apologie quelque peu osée de l’amour charnel et de sa toute-puissance”, aplicando las palabras que usa Juste -recién citadas en el párrafo anterior- para explicar la propuesta del Tostado? Al igual que la Fedra del Breviloquio, Melibea podría responder a las advertencias de Ratio: “Bien sé, ama, lo que dizes seer verdad, mas la feroçidad del amor me constriñe a fazerlo, et el dios poderoso Amor es señor de mi voluntad” (Madrigal 2001 [ca. 1436-1437], p. 23). Melibea lo confiesa a Dios: “Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves cuán cativa tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor” (XX, p. 331). Pleberio no culpa a su hija, sino al amor: “Pero ¿quién forzó a mi hija a morir sino la fuerte fuerza de amor?”43 (p. 343). El amor es indomable -“indomitus”- (Madrigal 2001 [ca. 1436-1437], p. 24). “Grande es el poderío del amor” (p. 25) y capaz de provocar “muy grandes batallas” y “grandes guerras”, por igual a hombres que a aves y fieras. “A todos somete la naturaleza del amor et non hay cosa libre” (p. 26). ¿No nos recuerda esto el mundo litigioso descrito en el prólogo que inicia con la sentencia de Heráclito “Omnia secundum litem fiunt”? ¿No será, pues, la principal guerra la del amor, que también Cota extiende a peces, fieras, aves y reptilias?
Omnia secundum litem fiunt… in hac lachrymarum valle. Lo que media entre ambas sentencias latinas, ya lo hemos sugerido, es el amor ossia gozo, delectatio cum gaudio. Si el mundo es guerra, si el amor es la guerra más intensa de todas y siempre supone una derrota para el amante, si el mundo es un valle de lágrimas o un valle de miserias, ¿no podría algún lector concluir que la mejor solución es entregarse al gozo del amor? ¿No preferiría un mancebo enamorado disfrutar al máximo esa “delectaçión non pequeña” y ese “gozo exçessiuo” que supone el amor satisfecho antes de que sea demasiado tarde, antes de que se vea obligado a pronunciar: “¿Cómo no gocé más del gozo?”? ¿Realmente un torpe resbalón de escalera le serviría de “defensiva arma” para resistir esa fuerza de suyo irresistible? ¿O un suicidio premeditado de quien no tolera vivir más en un valle de lágrimas luego de haber conocido el gozo pleno? ¿Qué revelaría, pues, ese espejo del “fin cual hobieron”? “Gozad vuestras frescas mocedades”, invita Celestina (IX, p. 211), “que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente”, que se arrepiente acaso de no haber gozado más. “¡Oh ingratos mortales -concluye Melibea-, jamás conocés vuestros bienes sino cuando dellos carecéis!”44 (XIX, p. 325). “Gocemos y holguemos”, exhorta Elicia, pues “no habemos de vivir para siempre” (VII, pp. 184-185)45.
Siempre tenemos la opción de no dar crédito alguno a las palabras y actos de los personajes, apasionados todos -y, tal vez por ello, equivocados-, y probablemente risibles. Ya he dicho que Morros aduce que los autores ponen los argumentos naturalistas en boca de los personajes para condenarlos46. Para Francisco Márquez Villanueva (2005 y 2006), en cambio, los autores problematizan estas ideas naturalistas -la futilidad de resistirse a los decálogos de Natura-, no por moralistas, sino porque constituyen una gran tragedia en un mundo de total anomia47 en el que no se vislumbra -como acaso en los textos naturalistas salmantinos- ninguna salida epicúrea o hedonista48. ¿No habrá, sin embargo, quien, por vivir en un mundo en el que un simple traspié puede llevar a la muerte, opte por obedecer la invitación de Celestina o de Elicia de gozar la juventud mientras pueda, de ceder a la guerra del amor? ¿No pesará más para ese lector el “deleite destos amantes” -que media entre el Omnia secundum litem fiunt y el in hac lachrymarum valle-, su íntima salida hedonista, que la reprobación del amor o que la tragedia49?
¿No podríamos leer la Tragicomedia simplemente como uno de esos “especímenes literarios nuevos”, como llama Cátedra (1989, p. 14) a los textos derivados de las doctrinas naturalistas universitarias? La parodia, esto es, la manipulación retórica y la subversión intelectual -al decir de Cátedra (p. 140)-, “nos obliga a relativizar, obligaba a sus lectores preparados a relativizar lo que sobre el asunto se diga”. Incluido, por supuesto, el presunto didactismo. ¿No se inspiraría un personaje como Melibea, que tan humano nos parece hoy a muchos, en la idea tostadiana del amor como delectatio y gaudium, para invertir los “falsa gaudia” que refería Ratio en el De remediis?
“En manos estudiantiles (estudiantiles, sensu lato) el pensamiento se convierte sencillamente en literatura” (p. 13)50. Cabe preguntarnos: ¿exhiben los autores de la Tragicomedia esa “retranca irónica” -expresión de Cátedra (p. 125)- que caracteriza a los textos producidos en el mundillo universitario salmantino? De ser así, no nos quedaría sino relativizar.
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Felix sum… sum felix… felix sum… podría pronunciar Melibea al unísono con Gaudium. Habrá quien piense, con Ratio, que Melibea se equivoca. En efecto, se cumple la premonición de Ratio: “¡Mi bien y placer todo es ido en humo, mi alegría es perdida, consumiose mi gloria!” (XIX, p. 324). La felicidad, todos los gozos, eran sólo un espejismo. Se han esfumado y han dado paso al dolor. “Falsa alegría, verdadero dolor” es el mundo para Pleberio (XXI, p. 340). Pero también habrá quien pueda argüir que, ante el omnipotente Amor -“enemigo de toda razón”-, no tenía más alternativa. Y eso es justamente lo que dice la joven enamorada: para escándalo del moralista cristiano, pone por testigo al Hacedor de la “catividad” de su libertad ante el “poderoso amor”. Se exculpa, además, como el “autor” del Tratado de cómo al hombre es necesario amar -y también la Lucrecia piccolominiana-, aduciendo ejemplos mitológicos, todos tomados, para sorpresa del lector estoico, del De remediis de Petrarca (I, 52; allí pronunciados por Ratio). Si el primer libro del tratado petrarquesco tenía por tema central la destrucción de toda felicidad terrenal, el lamento de Melibea no se centra en el “error” de abrazar unos gozos “falsos” (“falsa gaudia”), “idos en humo”, sino en no haber gozado más mientras podía: “¿Cómo no gocé más del gozo?”. Aunque breve, pesan más en ella esa “delectaçión non pequeña” y ese “gozo exçessiuo” que supone la vivencia plena del amor. Habrá, pues, quien siga su advertencia y concluya: Omnia vincit amor, et nos cedamus amori! Quien se entregue por entero al amor, a fin de experimentar el “gozo exçessiuo” que éste entraña, podría tomar por autoridad a un escritor tan prestigioso y erudito como el Tostado. Asimismo, habrá, por supuesto, quien se lo tome a risa, sea por lo atrevido y “peligroso” de la propuesta, sea por el juego filosófico-literario que divierte, o sea porque percibe en ello un humorístico exemplum moral pergeñado a partir de razonamientos falaces51.
No es el propósito de este trabajo, ya lo he dicho, asumir postura, sino reflexionar sobre la plausibilidad de que la Tragicomedia, inspirada en el material erotológico naturalista, privilegie -para alguno de sus lectores- el “gozo exçessiuo” por encima de cualquier lección moral reprobatoria. Este ambiguo caudal literario nos invita a relativizar, a no cerrarnos a ninguna lectura. Los propios autores fueron conscientes de la ambigüedad de su obra: “Así que cuando diez personas se juntaren a oír esta comedia, en quien quepa esta diferencia de condiciones, como suele acaecer, ¿quién negará que haya contienda en cosa que de tantas maneras se entienda?” (“Prólogo”, p. 20). No muchos amadores, estoy seguro, conseguirían vencer al Amor con “este fino arnés”, y seguramente no pocos optarían al final por ceder a él.