Desde la tradición hipocrático-galénica que seguía vigente en el Renacimiento*, la melancolía y la locura eran condiciones homólogas que derivaban de una causa común: la bilis negra1. En Aforismos, Hipócrates identifica la locura, junto con la apoplejía y las convulsiones, como síntoma inequívoco de la melancolía (1979, p. 193)2. Los médicos y filósofos entendían la complexión de los humores como el principio rector de la salud física y mental. El equilibrio (crasis) de los cuatro humores en el cuerpo humano era la base para una buena salud, mientras que el desequilibrio (discrasia) desembocaba en enfermedades físicas y mentales3. El exceso de bilis negra, por ejemplo, afectaba el cuerpo dependiendo del nivel y grado de quema. El Problema 30, 1 aristotélico había establecido las bases teóricas para clasificar y diagnosticar los tipos de enfermedad basándose en un sofisticado esquema de síntomas. La predominancia del humor melancólico frío podía tener un efecto psicológico dentro del espectro de lo que la psicología moderna reconoce como “depresión”, que oscilaba desde una reflexiva tristeza hasta impulsos suicidas. La bilis negra cálida, en cambio, podía provocar estados de alegría, éxtasis, locura e, incluso, predisposición hacia la política, la filosofía o la genialidad poética que Platón asociaba con el frenesí divino (theia mania). El Problema 30, 1, sin embargo, deja sin explicar las consecuencias somáticas que surgen de la combustión de la bilis negra. Tanto Galeno como sus seguidores árabes y cristianos establecieron la conexión entre la bilis quemada y los trastornos mentales.
La teoría galénica sostenía que el tipo de locura que causaba confusión ontológica derivaba de la sobreabundancia de bilis negra quemada (Galen 2000[ca. 165], pp. 61-68; Gordonio 1991 [1305], p. 104; Dols 1992, p. 19). Algunos médicos medievales, como señala el rey Sancho IV en su Lucidario (véase Kinkade 1968, pp. 236-237), obra trecentista finisecular, la bilis amarilla quemada también causaba un trastorno mental que llevaba al enfermo a crear y a creer en quimeras que sólo existían en su imaginación. Los médicos habían trazado el proceso de causalidad de lo psicosomático a lo psiquiátrico. Un pobre estilo de vida, una nutrición inadecuada, problemas digestivos, exceso de estudio, fijación mental e insomnio daban pie a que la bilis se secara, se endureciera y se quemara. De este proceso fisiológico -expuesto con gran precisión en el exemplo 46 del Conde Lucanor, posiblemente influido por los dos Regímenes de salud del judío andaluz Maimónides- surgían los vapores tóxicos que se propagaban por el corazón y el cerebro, para desatar una cadena de efectos que incluía, inter alia, miedo sin una causa aparente, manías, pulsiones suicidas y fantasías o delusiones mentales4. El término delusión, definido por la Real Academia como “ilusión: concepto o imagen sin verdadera realidad” (DLE, s.v.), describe a la perfección este tipo de trastornos, cuyos ejemplos más paradigmáticos son los célebres personajes cervantinos don Quijote y el licenciado Vidriera, que creen ser alguien (o algo) que no son5. La tipología de esta aberración mental se había difundido en las letras hispánicas por medio de la literatura de Alfonso X el Sabio, su hijo Sancho IV, Ramon Llull y don Juan Manuel. Este modo de expresión estética alcanza su auge en la literatura de un período, el renacentista, que ha sido denominado como “la edad de la melancolía” por críticos como Jean Starobinski (1962, p. 37), Marcel Bataillon (1964, pp. 39-54) y Roger Bartra (1998 y 2001, pp. 22-23). El propósito de este estudio es demostrar cómo la doble condición de melancolía y locura -la segunda se consideraba efecto extremo de la primera- contenía el fermento para deshumanizar y expulsar de la comunidad a la víctima de esta enfermedad psicosomática. Para probar esta tesis, me serviré de autores canónicos como Alfonso el Sabio, Ramon Llull y Juan Manuel, además de la epistemología médica que informa dichas representaciones artísticas.
En los tratados médicos -pero sobre todo en la ficción-, la locura melancólica estaba inherentemente asociada a la clase monárquica. Esta relación entre la melancolía adusta y el estamento real estaba bien arraigada en el imaginario medieval y renacentista. En parte por el alto nivel de estrés psicológico y en parte por la fuerte impresión estética que puede causar en el lector, el tipo del rey melancólico se convirtió en lugar común dentro de la literatura paneuropea, de donde surge la difundidísima tradición de los “príncipes melancólicos” que inspira la caracterización del Segismundo calderoniano y la del Hamlet shakespeariano. La ciencia médica, como acabo de señalar, no permaneció indiferente a este fenómeno. En su Canon de medicina, que se convierte en parte esencial del currículo académico a partir de la traducción de Gerardo de Cremona en el siglo XII, Avicena alude a los melancólicos locos que “imagine themselves made kings” (2000 [ca. 1025], p. 77). En sus Regímenes de salud (Fī Tadbīr al-Sihhah y Maqālah fi Bayān Ba’d al-A’rād wa-al-Jawāb ‘anhā), escritos en árabe para curar la melancolía severa del sultán Al-Aḍal, heredero del sultán Saladino sobre quien Juan Manuel escribe los exemplos 25 y 50 en el Conde Lucanor, Maimónides también establece este enlace entre la clase monárquica y la enfermedad atrabiliosa, asegurando que ya ha curado a reyes que sufren del género de melancolía que desemboca en locura (Bar-Sella et al. 1964, p. 36). Alfonso el Sabio, acusado por su hijo Sancho IV de sufrir de lepra y locura -ambas condiciones melancólicas-, posiblemente padeció de un trastorno melancólico que, hacia el final de su reinado, lo llevó a contemplar la abdicación de la Corona en favor del rey Felipe III de Francia, el mismo rey franco que había levantado una armada formidable para invadir la Península Ibérica en 12756. Según Salvador Martínez (2010, p. 280), esta resolución irracional confirma la supuesta locura del rey sabio7. A raíz de estas percepciones sobre el monarca nace el dicho guasón, recogido por el padre Juan de Mariana, que rezaba: “por mirar el cielo y las estrellas perdió su tierra y su reino” (1848 [1601], p. 47), mofa que sugiere no sólo pérdida material sino también de la razón. No sabemos con certeza si Alfonso X padecía de trastornos psicológicos que lo tentaron a contemplar la abdicación de la Corona. Lo que es innegable es que el rey sabio dramatizó en los reyes los efectos de la melancolía que los llevaba a ocupar un espacio en los márgenes del reino y de la sociedad.
Las tradiciones bíblicas y mitológicas no eran ajenas a esta referencialidad entre locura y exclusión. En Daniel 5:21 se narra la historia del rey Nabucodonosor a quien Dios castiga por su pecado de soberbia, análogo al que sufren los reyes de la cantiga 65 alfonsí y el exemplo 51 manuelino. La locura de Nabucodonosor causa la pérdida absoluta de sus señas de subjetividad y humanidad que lo lleva a rebuznar como un asno y es, por ello, obligado a vivir entre las bestias salvajes y a tragar pasto hasta expiar sus pecados. Asimismo, en su estudio clásico sobre la melancolía, Starobinski refiere la historia mitológica de las tres hijas del rey Preto, afligidas por el mismo género de aberración psiquiátrica. Las princesas, según narran Virgilio en la égloga VI y Ovidio en libro V de Metamorfosis, bramaban como vacas, y deambulaban por los prados alimentándose de la hierba silvestre (véase Starobinski 1962, p. 16). El rey Alfonso X relata una historia similar en la cantiga 283 donde un sacerdote blasfemo es condenado a balar como cabra hasta que se arrepienta de su pecado de soberbia, el cual estaba asociado con la transgresión satánica que supone su expulsión del paraíso. Eneas Silvio Piccolomini, que asumió el pontificado en Roma en agosto de 1458, y autor de la novela sentimental Historia de duobus amantibus (1444), narra la psicosis del rey Carlos VI de Francia (1368-1422), quien sufrió una melancolía aguda que lo llevó a creer que su cuerpo estaba todo hecho de vidrio, prefiguración de la enfermedad que aqueja al licenciado Vidriera cervantino. El rey galo presuntamente se rehusaba a que la gente lo tocara por miedo a quebrarse, y se mandaba hacer ropa reforzada para proteger su supuesto cuerpo vítreo (Speak 1990, p. 193; 1990a, p. 853). En pleno Renacimiento, la reina Juana I de Castilla (1479-1555) era conocida con el título peyorativo de “Juana la Loca” a causa de una presunta melancolía por la que supuestamente enloqueció y a consecuencia de la cual fue recluida en un palacio-cárcel de Tordesillas desde 1509 hasta su muerte. Con la excepción del rey Carlos VI, todas estas historias tienen como denominador común la expulsión de los locos de los centros de la corte y el poder.
La historia de la demencia y la evolución de los centros psiquiátricos en la España medieval nos ayudan a entender mejor el fenómeno de la vagancia centrífuga de los locos. En las sociedades premodernas, los dementes representaban una amenaza para las instituciones sociales y los valores tradicionales forjados sobre una base rígida de moral, ética y recato. Los locos erraban por las calles de las ciudades y villas vestidos con harapos -cuando no desnudos- escandalizando tanto por sus desgarbados cuerpos como por sus blasfemias. En Historia de la locura, Michel Foucault (2000) nota que durante la Edad Media “los locos vivían ordinariamente una existencia errante”. Eran expulsados de los espacios urbanos, y se les impedía el regreso. Como herederos naturales de los leprosos medievales, los locos eran obligados a cohabitar con las bestias de las llanuras: “se les dejaba recorrer los campos apartados” (p. 21). Estas medidas se tomaban por razones sanitarias y estéticas, pues los pordioseros ensuciaban las calles y afeaban el paisaje urbano: preocupación doble que instaba a procedimientos extremos e inhumanos. Para erradicar el problema, ponían a estos seres indeseables en barcos de comerciantes o de peregrinos que los desembarcaban en otras regiones o, en algunos casos, en otros reinos. En la Edad Media se comienzan a utilizar las naves de locos (stultifera navis), embarcaciones particulares que transportaban a los enfermos de un lugar a otro, donde quedaban a merced de los navegantes. Foucault cita el ejemplo de Tristán de Leonís, personaje literario que tuvo gran acogida y difusión en la España medieval, desde referencias en la obra de Alfonso el Sabio hasta el Libro del esforçado cauallero Don Tristán de Leonís (1501). Cuenta la historia que Tristán se finge loco para regresar a Cornualles, Bretaña, y estar cerca de su amada Isolda. Los marineros que lo acarreaban lo arrojan cerca de la costa del reino. Al enterarse Isolda de que Tristán había sido lanzado cerca de la orilla, maldice a los nautas por haber llevado al loco ahí, y se lamenta exclamando: “¡Debieron arrojarlo al mar!” (p. 27).
Para la sociedad medieval y renacentista, el loco representa una carga sin valor que debe desecharse en medio del mar o condenarse al ostracismo. Foucault indica que en la primera mitad del siglo XV en la ciudad de Núremberg, Alemania, se registró a 61 locos -la mitad quedó proscrita-, además de “21 partidas obligatorias” (p. 22). Aunque el filósofo francés deja sin explicar la diferencia entre la expulsión y la “partida obligatoria”, lo que salta a la vista es la percepción que se tenía del retrasado como agente infeccioso. Además de revelar la falta de sensibilidad a causa de deshumanización, estas medidas responden a imperativos sistémicos y estructurales. Los reinos medievales carecían de infraestructura adecuada para acoger y rehabilitar a los dementes. Como indica Foucault, el confinamiento en centros psiquiátricos sólo se institucionaliza a mediados del siglo XVII. En la Península Ibérica, sin embargo, estos sanatorios aparecieron de manera esporádica a principios del siglo XV.
En 1409 se abre El Hospital de Ignoscents, Folls e Orats en Valencia POR iniciativa del padre Joan Gilabert Jofré, un religioso de la Orden de la Merced que dedicó casi toda su vida adulta al cuidado de los dementes. Se dice que en 1409 el padre Joan iba camino a la Catedral de Valencia a decir un sermón cuando miró que unos niños apedreaban a unos locos -imaginería que recuerda el acoso al que es sometido el licenciado Vidriera cuando se descubre su locura8. El padre Joan defendió a los locos, y al llegar a la Catedral ofreció una homilía ferviente en favor de los enfermos mentales, y expresó su frustración por la vagancia de los locos que subsistían sin asistencia de ningún tipo. Para persuadir a los vecinos de la necesidad de un internado, el religioso insistió en la importancia de recluir a todos los “locos” que deambulaban por la ciudad para reformarlos. Mientras que a él lo mueven su caridad cristiana y su sentido de humanidad, sabe que, para convencer a los demás, debe recurrir al deseo popular de asear las calles de estos seres antisociales.
Las diligencias del padre Joan inspiraron a otros samaritanos a abrir más refugios, como el de Zaragoza en 1425, el de Sevilla en 1435 y el de Valladolid un año después. Hacia 1483, los Reyes Católicos fundaron el Hospital de los Inocentes en Toledo. El término inocente, cuya aplicación semántica contradice el miedo, la desconfianza y el rechazo que provocaban en la población, se debe a la conexión entre los centros psiquiátricos y las instituciones religiosas que los fundaban y sostenían. A pesar de lo loable de estos esfuerzos, tales albergues, que ya de por sí carecían de recursos y servicios básicos, eran insuficientes para atender y acoger a toda la población de locos que habitaba las ciudades medievales. Es importante destacar aquí que estos manicomios españoles se construyeron mucho después de la muerte de los autores que aquí nos ocupan.
En el resto de este estudio mostraré cómo los reyes melancólicos que perdían el juicio eran expulsados de la vida social y del espacio urbano. La cantiga 65, propuesta por Francisco Márquez Villanueva (1985-86, p. 503) como una de las primeras representaciones dramáticas del género de personajes locos o “príncipes melancólicos”, cuenta la historia de dos hombres penitentes que terminan sus vidas purgando pecados de soberbia. La cantiga, narrada por la misma voz del rey Alfonso, comienza con la historia de un campesino que es descomulgado por su arrogancia y debe viajar a Roma para obtener la absolución. Al no poder pagar la simonía exigida para el perdón papal, el pecador debe viajar ahora a Alejandría en busca de un ermitaño santo.
El énfasis dramático cambia a la historia personal del ermitaño, quien había sido rey de Alejandría antes de abdicar su corona a causa de la melancolía provocada por la muerte de toda su familia. Al narrar su propia historia al campesino, el rey penitente remarca la relación causal entre la pérdida de su familia y la crisis existencial que desemboca en su abdicación: “vi morrer meu padr’ e todos meus parentes; / e en mía fazenda entós paréi mentes / e daqueste mundo fuý log’ enfadado” (Alfonso X 1986 [ca. 1257-1280], vv. 211-214; cursivas añadidas). La pérdida y el duelo, cuya relación con la melancolía se había establecido desde los escritos de Evagrio Póntico (345-399), Hildegarda de Bingen (1098-1179) y el Libro de Alexandre pseudoberceano (ca. 1250), antes que Freud y sus seguidores, induce una desgana de vivir (tristitia saeculi) que lo estimula a emprender la vida eremítica. La historia del rey de la cantiga 65, adscrita a la tradición literaria de los “locos de Dios”, narra cómo el monarca abandona la vida activa para dedicarse a la contemplativa en un lugar inhóspito y semisalvaje, donde habita espacios en que se borran los límites entre lo humano y lo animal. Este aislamiento, como había asegurado san Isidoro de Sevilla, estaba inherentemente ligado a condiciones melancólicas9, mientras los médicos medievales identificaban este tipo de confusión ontológica como efecto de los vapores que brotaban del humor melancólico quemado. El narrador enfatiza su trastorno psicológico llamándolo “fol” trece veces; en tanto, el adjetivo sinonímico louco aparece tres veces, y el sustantivo sandeçe, una vez. El poeta también representa la locura del rey mediante imágenes y acciones violentas que buscan crear un efecto dramático en el lector.
La primera vez que el rey aparece en escena lo vemos a través de los ojos del aldeano, ofreciendo una representación gráfica de un loco en severo estado de malnutrición, desnudo (“ando nuu”, v. 198) y escarnecido por la muchedumbre. Su desnudez, en particular, recuerda esa transgresión del pudor y la moral que tanto escandalizaba a la sociedad urbana. Si la descripción personal ya evoca imágenes deshumanizantes, el abuso físico y psicológico de las masas lo muestra como especie de animal salvaje que debe ser expulsado del espacio social para evitar infección y peligro. El poeta enfoca la escena en la multitud frenética que viene “escarneçend’ un ome mui feramente” (v. 111). El gerundio del verbo escarnir, cuya plasticidad semántica incluye nociones de burla, broma y abuso físico, sugiere movimiento, mientras que el adverbio feramente es significativo no sólo porque indica intensidad, sino también porque esta acción reduce al loco a la condición de fiera, recurso éste que trae a la memoria el rechazo que provocaban los dementes en las sociedades premodernas. La tensión poética se intensifica cuando el narrador revela que el “louco” era el monarca, y los agresores, sus súbditos, lo cual sugiere el leitmotiv del mundo al revés que sirve una doble función dentro de la economía poética: humorística y catártica. Para las masas que atacan al rey física y verbalmente, abusar del loco suscita carcajadas y algazara, pues gozan de superioridad respecto al monarca débil y vulnerable. Ya Foucault (2000, p. 50) había notado que la locura era objeto, “y de la peor manera”, de la risa socarrona del otro.
En este ambiente de comicidad, sin embargo, hay elementos de lo que Mijaíl Bajtín postula como humor carnavalesco, por el cual las normas sociales se suspenden y la visión de la realidad se invierte. En su ensayo sobre lo cómico, inspirado en las teorías bergsonianas y freudianas sobre el humor, Umberto Eco (1990) invoca las ideas bajtinianas sobre el carnaval para demostrar cómo el tópico del mundo al revés donde los nobles “se comportan enloquecidamente” y “los tontos son coronados” tiene una función social catártica en el lector o la audiencia: “en ese momento nos sentimos libres” (p. 11). Esta idea del humor como una descarga de energía negativa que desvela deseos reprimidos nos remite a las teorías psicoanalíticas que Freud atribuye a la risa en El chiste y su relación con el subconsciente (1905). Para Eco, la deshumanización del héroe por medio de la burla, como sucede con estos reyes bufonescos, ayuda a liberar la presión y la ansiedad que han provocado las vicisitudes de la vida cotidiana.
La mofa y la carcajada son esenciales en este tipo de relato en cuanto que se despliegan como mecanismo de marginalización y exclusión, donde la risa revela no sólo antipatía hacia el doliente, sino, además, indiferencia absoluta ante el sufrimiento ajeno. La gente no se ríe con los personajes locos -como ocurre en algunas ocasiones en La Celestina cuando Sempronio y Calisto se ríen juntos de las locuras del amo (“Calisto: ¡Maldito seas! Que fecho me has reýr, lo que no pensé ogaño”; Rojas 2001 [1499], p. 238)-, sino de ellos. Alfonso X, Juan Ruiz, Fernando de Rojas ya habían destacado el efecto terapéutico de la risa tanto para evitar la tristeza existencial como para curar la melancolía10. Los celebrados médicos Maimónides (Bar-Sela et al. 1964, p. 22), Bernardo de Gordonio (1991 [1305], p. 105) y Arnau de Vilanova -quien dedicó su Regimen sanitatis al rey Jaime II de Aragón hacia 1308- advertían que la tristeza podía resultar en locura y que la diversión y la risa eran antídotos contra la melancolía adusta11.
En esta nueva reconfiguración carnavalesca, el rey de la cantiga, que normalmente ocupaba el centro de la corte y del reino, es expulsado de la comunidad humana a palos y escarnios. Aunque la melancolía del rey lo había llevado a dejar su palacio real voluntariamente, ahora que es percibido como demente su presencia en la esfera social provoca una reacción violenta. El rey “louco” jamás busca recuperar su lugar en la vida política, pero sí ocupar un espacio en la vía pública para predicar la palabra de Dios. Sin embargo, como apuntaba Foucault a propósito de los locos en las sociedades medievales, la gente los expulsa hacia los campos desérticos porque el reino carece de instituciones psiquiátricas para confinarlos y brindarles algún remedio para su demencia. La miniatura que acompaña el texto del Códice Rico (panel 12) de las Cantigas de santa María muestra a un grupo de niños y adultos en posición amenazante impidiendo su ingreso a la corte, mientras que el loco, semidesnudo, gira la vista atrás para contemplar el espacio urbano donde quiere, pero ya no puede estar.
El lugar que habita el monarca, aunque fuera de los límites de lo humano, no está reducido al tópico del locus terribilis como el que predomina en la escena del Robledal de Corpes en el Cantar de mio Cid (ca. 1207). Desde este lugar semisalvaje, que se convierte en espacio de resistencia, el rey constituye su identidad de santo y de “loco de Dios”, como lo sugiere su acceso directo a la Virgen María y a su séquito divino hacia el final de la cantiga. La teofanía muestra que la conducta extravagante del rey es agradable a Dios porque revela la inocencia y pureza espiritual del penitente. Bien sea una locura fingida o real, la muchedumbre lo excluye, lo ridiculiza y lo expulsa no únicamente porque su sola presencia afea el espacio urbano, sino además porque su desnudez representa una amenaza contra los valores tradicionales de la moral, el recato y el decoro. Asimismo, su apariencia física y sus acciones lo definen como hombre ex-céntrico, es decir, un ser que no pertenece al centro de la esfera social y de la civilización. Y es esta ex-centricidad -entendida aquí como síntoma de locura, considerada efecto de los vapores tóxicos en el sistema de la teoría de los cuatro humores- la que provoca la pulsión que lo lleva a buscar y habitar un espacio exterior, fuera de los límites del reino, para convertirse no sólo en un ser animalizado y caricaturizado, sino también en personaje kinético o errante, siempre en movimiento hacia lo externo.
Esta transición de lo activo a lo contemplativo y del centro a los márgenes se convierte en el ideal espiritual para Ramon Llull, quien había aprendido árabe con la intención de viajar a Oriente para evangelizar a los musulmanes. Durante una misión evangelizadora en 1314 en Túnez, el místico mallorquín fue víctima de un linchamiento por la turba enfurecida, que lo atacó con piedras e insultos, imágenes violentas análogas a las de la cantiga alfonsí. En palabras de María Rosa Menocal (1990, p. 174), Llull fue apedreado no sólo por predicar “conversion but a union and re-union of opposites”. El sueño del autor es en esencia fantasioso e irrealizable, ideales que pertenecen a la esfera de la literatura y no de la realidad. Inspirado por sus propias inquietudes religiosas, el místico construye la trama de sus obras cumbres, Llibre de Blanquerna y Fèlix o Llibre de meravelles, en relación con el tema de los “locos de Dios”, figuras excéntricas por su divinidad aberrante.
Los personajes epónimos, Blanquerna y Félix, son representaciones artísticas que nos remiten al tipo popularizado por el texto Barlaam y Josafat, obra traducida al vernáculo en el siglo xiii que cristianiza la vida de Buda Gautama y celebra, a la vez que difunde e inspira, esta forma de vida y expresión. Además de estas caracterizaciones, ambos libros llullianos contienen historias ejemplares de reyes y emperadores que abdican la corona para huir a lugares herméticos y lejanos. El viaje a estos sitios inhóspitos, que simboliza el movimiento espiritual hacia Dios, era considerado una precondición para alcanzar los niveles más altos de perfección mística. Blanquerna, perteneciente a una familia encumbrada, renuncia a su posición y fortuna para vivir en contemplación y absoluta pobreza -sacrificio que luego sus padres, quienes se habían opuesto férreamente al misticismo del hijo, también adoptarán como modo de vida. Su tristitia saeculi, causada por la ansiedad de la condición humana y la transitoriedad de la vida, lo estimula a escapar a lugares exteriores y salvajes, donde coexiste con las bestias, pero también con lo divino. Su vida eremítica y su santidad, irónicamente, lo vuelven a colocar en el centro del poder y la civilización. Esta vez gracias a su ascetismo y ejemplaridad, Blanquerna va ascendiendo por la jerarquía eclesiástica hasta ser electo papa de Roma -puesto que ocupa hasta su senectud. Sin embargo, su rechazo de la vida cortesana, de la riqueza y del poder lo empujan nuevamente a la soledad de las montañas, y renuncia al pontificado. Es precisamente en este retiro donde Blanquerna escribe intertextualmente su tratado místico Llibre d’amic e amat, inspirado en la mística sufí e interpolado en el Llibre de Blanquerna en un juego literario muy cervantino avant la lettre.
Al igual que sus autores, Llull y Blanquerna, el Amic vive una vida excéntrica, es decir, fuera del centro, siempre en movimiento hacia el exterior, abusado y escarnecido por la gente que lo llama loco e idiota por la inepcia que proyecta su misticismo extravagante. El Amic sufre de melancolía mística (amor hereos) por su Amado y encarna el arquetipo quintaesencial del “loco de Dios”, expuesto siempre a la violencia e irrisión de la muchedumbre y atormentado por la ausencia del Amado perdido12. Este rechazo social, al igual que en la cantiga 65, se valora de manera inversa al amor de Dios. El odio, la agresión y el ostracismo sirven de acicate para cimentar y aumentar el amor de Dios al loco fingido. Graciela Cándano (2000, p. 29) ha notado en su monografía sobre la comicidad en la literatura bajomedieval que el Antiguo Testamento exalta “la circunspección, melancolía [y] pesadumbre” como una axiología purificadora que se yuxtapone a la risa y la verbena. En esta cosmovisión exegética, bajo la cual hunde sus raíces la literatura mística, la tristeza y el sufrimiento depuran el espíritu.
Al margen de un manuscrito del Conde Lucanor (ms. H ) del siglo XV, un lector anónimo escribe un escolio axiomático que resume el valor espiritual de someterse al exceso del vulgo: “aún non eres bien auenturado sy el pueblo non ha burlado de ty” (Burgoyne 2007, p. 145). Este proverbio, derivado de Corintios 4:10 de san Pablo, se evoca en el Félix llulliano. El místico mallorquín pone en boca de un ermitaño cierta valoración axiológica del mismo fenómeno, al contar la historia de dos hombres que se fingen locos, uno para ganar dinero, en tanto que “el otro hombre se fingía loco para poder decir de Dios palabras de alabanza y amor” (Llull 2016 [ca. 1287], p. 256), aserción que reitera en el apartado 158 del Llibre d’amic. Como era de esperar, este “loco de Dios” es ignorado y despreciado, mientras el otro, que tiene matices de juglar y bufón para entretenimiento del rey y sus nobles, es honrado y enriquecido. El mensaje que subyace en estas dos obras llulianas es que para poder ser amado por Dios no sólo hay que tolerar, sino además buscar el abuso y la burla de las masas. El dolor y el sufrimiento humano, llevado a su máxima expresión en el calvario y crucifixión de Jesucristo, se glorifican como elementos constitutivos de la purificación del alma.
Hacia el final del Llibre de Blanquerna, un emperador abdica su corona para escapar del centro de la corte hacia la ermita donde Blanquerna vive su vida en contemplación. Junto con Blanquerna, el emperador encarna el ideal cristiano que exhorta a abandonar los bienes (y vicios) del mundo para vivir en extrema abnegación. Esta resolución prefigura el exemplo 1 del Conde Lucanor donde el rey comunica a su consejero privado la decisión de cederle la regencia del Estado, con lo que daba a entender “que se despagava mucho de la vida deste mundo et quel parescía que todo era vanidad” (Juan Manuel 2006 [ca. 1331-1335], p. 17). Más allá de las referencias a Eclesiastés 1:2, esta cita muestra el valor espiritual que suponía abandonar el mundo material, considerado como un estorbo para alcanzar el grado más alto de virtud y espiritualidad, para dedicarse a la purificación del alma13. Esta especie de sacrificios implica renunciación, pero también desplazamiento físico hacia lo salvaje que simbolizaba el retorno a una inocencia prelapsaria que el asceta Juan Casiano (ca. 360-435) asociaba con la añoranza humana de recuperar la armonía con la naturaleza del Edén perdido (Cassian 2000 [ca. 420], p. 216). Para estos monarcas, no obstante, el movimiento centrífugo representa una vía de escape de la vorágine política y el desgaste psicológico que conllevaba la vida de la corte y que podía engendrar condiciones melancólicas como la que padecía el sultán Al-Aḍal, o posiblemente Alfonso el Sabio. Pero esta evasión también se puede interpretar como efecto o manifestación del trastorno psicológico causado por el exceso y la combustión de bilis negra.
El corolario de la melancolía es incluso más evidente en la obra de Juan Manuel, heredero directo de la tradición literaria de su tío Alfonso X y de su primo Sancho IV14. La influencia de Llull sobre el príncipe castellano va más allá de una mera deuda por el marco narrativo de su Libro del caballero et del escudero. Juan Manuel había estudiado con avidez otras obras del místico mallorquín (Lida de Malkiel 1950, p. 174). Igual de importante es la lectura cuidadosa que el magnate castellano hace de Barlaam, de donde copia el marco narrativo para su Libro de los estados, además del primer exemplo del Conde Lucanor, que narra la historia de un rey que pretende engañar a su consejero para acreditar su lealtad, diciéndole que abdicará la corona en su favor para retirarse al desierto y purificar su espíritu. El mismo tema reaparece en un relato interpolado en el ms. H del Conde Lucanor, donde un rey renuncia a su corona para expiar sus culpas y depurar el alma. Este cuento apócrifo muestra que los lectores del siglo XV percibieron el tema de los reyes melancólicos como uno de los elementos constitutivos del Conde Lucanor.
El exemplo 51, cuya autoría sigue siendo un punto de contención en la crítica manuelina (England 1974; Alvar 1984; Biaggini 2014), muestra con dramatismo vívido los efectos psicológicos y sociales de la melancolía adusta. Dicho relato, inspirado en un cuento de la difundidísima Gesta Romanorum, narra las vicisitudes de un rey soberbio a quien Dios castiga por alterar los versos del Magnificat15. Un día el rey va a los baños públicos con su séquito real, y deja su ropa fuera mientras se baña. Dios envía un ángel a usurpar la figura del rey, toma su ropa y regresa al palacio, dejando sólo unos harapos. Al salir el rey, se encuentra solo. Aunque al principio se muestra renuente, al final se pone los andrajos y se dirige furioso al palacio -exteriorización de su complexión colérica. El intercambio sartorial no sólo presagia, sino que además cataliza, la confusión ontológica que da pie a la tensión dramática. El rey haraposo exige al custodio abrir la puerta. El guardia lo ignora, por lo que el rey “començó a rabiar de saña et de malenconía” ( Juan Manuel 2006, p. 218).
Ésta es la única vez que el término malenconía aparece en el Conde Lucanor y es sumamente significativo que sea en un relato que dramatiza los efectos de la melancolía adusta. Pensando que el custodio se está burlando de él, el rey intenta mesarle el cabello, pero el guardián le da tal golpe en la cabeza con la culata de la maza que lo hace sangrar. El rey piensa que el portero ha perdido el juicio, por lo que se marcha del alcázar en busca de su mayordomo, pero éste también lo ignora y maltrata. Finalmente va a la reina, pero lejos de conseguir su objetivo, ésta lo manda azotar y expulsar del palacio: “diziéndol quel echassen de casa aquel loco quel dizía aquellas locuras” (p. 219). Expulsado de la corte, el rey comienza a habitar los márgenes del reino, donde pide limosna y cuenta a todo el mundo que él es el monarca de esa tierra. Su excentricidad, intensificada visual y dramáticamente mediante su vestimenta de pordiosero (“pañizuelos viles et rotos”), lleva a la gente a creer que el rey está fuera de su entendimiento. Su supuesta locura, que no es sino artificio divino para curar su soberbia, lo convierte en el hazmerreír del reino entero. Este abuso sistémico lleva al monarca a dudar de su propia identidad:
Et tantos omnes le dixieron esto et tantas vezes et en tantos lugares, que ya él mismo cuydava que era loco et que con locura pensava que era rey de aquella tierra. Et desta guisa andudo muy grant tiempo, teniendo todos los quel conosçían que era loco de una locura que contesçió a muchos: que cuydan por sí mismos que son otra cosa o que son en otro estado (loc. cit.; cursivas añadidas).
Haciendo eco de una descripción fenomenológica articulada en el Setenario alfonsí, o en el Lucidario de Sancho IV, y dramatizada en otro relato apócrifo intercalado en un manuscrito quinientista del Conde Lucanor, estas palabras enfatizan el proceso ontológico que lleva a un hombre a creer que es lo que no es. La epistemología médica cultivada por Rufo de Éfeso, Galeno y sus seguidores medievales explicaba esta teleología por medio de la combustión de la bilis negra y los vapores malignos que subían al cerebro. Aunque sin un contexto adecuado, Guillermo Serés remite al lector a esta teoría humoral en nota al pie de página de su edición del Conde Lucanor16. En la descripción sobre el monarca, adicionalmente, hay una tautología fonética causada por la repetición de la consonante ka que predomina en los términos “loco” y “locura”. Además de ello, es importante resaltar cómo esta melancolía -fingida o real- crea condiciones deshumanizantes que llevan a la violencia y a la exclusión.
Al contrario del exemplo 11, donde el autor crea una ilusión cognitiva que engaña tanto al deán de Santiago como al lector, el narrador del exemplo 51 advierte que el rey ni está loco ni es melancólico. Es sólo a partir del rechazo social y la burla que el rey comienza a vacilar entre su percepción subjetiva y la realidad exterior. Cuando el ángel pregunta quién es el “loco” que afirma ser rey, el mismo portero que lo había golpeado y escarnecido reitera el atropello al que es sometido, irónicamente, por los súbditos más marginados del reino: “contól cómmo andavan las gentes riendo et trebejando con él, oyendo las locuras que dizié” (p. 220). Estas risas y juegos (riendo et trebejando) constituyen un humor negro que evoca la bilis negra, causante de la supuesta locura del rey. En el relato de la Gesta Romanorum, el maltrato es incluso más violento y más gráfico, ya que el emperador Joviniano es vapuleado, encarcelado y, finalmente, echado fuera de la ciudad. El propio Joviniano expresa su marginación y sufrimiento con patetismo trágico: “I am an outcast, the laughing-stock of my people” (2016 [1342], p. 149). El emperador subraya dos consecuencias lógicas que sufrían los locos en las sociedades medievales: la marginación social (outcast) y la burla tendenciosa (laughing-stock). Estos dos fenómenos representan los rasgos más comunes de la experiencia humana del demente, que se evidencia tanto en crónicas históricas como en obras literarias.
Al igual que la cantiga 65, el chiste deshumanizante que lleva a la risa socarrona se convierte en instrumento de tortura psicológica que presupone un complejo de superioridad. Desde las teorías filosóficas de Platón, Aristóteles y Thomas Hobbes hasta las de Bergson y Freud, el chiste y la risa se han postulado como elementos constitutivos de la dialéctica de lo superior y lo inferior. Hobbes aseveraba que la risa era una especie de sentimiento de “glory arising from the sudden conception of some eminency in ourselves, by comparison with the infirmities of others, or with our own formerly” (Lintott 2016, p. 353). La gente no se ríe sólo de las deformidades y desdichas del otro, sino, además, de la certidumbre de que son mejores que el objeto de la risa. En un estudio clásico, Bergson (1911, p. 136) afirmaba que mediante la risa “we always find an unavowed intention to humiliate”. El rey loco del exemplo 51 es convertido en el blanco de las bromas bufonescas, el hazmerreír que divierte al pobre y al rico para obtener un mendrugo. Mientras pide limosna, el monarca declara que es el rey del territorio y la gente lo chancea, preguntándole socarronamente que “cómmo andava tan lazdrado seyendo rey de aquella tierra” (Juan Manuel 2006, p. 219). En El chiste y su relación con el subconsciente, Freud postulaba que el chiste tendencioso “is so well suited to attacking the great, the dignified and the mighty” (2002, p. 100). En este ejemplo, incluso la gente plebeya puede burlarse del rey porque éste ha perdido su poder y, por medio del escarnio, los súbditos gozan de superioridad circunstancial.
Connie Scarborough concluye que, en la cantiga 327, los feligreses (y el lector) se ríen del sacerdote humillado porque sienten “[a] sense of superiority now that an authority figure has been deformed as to be comical” (2010, p. 286). Harold Moon (1963), Edna Aizenberg (1980), John England (1994) y John Rutherford (2006) han encontrado un fenómeno semejante en el episodio posbélico entre el conde Berenguer de Barcelona y el Cid, en el que éste obliga a aquél a participar en las festividades que celebraban su derrota. La audiencia y el lector se ríen del personaje aristócrata por su inferioridad en relación con el héroe castellano, luego de ser humillado y simbólicamente emasculado.
La burla y la risa de sus súbditos -ingredientes esenciales para lo cómico- llevan al rey a aceptar su estado de inferioridad. Al mismo tiempo, su condición de bufón lo obliga a recorrer los márgenes del reino en busca de alimento y refugio. Al igual que el emperador Joviniano, el rey no puede coexistir en el centro de la vida cortesana y la civilización porque su locura, acentuada por su desnudez parcial y sus palabras “irracionales”, representa una amenaza para el cuerpo social. Por si esto fuera poco, su pretensión al trono contiene el germen para desestabilizar la misma cabeza del Estado. Por ello, se ve impelido a convertirse en personaje itinerante y centrífugo, sin un sitio permanente. Si el destierro físico y la violencia psicológica engendran una melancolía crónica que empuja al emperador Joviniano al borde del suicidio, el rey loco también va experimentando un tedio y un desapego por su vida que van minando su existencia. Igual que Joviniano, el rey comienza a perder el juicio y el sentido de identidad. Cuando lo confronta el ángel, el rey enfatiza su vacilación ontológica: “dígovos, señor, que yo veo que soy loco et todas las gentes me tienen por tal” ( Juan Manuel 2006, p. 221).
Por lo menos en el marco del discurso, el rey está loco (“soy loco”) -aserción dramáticamente poderosa que contrasta por completo con su anterior soberbia. El silogismo del rey es evidente: él está vestido de pordiosero y cree que es rey; la gente lo maltrata, se burla de él y lo expulsa de la sociedad. La conclusión lógica es que está loco. Ante el ángel-rey y la corte, el rey indigente confiesa que todo el reino lo trata como a un loco, es decir, un ente caricaturesco, a la vez que abyecto e inferior. El castigo divino está creando una verdadera enfermedad psicosomática. Al final del relato, el rey se arrepiente, expía sus pecados mediante el sufrimiento causado por el ludibrio del vulgo y vuelve a ocupar su espacio en el centro de la monarquía. Sin una verdadera contrición, el rey probablemente habría terminado su vida deambulando por las callejuelas del reino como un loco excéntrico, creyendo haber sido alguien que ya no es.
La melancolía adusta, por lo tanto, contenía el fermento para ocasionar trastornos mentales irreversibles. Estos desórdenes psicológicos provocaban que las víctimas actuaran de manera excéntrica y que emprendieran, para parafrasear a Foucault, una marcha obligatoria hacia la periferia, donde coexistían con la agresión, la burla y el rechazo. Estos reyes melancólicos eran perseguidos por un vulgo sediento de humor negro, y caían víctimas de situaciones tragicómicas que contenían el germen de la risa deshumanizante y excluyente a costa del monarca caído. Como el rey de la cantiga 65 o el del exemplo 51, los locos melancólicos eran caricaturizados por una sociedad que, lejos de mostrar compasión por su sufrimiento, los expulsaban a palos y escarnios fuera del espacio urbano, como si de animales infecciosos y peligrosos se tratara.
Además de empatía y tolerancia, las sociedades premodernas carecían de un sistema psiquiátrico que ayudara a confinar a los dementes con miras a rehabilitarlos. La solución más viable, aunque menos humana, era echarlos en los márgenes para mantener la higiene y la belleza de las urbes. El abuso físico y psicológico, sin embargo, tenía una doble función que beneficiaba tanto al sujeto como al objeto del exceso. Como apuntó Eco, la risa ayudaba a enmascarar y canalizar las dificultades de la cotidianidad. La gente se reía del dolor ajeno para mitigar u olvidar el propio. Para el objeto de la agresión, según la cosmología cristiana y el ideal místico, la angustia y el dolor servían como mecanismo catártico que purificaba el alma, a la vez que aquilataba su inquebrantable amor por Dios. Al final, como se explicita en la historia de Nabucodonosor y se infiere en el exemplo 51, algunos reyes melancólicos podían regresar de la periferia siempre y cuando se arrepintieran de sus pecados y purificaran sus almas por medio del sufrimiento. Sin contrición verdadera, estos locos estaban condenados a errar entre los márgenes, simultáneamente dentro y fuera de la comunidad humana que los expulsaba a palos y escarnio.