Clasificación JEL: E60, F31, F41, N16.
JEL clasificación: E60, F31, F41, N16.
Introducción
Chile es presentado, con frecuencia, como un caso paradigmático de reformas y crecimiento exitoso. Se habla del “modelo chileno”, como si Chile hubiese tenido una política económica “única” y desempeños económicos y sociales homogéneos en los cuatro decenios transcurridos desde el golpe militar de 1973. No obstante, la realidad es que estas décadas incluyen diferentes subperiodos, con reformas y énfasis muy distintos y resultados económicos y sociales también notablemente diversos. En este artículo destacamos tanto las similitudes y diferencias como los resultados asociados a cada uno.
Luego de una apretada síntesis de la etapa marcadamente neoliberal de la primera mitad de la dictadura (1973-1981), y de las revisiones -pragmáticas, pero regresivas- efectuadas en la década de 1980 ante la profunda crisis de la deuda, se examinaron las políticas económicas y sociales de los cuatro gobiernos de la Concertación. Se concluye -con los correspondientes respaldos cuantitativos-, que el crecimiento económico del empleo y de los ingresos de los sectores medios y pobres logrado por la Concertación, ha sido notablemente superior al registrado en la dictadura. Más aun, Chile avanzó más rápido que los otros países de América Latina, y acortó significativamente la distancia que lo separaba de las naciones más desarrolladas. Sin embargo, la velocidad del progreso en los primeros años de los gobiernos de la Concertación (1990-1998), decayó en los años siguientes (1999-2008, antes del contagio de la crisis global) a la mitad, perdiéndose la coherencia progresista que la política económica había exhibido en los años iniciales de retorno a la democracia.
Durante la dictadura de Pinochet se produjeron diversas modernizaciones en Chile. Sin duda, varias de ellas han constituido bases permanentes para las estrategias democráticas de desarrollo, pero otras constituyen un pesado lastre. En el balance neto, el crecimiento económico del régimen neoliberal de Pinochet, entre 1973 y 1989, promedió sólo 2.9% anual, y la distribución del ingreso se deterioró notablemente así como el empleo y su calidad.
En contraste, durante los cuatro periodos presidenciales de la Concertación, el crecimiento del PIB promedió 5.1% en los 20 años comprendidos entre 1990 y 2009 (5.4% si se excluye la recesión de 2009). El PIB por habitante se expandió a un promedio anual de 3.7% (4% a 2008), en comparación con 1.3% en 1974-1989. En moneda comparable, ajustada por paridad de poder de compra (PPC), entre 1973 y 1989 el ingreso por habitante había declinado desde 23 a 21% del de los Estados Unidos. Posteriormente, gracias a correcciones efectuadas al funcionamiento de la economía, principalmente en la década de 1990, en 2009 la economía nacional se había empinado a 33% (véase el Cuadro 1).1
Fuente: Los niveles de PIB per cápita a paridad de poder de compra (PPC/PPP) se anclaron de acuerdo con las estimaciones del Banco Mundial para el año 2009, y se calcularon los niveles para los años anteriores con las tasas de variación real del PIB per cápita presentadas por el Banco Central para Chile; para el resto se utilizaron las tasas reportadas por el Banco Mundial en su WDI.
En la dimensión social, los salarios promedios reales eran 75% superiores en 2009 que en 1989, y el salario mínimo se había multiplicado por 2.3; agudo contraste con la evolución de los salarios mínimo y promedio durante la dictadura, los que en 1989 eran menores que en 1981 y 1970.
Sin embargo, el desarrollo en democracia no fue lineal: el crecimiento económico y el alza de los salarios y del empleo fueron notablemente más lentos en la segunda que en la primera mitad de los gobiernos de la Concertación. Se revirtieron los grandes avances que se efectuaron en las políticas macroeconómicas contracíclicas en los años iniciales de retorno a la democracia y no se profundizaron las reformas tributaria y laboral efectuadas en 1990.2 Se renunció, después de algunos intentos, a introducir políticas de desarrollo productivo, se eludió efectuar una nueva reforma tributaria, no hubo decisión para corregir el mercado de capitales que privilegiaba la inversión financiera en desmedro del financiamiento para el desarrollo, y el apoyo a las pyme se quedó más en promesas que en acción efectiva. Se consolidaron, así, centros de poder regresivos, fuertemente opuestos a los cambios requeridos para crecer de manera efectiva y con reducción de la desigualdad. En consecuencia, se desperdició una gran oportunidad para corregir con profundidad el “modelo”, debilitándose la gobernabilidad para el cambio y abonando el terreno para populismos de diversos signos. No obstante, reitero, los antecedentes económicos y sociales comprueban que predominó un balance neto evidentemente positivo en los cuatro gobiernos, notorio e indesmentible.
La constatación de las brechas de PIB y equidad, que resurgieron desde el quiebre de 1999, suele hacer olvidar los grandes progresos logrados en el conjunto de los 20 años de desarrollo democrático y los enormes contrastes con los 16 años de dictadura. Aquel quiebre de tendencia tiene profundas implicaciones que se destacan a lo largo de este texto.
En la sección I se efectúa un breve recuento del desempeño económicosocial durante la dictadura entre 1973 y 1989. La sección II examina los tres subperiodos en que se han desagregado las políticas económicas de los cuatro gobiernos de la Concertación desde el retorno a la democracia en 1990. Y finalmente, en las conclusiones se presenta un recuento de los resultados de los gobiernos de la Concertación y sus desafíos.
I. La economía durante los 16 años de dictadura: mitos y realidad
La primera etapa del proceso de reformas (1973-1981) se caracterizó por la aplicación de un modelo neoliberal en su versión más extrema (Ffrench-Davis, 2014; Foxley, 1983). Profundas liberalizaciones comerciales y financieras y la eliminación de la “selectividad” en las políticas económicas fueron acompañadas de privatizaciones masivas. Hacia 1981 se había reducido de manera drástica la inflación y el déficit fiscal había sido reemplazado por un elevado superávit, pero a expensas de un notable desequilibrio externo (un déficit en cuenta corriente de 21% del PIB), acompañado de una débil inversión productiva (un promedio de cuatro puntos del PIB menor que en la década de 1960). El desenlace fue una debacle económica y social en 1982, la más intensa de toda América Latina. Con una crisis bancaria y cambiaria, una caída del producto de 14% y una tasa de desempleo superior a 30%, junto a un intenso empeoramiento de la pobreza y de la distribución del ingreso.
La segunda etapa (1982-1989) estuvo marcada por un enfoque más pragmático para superar los efectos de la crisis. Ello involucró diversas medidas tendientes a equilibrar el balance externo -renegociaciones de la deuda externa, aumento de aranceles e incentivos “selectivos” a las exportaciones no tradicionales y manejo del tipo de cambio- y la intervención directa del colapsado sistema financiero. El gobierno destinó el equivalente a 35% de un PIB anual al rescate de sectores afectados, recursos que fueron desviados de la inversión pública y del gasto social.
Al final de la década de 1980 la economía se había recuperado, aunque con un fuerte deterioro distributivo, que se sumó al ya registrado en la década de 1970. Durante la recuperación, después de la profunda recesión de 1982-1983, el PIB se reactivó de manera vigorosa, especialmente en el bienio 1988-1989; sin embargo, si se considera la brecha recesiva previa -es notable como ello se ignora en múltiples evaluaciones de los años de la dictadura-, resulta que el promedio de crecimiento en la segunda mitad del régimen de Pinochet fue de 2.9% anual, cifra similar a la registrada en su primera mitad. Este promedio incluye la vigorosa recuperación registrada en el bienio final; entonces la dictadura gozó de una mejoría transitoria espectacular del precio internacional del cobre, lo que le permitió superar las restricciones financieras y de escasez de dólares aún dominantes en 1987 por la crisis de la deuda.
Resulta incuestionable que el bienio 1988-1989 habría sido muy distinto si la cotización del cobre se hubiese situado dentro de la tendencia “normal”. Con esos recursos, el régimen de Pinochet gozó de la eliminación de la restricción externa dominante. Con los ingresos transitorios del cobre, principalmente captados mediante la empresa estatal Corporación Nacional del Cobre de Chile (Codelco), redujo impuestos, subió salarios y empleo, liberó importaciones y apreció el tipo de cambio; todo financiado con ingresos transitorios. Ello generó una gran reactivación económica en 19881989, que le permitió al régimen entregar una economía que mostraba cifras claramente positivas en materia de valor de las exportaciones y aumento del empleo y del PIB en ese bienio.3
Sin embargo, la reutilización de la capacidad existente se había logrado con fuertes desequilibrios macroeconómicos que debían ser corregidos a la brevedad. Ello explica el severo ajuste efectuado en enero de 1990 -en plena transición entre la dictadura y el gobierno democrático recién elegido, pero aún no asumido para frenar un sobrecalentamiento liderado por un incremento insostenible de la demanda interna-. Tal ajuste contractivo fue impulsado por el Banco Central, que acababa de convertirse en un ente autónomo del gobierno, en virtud de una decisión de la dictadura, en vísperas de la elección presidencial de diciembre de 1989. En enero de 1990, el Banco reconoció la gravedad de los desequilibrios y el riesgo que entrañaba esperar la asunción del nuevo gobierno en marzo de 1990, elevando drásticamente la tasa de interés de la política monetaria.
Las reformas neoliberales habían generado impactos sustanciales sobre la estructura productiva del país: un notorio auge de las exportaciones junto con una caída abrupta de la manufactura. Un sector empresarial se modernizó con el surgimiento de nuevos grupos económicos y ejecutivos, quienes eran más innovadores que sus predecesores. No obstante, la gran mayoría de las empresas seguían ajenas a la modernización, con lo cual se acentuó la heterogeneidad estructural (o desigualdad) entre empresarios (grandes y pequeños) y entre trabajadores (de alta y de baja calificación). En definitiva, el reverso de la medalla del notable progreso de algunos fue la marginación de muchos. Ello explica por qué la modernización y expansión de algunos sectores coexistió con el crecimiento económico mediocre -el promedio de apenas 2.9% anual en 1974-1989-; así como que la tasa media de inversión haya sido notoriamente inferior a la de la década de 1970.
En cuanto a la distribución del ingreso, ella se deterioró de manera notable, tanto en la década de 1970, como adicionalmente en la de 1980. De hecho, por ejemplo, la relación entre el ingreso medio del quintil superior y el más pobre se elevó desde 12-13 veces en la década de 1970 a 20 veces en 1982-1989. Variables determinantes fueron el deterioro de los salarios y el desempleo y la mayor informalidad.
En el plano político, un fenómeno trascendente fue la reorganización de los movimientos sociales y de los partidos, los cuales fueron así capaces de presionar por la democratización del sistema, incluso dentro de las reglas del juego que había impuesto la propia dictadura. Luego del triunfo de la Concertación en la elección presidencial de 1989, el presidente Patricio Aylwin asumió el gobierno en marzo de 1990 en medio del ajuste recesivo iniciado en enero.
II. El desafío de crecer con equidad durante los gobiernos de concentración4
En los dos decenios con gobiernos de la Concertación se registran fuertes mejoras respecto a los años precedentes, pero con significativas diferencias a lo largo del tiempo. A comienzos de la década de 1990, la economía chilena enfrentaba el desafío de alcanzar un crecimiento elevado y sostenido, así como de combatir la cuantiosa pobreza y desigualdad acumulada en los años de la dictadura. En consecuencia, con el advenimiento de la democracia en 1990 se inició una tercera variante de la política económica.
Se impulsaron entonces reformas a las reformas para corregir el “modelo” heredado de la dictadura, con el objetivo de imprimirle progresividad. Ellas fortalecieron el componente social y corrigieron algunas de las graves deficiencias de las políticas económicas neoliberales. Las reformas laborales, que restablecieron derechos de los trabajadores, fueron acompañadas de una reforma tributaria, a fin de elevar la recaudación y su progresividad, y sustentar el crecimiento del gasto social. Un nuevo enfoque macroeconómico logró disminuir la vulnerabilidad frente a un entorno externo de creciente volatilidad financiera y avanzar en la corrección de la desigualdad entonces vigente en el funcionamiento de la economía y el empleo.
En particular, se implementaron cambios sustanciales en las políticas fiscales, monetarias, cambiarias y regulatorias -con un fuerte sentido contracíclico- que apuntaron a conseguir un entorno macroeconómico real, estable y sostenible, considerado por la autoridad como indispensable para el desarrollo económico; en especial, se regularon la entrada de capitales financieros y el tipo de cambio. Éste fue el contexto en el que durante 1990-1998 Chile logró expandir en forma sostenida su capacidad productiva, a un promedio anual de 7.1%, junto con la reducción significativa de la pobreza (de 45 a 22% de la población) y cierta mejora en la distribución del ingreso. Es decir, se materializó en alguna medida la escurridiza meta del crecimiento con equidad.
No obstante, merced a un paulatino cambio de enfoque, desde mediados del decenio se fue debilitando, gradualmente, la capacidad de aislar su economía ante las turbulencias externas. A diferencia de su inmunidad cuando se había asomado por Chile, en 1995, la amenaza de contagio de las crisis mexicana y argentina, la crisis asiática de 1998 lo encontró en una situación de mayor vulnerabilidad frente a shocks externos; principalmente una duplicación del déficit externo y una fuerte apreciación del tipo de cambio. Esto abrió camino a una cuarta variante, que redundó en fuerte inestabilidad del tipo de cambio y en una demanda agregada frecuentemente desalineada del PIB potencial, con significativas brechas entre PIB efectivo y potencial; estas brechas recesivas constituyen un fuerte desaliento a la formación de capital. Ello acarreó un estancamiento del crecimiento económico durante todo el quinquenio 1999-2003, y frenó la capacidad de reducción de la desigualdad.
En efecto, una brecha recesiva en 1999-2003 -con una persistente diferencia entre PIB efectivo y potencial, y el consiguiente desempleo de trabajo y capital-, con retrocesos económicos y sociales, sacó a relucir crecientes contradicciones y la falta de mayores reformas a las reformas heredadas. Principalmente, se produjo la adopción de políticas macroeconómicas propias del neoliberalismo (tales como tipo de cambio libre y cuenta de capitales abierta). Se gestó entonces un descenso en la competitividad sistémica, a causa de un deterioro de la calidad de la política macroeconómica y de una vacilante agenda de desarrollo, cuyas fallas abarcaban un Estado débil, una carga tributaria insuficiente en nivel y calidad, e incapacidad de implementar una política de desarrollo productivo -en particular, respecto a las pyme, capacitación laboral e incentivos a la innovación-, y fallas profundas (estructurales) en los vínculos entre los mercados de capitales y los sectores productivos.
Luego, con el mismo enfoque de política económica, simplemente en respuesta a un shock externo positivo (precio del cobre), vino una recuperación de la actividad en 2004-2008, aunque sin alcanzar la elevada tasa de utilización del PIB potencial lograda en la década de 1990. La recuperación se detuvo en el curso de 2008 ante el embate de la crisis global desatada ese año. Chile inició una nueva recuperación en los meses finales del régimen de la presidenta Michelle Bachelet (noviembre de 2009 a febrero de 2010), apoyada ahora en un efectivo impulso fiscal contracíclico en 2009.
1. Las reformas de las reformas en la década de 1990
La administración de Patricio Aylwin orientó sus esfuerzos a la consecución de un crecimiento más sólido y equitativo del PIB. Ello requería estabilizar la economía luego del sobrecalentamiento inducido por el régimen de Pinochet en 1988-1989 y, entre otros, i) elevar la tasa de inversión productiva; ii) implementar políticas macroeconómicas estabilizadoras de la economía real a fin de reducir la vulnerabilidad ante shocks externos; y iii) dar respuesta a las demandas sociales más urgentes, permitiendo así que se redujera la pobreza y un sector más amplio de la población se beneficiara del proceso de modernización.
El nuevo gobierno había acordado evitar un cambio radical en las políticas económicas vigentes, inclinándose por “un cambio con continuidad”, lo que involucró un quiebre respecto al carácter fundacional que habían adoptado administraciones precedentes. Antecedentes relevantes para este enfoque: i) a pesar de ganar las elecciones parlamentarias en 1989, no se contaba con mayoría en el senado por la presencia de senadores designados por Pinochet; ii) la constitución impuesta por la dictadura en 1980, a pesar de relevantes reformas negociadas en 1989, contemplaba numerosas trabas para avanzar hacia la democratización, el desarrollo productivo y la reducción de la desigualdad; por ejemplo, diversas reformas requerían quórum muy elevados; iii) estaba muy presente la imagen de las hiperinflaciones surgidas en Argentina, Brasil y Perú en sus transiciones a la democracia en la década de 1980, tema muy explotado por el pinochetismo con la afirmación de que el programa de la Concertación iba en la misma senda; iv) los medios de comunicación estaban mayoritariamente bajo el control de grupos económicos surgidos bajo el régimen de Pinochet y con fuerte inclinación neoliberal y la decisión gubernamental de no apoyar a los medios alternativos consolidó ese predominio; v) los centros de reflexión democráticos se despoblaron con la emigración de sus personeros hacia el gobierno y la decisión gubernamental de no contribuir a fortalecerlos; y vi) el ejército permaneció bajo el mando del dictador hasta 1998.
Por todo ello, la Concertación perseguía un cambio progresivo que fuese consistente con un crecimiento con equidad y estabilidad sostenibles. La disciplina fiscal era un ingrediente central; por lo tanto, cada desembolso fiscal nuevo -para financiar gasto social o de desarrollo productivo-, implicaba identificar la nueva fuente de financiamiento real (no ficticio, como lo es vía impresión de billetes). Por otra parte, era evidente que la dictadura había tenido estabilidad del nivel de precios en general, pero enorme inestabilidad del empleo, del tipo de cambio y de la demanda interna (esto es, inestabilidad macroeconómica real) y creciente desigualdad.
Dados los mencionados obstáculos, es notable lo logrado en los primeros años. Se elevó el gasto social; para financiarlo, se presentó rápidamente una reforma tributaria al Congreso, la cual incrementaba los ingresos fiscales. Ésta contempló, principalmente, la reimplantación y elevación de la tasa del gravamen, abolido en 1988, sobre las utilidades de las empresas y un alza del impuesto al valor agregado (IVA).5
Asimismo, el gobierno envió en 1990 al Congreso un proyecto de reforma laboral que buscaba, entre otros objetivos, fortalecer a los sindicatos y equilibrar los poderes de negociación del empleador y de los asalariados. La aprobación de ambas iniciativas fue posible gracias a un acuerdo multilateral entre gobierno, sindicatos, organizaciones patronales y la mayoría de los partidos políticos. Sin embargo, al tener que ser consensuadas con la oposición, ambas reformas tuvieron un alcance menor al propuesto originalmente (véase Pizarro, Raczynski y Vial, 1996). Un factor determinante en tal sentido fue la obstrucción que plantearon los llamados “senadores designados” en virtud de la Constitución diseñada por Pinochet, y que en diversas votaciones determinaron el rechazo de los proyectos de la coalición gobernante, pese a la mayoría que ésta logró en las elecciones parlamentarias de 1989 y 1993.
En 1990 se logró también un acuerdo nacional tripartito entre el gobierno, los representantes de los trabajadores sindicalizados (agrupados en la Central Única de Trabajadores de Chile (CUT), que había recuperado su vida legal) y los empresarios (Confederación de la Producción y del Comercio, CPC), que hizo posible un aumento sostenido del salario mínimo real en el cuatrienio. En medio de este clima constructivo, con coherentes reformas progresivas, en los primeros años de la década de 1990 se materializaron importantes avances en la distribución del ingreso y en la lucha contra la pobreza. De esta manera, la pobreza que afectaba a 45% de la población en 1987, disminuyó a 27.5% en 1994 y a 22% en 1998 (Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional, Casen).
La intensificación de la política social se desplegó con una notable responsabilidad fiscal. La reforma tributaria de 1990, el dinamismo de la actividad productiva y algún retroceso de la evasión tributaria, sustentaron el aumento de la carga fiscal en 3% del PIB, hasta llegar a representar 18% de éste. Ello permitió al gobierno incrementar el gasto social y en infraestructura, y elevar de manera simultánea el ahorro del gobierno central en la década de 1990. El mayor ahorro no sólo financió la mayor inversión pública, sino que generó un superávit fiscal, el cual fue utilizado para reducir la cuantiosa deuda pública heredada, originada en la dramática crisis de la década de 1980.
Un nuevo acuerdo político forjado en 1993 permitió conferir carácter permanente a medidas que originalmente habían sido aprobadas con carácter transitorio. Los hechos habían terminado por desprestigiar las predicciones de críticos neoliberales de la reforma tributaria, en el sentido de que ésta desalentaría la inversión productiva privada. Después de un retroceso en 1991 -atribuible al impacto rezagado del ajuste contractivo de 1990-, la formación de capital se incrementó persistentemente hasta 1998; en efecto, la tasa de inversión neta se duplicó respecto del promedio exhibido por la dictadura (véase el Cuadro 2). Esta elevada inversión productiva (equipos, maquinarias, construcciones comerciales y residenciales e infraestructura) constituyó el factor determinante de la notable aceleración del crecimiento del PIB, desde el promedio anual de 2.9% en 1974-1989 a otro superior a 7% en 1990-1998.
Fuentes: Ffrench-Davis (2014. cuadro I.1). basado en Banco Central. DIPRES e INE.
a Tasas acumulativas anuales de crecimiento del PIB y de las exportaciones.
b Promedio anual de diciembre a diciembre.
c Promedio anual de tasas de desempleo; incluye los programas de empleo de emergencia como desempleados.
d Tasa de inversión bruta menos la depreciación del stock de capital.
e Estimación que utiliza el PIB tendencial oficial correspondiente al respectivo año presupuestario.
La inversión productiva privada, dada su irreversibilidad, exhibe una correlación muy positiva con los equilibrios de la macroeconomía real, siempre que éstos se vean como sostenibles en dos aspectos clave. Por un lado, la demanda efectiva tiene que aparecer consistente con el nivel de la capacidad productiva que se vaya generando; del otro, los macroprecios clave (la tasa de interés y el tipo de cambio real) deben ser “sostenibles” y relativamente estables para así orientar la asignación de recursos por los inversionistas productivos. Esto forma parte de lo que denominamos equilibrios de la macroeconomía real.
Como se expuso, dados los desequilibrios macroeconómicos gestados en 1988-1989, el Banco Central aplicó un severo ajuste en enero de 1990, vía un aumento notable de las tasas de interés, con el objeto de frenar la sobreexpansión de la demanda agregada y el rebrote inflacionario. La brecha entre tasas internas e internacionales de interés se amplió en forma significativa, en tanto que las agencias internacionales calificadoras de riesgo habían mejorado la clasificación de la economía chilena. Esto redundó en una fuerte afluencia de capitales especulativos de corto plazo y en una apreciación del tipo de cambio desde el techo al piso de la banda de fluctuación cambiaria.
La cuantiosa entrada de capitales financieros amenazaba con reducir, en gran medida, la capacidad de la autoridad para conducir las políticas monetaria y cambiaria, frustrando así su pretensión de evitar fluctuaciones excesivas del tipo de cambio real y la demanda agregada.
En este escenario, la autoridad procuró reconciliar esos dos objetivos -una tasa de interés capaz de preservar los equilibrios internos y un tipo de cambio compatible con la manutención del equilibrio externo-, recurriendo a diversas políticas contracíclicas. Entre ellas destacaron una política cambiaria muy activa y la imposición de un encaje sobre los créditos externos y flujos líquidos, que de esta forma se encarecieron, a fin de controlar lo que se consideraba un exceso de oferta de fondos.
La inversión extranjera directa (IED) se tornó crecientemente voluminosa (el capital de riesgo se mantuvo exento del encaje).6 Este auge de la IED fue estimulado por las atractivas características de la economía chilena: generosa dotación de recursos naturales, y la entrega gratuita de la renta económica de los ricos yacimientos mineros (falencia heredada de los tiempos de la dictadura y que demandaba una corrección),7 elevada calidad de las políticas macroeconómicas y favorable imagen del proceso de transición a la democracia. Ante el superávit resultante en la cuenta de capital, con efectivo financiamiento de largo plazo, el Banco Central respondió con fuertes compras de divisas y esterilización monetaria. Durante los primeros años ello constituyó un movimiento hacia el equilibrio, pues las compras netas le permitieron incrementar sus reservas internacionales, las cuales se encontraban a niveles notoriamente insuficientes en 1990.
La investigación empírica comprueba que tales políticas -estrechamente coordinadas entre el Ministerio de Hacienda y el Banco Central- tuvieron éxito en reducir la entrada de capitales de corto plazo y volátiles, proveyendo espacio a la política monetaria, al tiempo que evitaba el impacto desestabilizador y subdesarrollador de la apreciación cambiaria hasta 1995 (véanse Edwards y Rigobón, 2009; Ffrench-Davis, 2014: cap. VIII; Le Fort y Lehmann, 2003; Magud y Reinhart, 2007; Williamson, 2000). Este conjunto de políticas contribuyó a mantener en niveles sostenibles el déficit en cuenta corriente (2.3% del PIB en 1990-1995) y a impedir un crecimiento excesivo de los pasivos externos más volátiles. De este modo, las autoridades económicas chilenas aportaron en forma significativa a la estabilidad macroeconómica real, a la estrategia exportadora y al crecimiento global. Esto se tornó evidente tras el estallido de la crisis mexicana de 1994-1995, de la cual la economía chilena salió incólume.
En efecto, concurrieron un amplio conjunto de resultados positivos: i) el crecimiento del PIB, tanto efectivo como potencial, fue sostenido, en lugar de agotarse al cabo de pocos años; ii) el crecimiento sostenido se sustentó en un vigoroso impulso de la inversión productiva y del ahorro nacional; iii) el crecimiento se dio en ausencia de presiones mayores sobre los precios internos o las cuentas externas; iv) prevaleció una situación fiscal superavitaria, y v) la aplicación de sucesivos miniajustes evitó la gestación de desequilibrios de mayor envergadura, haciendo innecesario, entonces, recurrir a los habituales y traumáticos maxiajustes.
Uno de los principales méritos de las políticas del sexenio 1990-1995 fue su exitosa resistencia a la tentación, de moda en otras economías emergentes, de acelerar el abatimiento de la inflación mediante una mayor absorción de capitales externos y apreciación cambiaria y, por consiguiente, un mayor déficit externo.
Hasta 1995, las autoridades del Banco Central -en estrecha coordinación con el Ministerio de Hacienda en el diseño de las políticas macroeconómicas, como lo hemos reiterado por su gran relevancia-, implementaron un estricto monitoreo de la regulación contracíclica sobre los flujos financieros. La intensidad de las regulaciones (costo o tarifa implícita, así como cobertura del encaje) tendió a ajustarse según la evolución de la oferta de financiamiento externo. En el sexenio 1990-1995, el funcionamiento de la economía se ubicó sostenidamente cerca de la frontera productiva (es decir, con una brecha reducida entre el producto potencial y el efectivo); como se expuso, eso constituye un incentivo determinante para la inversión productiva, la cual es esencial para el crecimiento del PIB y del empleo.
No obstante, estas políticas fueron debilitándose después de 1995, lo que dio paso a una creciente revaluación cambiaria y a desajustes en las cuentas externas en 1996-1998; aparecieron entonces grietas crecientes en la conducción macroeconómica de la demanda agregada y de la política cambiaria, ahora conducida unilateralmente desde el Banco Central con expresiones públicas de ejecutivos gubernamentales de desacuerdo respecto a la creciente apreciación del tipo de cambio. Entonces la economía nacional fue sometida, aunque sólo de manera parcial, a la poderosa corriente ideológica que propiciaba la liberalización de las cuentas de capitales, en boga por entonces en los escenarios internacionales. Chile no cayó en ese extremo en 1996-1998, pues no desmanteló aún las regulaciones sobre los flujos financieros, pero sí debilitó sus efectos (Le Fort y Lehmann, 2003).
Diversos factores, aparte de la influencia de la moda económica internacional, permiten explicar el cambio de política: i) la fortaleza mostrada por la economía chilena ante la crisis de México en 1995 provocó una errónea sensación de inmunidad natural y llevó a olvidar que esa fortaleza había sido fruto de un enfoque de política heterodoxa; ii) después de 1995 se hizo evidente un cambio en prioridades del Banco Central autónomo, que privilegió la lucha contra la inflación, lo que obviamente era facilitado por un dólar barato; iii) su destacado desempeño hizo que el país se convirtiera en destino predilecto de inversionistas foráneos, en un marco de abundancia de financiamiento hacia las economías emergentes. Entonces, pese a que la avalancha de capitales hacía aconsejable fortalecer las regulaciones contracíclicas, ellas se debilitaron, con lo que perdieron efectividad. Evidentemente, las políticas contracíclicas deben adaptarse a la fuerza del ciclo, lo que no se hizo en la segunda mitad de la década de 1990.
De este modo, cuando la crisis asiática se hizo sentir en 1998, la economía chilena se había tornado vulnerable al acumular desequilibrios importantes. El tipo de cambio registraba en 1996 y 1997 un proceso de apreciación real sustantiva, en tanto que el déficit en cuenta corriente en 1996-1997 duplicaba el de 1990-1995 (dos crecientes desequilibrios macroeconómicos), lo que se vio agravado por el drástico deterioro de los términos del intercambio en 1998. El superávit fiscal del bienio fue equivalente a 2.1% del PIB, algo superior al de los años precedentes. Por consiguiente, dado que el déficit externo es igual a la suma del balance del sector público y del sector privado, es indiscutible que el deterioro del balance externo radicó en el sector privado, siendo financiado por los ingresos de capitales, los que fueron estimulados por el debilitamiento de las regulaciones sobre la cuenta de capitales y el proceso de apreciación cambiaria; la demanda interna se elevaba más rápido que el PIB de pleno empleo, sin presiones inflacionarias gracias a la apreciación cambiaria.8 Cabe reiterarlo, toda la evidencia demuestra que donde era preciso actuar con fuerza era sobre la causa del desequilibrio macroeconómico real, esto es, la afluencia excesiva de fondos externos en 1996-1997.
El vigoroso crecimiento del PIB efectivo y potencial, que persistió hasta 1998 sustentado en una elevada inversión productiva, fue liderado por una expansión anual de 10% de las exportaciones, similar al promedio registrado en las décadas de 1970 y 1980. Sin embargo, el crecimiento del PIB fue radicalmente distinto: 7.1% en la década de 1990 versus 2.9% en las dos décadas precedentes.9 Resulta obvio que el factor determinante del éxito en la década de 1990 es el notable crecimiento del resto de la producción, esto es, el PIB no exportado, que entre 1990 y 1998 se expandió a un promedio de 6.5% anual (véase el Cuadro 3). Las claves del éxito fueron los aun modestos, pero entonces crecientes eslabonamientos entre el sector exportador y el resto de la economía hasta mediados de la década de 1990 y la persistencia de una demanda interna que le permitió a los productores para el mercado nacional (que entonces cubrían alrededor de tres cuartos del PIB), operar persistentemente cerca de su capacidad plena hasta 1998. El desequilibrio macroeconómico cambiario desde 1996; sin embargo, ya se reflejaba en el estancamiento de la diversificación de las exportaciones, lentificación en la reducción de la pobreza y de la informalidad laboral, y acentuación de problemas en las pyme que competían con las importaciones.
2. Política social progresista y macroeconomía con sesgo neoliberal: 1999-2008
a) Ajuste recesivo en 1999-2003. El tramo final del gobierno del presidente Eduardo Frei (1999) y los primeros cuatro años del mandato del sucesor, el presidente Ricardo Lagos (2000-2003) transcurrieron en un ambiente económico recesivo. La caída abrupta del nivel de actividad en 1999, y luego deprimida por todo un quinquenio, se concentró en la economía no exportadora, la que ocupa a la gran mayoría de los trabajadores y empresarios nacionales. La pérdida de dinamismo (del quantum) de las exportaciones, sin duda significativa, explica apenas uno de los 4.5 puntos de menor crecimiento del PIB en 1999-2003 en comparación con 1990-1998 (véase el Cuadro 3).
El contagio de la crisis asiática se produjo por dos vías. Los precios de exportación sufrieron un intenso deterioro, y los flujos de capitales declinaron. A consecuencia de ello, surgieron fuertes expectativas de depreciación, que el Banco Central combatió decididamente durante 1998, ante el temor de un rebrote inflacionario en una economía sobrecalentada, y con el propósito explícito de permitir a los grupos económicos nacionales reducir su deuda en dólares. Primero, procedió a ventas masivas de moneda extranjera en un mercado con un precio artificialmente deprimido. Luego, a mediados de 1998, redujo en forma drástica la amplitud de la banda con el fin de entregar una errónea señal de estabilidad cambiaria, al tiempo que aumentaba bruscamente la tasa de interés de política monetaria a 14.5% real. En este complejo escenario, no sólo hubo una merma de los créditos externos, sino que se registró una fuga masiva de capitales de residentes. En efecto, entonces tuvo lugar una voluminosa salida principalmente desde las administradoras privadas de fondos de pensiones (AFP), que especularon así contra el peso, haciendo uso del margen de maniobra que sucesivas liberalizaciones de la cuenta de capitales les habían otorgado; sus egresos netos representaron casi 5% del PIB (Ffrench-Davis, 2014: gráfica IX.1; Zahler, 2005). Esta evidente falla macroeconómica tuvo, naturalmente, un impacto contractivo sobre la liquidez monetaria y la demanda agregada, y contra las pyme y el empleo. Así se acumula desigualdad estructural.
Desde mediados de 1998 la demanda agregada cayó bruscamente, con una variación negativa de 6% en 1999, en tanto que el PIB efectivo se contrajo 0.8%, mientras aún seguía creciendo el PIB potencial. De este modo, en 1999 se generó una amplia brecha recesiva entre producto potencial y efectivo, diferencia que fue determinante en la brusca caída de la tasa de inversión en 1999-2003. Debido a ello, el promedio de crecimiento del PIB potencial se redujo de 7 a 4% anual, en tanto que el crecimiento efectivo cayó todavía más, a 2.6% anual en ese quinquenio.
La campaña presidencial de 1999, tanto de la Concertación como de la alianza opositora, estuvo marcada por el objetivo de retornar a tasas de crecimiento del orden de 6-7% anual. Este desencuentro entre las expectativas de una reactivación vigorosa y la realidad de una economía recesiva, generó un desajuste entre los recursos necesarios para cumplir el programa y los empobrecidos ingresos tributarios. Para enfrentar este escenario, el gobierno del presidente Lagos implementó una regla de política fiscal de balance estructural (Marcel et al., 2001; Tapia, 2003). Ésta implica mantener un nivel de gastos efectivos consistente con el ingreso fiscal estructural; esto es, para cada presupuesto anual se realiza una estimación del ingreso tributario simulando que la economía utiliza en plenitud el PIB “tendencial” y que el precio del cobre se encuentra en su equilibrio de mediano plazo. Por consiguiente, cuando la economía se ha sobrecalentado y elevado transitoriamente la recaudación tributaria, el fisco acumula ahorros; y cuando está deprimida, utiliza aquellos fondos para cubrir la merma de recaudación ante un nivel de actividad inferior al potencial.
La regla fiscal chilena implicó un progreso evidente, oportuno, frente a la norma procíclica tradicional que busca equilibrar cada año el presupuesto fiscal efectivo. En consecuencia, se estabilizó la evolución del gasto fiscal; pero, en general, no comprendió ajustes potentes contracíclicos de los gastos o tributos, los que son bienvenidos cuando la economía está recesionada. La evidencia acumulada desde 1999 dejó de manifiesto la necesidad de agregar eficaces políticas contracíclicas que contribuyan activamente a una pronta recuperación de la actividad económica cuando ésta cae en una recesión (Ffrench-Davis, 2015). Se trata de un ingrediente esencial del equilibrio de la macroeconomía real.
En cuanto a la política cambiaria, en septiembre de 1999 el Banco Central había liberalizado por completo el tipo de cambio. Durante 2000-2001, también procedió a eliminar la mayoría de los controles restantes sobre las transacciones financieras internacionales de residentes y extranjeros. Uno de sus efectos ha sido el intenso activismo financiero, con voluminosas entradas y salidas de fondos de corto plazo. En consonancia con el entorno recesivo, contribuyendo así a prolongarlo, en 2002-2003 se registró una fuerte salida (fuga) neta de inversiones de cartera. Entonces, al impacto procíclico, recesivo, de los mercados financieros internacionales, se agregó el de los inversionistas financieros nacionales.
La brecha recesiva, prevaleciente en 1999-2003, tuvo un impacto significativo sobre la situación laboral. En este quinquenio, el número de empleados (incluyendo a los empleados en programas de emergencia) creció apenas 3.3% en total, en tanto que la población de 18 años y más lo hizo en 9%. El desempleo abierto total se situó en 11%; por sobre ello, la tasa de participación laboral, que se había elevado persistentemente en la década de 1990, se redujo en el quinquenio debido al desaliento de los que buscaban trabajo y no lo encontraban -son desempleados “ocultos” durante las crisis-. La determinante principal del deterioro del mercado laboral fue el desequilibrio macroeconómico real -esto es, la amplia brecha entre PIB efectivo y potencial-, lo cual redundó en una subutilización del trabajo y el capital, deprimiendo la inversión productiva. De hecho, la tasa de inversión neta en 1999-2002 fue cuatro puntos inferior al promedio de 1995-1998.
Chile desaprovechó entonces la oportunidad de aplicar un vigoroso impulso endógeno, recurriendo al conjunto de las fortalezas acumuladas por su economía: elevadas reservas internacionales, exiguos pasivos públicos en moneda extranjera, reconocida disciplina fiscal; y, lo principal, la gran brecha existente a lo largo de todo el quinquenio 1999-2003 entre PIB efectivo y PIB potencial.
No obstante la persistencia de la recesión, el gobierno continuó impulsando nuevas reformas sociales. En el 2001 se promulgó una nueva modificación del Código del Trabajo orientada a fortalecer los derechos laborales. Asimismo, para paliar la mayor cesantía se intensificaron los programas ocupacionales de emergencia, los cuales absorbieron cerca de 2% del empleo en 2002-2003 (los que tienen un efecto contracíclico). En el ámbito de la educación pública se perseveró en la implementación de la jornada escolar completa y la ampliación de la infraestructura (pero con un lamentable deterioro de la calidad media). En salud pública se puso en marcha el Plan de Acceso Universal de Garantías Explícitas (Plan AUGE), que asegura el acceso universal a la atención de un número amplio de patologías que ha ido en gradual aumento.
En el año 2002 se puso en marcha un seguro de cesantía que se financia con aportes del trabajador y del empleador, recursos que se depositan en una cuenta individual del primero, y con un aporte gubernamental a un “fondo solidario”. Al cabo de siete años de vigencia, cerca de 85% de los asalariados del sector privado eran cotizantes activos del seguro. Esta elevada cobertura estuvo acompañada de la entrega de montos muy modestos de transferencias a los cesantes y de un mínimo uso del fondo solidario; por lo tanto, operaba como un autoseguro, en un entorno de mercado laboral aún precario y desigual, no obstante los progresos registrados desde la década de 1990. En síntesis, el seguro fue un avance, pero requería un gran fortalecimiento en términos del acceso a sus beneficios, ampliación del fondo solidario y efectiva vinculación con programas de capacitación laboral. En 2009 el Congreso aprobó un proyecto gubernamental que mejoraba el acceso a un mayor fondo solidario, haciendo extensivo éste a los asalariados con contratos de corto plazo, al tiempo que introducía elementos contracíclicos en los beneficios y comprometía capacitación laboral e intermediación para la búsqueda de empleo a los cesantes
b) Recuperación impulsada por un shock externo positivo en 2004-2008. En el curso del 2003 los precios internacionales de las materias primas iniciaron un alza sustancial, sólo interrumpida de manera breve con el contagio de la crisis internacional. La elevación de los precios de las exportaciones de Chile fue sustancialmente más intensa que la registrada por las importaciones de combustibles. Este shock externo positivo contribuyó a un salto, entre 1999-2003 y 2004-2005 de 2.6 a cerca de 6% en la expansión del PIB efectivo. El mejoramiento generalizado de los términos del intercambio y (secundariamente) del volumen de las exportaciones incrementó en forma directa la capacidad de gasto del sector privado, en tanto que las expectativas retornaban al optimismo. Con el rezago habitual, también la inversión productiva comenzó a repuntar.
Naturalmente, la recuperación de la actividad productiva estuvo basada también en los méritos de la economía nacional; sin embargo, la fuerza predominante fue el shock externo positivo. Esto revela una falla anterior de la política macroeconómica, dado que tales méritos ya habían estado presentes durante la recesión de 1999-2003. Así, las condiciones fundamentales para inducir un shock interno reactivador estuvieron al alcance de la mano, ya que tanto el déficit externo como la apreciación excesiva imperante hacia 1998 habían sido corregidos desde 1999.
Una vez más, a medida que crecía el optimismo y avanzaba la recuperación, el Banco Central permitió que el tipo de cambio real se apreciara (20% entre marzo de 2003 y diciembre de 2005), y se mantuviera muy apreciado hasta la llegada de la crisis global a fines del 2008. Un dólar barato contribuyó a anclar la inflación, pero a debilitar el dinamismo de la producción que competía con las importaciones y la calidad de las exportaciones, prolongando el periodo en que el PIB efectivo permaneció debajo del producto potencial. Esto es, inflación baja con empleo y producción bajo lo que la economía nacional era entonces capaz de generar.
Una serie de variables explican ese debilitamiento. En el 2006, el Banco Central sobreajustó la tasa de interés y dejó que se mantuviera la revaluación cambiaria; a su vez, el Ministerio de Hacienda esterilizó en exceso el vigoroso impacto positivo del aumento de la cotización del cobre (la opción, muy evidente, no era el todo o nada) y permitió que el grueso del impacto negativo del entonces creciente precio del petróleo penetrase en la economía nacional. Los antecedentes disponibles respecto a los intensos impactos de la demanda sobre la respuesta de la oferta real, vale decir el PIB efectivo, evidenciaban que la economía estaba operando de manera persistente por debajo del PIB potencial.
La inestabilidad cambiaria fue otro factor que conspiró para este modesto desempeño, de 5.1% en 2004-2008, no obstante la elevada subutilización que existía en el 2003. El incremento en la demanda agregada exhibió un marcado sesgo hacia las importaciones. Evidentemente, el tipo de cambio estaba desalineado y se mostraba muy inestable, generando efectos erosionantes para el desarrollo. De hecho, en 2004-2008 el volumen de las importaciones aumentó 15% anual, en tanto que el de las exportaciones se expandió 5.7%. Nuevamente se observó una severa inconsistencia entre la política cambiaria del Banco Central y el objetivo consensual de promover las exportaciones con mayor valor agregado, en tanto que las pyme se veían enfrentadas a la intensificación de la competencia externa, asociada a la dupla de rebajas arancelarias (de un promedio de 11% en 1999 a 1% en 2008) y tipo de cambio apreciado.
En síntesis, se instaló un escenario caracterizado por una prioridad excesiva por la inflación y un deslizamiento de la conducción económica hacia políticas más “neutrales”. Lo concreto es que la brecha recesiva persistió de manera significativa, en detrimento del empleo, los salarios y las utilidades. Adicionalmente, la incertidumbre volvió a enseñorearse en los exportadores no tradicionales y pequeños empresarios.
Al escenario internacional le correspondió un papel determinante, potenciado, como es natural, por la apertura indiscriminada de la economía chilena. La espectacular trayectoria del precio del cobre y de otras exportaciones de recursos naturales le permitió a Hacienda acumular cuantiosos recursos para años de escasez, como 2009, al punto que en el trienio 20062008 el superávit fiscal se elevó a un promedio anual equivalente a 7% del PIB. Como contrapartida, los precios internacionales de los alimentos apuntaban al alza. Entre mediados de 2007 y 2008, el precio de los alimentos subió 22%, dando origen a intensas presiones inflacionarias, las que fueron responsables de aproximadamente la mitad de 10% de variación en 12 meses que registró el Índice de Precios al Consumidor (IPC) hacia el tercer trimestre de 2008, momento culminante del auge de los commodities (Ramos, 2008). Se trató, principalmente, de una inflación importada. El Banco Central mantuvo su sesgo respecto del objetivo inflacionario, a expensas del crecimiento. A fines de 2008, cuando las variaciones mensuales del IPC se habían tornado negativas, la tasa de interés de política monetaria (TPM) todavía se ubicaba más de siete puntos porcentuales por encima de la de los Estados Unidos.
En resumen, el crecimiento de este periodo no fue satisfactorio respecto del potencial de la economía interna y los shocks positivos provenientes del exterior. En 2004-2008, el aumento promedio de 5.1% anual del PIB (inferior a 5.4% promedio de América Latina), estuvo compuesto por una expansión de 5.7% en el volumen de exportaciones y de 4.9% en el resto del PIB (no-exportaciones, véase el Cuadro 3). Esta última cifra contrasta con el dinámico 6.5% del resto del PIB en 1990-1998. Como se destacó, el aumento del PIB efectivo en 2004-2008 se registró después de una prolongada brecha recesiva, lo que daba amplio espacio para una fuerte reutilización de la capacidad ya existente. En consecuencia, el contraste entre ambos episodios es notable. Principalmente desde 1999, la competitividad sistémica declinaba a causa del deterioro de la calidad de la política macroeconómica y de una vacilante agenda de desarrollo productivo, cuyas fallas abarcaban -más allá de inesperados episodios de escasez energética-, una errónea política cambiaria e insuficiencias en los vínculos entre los mercados de capitales y los sectores productivos; en particular, respecto a las pyme, capacitación laboral, incentivos a la innovación y articulación vía clusters entre diversos agentes y sectores productivos (véase Devlin y Moguillansky, 2010; Infante y Sunkel, 2009). Sin perjuicio de algunos avances, los publicitados anuncios acerca del diseño de una política de desarrollo productivo centrada en las pyme se quedaron básicamente en el papel.
3. El contagio en 2008-2009 y la respuesta contracíclica10
Las turbulencias financieras internacionales del segundo semestre de 2008 y el agudo deterioro de las exportaciones tuvieron un impacto directo en la actividad económica local. Tanto el producto como la demanda interna decayeron. Luego de crecer, en promedio, 8% anual en 2004-2008, la demanda interna disminuyó 8% en el primer semestre de 2009; el PIB sufrió una caída de 3%.
Como suele ocurrir durante las crisis económicas, el mercado laboral registró un deterioro considerable. Respecto a la pobreza, en la encuesta Casen 2009 se detuvo un proceso sostenido de reducción de la pobreza desde 45% en 1987 a 13.7% de la población en 2006, registrándose un aumento hasta 15.1% en 2009, explicado por el desempleo y por el shock externo en el costo de la canasta de alimentos, la que se utiliza para fijar la línea de la pobreza.11
Progresivamente, en el curso de 2008-2009, el gobierno corrigió el sesgo neutral de sus políticas macroeconómicas e implementó una activa política fiscal contracíclica. En cambio, el Banco Central autónomo recién en enero de 2009 inició una reducción gradual de la TPM, para situarse en 0.25% en julio. Sin embargo, a pesar de la reducción de la TPM, durante varios meses prevaleció el encarecimiento del crédito, con un lento traspaso de las rebajas de la TPM a los usuarios, en particular a las pyme. Mientras tanto, los bancos mantenían tasas de retorno al capital del orden de 20% anual.
La política fiscal se constituyó en la principal fuerza compensadora del shock externo negativo. A pesar de que sus ingresos habían caído 10% en 2008 y 20% en 2009, el gobierno expandió 17% su gasto en 2009 y operó un déficit efectivo de 4.4% del PIB, apoyado en la sólida posición acumulada antes. Además, se redujeron transitoriamente algunos impuestos en sectores clave como combustibles, créditos y pyme, se entregaron dos bonos de $40 000 por carga familiar para las familias de menores ingresos, se efectuaron aportes para la vivienda popular y la inversión vial urbana, se instauró un subsidio a la contratación de jóvenes de bajos recursos y se efectuaron aportes de capital a Codelco para financiar su inversión y se incrementó el capital del Banco Estado en 50% (Ffrench-Davis y Heresi, 2015).
Adicionalmente, se efectuaron relevantes correcciones del sistema de pensiones impuesto por la dictadura en 1981, mediante la reforma previsional puesta en marcha en 2008, antes de estallar la crisis. Desde julio del 2008, se comenzaron a entregar las primeras pensiones básicas solidarias (beneficio que entrega el Estado a los que tengan 65 años o más, que no reciban otra pensión y que pertenezcan a los dos primeros quintiles de ingresos). En el 2009 se aumentó la cobertura a 50% de la población y se implementó un subsidio decreciente a las pensiones de niveles equivalentes hasta 1.5 salarios mínimos (véase Arenas, 2010).
La cuenta de capitales comprendió una significativa repatriación de fondos soberanos para financiar el déficit fiscal. Ese comportamiento fiscal contracíclico coexistió con espectaculares salidas de fondos de residentes, principalmente de las AFP. Con ello se constató que, debido a la liberalización de los flujos financieros de residentes, tal como en 1998-1999, jugaron un negativo papel procíclico. La liberalización de la cuenta de capitales seguía costándole caro a la estabilidad real de la economía chilena.
En el curso del año 2009, el fuerte shock externo negativo producido por la crisis internacional, progresivamente fue compensado por el creciente impulso positivo de las políticas contracíclicas. Ya en el último bimestre de 2009 predominó el impulso reactivador, con una recuperación de la actividad económica y un aumento significativo del PIB. Ésta fue interrumpida transitoria, pero significativamente, por el terremoto y el maremoto del 27 de febrero de 2010. Luego de esa grave interrupción, que mermó el PIB potencial en 1-1.5 puntos, desde abril del 2010 prosiguió la reactivación que ya estaba en marcha. Entonces, a pesar de la recuperación de la actividad económica ya registrada y considerando la merma de capacidad que involucró el sismo, aun subsistía una amplia brecha recesiva con espacio para una recuperación muy sustancial de la actividad económica durante 2010-2012 (véase Ffrench-Davis, 2014: cap. X).
III. Conclusiones
El desempeño de los gobiernos de la Concertación se compara favorablemente con todos los regímenes que han administrado el país desde mediados del siglo XX, en términos de crecimiento del PIB (efectivo, potencial y per cápita), tasa de inversión productiva, inflación, evolución del nivel de los salarios reales, gasto social y superávit fiscal. Este buen desempeño significa que, en los 20 años de democracia que siguieron a la dictadura de Pinochet, Chile acortó, significativamente, la distancia con el mundo desarrollado y dejó atrás al resto de América Latina (véase el Cuadro 1). El contraste con el desempeño de la dictadura es notable. Esto, sin duda, refleja un predominio de los aciertos por sobre los yerros. Sin embargo, no fue un desempeño sostenido ni continuo, debilitándose aciertos clave y tomando fuerza algunos yerros y retrocesos.12
La primera mitad del periodo (1990-1998) involucró un crecimiento vigoroso del ingreso por habitante, triplicando el ritmo de los Estados Unidos o del G-7, con una considerable reducción de la brecha frente a esos países, y una moderación en la desigualdad de ingresos heredada (véase el Cuadro 4); es lo que se denomina significativa convergencia de Chile hacia el desarrollo. En cambio, en el segundo decenio (1999-2008), la velocidad del crecimiento por habitante se redujo a la mitad (aun sin considerar la caída de 2009) y se debilitó la intensidad de las mejorías en la distribución del ingreso y reducción de la pobreza. Chile continuó avanzando en la senda del desarrollo; es un error desconocerlo, pero lo hizo notoriamente más lento y seguía siendo muy regresivo.
Fuentes: La columna (1) corresponde a series a precios constantes del año 2003 de las Cuentas Nacionales del Banco Central hasta 2005 y a la base móvil encadenada, serie 2008, desde 2006. Las columnas (2) y (3) están basadas en la Encuesta de Ocupación de la Universidad de Chile para Santiago, la única serie extensa disponible.
La pérdida de velocidad tiene implicaciones políticas y sobre las expectativas de la población. Ésta se produjo en un contexto de apariciones de abusos empresariales y casos de corrupción de funcionarios (aunque fuesen comparativamente menores), los cuales fueron muy explotados en los medios de comunicación; se registró una intensa publicidad respecto de la admisión de Chile a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y de que su economía se encontraba al borde del desarrollo (error repetido hasta el día de hoy). La realidad era que Chile estaba muy lejos, recién a un tercio del camino. El contraste entre esas imágenes y el deterioro de la calidad de las políticas económicas resulta muy perjudicial para la actividad política y el perfeccionamiento de la democracia, y contribuye a la frustración de los que constatan su lejanía respecto de los ciudadanos de una nación desarrollada. Ingredientes sustantivos para la indignación ciudadana.
La explicación del deterioro en los ritmos de crecimiento radica en la combinación de una serie de variables económicas. Primero, sin duda, la crisis asiática constituyó un fuerte shock negativo; no obstante, demostramos que su impacto directo vía la pérdida de dinamismo de las exportaciones explica sólo una fracción menor de la caída en la tasa de crecimiento del PIB; el grueso del impacto se debió a que se había perdido el rumbo en la política macroeconómica. Segundo, la vigorosa y progresiva agenda social no se articuló debidamente con la económica. Tercero, se persistió en la ausencia de una política de desarrollo productivo, cuya ausencia se tornaba crecientemente más costosa.
Se efectuaron relevantes reformas sociales, en una escalada creciente en el tiempo. Ellas contribuyeron a un mejoramiento de la distribución del ingreso, la cual a fines de la primera década del siglo XXI era nítidamente menos desigual que en la década de 1980. No obstante, la progresiva agenda social, intensificada en el gobierno de la presidenta Bachelet, se sustentaba en una modesta carga tributaria (la mitad de la de los países del G-7) y el mercado laboral ofrecía en esa década mejoras salariales de apenas la mitad de las alzas registradas en la década de 1990. Ello parecía compensarse por el mercado con la expansión de créditos de consumo. Profunda incoherencia; crédito para expandir la capacidad de generar ingresos es sostenible y eficaz con tasas de interés “razonables”; en cambio, elevación del consumo con crédito y a tasas varias veces el ritmo de aumento de los salarios se autoderrota, frustra y lleva, eventualmente, a la indignación. Constituyen otros ingredientes que alimentaron las manifestaciones sociales registradas en Chile en años recientes.
La opinión pública estaba manifestando, por diversas vías, su insatisfacción y la cada vez más urgente necesidad de acción efectiva. No obstante el progreso socioeconómico alcanzado, la insatisfacción se reflejaba, en parte, en el creciente número de personas que no participaba en las elecciones y menos en los partidos políticos, tan fundamentales para el desarrollo democrático. Incluso -lo que era previsible-, la gente puede reaccionar, paradójicamente, premiando a las fuerzas regresivas, o a cualquier extremo populista. Es posible que tales insuficiencias ejercieron influencia gravitante en la derrota que sufrió la Concertación en las elecciones de fines de 2009 y comienzos de 2010.
La agenda social no se articuló debidamente con la económica, pues faltó un esfuerzo más sistemático para correcciones que se debieron implementar: i) en el mercado de capitales profinanciamiento de largo plazo para pyme, creando los canales para que los fondos de las AFP financiaran crecientemente inversiones en el desarrollo productivo nacional; ii) la mayor inversión debe acompañarse de una fuerza de trabajo con mayor productividad, lo que implica que se dé un salto persistente en la capacitación laboral (que compense la mala calidad de la educación que tuvieron millones de miembros de la actual fuerza de trabajo), y se reduzca la aún significativa informalidad y precariedad laboral; iii) diseñar estrategias de desarrollo productivo e innovación que permitan elevar la productividad de las pyme, que es donde se ubican las principales diferencias entre los promedios de las economías avanzadas y de Chile (la brecha no se ubica en las grandes empresas, pues ellas son de elevada productividad); iv) la política cambiaria clama por una profunda corrección (una tasa libre -determinada por flujos de capitales especulativos, precio inestable del cobre y expectativas cambiantes-, es perjudicial para el crecimiento y la equidad, y ha sido una fuente reiterada de desequilibrios macroeconómicos y detrimento de las pyme y de la calidad del empleo); y v) resulta imperiosa una modernización del Estado, mejorando su capacidad de gestión, así como eliminar restricciones que le impiden actuar en el desarrollo productivo y elevar sustancialmente la recaudación tributaria, con un sesgo progresivo, para así financiar sostenidamente los desafíos económicos y sociales.
En fin, es imprescindible, después de vaivenes entre los enfoques de crecimiento con equidad y neoliberal, retomar la senda inicial de retorno a la democracia y complementarla con políticas de desarrollo productivo que introduzcan, crecientemente, equidad en el funcionamiento de los mercados, en particular en cuanto a empleos de calidad y papel de las pyme. Se precisa reencontrar la senda que conduce a equilibrios sostenibles de la macroeconomía real: aparte de una inflación baja y de la responsabilidad fiscal, se requiere la adopción de enfoques cambiarios y crediticios que sean funcionales para el desarrollo productivo, incluyendo un manejo activo de la demanda agregada que resulte consistente con el nivel del potencial productivo. Ello implica correcciones fundamentales, resultando imprescindible, entre otros, la regulación del tipo de cambio y el control de la cuenta de capitales y sus flujos especulativos.
Un crecimiento, sostenido, y con progresiva y tangible equidad, sólo resulta viable si en el sistema económico se introduce, progresivamente, espacio para el desarrollo productivo del mundo laboral y de la pequeña y mediana empresa. Se precisa establecer un predominio de los impulsos productivistas por sobre los financieristas; del productivismo por sobre lo especulativo. Es el desafío en la dimensión económica, que debe empalmar concertadamente con las reformas políticas imprescindibles que el desarrollo integral requiere ineludiblemente en el nuevo ciclo que se ha intentado iniciar en Chile en 2014.