El análisis de la tendencia de la economía capitalista moderna hacia el estancamiento -temporal o prolongado- se remonta a la hipótesis del estado estacionario de los economistas clásicos del siglo XIX. David Ricardo y John Stuart Mill explicaron de manera mecánica las causas del estado estacionario como una condición de equilibrio donde el stock de capital está fijo y la inversión neta es igual a cero. Posteriormente, en el siglo XX varios autores discutieron la cuestión del estancamiento económico como un problema asociado: a la abundancia de capital y, en consecuencia, a una tasa de retorno del capital muy baja que facilitaría la eutanasia del rentista como premisa para reanudar la acumulación de capital mediante la intervención del Estado (Keynes,1936); al efecto combinado de una disminución de la población, exceso de ahorro y una insuficiente tasa de inversión (Hansen, 1939); o al crecimiento de los oligopolios y la subutilización del potencial productivo existente (Steindl, 1952). Y en un discurso reciente dado en el Fondo Monetario Internacional, Summers (2013) afirmó que el estancamiento prolongado podría ser la situación “normal nueva” de la economía de Estados Unidos.
Los autores citados analizan el estancamiento económico como un fenómeno típico de economías industriales desarrolladas, como una característica observable sólo en países de “capitalismo maduro”. A diferencia de estos autores, en el libro objeto de la presente recensión, Ros (2013) se refiere al estancamiento prolongado de una economía no industrializada, fenómeno no registrado en la teoría convencional del estancamiento económico: la economía mexicana ha experimentado un crecimiento promedio inferior a 3% durante más de tres décadas. En 1950 México era un país de ingreso bajo. No obstante, entre 1950 y 1981 se convirtió en un país de ingreso medio; el PIB real creció a un ritmo anual promedio de 6.5% y el PIB real por persona en edad laboral creció 3.6%. Si la economía hubiese mantenido esta trayectoria, Ros afirma, en 2007 el producto se habría triplicado y México se habría sumado al club de países de ingreso alto, exento de informalidad laboral y de pobreza alimentaria. Por el contrario, entre 1981 y 1995 el PIB real creció únicamente 1.43% y el PIB per cápita sólo 0.6%; entre 1995 y 2007 el PIB real avanzó 3.47% y el PIB per cápita 1.98%. En 2007-2009 México sufrió una severa contracción, en parte debido a la crisis internacional, y de 2010 al presente el crecimiento no ha sido estelar (la CEPAL pronostica que la economía mexicana crecerá apenas 2.5% en 2014). La imposibilidad de sostener el crecimiento acelerado nos ha conducido al fenómeno que la teoría del desarrollo económico define como trampa de ingreso medio.
En el diagnóstico oficial, el lento crecimiento económico se atribuye al escaso crecimiento de la productividad total de los factores, lo que a su vez se explica por las siguientes causas: primero, las altas tasas de informalidad laboral (60%) propiciadas por los sistemas de protección social que subsidian e incentivan el trabajo informal, las fallas de mercado, el racionamiento de crédito y los altos impuestos; segundo, la rigidez institucional del mercado de trabajo debilita la productividad, abate el empleo formal de alta productividad, incrementa la tasa de desempleo y propicia el estancamiento económico; tercero, las estructuras de mercado oligopólicas y monopólicas inhiben la innovación tecnológica y la competitividad, dando lugar a ineficiencia productiva, altos costos de los insumos y del capital y a conductas rentistas que restringen el empleo formal, la producción y el desarrollo; cuarto, la escasez de capital humano en el sector educativo; y quinto, las fallas de gobierno, la debilidad institucional de la gobernanza, el Estado débil rehén de los monopolios, los sindicatos y los poderes fácticos, todo lo cual eleva los costos de transacción, obstruye el Estado de derecho, impide la acción libre de las fuerzas del mercado y conduce al estancamiento económico.1 Para salir de la trampa de desarrollo, el gobierno mexicano actual ha impulsado un conjunto de reformas microeconómicas cuyo objetivo es eliminar las restricciones que obstruyen el incremento de la productividad.
Ros invierte, subvierte, esta dirección de causalidad, sostiene que el estancamiento de la productividad es consecuencia, no causa, de la insuficiente acumulación de capital y de la lenta expansión económica. En su análisis critica “los fundamentos analíticos y empíricos” de las reformas microeconómicas auspiciadas por el gobierno de México; su argumento principal es que las tesis fundamentales de “la agenda de reformas para el crecimiento […] descansa en un diagnóstico equivocado” del estancamiento de la economía mexicana (op. cit., p. 22). Su crítica puede sintetizarse así: primero, siguiendo el razonamiento de las leyes de Kaldor-Verdoorn, sostiene que la caída de la productividad desde 1982 es “consecuencia endógena” del estancamiento del producto y de la acumulación de capital (capítulo I); segundo, el crecimiento exponencial de la informalidad en el mercado de trabajo y de los negocios es consecuencia -no causa- del subdesarrollo, de la baja acumulación de capital, cuya exigüidad no consigue que el sector productivo con rendimientos crecientes absorba el excedente de fuerza de trabajo, el cual, sin más alternativas, encuentra acomodo en las “tecnologías de subsistencia” del sector informal de baja productividad (capítulo II); tercero, el mercado de trabajo mexicano puede ser “rígido” nominalmente, pero sin duda es muy flexible en términos reales “para su nivel de desarrollo”, tal como lo prueba el fenomenal desplome del salario real que ha acompañado a las crisis de balanza de pagos y del tipo de cambio desde los años ochenta (capítulo III); cuarto, una mayor competencia en el sector moderno de la economía podría contribuir a la eficiencia pero no necesariamente al crecimiento económico ni a la mayor profundización tecnológica. Por el contrario, sostiene, à la Schumpeter, que su efecto podría ser pernicioso para las empresas que se ubican a gran distancia de la frontera tecnológica (capítulo IV); quinto, las estadísticas revelan que en México la cantidad de capital humano ha aumentado en los últimos decenios; por tanto, éste no es el problema, tampoco la panacea porque en esencia el capital humano es difusor del progreso tecnológico. En todo caso la baja absorción del capital humano en el mercado formal de trabajo es consecuencia -no causa- del estancamiento económico (capítulo V); sexto, la hipótesis de que el Estado débil -incapaz hasta ahora de realizar las reformas microeconómicas “que nos faltan”-, es una causa del estancamiento no es válida (capítulo VI). En el capítulo final, “Perspectivas del crecimiento”, Ros considera que el optimismo relativo a las virtudes de las reformas microeconómicas promovidas por el gobierno actual se asienta sobre bases endebles; afirma que el problema esencial del estancamiento económico de México no es la microeconomía sino la macroeconomía, lo que debe reformarse es la política macroeconómica. Ésta ha sido una causa fundamental del lento crecimiento porque: i) ha obstruido un mayor grado de utilización de la capacidad productiva; ii) ha lesionado el potencial de crecimiento; iii) ha inducido bajas tasas de inversión pública y, con ello, ha contribuido a reducir la acumulación de capital; iv) la política fiscal ha desempeñado un papel procíclico magnificando las recesiones; v) la política monetaria -obsesionada como está con la inflación- ha lesionado la productividad, particularmente en sectores de rendimientos crecientes, apreciando el tipo de cambio y restando competitividad a los bienes comerciables.
La agenda de reformas en sectores clave como energía, educación, telecomunicaciones y mercado de trabajo son de la misma naturaleza que las que le antecedieron en los años ochenta y noventa (liberalización comercial y financiera, privatización de los activos públicos y austeridad fiscal), las cuales, concebidas y esgrimidas entonces como un principio de razón suficiente, supuestamente nos conducirían hacia el crecimiento renovado y sostenido (cf. Balassa et al., 1986; Kuczynski y Williamson, 2003). Estas reformas convirtieron a México en un líder exportador de manufacturas a nivel mundial, altamente integrado a las cadenas globales de valor en el comercio internacional: hoy día las manufacturas representan 80% de nuestras exportaciones, en los años ochenta el petróleo capturaba ese porcentaje. Sin embargo, el éxito exportador, fruto de reformas microeconómicas pasadas, se ha traducido en estancamiento económico, depresión de los salarios reales, bajas tasas de formación de capital y, como consecuencia, baja productividad. Para salir del estancamiento económico, Ros propone abandonar el ideologema de que la política macroeconómica no puede contribuir al crecimiento económico, sólo debe limitarse al control de la inflación. Por ejemplo, sugiere, una reforma fiscal contracíclica y redistributiva que estimularía la inversión pública y apoyaría una política industrial orientada a incrementar la productividad mediante un impulso a la acumulación de capital; una reforma financiera que incrementara la oferta de crédito de largo plazo para fomentar la formación de capital fijo (no el consumo), el empleo y la recaudación tributaria contribuiría al crecimiento sostenido y a la estabilidad de la balanza de pagos; al igual que Piketty (2013), Ros piensa que la política monetaria puede contribuir a redistribuir la riqueza en forma más equitativa; por último, sostiene que la política monetaria de objetivo de inflación tiende a apreciar la moneda y confía en que un tipo de cambio competitivo contribuiría a salir del estancamiento económico.
En el breve espacio que disponemos, haré algunas apostillas -compendiosas por necesidad- a la caudalosa criba conceptual del opúsculo aquí reseñado. Ros identifica “algunas [cinco] tesis equivocadas sobre el estancamiento económico de México”, y procede a criticar “los fundamentos analíticos y empíricos” de las reformas microeconómicas. En realidad estas tesis, más allá de sus méritos relativos, consisten en una sola tesis asentada en un solo paradigma abstracto similar al “mal metafísico” de Leibniz: la informalidad, la rigidez del mercado laboral, la falta de competencia y de capital humano en cantidad suficiente y las fallas institucionales hunden sus raíces en rigideces e imperfecciones del mundo real; de ahí que la monadología de reformas microeconómicas aspire a flexibilizar no sólo los mercados de insumos y trabajo, sino también al gobierno y sus instituciones para remontar el estancamiento económico mediante la competencia perfecta. En lo que Ros lleva razón es que esta hipótesis no tiene fundamento empírico: hasta ahora, ningún país ha alcanzado el desarrollo económico gracias a la mano invisible del libre mercado, la cual no es más que una metáfora -no una teoría- en el magnum opus de Adam Smith. Y, en este aspecto, veo un punto de concordancia entre el análisis de Ros y la tesis de Carlos Elizondo Mayer-Serra (cf. Nexos, junio de 2014) en el sentido de que, superar el estancamiento mediante una política macroeconómica pro crecimiento, requiere arreglos institucionales distintos a los actuales.2
Parece paradójico que sea Ros -y no los abogados de las reformas microeconómicas- quien proponga flexibilizar el tipo de cambio como un aspecto de las reformas macro para acelerar el crecimiento económico. Es cierto que existe un “miedo a depreciar” que ha deprimido la actividad económica al reasignar los recursos en contra de los sectores de rendimientos crecientes; y que, bajo ciertas condiciones, la devaluación competitiva puede inducir un “efecto rentabilidad” y un “efecto desarrollo”. Pero también podría ocurrir que la devaluación competitiva simplemente ejerciera un efecto suma cero de sustitución en el consumo y la producción. Más aún, el éxito exportador ha integrado a México en las cadenas globales de valor, pero también ha desarticulado los encadenamientos productivos internos. Y, aunque el riesgo de la hoja de balance es menor que en el pasado porque la deuda externa es menor, la tenencia de los títulos de deuda interna no es inmune a la volatilidad de los mercados financieros internacionales. Los países que han operado con tipo de cambio subvaluado han dependido más de altas tasas de acumulación de capital que de la devaluación competitiva, China es el caso paradigmático. Por lo demás, la devaluación del tipo de cambio suele acompañarse de devaluaciones de los salarios reales.
La contribución del libro es en el ámbito de las ideas, Ros dixit; en su respuesta a Elizondo Mayer-Serra, afirma que está en buena compañía, la de Keynes. Agregaríamos que también lo está en la de Alfred Marshall; Marshall (1890, pp. 442, 584-586) decía que los salarios no estaban “gobernados” por la oferta y la demanda, apreciaba el valor social de los objetivos “originales” de los sindicatos (claro, los de la Inglaterra de su tiempo) y la importancia del aumento de los salarios reales para incrementar la eficiencia, la productividad y el progreso tecnológico. Probablemente, Marshall habría estado de acuerdo con su discípulo Keynes en que la flexibilidad de los salarios sólo se puede imponer en una sociedad antidemocrática y autoritaria y en que la deflación salarial puede ser contraproducente porque la estabilidad salarial es crucial para la estabilidad monetaria (la experiencia del euro lo documenta). Pero la crítica de Ros parece tocarse con las “tesis equivocadas” en una tangente: si la productividad es endógena a la acumulación de capital y al crecimiento económico y si el empleo también depende de estos factores, entonces todo lo que favorezca la acumulación de capital ayudará a salir del estancamiento económico y todo lo que obstruya la acumulación de capital perpetuará el estado de letargo económico en que nos encontramos. Por tanto, podría inferirse que una reforma fiscal progresiva, la acción de los sindicatos para incrementar los salarios o cualquier política que reduzca los ingresos del capital interferirían con la acumulación de capital y se mantendría el estancamiento prolongado. Ésta es la doctrina del fondo de salarios muy en boga en la decimonónica era victoriana, doctrina cuya compañía Jaime Ros no suscribe, pero me temo que su librito no lo aclara suficientemente.