1. Introducción*
El concepto de cultura lingüística (Sprachkultur) -fundamental para un análisis consecuente de la dinámica de las relaciones que se pueden establecer entre variación, ejemplaridad1 y estandarización en el espacio variacional2 de una lengua histórica- abarca problemas concernientes al cultivo lingüístico (Sprachpflege), así como a las políticas inter e intralingüísticas3 (cf. Lebsanft 1997, pp. 79 ss.). La cultura lingüística, pues, está íntimamente relacionada con los procesos de estandarización4.
En lo que a la cultura lingüística hispánica concierne, el pluricentrismo es una cuestión clave. Ello se debe, sobre todo, a la difusión espacial del español y a su condición de lengua nacional5 -y, por consiguiente, de lengua de cultura6- en más de una veintena de países. Sin embargo -y pese a que en las últimas décadas se ha convertido en un tópico cada vez más frecuente en el ámbito de la hispanística7-, todavía queda mucho por aclarar acerca del pluricentrismo del español, tanto desde el punto de vista político-ideológico como, y principalmente, desde el punto de vista teórico-metodológico (cf. Farias 2018 y 2020a).
Desde el punto de vista político-ideológico, la discusión en torno a la emergencia de variedades nacionales en Hispanoamérica -desde siempre en estrecha relación con la cuestión de la unidad del idioma (cf. Torrent-Lenzen 2006, pp. 30-65; Aschenberg 2011)- se remonta al siglo XIX. Los movimientos independentistas y la consecuente formación de los nuevos Estados-nación8 conllevan la búsqueda de una autoafirmación política y cultural de las jóvenes naciones no sólo frente a la antigua metrópoli, sino también frente a sus propios vecinos. El sentido patriótico antimetropolitano y el anhelo identitario de las comunidades hispanoamericanas reverberan, asimismo -y no podía ser de otra manera-, en el plano lingüístico, y se manifiestan, probablemente en su faceta más radical, en la discusión acerca del “idioma nacional” en Argentina entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX (cf. Rosenblat 1991; Guitarte 1991; Torrent-Lenzen 2006, pp. 39-43)9. La fragmentación político-cultural de la América hispanófona constituye, a su vez, la piedra angular para el reconocimiento del español como lengua pluricéntrica hacia finales del siglo XX (cf. Thompson 1992, pp. 45 ss.). En ese contexto, destaca también, como se verá en los apartados 3 y 4, la incorporación paulatina de la diversidad en las obras publicadas por la Real Academia Española (RAE) en los últimos años, especialmente tras la publicación del documento titulado La nueva política lingüística panhispánica (NPLP 2004), en el que sienta las bases de su más reciente orientación política y, a la vez, explicita su propósito de colaboración con la Asociación de las Academias de la Lengua Española (ASALE).
No obstante, y pese a la aceptación más o menos general del pluricentrismo de la cultura lingüística hispánica (cf., por ejemplo, Zimmermann 2010), desde el punto de vista teórico-metodológico, su “materialidad”, por decirlo de alguna manera, que responde, entre otras razones, a la ausencia de una descripción sistemática de los estándares americanos, aún carecería de comprobación empírica. A este respecto, Greußlich y Lebsanft subrayan que “los obstáculos que se presentan a la hora de detectar y evaluar los reflejos empíricos del pluricentrismo en el espacio variacional del español son fundamentalmente de índole socio-histórica…, tanto en el nivel metadiscursivo y teórico como en el nivel práctico y concreto” (2020, p. 13).
El panorama de la cultura lingüística hispánica someramente esbozado en los párrafos precedentes se revela, pues, bastante complejo. Esta complejidad, según lo expuesto en Farias (2020a), es resultado directo de la interacción de tres factores clave:
Los problemas en torno al concepto de pluricentrismo y el carácter pluricéntrico que suele atribuirse al español;
las políticas lingüísticas académicas de cara al pluricentrismo del español y la cuestión de la norma panhispánica;
los discursos sobre la (diversidad y unidad de la) lengua en el ámbito de la NPLP.
En las siguientes páginas se analiza y discute cada uno de los tres factores arriba mencionados con el fin de ofrecer una síntesis comprensiva de la realidad de la cultura lingüística hispánica.
2. Pluricentrismo y la cultura lingüística hispánica
Desde la publicación de Stewart (1968) 10, pasando por las ya clásicas aportaciones de Kloss (1967 y 1978) y Clyne (1992), mucha tinta ha corrido en torno a la cuestión de las lenguas poli-/pluricéntricas11 (cf., entre otros, Pöll 2005; Muhr 2012 y 2015). No obstante, el concepto de pluricentrismo aún carece de precisiones teóricas y metodológicas. Kailuweit (2015), por ejemplo, al analizar la situación del español, identifica dos problemas fundamentales: el primero, de carácter teórico y, por lo tanto, más general, alude a la falta de una definición unívoca de pluricentrismo12; el segundo, como problema metodológico y concerniente específicamente al español, destaca la dificultad relativa a la delimitación y descripción de los estándares americanos.
2.1 Problemas en torno al concepto de “pluricentrismo”
Remontándose a Kloss (1978), Clyne emplea el término pluricéntrico para describir “languages with several interacting centres, each providing a national variety with at least some of its own (codified) norms” (1992a, p. 1). La definición de Clyne, sin embargo, tiene implicaciones que deben considerarse.
En primer lugar y antes que nada, está el hecho de haberse supeditado el concepto de pluricentrismo al de variedad nacional, con la subsecuente correlación entre estándar y nación. Más allá de los problemas que puede acarrear la definición de este último13, es posible objetar, según Auer (2013), que, mientras para Clyne (1989, 1992a y 1992b) los centros de una lengua pluricéntrica serían mayormente naciones, Ammon (1995), al analizar el caso específico del alemán, plantea que los centros no necesariamente tienen que corresponder a naciones. Cabe recordar, además, que Blommaert (2010, pp. 39-41) ya ni siquiera restringe el concepto de centro al ámbito geográfico, sino que lo hace extensivo a toda y cualquier entidad que en determinados contextos pueda servir como modelo de orientación. Tales centros de autoridad a menudo suelen tener nombres y caras: pueden ser individuos (profesores, padres, líderes, el chico más popular del instituto), colectivos (los grupos de pares, movimientos políticos, culturales, etc.), entidades más abstractas (la iglesia, la patria, la clase media, la cultura de consumo, la libertad, la democracia), etc. En lo que atañe al pluricentrismo, los medios de comunicación (masiva o no), en algunos casos, podrían llegar a reemplazar los tradicionales centros identificados con países/ regiones específicos y, con ello, desempeñar un papel importante como modelos de orientación (cf. infra).
En segundo lugar, si bien la definición de Clyne puede albergar de facto un sinfín de las más diversas constelaciones pluricéntricas, no siempre se muestra completamente exitosa ante la complejidad intrínseca a la realidad de las lenguas. Desde un punto de vista estrictamente lingüístico, Kabatek (2020) subraya que Coseriu (1980 y 1982) ya había esquematizado el modelo de arquitecturas pluricéntricas, al plantear que también la lengua ejemplar -o estándar- puede diferenciarse internamente y generar dialectos terciarios, o sea, variedades regionales, para emplear los términos coserianos, de la lengua ejemplar14. Ello, según Oesterreicher (2001), podría llegar a desencadenar una “reordenación” del espacio variacional de la lengua histórica: por una parte, la variedad regional convertida en estándar ya no estaría supeditada al “superestándar” -en otros términos: perdería su marca diatópica15. Por otra parte, y como consecuencia de lo anterior, pasaría a constituir un nuevo punto de referencia, a partir del cual se establecería un espacio variacional propio, con sus correspondientes variedades marcadas diatópica, diastrática y diafásicamente16.
La fragmentación dialectal y la emergencia de arquitecturas pluricéntricas -fenómenos cuyo origen, por cierto, todavía no se ha explicado de manera completamente satisfactoria (cf., respectivamente, Krefeld 2011 y 2011a)- son, claro está, resultado de la variación como hecho universal e inherente a toda lengua histórica. No obstante, pese a la naturaleza insoslayablemente lingüística del fenómeno, no se puede desatender el hecho de que el concepto de pluricentrismo -y no podría ser de otra manera, ya que se trata de un constructo sociohistórico- tiene asimismo un carácter discursivo-ideológico. Por esa razón, las propuestas de definición de pluricentrismo, según Pöll (2012), presentan utilidad y valor heurístico limitados, puesto que no son capaces de captar plenamente las idiosincrasias de cada uno de los casos de pluricentrismo, de por sí muy diversos. Dicho en otros términos, sería muy difícil formular una definición unívoca que pudiera abarcar todas las situaciones pluricéntricas posibles -y, por consiguiente, proponer criterios de aplicación universal. Así pues, habría que analizar cada situación específica a partir de tres perspectivas que, según Greußlich (2015, pp. 72 ss.), pueden considerarse complementarias: la empírica, la política y la simbólica (cf. también Farias 2020a, Langenbacher-Liebgott y Farias 2021). La existencia de variedades dominantes y dominadas y, consecuentemente, de asimetrías entre las variedades centrales/ estándares de una lengua pluricéntrica (cf. Clyne 1992b, pp. 455 ss.) sería resultado de la red intrincada de interacciones y relaciones que se pueden establecer, en el seno de cada comunidad, entre las tres dimensiones referidas.
Desde la perspectiva empírica, la delimitación y descripción de los respectivos estándares en el interior de una lengua histórica constituye una necesidad primigenia para la definición de pluricentrismo. Sin embargo, la falta de un programa explícito de investigación empírica en el marco de la lingüística variacional (cf. Greußlich 2015, p. 73), entre otros factores, restringiría las posibilidades reales de delimitar y describir los estándares (en particular los no centrales) de una lengua dada.
La adopción de una perspectiva estrictamente política, a su vez, ha llevado a Zimmermann, por ejemplo, a concluir que “las categorías de monocentrismo y pluricentrismo son… categorías glotopolíticas, y no son categorías variacionistas” (2018, p. 135). El autor, incluso, ya había declarado anteriormente que, “si bien el pluricentrismo no es una concepción desligada de la variación y diversidad lingüístico-dialectal, su pretensión no es constatar si hay varios centros o sólo uno”, por lo cual no sería un concepto lingüístico, sino, más bien, “un concepto político de aceptación de ser (hablar) diferente y de establecer una base lingüística propia” (2008, p. 202). Aunque Zimmermann no deja de tener razón, puesto que ciertamente hay un componente político (o institucional) en la constatación y/o delimitación de las lenguas pluricéntricas, no se puede eludir el hecho de que la perspectiva (GLOTO)política, aislada de las demás, es incapaz de brindar una visión integrada del problema: por una parte, la manufacturación e implementación de los estándares no sólo será posterior al hecho lingüístico (y empírico), sino que, por otra parte, además, su éxito dependerá del arraigo que puedan tener en las respectivas comunidades -lo cual, por cierto, guarda estrecha relación con cuestiones hasta cierto punto extralingüísticas, como las actitudes o representaciones de la lengua a cargo de los hablantes.
Por último, la perspectiva simbólica encuentra su anclaje en la tríada lengua-poder-identidad. Así pues, no extraña que las situaciones pluricéntricas propicien un suelo fértil para el surgimiento de campos de tensión ideológica: por una parte, destaca la cuestión de la unidad de la lengua y la preocupación (institucional) por su mantenimiento de cara al delicado tema de las fonías17 (hispanofonía, francofonía, lusofonía…)18; por otra parte, los proyectos de codificación de estándares nacionales revisten un alto valor simbólico para la autoafirmación lingüística de las respectivas comunidades19.
En suma, la conformación de situaciones pluricéntricas debe tratarse como un problema complejo y multicausal, en el que se inmiscuyen diferentes factores de naturaleza lingüística y extralingüística. Dada la multidimensionalidad del concepto en cuestión, planteamientos que tomen como punto de partida una sola perspectiva suelen brindar una visión parcial acerca del problema y, por ende, no rara vez conducen a conclusiones no del todo acertadas. A la luz de las consideraciones anteriores, en el siguiente subapartado se tratará de ofrecer una descripción e interpretación holística del pluricentrismo del español.
2.2 El pluricentrismo del español: panorama general y singularidades
Thompson, en su clásico estudio de 1992 (p. 66), postula que el español sería una lengua “claramente pluricéntrica” (clearly pluricentric), que contaría con tres centros de prestigio en España y cinco en América. Bierbach (2000, pp. 149 ss.), sin embargo, contraría la concepción de Thompson. El problema, según la autora, consistiría en haberse ignorado aquel que sería el “criterio esencial del concepto sociolingüístico de pluricentrismo” (Wesentliches Kriterium des soziolinguistischen Konzeptes von Plurizentrik), es decir, que el alcance de los estándares debe circunscribirse a las fronteras estatales y es el Estado el que tiene que llevar la delantera en la regulación lingüística. En el caso del español, lo primero que destaca es, como se verá a continuación, la escasez de proyectos nacionales de estandarización en la América hispanófona. A eso habría que añadir la ausencia de consenso entre los hablantes americanos y peninsulares -así como entre filólogos, lingüistas y académicos a uno y otro lado del Atlántico- sobre si el español pudiera o no considerarse pluricéntrico, bien como la (presunta) unidad de la lengua, reforzada por la existencia de una ortografía unificada (pp. 148 ss.). Todo ello llevaría a la conclusión de que el español, en los albores del siglo XXI, aún no podría considerarse una lengua auténticamente pluricéntrica. Ambos razonamientos -tanto el de Thompson como el de Bierbach-, empero, y aunque por cierto representan aportes importantes al tema del pluricentrismo del español, requieren de matizaciones.
La defensa del pluricentrismo sobre la base de una apreciación fenomenológica de la existencia de variedades regionales, nacionales y/o supranacionales de la lengua ejemplar es problemática. Lamentablemente, pasados ya treinta años desde la publicación de Thompson (1992), no se puede ir mucho más lejos, puesto que la ya mencionada ausencia de una metodología para la delimitación de las variedades estándares de una lengua histórica -y por qué no decir también, la escasez de recursos para poner en marcha proyectos con ese fin- obstaculizan la comprobación empírica de los estándares en el ámbito hispanófono.
Ante lo expuesto, no extrañan las críticas dirigidas a quienes, como Oesterreicher (2001 y 2002), se han abocado a la tarea de pronosticar cuáles serían (los límites de) los potenciales estándares americanos (cf., por ejemplo, Zimmermann 2008; Lebsanft et al. 2012; Greußlich 2015). Aludiendo justamente a los obstáculos que depara la descripción lingüística del español, Oesterreicher sostiene que “carece… de sentido postular un estándar propio para cada uno de los países hispanoamericanos, sino más bien se debería optar por considerar espacios comunicativos en los cuales las fronteras políticas no tienen un papel decisivo” (2002, p. 290). Ello lo lleva a ignorar las fronteras estatales, con todas las implicaciones que tal decisión alberga, y plantear -de forma tentativa y sumaria- la existencia de al menos tres estándares hispanoamericanos de alcance supranacional: el de México, el de Buenos Aires y el de los países andinos. Quedarían pendientes de análisis las situaciones del Caribe, la zona septentrional de Sudamérica, Chile y Estados Unidos20.
Sobre el particular, Zimmermann (2008) aclara que, de hecho, no se puede desatender “la posibilidad de adhesión de países independientes al estándar creado en otro país o de creación de varios estándares supranacionales de varios países… si les parece adecuado en términos de identidad lingüístico-económica”. No obstante, la propuesta de Oesterreicher merece algún comentario, puesto que, según Zimmermann, ignora que “no es necesario que se dé una identidad o semejanza dialectal supranacional para que sea legítimo pensar en variedad estándar dentro de una concepción pluricentrista” (p. 203).
Siguiendo en el plano empírico -o teórico-metodológico-, Rivarola (2001) hace hincapié en que el pluricentrismo sólo podría considerarse factual si se hubieran descrito todas las variedades estándares de la lengua en cuestión -meta de la que el español está todavía muy lejos. Greußlich, concretamente sobre la tradición de descripción del español americano a lo largo del siglo XX, subraya que “el registro de la variación se conjuga con la no-evaluación de las variantes detectadas, conformando un inventario de ellas sin especificar… su función dentro de lo que en términos coserianos denominamos «lengua funcional»” (2015, p. 69). Aunque la situación ha cambiado bastante, sobre todo en los últimos años, gran parte de los proyectos y obras dedicados a la descripción del español americano sigue reproduciendo esa práctica, al menos parcialmente. Es el caso, por ejemplo, del “Proyecto para el estudio sociolingüístico del español de España y de América” (PRESEEA), que tiene por objeto la descripción del español hablado, pero sin focalizar una variedad específica. Muy distinto había sido el proyecto “Estudio coordinado de la norma lingüística culta”, desarrollado en el marco del Programa Interamericano de Lingüística y Enseñanza de Idiomas (PILEI). Además de haberse concentrado en la descripción de una variedad específica (la modalidad culta oral), desarrolló un trabajo coordinado de recolección de datos de los centros urbanos más importantes del mundo hispánico. El proyecto, empero, no ha llegado a cumplirse integralmente.
Contrapuesta a la empírica, la perspectiva político-institucional, a su vez, tampoco parece ser capaz de ofrecer una respuesta consensuada. Así pues, Bierbach (2000), aunque realizó una descripción adecuada del problema, lo planteó, según Pöll (2012), desde una falsa perspectiva dicotómica mono-/ pluricéntrica. La oposición binaria mono-/ pluricentrismo sólo tiene sentido desde el punto de vista glotopolítico, es decir, al considerarse solamente las normas institucionalizadas. Sin embargo, el hecho de que, en el ámbito de una dada comunidad, como parece ser el caso de la hispanófona, haya una sola norma institucionalizada, no implica que no haya variación en el nivel terciario -lo cual, desde el punto de vista estrictamente lingüístico, definiría una situación pluricéntrica.
En lo que atañe a la institucionalización de normas en el ámbito de la hispanofonía, Kailuweit (2015) recuerda que en las casi dos docenas de países donde el español es lengua oficial o cooficial hay, de hecho, academias de la lengua. Éstas, sin embargo, a diferencia de la RAE, las más de las veces evitan enfrentarse seriamente al cometido de aplicar políticas lingüísticas propias que permitan llevar a cabo de manera plena una estandarización y codificación de carácter endonormativo en los respectivos países. Rivarola (2006, pp. 101 ss.), sin embargo, trata de explicar la aparente omisión de las academias americanas, teniendo en cuenta que los movimientos de independencia en Hispanoamérica y la consecuente descentralización política no supusieron una descentralización normativa. La creación de las primeras academias americanas no derivaba de una tendencia separatista, sino que respondía más bien a un sentimiento de “orfandad normativa” provocado por la ausencia de la RAE tras la interrupción de las relaciones entre España y las nuevas repúblicas. Zimmermann recuerda aún que “la fundación de las Academias participa de la ola del hispanismo”, y deriva de una “conciencia de la necesidad de actividades para instaurar la… unidad” (2010, p. 45). A lo anterior se suma el hecho de que Hispanoamérica no llegó a constituirse una “magnitud relevante en el contexto de los esfuerzos codificadores” (Rivarola 2006, p. 101). Por último, se debe añadir que la creación de la ASALE, así como su cooperación con la RAE, demuestra que la independencia lingüístico-normativa americana aún no se ha concretado -y tampoco, hay que recalcarlo, tiene que llegar a concretarse algún día-: si, por una parte, las políticas lingüísticas en Hispanoamérica aún no cuentan con una agenda definida, ni tampoco tienen direcciones claras, por otra parte, aplicar políticas de estandarización no es acto que pueda imponerse -y, en este caso, al menos parcialmente, desde afuera-, sino que constituye un derecho de cada comunidad lingüística, que, a su vez, podrá o no ejercer (cf. Greußlich y Lebsanft 2020, p. 17).
Ante este panorama, hoy sólo sería posible hablar -y, en todo caso, con reservas- de estándares americanos endonormativamente constituidos en los casos de México y Argentina (cf. Kailuweit 2015, p. 99)21. En efecto, destaca la marcada y prolongada tendencia a una autoafirmación (lingüística) nacional de ambos países (cf. Lara 1993 y Moure 2004, acerca de México y Argentina, respectivamente), que contribuyó a que lograran alcanzar un nivel más o menos avanzado de autonomía normativa (cf. Greußlich y Lebsanft 2020, pp. 18-19). Ello se refleja, por ejemplo, en el desarrollo de proyectos de diccionarios integrales22, el Diccionario del español de México (DEM), cuya segunda edición se publicó en 2019, y el Diccionario integral del español de la Argentina (DIEA), del año 2008 -obras que, en su génesis, respondían al propósito de hacer frente a la lexicografía académica (cf. Fernández Gordillo 2014). Éstas dos son, por cierto, las únicas obras del tipo de las que, hasta el momento, se tiene noticia en el ámbito hispánico23.
A pesar de la aportación -sobre todo simbólica- que ha representado la publicación de estas dos obras para las respectivas comunidades, en lo que atañe a la esfera político-ideológica todavía queda un largo camino por recorrer. Así pues, en el ámbito hispanófono, el pionerismo del proyecto para la publicación de un diccionario del español de México, iniciado en 1973, y la iniciativa de hacer una obra de nueva planta, según una metodología consecuente con el propósito de entregar un diccionario integral de la variedad mexicana (cf., sobre el particular, Lara y Ham Chande 1979; Ham Chande 1979; Lara 2015), parecen no haber sido suficientes para afrontar la tradición académica. El propio director del proyecto, Luis Fernando Lara, admitió en una entrevista que el DEM había llegado “a un público educado en el pensamiento académico” que “todavía no voltea a ver nuestro diccionario como su diccionario de referencia”, y “va a tardar varios años para que… empiece a ver[lo] de otra manera” (en Kamenetskaia 2014, p. 242).
La situación del DIEA en Argentina parece ser aún más delicada, luego de ser blanco de muchas críticas:
El DIEA, sin lugar a dudas, constituye un acontecimiento glotopolítico en la historia de las ideas sobre la variedad argentina del español puesto que quiebra la tradición lexicográfica de centro y periferia. Sin embargo, el hecho de que sea resultado de una iniciativa privada le asigna otro sentido glotopolítico de aquel que el lexicógrafo mexicano Luis Fernando Lara pensó para los diccionarios integrales en general y para el DEM en particular… La publicación del DIEA constituye un gesto que niega la ilusión de una lengua española general y afirma la diferencia en relación con la lengua del otro que es la misma (tiene la misma materialidad), pero que es diferente (debido a la propia experiencia histórica). El DIEA funda una nueva discursividad, pero no de modo integral (como se plantea en el componente programático), sino tomando como referencia los usos de un determinado sector -el culto- y de cierta área -la urbana, principalmente de la ciudad de Buenos Aires-, centro del poder político, económico y cultural, sede de la mayoría de los medios de comunicación y cuna del universo de lectores al cual se dirige la empresa que lo confecciona (Lauria 2012, p. 82).
A los problemas de naturaleza sobre todo ideológica que menciona Lauria en su análisis (discursivo) del DIEA, se suman otros, metodológicos (elaboración del corpus) y lexicográficos (concepción y consecución del proyecto) (cf. Lauria 2015 y 2015a; Adelstein 2016). Ello, lamentablemente, constituye un obstáculo importante para la conversión del DIEA en un verdadero instrumento de referencia normativa.
Ahora bien, aunque no cabe duda de que la codificación endonormativa de los estándares nacionales hispanoamericanos, así como la importancia de la orientación integral tanto en lexicografía como en gramaticografía (cf. Zimmermann 2022), siguen siendo temas sumamente relevantes, hay a este respecto, aunque en otro ámbito, un aspecto más que se requiere considerar: se trata del papel modélico de los medios de comunicación (cf., por ejemplo, Greußlich y Lebsanft 2020, pp. 21 ss.), que particularmente a partir de mediados del siglo XX se han convertido en agentes implicados, en mayor o menor grado, en el proceso de planificación lingüística y desarrollo de la cultura lingüística hispánica (cf. Moreno Fernández 2010, pp. 89-127).
El hecho de que los medios de comunicación muy a menudo operen en un ámbito supranacional termina por fomentar la discusión en torno a la (posibilidad de) configuración de variedades internacionales o neutras -especialmente en el caso de lenguas globales como el inglés o el español. En el caso específico del español, Bravo García (2008) advierte que, si bien ambos adjetivos -internacional y neutro- se aplican básicamente a la misma realidad (o, mejor dicho, a lo que constituye todavía un desiderátum de ciertos grupos, como se discutirá a continuación), el primero subraya “el carácter común de la lengua compartida por todos los países de habla hispana” (p. 28), mientras que el segundo sugiere “la ausencia de rasgos nacionales o locales, que se consideren como interferencias indeseadas en la promoción de los productos” (p. 29)24. En todo caso, y pese a la designación que se prefiera adoptar, la idea de un español neutro de alcance internacional -las más de las veces asociado con (ciertas) variedades americanas25- está en estrecha relación con el desarrollo del mercado audiovisual (y también el editorial) en Latinoamérica y su afán de globalización (cf., por ejemplo, López González 2019).
La demanda de productos mediáticos con potencial de circulación trans e internacional contribuiría a consolidar una tendencia más o menos generalizada a la “neutralización” de variedades de zonas geográficamente limitadas mediante la pérdida de rasgos dialectales característicos y, en algunos casos, también la incorporación de elementos de otras variedades. Ese fenómeno puede ser tanto producto de políticas mercadológicas explícitas (sobre la industria del doblaje en México y Argentina, cf., respectivamente, López González 2019, y Staudinger y Kailuweit 2019), como simple consecuencia del anhelo de internacionalización de productos culturales (cf., por ejemplo, Kailuweit y Schültz 2018, para un análisis de las letras del rock argentino).
Sentado lo anterior, resulta ineludible que la difusión de cierta(s) variedad(es) considerada(s) neutra(s) y de alcance potencialmente internacional a través de los medios de comunicación (masivos o no) puede contribuir a la diseminación de usos lingüísticos eventualmente interpretados como modélicos por la comunidad lingüística. En el largo plazo, ello podría impulsar un proceso de nivelación dialectal -en el plano de la lengua ejemplar, claro está-, y dar cabida a la conformación tácita de una suerte de estándar vehicular que pudiera ser descrito y codificado. Si se piensa de modo específico en la situación de la hispanofonía, la consolidación de un estándar internacional/ neutro americano capaz de competir -al menos parcialmente- con el peninsular, como sugiere Pöll (2012), podría contribuir a reforzar, sobre todo desde el punto de vista simbólico, la idea del español como lengua pluricéntrica. Ahora bien, la función de los medios de comunicación en la difusión de usos lingüísticos modélicos y, por ende, en una posible (re)configuración del pluricentrismo del español, merece un par de matizaciones.
En primer lugar, es indudable que los medios de comunicación desempeñan un papel en la difusión de ciertos usos y/o variedades y, consiguientemente, en la nivelación lingüística (cf. Androutsopoulos 2014, para un panorama general de las relaciones entre medios de comunicación y cambios sociolingüísticos). En el ámbito románico, destacan, por ejemplo, el estudio de Carvalho (2004) acerca del papel de la televisión en la popularización de la variedad brasileña del centro del país (eje Rio-Sao Paulo) entre hablantes de portugués/ portuñol en el norte de Uruguay, así como la tesis defendida por Engels y Kailuweit (2011) y Kailuweit (2016) de que el teatro y la música fueron los mayores responsables de la difusión de los lunfardismos en Argentina. No obstante, a pesar de la importancia a menudo atribuida sobre todo a la televisión y la cultura popular mediatizada en la propagación de algunos usos, es muy difícil calcular el efecto real de los medios de comunicación en las actitudes y los hábitos lingüísticos de los hablantes (sobre el particular, cf. Sinner 2017)26.
En segundo lugar, no hay que olvidar que el concepto de español internacional o neutro no sólo carece todavía de una definición mínimamente consensuada (cf. Iparraguirre 2014), sino que ha sido siempre blanco del escepticismo (cf., entre otros, Petrella 1997 y Llorente Pinto 2006). Iparraguirre intenta ofrecer una definición unívoca para el concepto de español neutro. Sin embargo, al definirlo como “una variedad lingüística diseñada para responder a los requerimientos de instituciones y empresas y formar parte de la lógica del mercado” (2014, pp. 248-249), termina por resaltar -aunque sin intención- dos de los principales tópicos que los críticos suelen señalar: 1) la idea de que se trataría de una modalidad artificial (o “fuerza niveladora espuriamente inducida, desprovista de la espontaneidad y necesidad de los procesos de nivelación históricamente conocidos”, en palabras de Moure 2004, p. 279), y 2) el hecho de que podría llegar a ser una norma de dominio pasivo a cargo de la comunidad pero difícilmente de dominio activo. Si bien no se trata de una entelequia, una vez que sí se materializa en contextos específicos, no se puede eludir el hecho de que, dada su estrecha relación con el mercado globalizado, la finalidad última del llamado español neutro -y esto lo admite incluso Bravo García (2008, pp. 15 ss.) - es favorecer la (inter) comprensión en el ámbito hispánico; no se puede, empero, tener claridad acerca de su (potencial de) adopción espontánea como modalidad activa por los hablantes, ya sea en la oralidad o en la escritura.
Por último, aunque no por ello menos importante, se advierte sobre lo arriesgado de intentar predecir el futuro de las lenguas. Kabatek (2007), al analizar los discursos sobre las lenguas en España, propone deslindar claramente entre el “mundo de la voluntad y de la creación de los objetos” y el “mundo objetivo de la descripción”. En el primer caso, se hace referencia a los hablantes, en general, y a los poderes públicos, en particular, los cuales, sin lugar a dudas, tienen todo el derecho a opinar libremente y a decidir de manera soberana qué políticas lingüísticas han de adoptarse. En el segundo caso, y aunque, claro está, serán siempre hablantes, ante todo27, corresponde a sociólogos, lingüistas y sociolingüistas ocuparse del mundo objetivo de la descripción, de manera que su cometido será “analizar la situación en el presente y el pasado y poner las informaciones de las que se dispone a disposición del público” (p. 812). Volviendo al tema de este subapartado, por un lado, es cierto que se han hecho proyecciones muy optimistas respecto del peso y alcance del español neutro en el mediano y largo plazo impulsado por la comunicación mediática a nivel supranacional (cf., por ejemplo, López Morales 2006). Sin embargo, por otro lado, afirmar que un estándar internacional reforzaría “la homogeneización del mundo hispánico” (Bravo García 2008, p. 18) o, incluso, predicar la obsolescencia de la endonormatividad como consecuencia de la globalización (Kailuweit y Schütz 2018, p. 348) sería arriesgado. Si bien se trata de escenarios posibles en un futuro hipotético -aunque hoy se antojen quizás poco probables-, tanto la declaración del triunfo inequívoco de un español internacional/ neutro americano como el rechazo a la idea de estándares nacionales endonormativamente constituidos tienen, en apariencia, carácter más bien volitivo que descriptivo. (Los proyectos de diccionarios integrales en Hispanoamérica a los que se ha aludido, por ejemplo, parecen contradecir, por lo menos hasta cierto punto, las tendencias sugeridas líneas arriba.)
En síntesis: aunque se han desarrollado distintas variedades ejemplares en Hispanoamérica, que, en algunos casos, podrían funcionar, incluso, en lo supranacional, éstas, según lo expuesto anteriormente, por razones históricas, políticas y, en cierta medida, también económicas, no están bien discriminadas (cf. Lüdtke 2007), presentan diferentes grados de estandarización o de codificación (cf. Greußlich y Lebsanft 2020, pp. 17-19), y, por ende, no han logrado el mismo prestigio del que goza el estándar peninsular (cf. Pöll 2001, pp. 920 ss.). Los efectos se hacen sentir en diferentes ámbitos. En el empírico o teórico-metodológico, no hay delimitación ni descripción de las variedades ejemplares en Hispanoamérica. En el político-institucional, es notable la ausencia de una estandarización sistemática -ya sea nacional, supranacional o, incluso, panamericana. Por último, en el simbólico, la percepción de una realidad pluricéntrica compite con la idea de unidad fuertemente arraigada en la comunidad hispanófona (véase infra, apartado 4) -unidad que puede respaldarse tanto en la llamada norma panhispánica como en la idea de un español internacional o neutro. Todo ello, entre otros factores, contribuye a que el pluricentrismo del español se caracterice, al fin y al cabo, por ser marcadamente asimétrico, pues, a pesar de que se reconozca la existencia de más de un estándar en el ámbito hispánico, éstos presentan diferente alcance y peso. Compárense, a modo de ilustración, el estándar peninsular con los estándares mexicano y argentino, y estos últimos con los estándares guatemalteco y uruguayo (y así un infinito etcétera, si se consideraran todos los estándares nacionales y regionales potencialmente existentes en el español). En los dos apartados siguientes se discutirá cómo las políticas lingüísticas académicas, por una parte, y los discursos sobre la(s) lengua(s), por otra, han contribuido a la configuración del escenario descrito arriba.
3. Pluricentrismo vs. panhispanismo en el marco de las políticas de la RAE28
La RAE se ha abocado históricamente a la tarea de planificación del español, sobre todo en lo que concierne al corpus29. Ello, por un lado, la ha convertido en instrumento esencial de las políticas (intra)lingüísticas de España como heredera del proyecto de planificación lingüística iniciado en 1492 con la publicación de la Gramática castellana de Elio Antonio de Nebrija (cf. Langenbacher-Liebgott 2003, pp. 63-64)30. Por otro lado, al encargarse del “cuidado de la lengua castellana” (Moreno Fernández 2010, p. 92), la RAE ha tenido asimismo un papel importante en el desarrollo tanto del “cultivo lingüístico hispánico” (spanische Sprachpflege) como de la “cultura lingüística hispánica” (spanische Sprachkultur) (cf. Lebsanft 1997).
En el ámbito académico, aplicar políticas de estandarización de orientación monocéntrica no es exactamente una novedad. Ahora bien, hay diferentes modos de concebir un modelo de estandarización de orientación monocéntrica:
Elaborar un estándar suministrado por una sola variedad -en general, identificada con el estándar peninsular.
Elaborar un estándar panhispánico “homogéneo”, constituido a partir de formas léxicas y estructuras sintácticas no marcadas.
Elaborar un estándar panhispánico “heterogéneo” que permita alternativas en algunos puntos del sistema.
El primer modelo corresponde al procedimiento seguido por la RAE desde su fundación hasta mediados del siglo XX (cf. Moreno Fernández 2010, pp. 99-100). Se trata de un modelo orientado hacia una ideología que se remonta al movimiento histórico panhispanista (cf. Del Valle 2011), y que, aparentemente, ha sido superada31. Ya la segunda concepción de estándar sería una suerte de koiné. Demonte (2001) es una de las defensoras de la constitución de un “supradialecto estándar”, y para ello se basa en la supuesta existencia de un “español general”32. Greußlich y Lebsanft (2020) ven indicios de un “supradialecto estándar” en esos moldes tanto en el respeto hacia la autoridad de los grandes nombres de la literatura de lengua española como en la aceptación y manejo de una ortografía unificada. Aunque no se pueda apreciar el alcance efectivo de ese supuesto “supradialecto” en el ámbito de la comunidad hispanófona, en la práctica, “parece estar en avance en aquellos ámbitos discursivos más afines a la internacionalización, y esto como resultado de un proceso de koineización a nivel global que, aparte de la literatura, al menos comprende la comunicación científica” (p. 18). También la idea de un español internacional o neutro, discutida supra, en el subapartado 2.2, se ajustaría, en cierto modo, a ese segundo modelo de estandarización.
Por último, según Moreno Fernández (2010, pp. 98-102), el tercer modelo de estandarización es el que la RAE, bajo los auspicios de su “nueva política” y en cooperación con la ASALE, estaría implantando -aunque, hay que decirlo, todavía no de forma completamente exitosa (cf. Greußlich 2015 y Farias 2018). El modelo actual de estandarización propuesto para el español sería, pues, “de naturaleza «monocéntrica» (norma académica única) construida sobre una realidad polinormativa (norma culta policéntrica)” (Moreno Fernández 2010, p. 99). Así pues, a pesar de que lo propuesto es la concepción de una norma que permita alternativas en algunos puntos del sistema, en la práctica, se trata más bien de la subsistencia de un estándar único -o, en otros términos, del mantenimiento del monocentrismo. Amorós Negre (2014a) hace hincapié en que el modelo propuesto por la RAE y la ASALE, aunque se caracteriza como “polimórfico y composicional”, de modo que admite soluciones de diversas ejemplaridades hispánicas, sigue teniendo como propósito la normativización de un solo “estándar unitario que aúna las fuerzas lingüísticas centrípetas”. Eso, desde la perspectiva de Amorós Negre, no puede interpretarse como un “estándar pluricéntrico” -expresión que, por lo demás, contiene una contradictio in terminis, toda vez que pluricentrismo, según se quiso remarcar en la primera parte de este trabajo, implica el establecimiento de diferentes variedades ejemplares o estándares, y no la codificación de una norma única, constituida por los rasgos lingüísticos supuestamente compartidos por todos los hablantes (pp. 161-170 y 206-222).
Ahora bien, no obstante las consideraciones anteriores, al barajarse la posibilidad de poner en marcha un estándar unitario polimórfico, convendría considerar, desde el punto de vista práctico, las posibilidades reales de consecución de un proyecto de esa magnitud, una vez que ello supondría la descripción de la totalidad de las normas ejemplares del mundo hispánico, con todos los escollos que un cometido de este tipo conlleva, empezando por la (im)posibilidad de delimitación y comprobación empírica de los potenciales estándares (cf. supra, § 2.2). Se pueden ilustrar las dificultades que depara una estandarización “de naturaleza «monocéntrica»” sobre la base de una “realidad polinormativa” a partir del análisis de dos de las más importantes obras de carácter normativo publicadas por la RAE y la ASALE: la NGLE (2009, 2010, 2011) y el DLE (Diccionario de la lengua española, 2019).
La NGLE se impuso el propósito megalómano de descripción de todo tipo de variación -geográfica, social e, incluso, de cambio diacrónico. Su análisis, empero, revela que el registro de la variación suele limitarse a la difusión geográfica de los fenómenos (eje diatópico), con lo que se abstiene de su debida apreciación dianormativa y diaevaluativa; como consecuencia, “se producen aporías que ponen en tela de juicio la función orientativa sobre el uso del español que la gramática como género desempeña ante el lector” (Greußlich y Lebsanft 2020, p. 20; para un análisis de la NGLE, cf. también Greußlich 2015).
En lo que concierne al DLE, el incremento en la cantidad de las abreviaturas Esp. representa, sin lugar a dudas, un paso muy importante. Se debe señalar que esas marcas solamente aparecen en los diccionarios académicos a partir de la 21ª edición, correspondiente a 1992, época en la que sólo figuraban en 12 de las 83 500 entradas con las que contaba la obra (cf. Moreno de Alba 1999). La adopción de la marca Esp. implica ya no reconocer los usos particulares de España como pertenecientes a una suerte de “supradialecto estándar” por encima de las demás variedades, sino como pertenecientes a un estándar nacional en particular, en pie de igualdad con los demás, como el mexicano (Mex.), el argentino (Arg.) o el boliviano (Bol.). El cambio de perspectiva, sin embargo, va reflejándose en las obras académicas de manera paulatina, de modo que aún queda mucho trabajo por hacer en relación con el registro de los llamados españolismos33. Así pues, el DLE aún prescinde de marcas diatópicas en acepciones correspondientes a españolismos; por ejemplo, molar 1 “1. intr. coloq. Gustar, resultar agradable o estupendo”; morro “8. m. coloq. Descaro, desfachatez. Tener, echarle morro”; polla “2. f. malson. pene”.
Aunque se reconoce la importancia histórica y social de la RAE, no se puede eludir el hecho de que su actuación, en muchos aspectos, puede convertirse en blanco de críticas. Ello, sin embargo, no se debe a su iniciativa de elaboración y codificación normativa en el ámbito hispánico -lo que, ya lo sabemos, es sumamente importante para el desarrollo de la cultura lingüística-, sino a la manera como tradicionalmente se las ha llevado a cabo por medio de sus instrumentos codificadores, así como los planteamientos que, a lo largo de los años, han fundamentado los discursos académicos en torno a la normatividad y estandarización (cf. infra, § 4). Para tratar una cuestión tan compleja, nos permitimos empezar retomando la distinción planteada en Farias (2018a) entre la dimensión “colectiva” -o político-ideológica- y la dimensión “individual” -o normativo-prescriptiva- de la ejemplaridad.
En su dimensión “colectiva”, o político-ideológica, la ejemplaridad se remonta a la idea -no del todo superada- de que a cada nación corresponde una lengua34, de manera que la unidad lingüística35 supondría -y hasta cierto punto conllevaría- unidad en el plano político, cultural y/o ideológico. En lo que al español concierne, queda ya meridianamente claro que la constitución de una suerte de “supradialecto estándar” no es un imperativo para la comunidad hispánica a causa de su fragmentación política y de su diversidad social y cultural36.
En lo que atañe a la dimensión “individual”, o normativo-prescriptiva, la ejemplaridad atiende al “anhelo normativo” (anseio normativo) de los hablantes (cf. Zanatta 2009, pp. 81 ss.), que se genera en el ámbito del saber idiomático (cf. Coseriu 2000). El anhelo normativo se manifiesta sobre todo en las esferas de comunicación formal y/o de distancia comunicativa y, por lo tanto, en la lengua escrita, considerando la estrecha relación -aunque jamás exclusiva- que se establece entre formalidad/ distancia comunicativa y escritura (cf. Koch y Oesterreicher 2011, pp. 3-19). Ello significa que los individuos -de manera casi instintiva- buscan suplir su necesidad de “corrección idiomática” -que aquí, claro está, concierne al ámbito de la norma ejemplar- mediante la codificación normativa, llevada a cabo, por ejemplo, en las ortografías, las gramáticas y los diccionarios37.
Aunque, por un lado, desde una perspectiva “colectiva” de la ejemplaridad, ya no tiene sentido defender un modelo de estandarización monocéntrico para el español, por otro lado, en el plano “individual”, la mayoría de los hispanoamericanos viven en una suerte de estado de orfandad en lo que respecta a la definición de su norma, y de pronto, ante la necesidad de satisfacción de su anhelo normativo, terminan por recurrir a las obras académicas38. En ese contexto, se entiende por qué gran parte de la comunidad hispanoamericana acepta una norma “foránea”39, por así decirlo, que, de hecho, apenas considera las variedades americanas (al respecto, véase Farias 2018 y 2018a).
Ante el panorama someramente trazado, no queda más que dar la razón a Pöll (2012). El autor sostiene que la opción más viable por el momento sería tratar de hacer compatible la realidad pluricéntrica del español con el ideal de una norma panhispánica40 -lo cual, por cierto, como hemos visto al final del subapartado 2.2, no parece ser un problema para los hispanoamericanos. Ello, a la vez que reafirma la necesidad de configuración de una norma panhispánica que valga a uno y otro lado del Atlántico, aunque sea como medida paliativa, vuelve a plantear el problema de cómo definirla.
Por fin, si por razones ideológicas y económicas no se aplican políticas (intra)lingüísticas eficaces en los países hispanoamericanos, que fomenten el desarrollo de estándares de carácter endonormativo debidamente codificados, la RAE, pese a todos los errores y omisiones que se le puedan imputar, seguirá teniendo importancia fundamental en el ámbito de la cultura lingüística hispánica. Se justifica, por lo tanto, al menos hasta cierto punto, la política panhispánica de la RAE en cooperación con la ASALE, así como su propósito de poner en funcionamiento una codificación “pluricéntrica”, concretada en la norma panhispánica41 -aunque ello no implica de ninguna manera, como se verá líneas abajo, defender su concepción de unidad ni tampoco su ideal de panhispanismo.
4. Diversidad, unidad, panhispanismo y los discursos sobre la lengua
El prestigio tradicionalmente asignado al estándar peninsular se debe, en gran medida, según lo expuesto supra, a la actuación de la RAE. López Morales (2014), en su discurso pronunciado con motivo de la presentación de la 23a edición del DLE, subraya que desde 1713, año de su fundación, hasta 1871, año de la creación de la primera de las Academias correspondientes en América, la RAE “llevó sobre sus hombros todo el peso de «limpiar, fijar y dar esplendor» a nuestra lengua común” (p. 1). La ideología purista plasmada en la leyenda de la RAE se refleja en las normas fijadas y presentadas en las obras académicas -para cuya construcción a lo largo de más de doscientos años han servido de base, sobre todo, la(s) variedad(es) estándar(es) de la España septentrional (cf. Moreno Fernández 2010, p. 91).
Pese a la fundación de las primeras academias americanas en la segunda mitad del siglo XIX, la ideología que caracterizó la actuación política de la RAE durante sus primeros siglos de existencia aún predominaba hasta bien entrado el siglo XX. Es solamente a partir del establecimiento de la Comisión Permanente del Congreso de Academias en 1951 y la posterior fundación de la ASALE en 1960 que la situación da muestras de posibles cambios42 -los cuales, sin embargo, como se verá a continuación, todavía no han logrado concretarse del todo.
El documento de la NPLP, publicado en 2004, sienta las bases de la llamada política lingüística panhispánica y presenta los proyectos de las principales obras académicas que saldrían a la luz en los años siguientes. En la NPLP se afirma que la nueva política de “orientación panhispánica” se ha propuesto la tarea de “garantizar el mantenimiento de la unidad básica del idioma, que es, en definitiva, lo que permite hablar de la comunidad hispanohablante, haciendo compatible la unidad del idioma con el reconocimiento de sus variedades internas y de su evolución” (NPLP 2004, p. 3). Bajo el lema de “unidad en la diversidad”, el “nuevo” discurso académico, pues, se construye alrededor de dos conceptos clave: la unidad del idioma y el panhispanismo. No obstante, ninguno de estos conceptos, fundamentales para comprender la esencia de la llamada “nueva política”, se encuentra definido en la NPLP. En lo que sigue, se discutirán las posibilidades de interpretación de unidad y panhispanismo en el marco de la NPLP, así como sus consecuencias prácticas.
Coseriu plantea la cuestión de la unidad en el marco de una política intralingüística, y sostiene que “la aspiración a la unidad idiomática que, en la historia, se manifiesta en la constitución de las lenguas comunes y ejemplares, no es de ningún modo una aspiración ingenua, espuria o absurda” (1990, p. 59). En el modelo coseriano, por encima de la lengua histórica -y a partir de una de sus formas menores (los llamados dialectos primarios; cf. Coseriu 1980 y 1982)-, se constituye la lengua común, que la comunidad adopta en un plano superior de solidaridad idiomática. Al difundirse, la lengua común tiende a diferenciarse -sobre todo espacialmente (formación de los llamados dialectos secundarios)-, con lo que motiva el establecimiento de una lengua ejemplar, que sería, a su vez, una suerte de “lengua común de la lengua común”, es decir, un modo de hablar ejemplar dentro -y por encima- de la lengua común, que se convertiría en “pauta de referencia” para las variedades regionales (cf. Coseriu 2006, pp. 48 ss.).
Ahora bien, como se ha visto anteriormente, la lengua ejemplar puede asimismo diferenciarse internamente, lo que suscita dialectos terciarios (cf. Coseriu 1982, pp. 22 ss.). Frente a la ineludible diversificación terciaria de las lenguas, Coseriu propone que la unidad en el ámbito político-cultural -anhelo que se genera en el plano universal del lenguaje y se concreta en el plano histórico- podría restablecerse, o bien mediante “la constitución de una «superejemplaridad», por encima de las ejemplaridades «nacionales»”, o bien por medio de “la unificación total o parcial de éstas” (1990, p. 58).
Al analizar el documento de la NPLP a la luz de esas consideraciones, podría llegar a pensarse que la unidad del idioma se compaginaría con la idea de superejemplaridad43, mientras que las variedades del español podrían corresponder tanto a los dialectos secundarios como a los terciarios, según la perspectiva ideológica adoptada. Eso, sin embargo -hay que recalcarlo-, sólo en un primer momento.
En este punto, conviene aclarar que, si para autores como Coseriu, la noción de unidad se plantea en el marco político (o de las políticas lingüísticas), según se ha explicado supra, para otros estudiosos, como Moreno de Alba (2003) y Ávila (1998 y 1999), el concepto de unidad parecería entenderse como sinónimo de uniformidad, es decir, como prevalencia de lo coincidente por encima de lo divergente cuando se comparan las diversas normas/ variedades de la lengua. A ese respecto, Moreno de Alba (2003) todavía precisa que “no es la uniformidad fonética y léxica la que garantiza la conservación de una lengua, sino la fundamental unidad fonológica y gramatical” (p.24-unidad cuya existencia defiende el estudioso para el caso del español. Así las cosas, si bien en un principio, tras el análisis del documento de la NPLP, se podría llegar a interpretar la idea de unidad como superejemplaridad -o sea, como una suerte de “lengua común por encima de la lengua común” que uniría a todos los hispanoparlantes-, el examen de las obras publicadas bajo los auspicios de esa política (cf. supra, § 3) parece apuntar a una concepción de unidad coincidente más bien con la de Moreno de Alba y con la de Ávila. En concreto, eso significa que, en obras como el DLE o la NGLE, la idea de estándar -o norma panhispánica- parece corresponder más bien a la de “español general” o “común”, definido como el componente lingüístico compartido por todas las variedades en un rango culto y en un registro formal (cf. Amorós Negre 2014a, pp. 218-222).
En este estado de la cuestión, la idea de unidad44 en el marco de la NPLP pone de manifiesto las controversias flagrantes entre el “nuevo” discurso académico y las políticas aplicadas:
La política panhispánica, pese a los esfuerzos genuinos que se han desplegado en pro del reconocimiento y legitimación de las variedades del español, visibles, por ejemplo, en sus más recientes publicaciones45, se revela, al fin y al cabo, como estrategia de mantenimiento de una norma unificada.
La concepción de unidad en el documento de la RAE está en sintonía con el discurso que defiende la supuesta cohesión socio-político-cultural de la comunidad hispanófona -discurso que, hasta cierto punto, y considerando la actual coyuntura, encubriría el interés en el potencial económico del español46 como posible lengua global47.
En suma, pese a que Oesterreicher (2002), por ejemplo, hace hincapié en que “la vieja discusión sobre la unidad y diversidad del español” tendría que haberse superado desde hace mucho, esa idea, en cierta forma, parece estar todavía en la base de la política panhispánica que se dibuja en el documento de la NPLP. En la propuesta de hacer “compatible la unidad del idioma con el reconocimiento de sus variedades internas y de su evolución” (NPLP 2004, p. 3) subyace la idea de que las ejemplaridades locales/ nacionales/ supranacionales constituyen variedades o normas regionales supeditadas a un estándar hasta cierto punto ajeno, una vez que se constituye e impone desde afuera. Sobre el particular, Lauria (2017), por ejemplo, señala que la RAE, mediante su política panhispánica, ha tratado esencialmente de mantener “su lugar privilegiado como primordial agente estandarizador en el ámbito hispánico” por medio de la consolidación de “un dispositivo institucional que sirviera de base a la reactivación del ya antiguo movimiento (pan)hispanista” (p. 270), de tal forma que la llamada nueva política habría terminado por convertirse en “un tipo de posnacionalismo” (p. 272)48. El discurso panhispánico de la RAE, pues, al fin y al cabo, sólo soslayaría o matizaría una ideología monocéntrica históricamente constituida.
5. Consideraciones finales
En las páginas precedentes se ha intentado ofrecer una descripción del panorama actual del pluricentrismo del español lo más objetiva posible -aun cuando se trate de una objetividad “desde afuera”, con sus pros y sus contras (cf. Kabatek 2007, pp. 804-805), ya que la autora, por nacimiento, no está incluida en la realidad analizada. Con ese fin, pues, se ha examinado la situación del español, teniendo en cuenta siempre tanto la perspectiva de la lingüística variacional como el contexto sociohistórico y político-ideológico que ha servido de trasfondo para su desarrollo, buscando entender y explicar cómo se ha ido engendrando la compatibilidad entre la realidad pluricéntrica del mundo hispánico y una codificación monocéntrica relativamente bien aceptada por la comunidad lingüística, que hoy, en la estela de la “nueva política” académica, y pese a sus evidentes contradicciones, aspira a materializarse bajo la forma de la llamada norma panhispánica.