Para Jorge Wiesse y Carlos Gatti, por los filólogos que quedan
Alberto Escobar dijo una vez que mis poemas dejaban traslucir al mismo tiempo una actitud clásica y moderna, que se ponían al margen del tiempo en el mejor de los sentidos. Yo espero que esto sea cierto.
Javier Sologuren
Introducción
Javier Sologuren fue un poeta, crítico y traductor peruano, muy notable en la literatura hispanoamericana, perteneciente a lo que él llamó Generación de 1940 (junto con Jorge Eielson, Raúl Deustua, Sebastián Salazar Bondy y Blanca Varela). Reunió su obra lírica en un solo tomo, Vida continua, cuyas dos ediciones póstumas, publicadas por la Pontificia Universidad del Perú (2004) y la Academia Peruana de la Lengua (2016), son muestra del relevante lugar que ocupa en el canon del Perú. Entre otros rasgos que los críticos elogian de Vida continua, se suele llamar la atención sobre cómo su poesía integra materiales de la tradición literaria bajo principios expresivos personales y modernos.
El lenguaje de Sologuren, entonces, se distingue por su versatilidad para apropiarse de moldes tradicionales y renovarlos, o bien para crear los suyos. El autor explica en el “Proemio” a sus poemas que éstos son “un desplegarse de la inquietud vivencial (nacida como elemental pulsión comunicativa) en el ámbito redentor de la vida natural” (2016, p. 22; las cursivas son mías). Esta manifestación eminentemente lírica que es su poesía supone un autor en constante indagación intelectual de la forma apropiada para comunicar las experiencias anímicas que la vida acumula. De hecho, entiende que la forma, la manera calibrada y expresiva del decir, es la verdadera gran preocupación del poeta, puesto que el vivir inspira el contenido (2005a, p. 381). A ese reto técnico se suma su tendencia natural al desborde sentimental, el cual debe contener, precisamente, con la forma (p. 513). Las dos condiciones determinan que la poesía de Javier Sologuren visite estilos y moldes diferentes, y aun opuestos: tan pronto deja las estrofas tradicionales, pasa al versículo, luego a la concisión del haiku japonés, etc. Persiguiendo el equilibrio expresivo, su lenguaje evoluciona oscilando entre intimidad y comunicación, patetismo y contención.
Hacia mediados de los años ochenta, en el umbral de la senectud, Javier Sologuren entra en una etapa de relectura de su obra. En 1987 publica Catorce versos dicen…, reunión breve de los veintiún sonetos que escribió hasta 19861, la cual se desmarca de otros libros cercanos en el tiempo como El amor y los cuerpos y Poemas 1988, en los que prima el verso libre y breve. El cuadernillo contiene cuatro sonetos de El morador (1944), cinco de 1946, uno de 1950, tres de la segunda versión de La gruta de la sirena (escritos en 1960 y 1966) y ocho nuevos, compuestos entre 1980 y 19862. En la edición de Vida continua de 1989, Sologuren reorganiza el conjunto: los sonetos de libros anteriores son devueltos a su sitio, separa los homenajes y suma un soneto escrito hacia 1988. Por último, en la cuarta edición de Vida continua (2004) se agregan dos sonetos escritos en 1991, que Sologuren publicó primero en su columna miscelánea del diario El Peruano, “Hojas de herbolario”3. Catorce versos dicen… queda con ocho sonetos que forman un ciclo dedicado a describir el transcurso del día, donde un mismo sujeto lírico está inserto4. Es ésta la versión definitiva.
Tanto por la forma del soneto como por su modalidad convencidamente lírica, estos versos resultaron extraños en el contexto poético del Perú de la década de 1980 (Morell 1988), cuando primaba la poesía coloquial (Lino Salvador 2016, p. 30). Surgida a fines de los años sesenta, hacia 1980 la poesía coloquial se había vuelto hegemónica en Perú. Como sintetiza Carlos Villacorta (2019), ésta intentó, mediante la polifonía del poema, representar a los nuevos sujetos que tras la migración del campo adquirían protagonismo en las ciudades. Esto llevó luego a una desacralización del lenguaje poético y de las formas tradicionales, que dio paso a la inclusión de jergas y vulgarismos. Una versión extrema de esta actitud vería antivalores en las formas clásicas. Para Javier Sologuren era evidente cómo estas nuevas vertientes se distanciaban del diálogo fecundo que su generación y la anterior a ella habían establecido con las formas tradicionales. A sabiendas, sus sonetos adoptan una dirección muy contraria a la poesía coloquial.
Eduardo Lino observa que los sonetos de Vida continua son la “re-creación o re-escritura de una forma clásica en el contexto de la lírica peruana del siglo XX” (2016, pp. 25-26), y de los sonetos de Catorce versos dicen… afirma que “[el contexto de los años ochenta] permite a Sologuren recontextualizar la enunciación y, por tanto, buscar un lector/ oyente para sus sonetos con nuevos códigos” (p. 32). No da más explicaciones. El presente estudio examina de manera más precisa esa actualización analizando cómo estructura, estilo y sentido se integran en los sonetos de la versión definitiva del conjunto. Catorce versos dicen… rescata el soneto y lo ofrece como forma válida para comunicar la experiencia de un sujeto contemporáneo y como género adecuado para desplegar procedimientos de la poesía moderna. Sologuren actualiza el soneto a partir de los elementos constitutivos con que lo recibe de la lírica españo- la áurea, en aras de resolver los problemas técnicos de su poética personal. Con el resultado, el poeta da estructura a su sensibilidad atenta a las paradojas de la experiencia de la vida.
Sologuren, la tradición, el soneto
Las veces que Javier Sologuren escribió sobre la poesía española medieval y del Siglo de Oro lo muestran como el conocedor y amante que fue de esa literatura. La poesía áurea era lectura de cabecera en la etapa escolar, y también durante su estancia en El Colegio de México (1948-1950), donde fue discípulo de Raimundo Lida y participó del magisterio de Dámaso Alonso y Jorge Guillén5. No obstante, su frecuentación del soneto no era pedantería de erudito, sino que refractaba un aspecto medular de su comprensión de la literatura y del hombre. Sologuren entiende que la poesía es lírica por universal e intemporal: “Hay algo en la obra poética… que está vivo a pesar de las fronteras tanto temporales como físicas, que le hace posible el acceso al hombre, y no solamente eso, sino que el hombre se reconozca ser tal, con su identidad humana” (2005a, p. 471). Por ese fondo de común humanidad, entendía que las obras del pasado tienen todavía significado para los hombres de hoy, y que éstas son capaces de dar vida a nuevas creaciones, pues comunican sentires y condiciones inmutables de la especie (como el amor o la muerte).
Para Sologuren, el texto poético debe tener “vida independiente”, es decir, no constreñir las resonancias de la voz únicamente al yo personal, para hacer del contenido un signo perdurable que puedan sentir otros hombres, por haberlo transformado en materia que trasciende al individuo histórico (2016, p. 22). Como los tópicos, moldes y principios estéticos del pasado son vehículos connaturales del sentir humano, Sologuren ve en ellos una herramienta para observar mejor su subjetividad y, luego, expresarla6. Entiende además que las formas heredadas de la tradición tienen la capacidad de eternizar las intuiciones y los momentos efímeros. En la poética sucede como en otros campos del saber: hay técnicas y leyes que perduran por su funcionalidad asentada en principios inmutables7. Así, Sologuren también define la poesía como recuerdo, enfatizando la raíz cordis (‘corazón’) (2021, p. 157): el poema es ingreso al corazón y a la memoria individuales, y al pasado colectivo8.
El soneto no es sólo estructura métrica, sino también disposición discursiva, pues la división de estrofas marca el avance temático. En ese sentido, tiene una función como organizador de la materia poética, es “claro ejemplo de la función estructurante que domina la poesía” (Garrido 2000, p. 332). He ahí la atracción que ejercía el soneto sobre un autor que, como Sologuren, aclara sus cavilaciones en la escritura, cuyos poemas nacen de experiencias y sentimientos que van gestándose en su interior y se ordenan luego en el lenguaje (2005a, pp. 455-456) 9. El orden equilibra la expresión y evita la profusión innecesaria de palabras10.
El limeño ha practicado el soneto desde joven. En su poesía, el molde heredado “no es una pretensión formalista, es radical” (Sologuren 2005a, p. 382 ): frecuenta el soneto por la necesidad expresiva de un momento dado, como método adecuado para modular su lenguaje. En El morador, su primer conjunto, el soneto se integra en una hibridación de imaginación simbolista y surrealista, y de estilo gongorino, para crear símbolos que objetiven la subjetividad del autor (Guizado-Yampi 2020). En dirección contraria, con la finalidad de conseguir una enunciación más emotiva y transparente, los sonetos que escribirá en 1946 reelaboran tópicos e imágenes de la poesía de Garcilaso de la Vega, ésta de corte más subjetivo que la de Góngora (Güntert 2012, p. 152), y canónica, por la manera en que transparenta su espíritu y su sentimiento amoroso (Rosales 1997, p. 185). Así, el soneto se inscribe en esa oscilación que es la obra poética del limeño. Con la primera versión de Catorce versos dicen…, Sologuren quiso mostrar esa flexibilidad del soneto al reunir épocas diferentes en un mismo volumen.
El título: la forma que dice
El título Catorce versos dicen… tiene visos de encabezar una defensa del soneto, y tiene implicaciones que permiten comprender tal defensión. El título se concentra en la constitución métrica, indicando que dicho aspecto tiene lugar primordial en la propuesta del conjunto. Hay un juego intertextual obvio en la frase, porque es un corte del v. 3 del famoso soneto burlesco de Lope de Vega, “Un soneto me manda hacer Violante”: “catorce versos dicen que es soneto”. Con un soneto carente de tema y que sólo es cascarón, Lope parodia a los poetas que se ciñen a la receta del soneto como garantía de ingenio poético. Verónica Leuci (2007) comenta que este texto desmitifica el ejercicio de creación poética: los versos no nacen de un arrebato de influjo apolíneo, sino de un encargo llano; así, Lope parodia el soneto desde el vacío de contenido y por cómo el enunciante lírico presume su vano arte. No es una burla del soneto en sí, sino de una práctica puntual. Lope conocía la admirable flexibilidad del soneto, esquema útil para gran cantidad de temas y tonos.
Javier Sologuren es consciente de la tendencia poética que está en boga al momento de publicar Catorce versos dicen… es contraria a las formas tradicionales; entonces extrapola la parodia lopiana a la posición de los nuevos escritores sobre la supuesta artificialidad y vacuidad de los moldes. En ese contexto, el poeta limeño revierte la parodia. Y lo hace componiendo sonetos plenos de significado conceptual y afectivo, puesto que los vuelve capaces de suscitar más de un solo sentido poético (de manera que digan todavía más, como se verá más adelante). Así, los sonetos de Catorce versos dicen… desarrollan en su mayoría temas graves de la existencia humana, temas de los cuales los sonetos de Garcilaso de la Vega, Francisco de Quevedo y Luis de Góngora han dicho tanto.
En un procedimiento de agudeza conceptista, el título sugiere la reversión de la parodia cortando el verso de Lope y enfatizando el verbo decir, para recalcar la capacidad comunicativa del esquema métrico11. Catorce versos dicen… quiere demostrar la actualidad y las ricas posibilidades de significar que tenía aún esta estructura. En consecuencia, Sologuren justifica su propia poética, acerca de la cual había comenzado a reflexionar por aquellos días, como una manera de asumir el paso de la edad. Por lo demás, deja constancia para los contemporáneos del error de considerar las formas como cascarón artificial y sin vigencia.
El soneto y las paradojas de vivir
Claudio Guillén distingue los conceptos de género y forma: las formas son “procedimientos tradicionales de interrelación, ordenación o limitación de la escritura” (2005, p. 159); el género, la relación convencional entre forma y contenido. En ese sistema, el soneto sería una forma; no obstante, en ciertas prácticas éste es un género, puesto que el molde viene asociado a determinados temas (García Berrio y Huerta Calvo 2006, p. 145)12. En Catorce versos dicen…, Sologuren recibe y practica el soneto como un género, porque, además de pautas métricas y de división discursiva, asume convenciones temáticas, compositivas y de elocutio procedentes del soneto áureo español, en gran medida del estilo de Garcilaso y del conceptismo barroco13. Estas convenciones son referencias conscientes, o bien reminiscencias que se han ido conformando en el repertorio de materiales con que el limeño construye sus poemas. Pero su aparición no es gratuita; se integran con naturalidad en el caudal imaginativo, moderno y creador, del poeta y en la vibración de sus sonetos14.
Muy a pesar de las distancias entre poesía renacentista y barroca, que Sologuren mezcle garcilasismo y conceptismo no es extraño: cada vertiente refleja una de las dos pulsiones del lenguaje de Sologuren15. Su afinidad con Garcilaso es especial, y por ello lo elogia en el soneto “Hazañas del amor…”: “la grandeza fue su claro signo”, afirma del poeta que encomió el trino del ruiseñor (2016, p. 289)16. El toledano, junto con Boscán, consolidó el soneto en nuestra tradición española (Baehr 1985, p. 395), e inclusive en los versos de Góngora y de Quevedo tal impronta es evidente17. En la obra de Garcilaso, Sologuren ve la raíz castellana del soneto y al creador de una nueva sensibilidad de lo íntimo en la poesía española (Rosales 1997, pp. 185-186); el sujeto lírico del toledano se erige de la manifestación artísticamente elaborada de la vivencia personal (García Aguilar 2020, p. 68). Por eso, el limeño ve en la lírica garcilasiana el cumplimiento de fines semejantes a los que persigue su obra.
Por lo demás, Baltasar Gracián fue uno de sus autores de cabecera. La concisión a que apunta la agudeza conceptista18 era para Sologuren herramienta con que depurar el discurso de facundias y desbordes expresivos, y le garantizó una enunciación justa -que ya había practicado con resultados notables, por ejemplo, en los haikus19 y en Estancias20. Los conceptos barrocos le resultaban atractivos y los veía como anuncio de la libertad imaginativa de la poesía moderna, porque éstos traban relaciones inusitadas entre términos distantes, expresados en figuras y metáforas plásticas y preñadas de significado (cf. Lázaro Carreter 1992, p. 16).
El soneto mismo se ha tenido por estructura concisa. En sus orígenes, suponía mayor concentración temático-formal frente a otras formas medievales más dispersas (García Berrio y Huerta Calvo 2006, p. 157), pues la costumbre era que sólo desarrollara un asunto, sin divagaciones (Baehr 1985, p. 390); y por ello Herrera lo equipara al epigrama griego, poema de un solo pensamiento central21. La concentración del soneto radica en su estructura bimembre y cerrada según la cual los cuartetos exponen una situación que se resuelve en los tercetos (Paraíso 2000, p. 329; Baehr 1985, p. 390). Las rimas y la concordancia estrofa-construcción sintáctica rematan la clausura.
Sologuren entiende el soneto como una estructura cerrada y rotunda, y sigue sus normas métricas y de dispositio. En el aspecto métrico, compone endecasílabos sin esquemas acentuales poco acostumbrados, distribuidos en cuartetos y tercetos. La única libertad de sus sonetos está en la rima: a excepción de las de “Hazañas del amor”, prefiere las asonancias y las combinaciones flexibles. Por ejemplo, en “(playa)” hay seis rimas en las que cuartetos y tercetos quedan ligados. Por lo demás, se utilizan recursos de orquestación como la aliteración y la paronomasia -tan características de la lírica áurea-, muchas veces con fines semánticos22. Asimismo, la división sintáctica del discurso coincide con la división estrófica, rasgo que resaltan los paralelismos y anáforas que organizan casi todos los poemas. Ello marca cierta cerrazón del asunto, cuya enunciación, en muchos casos, se da a partir de una situación puntual (la mañana, el sol, la contemplación de la mujer). En el desarrollo, se tiende a seguir la bimembración cuartetos-tercetos del asunto, cuya forma equilibrada fue la preferida por los poetas renacentistas23. En consecuencia, los cierres de los sonetos sologurenianos son rotundos, con el efecto de equilibrio consiguiente (cf. Herrnstein Smith 1968, p. 34).
Catorce versos dicen… acumula temas y motivos esenciales de la poesía sologureniana: el mar, la escritura, el desamor, el tiempo, la muerte, etc. Dada su edad, tiene sentido la especial preocupación por el tiempo24. Los poetas áureos tocaron estos temas en numerosas ocasiones, y el limeño reelabora con originalidad algunos de sus tópicos. Catorce versos dicen… exacerba una visión de la vida como contradicción y desengaño; en sus versos se abrazan vida y muerte, amor y soledad, apariencias y verdad. Dicha visión es nota personal de Sologuren25, quien la reconoce en la poesía del Barroco (Solís 2014, p. 261), en cuyos sonetos el mundo deshace sus apariencias y las contradicciones se reúnen. Desde el inicio, la poesía sologureniana muestra preferencia por plantear paradojas26, de las que leyó en Gracián (2010, p. 232) que “son monstros de la verdad” y no sólo figura retórica. La paradoja como perspectiva desengañada de la existencia es el centro conceptual y lírico de los sonetos de Catorce versos dicen…, por lo que se acude a la figura retórica homónima. La paradoja sologureniana recuerda su origen conceptista y, por ello, se replica en figuras como el oxímoron, la antítesis, la dilogía, el quiasmo.
Sin embargo, contraviniendo el uso de la época y la recomendación de Gracián (Romo Feito 2011, p. 64), por lo general Sologuren no ofrece explicación que resuelva las contradicciones, sino que las enfatiza en diferentes estratos del texto. Para ilustrar todo lo aseverado, se analizará el soneto amoroso “(duermes/ velo)” (2016, p. 287):
mueve el cuerpo desnudo su marea
en su cerrada red corre la sangr
los espejos del sueño se deslizan
todo gravita como un mundo aparte
duermes y estoy desde mi propio canto
sintiendo en ti la cálida resaca
la delicada combustión del aire
esa extrañeza que se torna estatua
duermes y estando junto a ti me encuentro
solo atrapado en la profunda noche
vigía desvariado y al acecho
eres un mar cerrado mientras duermes
y estoy a tus orillas y me tienes
presente en tu confianza y tan ajeno
Las rimas asonantes son bastante libres: cada cuarteto tiene su rima sólo en los versos impares, mientras que los tercetos están más ligados. La metáfora del cuerpo de la mujer como un mar vertebra el texto desde el inicio. Hay una paradoja central en la cercanía-lejanía de la amada, sobre la que se inscriben la oposición entre su dormitar y el enunciante que vela, y la paradoja de los fenómenos extensos y fluidos que, a la vez, están cerrados para el sujeto. De esa segunda paradoja hacen eco las rimas, que oscilan entre la repetición cerrada y la fluidez de la variación. El seccionamiento sintáctico corresponde al estrófico, reforzado esto por la anáfora y por el desarrollo del asunto: los cuartetos plantean las contradicciones, los tercetos terminan de develar sus implicaciones afectivas (soledad y lejanía).
Las imágenes del primer cuarteto despliegan el motivo de la clausura. El cuerpo es un mar, pero su sangre corre en una cerrada red y el sueño tiene espejos que simbolizan un ensimismamiento imperturbable. La estrofa dispone ecos de la marea inicial en la liquidez de la sangre y la transparencia de los espejos27. Se presenta la tranquilidad del cuerpo (todo gravita) que sigue su curso automático, la cual contrasta con la inquietud del desvelado. En el segundo cuarteto ingresa el yo poético y se ubica tanto dentro como fuera de la amada: siente la resaca (es decir, la corriente que lo atrae) y el aire del mar, aunque desde su propio canto. Sin embargo, la extrañeza del v. 8 es una dilogía (tan conceptista) que se lee con el significado de ‘no acostumbrado’ y con el de lo ‘extranjero’, sugiriendo que la voz está distante y que la compenetración es tan sólo imaginada. La imagen de la estatua redobla la sugerencia en sus evocaciones de dureza y frialdad: es una metáfora del cuerpo de la mujer y una antítesis de la calidez incorpórea de los vv. 6-7. Ella concentra fluidez y clausura. En el primer terceto, el sujeto declara su paradójica soledad acompañada, que se resalta aislando con espaciados tipográficos la palabra solo (v. 10) y con la metáfora del vigía que está atrapado en la inmensidad de la noche (oxímoron). La última estrofa es un cese rotundo: vuelve a la metáfora del mar con el expresivo oxímoron del mar cerrado, y reúne las paradojas en un mismo período de afirmaciones directas. La última oración tiene un tono tan directo (hasta se diría que coloquial) que parece destruir el complejo sistema figurativo.
La contradicción irresuelta cercanía-distancia se despliega en diferentes estratos del texto. La ternura del tono y la delicadeza con que los sentidos del yo ingresan y salen de la amada dan la impresión de proximidad íntima. En dirección contraria, la rotundidad de la distancia (tan ajeno) suscita la duda de si la cercanía es real o de si el sujeto sólo la imagina deseoso desde su lenguaje. A ello apunta igual la metáfora del yo-vigía, atento al mar desde su atalaya, esperanzado en un acercamiento. El poema podría interpretarse, por el condicionante mientras duermes (v. 12), como la queja del amante ante el silencio de su mujer que está en el mundo aparte del sueño mientras él la contempla. Sin embargo, el paradigma de lo clausurado parece indicar que ella rechaza el amor del emisor y que responde a sus sentimientos angustiados con indiferencia egoísta (dormida, ensimismada en sus espejos)28. El símbolo del mar se inclina en ese sentido: es el espacio siempre atractivo para el hombre, pero al mismo tiempo indomable, nunca del todo conocido, y aun peligroso29.
Otro poema que amerita comentario es “(playa)” (2016, p. 285), soneto de enumeración anafórica donde a partir de la percepción de la intensidad del sol el sujeto conoce la belleza y la caducidad de la vida:
amo este sol que me devuelve al polvo
que hace de mí una mota más de tierra
ondulación de arena sobre arena
recuerdo apenas en el denso poso
amo este sol que irrumpe por mis venas
y se me va enjoyado por los ojos
dejándome en el alma oscuro gozo
gozo oscuro en la carne que incinera
amo este sol presente y a deshora
amo este sol arcano de presencia
que me labra la piel y la memoria
amo las mutaciones de su imperio
a orillas del mar que lo refleja
amo este sol tan próximo a tu cuerpo
El texto se concentra en la contemplación maravillada de los efectos del sol sobre el sujeto y el mundo. Éstos oscilan entre destructivos y vivificantes, y en ello radica la paradoja. Así, la playa (frontera que divide la tierra y el mar) puede entenderse como el límite, deleitante en este caso, entre la vida y la muerte. En el primer cuarteto, el sol es exaltado como ejecutor del tiempo, porque pulveriza los cuerpos y les recuerda su pequeñez ante la inmensidad del universo. En la segunda estrofa, el sol penetra en el corazón del emisor y calienta su sangre, permitiendo el flujo. Pero a la vez, con su tránsito hace avanzar las horas e incinera la carne al acercarla a la muerte. Tal oposición se refleja en la rima venas-incinera. El primer terceto muestra la plenitud vivificante del sol, pues es presencia perdurada (a deshora) que confiere forma al cuerpo y a la memoria del hombre. La memoria es labrada al hacer consciente de su caducidad al sujeto. Esa metáfora del labrado (v. 11), basada en el bronceado, exalta la acción vital al figurarla como ejercicio de arte escultórico. La estrofa final insiste en tal función transformadora y redobla su intensidad figurando el sol como emperador (v. 12) y reforzando la imagen del resplandor sobre el mar (v. 13).
De la percepción de la facultad del sol para perfeccionar la vida y deshacerla, el yo intuye la contradicción como principio natural de la existencia: “(playa)” ha retomado el tópico barroco del tempus fugit. Pero los sonetos áureos suelen ofrecer una perspectiva angustiada, cuya reflexión resuelve que la vida es un morir cotidiano30; mientras que aquí no hay enunciado de resolución: la mirada ante la muerte es otra. El oxímoron del oscuro gozo (vv. 7-8) sintetiza bien ese núcleo lírico del texto: es el éxtasis de sentir que el ciclo de la vida fluye vigoroso, oscuro porque acepta la muerte y confiere brillo al irse deshaciendo del cuerpo, lo que podría considerarse perverso31. El verso final es llamativo porque no cierra el discurso, sino que introduce un destinatario y un motivo nuevo, el cuerpo de la mujer, cuando es costumbre que el verso final de un soneto enumerativo dé el sentido de lo anteriormente expuesto (Baehr 1985, p. 390)32. Sin embargo, tal acotación amorosa se inscribe en la paradoja oscuro gozo (la expectativa estructural del soneto impele a ello), ya que el sol alumbra a la mujer y los apetitos carnales, y al mismo tiempo la acerca a su fin. En ese sentido, “(playa)” se interpreta como un carpe diem solapado: la invitación a la amada a disfrutar del cuerpo antes de que el tiempo solar los consuma. Son el cuerpo y su instante dorado lo único que diluye la angustia por la caducidad.
Pero la paradoja no se restringe a temas de la literatura áurea. A saber, se examinará el soneto final, “Inerte cuerpo…” (2016, p. 290), que retrata el mundo subjetivo y onírico, tema moderno y característico de la poesía sologureniana. Además, elabora el motivo de la aparición de los muertos queridos, que encarna la preocupación por el paso del tiempo que el autor sentía en esos años33:
Inerte cuerpo, predio de los sueños,
la umbrosa isla contemplas, la mar clara,
las muy tiernas volutas de la flauta
que subyuga, los árboles extremos,
y de ti mismo, navegando lejos,
enciendes todas las secretas lámparas,
y vas viendo los rostros, no las máscaras,
de familiares y perdidos pueblos.
Inerme cuerpo, libre de ataduras,
que tiendes el oído con que escuchas
lo que tus ojos ven ya sin engaños,
¿será que gozas o que bien padeces
tu soterrada condición de ausente,
inerte cuerpo inerme, solitario?
Es un diálogo meditativo del yo consigo mismo. El cuarteto inicial despliega la metáfora del soñar como navegación, donde el cuerpo es nave, y el sueño, una tierra exuberante y misteriosa. El sueño es un espacio donde el sujeto deshace las apariencias de las cosas y se libera de engaños, figurados aquí como las amarras que lo mantuvieron en el puerto del mundo terrestre. Paradójicamente, la noche es acicate de una luz verdadera (como lo es en san Juan de la Cruz): al soñar, el sujeto enciende las secretas lámparas de su interior34 y examina sus recuerdos y el pasado colectivo (pueblos), y los contempla muertos tal cual son (perdidos, sin máscaras), sin evocaciones idealizadoras. Descubre así su soledad y su futura muerte; ya la reiteración de inerte e inerme prefigura el cadáver que será el cuerpo. Ante ello, en la pregunta de la estrofa final, el yo se dispone en direcciones contrarias y no decide si sentirse alegre de contemplar la verdad o si angustiarse por ver en esos muertos su propio destino. Nótese que dicha paradoja yace no tanto en la verdad descubierta, sino en la reacción subjetiva ante ésta. De nuevo, aunque ahora de forma expresa, la voz renuncia a resolver la contradicción, e incluso sus implicaciones están únicamente sugeridas.
Las apariciones toman parte también del soneto “(consideración)” (2016, p. 288), pero con un sentido metapoético y en un espacio cotidiano concreto:
arriba miro el descubierto Cielo
pues no me ciega el sol sino la luna
y nada me es más cierto que la duda
y nada me es más dudoso que lo eterno
por el principio acabo y me destierro
cuando cercano me hallo es que se suma
la inmensidad creciente en su blancura
sin cesar espumosa renaciendo
inmóvil en mi silla me destino
a los breves relámpagos mentales
y así me veo que al soñar activo
en las corrientes hojas de mis días
el tenue polvo de fantasmas reales
que evasivos y a veces me visitan
Son de notar los vv. 3-4, por la paradoja de la duda cierta y porque son paralelos y antitéticos entre sí, al modo garcilasiano. El poema narra cómo el sujeto se dispone a escribir de noche, cuando en un momento de inseguridad sobre su devenir (lo eterno) puede captar los “breves relámpagos mentales” de la inspiración. La escritura es aquí un soñar activo, pues (como sucede en “Inerte cuerpo…”) propicia la comunicación con un mundo intemporal, verdadero. La estrofa final describe en esos términos el momento cuando las palabras se plasman: en las hojas aparecen fantasmas reales que visitan al sujeto35. Y es posible interpretar ese oxímoron como metáfora de los recuerdos personales y como alusión a la idea de la tradición literaria que sostiene el conjunto: los fantasmas serían los autores del pasado que adquieren una vida nueva en la escritura. Remite el soneto al de Francisco de Quevedo, “Retirado en la paz de estos desiertos…” (2008, pp. 178-179) -en el que parece inspirarse-, tanto por la calma de las circunstancias como por el motivo de la comunicación con los muertos en la literatura36. En ambos poemas hay compenetración: en el texto quevediano, los muertos enmiendan los asuntos del sujeto con sus enseñanzas; en “(consideración)”, se filtran en las “hojas de [sus] días”, disipando sus dudas. Con esto último, Sologuren indicaría concisamente cómo la poesía del pasado le sirvió para comprender su propia experiencia. Por lo tanto, y atendiendo a que el soneto fue escrito hacia 1988, éste debe interpretarse como un arte poética sobre los demás Catorce versos dicen….
Al trasladarse a diferentes niveles de la forma de expresión y de contenido (incluso a la rima), la comprensión de la existencia como contradicción predispone un discurso emotivo. Ésa fue la intención del autor al retomar el soneto, dar fluidez, explayada y clara, a la sustancia sentimental; porque durante los años ochenta compone poemas (los de El amor y los cuerpos, y los textos que se reunirán en Poemas 1988) en verso libre, breves, y de tono sobrio o irónico, en los que la plasticidad, el juego tipográfico y el realce de la palabra individual desplazan la enunciación lírica fluida. Para conseguir ese retorno, Sologuren nota que el soneto áureo está consagrado a una figura especial de la retórica clásica: la dulzura poética, o sea, la capacidad de representar emociones para mover el ánimo del lector, de la cual fue Garcilaso el modelo en España (Sebold 2014, pp. 79-97). La tópica de la dulzura se aprecia en el soneto “Hazañas del amor…” (2016, p. 289):
Hazañas del amor y la hermosura,
Erato, musa sexta, los proclama,
aposentándome en el pecho llama
que arde siempre con luz silvestre y pura.
Su trino el ruiseñor lanza en la rama
donde las flores tórnanse espesura,
y se enciende solar su desmesura
y en la más alta cumbre se derrama.
No compite mi canto con su trino,
ni con quien lo encomió he de atreverme,
pues la grandeza fue su claro signo.
Bástele su propósito y saberme,
por su querella intensa en dulce prado,
labrador de mi verso enamorado.
Este poema es el más renacentista del grupo. En él aparece el trino del ruiseñor que hace crecer las flores, mientras el sujeto va en dulce prado labrando su verso enamorado.
La dulzura de los poemas de Catorce versos dicen… se observa en las prosopopeyas, el retrato del interior humano, etc., y principalmente en la construcción de un yo lírico desfavorecido, cuya presencia remarca la anáfora. Pero siempre en pos de la contención, el estilo de Sologuren carece de desgarrones afectivos y exclamaciones, el tono tiende a la calma y en ciertos puntos es sentencioso. Aquello se aprecia en la manera de disponer la anáfora, sin el in crescendo pasional de las enumeraciones caóticas de su etapa parasurrealista (1947-1950). Precisamente el metro y la dispositio del soneto evitan ese desliz. Léase al respecto el poema enumerativo “(ciclo)” (2016, p. 286):
continuo es el abrazo de las aguas
yendo en pos de sí misma de su cuerpo
que sin cesar se evade en el abierto
precipitarse de sus manos claras
continua es la pasión del libre fuego
vorazmente buscándose la entraña
en la que yace oscura la sustancia
ajena a las heridas de su leño
continua es la absorción de la invasora
tierra que en polvo solo glorifica
la desmembrada condición corpórea
continuo el aire que silvestre gira
y en inquietante viento se desata
continuo todo como el sol que pasa
Aquí el todo del verso final sintetiza los miembros anteriores, y las pausas estróficas evitan el efecto acumulativo, para producir el de la ola que se remansa y reinicia.
En Catorce versos dicen…, Sologuren acude al soneto del Siglo de Oro como género literario desde cuya tradición puede meditar y expresar el desengaño y el curso del tiempo; la percepción poética y su plasmación descubren, tras las apariencias, la verdad del vivir. Y todavía más: la escritura y la forma del soneto, que dan concreción a los sentimientos, se muestran como el único pilar estable y real de la existencia, pues, frente al engaño y la fugacidad de la materia, mantienen al poeta honesto e íntegro en su condición de creador. De ese modo, en “Hazañas del amor” -soneto que también debe interpretarse como arte poética- la escritura es el único ámbito donde el poeta alcanza una plenitud sin dobleces: pese a aceptar que el ruiseñor y Garcilaso superan su destreza poética, éste los encomia y compone feliz sus versos de amor, en armonía con las flores, que son metáfora de los versos de los poetas del pasado37. Como demuestra la perpetuación del soneto a través de los siglos, la escritura y la forma tienen la propiedad de hacer perdurar un instante encendido de emoción y pensamiento contra el tránsito del tiempo38, contra la muerte y la volubilidad del amor que limitan al hombre. Por eso, en el soneto homenaje a Francisco de Quevedo, que originalmente formaba parte del libro en cuestión, Sologuren (2016, p. 355) resalta cómo su poesía pudo “desmentir” dichos límites:
La muerte te enseñó las duraderas
visiones del amor que desmintieron
de polvo y tiempo equívocas fronteras.
Apertura, polisemia e innovación del soneto
Para Lino (2016), la novedad de Catorce versos dicen… es que sus sonetos carecen de signos de puntuación, con lo que Sologuren los acerca al “fluir de la oralidad, al habla”, y los incorpora en la tendencia coloquial de los años ochenta (pp. 30-31). Nada indica que la ausencia de pausas implique coloquialismo. Cabría relacionar ese detalle con el hecho de que Sologuren no coloque títulos a los poemas, sino, a lo mucho, frases descriptivas entre paréntesis al final (práctica constante desde Surcando el aire oscuro, 1970). Ello nace de un principio moderno de apertura que evita predisponer cierta lectura unívoca y deja que la imaginación del lector despliegue con libertad las asociaciones que las palabras le indican (Gazzolo 1989, p. 24), principio que también explica la carencia de signos de puntuación. Esta apertura se funda en concepciones poéticas contemporáneas deudoras del simbolismo, según las cuales el texto ofrece al lector distintas posibilidades de interpretación39.
Sologuren tiene una idea sobre cómo debe ser la lectura poética: el texto entabla un diálogo (se comunica) con el lector, quien debe sumergirse en éste para recrear la emoción del texto en su interior (Sologuren 2021, pp. 162 y 177). Por lo demás, esa apertura se funda en el principio estético de la sugestión, que Sologuren hace suyo desde que lo recibe del simbolismo en su poesía inicial40, y que después reafirma en su contacto con la poesía japonesa41. Para éste, sugerir es ocultar el rostro visible de las cosas, lo que invita a “imaginar, intuir o adivinar” lo oculto, donde “yace vivo el sentido poético” (2005, pp. 23-24)42. Aunque de diferentes maneras, el lenguaje de su poesía es siempre sugestivo, porque es la exteriorización del estado anímico que, dada su inefabilidad, se consigue en la riqueza sensorial de las imágenes que concitan una gama de ideas y emociones, con lo cual se vuelven símbolos (cf. Sologuren 2005a, pp. 486 y 592). Esa sugerencia es una vía hacia el estilo conciso y la contención del patetismo.
Mucho del significado de los sonetos está contenido en las metáforas e imágenes, como se ve en los análisis. Pero la apertura de estos poemas es más bien macrotextual. Por ejemplo, la paradoja de “(sueñas/ velo)” admite que el sujeto lírico tenga alguna proximidad con la mujer o que ella sólo esté en su pensamiento, que ni siquiera oiga su canto. En “Inerte cuerpo…” el sujeto duda sobre si le alegra o le entristece lo que ve en sueños. De “(playa)” se ha comentado que el verso final inserta de pronto el motivo amoroso en un texto sobre la vida y su caducidad, lo cual hace que el oscuro gozo incremente y que el poema adquiera nuevas posibilidades de lectura. El texto no apunta a un solo sentido poético. Se vuelve signo polisémico por ambivalencia, capaz de manifestar sincero asombro por el transcurso de la materia o de extender una invitación tácita a la mujer: he ahí que el encendido amor que se declara por el sol es en realidad para ella (su cuerpo dorado). El texto puede privilegiar uno u otro sentido, o bien matizar ambos.
Aquella apertura ocurre en varios sonetos de Catorce versos dicen… No es que la construcción semántica esté incompleta. Tampoco es impasibilidad: el limeño sabe que la emoción es el núcleo de un poema, y que inclusive los conceptos se subordinan a ella. Se trata de potenciar la semanticidad del texto incrementando las posibilidades líricas que el plano literal connota, al punto de suscitar diversas lecturas, aun contrarias. Es decisión del lector qué sentido se activa en su experiencia poética. La polivalencia resultante se parece, por extremar una analogía, a la de las imágenes reversibles (que dependen del lado del que se miran), de las cuales Sologuren (2021, p. 34) tanto gusta en Arcimboldo y los mantos de la cultura Paracas. La falta de título, entonces, apunta a este tipo de polisemia; siguiendo el mismo fin, los sonetos carecen de amplificadores emotivos (como la exclamación) y no mencionan sentimientos definidos y unívocos, salvo quizá en “(duermes/ velo)”.
A continuación, se examina cómo esa polivalencia se elabora en distintos niveles del soneto “(contra el vacío)” (2016, p. 284):
distancias de la luz encabalgada
en los nevados picos de la aurora
hasta mis ojos vienen llegan cantan
sus arrojadas llamas ilusorias
quiero creer que hay algo comenzando
en esos resplandores desiguales
un suceso cualquiera en torno de algo
también cualquiera como fuéralo antes
quiero creer en seducciones ciertas
en magias verdaderas destellando
por lo más hondo de la sangre presta
quiero creer que las distancias nuestras
son arcoíris puros extremados
por cuya luz a veces navegamos
El sujeto se ubica en la llegada del amanecer, frente al cual enuncia sus impresiones y consideraciones del presente y el porvenir. Este amanecer inicial determina las demás etapas del desarrollo temático por la recurrencia del campo semántico de la luz y el calor, de clara fuente renacentista (de procedencia petrarquista). Como en los otros casos, las convenciones de distribución temática y de norma métrica del soneto se cumplen, excepto por las rimas. Desde el primer cuarteto, la anáfora subraya la división estrófico-temática y el carácter desiderativo del discurso. El deseo se plantea en dos etapas según el esquema bimembre cuartetos-tercetos: de la visión del amanecer exterior se pasa al interior del sujeto, de manera que el tema profundo se va descubriendo progresivamente hasta el final.
El soneto expresa el deseo de hallar esperanza en el retorno al amor pasado que dé sentido a la vida, esperanza contra la cual surge el imposible de la realidad. En el primer cuarteto, la perífrasis descriptiva de la mañana formula la antítesis de las llamas solares sobre los nevados picos (cuadro garcilasiano)43, figura de la oposición amor-separación de los tercetos. Pese a su realidad tan palpable y atractiva (vienen llegan cantan), las llamas son ilusorias para el emisor; y el oxímoron tiene eco en la rima aurora-ilusorias. En el siguiente cuarteto irrumpe el deseo de que la mañana sea la renovación que dé sentido al mundo, una vuelta a la felicidad pasada en que “un suceso cualquiera” tenía valor; pero esa esperanza es cuestionada por los resplandores desiguales, que sugieren la imperfección del supuesto comienzo. El desengaño tiene eco en la rima desiguales (imperfección)-antes (pasado). En el primer terceto, la luminosidad ingresa al corazón del sujeto (de la sangre presta), y se reconfirma la falsedad de sus ilusiones en los oxímoros (vv. 9-10). Con un único deíctico, la estrofa final aclara el deseo de reunión con la amada: se quiere que la separación se disuelva en luz y color, arcoíris que simboliza felicidad.
La paradoja nuclear es el anhelo de fundar una certeza en la luz irreal. La secundaria, las mismas llamas ilusorias del nuevo amanecer, cuyo origen solar ya anuncia su condición inestable (porque el sol aparece y se oculta cada día). Hay además un sentimiento de desesperación que se filtra. A saber, el sujeto no pide realidades plenas ni perdurables, pide algo o verla a veces. Nótese también que el arcoíris supone lluvia, metáfora del llanto; luego, se superpone la metáfora náutica (navegamos) donde el agua de lluvia insinuada se transforma en mar, o sea que la lluvia-llanto ha incrementado (pero de manera figurada, sin confesión ni amplificación). Insertándose en las paradojas, que el arcoíris no llegue a suceder niega otra vez que el sol sea real. Este sol es falso y simboliza un sentimiento residual (sin el fuego primero), incapaz de alumbrar la reunión de los amantes. El vacío es esa ausencia del sol verdadero44, que asocia consecuencias destructivas a la separación: es la realidad carente de un centro que alimente la vida y le dé sentido con su calor45.
Así, debajo del deseo de esperanza, va asomando la profunda desesperación del vacío que ha dejado la amada. Por lo demás, aunque la fuerza repetitiva de ese deseo y la frase “contra el vacío” invitan a pensar que la esperanza existe, ¿en verdad el yo puede creer en ese sol al que desrealiza una y otra vez? ¿No es más bien un discurso irónico, el de la esperanza que se sabe vana? La iteración que construye el ritmo semántico del soneto apunta en ambas direcciones, sin que se anulen. El poema es un cúmulo de sentimientos que van apareciendo, alternándose y cuestionándose entre sí; su flujo afectivo no es unidireccional, como fuera en los sonetos del Siglo de Oro por la concentración del desarrollo temático.
La apertura semántica también toma parte en los sonetos de El morador, donde el referente es asimismo la lírica áurea y sobre los cuales el autor hace una renovación. Pero su índole es otra: tanto en la sensibilidad como en su connotación responden a una sugestión más simbolista46. Recientes las lecturas de Stéphane Mallarmé y de José María Eguren (simbolista peruano), el autor busca para aquellos poemas un misterio que, por medio de la alusión, la sintaxis gongorina y las metáforas surrealistas, sobrecarga de imágenes y descentra los cuadros “descritos”. Así, el tema es difuminado o proteico, y la coherencia del texto, difícil de establecer (Guizado-Yampi 2020, p. 7). Como resultado, las imágenes de esos sonetos sólo se entienden como símbolos. Por el contrario, los poemas de Catorce versos dicen… presentan asuntos y objetos nítidos, de desarrollo discursivo legible. Las metáforas nacen de un nexo claro y además contienen sugerencias; y los símbolos tienden a ser más sutiles, porque las imágenes tienen un diseño natural y forman un contexto coherente; sólo los detalles las hacen insinuantes. Por ejemplo, la luz solar de “(nuevo día)”, “(contra el vacío)” y “(playa)” conforma un amanecer natural, y a la vez simboliza otro plano47. He ahí, de nuevo, la ambivalencia.
La distinción definitiva está en la polisemia del sentido global del texto: no se trata ya de la evocación difuminada del simbolismo, sino que en Catorce versos dicen… algunos sonetos ofrecen dos o más posibilidades de interpretación lógica (no abstrusas). Lo más interesante es la contradicción entre esa apertura y el discurso del que brota, cerrado en su estructura y en sus referentes genéricos. Se debe a que la búsqueda sologureniana del equilibrio se logra reuniendo dos principios formales o temáticos contrarios, y volviéndolos complementarios (Gazzolo 1991, pp. 8 y 10). En la misma medida en que los estados anímicos dialogan en los textos, lo hacen la apertura semántica y la clausura estructural. Ese diálogo actualiza el soneto al dotarlo de nuevas posibilidades expresivas. Cabe mencionar aquí a Quevedo, quien aprovechaba el soneto como forma cerrada sobre sí misma y se predisponía a una lectura profunda para elaborar conceptos de gran densidad semántica (Roig Miranda 1989, p. 306). Es muy posible que Sologuren, por su dominio filológico, conociera y se beneficiara de este precedente.
Vale recordar que la característica principal de la poesía moderna desde Charles Baudelaire es la disonancia, concepto que Hugo Friedrich ensaya en Estructura de la lírica moderna, libro capital para comprender la poesía del siglo XX y que Sologuren leyó. Friedrich (1974, pp. 13-21) explica que en distintos niveles de la factura del poema moderno se producen tensiones disonantes, por lo que un texto resultaría oscuro. En Catorce versos dicen… se aprecian dos elementos de esa disonancia: por un lado, la tendencia a evitar la univocidad, pues se aspira a que el significado “irradie en varias direcciones”; por el otro, el contraste entre forma cerrada y apertura semántica. Sin embargo, no hay detrás de ello un deseo de oscuridad, sino todo lo contrario. Tampoco se adscriben estos sonetos a otros rasgos de la disonancia moderna, como la deformación de la naturaleza o la anulación del sentimiento. Su base expresiva observa pautas más bien clasicistas, en las que no hay discordancia entre hombre, naturaleza externa y texto. Es éste el elemento más raigal que comparte con la poesía española del Siglo de Oro.
Sologuren no observa el soneto como esquema ahistórico, observa el soneto de la poesía del Siglo de Oro español como género, con todas sus implicaciones temáticas, imaginativas y compositivas. Al actualizar el género, Sologuren no lo deconstruye ni le impone elementos ajenos. La polivalencia nace de multiplicar la paradoja, elemento connatural del soneto del Siglo de Oro, y dejarla irresuelta, para acrecentar su “misterio”. Así, por ejemplo, la insistencia en la contradicción explica en muchos casos la flexibilidad de las rimas, única concesión que el autor se toma. Del mismo modo, la ambivalencia es ya el principio de algunas figuras conceptistas de elocutio (como la dilogía). Recordando su raíz garcilasiana y pasando por reconocer en la sensibilidad barroca del desengaño la suya propia (y tomando recursos definidos en la época), Javier Sologuren actualiza el soneto, de adentro hacia afuera, y lo lleva a disponer del lenguaje de la poesía moderna, sugestivo y condensador de significados.
Conclusiones
En este punto es válido preguntar si los simbolistas no habían intentado ya algo parecido con el soneto, al que tanto recurrieron, hasta adecuarlo a su estética sugestiva. Efectivamente, en algunos casos incluso adoptaron convenciones petrarquistas y aprovecharon sus tensiones estructurales. Charles Baudelaire y Mallarmé lo convirtieron en mecanismo para elaborar metáforas, con el afán de evocar un mundo misterioso, procedimiento que secundaron los simbolistas posteriores. En el soneto simbolista, la concatenación lógica queda transpuesta por una argumentación de la imagen que, carente de nexos, resalta la plasticidad y la resonancia entre las imágenes (Scott 1998). En Catorce versos dicen… las imágenes simbólicas tienen presencia importante, pero hay un hilo lógico que las encadena en la enunciación emotiva dominante, que el simbolismo traspone (si no elide) en el despliegue plástico. Huelga repetir que Sologuren no acude al soneto como forma, sino al soneto de la poesía del Siglo de Oro como género, con todo lo que ello implica.
Pero esa asunción de códigos no es formalismo, atañe a la raíz de la expresión. Hay una creencia profunda en la vitalidad de los procedimientos de la tradición literaria, por la cual el soneto le parece a Sologuren perfectamente adecuado para verter su sensibilidad poética y resolver sus encrucijadas técnicas particulares, que en ese momento consisten en volver a una enunciación más emotiva. Por esos años, el Sologuren de la última época revisa su obra, las lecturas de juventud y sus temas más personales. En aras de reproducir las certezas que con la experiencia ha adquirido sobre el amor, el tiempo, la escritura, etc., Sologuren recuerda la dulce transparencia de los sonetos de Garcilaso y siente vibrar sus mismas preocupaciones y perspectivas de la vida en los sonetos barrocos.
Sin embargo, como sostiene el poeta limeño, un escritor no se acerca a las formas para esclavizarse: “de lo que se trata es de penetrarlas para salir de allí con algo nuevo y expresivo” (2005a, p. 410). Entonces, desde la raíz áurea del soneto, el poeta se alimenta del lirismo garcilasiano y agudiza los sentimientos de desengaño y contradicción connaturales del género, y lo hace lábil al lenguaje sugestivo de la modernidad, con lo que logra elaborar un texto abierto a diferentes posibilidades de lectura. Sologuren entiende como gesto contemporáneo ese mezclar técnicas de siglos diferentes que ejercita en sus sonetos (cf. 2021, pp. 131-132); pero, al mismo tiempo, los hace espacio de reflexión sobre la presencia real de las voces del pasado en la escritura actual, tan presentes y reales que la escritura -herencia y creación- es la garantía de integridad del yo ante la existencia fugaz y engañosa -ante la tensión y la violencia de los años ochenta. La forma heredada y recreada es, en el fondo, la respuesta al tiempo de un Sologuren que entra en la senectud.
La novedosa polisemia del texto cerrado reclama un lector más involucrado con el fenómeno poético. Esto último diluye cualquier cariz de aislamiento en el hecho de que Sologuren escribiera sonetos clásicos mientras la poesía del momento iba en otro sentido. Que no virara hacia lo coloquial no significa que negara su ejercicio literario a la integración de los sujetos. Como declaró en varias entrevistas, por esos años el poeta estaba interesado, más que nunca, en la sociedad y en la unión pacífica de los hombres, preocupado por la violencia que cundía en el Perú y en el mundo (2005a, pp. 491-495; 2021, pp. 41-42). A finales de la década de 1980, Sologuren ya tenía una poética formada y un concepto de la obra individual como signo que integra a la humanidad al transmitir contenidos comunes a la especie, y en ello la tradición literaria es fundamental. Catorce versos dicen… refrenda tales convicciones.