La primera producción poética*
Federico García Lorca comenzó su carrera literaria en octubre de 19161. La asiduidad con que escribió durante los primeros años trajo consigo la publicación de su libro de prosas Impresiones y paisajes2 (en 1918), el estreno de su primera obra teatral, El maleficio de la mariposa3 (en 1920), y la aparición de su primer Libro de poemas4 (en 1921). Aunque tres obras serían suficientes para establecer el debut de un autor, éstas no reúnen toda la primera producción literaria de García Lorca. Muchos de los textos que redactó entre 1917 y 1921 quedaron inéditos, porque él mismo consideró que la mayor parte de lo que había escrito en aquellos años se reducía a “simples ejercicios literarios”, cosa que señaló su hermano, Francisco García Lorca (1980, p. 168). Entre 1994 y 1996, tales “ejercicios literarios” fueron rescatados y dados a conocer en las ediciones de la Poesía inédita de juventud5, realizada por Christian de Paepe, de la Prosa inédita de juventud, preparada por Christopher Maurer, y del Teatro inédito de juventud, que estuvo a cargo de Andrés Soria Olmedo.
A partir de lo anterior, se puede decir que la primera poesía de Federico García Lorca se compone tanto de su primer poemario cuanto de sus poemas inéditos, pues, como Christian de Paepe observó al hablar del Libro de poemas y de la Poesía inédita de juventud (en la “Introducción” a esta última): “los dos conjuntos líricos, el inédito (unos 155 poemas) y el editado (68 poemas)”, se pueden considerar “como un todo homogéneo” (en García Lorca 2008a, p. 14)6. Esto no sólo se constata en las fechas de escritura señaladas por el autor (quien data los textos de ambos volúmenes entre 1917 y 1920), sino que también se observa en la coincidencia de inquietudes, símbolos, influencias y formas líricas que aparecen en unos y otros poemas; así como en el hecho de que en los inéditos se hallen versiones desechadas de textos que salieron a la luz en Libro de poemas (tal es el caso de “¡Cigarra!”). Por consiguiente, aunque sólo la poesía reunida en Libro de poemas alcanzó la calidad suficiente para que el autor se decidiera a publicarla, los dos volúmenes aquí mencionados constituyen lo que Luis García Montero llama “el primer laboratorio de certezas, dudas y ambiciones” (1997, p. 72) del joven poeta Federico García Lorca.
Los poemas de juventud
El hecho de que los primeros intentos literarios del granadino, que habían permanecido inéditos hasta la década de los noventa, hayan sido publicados no garantiza, por supuesto, su calidad. Los textos reunidos en los tres volúmenes editados por Cátedra “fueron el terreno de [los] ejercicios de pulsación técnica” de García Lorca, como señala Christian de Paepe al hablar de la Poesía inédita de juventud (2008 a, p. 18). En este caso específico, nos encontramos con baladas, romances, ejercicios de verso alejandrino y esbozos líricos que, en palabras de Eric Southworth, tienen una expresión “often turgid, foggy and cliched” (2010, p. 130). Tampoco podemos decir que Libro de poemas contenga la mejor obra del poeta, a pesar de que sus textos están más depurados, dado que los poemas que lo conforman tienden a ser “una asimilación personal de lecturas”, como aseguró Francisco García Lorca (1980, p. 194) al hablar de la primera obra de su hermano. Así, cuando nos detenemos ante la producción poética juvenil de Federico García Lorca tenemos, por un lado, textos inacabados que complican la tarea de leerlos y estudiarlos a cabalidad, y, por otro, obras que emulan a tal o cual autor7, ejercicio común en el inicio de cualquier escritor.
Sin importar las deficiencias que pueda tener la incipiente obra de un autor en ciernes, la que aquí se estudia no deja de ser la obra de un maestro de la lírica española. Esto significa, en principio, que el valor de los inéditos es histórico, pues permite ver la juvenilia en conjunto, así como observar la gestación de una poética y el germen de las preocupaciones que nutrirían la obra de madurez de García Lorca, como hizo notar Eutimio Martín8. Asimismo, al tratarse de los primeros ejercicios líricos de García Lorca, es de esperarse que en ellos aparezcan eventualmente maneras creativas y particulares de transformar las influencias literarias9 en imágenes o símbolos que se ajusten mejor a su visión de mundo10, lo que presagia la maestría que el poeta habrá de alcanzar11.
El poema más sobresaliente de los inéditos, “La balada de Caperucita” (1919), es uno de los textos que certifican la ansiedad del joven poeta por encontrar una expresión propia, la cual empieza a asomarse en la belleza de las imágenes de muchos de sus versos, pero sobre todo en el revestimiento metafórico de lo que se narra. Allí, algunos personajes, sus acciones, e incluso los espacios en los que ocurre la historia tienen un significado figurativo que en algunos casos, por su reiteración en este y otros textos, tiende a convertirse en simbólico y que se puede relacionar con dogmas cristianos, con símbolos religiosos o con una crítica de la institución católica. Allí, la concurrencia del cuento tradicional y del pensamiento cristiano da como resultado una representación alegórica de la vida, de la que justamente pretendo ofrecer una exégesis en estas páginas.
La Caperucita de Lorca
“La balada de Caperucita”, una composición que el poeta parece haber dejado inconclusa, ofrece una nueva interpretación de las pruebas que la niña del cuento tradicional enfrenta al pasar por el bosque. En la edición de Christian de Paepe (pp. 524-548), “La balada de Caperucita” consta de 568 versos, agrupados en cinco partes: la más breve cuenta con 69 y la más larga con 144 versos. La mayoría de tales versos se compone de doce o de catorce sílabas métricas y se agrupa en estrofas de extensión variable. El poema empieza cuando la pequeña de la caperuza se ha perdido en la foresta. Ella se halla sola y desorientada en aquel lugar, sin saber cómo volver a su casa (y sin que se sepa, tampoco, cómo ha llegado allí). Por si esto fuera poco, conforme cae la noche, las plantas de aquel paraje la agreden, por lo que, para huir de ellas, se echa en el río, quien le ofrece llevarla al Cielo. En este sitio, la niña busca a la Virgen o al Niño Jesús, pero ni él ni el Ser Supremo parecen hallarse allí, y el lugar dista mucho de ser un refugio en el que las almas puedan acogerse al cobijo de la divinidad. Finalmente, la niña resulta herida por una flecha de Cupido, dios antiguo que yacía en el Museo del Cielo, y casi muere. Por esta razón, la expulsan de tal recinto y se ve obligada a volver al bosque del que había querido huir desde un principio.
Cuando el lector se adentra en el mundo de “La balada” por primera vez, le parecen incomprensibles hechos como que sea la naturaleza (y no el lobo) quien ataca a Caperucita; que ella sea capaz de ahogarse para escapar de seres que comúnmente son inofensivos; que una niña inocente tenga que entrar de contrabando en el Cielo (porque san Pedro se lo impide); y que, asimismo, la expulsen de este lugar por haber cometido una falta que había estado a punto de quitarle la vida. Tratar de comprender todo lo enunciado supone un espacio mayor del que aquí dispongo; sin embargo, sí es posible analizar y dar una interpretación de los dos primeros hechos enlistados. La clave para ello se halla en la configuración del lugar maravilloso en el que ocurren. Para lograr tal propósito, estudiaré detenidamente el bosque en el que se adentra la Caperucita de Federico García Lorca, en la primera y última parte de “La balada”, partiendo del supuesto de que tal espacio es un emblema de la existencia humana.
Antes de iniciar, hay que tener presentes dos cosas. En primer lugar, “La balada de Caperucita” condensa las preocupaciones religiosas que García Lorca había vertido de distintas maneras en su obra juvenil. Recordemos que, en su momento, Eutimio Martín (1986) descubrió la reiteración de la búsqueda de lo sagrado en el teatro y la prosa inéditos. Así, pues, y considerando que este asunto también se repite en la poesía, en más de una ocasión será necesario acudir a otros poemas escritos en la misma época creativa (o incluso a las prosas), con la finalidad de comprender la visión de mundo que el autor plasma en la foresta de Caperucita. Se recurrirá sobre todo a dos poemas de la Poesía inédita de juventud (“Un tema con variaciones pero sin solución”, de 1917, y “La idea”, de 1918) y a uno de Libro de poemas (“Los encuentros de un caracol aventurero”, de 1918). Al hacerlo, también pretendo mostrar la continuidad de las mismas inquietudes en la lírica juvenil de nuestro autor, así como la riqueza expresiva que su obra fue alcanzando al reiterarlas.
En segundo lugar, la calidad de inacabados de los inéditos juveniles no sólo hace de ellos textos difíciles de leer, sino que también complica su estudio. Si bien es común que los versos lorquianos sean polisémicos, los de estos poemas, además, son ambiguos y reiterativos. Es decir, vuelven sobre los mismos temas de muchas maneras diferentes, siempre destacando ángulos distintos. En el caso de algunos poemas o símbolos, esto supone el reto de proponer maneras particulares de ordenar su análisis, puesto que lograr una exposición que siga un orden lógico tradicional carente de repeticiones es imposible. Por consiguiente, y considerando que aquí se pretende alcanzar una interpretación detallada y congruente de lo que nos ofrece “La balada de Caperucita” en lo que respecta al bosque, es necesario mezclar el orden temático con uno que siga la cronología del poema. Por ello, se seguirá este orden: para empezar, se mostrará cómo el poeta se apropia del lugar común del camino para convertirlo en un camino boscoso; en seguida, se hablará del ingreso de Caperucita al bosque y de la carga simbólica que tiene este hecho en el poema; tras ello, se analizarán las características de los habitantes del bosque en el que ingresa la niña, pues en ellos reside la configuración del espacio en sí; a continuación, se tratarán las referencias a la sexualidad implícitas en la imagen del bosque; para terminar, se hablará de cómo se recuperan los lugares comunes que aluden al mal y a la muerte en las características más sobresalientes de este espacio, así como de la influencia que, en la conformación de este lugar, pudo tener el Infierno de Dante.
El camino del bosque
Para comprender cómo se conforma la visión metafórica del bosque que se desarrolla en “La balada de Caperucita”, hay que ir a uno de los primeros momentos en el que ésta aparece en la obra juvenil de Federico García Lorca. Eso sucede en “La idea”, texto lírico que habla del surgimiento de lo divino en los orígenes de la humanidad, debido a la necesidad del hombre de sentir la protección de algún ser superior. Allí, se usa el lugar común del camino como metáfora del transcurso de la vida, pero a la mitad del poema, sorprendentemente, “el sendero triste entróse en el boscaje” (v. 11). Esa transformación nos muestra que hay relación entre una y otra metáfora. Así, pues, para comprender la visión de la foresta que propone García Lorca en “La balada de Caperucita”, hay que tener presente que la configuración alegórica de este espacio se enlaza con un símbolo más convencional que aparece de manera recurrente en los primeros intentos poéticos del granadino: el “camino”12 como metáfora del curso de la vida.
La primera peculiaridad que tiene el uso de este lugar común en los textos del joven Lorca es que se vincula al sufrimiento: “Los caminos son largos y llenos de tristezas”, dice, por ejemplo, en el verso 16 de “La gran balada del vino” (1918). Siguiendo esta misma idea, la experiencia de la vida terrena se convierte en una “senda sombría” que hace al poeta exclamar: “¡Qué doloroso es vivir!”, en “Un tema con variaciones pero sin solución” (vv. 4 y 1). La concepción de la vida como algo doloroso y oscuro proviene de la visión que el cristianismo tiene de ésta, pues ambos poemas están dedicados al tema religioso. El primero está dividido en dos partes: en una se exalta la comunión con Cristo y en otra se lamenta la pérdida de fe de los cristianos. El segundo, en cambio, está dedicado al vaivén de esperanza y desesperanza que experimenta aquel que anda en busca de la vida eterna. Por este motivo, aunque la metáfora que identifica la oscuridad con el mal y la muerte es muy antigua13, en la imagen de la vida como camino oscuro y doloroso, Lorca probablemente tendría presente la tradición católica, cuyo texto central, la Biblia, dice en cierto momento: “la oscuridad cubre la Tierra” (Is 60:2)14, lo cual se debe a que la humanidad ha sido expulsada del Paraíso y condenada a vivir lejos de Dios, que es luz, a sufrir la vida y a morir, como consecuencia del pecado original (Gn 3:16-19).
Pero el hecho de que los poemas en los que aparece el lugar común del camino traten de la fe de la cristiandad no es lo único que indica que el joven poeta concebía tal imagen como el “valle de lágrimas” que, según el catolicismo, es la vida. En otros textos, como los reunidos en la Prosa inédita de juventud, el escritor manifestó su preocupación por los problemas sociales de los campesinos andaluces, presentando sus desgracias en alguna ocasión como el resultado de la sentencia divina que condenó a la humanidad a penar en la Tierra15. Si bien las reverberaciones de aquellos problemas apenas se dejan sentir en la lírica (en donde casi no se hace crítica social), en ella aparecen cifrados de distintas maneras: el mal, la muerte y la lejanía de Dios a los que la humanidad ha sido condenada. Gracias a esto es posible decir que la representación de la existencia humana como una senda oscura de sufrimiento alude, en la poesía juvenil de Federico García Lorca, a la idea que el catolicismo ha propagado de lo que es el vivir.
Pero, según se vio al inicio de este apartado, “el negro sendero” (v. 8), como se le llama en “La idea”, no basta para representar la magnitud de la penosa condición humana y, por ello, en ese mismo texto, el caminar de la vida toma otra forma, gravita hacia otra metáfora, la del bosque: “el sendero triste entróse en el boscaje” (v. 11). El camino, así, se convierte en un lugar por el que no se puede andar, pues tiene “ramas imposibles de tronchar y morir” (v. 12). Más aún, en “Los encuentros de un caracol aventurero”, “el bosque sombrío” es un lugar que “aterra” (vv. 47-48) al protagonista del poema, quien se ve obligado a atravesarlo para alcanzar su propósito de “Ver el fin de la senda” (v. 22). Finalmente, la visión alegórica de este lugar se desarrolla en “La balada de Caperucita”. Allí, el personaje principal tiene que pasar por un bosque sin veredas ni caminos, tiene que andar entre la maleza sin ninguna dirección, perdida, “llorosa y asustada” (v. 9), justo en el momento en que empieza a caer la noche. Al parecer, conforme los ejercicios poéticos de García Lorca se multiplican, el lugar común que imagina el transcurrir de la vida como una senda oscura resulta insuficiente para representar la complejidad de la existencia, que, en el último poema citado, se percibe como un bosque intrincado (al igual que el de “La idea”) y aterrador (como el del caracol) que, además, carece de dirección a seguir16. Esta nueva concepción metafórica de la existencia no sólo presenta el vivir como un transcurso de pena, en el que los peligros acechan, sino que también le da el sentido desconcertante con que nos topamos cuando nos perdemos entre los árboles del bosque y todos nos parecen iguales. Pero, como alegoría de la vida, el bosque de Caperucita encierra mucho más, y eso es lo que veremos a continuación.
El destierro del Paraíso
Al hablar de “Los encuentros de un caracol aventurero”, Piero Menarini señala que “el bosque sombrío es el lugar incógnito y agónico donde se desarrolla la vida” (2001, p. 199). Como se ha visto, este significado se extiende a distintos poemas de la primera época creativa de Federico García Lorca. El que nos interesa ahora, “La balada de Caperucita”, inicia con la llegada de la niña al bosque oscuro. Si tal sitio representa la vida humana, según la visión cristiana de ésta, ingresar en él debería simbolizar “el descenso del alma al mundo”. Curiosamente, éste es uno de los temas más socorridos del cuento tradicional, según ha dicho J.C. Cooper en Cuentos de hadas. Alegorías de los mundos internos (1986, p. 11), y, curiosamente, los tres poemas cuyos relatos se desarrollan en la foresta (“La idea”, “Los encuentros de un caracol aventurero” y “La balada de Caperucita”) repiten el esquema narrativo de los cuentos folclóricos, en el que el héroe sale al mundo y se adentra en un bosque del que es imposible escapar17. La intertextualidad entre los poemas de Lorca y los cuentos infantiles18 no sorprende si tenemos en cuenta que es precisamente en el poema inspirado en la historia de la niña de la capa roja donde el significado figurativo de este espacio se desarrolla con mayor amplitud. Ello quiere decir que la configuración del bosque de Lorca se fundamenta, en primera instancia, en el de los cuentos folclóricos, pero también que no ha dejado de tener como modelo de referencia la concepción cristiana de la vida. En seguida veremos a qué me refiero con esto último.
En la simbología de los cuentos tradicionales, la travesía de los personajes en el bosque se ha interpretado como el ingreso del héroe en el vasto mundo, es decir, como la iniciación a la vida adulta19. En “Los encuentros de un caracol aventurero” y “La balada de Caperucita”, se recupera este significado, pero con ciertas diferencias, diferencias que están relacionadas con la carga religiosa que ambos poemas contienen. El caracol, por ejemplo, sale de su hogar impulsado por una necesidad de búsqueda, así como muchos personajes de los cuentos que salen al mundo a buscar fortuna. Sin embargo, y como ya se ha dicho, la fortuna que él pretende hallar es “el fin de la senda” (v. 22) o, mejor dicho, el “más allá” de la vida. La niña de la capa roja, en cambio, debe atravesar un bosque aterrador que la lleva de la Tierra al Cielo.
Ambos actúan de modo parecido al de los personajes de los cuentos tradicionales, sólo que sus objetivos no están en la Tierra (conseguir fortuna, casarse con una princesa o llevar una cesta de provisiones a la abuelita); lo que ellos desean es encontrar o acercarse a la divinidad, aunque al principio ese deseo sólo se manifieste en una necesidad de protección (como ocurre a Caperucita mientras atraviesa el bosque, y de quien se sabe que anda “en busca de la cara de Dios”, según el v. 140, hasta que ha subido al Cielo). Dada la caracterización del bosque como un lugar que les impide alcanzar su meta (cosa que sucede al caracol de “Los encuentros”, cuyo propósito de subir a las copas de los árboles para ver las estrellas se torna imposible) o los pone en peligro y los induce a buscar un lugar seguro tras la muerte (como a Caperucita, quien se arroja al arroyo para huir de tal sitio), la selva en la que se internan estos personajes al iniciar sus respectivos viajes es una antagonista del mundo espiritual anhelado. Esto indica que la vida a que acceden ambos personajes al entrar en sendas forestas no sólo es la del adulto, sino, en general, la del plano material de la existencia humana20.
Veamos cómo ocurre lo anterior en “La balada de Caperucita”, el texto que ahora nos interesa. Una característica de la Caperucita de Lorca particularmente notable destaca la oposición que acabo de señalar. Se trata de su extraordinaria “mirada que ilumina la noche” (v. 30). Esto se dice de manera literal, aunque también tiene un significado simbólico. Respecto de este último, lo primero que hay que tener en cuenta es que la luz ha sido símbolo de vida, de lo sagrado o espiritual desde tiempos remotos. Asimismo, no hay que perder de vista el hecho de que la luminosidad de los ojos de Caperucita es ajena, y contraria, a la oscuridad del bosque en el que se adentra. Considerando ambas cosas, se puede decir que la luz que desprende la niña representa la vida, lo sagrado o el lado etéreo de la existencia. Este simbolismo, completamente inusual en los cuentos tradicionales, es uno de los elementos que permite relacionar los emblemas del poema con asuntos religiosos. Por consiguiente, se puede decir que esa luz simboliza, entre otras cosas, la luz del alma que se ve obligada, pues Caperucita no va voluntariamente, a internarse en el mundo material, así como Adán y Eva se vieron forzados a abandonar el Edén.
Esto que he señalado se puede observar en los primeros versos del poema, que aluden figurativamente al destierro del Paraíso, valiéndose de nuevo de la dicotomía luz-oscuridad:
En la tarde abrumada de luz fascinadora
Caperucita roja se ha perdido en el bosque.
La sombra taladrada de estrellas se aposenta
Sobre el césped ingenuo. En el vago horizonte,
Desmayándose humildes sobre la azul montaña,
Quedan trozos del día que el cielo sacudióse (vv. 1-6).
Aquí vemos que la acción de “La balada” se sitúa en una puesta de sol, en un momento distinto al del cuento infantil que, al menos en la versión de los Grimm (1969 [1812 y 1815]), ocurre por la mañana. Destaca en particular el hecho de que la “luz fascinadora” del primer verso ya se ha convertido en sombra en el tercero. Luego, que los últimos rayos del sol se dispersan a lo lejos, “desmayándose humildes” ante la oscuridad, que parece vencerlos. Y, finalmente, la ubicación temporal del relato subraya que, al perderse en el bosque, Caperucita se halla en el límite del día, ante el fin de un período de tiempo, en una frontera entre la luz y la oscuridad. Recordemos que la oscuridad se relaciona con el mal y la muerte desde épocas antiguas, así como la luz del “sol es el principio de la vida” (Caro Baroja 1969, p. 23). Por lo tanto, esta imagen del ocaso21 puede interpretarse como una representación simbólica del desplazamiento que lleva al hombre desde la vida espiritual (aludida aquí por la “luz fascinadora” que rodea a la niña en el momento en que se extravía) hasta el exilio terrenal (hecho cifrado en la oscuridad que se cierne sobre el bosque). Esta interpretación se ve reforzada por el hecho de que los únicos rastros de la tarde que quedan se hallan en el punto más alto del horizonte (“la azul montaña”), lo que parece decirnos que lo único que se percibe a la distancia es un rastro de Dios (la luz “que el cielo sacudióse”). De este modo, los primeros versos del poema ilustran la situación a la que se enfrenta el ser humano en el momento en que se ve apartado de la protección divina y arrojado a un lugar incierto, lejos de Dios.
Pero esto no es lo único que hay que señalar al hablar de las alusiones al mito del paraíso perdido en los primeros versos de “La balada de Caperucita”. Éstos también indican que adentrarse en el bosque oscuro significa asumir la finitud a la que el ser humano fue condenado cuando se le desterró del Cielo, cosa que ha quedado plasmada en el contraste entre la luz que se desvanece y la oscuridad que se extiende por la Tierra. Puede decirse, incluso, que “La sombra taladrada de estrellas [que] se aposenta / Sobre el césped ingenuo” (vv. 3-4) y que envuelve con sus “garras” (cf. v. 523) al bosque y a la niña, se asemeja a un féretro que se cierra sobre ellos. Me atrevo a hacer tal comparación porque la imagen del cielo nocturno de estos versos es semejante a la que emplea el joven Lorca en una de sus prosas para describir el ataúd de un viejo labrador que murió en casa de su padre cuando él era apenas un niño pequeño: aquel féretro era “todo negro con estrellas de oropel”22 (1994, p. 444).
Como se puede ver, los versos de “La balada” proponen una analogía entre el espacio de la acción y la situación en que se encuentra Caperucita. Esta analogía se establece por medio de una hipálage, al introducir un adjetivo que correspondería más propiamente a la niña (“ingenuo”) para calificar el césped. Dicho de otro modo, el “féretro” oscuro de la noche se arroja sobre la grama, que no sabe que la cubrirá, así como la niña ingenua no comprende del todo lo que significa internarse sola en el bosque oscuro al que, sin embargo, teme. Desde tal perspectiva, en esa imagen del atardecer se concentra la conciencia que tiene el poeta de que la muerte se cierne como una maldición sobre la Tierra y sobre los hombres, aunque nadie comprenda del todo lo que esto significa, aunque sólo nos sea posible prever la inevitable y aterradora oscuridad que algún día habrá de cubrirnos. De esta manera, el yo lírico sugiere que la mortalidad es el principal infortunio que tiene que enfrentar el ser humano. (Al respecto es importante señalar que la idea de que el hombre sufre porque está destinado a morir, a pesar de que desee pervivir a toda costa, proviene de la vivencia personal del cristianismo que Miguel de Unamuno23 expuso en sus obras, sobre todo en Del sentimiento trágico de la vida. Más adelante se verá cómo el granadino acusa una y otra vez la influencia del pensador español en su poesía.)
Puesto que he hablado de la temporalidad de “La balada” con el propósito de comprender las alusiones a la expulsión del Paraíso y al ingreso al mundo terrenal, hay que observar que la relación entre el tiempo y la oscuridad, el principal rasgo que caracteriza al bosque de Lorca, también sirve para indicar que este sitio es emblema de la existencia humana. Como se ve en los primeros versos de “La balada”, la oscuridad está sujeta al transcurso del tiempo. Es decir, no es algo dado definitivamente, sino algo que está sucediendo justo en el momento en que la niña se pierde en el bosque; por eso “la tarde abrumada de luz fascinadora” del primer verso se convierte en la “sombra taladrada de estrellas [que] se aposenta”, en el tercero. Esto no sólo refuerza la interpretación expuesta previamente (dado que el transcurso del tiempo señala que se abandona la luz para internarse en las tinieblas), sino que el hecho de que el tiempo transcurra mientras la niña “marcha junto al arroyo” (v. 10) también indica que el bosque no es un lugar estático, que sigue siendo el “negro sendero” (de otros poemas) en el que se está de paso, por el que se va a algún lugar, aunque en realidad no se sepa a dónde (como acontece a Caperucita, quien avanza sin rumbo fijo). Así podemos corroborar que el tópico del camino sigue presente en la foresta24, como metáfora del transcurso de la vida. Sin embargo, el hecho de que se haya convertido en algo más complejo permite que esta alegoría aluda simultáneamente a la dimensión temporal y material de la vida, que transcurre de modo incierto en un entorno agreste.
En suma, el inicio de “La balada de Caperucita” muestra que Lorca aprovecha los lugares comunes de los cuentos tradicionales para recrear el mito del paraíso perdido, referido en el pasaje bíblico del Génesis, con lo que logra dar un giro muy particular a la concepción cristiana de la vida. Para el yo lírico, la situación del niño indefenso que se enfrenta a un bosque atemorizante ilustra el modo en que el hombre, desterrado del reino de Dios según la concepción cristiana de la vida25, se enfrenta al mundo material en el que se ve condenado al dolor y a la muerte, razón por la cual el relato inicia justo cuando Caperucita se ha extraviado en el bosque. Éste, entonces, representa la vida como algo incierto y peligroso, que nos vemos forzados a enfrentar sin tener la capacidad para hacerlo.
El bosque-lobo
A pesar de lo anterior, puede decirse que “la Caperucita de la balada es el mismo personaje del cuento, con la capa roja, la abuela que la está esperando y la naturaleza/lobo que quiere comérsela”, como señala Piero Menarini (2000, p. 180). No obstante, el intercambio de la fiera del relato infantil por algo que normalmente parece inofensivo (la vegetación del bosque) sigue pareciendo intrigante. Veamos si al observar su configuración con detenimiento, podemos entender lo que representa la bestia creada por Lorca.
La primera parte de “La balada” trata de los sucesivos encuentros entre la niña y los violentos habitantes de la foresta. Las flores, el musgo, las yedras, los robles, las hojas y las mariposas del poema son tan temibles para Caperucita como el lobo lo es para la protagonista del relato tradicional, pues al igual que él, los habitantes del bosque quieren arrebatarle algo vital, en este caso su mirada. Para conseguir lo que desean, los personajes de Lorca pretenden engañar a la niña, así como el lobo engaña a la Caperucita del cuento, haciéndose pasar por la abuela. “¿Quieres que te enseñemos a ser como nosotras?” (v. 15), proponen las amapolas. “Te daremos un manto de tenues resplandores” (v. 44), ofrendan los musgos. “Toma nuestro ritmo sin nombre” (v. 48), gritan las yedras. Lo que estos seres le ofrecen a cambio de sus ojos es convertirla en uno de ellos: en una amapola o un manto de musgo. Y aunque en un primer momento esto parece atractivo, se trata de un trueque de consecuencias funestas para la niña. Ello se debe a lo dicho líneas arriba: los ojos de Caperucita destellan luz, una luz que simboliza lo espiritual que aún yace en ella. Así, vida actual del hombre, que sufre y muere lejos de Dios, no corresponde al proyecto divino” (s.a., p. 11). Nótese que, aun cuando esta interpretación supone que la vida es sufrimiento, no hace a Dios responsable de ello, sino al hombre y su comportamiento; en cambio, desde la perspectiva de los poemas de Lorca, Dios es quien abandona al hombre.
al despojarse de sus ojos y al aceptar formar parte de la naturaleza del bosque, Caperucita dejaría atrás definitivamente el mundo etéreo del que proviene y aceptaría vivir según el “ritmo” natural, es decir, crecer y morir. Pero no sólo eso; también aceptaría perder de vista el mundo sagrado del que viene y del que aún quedan restos en ella. Expliquemos el porqué de esta interpretación.
Una exégesis católica de la expulsión del Paraíso señala que el castigo que sufre el hombre al separarse de Dios procede de la misma naturaleza a la que ha sido condenado, como si ésta se rebelara en su contra26. Como hemos visto hasta el momento, la naturaleza material de la existencia humana se concibe como un castigo divino en “La balada de Caperucita”, pues trae consigo el sufrimiento y la muerte. Pero no sólo eso: para García Lorca, esta forma de existir es precisamente lo que impide trascenderla, o siquiera vislumbrar la posibilidad de hacerlo, para alcanzar el reino de Dios. Según esta visión de las cosas, nuestra pequeñez o nuestra corporalidad nos impiden tener certeza de la existencia de Dios o, en caso de alcanzar la fe, lograr la pureza espiritual necesaria para acercarse a él. El tema se trata en muchos poemas de esta época creativa, tales como “[¡Estos insectos en el remanso!]” o “Los encuentros de un caracol aventurero”.
Desde este punto de vista, somos presos de la materia con que fuimos hechos. Esta idea proviene de Miguel de Unamuno, para quien “el mundo sufre, y el sentimiento es sentir la carne de la realidad, es sentirse de bulto y de tomo el espíritu, es tocarse a sí mismo, es la realidad inmediata” (1966, p. 230). Federico García Lorca está de acuerdo con Unamuno en que la verdadera tragedia humana es la de saberse constreñida en su propia carne. Es por eso que en otro poema exclama: “La humanidad tan sólo de Materia solloza” (“Grito de angustia ante la crisis espiritual del mundo”, 1918, v. 21). Tal es lo que ocurre a las flores de “La balada de Caperucita”, que son “las prisioneras más humildes del bosque” (v. 34), porque ya forman parte plenamente del mundo oscuro en el que viven y no está en su naturaleza cambiar de sitio. Entonces, si la naturaleza humana es responsable de nuestro sufrimiento, así como de mantenernos atados a él, nada puede ser más temible que verse forzado a formar parte de ella.
Recordemos ahora que, tal y como observa J.C. Cooper, el animal hostil al que habrán de oponerse los héroes de los cuentos “representa [precisamente] los aspectos violentos de la naturaleza” (1986, p. 140) que hay que vencer para triunfar sobre “los terrores del lado oscuro de la naturaleza y de la muerte” (p. 163). Si el objetivo de Caperucita es salir del bosque, o volver “a su casita” (v. 55) -vista ésta como símbolo de la morada que el ser humano dejó al abandonar el Edén-, el antagonista del cuento será el obstáculo que le impida lograr tal propósito. Comprendiendo muy bien que el principal oponente de su protagonista es la naturaleza material de la vida humana (según la visión de la que ya he hablado), Federico García Lorca convierte la naturaleza del bosque en un lobo feroz capaz de engullirlo todo. De esta manera, y coincidiendo con Cooper, el poeta vuelve literal lo que en los cuentos sólo es simbólico. Aquello que resulta verdaderamente temible en “La balada” son los peligros que entrañan tanto la vida como la naturaleza; lo mismo que el riesgo de muerte que internarse en ellas trae consigo. Así es como, una vez más, Lorca se sirve de la dimensión simbólica del cuento tradicional para ilustrar su interpretación de la visión cristiana de la vida.
En suma, la indefensión de la niña del poema ante la ferocidad de los seres del bosque nos habla del desamparo que siente el humano al darse cuenta de que la vida lo llama a convertirse en otro ente más de la naturaleza, cuya existencia tiene un ciclo finito. Es así como ese mundo incierto resulta ser el mismo del cuento (aunque también cobra nuevos significados), pues la naturaleza se propone seducir a Caperucita con su hermosura para luego conducirla a la muerte, al igual que el lobo del cuento para llevarla a sus fauces.
El bosque de la lujuria
Considerando que ingresar en el bosque de los cuentos tradicionales alude al rito de iniciación a la vida adulta (cf. supra, nota 19), la niña de esta balada debería adentrarse allí al terminar su infancia. Esto quiere decir que, en el poema de García Lorca, penetrar en el bosque no sólo simboliza el descenso del alma al mundo, sino también la llegada del ser humano a una vida imperfecta que lo distancia de Dios y que inicia con la adultez. ¿Por qué? La respuesta probablemente se encuentre en una de las interpretaciones más conocidas del cuento de Caperucita: la que relaciona los peligros a que se enfrenta la niña con el riesgo que tiene una joven de ser seducida o asaltada sexualmente cuando se halla fuera de la vigilancia materna. Después de estudiar los símbolos de la historia de “Caperucita roja”, Bruno Bettelheim ha propuesto una interpretación que versa sobre las alusiones al deseo sexual, allí presentes. El estudioso sugiere que el conocido relato trata del encuentro del ser humano con su propia sexualidad durante el período de la pubertad (1978, pp. 166-183). Desde esta perspectiva, el lobo representa al seductor y también el apetito sexual que se ha despertado en la niña; un apetito que por eso resulta peligroso y al mismo tiempo atractivo. Según Bettelheim, una de las ilustraciones de Gustave Doré para este cuento (la que representa a Caperucita roja y al lobo en la cama de la abuela, específicamente) muestra los sentimientos encontrados que la niña tiene por el lobo: “the girl appears to be beset by powerful feelings as she looks at the wolf resting beside her. She makes no move to leave. She seems most intrigued by the situation, attracted and repelled at the same time” (p. 176).
El viaje de Caperucita en “La balada” de Lorca puede interpretarse de manera semejante, ya que la protagonista del poema, como la niña del cuento, también enfrenta su sexualidad en esta historia. Ello ocurre de manera evidente cuando Cupido la atrae y la ataca con una flecha. Si bien tal episodio se desenvuelve en el Cielo (es decir, después de que Caperucita ha abandonado el bosque de la primera parte de “La balada”), en la foresta sucede algo parecido cuando las flores y demás seres la instigan a volverse como ellos, con lo que la atraen y la asustan al mismo tiempo. Aunque no responde a la llamada del bosque-lobo, ella sabe del peligro que implica dejarse seducir y entregar la inocencia infantil que aún le resta, al brindar sus ojos. Tengamos en cuenta la metáfora de la luz interior, que en el ámbito popular se suele usar para referirse a la pureza espiritual que mantiene a los niños cerca de Dios. Insinuando esta idea, el arroyo dice a Caperucita: “En la naturaleza / Sólo eres tú sin mancha” (vv. 93-94). Pero la llamada del bosque pretende cambiar tal condición, y de hecho cambia cuando la niña recibe el flechazo de Cupido (en la cuarta parte de esta balada), cuya herida la pone en riesgo de muerte, provoca su expulsión del Cielo y la devuelve al bosque al final de su aventura. Así, la historia del poema, como la del cuento, también alude al despertar sexual de su protagonista y a los riesgos que ello implica.
El riesgo que el despertar sexual trae consigo en este poema se relaciona con las consecuencias espirituales que enfrentará el que lo sufre. El pecado de la lujuria es uno de los que más ha condenado el cristianismo y, sucumbir a él, supone la expulsión del reino de Dios. Pero, según se ve en este y otros poemas de la época, la sexualidad se concibe como inherente a la naturaleza humana. De tal manera, la corporalidad no sólo es culpable de que seamos perecederos porque nos condena a morir, sino también porque nos impone la ineludible pulsión sexual que nos impide alcanzar la pureza espiritual necesaria para acercarnos a Dios. Según esta manera de ver las cosas, sólo los niños, puesto que no han pasado por el despertar sexual, podrían acercarse con facilidad al mundo divino. Por eso cuando Caperucita pregunta a san Francisco “¿Cuántas leguas / Habrá de aquí a la luna?” (vv. 518-519), el santo le responde: “Muchas para la pobre / Humanidad maldita. Mas para tu inocencia / Con tan sólo dar un salto llegarás a los astros” (vv. 519-521). A pesar de ello, la infancia se acaba y todos nos vemos forzados a pasar por la pubertad y, con ella, a aceptar la llegada del deseo sexual.
Visto así, la niña que se adentra en el bosque no sólo es el alma que desciende del Edén para internarse en el mundo, sino también la de aquel que sale de su paraíso infantil para ingresar en la amenazadora vida adulta, donde será acosado continuamente por el deseo (representado aquí por el acecho de los habitantes del bosque), que pretende mancharlo con el pecado de la lujuria (como Cupido). Aunque parezcan dos cosas distintas, ambas lecturas son complementarias y se hallan en el texto de manera simultánea, pues, para nuestro poeta, el bosque representa la naturaleza de la vida material por la que transita el ser humano, escindido entre el llamado de la vida (la sexualidad) y la conciencia de la muerte.
La entrada al reino de los muertos
En cuentos, sagas y leyendas, el bosque ha simbolizado un plano intermedio entre la tierra de los vivos y la de los muertos, como opina Manfred Lurker en El mensaje de los símbolos (1992, p. 250). Allí, el personaje engullido por la fiera del bosque pasa por el umbral del más allá (p. 254). La Caperucita de Lorca no es la excepción. Ella se ha internado en ese lugar para toparse con la muerte, como parece anunciar la caída de la noche. Pero, a diferencia de la del relato tradicional, la niña del poema habrá de morir en el arroyo, para luego ir al Cielo. Al parecer, García Lorca comprendía bien esta dimensión simbólica del cuento y la aprovechó para destacar el hecho de que la muerte es una de las principales penas de la humanidad, como he visto antes. De tal manera, no es exagerado decir que la foresta de “La balada” tiene la misma dimensión simbólica que Vladimir Propp ha adjudicado a la de los cuentos folclóricos: es “la entrada al reino de los muertos” (2008, p. 69) 27.
En los cuentos rusos, el portal simbólico del otro mundo está resguardado por la maga de la cabaña (pp. 86-90), personaje que tiene alguna semejanza con la bestia o el ogro que enfrentan los niños de las historias europeas. Por esta razón, no es extraño que la vegetación de “La balada de Caperucita” (que desempeña el papel del lobo del cuento) tenga algún rasgo en común con esta guardiana del inframundo. Como ella, los habitantes del bosque en la balada son los antagonistas de la heroína. Y como ella, son seres con un pie colocado en este mundo y otro en el más allá. Es decir, la vida de los que allí habitan se verá truncada tarde o temprano como la de las amapolas, que dicen: “El viento no nos troncha, es la muerte” (v. 38). De hecho, si la foresta está sumida eternamente en el crepúsculo (pues las acciones que ocurren allí se sitúan siempre en este momento del día), es porque el solo hecho de haber sido condenados a morir obliga a los seres de este paraje a experimentar la vida como una muerte anticipada (hecho que se cifra en el significado simbólico de la oscuridad que caracteriza a este sitio). Visto así, los habitantes del bosque no sólo representan la naturaleza feroz que agrede al hombre, sino que también aluden a la humanidad misma, cuya existencia se concibe aquí como la agonía del que vive continuamente al borde de la vida y de la muerte.
Dicho lo anterior, cabe agregar que ese mundo que lleva al reino de los muertos también tiene semejanzas con la selva en la que se halla el personaje de Dante al inicio de La divina comedia. A primera vista, ello se debe a que, como Dante, Caperucita se encuentra en una zona arbolada antes de emprender su andar hacia el otro mundo. Pero este parentesco va más allá de la apariencia. Según Giorgio Siebzehner-Vivanti (1954), la selva de Dante simboliza la vida del hombre que está atrapado en su propia individualidad y egoísmo: la vida de aquel que quiere alcanzar la felicidad porque sufre, pero que ha perdido de vista a Dios, por lo que continuamente se enfrenta al vacío, a la muerte, a la nada. El hombre que así vive es como una planta, como un animal, como una roca que está a merced de la suerte y de la naturaleza (s.v. “selva”). La selva de Lorca coincide con la de Dante precisamente en que ambas simbolizan la vida humana, o al menos una visión de ésta. La de Dante se refiere exclusivamente a la de aquellos que han perdido la fe en Dios. La de Lorca revela algo semejante, pues retrata a la humanidad lejos de su Creador, sumida en la oscuridad; y aun se insinúa su ceguera (puesto que los seres del bosque desean los ojos de Caperucita). La diferencia reside en que en el poema de Caperucita todo ser humano parece estar destinado a convertirse en flores, musgos, árboles y mariposas, seres a merced del ritmo de la vida y con rumbo a la muerte, mientras que en la obra de Dante se sugiere que esto sólo ocurre a quienes decidieron alejarse de Dios. En otras palabras, para Lorca la condición humana misma favorece la ceguera ante la existencia de Dios, y el ser humano, en general, es quien vive en la desesperanza.
Como vemos, los seres del bosque también representan a la humanidad porque nuestra propia naturaleza nos atrapa, nos condena a la lujuria y nos conduce a la muerte (del cuerpo y del espíritu), al tiempo que somos nosotros mismos quienes la sufrimos. El pesimismo cubre, así, el mundo referido por García Lorca en el poema de la niña de la capa roja. Desde esta perspectiva, la vida sólo es sufrimiento y, además, es imposible escapar de él. Ello se sugiere cuando, a pesar de que la niña parece hallar una salida de la foresta al subir al Cielo, resulta expulsada de aquel supuesto recinto divino (digo supuesto porque allí jamás se sabe nada de Dios) y termina su aventura en la misma situación en que la inició. Tal desenlace indica que la dimensión material de la vida humana (el bosque) es imposible de eludir, pues ni siquiera se tiene la certeza de que las religiones alberguen realmente el conocimiento de lo divino (repito: en el Cielo no se sabe nada de Dios), lo que deja al ser humano anclado a lo único que puede conocer: el mundo que lo rodea. Entonces, en “La balada de Caperucita”, la vida humana en general se representa como la selva del desesperanzado de Dante, o como el portal a la muerte de los cuentos, porque, para el joven Federico García Lorca, el ansia de inmortalidad, que no se resuelve jamás, resulta ser la verdadera tragedia del ser humano. “El sentimiento trágico de la vida”, diría Unamuno, “es el hambre de inmortalidad, el conato con el que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio” (1966, p. 131).
Bosque-Infierno
El bosque de “La balada de Caperucita”, como muchos de los símbolos complejos de Lorca, surge de varias fuentes intertextuales28. En lo que respecta a La divina comedia, hay que decir que “La balada” de Lorca repite la historia del hombre que se ha perdido en una selva oscura, de la que sale para emprender un viaje hacia el reino de Dios29. Aparentemente, Caperucita no pasa por el Infierno ni por el Purgatorio, puesto que ella sube directamente al Cielo; pero, en realidad, uno de esos dos espacios se asemeja al configurado en la primera parte de “La balada”. Y es que el diálogo entre los dos textos está mediado por Miguel de Unamuno, para quien el sentimiento de la mortalidad humana era semejante a “lo hondo del infierno [del] que salió el Dante a volver a ver las estrellas” (1966, p. 133). Si se considera la influencia de Unamuno en la religiosidad de Federico García Lorca30, no es de extrañarse que, siguiendo al pensador español, nuestro poeta convierta la metáfora citada previamente en una alegoría que se extiende a toda la concepción material de la vida humana. El bosque, como los seres que allí viven, se vuelve polisémico, y no sólo representa la antesala de la muerte, que en la obra de Dante Alighieri se cifra en una selva, sino que simultáneamente alude al Infierno.
Las alusiones al Infierno de Dante que se pueden hallar en “La balada” son, más bien, referencias a la idea que el catolicismo tiene de este lugar, pues se trata de un sitio en el que se está lejos de Dios y se carece de esperanza. En uno de los principales detalles que diferencian la selva de Dante del bosque de García Lorca hallamos ambos rasgos. A saber: en la primera se vislumbra una luz a lo lejos (cf. supra, nota 21) que simboliza la esperanza de acercarse a Dios; en el segundo, la luz se esconde definitivamente en la distancia, para dejar el paraje sumido en la oscuridad. Esto nos lleva al hecho de que los habitantes del bosque de Caperucita viven en un estado de privación de la luz que a primera vista simboliza el destierro del hombre del reino divino; pero que, dada su reiteración, se parece al “estado de privación definitiva de Dios” propia del Infierno, según la idea cristiana de este lugar (DLE, s.v. “infierno”).
Respecto de lo anterior, no deja de resultar llamativo que Caperucita se adentre en la foresta como alguien que no pertenece a ese entorno oscuro, dada la “luz desconocida” (v. 43) que destilan sus ojos. La oposición entre la luz (de la niña) y la oscuridad (del bosque) simboliza, como ya he dicho, la oposición vida/muerte, de modo que ella anda entre los habitantes de aquel lugar como si fuera un vivo caminando entre los muertos. Es decir, ella es como el Dante que se adentra en el Infierno cuando aún no ha llegado su hora, hazaña insólita de la que se asombran las almas en pena en el Canto VIII del “Infierno”: “¿Quién es éste que sin haber muerto va por el reino de la muerte?”31 (1958, vv. 84-85, p. 49). Del mismo modo, la naturaleza del bosque se sorprende con la luz que despiden los ojos de la niña: “La luz de sus miradas pone un temblor de luna / Que hace abrir sus corolas a las dormidas flores” (vv. 11-12). Esta luz desconcierta a los moradores del bosque porque carecen de ella, y ello se debe a que viven “dormidos” a la verdad divina (como las plantas de “La balada”).
Pero las diferencias entre la luz que se vislumbra en la selva de Dante y la que se aleja del bosque de Lorca también indican que en éste se ha de “renunciar para siempre a la esperanza” (“Infierno”, Canto III, v. 9), como al entrar en el Infierno de Dante. Esto se enfatiza cuando tenemos en cuenta que allí no hay manera de retornar al lugar del que se proviene. Es decir, aunque la niña suplica una guía que la devuelva a su hogar (“Decidme qué sendero conduce a mi casita”, v. 55), nunca logra que alguien le ofrezca siquiera una posibilidad de escape. Y si no hay sendero de vuelta, tampoco hay esperanza alguna. Por último, y precisamente por esto, es necesario señalar que si el bosque de Lorca tuviera que parecerse a alguno de los círculos del Infierno dantesco, sólo podría asemejarse al primero. Hablo de la selva en que habitan los paganos desesperanzados, los que, sin haber cometido más falta que la de desconocer la existencia de Dios, sufren el castigo de vivir sin la esperanza de verlo: “Nuestra única pena es vivir con un deseo, sin esperanza de conseguirlo”, dice Virgilio a Dante para explicar el suplicio al que están sometidos los espíritus del limbo (“Infierno”, Canto IV, v. 42, p. 21).
Sin embargo, y con la excepción de los casos mencionados, el bosque de Lorca no se asemeja al abismo de círculos concéntricos creado por Dante, en el que los pecadores sufren los castigos correspondientes a sus faltas. A pesar de ello, la oscuridad del bosque, la imposibilidad de huir, el distanciamiento de Dios y, sobre todo, la desesperación que demuestran los que allí viven, cuando atacan a Caperucita, insinúan un mundo de muerte en el que se sufre eternamente porque es imposible acercarse a la divinidad. Ese trasmundo, por supuesto, intensifica la idea de que la vida es una selva de desesperanza semejante al limbo, en la que jamás se puede hallar al Ser Supremo (tal como ocurre a la protagonista al final del poema) y de la que no hay forma de huir (como también comprueba Caperucita al no hallar una salida definitiva de ese bosque que la aterra).
El bosque oscuro de la vida: conclusiones
El tema más destacado de la poesía juvenil de Federico García Lorca es la religión. Varios poemas reiteran la historia de aquel que anda en busca de la divinidad32. Tal búsqueda, sin embargo, no es de carácter místico; se trata, más bien, de un ansia de fe. Esta necesidad parte de la idea de que la gran pena de la humanidad es que su naturaleza material le nubla la vista y le impide ver algo distinto a la muerte irremediable a la que se dirige, a pesar de su anhelo por seguir viviendo, idea proveniente de lo que, según Miguel de Unamuno (1966, p. 131), es el sentimiento trágico de la vida. Así, pues, la voz de estos poemas no anhela a Dios por sí mismo, sino la vida que debería ofrecer al hombre tras la muerte, pues, como dijo Unamuno: si no hay Cielo, “entonces, ¿para qué Dios?” (p. 111). Para Federico García Lorca, la única forma de hallar remedio a lo que él llama “Un tema con variaciones pero sin solución” (es decir, al deseo de no morir) consiste en buscar a Dios. Por consiguiente, el deseo de hallar alguna verdad divina, que tienen personajes como el hombre rudo de “La idea” o el caracol de “Los encuentros”, es, en realidad, una expresión del anhelo humano por encontrar solución a su finitud.
Aunque el joven Federico García Lorca trató la tribulación a causa de la fe en varios poemas de su primera época creativa, “La balada de Caperucita” fue el que le permitió desarrollar el asunto con mayor amplitud. Allí, la historia de la niña de la capa roja se transformó en una “Divina comedia”, como se refirió a ella Piero Menarini (2000, p. 177), en la que no se atraviesan las barreras de la vida para perseguir a un ser amado, ni con la certeza de que se ha de llegar a Dios; se atraviesan las fronteras del más allá como por accidente, con el solo impulso de la angustia que la vida por sí misma trae consigo y con la esperanza de que sea posible hallar algo distinto a lo que la existencia terrenal ofrece. De esta manera, el viaje de Caperucita representa el proceso de construcción de fe en el fuero interno del ser humano: el hombre, o al menos el poeta, es “La niña [que] va como en el bosque obscuro / En busca de la cara de Dios” (vv. 139-140).
Esta aventura es, por consiguiente, una historia alegórica cimentada en un mundo fantástico. Este mundo se ha construido a partir de las referencias intertextuales señaladas y sustentado en las connotaciones de algunos símbolos religiosos antiguos, lugares comunes y metáforas de otros autores. La confluencia en “La balada de Caperucita” de los elementos mencionados, así como el desarrollo de las principales preocupaciones que durante aquellos años había vertido en sus obras líricas, dramáticas o en prosa, permitieron a García Lorca esbozar una simbología propia que dotó de significados plurales. Tales símbolos surgieron de la antiquísima oposición luz/ oscuridad, según la cual una cosa representa el bien, la vida y lo divino, en tanto que la otra alude al mal, a la muerte y al infierno. Del lado de la primera, el poeta desarrolló el símbolo de la estrella33, como se puede ver en numerosos poemas de esta temporada creativa (“El diamante” es uno de ellos), y del lado de la segunda, propuso la alegoría del bosque.
Como se ha visto a lo largo de esta exposición, el bosque, en cuanto representación de la existencia humana, se configura con amplitud en “La balada de Caperucita”. La oscuridad, característica principal del lugar en el que se pierde la niña del cuento, transfigura tal escenario en un sitio peligroso en el que se está a merced de múltiples agresiones. Además de aludir a la finitud de la vida, ese sitio en la penumbra trae consigo el riesgo que supone el despertar sexual, en cuanto obstáculo para llegar a Dios y, por consiguiente, para lograr pervivir. Todo ello implica que la existencia es una carga penosa para la humanidad, que, sin embargo, no puede eludirse. Por lo tanto, en la foresta, el ser humano resulta prisionero de la carne, e incluso podría decirse que el realce de la mortalidad en el poema lo presenta como un muerto anticipado. Por lo demás, el hecho de que Dios esté completamente ausente y de que no haya esperanzas de encontrarlo, pone al hombre como una niña asustada que se adentra en la vida para enfrentar la muerte, sola e indefensa, al tiempo que su vivir, siempre difuminado, se presenta como el mismo Infierno, morada en que no hay cabida para ningún Ser Supremo.
Tal y como vimos, el significado de la alegoría del bosque se vincula a la idea de la vida que tiene el catolicismo, según la cual “el hombre sufre y muere lejos de Dios” (cf. supra, nota 25). Sin embargo, en el poema de Caperucita, esta idea de la vida no sigue del todo el dogma cristiano, pues ni siquiera aquel cuyo espíritu es perfecto logra acercarse a la divinidad ni desarrollar la capacidad para vencer la pena que supone vivir. Esto se debe a que la condición propia de la existencia obliga al ser humano a sentirse tentado por el deseo sexual o no le permite tener fe alguna (pues realmente no puede saber si hay algo más allá, como la religión asegura). Para representar esta visión de la vida, el poeta cargó de referencias el espacio en que la niña se pierde al principio de “La balada de Caperucita”, hasta lograr una imagen del bosque que apunta hacia distintas aristas de la existencia, concebida como algo inherentemente doloroso. Siguiendo la lógica alegórica de tal imagen, vivir supone andar por una senda oscura por la que los humanos están destinados a caminar “Hasta que tropezamos / Con la muerte” (vv. 19-20), según palabras del propio Federico García Lorca en “Un tema con variaciones pero sin solución”.