La idea de “hacer el camino” es uno de los sellos distintivos de la poética cervantina de la Galatea al Persiles. Las páginas de las obras de Cervantes desbordan personajes que, por diversas razones, están fuera de su patria, y esta experiencia se convierte en el factor que determina su manera de ver el mundo. La inquietud del autor por los personajes vagamundos alcanzó un punto culminante en la última de sus obras, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), libro en el que la peregrinación es eje rector de la construcción literaria tanto de personajes como de la estructura narrativa1.
En las páginas de Los trabajos de Persiles y Sigismunda campea una serie de personajes que peregrinan de maneras muy diversas. Las razones del autor para recurrir a la noción de peregrinaje en la estructura narrativa de su texto y en la construcción de sus personajes son complejas. Por un lado, es innegable que tenía una inclinación evidente por ver en el camino un núcleo de amplísimas posibilidades literarias; por otro, vale considerar que, en el diálogo con la novela griega, Cervantes recupera aspectos decisivos que tienen que ver con la estructura, el decoro y la verosimilitud2, pero atiende de forma significativa al atractivo que reviste el viaje en este género. De estas dos vetas, un motivo recurrente en los textos cervantinos y el explícito influjo de Heliodoro3, surge la primacía de la peregrinación en el Persiles, que se codifica a partir de las implicaciones de salir de la patria hacia un destino desconocido y de experimentar en esta travesía diversos trabajos en aras de la restauración del equilibrio perdido.
La literatura de la época tuvo un gusto especial por la peregrinación y por su potencial simbólico. Resulta significativo que algunos de los autores canónicos de las letras áureas, como Félix Lope de Vega, Luis de Góngora y Baltasar Gracián, asimilaran en poemas y en novelas personajes y motivos propios de esta modalidad del viaje literario. En esta órbita, el planteamiento que Cervantes elabora en el Persiles respecto al peregrino comporta un gesto de originalidad y de modernidad indiscutible porque da cuenta del complejo pensamiento barroco al perfilar una variedad de formas de peregrinar que dialogan entre sí y entran en tensión continuamente4. Este artículo explora la singularidad del trabajo cervantino con la idea de peregrino, y, para ello, propongo entenderlo como un concepto.
El concepto, tan arraigado a la cultura del Barroco, resulta una vía de análisis pertinente para aproximarnos al tratamiento de peregrino en el Persiles. Hay que recordar que la noción de concepto comprende un proceso intelectual que establece relaciones significativas entre diversas ideas, según lo planteó Gracián5, y por ello es posible estudiarlo en todas sus posibles concreciones en el texto literario: como personaje, como núcleo de la estructura del relato, como metáfora, como alegoría o como correlato del poeta que crea la obra literaria6. En Los trabajos de Persiles y Sigismunda, el peregrino puede entenderse como concepto porque Cervantes urde una red de relaciones entre visiones diferentes y a veces opuestas de lo que implica ser peregrino: hay unos eminentemente estereotipados y, a la vez, otros cuyos caminos no son los más virtuosos ni los más encomiables, pero todos se encuentran y se comunican en un mismo universo narrativo7. Estos peregrinos alternos son el asunto de esta reflexión porque ponen de manifiesto uno de los logros más trascendentes del Persiles: situar frente a los ojos del lector un panorama de posibilidades de hacer el camino, todas legítimas, todas con algún propósito ulterior y todas resultado de una inquietud por ver y conocer el mundo.
Los asedios críticos a los personajes y motivos asociados a la peregrinación en esta obra han discutido por extenso la deuda del autor con la novela griega (Forcione 1972; Boruchoff 2004; Grilli 2004; Lozano Renieblas 2014). Además, hay valiosos estudios sobre las geografías y desplazamientos de estos peregrinos (Marguet 2011; Rull 2018; Llosa Sanz 2019). En el nutrido panorama de lecturas del Persiles concentradas en el tratamiento del peregrino, hay que advertir las aportaciones fundamentales de González Rovira (1996), Deffis de Calvo (1999), Egido (2014), Rodríguez Valle (2017), y el texto de Antonio Vilanova (1949), uno de los primeros acercamientos a este asunto. En ese panorama crítico se inserta esta aproximación a los mecanismos con los que Cervantes configura los distintos peregrinos y lo que ello comporta para la visión de mundo que el autor transmite a los lectores. En primer lugar, propongo un análisis de la pareja protagonista de la obra y su codificación según los presupuestos de la tradición clásica, así como de la idea de trabajos inherente a la concepción tradicional del peregrino. En segundo, estudiaré la configuración de dos personajes que representan la alteridad al hacer el camino, para establecer un diálogo significativo entre estos peregrinos secundarios y los protagonistas. En ambos casos trataré los cuestionamientos del propio texto (en voz de personajes y del narrador) en cuanto al fenómeno de peregrinar y de las implicaciones que tienen estas voces críticas en la elaboración del concepto de peregrino en el Persiles.
La tradición como punto de contraste: Periandro y Auristela
De las variadas lecturas que promueve la afirmación cervantina respecto al Persiles como “libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza” (Cervantes 2001, p. 65), habría que entender que tal “competencia” cervantina con su modelo constituye, más bien, una reinterpretación crítica. Ha dicho Forcione, en este sentido, “if it is obvious that the fundamental narrative method of the Persiles derives from Heliodorus, it is no less obvious that Cervantes employs that method to produce a work of much greater complexity than the Aethiopica” (1972, p. 23). Y es que, de este ejercicio de innovación a partir de Las etiópicas, valdría la pena reflexionar en torno a aquello que Cervantes recupera de la novela helenística para perfilar a los protagonistas de esta obra.
Como el lector puede notar desde las primeras páginas, Periandro y Auristela son un compendio de belleza inaudita, nobleza, sabiduría, castidad y elocuencia. Tanto en las peripecias de su travesía como en su manera de vivir el amor y de interactuar discursivamente con otros personajes, es perceptible la intención cervantina de configurar dos héroes virtuosos, a la manera de la obra de Heliodoro (Schwartz 2018, p. 501), pero revitalizados según las inquietudes barrocas, como señala Lozano Renieblas8. Para ello, perfila las acciones, discursos y travesías de Periandro y Auristela con atributos en diálogo con los protagonistas de las Etiópicas, como los giros identitarios, los viajes por lejanas geografías y los trabajos que experimentan en estos periplos.
Si Cervantes creó unos peregrinos de amor ideales y congruentes con las inquietudes del mundo barroco, entonces habría que preguntarnos ¿cuál es el sentido de trazar puntualmente otros viajes tan distintos en motivaciones al de los personajes principales? Esta propuesta de lectura sostiene que el trabajo literario de Cervantes con dos protagonistas definidos por atributos muy elevados tiene que ver con la función de su concepto: establecer un punto de referencia para que el lector mismo pondere la trascendencia y el grado de ruptura con las otras formas de ser peregrino que plantea el texto.
En la configuración de sus protagonistas, se advierten convenciones de los peregrinos literarios: 1) se trata de personajes con plena convicción en su camino, cuyo desarraigo de la patria es voluntario; 2) su travesía tiene un destino específico que puede ser un lugar, una persona o un ideal; 3) de la mano del desplazamiento físico, los individuos experimentan en el camino una evolución interna; 4) la peregrinación implica a menudo giros identitarios importantes; 5) en el camino atraviesan por trabajos que ponen a prueba su determinación y su virtud9. Con estas pautas en mente, hay que tener en cuenta que Periandro y Auristela salen de sus nórdicas tierras en cumplimiento de un voto10 (y para retrasar el matrimonio de ella con Magsimino); que en todo momento tienen la certeza de que llegarán a Roma; que su peregrinación está acompañada de avatares emocionales y psicológicos, además de los juegos identitarios que involucran nombres y vestimentas para ocultar quiénes son en realidad; y que su camino está plagado de trabajos físicos y espirituales, trabajos que justamente dan título al Persiles y que resultan un indicador para analizar los distintos tipos de peregrinaciones en el texto11.
Como ha afirmado Aurora Egido, los protagonistas de esta novela “encarnaron el perfil de los perfectos peregrinos del mundo” (2014, p. 368). Basta con recordar que a su llegada a Portugal, la compañía peregrina, “todos juntos y cada uno de por sí, causaban espanto y maravilla a quien los miraba; pero sobre todos campeaba la sin par Auristela y el gallardo Periandro” (III, 1, p. 278)12. No solamente su belleza, sino su virtud, elocuencia y nobleza son elementos que enaltecen a los protagonistas incluso en un conjunto de personajes. A estos elementos se suma el gesto distintivo de su peregrinación amorosa, pues, según señala García Gual sobre las novelas griegas, “el viaje errático, con sus múltiples asaltos y violencias, extrañamiento y separación, es un ingrediente imprescindible en la trama novelesca. Los amantes deben demostrar su singular virtud (fidelidad y castidad) en ese peregrinaje, un recorrido iniciático que mantiene en vilo al lector” (2019, p. 24). Así, la labor de Cervantes en la construcción de estos peregrinos modélicos, por un lado, inscribe su obra en una tradición prestigiosa y reconocible para los lectores (la de la novela griega); por otro, hace que este núcleo ejemplar sea el referente idóneo para leer a los otros peregrinos, que están muy lejos de ser tan bellos, tan virtuosos y tan determinados en sus trabajos como Periandro y Auristela13.
En la voluntad de crear unos peregrinos semejantes a los personajes de la novela bizantina subyace un rasgo distintivo de Cervantes, pues otros autores que en la época trabajan con la materia de peregrinación (como Lope de Vega en El peregrino en su patria, Góngora en las Soledades o Gracián en El Criticón) no brindan al lector el referente paradigmático: en estas obras, el receptor debe tejer por sí mismo esos diálogos de los respectivos peregrinos con la tradición en función de su bagaje de lectura. Cervantes, en cambio, elabora el modelo como el punto de contraste al cual volver la mirada continuamente para legitimar la variedad de formas de ser peregrino en el texto; como veremos, no hay juicios narrativos sobre cuál es mejor: es tarea del lector hacerse un criterio después de contemplar un panorama de complejas posibilidades. Así, la configuración de Periando y Auristela -además de ser el modelo contrastivo para plantear otras formas de peregrinar- brinda tres pautas fundamentales que permiten advertir las interacciones entre distintas visiones de peregrino: los problemas de la identidad, la noción de trabajos y la percepción del personaje sobre su propio camino.
“Peregrinamente peregrinos”: visiones conflictivas de la peregrinación
En la aproximación al concepto de peregrino en el Persiles, el punto de referencia, como hemos visto, es la travesía de Periandro y Auristela. Y justamente porque la visión de Cervantes sobre “ser peregrino” no es unívoca, es posible entenderla como concepto. El concepto, como el camino, se va construyendo con las otras formas de peregrinar que dialogan con el paradigma, de manera que el lector puede poner en relación el modelo y las facetas alternativas. Por ello, este apartado versa sobre ese otro peregrinaje que funciona a manera de contrapunto con el de Periandro y Auristela, menos virtuoso, tal vez, pero sin duda más humano y más complejo.
Esta órbita de personajes “vagamundos” constituye uno de los aspectos más logrados del concepto de peregrino en el Persiles porque evidencia cómo Cervantes ensancha las fronteras del paradigma y lo recrea en otras formas de ser peregrino. Para conseguirlo, el relato dota a los protagonistas de una inevitable atracción que arrastra a quienes encuentran a su paso a sumarse a su viaje (aun si sólo lo hacen por un breve trecho). De este modo, la aventura que se inicia con tres personajes -Periandro, Auristela y Cloelia- se transforma progresivamente en una peregrinación colectiva, que, a pesar de serlo, no cancela las motivaciones individuales, como ha apuntado Webb (2002, p. 71). Así, los personajes andantes del Persiles emprenden el camino por razones variadas, y pocos son los que se dirigen con genuina devoción a un santuario religioso o los que hacen su travesía con las señaladas virtudes de Periandro y Auristela; esto, no obstante, no los hace menos peregrinos. Como ha señalado Juergen Hahn (1973, p. 28), peregrinar implica una inquietud espiritual (religiosa, amorosa o ideológica), por lo que puede considerarse peregrino a un individuo mientras vague errante fuera de su patria, con el firme propósito de continuar su camino, y se muestre dispuesto a sufrir los trabajos necesarios para llegar a destino. Con el afán de valorar la configuración de los personajes como peregrinos, valdría la pena también atender a la denominación que reciben tanto del narrador como de otros personajes, entidades que en determinados puntos del relato utilizan de diversas maneras el término peregrino.
Entre los personajes del Persiles hay dos casos excepcionales de la configuración atípica del peregrino que producen tensión respecto del ideal de virtud que establecen los protagonistas: Arnaldo y la peregrina de Talavera. El criterio para estudiar a estos personajes tiene que ver con el trabajo narrativo sobre la construcción de su identidad, y con las motivaciones particulares de sus propias travesías, además de que ambos terminan su camino, como los protagonistas, en Roma. A la luz de estos elementos es posible esbozar una respuesta a esas preguntas constantes que rondan las identidades peregrinas: quiénes son, de dónde vienen y a dónde van14.
Arnaldo y la peregrina de Talavera comparten más similitudes que la de estar vinculados a la peregrinación de Periandro y Auristela. Quizá la más importante sea que, en su configuración, ambos están muy lejos de alcanzar un grado de cualidades equiparable al de personajes que responden a un elevado sistema de valores. Ninguno de los dos destaca por su valentía o por su prudencia: el príncipe de Dinamarca traiciona sus obligaciones de Estado para obedecer a su debilidad amorosa, mientras que la peregrina de Talavera está en el camino sin un propósito trascendente más que el de la curiosidad. Aun con todas sus faltas a cuestas, al igual que aquellos de espíritus inquebrantables, estos dos personajes se entregan al mar y a los caminos, donde soportan diversos trabajos en hábito de peregrinos con el propósito de llegar a Roma.
El fracaso de la “peregrinatio amoris”: Arnaldo
Arnaldo es un personaje extraño en la peregrina compañía que recorre mar y tierra a lo largo de la extensa geografía del Persiles. Está y no está, es peregrino por fuerza pero voluntariamente se entrega a todos los trabajos físicos y sentimentales que se le ofrecen para alcanzar su muy peculiar destino: el amor de Auristela. Para analizar la particularidad del príncipe de Dinamarca y el giro que comprende su construcción frente al paradigma de peregrino hay que considerar cómo se traza su identidad, sus trabajos y su fin en el relato.
Un punto de partida importante al estudiar la peregrinación del príncipe de Dinamarca es la forma en que la narración lo introduce en la historia, que es radicalmente distinta a la de otros personajes peregrinos del Persiles. Frente a la multiplicidad de personajes aficionados a contar por extenso sus desventuras15, el caso de Arnaldo resulta bastante particular: lo que sabemos de él a menudo es relatado por una tercera persona -el narrador u otros personajes-, pero nunca se abre un espacio para que él diga en primera persona ‘éste es mi nombre, ésta es mi patria y ésta mi historia’. La primera alusión a Arnaldo está en boca de Taurisa, quien cuenta a Periandro el destino de Auristela y la costumbre de sacrificar doncellas en la Isla Bárbara: “El capitán y señor deste navío se llama Arnaldo, es hijo heredero del rey de Dinamarca, a cuyo poder vino por diferentes y extraños acontecimientos una principal doncella, a quien yo tuve por señora” (I, 2, p. 56). Taurisa dice lo que no sabemos por la voz del caballero: su nombre, su patria y su calidad; pero desde la continuación de su relato advertimos que todo esto importa únicamente por su relación con Auristela.
Un capítulo más adelante, y por el enredo urdido para rescatar a Auristela, Arnaldo habla para responder a la bárbara polaca: “Nosotros somos naturales del reino de Dinamarca, usamos el oficio de mercaderes y de cosarios, trocamos lo que podemos, vendemos lo que nos compran y despachamos lo que hurtamos” (I, 3, p. 62). Esto, evidentemente, no constituye un relato; es más, parecería que el caballero busca esconder su identidad porque utiliza la primera persona del plural. Como revelan estas escasas pautas, la identidad de Arnaldo aparece fragmentariamente a lo largo de los cuatro libros, en donde lo que sabremos de él -además de su amor profundo por Auristela- está dicho por terceros o apenas se murmura, como veremos más adelante. El singular tratamiento narrativo con el cual Cervantes configura a este personaje produce un efecto desconcertante en el entramado global de la obra, pues si por un lado lo mantiene en un margen de pasividad frente a lo que sucede, como si fuera una presencia efímera sin voz propia, por otro está siempre presente, haciendo las travesías marítimas de los peregrinos y, de algún modo, siendo peregrino con ellos con el único fin de seguir las huellas de Auristela.
En cuanto a los rasgos de la configuración de Arnaldo por los que es posible concebirlo como peregrino destacan 1) su renuncia casi total a sus obligaciones de Estado por ir tras Auristela en peregrinatio amoris, y 2) el hecho de que el narrador lo transforme en un genuino peregrino a las afueras de Roma. En cuanto al primer elemento, hay que señalar que después de Periandro no hay en el texto un peregrino tan firme en sus sentimientos amorosos como el príncipe danés. Desde que resguarda a Auristela en su poder, la conducta prudente que debería distinguirlo por su nobleza se quebranta para servir una sola causa: la protagonista. En su empeño por recuperarla del poder de los bárbaros, lejos de dar cuenta de un carácter determinado y valeroso, se muestra lleno de dudas y temores. Así, se acerca a Periandro para recibir consejo: “Arnaldo le contó todos sus amores y sus intentos, y aun le pidió consejo de lo que haría, y le preguntó si los medios que ponía para saber de Auristela iban bien encaminados” (I, 2, p. 59). Frente al protagonista, quien, a pesar de los naufragios, las ausencias y la lejanía de la patria, manifiesta un carácter sagaz y valeroso, el príncipe danés queda como un melancólico amante dominado por su pasión.
La faceta del concepto de peregrino que Cervantes formula en Arnaldo es inusual y, por momentos, podría parecer irrelevante; sin embargo, no es asunto menor que un hombre encargado de un reino se haga peregrino y que asuma todas las complicaciones que esto conlleva. Resulta muy sugerente el planteamiento de una peregrinación amorosa en un contexto menos idealizado que en otros géneros; es decir, el texto señala continuamente -por boca de varios personajes y con una actitud bastante crítica- cómo la ausencia del príncipe repercute en el buen gobierno de Dinamarca. Esto representa una ruptura respecto a la peregrinación central, en cuanto que nadie exige a Periandro que cumpla con obligaciones de Estado (tal vez por ser segundón), ni que guarde el recato de sus emociones: él puede seguir libremente a Auristela sin ser mal visto. Arnaldo, en cambio, se configura como un mal príncipe, pues si tanta debilidad muestra para regir sus emociones, ¿cómo podría gobernar un reino?
En este sentido, la murmuración es una voz sutil pero sumamente crítica que se hace presente en casi todos los episodios donde aparece Arnaldo. Así, desde el rey Policarpo (“que ya sabía que era el heredero de Dinamarca, y que los amores de Auristela le habían sacado de su reino”, II, 2, p. 167) hasta Sinibaldo, el pariente de los ermitaños franceses, conocen el punto más débil del caballero danés, expresado aquí en términos casi poéticos gracias a la tópica comparación del enamorado con la mariposa atraída por la luz:
[Sinibaldo] contó asimismo cómo se murmuraba que por la ausencia de Arnaldo, príncipe heredero de Dinamarca, estaba su padre tan a pique de perderse, del cual príncipe decían que cual mariposa se iba tras la luz de unos bellos ojos de una su prisionera, tan no conocida por el linaje, que no sabían quién fuesen sus padres (II, 21, p. 272).
Si ésta es la opinión oficial, la de los hombres de Estado, también los personajes menos encomiables, como Clodio, son capaces de señalar estas faltas16. El maldiciente, a pesar de todos sus vicios relacionados con la palabra, es a menudo la voz más consciente sobre la circunstancia de Arnaldo y, también, la única que se atreve a enfrentarlo con la verdad y a recordarle sus obligaciones de Estado al poner sobre una balanza lo infructuoso de su amor por Auristela y las responsabilidades reales y familiares: “quiero que tal vez consideres quién eres, la soledad de tu padre, la falta que haces a tus vasallos, la contingencia en que te pones de perder tu reino, que es la misma en que está la nave donde falta el piloto que la gobierna” (II, 4, p. 175).
Con estas advertencias, Cervantes pone en un mismo nivel al personaje más bajo y al príncipe, y dota a Clodio del discurso preciso para advertirle que Periandro y Auristela no son hermanos, que el padre y el reino lo demandan más que un amor infructuoso. Como sucede a menudo en la narrativa cervantina, la realidad y sus conflictos estallan ante los ojos de personajes dominados por la imaginación y el idealismo. El príncipe agradece los avisos, pero no sigue el consejo; su firme respuesta representa la construcción discursiva del objeto de su peregrinación: “por ella he tenido, tengo y he de tener vida. Ansí que, Clodio, no me aconsejes más, porque tus palabras llevarán los vientos, y mis obras te mostrarán cuán vanos serán para conmigo tus consejos” (p. 176).
Clodio porta en sus palabras una aguda crítica a la forma de ser peregrino de Arnaldo, con una mirada mucho más realista sobre la peregrinatio amoris de este personaje y también de los dos protagonistas. Como el lector sabe, en Clodio se cifra el vicio de la palabra, pero su perspicacia sobre esta circunstancia engloba una concepción de hacer el camino que vale la pena atender. Dice el murmurador al danzante Rutilio:
¿qué hace aquí este Arnaldo, siguiendo el cuerpo de Auristela, como si fuese su mesma sombra, dejando su reino a la discreción de su padre, viejo y quizá caduco, perdiéndose aquí, anegándose allí, llorando acá, suspirando acullá, lamentándose amargamente de la fortuna que él mismo se fabrica? ¿Qué diremos desta Auristela y deste su hermano, mozos vagamundos, encubridores de su linaje, quizá por poner en duda si son o no principales? Que el que está ausente de su patria, donde nadie le conoce, bien puede darse los padres que quisiere, y con la discreción y artificio, parecer en sus costumbres que son hijos del sol y de la luna… ¿Quién puede ser este luchador… que ni sabemos ni hemos podido saber deste par tan sin par en hermosura, de dónde vienen ni a do van? Pero lo que más me fatiga dellos es que, por los once cielos que dicen que hay, te juro, Rutilio, que no me puedo persuadir que sean hermanos, y que, puesto que lo sean, no puedo juzgar bien de que ande tan junta esta hermandad por mares, por tierras, por desiertos, por campañas, por hospedajes y mesones (II, V, pp. 181-182).
El fragmento pone de manifiesto las tensiones entre formas de ser peregrino en el texto, entre significados y valores que legitiman o no la experiencia del camino. Por una parte, recupera las ideas que ya he apuntado sobre la indiferencia de Arnaldo en cuanto a sus obligaciones en el reino. En el discurso de Clodio, tal actitud está ridiculizada, como se enfatiza en las lágrimas, suspiros y lamentos que, como lectores, no vemos, pero que conocemos gracias a esta perspectiva objetiva y crítica del problema. A esto se suma, por otra parte, la insistencia del murmurador en cuanto a la libertad para tomar decisiones, lo cual resulta un gesto muy moderno: para Clodio, Arnaldo está ahí por elección propia, y no por los designios de la Providencia, así que es él mismo el generador de su desventura. Ser peregrino es, por tradición, un acto voluntario17, pero ni las motivaciones del capitán danés para emprender el camino ni su actitud en esta travesía están a la altura de lo que se espera de su persona. Quizá la perspectiva de Clodio sea un reflejo de lo que los lectores pensamos de este personaje, al percibir aquello que los demás (con otras historias a cuestas) no atienden.
Si Arnaldo sale mal parado en la opinión de Clodio, tampoco los perfectos peregrinos del mundo aparecen virtuosos ante sus ojos. Es interesante este fenómeno porque, ciertamente, el texto propone varias maneras de peregrinar, pero tampoco las polariza en vicio-virtud, bondad-maldad, sino que las proyecta en un panorama de varias posibilidades que se legitiman según la lógica de quien peregrina, y no por un sistema de valores rígidamente definido. Por ello, el juicio de Clodio sobre los dos fingidos hermanos es igual de reprobable que el de Arnaldo: si uno es denostado por dejar sus responsabilidades para hacerse peregrino de amor, Periandro y Auristela lo son por inverosímiles (en la belleza y la riqueza) y por estar encubriendo con mentiras sus verdaderas identidades. Es significativo también que sea el murmurador quien se refiera a ellos como “vagamundos”, con no poco desdén18, e insista en que, incluso si fueran hermanos, la cercanía entre ellos y las distancias que han recorrido siempre juntos despiertan numerosas sospechas.
A la luz de la poca intervención discursiva de Arnaldo y de lo que los otros tienen que decir sobre él, el capitán danés se perfila como un peregrino lleno de dudas, sin fortaleza de ánimo -pues el único sentimiento que tiene cabida en él es el amor- y sin capacidad de ejercer las funciones que le corresponden. ¿Estas fallas lo hacen menos peregrino? ¿Atraviesa por menos trabajos por no ser tan virtuoso y determinado como Periandro? En realidad, no. Las palabras de Clodio son, por un lado, un juicio sobre la carencia de sentido de una travesía que no reportará ningún beneficio al príncipe; pero, por otro, al observar la respuesta de Arnaldo, el lector advierte que también aquellas travesías que no se vislumbran exitosas son legítimas por la mera experiencia, incluso cuando esto signifique dar la espalda a las obligaciones de Estado para hacer del amor el eje de su peregrinación. Así, y pese a todos los valores negativos que lo definen, Arnaldo asume las complicaciones y se sobrepone a los celos y al desamor con los ojos puestos en Auristela como fin único de sus trabajos.
El segundo atributo que permite observar en el príncipe danés otra faceta del concepto de peregrino es la configuración que recibe hacia el final del texto, en la convergencia de los personajes en Roma. Después de la separación de la compañía peregrina en la Isla de las Ermitas, su presencia en el relato queda suspendida -el lector, incluso, se olvida de él por varios capítulos-, por lo que su reaparición resulta totalmente inesperada cuando ya la historia está a punto de tocar su fin con la llegada a Roma. En el episodio final, Periandro y Auristela se encuentran con un rastro de sangre, que siguen sigilosamente hasta que encuentran a Arnaldo maltrecho en un prado: “…porque la misma sangre les hizo pasar adelante a buscar el origen de donde procedía, y hallaron entre unos verdes y crecidos juncos tendido otro peregrino… y conocieron ser el príncipe Arnaldo, que más desmayado que muerto estaba” (IV, 2, p. 421). Ésta constituye la primera vez en la obra que el narrador se refiere a Arnaldo como “peregrino” merced al hábito que viste el príncipe danés; pero conforme se acerca el final, el personaje va cobrando conciencia de que sus travesías han constituido un muy dificultoso trabajo, y por eso dice a Auristela: “en tu busca vengo, porque si no es parando en ti, que eres mi centro, no tendrá sosiego el alma mía” (p. 422).
La llegada a Roma reviste nuevas complicaciones para Arnaldo. Pese a que reitera que el fin de sus trabajos es Auristela, cada vez se va haciendo más fuerte su certeza de que todo ha sido una peregrinación de amor. Se trata, pues, de asumirse, aunque sea hasta el final del libro, como un peregrino que no alcanzó el fin de sus trabajos, y que ante el fracaso sostiene una actitud estoica. El narrador se refiere a la firmeza de Arnaldo, y no deja de reconocerle su constancia en lo que considera su fracaso de amor: “Todas estas cosas pudieran despertar a Arnaldo, para que considerara cuán menoscabadas estaban sus esperanzas, y cuán a pique de acabar con toda la máquina de sus peregrinaciones” (IV, 9, p. 456).
Cuando la protagonista recupera del todo la salud, su inminente boda con Periandro desecha de tajo todas las ilusiones del capitán peregrino, a quien
muchísimo le pesó de que se hubiesen malogrado tantos años de servicio de buenas obras hechas, en orden a gozar pacífico de su sin igual belleza; y lo que más le tarazaba el alma eran las no creídas razones del maldiciente Clodio, de quien él a su despecho, hacía tan manifiesta prueba (IV, 14, p. 475).
¿De qué ha servido a Arnaldo llegar a Roma si no ha sido para recibir por consolación a la hermana de Auristela? ¿Cuál es el fin de tantas tormentas por mar y complicaciones por tierra? El caso de Arnaldo plantea una visión del peregrino que no solamente resulta discordante con el paradigma representado por Periandro y Auristela, sino que constituye la visión de un peregrino con debilidades, cuestionamientos y faltas que repercuten en lo colectivo -no es lo mismo ser enamorado y que las faltas cometidas por amor se queden como malos recuerdos que ser un hombre de gobierno que está ausente de sus responsabilidades. De manera distinta, Arnaldo es un peregrino porque está desarraigado, porque sufre diversos trabajos y porque tiene la certeza de que el fin de tantas pruebas consiste en ser merecedor de Auristela; sin embargo, su configuración tiene raíces más humanas, pues los individuos no pueden ser siempre virtuosos, ni tan determinados en su camino, ni responsables de todas sus acciones. Se añade así al concepto una veta que genera tensión respecto del paradigma de peregrino representado por los protagonistas, tensión que permite al lector notar con mayor agudeza el paradigma que entrañan los peregrinos protagonistas y sus diferencias frente a la complejidad intrínseca de un peregrino que avanza aun ante el previsible fracaso. En todo caso, se hace presente un planteamiento cervantino muy ligado a la condición humana: lo que importa es haber recorrido ese camino, aun si hay que emprender la vuelta con las manos vacías, sin haber conseguido aquello que dio sentido al recorrido, como en el caso de Arnaldo.
Los caminos de la curiosidad: la peregrina de Talavera
La peregrina de Talavera es el otro caso representativo de la articulación de un concepto que no tiene sentido unívoco: hay una forma de ser peregrino modélica, a cuyo paso va conformándose una colectividad de viajeros con motivaciones individuales; entre ellos, un capitán cuya peregrinación de amor resulta infructuosa y, ahora, una mujer que se entrega a la experiencia del camino con el único propósito de saciar su avidez de conocer otros lugares. Esta motivación resulta inesperada en un entorno literario constituido por peregrinos religiosos o amorosos; en la vida cotidiana de la época, sin embargo, la curiosidad ya se había legitimado como razón para desarraigarse de la patria, pues, como apunta Christian Zacher, “by the Renaissance, although curiosity was still considered a vice by some, it was also widely thought of as a harmless and even virtuous motivation” (1976, p. 5). En este sentido, el caso de la peregrina de Talavera -que no es la misma que Luisa la talaverana- es muy representativo para entender las varias facetas con que Cervantes traza su propio concepto de peregrinación; y pese a que su influjo en el desarrollo de la trama es incidental, representa una visión de mundo muy valiosa en la que el anhelo de conocimiento resulta tan válido como una peregrinación amorosa o un viaje de penitencia religiosa.
Como Arnaldo, esta peregrina se introduce en el relato mediada por la voz del narrador. A diferencia de los personajes que integran la compañía peregrina con Periandro y Auristela a la cabeza -quienes se deleitan contando minuciosamente sus vidas y las causas que los han llevado al punto en el que hallan a los dos enamorados peregrinos-, ni Arnaldo ni la peregrina de Talavera parecen ser voces autorizadas para narrar sus historias con la elocuencia de los otros personajes. Y es que, como refiere atinadamente Carlos Romero, “Periandro y Auristela indican un camino difícil, no por todos recorrible. Cervantes los admira, pero tal vez los comprende menos que a los otros personajes de su novela” (1997, p. 43). Así, en esta tónica de configuración de personajes definidos con todos los matices de lo humano, el ingenio cervantino apuesta por que sea el narrador quien medie entre el lector y la forma de ser peregrinos de estos dos personajes.
La aparición de la vieja peregrina ocurre en un momento tardío de la narración, ya en la parte final del Libro Tercero. Dice el narrador: “Seis leguas habrían alongado de Talavera, cuando delante de sí vieron que caminaba una peregrina, tan peregrina, que iba sola, y escusóles el darla voces a que se detuviese el haberse ella sentado sobre la verde yerba de un pradecillo” (III, 6, p. 313). Los peregrinos están en tierras españolas y, aunque su firme propósito es llegar a Roma para cumplir sus votos, pueden detenerse a inquirir sobre las vidas ajenas si éstas les generan curiosidad. Ya desde ese primer momento la construcción de esta peregrina está determinada por la lógica de la oposición: era tan peregrina, que iba sola. No olvidemos que, en esencia, la peregrinación idónea implica soledad y silencio, pues no se trata de un viaje de ocio, sino de una travesía con sentido espiritual en la que el individuo purga sus culpas19. Así visto, el viaje colectivo de Periandro y Auristela es una apuesta original en la órbita de la literatura sobre peregrinos ya que no sólo es un desplazamiento grupal, sino que está plagado de historias e, incluso, de un notable componente de espectacularidad -pensemos en el efecto que provoca la compañía de peregrinos al llegar a un nuevo lugar, como si de celebridades se tratara. Todos estos elementos están ausentes en el primer contacto con la vieja peregrina, quien hace un viaje solitario; no goza siquiera de un nombre y en su aspecto anticipa que tampoco disfruta de privilegios ni riquezas20.
Su sola presencia suscita la curiosidad de la compañía peregrina; pero antes de que el narrador le conceda la palabra, va a describir en detalle su aspecto físico:
la edad, al parecer, salía de los términos de la mocedad y tocaba en las márgenes de la vejez, el rostro daba en rostro, porque la vista de un lince no alcanzara a verle las narices, porque no las tenía sino tan chatas y llanas, que con unas pinzas no le pudieran asir una brizna dellas; los ojos les hacían sombra, porque más salían fuera de la cara que ella; el vestido era una esclavina rota que le besaba los calcañares, sobre la cual traía una muceta, la mitad guarnecida de cuero, que por roto y despedazado no se podía distinguir si de cordobán o si de bandana fuese; ceñíase con un cordón de esparto, tan abultado y poderoso, que más parecía gúmena de galera que cordón de peregrina; las tocas eran bastas, pero limpias y blancas; cubríale la cabeza un sombrero viejo, sin cordón ni toquilla, y los pies unos alpargates rotos y ocupábale la mano un bordón hecho a manera de cayado, con una punta de acero al fin; pendíale del lado izquierdo una calabaza de más que mediana estatura, y apesgábale el cuello un rosario, cuyos padrenuestros eran mayores que algunas bolas de las con que juegan los muchachos la argolla. En efeto, toda ella era rota y toda penitente, y como después se echó de ver, toda de mala condición (loc. cit.).
El primer elemento de oposición de esta forma de ser peregrina frente al paradigma que constituyen los protagonistas es el de soledad-compañía. En el pasaje citado, la lógica de los atributos contrarios pone de manifiesto el carácter tan singular de la peregrina de Talavera que se advierte en el aspecto físico. Para comenzar, es vieja respecto de una compañía de peregrinos en floreciente juventud; luego, la descripción del rostro nos deja ver que su aspecto físico está lejos de ser armonioso ante una escuadra de damas cuya belleza está hiperbolizada; por último, el narrador ahonda en la carencia monetaria que denotan sus vestidos, contrariamente a unas súbitas peregrinas (como Auristela y Feliciana de la Voz) quienes esconden sus joyas y riquezas para poder portar el hábito peregrino21.
La vejez, la fealdad y la pobreza no son atributos positivos, pero esto no implica que el personaje sea malintencionado; ella misma rechaza tajantemente a aquellos que se hacen peregrinos para poder robar: “pero estoy mal con los malos peregrinos, como son los que hacen granjería de la santidad, y ganancia infame de la virtud loable; con aquellos, digo, que saltean la limosna de los verdaderos pobres” (p. 315). Tampoco hay en su configuración alguna manifestación explícita de arrepentimiento y de ánimo de hacer un viaje religioso, pues su travesía está más bien llevada por la curiosidad.
Hay otro aspecto, quizá mínimo, que continúa con la lógica de las oposiciones con la que está construida esta forma de ser peregrino que simboliza la peregrina de Talavera: su poca inclinación al saber libresco. Cuando más adelante traza para la compañía de personajes el itinerario que quiere seguir, habla de las fiestas de la Señora de la Cabeza: “bien quisiera yo… sacarla de la imaginación y pintárosla con palabras… para que vieras la mucha razón que tengo de alabárosla, pero ésta es carga para otro ingenio, no tan estrecho como el mío” (p. 314). Lo importante es que respecto a una colectividad entre la que se encuentran algunos personajes que gustan de la lectura y son considerados sabios, la vieja peregrina no está configurada desde la curiosidad intelectual, sino desde la inquietud de la experiencia vital.
Una vez que el narrador ha establecido que la peregrina es vieja, fea, pobre y de mala condición, le es concedida la palabra no para que cuente su historia, pero sí para que diga “qué peregrinación era la suya” (p. 313). De este modo, frente a las carencias materiales y espirituales, Cervantes la dota de un discurso muy peculiar en el que se forja una motivación característica del hombre barroco: la de la curiosidad. Dice esta singular peregrina: “Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos, quiero decir, que siempre es la que más cerca les viene a cuento para disculpar su ociosidad” (p. 314). La travesía de esta peregrina tiene Toledo como primer destino, luego el santuario del Niño de la Guarda, el de santa Verónica de Jaén y, por último, el de Nuestra Señora de la Cabeza.
El discurso de la vieja peregrina comienza justamente con el asunto de la ociosidad; es decir, desde el inicio hay un claro deslinde de cualquier motivación de tintes trascendentes. Este personaje peregrina por ociosidad y por curiosidad, ya que, si bien su relato es sumamente detallado en cuanto a los santuarios que planea visitar, jamás da cuenta de una especial devoción o del cumplimiento de un voto específico. En este sentido, habría que resaltar que esa nutrida compañía de viajeros no recibe del narrador el marbete de peregrinos, y que los personajes no están caracterizados como tales hasta el momento en que, al llegar a Portugal, Periandro decide que lo mejor es que todos muden sus trajes al de peregrinos para llamar menos la atención (III, 1, p. 279).
Frente a esta “peregrinación impostada” que permite a los miembros de tal colectividad adoptar una identidad transitoria, la peregrina de Talavera aparece genuinamente con ropas de peregrina, siendo denominada “peregrina” y yendo a lugares santos… ¿por ociosidad ? Habría que entender que ociosidad y curiosidad son nociones que a menudo resultan complementarias, de manera que sólo alguien que dispone de suficiente tiempo puede consagrarlo a conocer sitios de interés. Estos sitios son religiosos, pero, según se muestra en el discurso del personaje, parecería que lo que a ella le interesa de los lugares son las fiestas religiosas y la voluntad de vivir en el perpetuo desarraigo. Resulta desconcertante que el relato de este viaje de turismo religioso -diríamos hoy en día- provoque en los circunstantes la avidez de ver y conocer esas tierras. Lo que revela este tratamiento tiene que ver con la visión del autor sobre la complejidad de la condición humana, como dice Forcione (1972, p. 6): “the poet’s province is poetic truth rather than historical truth, the typical aspects of human conduct rather than those which are unique”.
Después de escuchar el relato de la vieja peregrina, refiere el narrador: “Suspensos quedaron los peregrinos de la relación de la nueva, aunque vieja peregrina, y casi les comenzó a bullir en el alma la gana de irse con ella a ver tantas maravillas, pero la que llevaban de acabar su camino, no dio lugar a que nuevos deseos lo impidiesen” (III, 6, p. 315). Esa sensación de “bullir en el alma” es muy sugerente en un entorno en el que, además, los individuos habían ido a América llevados del ánimo de mejorar su condición económica, pero también por el anhelo de ver lo fascinante de ese Nuevo Mundo, aquello que está vedado a las vivencias cotidianas y normalizadas. De alguna manera, y a pesar de estar marcada por valores negativos que no comparecen en el idealismo del paradigma peregrino, la de Talavera, con su libertad a cuestas, tiene a su alcance la posibilidad de contemplar maravillas, pero no la obligación de cumplir forzados votos, sólo por el gusto de salir, ver y conocer. No en vano en El coloquio de los perros dice Berganza que “el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos” (Cervantes 2001a [1613], p. 285).
La apuesta de Cervantes con esta peregrina es muy relevante y plantea diversas reflexiones: el Persiles tiene personajes que no son denominados “peregrinos” pero en sus acciones fungen como tales, y, paralelamente, hay personajes como Arnaldo y la vieja peregrina a los que sí se adjudica este nombre, pero que en su configuración contradicen las convenciones sobre la identidad, los trabajos y la determinación de hacer el camino propio de los peregrinos. De ahí que el concepto de peregrinación se perfile de un modo sumamente complejo en el que el paradigma resulta el punto de referencia para la construcción de otras formas de ser peregrino. Estas vetas pueden parecer infructuosas (como la de Arnaldo) o intrascendentes (como la de la Peregrina), y, sin embargo, mostrar al lector que son válidas, legítimas, y que merecen considerarse entre las posibilidades de recorrer el camino para vivir la experiencia, para conocer la debilidad o para mitigar la carencia de virtud.
Dice el narrador del último libro cervantino que “las peregrinaciones largas siempre traen consigo diversos acontecimientos, y como la diversidad se compone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo sean” (X, 3, p. 342). En este sentido, la variedad de formas de peregrinar que coexisten en el Persiles es manifestación de la diversidad a la que alude el autor. En la obra, el peregrino es un concepto mucho más que un tipo de personaje, pues, como hemos visto, en él confluyen significados diversos de lo que implica la experiencia del camino. El concepto, como un proceso intelectual que teje relaciones significativas entre ideas diversas, se adecua al trabajo cervantino con el peregrino, porque en el Persiles se puede ser peregrino religioso y amoroso simultáneamente (como los idealizados protagonistas), pero también es posible ser un peregrino que fracasa (como Arnaldo) o serlo por el mero ánimo de desarraigarse y visitar lugares nuevos (como la peregrina de Talavera). A la par de estos dos personajes que se alejan notablemente de las convenciones clásicas del personaje peregrino, peregrinan todos los demás integrantes de la itinerante compañía de Periandro y Auristela: la familia bárbara, Rutilio, Renato, Bartolomé, Feliciana la Voz y varios más. Cada uno, incluso sin ser denominado “peregrino”, enarbola una actitud singular ante el camino y se funde con la peregrinación colectiva sin dejar de lado sus inquietudes particulares.
Peregrinos como Arnaldo y la peregrina de Talavera ocupan un lugar secundario en el entramado global de la obra y, como otros personajes caminantes, podrían parecer apenas influyentes en la restitución del equilibrio y unión de los amantes al final de la obra. No obstante, en todos ellos ha cifrado Cervantes otro tipo de preocupaciones que resultan más cercanas y más humanas para los lectores: su trascendencia radica en representar formas de ser peregrino que se rebelan al paradigma y que obedecen a motivaciones mucho más personales, sin que esto signifique cancelar el modelo. Todas estas vetas conviven de manera simultánea, generando en el texto tensiones y cuestionamientos que derivan en un panorama complejo de actitudes frente al camino. La riqueza de este fenómeno es que el autor es igualmente crítico con las peregrinaciones modélicas que con las peregrinaciones fallidas o “viciosas”, y a todas las legitima el espíritu de la aventura tan propio de la narrativa de Cervantes.
Ciertamente, su formulación compleja del concepto de peregrino se relaciona con otras como la de Góngora (con un peregrino silencioso y anónimo que peregrina sin destino) o como la de Lope (cuyo héroe no necesita recorrer la geografía del mundo para ser peregrino y sólo va de Valencia a Barcelona, y viceversa). Hay en el ambiente literario barroco un gusto decidido por los personajes que hacen el camino a pie, pero hay también un cúmulo de sentimientos de desengaño y decepción que dictan la ruptura de los peregrinos barrocos respecto a los modelos establecidos por la novela bizantina. Dialogar con la tradición consiste en abrevar del pasado con un ánimo revitalizador, capaz de introducir aquello que siempre ha hablado de las inquietudes humanas en un siempre cambiante y nuevo presente. Eso hace Cervantes: asimila, dialoga, cuestiona. Interroga la vigencia de un paradigma al hacer del peregrino un concepto compuesto por esos otros personajes caminantes, que se enamoran, se equivocan, viven en la pobreza o en el fracaso, y que siempre dan cuenta de un vehemente anhelo de hacer el camino para sentir -como dice el narrador del Persiles- la complejidad del mundo “bulléndoles en el alma”.