INTRODUCCIÓN
En 1974, Octavio Paz publicó Los hijos del limo, libro que reúne una serie de conferencias dictadas desde la cátedra Charles Eliot Norton de la Universidad de Harvard, cuyo propósito es trazar la trayectoria de la poesía moderna desde sus inicios románticos hasta la llegada de las vanguardias. Justo ese mismo año de 1974, Paz dio a la luz otro libro, esta vez de creación poética, titulado Pasado en claro, único poema de considerable extensión y de contenido autobiográfico. Rachel Phillips afirma de esta obra que “de su historia personal el poeta, por primera vez, hace materia poética; canta su niñez, su pueblo, su familia, las influencias que contribuyeron a hacerle lo que es” (1976, p. 581). En realidad, Pasado en claro no supone la “primera vez” que Paz convierte en “materia poética” “su historia personal”: lo había hecho antes en poemas de contenido autobiográfico como “Piedra de sol” o “Nocturno de San Ildefonso”. Por supuesto, no es que Phillips haya pasado por alto ese detalle al hacer tales comentarios, sino que se toma la licencia crítica para destacar la frontalidad con que Paz acomete la materia autobiográfica en su nueva entrega poética. Antes, la materia autobiográfica había cimentado un discurso de múltiples intereses temáticos, pero en Pasado en claro el asunto principal es el yo y la escritura de este yo. No en vano, también José Miguel Oviedo afirma que se trata del “poema más confesional y conmovedor que haya salido de sus manos” (1976, p. 42).
Esta decisión estética que guía la composición de Pasado en claro pudo ser fruto de la proximidad entre las fechas de escritura de Los hijos del limo y del poema que nos ocupa, coincidencia cronológica que también valoró Phillips en su reseña (1976, p. 582). De hecho, Paz seleccionó dos versos del primer libro de El preludio para que encabezaran Pasado en claro: “Fair seed-time had my soul and I grew up / Foster’d alike by beauty and by fear…” (1990, p. 642). Los versos escogidos contienen in nuce el argumento principal del poema de proporciones épicas escrito por William Wordsworth, cuyo título se desdobla en un segundo término bastante significativo a este respecto: “[the] growth of a poet’s mind” (1966, p. 197). Tal y como Wordsworth escribe en el “Prefacio” que acompaña su singular épica, El preludio relata “the origin and progress of his own power”, y, más adelante, reafirma que su materia es “the history of the author’s mind to the point when he was emboldened to hope that his faculties were sufficiently matured for entering upon the ardorous labour which he had proposed to himself” (p. 198).
Pasado en claro comparte con El preludio un firme propósito autobiográfico, en cuanto que, en palabras de Anthony Stanton, el poema puede leerse como una “alegoría subjetiva que da[ba] cuenta del origen y la formación poética” del autor mexicano (1995, p. 85). Ahora bien, las declaraciones de Wordsworth sobre su propia obra consignan cierta teleología que impulsa la escritura autobiográfica del poema, en cuyo recinto se elabora el relato de cómo el poeta alcanzó la plena madurez de sus facultades para emprender una “difícil tarea”. ¿Cuál es esta empresa? El preludio, como su propio título indica, no es sino la introducción a un poema aún más vasto: “a philosophical poem, containing views on man, nature, and society… having for its principal subject the sensations and opinions of a poet living in retirement” (1966, p. 197). Aunque Wordsworth nunca llegó a concluir tal poema -que llevaba por título El recluso-, ello no invalida su designio estético. El preludio pretende narrar el modo en que la “mente de un poeta” madura hasta adquirir las facultades y fuerzas suficientes para elaborar un poema acerca no ya del yo, sino del hombre, la naturaleza y la sociedad.
Si Paz, al estampar dos versos de Wordsworth en los dinteles de Pasado en claro, emparenta su poema con El preludio y marca así una guía de lectura al mismo tiempo que un designio poético, su libro no puede leerse exclusivamente como un poema circunscrito al ámbito autobiográfico, sino que exige una interpretación que también considere su teleología, es decir, su aspiración a relatar el modo en que el pasado de un poeta legitima su discurso acerca de asuntos que van más allá de lo autobiográfico; temas como el hombre, la naturaleza y la sociedad. Este artículo tiene por propósito lograr una interpretación de esta índole, por lo que se tomará El preludio como punto de referencia, que, preferido por el propio Paz, nos ayudará a inteligir las operaciones autobiográficas en Pasado en claro. Al fin y al cabo, aunque en el libro III de El preludio Wordsworth se defina como “A traveller I am, / whose tale is only of himself” (p. 242), su poema autobiográfico contiene numerosas experiencias y reflexiones que Octavio Paz, cuando leyó o releyó El preludio para preparar sus conferencias en Harvard, pudo valorar como fragmentos de una historia que también era la suya.
Ante todo, las páginas que siguen comparan ambos poemas en relación con el éxito o fracaso de su tarea autobiográfica, regida por la voluntad de apresar una imagen del yo en las palabras y acuciada por la necesidad de “operar” sobre este yo e incluso de curarlo. Para ello, se traerán a colación las teorías lingüísticas de las que ambos poetas parten, pues tales concepciones del lenguaje determinarán la posibilidad o la imposibilidad de lograr el objetivo autobiográfico. Por último, se ponderará el esfuerzo de engarce entre lo individual y lo colectivo, entre el yo y el hombre, la naturaleza y la sociedad que Wordsworth considera como meta final de la escritura autobiográfica, y qué papel desempeña tal relación en Pasado en claro1.
LA MENTE REAVIVADA
Aunque la autobiografía consta de ciertos momentos donde predomina la narración o la representación de hechos y experiencias que sucedieron -al menos hipotéticamente- a lo largo de la vida del autor, la escritura autobiográfica no se agota en la mímesis volcada hacia un pasado textualmente recuperado. Además de la puesta en escena de las vivencias, la autobiografía despliega una serie de operaciones ejecutadas sobre el presente cuya función y finalidad no son meramente la representación de hechos. Quien escribe una autobiografía no se limita a decir su yo pasado, sino que también actúa sobre su yo presente, de manera que la escritura autobiográfica no es tan sólo una trampa que apresa el pasado, sino una maquinaria con la que el yo se trabaja existencialmente.
Una de las funciones que cumple esta tecnología existencial satisface necesidades terapéuticas. En El ser y el texto, Paul Jay (1993, p. 3) equipara la escritura autobiográfica con un proceso de “cura”, lo cual convierte el texto en el lugar donde la conciencia afronta las exigencias y dificultades que la historia y la cultura descargan sobre ella: “la tendencia a la experimentación formal dentro de los límites globales de la práctica literaria autobiográfica desde Wordsworth en adelante constituye una respuesta directa ante la cambiante epistemología del sujeto literario y del sujeto psicológico” (p. 33). Jay aplica esta teoría de la autobiografía a El preludio, y concluye que
existe un nexo funcional entre su preocupación por el regreso, mediante la memoria a su pasado personal con la intención de “nutrirse” y “restablecerse” y su hábito de regresar constantemente sobre sus propios manuscritos para nutrirse de nuevo mediante el restablecimiento y la ampliación de sus propios textos (p. 90).
En efecto, Wordsworth dedica ingentes esfuerzos a restablecerse emocional y psíquicamente. Para ello, remite de manera constante la escritura hacia su propio pasado, pues allí se atesoran las energías que pueden sanar el yo lacerado.
De hecho, Wordsworth comienza El preludio desde el preciso momento en que esta sanación tiene lugar. Se presenta ante el destinatario -su amigo el poeta Samuel Taylor Coleridge- conmocionado por una “brisa” que orea su dolor y lo limpia: “Oh, there is a blessing in this gentle breeze… / the soft breeze can come / to none more grateful than to me; escaped / from the vast city, where I long had pined / a discontented sojourner: now free” (1966, p. 203). Más adelante, esta misma brisa trabaja la conciencia de Wordsworth en dimensiones aún más profundas: “Traces of thought and mountings of the mind / come fast upon me: it is shaken off, / that burden of my own unnatural self, / the heavy weight of many a weary day / not mine” (pp. 203-204). Sucede, entonces, que la brisa restaura a Wordsworth de una alienación señalada por las expresiones “my own unnatural self” y “the heavy weight of many a weary day / not mine”. La brisa, por tanto, devuelve a Wordsworth a sí mismo y lo prepara así para el canto: “Thus far, O Friend! did I, not used to make / a present joy the matter of a song, / pour forth that day my soul in measured strains / that would not be forgotten, and are here / recorded” (p. 204). Inspirado por la “brisa”, Wordsworth nos dice que el canto nace de la recuperación de sí mismo y del fin de la alienación. De hecho, los últimos versos citados postulan una teoría de la presencia: el alma queda grabada en los versos escandidos, y allí “would not be forgotten”, es decir, siempre estará presente mediante el poder de la palabra. La restauración de la plenitud del yo es a un mismo tiempo condición y efecto del canto.
A partir de aquí, el libro I de El preludio acomete la narración de los días de la infancia del poeta: los recupera para sí y los aloja en la poesía, a buen recaudo del olvido. No es decisión arbitraria que Wordsworth encauce inmediatamente su relato hacia la infancia. Allí se concentran las fuerzas que posibilitarán la restauración de la plenitud existencial del poeta y que el canto se propone registrar. La infancia significa para Wordsworth un tiempo feliz, colmado de placeres y anterior a cualquier crisis que escinda al individuo de la naturaleza y a la conciencia de sí misma. En su infancia, el ser humano vive plenamente integrado en su medio y en su mundo. Así describe Wordsworth (pp. 219-220) las experiencias de la infancia:
...Those hallowed and pure motions of the sense
which seem, in their simplicity, to own
an intellectual charm; that calm delight
which, if I err not, surely must belong
to those first-born affinities that fit
our new existence to existing things,
...I held unconscious intercourse with beauty
old as creation, drinking in a pure
organic pleasure from the silver wreaths
of curling mist, or from the level plain
of waters coloured by impending clouds.
Conviene destacar en este pasaje la misma fibra argumental que vertebra otros poemas de Wordsworth, como la oda “Intimations of immortality from recollection of early childhood”. Las sensaciones de plenitud y comunión experimentadas durante la niñez ofrecerán bálsamo y consuelo cuando los años no pasen indemnes. Parte de ese consuelo reside en experimentar que existe una conexión entre el adulto que escribe y el niño que se fue, y que cierta identidad ha sido preservada de la erosión del tiempo, o, como Wordsworth escribe en “Tintern Abbey”, que todavía somos “a lover of the meadows and the woods, / and mountains; and of all that we behold / from this green earth” (2006, p. 243). De hecho, en cuanto que recuperar el “placer orgánico” de la niñez será crucial para reavivar la experiencia de la continuidad y “curar” así la crisis que hastía al adulto, Wordsworth reserva un importante lugar de su teoría poética a garantizar que tal recuperación es posible.
Para comprender realmente la convicción con que Wordsworth afirma esta posibilidad, es necesario tener en mente ciertos mecanismos psicológicos de la época, relacionados en su mayoría con el asociacionismo2. Wordsworth deja entrever el influjo de ciertas teorías asociacionistas cuando, hacia el final del libro I (1966, p. 221), escribe:
And if the vulgar joy by its own weight
wearied itself out of the memory,
the scenes which were a witness of that joy
remained in their substantial lineaments
depicted on the brain, and to the eye
were visible, a daily sight; and thus
by the impressive discipline of fear,
by pleasure and repeated happiness,
so frequently repeated, and by force
of obscure feelings representative
of things forgotten, these same scenes so bright,
so beautiful, so majestic in themselves,
though yet the day was distant, did become
habitually dear, and all their forms
and changeful colours by invisible links
were fastened to the affections.
Este pasaje fundamenta la empresa poética de El preludio en las mismas ideas asociacionistas que sirven de base psicológica para poemas como los ya mencionados “Intimations of immortality from early childhood” y “Tintern Abbey”. Tales ideas postulan que la coincidencia entre dos elementos, repetida en numerosas ocasiones a lo largo del tiempo, genera un vínculo estrecho entre estos dos elementos, de manera que, cuando uno de ellos aparezca solo, la mente experimentará -y no simplemente imaginará- las sensaciones correspondientes al objeto ausente, evocado por la mera presencia de aquel otro objeto con el que éste solía aparecer. Como se ve, el asociacionismo aporta una base científica, por aquel entonces rigurosa, para rescatar el pasado del olvido. Aunque ciertos elementos se hayan hundido en el tiempo, la mente aún puede experimentar las sensaciones que estos objetos despertaron una vez en ella mediante la ley de la asociación, que ató estos objetos a otros que se encuentran aún presentes. En realidad, el pasaje llega a afirmar que incluso la presencia de estos objetos que sirven de fundamento para la evocación de aquellos otros perdidos no es necesaria, ya que la mente conserva en algún estrato de la conciencia aquellas sensaciones, dispuestas siempre a despertarse. Conviene recordar que, según el empirismo más canónico, y tal como John Locke discurre en el Ensayo sobre el entendimiento humano, el pensamiento depende exclusivamente de la combinación de experiencias sensibles presentes y pasadas, así que éste ya de por sí mantiene vivas las operaciones que aprendió en otro tiempo.
Uno de los fundadores de la psicología asociacionista, David Hartley, desarrolló una serie de postulados que atañen especialmente al lenguaje. Para Hartley la ley de la asociación afecta igualmente las palabras y el modo en que las aprendemos. Aprendemos porque, delante de un objeto, se nos repite constantemente el nombre que corresponde a dicho objeto. Nombre y cosa quedan asociados en la mente. Ahora bien, Hartley amplía el círculo de referencias que ilumina un nombre, incluyendo en él no sólo el objeto en cuestión, sino todas aquellas sensaciones que el niño experimentó mientras escuchaba las repeticiones pedagógicas de la palabra:
When the visible objects impress other vivid sensations besides those of sight, such as grateful or ungrateful tastes, smells, warmth or coldness, with sufficient frequency, it follows from the foregoing theory, that these sensations must leave traces or ideas, which will be associated with the names of the objects, so as to depend upon them. Thus, an idea, or nascent perception, of the sweetness of the nurse’s milk will rise up in that part of the child’s brain which corresponds to the nerves of taste, upon his hearing her name (2013, p. 272).
Así, la palabra conserva en su seno un cúmulo de sensaciones que vuelven a atravesar la conciencia de aquel que la pronuncia. En la teoría del asociacionismo, la palabra alberga una riqueza sensorial que sobrepasa la estricta significación. Que Wordsworth suscribía todo esto puede inteligirse del “Prefacio” que escribió para Baladas líricas. Allí expone su decisión de escribir recurriendo a la dicción de aquellos que a diario se hallan en contacto más estrecho con la naturaleza, es decir, aquellos que llevan una “low and rustic life”. Y justifica: “The language too of these men is adopted… because such men hourly communicate with the best objects from which the best part of language is originally derived” (2008, p. 144). Más adelante, Wordsworth añade:
For our continued influxes of feeling are modified and directed by our thoughts, which are indeed the representatives of all our past feelings; and, as by contemplating the relation of these general representatives to each other, we discover what is really important to men, so, by the repetition and continuance of this act, our feelings will be connected with important subjects, till at length, if we be originally possessed of much sensibility, such habits of mind will be produced, that, by obeying blindly and mechanically the impulse of those habits, we shall describe objects, and utter sentiments, of such a nature, and in such connexion with each other, that the understanding of the reader must necessarily be in some degree enlightened, and his affections strengthened and purified (p. 147).
En definitiva, la teoría poética de Wordsworth no circunscribe la palabra a la mímesis, sino que, gracias al fundamento teórico aportado por la psicología asociacionista, convierte la palabra poética en una auténtica experiencia de todas aquellas sensaciones vividas en contacto con la naturaleza. Como escribe el profesor William Christie, “[Wordsworth’s] language, at least in theory, aspires to present (rather than to represent) these natural forms to the reader without any interference from the artistic medium” (2016, p. 34).
Por lo demás, esta teoría lingüística es fundamental para la empresa autobiográfica de Wordsworth, pues si cree que la palabra no es una simple ficción, sino una auténtica experiencia de lo real, entonces el discurso que se vuelve sobre su propio pasado no sólo representa el pasado, sino que hace que el presente reavive ese pasado mediante la vivencia de las mismas sensaciones conservadas en el seno de la palabra. Como si confirmara esto último, Wordsworth escribe al final del libro I de El preludio: “One end at least hath been attained; my mind / hath been revived, and if this genial mood / desert me not, forth with shall be brought down / through later years the story of my life” (1966, p. 222). Gracias a la ciencia del asociacionismo, podemos entender mejor el modo en que Wordsworth sana la crisis del presente: mediante la escritura de aquellas palabras que conservan en su entraña sensaciones y experiencias vividas en la naturaleza y en la infancia, el poeta puede transfundir a un presente herido la felicidad de tiempos más gozosos con el solo gesto de enunciación. Escribir significa, por tanto, volver a sentir la felicidad perdida en el núcleo de cada palabra.
LA MUERTE APRENDIDA
No sé hasta qué punto Octavio Paz, al escoger unos versos del libro I de El preludio para que encabezaran Pasado en claro, era consciente del humus psicológico y profundamente empírico que nutre la escritura autobiográfica de Wordsworth. Lo cierto es que la escritura autobiográfica de Paz se fundamenta en un conjunto de ideas lingüísticas y psicológicas muy distintas que condicionará el éxito o el fracaso de la empresa poética o, quizá mejor dicho, que determinará la satisfacción o insatisfacción que la práctica autobiográfica genera. A este respecto, el inicio del poema de Paz manifiesta ya la distancia que se abre entre la teoría poética de Wordsworth, colmada de una presencia palpable en la sensorialidad que acumulan las palabras gracias a la ley de la asociación, y la visión de un lenguaje fantasmal puesta en escena en los primeros versos de Pasado en claro: “Oídos con el alma, / pasos mentales más que sombras, / sombras del pensamiento más que pasos, / por el camino de ecos / que la memoria inventa y borra” (1990, p. 643).
Insisten estas primeras palabras de Pasado en claro en la condición fantasmática de aquello que la palabra convoca en la mente. Ecos y sombras no son más que referencias indirectas o, podríamos decir, experiencias secundarias de la audibilidad y de la visibilidad de los cuerpos. Esta tenue sensorialidad es la mínima suficiente para evocar, más que una presencia, el modo en que algo se ausenta: “Nombres; en una pausa / desaparecen, entre dos palabras”. De ahí que el paisaje que dibuja la escritura se asemeje a un paraje ruinoso compuesto de huellas de lo que fue y de vestigios que son la forma visible de la erosión y la desaparición: “El sol camina sobre los escombros / de lo que digo, el sol arrasa los parajes / confusamente apenas / amaneciendo en esta página” (id.).
Más adelante volveremos sobre este sol que no es un simple testigo de los escombros, sino que desertifica él mismo, arrasándola, la superficie de la página. Por ahora, continuemos desentrañando las operaciones espectrales de las palabras. Pronto en el poema, Paz bifurca el lenguaje, de modo que complica la teoría lingüística que se desprende del texto. Existe un lenguaje de la presencia y un lenguaje de la ausencia o, si preferimos decirlo así, de la diferancia. Este último pertenece al ser humano y, en particular, al que escribe. Bajo su hechizo, aquello nombrado no comparece ante la experiencia, sino que se aleja aún más: “En la escritura que la nombra / se eclipsa la laguna” (p. 645). Este lenguaje intenta asir los referentes, pero escapan de sus manos como un poco de agua. Desde esta perspectiva, la escritura padece un hambre tantálica de realidad, pero los signos la alejan irremisiblemente, lo cual no promete buenos augurios para el proyecto autobiográfico de Pasado en claro. En cambio, el lenguaje de la presencia corresponde a la naturaleza, que en el poema adquiere locuacidad: “Las olas hablan nahua” (id.). Más tarde, cuando ha cancelado la significación para el lenguaje humano -la suya es una “palabra en pena en busca de sentido” (p. 656)-, el poeta entrevé cierta esperanza:
¿Hay mensajeros? Sí,
cuerpo tatuado de señales
es el espacio, el aire es invisible
tejido de llamadas y respuestas.
Animales y cosas se hacen lenguas,
a través de nosotros habla consigo mismo
el universo. Somos un fragmento
-pero cabal en su inacabamiento-
de su discurso… (id.)
La oportunidad para el lenguaje humano que surge en este momento de Pasado en claro parece realojar el fragmento en el todo que lo contiene. Nuestras palabras significarían si las reinsertáramos en ese lenguaje universal compuesto de lenguas orgánicas y vivas como los animales, de signos que son cosas y que se escriben sobre la piel de las cosas, de correspondencias que saturan el aire con su diálogo sinfónico de llamadas y respuestas. Es interesante comparar este pasaje con otro del libro V (1966, p. 280) de El preludio, donde Wordsworth describe su particular visión del buen salvaje, un niño de Winander que
blew mimic hootings to the silent owls,
that they might answer him; and they would shout
across the watery vale, and shout again,
responsive to his call, with quivering peals
and long halloos and screams, and echoes loud,
redoubled and redoubled...
Wordsworth representa con esta imagen un idioma de felices correspondencias en las que toda la naturaleza repite el eco de un diálogo entre el ser humano y el animal. Paz encontraría en este pasaje una muestra del ideario lingüístico de los románticos que, según afirma en Los hijos del limo, traduce al lenguaje la metafísica analógica de las correspondencias. La poesía moderna concibe “el universo como un sistema de correspondencias” y una “visión del lenguaje como el doble del universo” (1998, p. 10).
En Pasado en claro, existe un pasaje o, mejor dicho, un espacio donde este idioma de las correspondencias pervive inmarcesible desde los tiempos del Romanticismo. Tal lenguaje se halla preservado en el interior del tronco de la “higuera primordial” donde suceden “revelaciones y abominaciones: / el cuerpo y sus lenguajes / entretejidos...” (1990, p. 647). Por su hendidura (“sexo, sello, pasaje serpentino / cerrado al sol y a mis miradas”, id.), el niño Paz apenas atisba, intuye muy tenuemente, un universo distinto donde las sinestesias incendian una sensibilidad saturada de correspondencias (“allá dentro son ojos las yemas de los dedos, / el tacto mira, palpan las miradas, / los ojos oyen los olores”, pp. 647-648) y donde el deseo centellea a lo ancho y a lo largo de un microcosmos sin órganos que hubiese hecho las delicias de Deleuze y Guattari (“allá dentro los cables del deseo / fingen eternidades de un segundo / que la mental corriente eléctrica / enciende, apaga, enciende, / resurrecciones llameantes / del alfabeto calcinado”, p. 648). El interior del tronco de la higuera es a un mismo tiempo el aleph que acosó la narrativa de Borges (“allá dentro es afuera, / es todas partes y ninguna parte, / las cosas son las mismas y son otras”, id.) y el instante total, cima del tiempo, que la poesía de Paz persiguió desde Libertad bajo palabra (“no hay escuela allá dentro, / siempre es el mismo día, la misma noche siempre, / no han inventado el tiempo todavía”, loc. cit.). En suma, el interior de la “higuera primordial” encapsula un universo rebosante de correspondencias y ofrece así un correlato de lo que de otra manera sería una impalpable doctrina metafísica. Este universo, al igual que sucede en Wordsworth, posee locuacidad: “No me habló dios entre las nubes; / entre las hojas de la higuera / me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo” (p. 654). La forma en que el individuo participa del cosmos analógico es por medio del erotismo3:
...el vaho femenino de las plantas
piel a mi piel pegada: ¡súcubo!
-como si al fin el tiempo coincidiese
consigo mismo y con él,
como si el tiempo y sus dos tiempos
fuesen un solo tiempo
que ya no fuese tiempo, un tiempo
donde siempre es ahora y a todas horas siempre,
como si yo y mi doble fuesen uno
y yo no fuese ya (id.).
El erotismo se traduce en el acceso a un tiempo sin tiempo, eternidad que tiene los límites de un instante, y que el último verso de Paz interpreta a la manera de Georges Bataille, como si amar fuese casi la muerte. Tal como leemos en La llama doble: “en la muerte cesan el tiempo y la separación: regresamos a la indistinción del principio, a ese estado que entrevemos en la cópula carnal. El amor es un regreso a la muerte” (1993, p. 145). Sin embargo, una segunda muerte acecha tras este instante de comunión panerótica. Resulta significativo seguir leyendo el poema en este punto, pues en seguida Paz (1990, pp. 654-655) procede a narrar aquello que desgaja al individuo de la totalidad erótica:
Zumbar de abejas en la sangre:
el blanco advenimiento.
Me arrojó la descarga
a la orilla más sola. Fui un extraño
entre las vastas ruinas de la tarde.
Vértigo abstracto: hablé conmigo,
fui doble, el tiempo se rompió.
Atónita en lo alto del minuto
la carne se hace verbo -y el verbo se despeña.
La consumación sexual del erotismo que se adivina en ciertas referencias (“blanco advenimiento”, “descarga”) desemboca paradójicamente en una soledad que deshace el hechizo de las correspondencias. En un paisaje súbitamente arruinado, la conciencia cambia de dirección: ya no se siente atraída por un erotismo centrípeto que la pliega al mundo, sino por una fuerza centrífuga que la aleja del centro, del hen kai pan, y la destierra a su soledad. Si, para J.M. Oviedo (1976, p. 49), la conciencia transita el “camino tántrico”, el abrazo erótico con el cosmos, para huir de su soledad, el final de esta experiencia devuelve a la conciencia a su inicial aislamiento. Entonces se sorprende por primera vez a sí misma y, como si fuese el pecado original, como Adán se vio desnudo, ésta se ve sola. Es más, se ve a sí misma, sufriendo una terrible escisión que la desgaja de sí y que quebranta la armónica unidad que minutos atrás había gozado en la experiencia erótica. Paz liga al lenguaje la reflexividad de la conciencia que a un mismo tiempo la aísla del mundo y la desgarra: primero refiriendo una conversación que la conciencia mantiene consigo misma, pero después aludiendo a la escritura autobiográfica. Pues ¿qué otra cosa significa que “la carne se hace verbo”, sino la transcripción del cuerpo en palabra y de la vivencia en escritura?
En Pasado en claro, el lenguaje humano es solidario con la reflexividad de la escritura. Esta idea, que podría cimentar una esperanza sólida en la escritura autobiográfica, en realidad socava el intento de apresar la propia vida en las palabras. En el poema, la conversión del cuerpo en escritura es el mismo movimiento por el que “el verbo se despeña”. Activa entonces Octavio Paz -intuyo que de manera consciente- el problema fundamental de la autoconciencia, que inquietó profundamente a la filosofía idealista y, más tarde, a la recepción del idealismo por parte del Romanticismo. El dilema que Paz asume en este punto es el mismo que se planteó, por ejemplo, Fichte: ¿cómo hacer conmensurables el yo pensado como objeto de la conciencia y el yo que se piensa, el yo que cristaliza su identidad en sus actos y el yo que se sitúa por encima de esa identidad para pensar su pasado? En la Doctrina de la ciencia, Fichte llega a describir este problema como el ajuste y el desajuste incesantes entre ambos yos, como una infinita “reciprocación del Yo en sí mismo -dado que él se pone a la vez como finito y como infinito” (1975, p. 92).
Este dilema tiene perfecta vigencia para William Wordsworth. En un ensayo de Paul de Man sobre el poeta romántico y su interés por los epitafios -que luego se convertiría en un texto canónico sobre la teoría autobiográfica-, el crítico belga detecta un efecto de “puerta giratoria” que opera en toda autobiografía. Por una parte, la escritura aspira a representar el yo, pero, por otra, el yo representado no puede adecuarse nunca al yo de quien escribe, puesto que, además de una distancia temporal entre pasado y presente, los escinde una distancia tropológica. Ocurre en el fondo como con las metáforas: la afirmación de que A es B tiene como efecto perverso la distinción posible entre A y B, lo que cancela en última instancia la identidad postulada por la metáfora. Paul de Man resume que la conciencia “está atrapada en este movimiento doble, la necesidad de huir de la tropología del sujeto y la reinscripción igualmente inevitable de esta necesidad dentro de un modelo especular de cognición” (2007, p. 150). Paul de Man encuentra en uno de los epitaph poems de Wordsworth una imagen que concentra este mecanismo: la del sol que, imagen del alma, “lee” uno de estos epitafios. El sol sobre el epitafio equivale al ojo que lee la voz del propio pasado, y aquilata de ese modo la inquieta reflexividad de una conciencia irreconciliable consigo misma en esa distancia y esa desmembración que van de sol a epitafio.
Aquí gana toda su resonancia hermenéutica aquella imagen solar que aparecía en los primeros versos de Pasado en claro: “el sol camina sobre los escombros / de lo que digo, el sol arrasa los parajes / confusamente apenas / amaneciendo en esta página, / el sol abre mi frente, / balcón al voladero / dentro de mí” (1990, p. 643). Paz explicita la traumática reflexividad que la imagen del sol introduce en su poema mediante esa bifurcación del yo que se asoma a sí mismo. Pero, como adelantaba antes, el sol no es meramente testigo de la ruina, sino que arrasa el paisaje en su curso por el cielo. El papel activo del sol que calcina y que derrumba traduce en una imagen plástica la violencia que conlleva la reflexividad autobiográfica. Si el sol, que es la conciencia, arrasa el paisaje es porque la mirada del yo que escribe sobre su pasado implica ya de por sí la irremediable paseidad de ese otro yo que la escritura persigue.
Escribir sobre el pasado es ya decretar su ruina. El pasaje citado continúa poniendo el énfasis en la distancia que la página abre entre el yo presente y el yo pasado: “Me alejo de mí mismo, / sigo los titubeos de esta frase” (id.)4.
Paz realza esta tendencia de su escritura a crear la distancia a partir de elecciones sintácticas que patentan la distinción entre una y otra conciencia: “Ando entre las imágenes de un ojo / desmemoriado. / Soy una de sus imágenes” (p. 644) -el ojo, por supuesto, es el suyo. Más adelante, el poeta desarrolla la escisión que quiebra su conciencia solapando la imagen del ojo a la de un pozo: “Estoy dentro del ojo: el pozo / donde desde el principio un niño / está cayendo, el pozo donde cuento / lo que tardo en caer desde el principio, / el pozo de la cuenta de mi cuento / por donde sube el agua y baja / mi sombra” (p. 645). No creo que sea necesario explicitar en qué sentido este pasaje muestra una reflexividad traumática, pero interesa ahora llamar la atención sobre un detalle de la construcción: el pozo ya no es sólo el ojo, sino el poema mismo (“la cuenta de mi cuento”). De tal comparación se desprende una dinámica que podría compararse a la de un sacrificio. Como cuando el maya arrojaba al cenote su ofrenda humana, Paz intenta conseguir el favor poético de los dioses a cambio de arrojarse a sí mismo -es más, a su niñez- por el pozo. “Baja mi sombra”, pero “sube el agua”, lo cual sugiere que la escritura funciona gracias a este sacrificio, que la poesía es una máquina que se alimenta de desapariciones.
La relación entre la escritura y la muerte es de hecho uno de los aprendizajes que Octavio Paz pone en valor en Pasado en claro. Así lo narra el poeta: “Desde lo alto del minuto / despeñado en la tarde de plantas fanerógamas / me descubrió la muerte. / Y yo en la muerte descubrí al lenguaje” (p. 657). Paz expresa de esta manera la cercanía entre lenguaje y muerte, que es la principal experiencia de la escritura autobiográfica. El ojo arrasa la página, reduce el pasado a escombros, consagra la distancia entre la conciencia que escribe y el yo del pasado. Si Wordsworth entendía la autobiografía como reanimación de la mente que recoge su pasado para fertilizar el presente -pese a la interpretación de De Man, que atañe, más que a la intención del poeta romántico, a sus logros-, la visión del lenguaje de Paz remite la autobiografía a una constante espectralización del presente mismo.
Esta visión del lenguaje en un poema compuesto en la década de 1970 no debe sorprendernos. A finales de esta década emerge la deconstrucción y, con ella, el pensamiento de Jacques Derrida. En La voz y el fenómeno, Derrida dilucida con el mismo interés que Paz la relación entre lenguaje y muerte. El filósofo francés explica que el signo escrito comporta la conciencia de una distancia que se abre entre el momento de la inscripción y el momento de la lectura. Como el signo no significa mediante ninguna ostentación o indicación de lo que está presente, sino mediante la evocación de aquello que ya no está, la desaparición se convierte en requisito para la significación. Nuestra ausencia -y en última instancia, nuestra muerte- es, por tanto, “la posibilidad del signo” (1985, p. 104). Años más tarde, Derrida entrelazó la dinámica de la significación con la escritura autobiográfica, con lo que señaló la cuasi aporética condición de toda autobiografía; pues si el movimiento autobiográfico trata de plegar la palabra al momento referido, el signo que es toda palabra “comporta una fuerza de ruptura con su contexto, es decir, [con] el conjunto de presencias que organizan el momento de su inscripción” (1989, p. 358).
Así, la experiencia del lenguaje propuesta en Pasado en claro está próxima al movimiento de la deconstrucción, que le fue contemporáneo. No en vano, la influencia del estructuralismo y su deriva se dejan sentir en otros pasajes de la obra ensayística de Paz, como por ejemplo en “Los signos en rotación”. Recogido como apéndice de la segunda edición de El arco y la lira, en este ensayo leemos acerca de la “crisis de los significados” (1986, p. 260), llevada a la poesía mediante la noción de “poema crítico” que el escritor mexicano propone a partir de Un coup de dés:
este poema que niega la posibilidad de decir algo absoluto, consagración de la impotencia de la palabra, es al mismo tiempo el arquetipo del poema futuro… No dice nada y es el lenguaje en su totalidad… negación del acto de escribir y escritura que continuamente renace de su propia anulación (pp. 273-274).
Con lo dicho hasta ahora, no cabe duda de que Pasado en claro se inserta en lo que Paz denomina un “poema crítico”. Así lo lee, por ejemplo, Pere Gimferrer, quien concluye su comentario del poema poniendo en valor la limitación que sufre la palabra poética: “Pasado en claro descubre que, para nosotros, encerrados en las empalizadas de la palabra, existe empero otro ámbito, que escapa a la palabra misma, que es inasible por ella, y que este otro ámbito es nuestro verdadero lugar de fijeza” (1988, p. 214). De esta manera, el poema autobiográfico escenifica la tensión entre el poder y la impotencia de la palabra, entre escritura y borradura, entre decir la totalidad y decir la nada5. A él podría trasladarse la afirmación de Enrico Mario Santí a propósito de “Los signos en rotación”:
Paz ha sufrido una evolución mucho más profunda de lo que se piensa, a medio camino entre la defensa del sujeto hablante y la arbitraria necesidad del signo, entre la “presencia” que propone la fenomenología, por una parte, y la “diferencia”, ostensiblemente liberadora, del estructuralismo y sus avatares (1997, p. 242).
En efecto, la teoría lingüística que destilan los versos de Pasado en claro se aleja del lenguaje de la presencia de Wordsworth para aproximarse al “estructuralismo y sus avatares”. Aunque la referencia de Santí a la “diferencia” y mi inclusión del pensamiento de Derrida para poner a la luz algunos aspectos de Pasado en claro parezcan una invitación a considerar las concomitancias entre el filósofo francés y el poeta mexicano, en realidad lo que se considera aquí es la influencia del estructuralismo en las ideas de Paz acerca del lenguaje poético. En un artículo con el que Santí dialoga, Emir Rodríguez Monegal rastrea la huella de las teorías estructuralistas francesas en el pensamiento del poeta. Para ello, analiza las dos primeras versiones de El arco y la lira, entre las que median no sólo once años, sino también la estancia de Paz en Francia, donde se familiarizó con los postulados del estructuralismo. En su ejercicio comparativo, Rodríguez Monegal evidencia que los cambios entre una y otra edición “tiene[n] indudablemente que ver con una modificación en la perspectiva de Paz operada por el conocimiento del estructuralismo y de las nuevas teorías del lenguaje” (1971, p. 44). Los cambios que señala el crítico son especialmente pertinentes para mi comentario:
Así, en el capítulo “El lenguaje” concluye Paz un párrafo afirmando rotundamente: “No hay poema sin creador”. La sentencia desaparece en la segunda edición (p. 37). A vuelta de página, donde antes terminaba un párrafo diciendo: “Poesía es creación, acto libre”, y empezaba el siguiente afirmando: “Ejercicio de la libertad, la creación poética...”, en la segunda edición suprime tanto el final de un párrafo como el comienzo del otro; es decir: ahora suprime la identificación entre poesía y creación libre. En el capítulo siguiente, “El ritmo”, un párrafo entero (p. 56) desaparece; en él se proclamaba: “Todo poeta es por un instante -el instante de la creación- su poema (p. 43).
De los ejemplos aducidos, Rodríguez Monegal deduce que la influencia del estructuralismo francés afecta principalmente la idea “taumatúrgica” y “antropomórfica” de la poesía. El impacto estructuralista ha dejado caer de la segunda edición de El arco y la lira aquellas frases que imponían el sello del autor en su creación poética, y con ello consumó la muerte del autor en el texto. Desatada la palabra del hombre que la dice, el poema autobiográfico sufre entonces la profunda conmoción registrada en Pasado en claro. Por todo lo dicho, este poema autobiográfico expone la crisis lingüística y, por tanto, poética, que atraviesa el pensamiento de Paz.
Ahora bien, como quedó adelantado en referencia a Wordsworth, la escritura autobiográfica no sólo registra los problemas epistemológicos relativos a la conciencia, sino que a menudo se presenta como una “cura”, un modo de apaciguar las inquietudes y los desvelos que generan la crisis. Esta dimensión terapéutica se aquilata también en Pasado en claro, donde Paz conjura los fantasmas que se interponen entre la conciencia y la presencia. Por eso, Adolfo Castañón ha escrito que
La historia de Pasado en claro es ante todo una ego-historia…, una fábula en verso donde el poeta expone su proceso formativo inicial, pero es también una logo-historia, una logo-grafía y una logoterapia que va enumerando según el pulso de la rememoración los lugares, paisajes, figuras y personajes enredados en aquella primitiva raigambre formativa (2009, p. 78).
La “logoterapia” de Pasado en claro cura la muerte de la presencia con una evocación de lo desaparecido por medio de la palabra. Sin embargo, esta cura descansa en un subterfugio teórico que Paz esgrime contra la espectralización de la escritura: una especie de “teoría especial” del lenguaje que el poeta, a pesar del estructuralismo, guarda a buen recaudo en el seno de lo poético. La ideación de este movimiento que protege la palabra poética de la diferancia (post)estructuralista se aprecia en otras obras cercanas a esta fecha, como un ensayo de 1971 sobre la traducción. Allí escribe Paz:
El lenguaje es un sistema de signos móviles que, hasta cierto punto, pueden ser intercanjeables: una palabra puede ser sustituida por otra y cada frase puede ser dicha (traducida) por otra. Parodiando a Charles Sanders Peirce podría decirse que el significado de una palabra es siempre otra palabra. Para comprobarlo basta con recordar que cada vez que preguntamos: “¿Qué quiere decir esta frase?”, se nos responde con otra frase. Pues bien, apenas nos internamos en los dominios de la poesía, las palabras pierden su movilidad y su intercanjeabilidad. Los sentidos del poema son múltiples y cambiantes; las palabras del mismo poema son únicas e insustituibles. Cambiarlas sería destruir el poema. La poesía, sin cesar de ser lenguaje, es un más allá del lenguaje (p. 7).
Paz reseña el postulado estructuralista de que la significación se agota en la remisión de un signo a otro signo, de una frase a otra frase. Para el estructuralismo más radical, el lenguaje no tiene forma de salir de esta dimensión puramente lingüística: los signos no tocan tierra. Paz resume esta idea y la atribuye al filósofo del lenguaje C.S. Peirce, en quien autores como Roland Barthes fundamentarán su semiología. El poeta mexicano, no obstante, reserva una vía de escape para lo que será la diferancia del lenguaje. En la poesía, las palabras pierden su volatilidad y su arbitrariedad, y ganan en densidad significativa. Lejos de funcionar como piezas de cambio en la estructura del idioma, las palabras poéticas se ligan íntimamente a las cosas que designan. Contra el estructuralismo, Paz atesora en la poesía un modo “fuerte” de referencia: un camino de acceder a lo real por medio de su nombre6.
La idea de este punto de fuga mediante el cual el lenguaje poético va “más allá del lenguaje” procede, como hemos visto, de la teoría de las correspondencias y de la doctrina de las analogías que el poeta mexicano encuentra en la literatura del Romanticismo, tal y como se atestigua en Los hijos del limo. Sin embargo, ocurre que en Pasado en claro, aunque la esperanza de un lenguaje (poético) más allá del lenguaje (semiótico) aún no se haya hundido en el horizonte, ésta emerge como posibilidad remota y, en el fondo, inaccesible. El lenguaje de las correspondencias, que ya comentamos respecto al pasaje de la higuera, pertenece a un mundo natural que el poeta ha abandonado irremediablemente. Reluce inasible como cualquier otra fábula de la niñez. El propio Paz aprende esta lección en los últimos compases del poema, donde se desengaña de su “teoría especial” de la significación que reserva para la poesía: “Espiral de los ecos, el poema / es aire que se esculpe y se disipa, / fugaz alegoría de los nombres / verdaderos” (1990, p. 660).
Sin embargo, esta visión del lenguaje, tal y como Paz la desarrolla en Pasado en claro, quedaría incompleta. A pesar de la proximidad entre la deconstrucción y el pensamiento lingüístico de Paz, lo cierto es que hay una diferencia fundamental entre ambas concepciones. La quiebra del lenguaje y de la solidaridad entre lenguaje y muerte en Pasado en claro no se justifica sólo mediante una filosofía del lenguaje. Hay que añadir además determinada experiencia de la historia.
UNA AUTOBIOGRAFÍA QUE ES DE MUCHOS
Al final de Pasado en claro (p. 660), la crisis del lenguaje comparece como el daño que un difuso plural ha ejercido sobre los nombres:
Una sonaja de semillas secas
las letras rotas de los nombres:
hemos quebrantado a los nombres,
hemos dispersado a los nombres,
hemos deshonrado a los nombres.
Ando en busca del nombre desde entonces.
La reflexión que he llevado a cabo en estas páginas necesita ahora incluir la pregunta sobre el significado de este plural y de este pretérito. En las estrofas de un poema autobiográfico se inmiscuye una agencia colectiva que, en estos pocos versos, se apodera de la enunciación del poema. La conciencia en este momento se irisa; trasluce los diversos matices y voces que la componen. Paz ha perseguido la imagen de su pasado, pero al fondo de su ejercicio lingüístico ha aprendido que esta imagen se conjuga en los números del plural. Es este plural una presencia que pesa sobre la doctrina lingüística de las correspondencias y arranca el lenguaje del seno de la presencia. Pero también este plural revela la verdadera naturaleza del lenguaje: “El universo habla solo / pero los hombres hablan con los hombres: / hay historia” (p. 657).
Como la historia, el lenguaje es el horizonte donde la presencia se hunde, pues conlleva una disciplina que enseña rigurosamente la ausencia propia. Paz, sin embargo, no se siente cómodo en el laberinto de signos del estructuralismo, y se esfuerza por abrir un claro donde se alcanza una nueva perspectiva ontológica7. El poeta transforma la muerte que el yo aprende por medio del signo en oportunidad para la ganancia existencial: “Purgación del lenguaje, la historia se consume / en la disolución de los pronombres: / no yo soy ni yo soy más sino más ser sin yo” (id.)8. Así, el poema crítico no consiste simplemente en cancelar el lenguaje como un acto gratuito de destrucción, sino en despejar un claro para que pueda surgir esa pluralidad de otros, presencia que en el fondo sólo se conquista cuando la conciencia aprende su historicidad, su estar arrojada al tiempo y su destino de no ser:
La significación ha dejado de iluminar al mundo; por eso hoy tenemos realidad y no imagen. Giramos en torno a una ausencia y todos nuestros significados se anulan ante esa ausencia. En su rotación el poema emite luces que brillan y se apagan sucesivamente. El sentido de ese parpadeo no es la significación última pero es la conjunción instantánea del yo y el tú. Poema: búsqueda del tú (Paz 1986, p. 282).
Esta consecuencia que el poema saca de la rotación solipsista de los signos no es exclusiva de Octavio Paz. El poeta mexicano sintoniza aquí no sólo con la deriva estructuralista del pensamiento lingüístico occidental, sino también con el aprovechamiento hermenéutico que esta deriva supone para algunos autores. Es en los años setenta cuando Julia Kristeva desarrolla en Francia una semiótica centrada en la noción de heteroglosia -es decir, en la multitud de voces que otorgan significación a cualquier discurso (1978, pp. 201-203). De la misma forma, Octavio Paz pasa por la descomposición de los significados y las referencias fuertes y accede por medio de él a una noción del lenguaje como máquina heteroglósica que funciona gracias a la historia y a la pluralidad de hablantes que depositan en cada palabra su plexo de significaciones. Por este funcionamiento, la conciencia individual no puede alzar el rito de la palabra como logoterapia para escapar del quebrantamiento, la dispersión y la deshonra de los nombres. La poesía intenta escapar de ello, pero no puede, pues está inscrita en la historia. La conciencia, al revolverse hacia el pasado, reconoce ya de por sí la condición histórica del poema y del poeta, constituido en “sombra que arrojan mis palabras”, es decir, sombra que arrojan las palabras de los otros, “las voces que me piensan al pensarlas” (p. 660). En tanto que esta otredad falta en el poema, tomado como escritura autobiográfica en que la conciencia se mira a sí misma, la palabra no puede apresar la imagen personal que persigue, pues ésta sólo comparecerá en la multitud que la conforma.
Pasado en claro se pone, por tanto, en el mismo nivel de reflexión que la segunda versión de El arco y la lira: la actividad poética deja de ser ejercicio de un genio creador para convertirse en la puesta en juego de unos símbolos que son personales, sí, pero también colectivos. En este sentido, la conclusión del poema queda adelantada con la cita a El preludio de Wordsworth, ya que el ejercicio autobiográfico de Paz convoca el pasado de otro como pauta interpretativa para el pasado propio. Sin embargo, la cita de Wordsworth y la irrupción final de una colectividad muy difusa no son suficientes para rescatar la conciencia de la contemplación reflexiva y solipsista que la escinde. Pasado en claro no logra, al fin y al cabo, sanar el yo y su crisis, pues su lenguaje no se hace cargo de esta colectividad que pesa, no obstante, irremediablemente, sobre él. No hay aquí, como en otros poemas de Paz, una apertura real a “el hombre, la naturaleza, la sociedad”, y esto marca el fracaso de una escritura autobiográfica fantasmática, incapaz de asir la imagen que persigue porque, en este lenguaje solitario del alma consigo misma, la conciencia sufre la herida infligida por la pluralidad. Se expresa aquí el efecto de un progresivo desencanto revolucionario, la amargura de cierto escepticismo sociopolítico de muy variadas causas9. De este modo, la colectividad figura en el poema como un dolor que quebranta el lenguaje, que lo espectraliza; y la conciencia, rehuyendo este daño, pretende huir de aquello que en realidad ya lleva por dentro, ya arrastra en su andadura doliente.
Una última comparación con El preludio puede ilustrar este último punto. A lo largo de la historia de su recepción, William Wordsworth ha adquirido la dudosa reputación de cultivar una poesía “egotista”. John Keats, en carta a Reynolds fechada el 3 de febrero de 1818, ridiculizaba ya hasta cierto punto la imagen del poeta:
El viejo Mateo le habló [a Wordsworth] hace algunos años sobre cosas sin importancia, y ahora simplemente porque a lo largo de un paseo crepuscular se imagina él de pronto la imagen del anciano, ¡pues ya está obligado a estamparla en negro sobre blanco y desde entonces es algo sagrado!
La carta continúa: “Pero, por unos pocos bellos pasajes imaginativos o domésticos, ¿tenemos que ser hostigados e introducidos en cierta filosofía engendrada por los caprichos de un egotista?” (en Houghton 2003, p. 87). El mordaz comentario de Keats no deja de tener algo de razón, pues en la introducción de este artículo vimos que el propio Wordsworth reconoce que el asunto de su canto se circunscribe a su propia individualidad. Ahora bien, la poesía de Wordsworth no expulsa de su seno ni la colectividad ni la historia. Si El preludio es en lo fundamental un poema autobiográfico, no por ello la conciencia se satisface en una contemplación exclusivamente narcisista10.
En efecto, El preludio difícilmente puede comprenderse como un ejercicio solipsista, ya que, si la palabra poética funciona aquí como bálsamo, la crisis que cura tiene origen marcadamente social: el desengaño del poeta romántico respecto de la Revolución francesa. El desencanto revolucionario alcanzará su momento cumbre en el libro XI de El preludio. El devenir cada vez más sangriento e imperialista de la insurrección devasta a Wordsworth y sus cada vez más débiles ilusiones republicanas: “I lost / all feeling of conviction” (1966, p. 398), llega a afirmar el poeta. Tal desaliento supone el punto de ruptura entre un pasado de firmes convicciones políticas y un presente descorazonado. La grieta se extiende además a otros aspectos de la identidad de Wordsworth que en este momento crítico se ven perturbados. Así, si antes Wordsworth se describe como un amante de la naturaleza, ahora la debacle política arrastra el naturalismo hacia la ruina (1966, p. 398):
…and the errors into which I fell, betrayed
by present objects, and by reasonings false
from their beginnings, inasmuch as drawn
out of a heart that had been turned aside
from Nature’s way by outward accidents
and which was thus confounded, more and more
misguided and misguiding.
Por fin reconocemos en estas palabras la misma crisis de la que Wordsworth habla en el libro I de El preludio y de la que logra restaurarse mediante la escritura autobiográfica. En efecto, leemos en el libro XI: “This was the crisis of that strong disease, / this the soul’s last and lowest ebb” (id.).
Ante esta crisis, El preludio ensaya dos soluciones. Una de ellas consiste en un movimiento retráctil de la conciencia hacia el interior de sí misma que conduce a un lugar más seguro las esperanzas que el poeta había puesto fuera de él. Ésta es la solución “apocalíptica” (Hartman 1964, p. 49) que consiste en descartar todo lo natural y lo histórico como un accidente que no mancilla la bondadosa esencia del ser humano y que el poeta descubre al fondo de sí mismo. Esta solución -que ciertamente tienta a Wordsworth en numerosas ocasiones- daría la razón a Keats sobre el carácter “egotista” del poeta. Sin embargo, ésta no es la única vía que El preludio ensaya. Wordsworth no borra la dirección política de su escritura autobiográfica a pesar de los reveses de la historia. Al fin y al cabo, como Leslie Chard afirma: “the political developments in France and England all combined to dishearten the young reformer who had dedicated himself to the amelioration of humanity. Yet he was not necessarily driven to the depths of despair, nor did he bitterly resign his hopes of mankind” (2015, p. 168).
El final de El preludio es esclarecedor a este respecto. Ciertamente, Wordsworth no manifiesta esperanza en el progreso de la sociedad a partir de una insurrección popular, pero sí conserva una misión del quehacer literario en la res publica (1966, pp. 437-438):
Prophets of Nature, we to them will speak
a lasting inspiration, sanctified
by reason, blest by faith: what we have loved
others will love; and will teach them how;
instruct them how the mind of man becomes
a thousand times more beautiful than the earth
on which he dwells, above this frame of things
(which, ‘mid all revolution in the hopes
and fears of men, doth still remain unchanged)
in beauty exalted, as it is itself
of quality and fabric more divine.
Como se sabe, el pensamiento político de Wordsworth está influido por William Godwin, quien asevera que la construcción de una sociedad más feliz y más justa pasa por una reforma de la humanidad llevada a cabo por tres medios: la educación, la reforma de las instituciones estatales y, en lo que nos interesa ahora, la literatura (2006, p. 19). Así, al final de El preludio, y como había apuntado Wordsworth en el “Prefacio” a las Baladas líricas, la escritura vuelve a adquirir valor político precisamente por ser autobiográfica. La condición autobiográfica de la escritura debe despertar en la mente del lector las mismas sensaciones que experimentó el escritor en su momento. La teoría lingüística de la presencia se hace valedera aquí de una visión política de la literatura que, si bien no cae en lo panfletario, idea una nueva forma de compromiso: la mejora de un solo individuo -el lector- a partir de la figuración de las experiencias de naturaleza, razón y fe que ha vivido el escritor en su infancia, y que la palabra poética, gracias a la física asociacionista, verdaderamente resucita. La figuración autobiográfica adquiere así valor al dirigirse a lo que Pozuelo Yvancos (2005, p. 47) ha denominado “el tú autobiográfico”, que condiciona la tarea autobiográfica en tanto que el yo se define discursivamente de cara a un otro. Este tú es en primer lugar Coleridge, destinatario del poema, pero en realidad la segunda persona es extensible a aquellos que, como Coleridge, leen el poema y experimentan las vivencias del poeta. Con este movimiento, Wordsworth saca otro rédito además del político, que vale ya para su intimidad. Al figurar ante el tú la propia vida, el escritor conquista una plenitud autobiográfica puesta a salvo de la reflexividad crítica de la autoconciencia. Es frente a este tú donde la figuración del yo se completa, esta vez aprehendido como continuidad, y se garantiza en la iteración de la lectura. Como sucede en “Tintern Abbey” (2006, p. 244), el lugar donde el yo alcanza su plenitud, su plena imagen, es en los ojos del otro:
[nor] will thou then forget
that on the banks of this delightful stream
we stood together, and that I so long
a worshipper of Nature, hither came
unwearied in that service…
nor wilt thou then forget
that after many wanderings, many years
of absence, these steep woods and lofty cliffs
and this green pastoral landscape,
were to me
more dear, both for themselves and for thy sake!
CONCLUSIÓN
Según escribe Paz en Los hijos del limo, al experimentar la frustración del futuro prometido por la Revolución, Wordsworth reacciona con un movimiento retráctil, refugiándose en un “tiempo antes del tiempo, el de la vida anterior que reaparece en la mirada del niño, el tiempo sin fechas” (1998, p. 71). Creo, sin embargo, que lo “apocalíptico” no debe obliterar la historicidad y la apertura a los otros que Wordsworth cultiva. No debe obliterarse porque la presencia o ausencia de esta apertura trae funestas consecuencias para Pasado en claro. Como Wordsworth, Paz escucha los cantos de sirena del “tiempo antes del tiempo”, tentación que atraviesa su obra y que se percibe con especial intensidad en el poema que nos ocupa. Pero un “tiempo antes del tiempo” borraría la dimensión histórica que redime la soledad de la conciencia y la devastación de su lenguaje.
En el caso de Wordsworth, su conquista del tiempo perdido a partir de la psicología asociacionista -que electriza el lenguaje del pasado- no sustituye el hecho de que tal conquista sólo sucede frente a un otro -Samuel Taylor Coleridge en El preludio, su hermana Dorothy en “Tintern Abbey”, el lector en ambos- y que esta labor implica la apertura al futuro, si bien no revolucionario, al menos sí dentro de los programas de reforma social y “mejoramiento” de la humanidad que Godwin inspiró en Wordsworth. Por el contrario, Pasado en claro se presenta como una conversación solitaria del alma consigo misma. La recuperación del pasado mediante la escritura autobiográfica fracasa en Pasado en claro precisamente porque la conciencia, por sí sola, no puede poner término a la fichteana “reciprocación del yo” y está condenada a desdoblarse y desmembrarse en su autocontemplación. De esa manera, para satisfacer la necesidad autobiográfica que propulsa Pasado en claro y dar figura al yo, la poesía requiere convocar las otredades que conforman el yo. Sólo así puede escaparse de un lenguaje que deviene laberinto de signos fantasmáticos.
De la anterior lectura de Pasado en claro y su contraste con El preludio podría desprenderse la siguiente conclusión: Pasado en claro no logra figurar el yo -más bien lo desfigura- porque se yergue como discurso solitario del yo sobre sí mismo. En la soledad el lenguaje no significa, pues el lenguaje es reflejo de la historicidad, de nuestro vivir y hablar con los otros, y esta experiencia que vivifica el lenguaje se hunde en lo que Husserl llamó “la conversación del alma consigo misma”, mantenida a lo largo de Pasado en claro. Parapetada en una fenomenología de la conciencia volcada en la autopercepción, la poesía no puede “curar” esta crisis y suturar el yo, puesto que la conciencia, por sí sola, no puede preparar un lenguaje ajeno a la crisis histórica que la atraviesa. Al igual que Wordsworth, Paz surcó varios desengaños revolucionarios, pero Pasado en claro no desarrolla esta última experiencia: simplemente transmite la ruptura de un lenguaje que, por ser comunitario y experimentar las heridas del tiempo, ya no puede habitar en el seno feliz de la presencia.